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A fines de 1890 una noticia recorrió el mundo entero: el sabio alemán Robert Koch acababa de descubrir un remedio capaz de poner fin a la tuberculosis. Médicos y enfermos de todas las latitudes se precipitaron hacia Berlín con la esperanza ciega de ver el milagro, y de conseguir un frasquito de aquel elixir, la linfa de Koch. Los doctores porteños no se quedaron de brazos cruzados. Gracias a cartas de presentación y a cronometradas gestiones diplomáticas, algunos de ellos hicieron el largo viaje y enviaron hacia Buenos Aires unas pocas muestras de la sustancia bienhechora. Este libro narra los desvelos de estos médicos por plegarse a una pujante globalización de innovaciones científicas. Analiza para ello el entrecruzamiento de varios itinerarios, pues fueron muchos los objetos que se desplazaron en ese entonces: frascos, cables telegráficos, informes oficiales y rumores exagerados. En el mismo momento en que se daba inicio a los ensayos del medicamento en el Hospital de Clínicas, el debate público a propósito de la linfa se vio desplazado por la sospecha escandalosa de que un médico extranjero tenía en su poder una versión falsificada del remedio. Esa simultaneidad fue un signo locuaz de las promesas y los límites que afectaban a la cultura letrada de esas décadas y sus deseos de modernización. La narración construida aquí va desde el ensueño tecnológico de unos médicos cultos hasta los disfraces ingeniosos de un trotamundos avispado, pues tales figuras develan casi a la perfección los componentes esenciales de la vida cultural de aquellos años.
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Seitenzahl: 481
Veröffentlichungsjahr: 2024
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A fines de 1890 una noticia recorrió el mundo entero: el sabio alemán Robert Koch acababa de descubrir un remedio capaz de poner fin a la tuberculosis. Médicos y enfermos de todas las latitudes se precipitaron hacia Berlín con la esperanza ciega de ver el milagro y de conseguir un frasquito de aquel elixir, la “linfa de Koch”. Los doctores porteños tampoco se quedaron de brazos cruzados, gracias a cartas de presentación y a cronometradas gestiones diplomáticas, algunos de ellos hicieron el largo viaje y enviaron hacia Buenos Aires unas pocas muestras de la sustancia bienhechora.
Este libro narra los desvelos de estos médicos por plegarse a una pujante globalización de innovaciones científicas. Analiza para ello el entrecruzamiento de varios itinerarios, pues fueron muchos los objetos que se desplazaron en ese entonces: frascos, cables telegráficos, informes oficiales y rumores exagerados. En el mismo momento en que se daba inicio a los ensayos del medicamento en el Hospital de Clínicas, el debate público a propósito de la linfa se vio desplazado por la sospecha escandalosa de que un médico extranjero tenía en su poder una versión falsificada del remedio.
Esa simultaneidad fue un signo locuaz de las promesas y los límites que afectaban a la cultura letrada de esas décadas y sus deseos de modernización. La narración construida aquí va desde el ensueño tecnológico de unos médicos cultos hasta los disfraces ingeniosos de un trotamundos avispado, pues tales figuras develan casi a la perfección los componentes esenciales de la vida cultural de aquellos años.
Mauro Vallejo. Es investigador del CONICET, se especializa en la historia de la medicina y la salud durante la segunda mitad del siglo XIX. En el último tiempo ha explorado la circulación de hipnotizadores y curanderos en la Ciudad de Buenos Aires, y ha reconstruido la historia de las neurosis y de la histeria en ese mismo lugar. En Biblos ha publicado El Conde de Das en Buenos Aires (1892-1893), otros títulos de su autoría son Hipnosis e impostura en Buenos Aires. De médicos, sonámbulas y charlatanes a fines del siglo XIX (2021) y Nerviosos y neuróticos en Buenos Aires. Entre médicos, boticarios y mercaderes (1880-1900) (2021).
MAURO VALLEJO
UNA FALSIFICACIÓN PERIFÉRICA
LA LINFA DE KOCH EN LA MEDICINA DE BUENOS AIRES
A Nicola Hoheisel y Stefan Petersen
En 1890 el muy reconocido médico e higienista Enrique Tornú alertaba sobre los estragos causados por la tuberculosis y reconocía que los tratamientos terapéuticos conocidos eran todos más o menos ineficaces. Medio siglo más tarde Antonio Cetrángolo, también médico y para ese entonces un reputado tisiólogo, recordaba en sus memorias que cada nuevo tratamiento antituberculoso generaba una enorme expectativa y que, muy pronto, esa expectativa se desvanecía frente a su probada ineficacia.
Recién con la llegada de los antibióticos, al promediar el siglo XX, esa persistente incertidumbre que marcó la vida y la muerte de los porteños, y también de la medicina y la salud pública, empieza a despejarse.
Se trata entonces de un ciclo de muchas décadas, marcado recurrentemente por el deseo de los enfermos –que buscaban una cura– y las promesas de quienes les ofrecían terapias y paliativos –cuando no faltaron efímeras esperanzas, repetidos fracasos, confusiones, sorpresas–.
Los empeños por controlar la tuberculosis –discutida como una epidemia a fines del siglo XIX y, entrado el siglo xx, como una enfermedad crónica– se alinean en una trayectoria larga pero poco influenciada por los avatares políticos –las políticas sanitarias y de salud pública de los gobiernos conservadores, del primer radicalismo, de los años de la democracia fraudulenta o del primer peronismo– y mucho más marcada por complejos procesos sociales, culturales y demográficos que convergen en el aumento de las inmunidades colectivas frente a un resiliente bacilo.
En Una falsificación periférica, Mauro Vallejo explora un acontecimiento ocurrido en los dos primeros años de la década de 1890, cuando la tuberculosis ya se había transformado en un problema de relevancia social, y la medicina y la salud pública carecían de respuestas eficaces. Es una historia que comienza en Berlín, poblada de modernos laboratorios, de novedades traídas por la reciente irrupción de la bacteriología, de científicos de renombre y de abundantes incertidumbres biomédicas. Allí están el consagrado Robert Koch y su fracaso en hacer de la linfa un recurso para terminar con una enfermedad que no pocos calificaban como el peor mal de esos tiempos. La historia que cuenta Vallejo cruza el Atlántico en viajes de objetos y personas, de cables telegráficos y cartas, de notas científicas publicadas en diarios y revistas. Y termina en Buenos Aires, donde esa historia, la de la linfa de Koch, se hace porteña, se localiza.
En su narrativa Vallejo ofrece una muy convincente discusión de esa localización reconstruyendo los rumores que hacen titulares en los diarios y producen debates cuasi públicos, el mercado de medicamentos, la publicidad en la prensa impresa, las expectativas de los enfermos. También las reacciones de los médicos –argentinos, extranjeros, diplomados, no diplomados– y de una galería de practicantes de las artes de curar que, como no podía ser de otro modo, incluía a los charlatanes. Y las discusiones y rencillas más o menos públicas en las cátedras de la Facultad de Medicina y en el emergente mundillo científico porteño, las revistas médicas, las nacientes agencias estatales de control sanitario y sus funcionarios.
Una falsificación periférica es un libro de historia sociocultural de la tuberculosis al final del siglo XIX, pero también es un libro que bien puede sumarse a la mejor y más renovada historia de la medicina. El enfoque sociocultural de las enfermedades abunda en la historiografía argentina. No ocurre lo mismo con la historia de la medicina. El trabajo de Vallejo contextualiza muy convincentemente éxitos, fracasos, simulaciones e improvisaciones presentes en el mundillo médico científico porteño. Por eso, su narrativa se aleja del tradicional registro historiográfico que tiende a autocelebrar el saber médico oficial y su inevitable progreso.
De la mano de un riquísimo arsenal de fuentes argentinas, alemanas, inglesas y francesas –documentos de archivos, diarios, publicidad, revistas académicas, expedientes judiciales– Vallejo cuenta la historia de un acontecimiento. No hay duda de que ha hecho un trabajo heurístico notable. Más importante aún, logra escapar de la tentación de acumular datos con la vana e ingenua pretensión de una reconstrucción total del evento. En cambio, la detallada narrativa de este libro revela que el mejor modo de recuperar un acontecimiento como estrategia para escribir la historia es problematizarlo e identificar sus nudos, los evidentes y los que no lo son tanto. Y con esa perspectiva no solo reconstruir relevantes retazos del pasado que hablan de cuestiones y asuntos más vastos, sino también interpretarlos.
Uno de esos asuntos, y lo elijo entre tantos otros, da cuenta de lo que estoy indicando. Se trata de la condición periférica de Buenos Aires hacia fines del siglo XIX y de algunos de los avatares que marcaron su modernidad. Una falsificación periférica subraya que la de Buenos Aires fue una de las modernidades posibles. Esto es, más que hablar de “la” modernidad en singular, la localiza. Vallejo, una y otra vez, ilustra con ejemplos esta perspectiva. Y lo hace sin mayores pretensiones teorizantes, prescindiendo de las jergas disciplinares que en ocasiones oscurecen más de lo que aclaran. Así, nos enteramos de que un consagrado miembro del mundillo científico porteño se refería al termómetro como un “chiche”; de que, en Berlín, Robert Koch defendió su decisión de guardar en secreto los detalles de la linfa “porque temía que de Moscú a Buenos Aires” comenzaran a usarla antes de que los ensayos hubieran confirmado su eficacia; de que un médico porteño o la biblioteca de Facultad de Medicina recibían ejemplares de revistas científicas alemanas o francesas en apenas un par de semanas.
Son postales de la revolución pasteuriana que se vivía en Buenos Aires, una ciudad que distaba de estar viviendo la misma modernidad que se vivía en París o Berlín. Buenos Aires era parte de un primer anillo periférico en el mundo científico finisecular de Occidente que podía, muy de tanto en tanto, producir originales novedades. Pero lo que la caracterizaba en verdad era la prontitud con que localizaba y ajustaba las novedades producidas en los centros donde la vanguardia científica vivía tiempos rutilantes. El evento que estudia Vallejo –la tortuosa llegada de una linfa que algunos creían podía terminar con la tuberculosis– condensa una trama donde circulan artefactos, saberes, médicos respetables y falsos médicos trotamundos. Sobre estos últimos Una falsificación periférica, siendo como dije un libro de historia sociocultural de la enfermedad y un libro de historia de la medicina, también se suma a otra renovación historiográfica. En efecto, hubo un tiempo en que se escribía la historia de los médicos no diplomados en cuanto pintorescos y peligrosos ejemplos de una charlatanería rampante, merecedora de las condenas más enérgicas. Esa historiografía los contraponía a los dedicados y puros médicos diplomados que combatían a una galería de mercaderes inescrupulosos de la medicina, algunos portadores de falsos títulos y credenciales asociados a centros europeos de excelencia científica. Vallejo reconstruye críticamente el mundo de la cultura letrada de ese fin de siglo porteño donde las fronteras de la ciencia y las profesiones eran confusas e inestables, bastante más mezcladas de lo que se ha querido suponer.
En La ciudad impura: salud, tuberculosis y cultura en Buenos Aires, 1870-1950, un libro que escribí hace unos años, me propuse examinar la Buenos Aires moderna a través de la misma enfermedad que Vallejo discute en Una falsificación periférica, pero enfocando en otros asuntos de la patología que más marcó la vida de la ciudad y para un período más largo, durante la segunda mitad del siglo XIX y hasta la llegada de los antibióticos a fines de la década de 1940. Una vez publicado, y como suele ocurrir, tuve sentimientos encontrados con el texto. Por momentos, creía que había logrado interpretar con imaginación las fuentes disponibles y articular una narrativa convincente sobre la relevancia de esta enfermedad en cuanto fenómeno sociocultural. Otras veces no. El libro de Mauro Vallejo no reavivó mi insatisfacción con La ciudad impura pero sí me permitió reafirmar eso de que siempre estaremos reescribiendo la historia, ganando en detalle, reinterpretando, sumando preguntas y conjeturas. Al final de cuentas la historia total de una enfermedad –o de lo que sea– termina siendo, siempre, una aspiración y, por tanto, una tarea incompleta. La historia nunca es definitiva y siempre una tarea colectiva. Una falsificación periférica es una prueba de ello –expande lo que sabíamos, lo refina, despliega nuevas preguntas–. Además, es de lectura amena. No sé si se le puede pedir mucho más a un libro.
Horas después de la prematura y lamentada muerte de Ignacio Pirovano, ocurrida hacia el mediodía del 2 de julio de 1895, Eduardo Wilde dijo que en el carácter de su amigo predominaban “la bondad y la delicadeza”. Esta última cualidad, “elevada hasta el grado de un pudor femenino”, hacía del gran cirujano un hombre “tímido y vergonzoso” (Wilde, 1895: 144). En el discurso fúnebre pronunciado en el cementerio de la Recoleta, su viejo amigo Carlos Pellegrini empleó términos casi idénticos, al señalar que “en el trato íntimo, este atleta tenía ternuras de niño y la exquisita sensibilidad de una mujer” (en Cantón, 1928, VI: 31). Unos años antes, un periódico ilustrado de la ciudad había observado que “las expresiones y los modales del doctor Pirovano son tan bondadosos e ingenuos, que hasta podría decirse que hay en él algo de infantil”.1 Este ensayo trata, de manera tangencial, acerca de esa timidez y esa ingenuidad; pero también a propósito de su reverso más alarmante: no es raro comprobar que una timidez bien afianzada de súbito puede convertirse, ante la premura del abismo o en el frenesí del éxito, en una temeridad algo ciega.
Estas páginas están dedicadas a un episodio que en diciembre de 1890 puso a prueba el talante pudoroso de Pirovano. Por ese entonces muchos porteños lo acosaron por las calles, e incluso hicieron vigilias en la puerta de su casa. Esos molestos perseguidores tenían un único objetivo: pedir al diplomado huidizo que por favor los incluyera en los ensayos clínicos de una droga presuntamente milagrosa.2 En efecto, en esas semanas el médico estuvo al frente de una de las pruebas “oficiales” de la “linfa de Koch”, el enigmático medicamento desarrollado por el científico alemán unos meses antes, y descripto por su artífice como la solución definitiva y redentora contra la tuberculosis, una de las patologías endémicas más temidas y mortíferas en los principales conglomerados urbanos durante el tramo final de esa centuria.
El facilitado sonrojo de Pirovano es apenas una excusa para construir un relato a propósito de tramas variadas. El presente libro tiene el cometido de cartografiar desplazamientos, inercias y actores sociales en la cultura urbana y sanitaria de la Buenos Aires finisecular. De hecho, son muchos los objetos viajeros que tuvieron un protagonismo en los eventos a desentrañar: frasquitos de medicina, noticias, cables diplomáticos, averiguaciones policiales y médicos extranjeros con hábitos de mercachifle (pero con buena sensibilidad para los adelantos científicos). No menos nutridas fueron las velocidades que imprimieron a los hechos su intrincada significación temporal: la prontitud con que llegan a la Capital las muestras de un novedoso remedio ideado hacía poco en Berlín –y aun con mayor apuro llegan los ecos de las utopías salvadoras atizadas por aquel– entabla un contraste locuaz con la obstinada pervivencia de curaciones añejadas en el mercado de consumo. Una última dimensión tiene que ver con el estrato de las agencias, y con las localizaciones sociales desde las cuales se hicieron sentir. Lo que parecía una historia cuasi burocrática (la instalación en la ciudad de un dispositivo clínico que pusiera a prueba la efectividad de una droga) terminó reclamando –y este libro es la respuesta a tal exigencia– un prisma interpretativo que captara el resquebrajamiento y la dispersión de las instancias de actuación. La historia de aquella primeriza participación de la medicina de Buenos Aires en una ya bien aceitada globalización profesional es, hasta un punto que poco a poco logramos atisbar, inseparable de otras historias con menos ribetes épicos, donde convergen doctores aventureros, elogios del autoconsumo de medicamentos, publicidades desbocadas y, por último, como un hálito que tiñe todos los ingredientes de esa trama sanitaria, una proliferante sospecha de falsificación. Todo o casi todo en ese mundo porteño de fines de siglo debía someterse tarde o temprano a ese ubicuo y justificado recelo: nombres, títulos, sustancias, mercancías e intenciones eran, hasta tanto se demostrara lo contrario, falsificaciones más o menos logradas.
Para la década final del siglo XIX la medicina porteña ya había adquirido un deseo contumaz de incorporar las últimas innovaciones, fueren medicamentos, instrumentos diagnósticos, procedimientos quirúrgicos o hipótesis sofisticadas. No sin resistencias iba quedando atrás el viejo arte médico que confiaba más en la tradición que en las modas, más en el libro que en el microscopio. Gracias a un impulso renovador iniciado hacia 1870, había cada vez menos lugar para la aprensión de los viejos maestros contra los objetos recién llegados. La medicina porteña no podía sino recordar con una sonrisa piadosa la anécdota ocurrida en 1880, recuperada por Manuel Podestá mucho después. Aquel médico, recibido en 1878, asistió por ese entonces a un niño atacado de fiebre tifoidea. Dada la gravedad del caso, y atendiendo a la envidiable posición social de la familia, el joven facultativo decidió hacer una interconsulta con las mejores luminarias de la ciencia nacional: alrededor del cuerpo demacrado de la pobre criatura se reunieron Manuel Porcel de Peralta (decano de la Facultad) y José María Bosch, “primera autoridad médica de entonces”, según el decir de Podestá. También participó Bartolomé Novaro, cuya tesis de 1875 había sido pionera en la difusión local de la importancia clínica de la medición de la temperatura; el autor se había declarado allí como un defensor abierto de una novedad que ya algunos médicos de la ciudad llevaban en sus maletines: “El termómetro es un guía seguro que dirige al médico en el camino de un buen diagnóstico” (Novaro, 1875: 29). Pues bien, deseoso de impresionar a sus maestros, Podestá les hizo un reporte puntilloso de la evolución reciente del caso, que incluía el registro periódico de la fiebre:
Estaba en lo mejor de mi relación monótona como un rezo, cuando el doctor Bosch, ante el cual me sentía cohibido como un alumno que rinde examen, me interrumpe con impaciencia para decirme: “Vea, señor, suspenda usted el chiche del termómetro y vamos a ocuparnos de algo más importante”. (Podestá, 1919: 203)
El ademán retrógrado de Bosch parece un remedo algo vergonzoso de las costumbres del doctor Winter, el personaje central del relato De otra época escrito a comienzos de 1890 por Arthur Conan Doyle –quien, por cierto, volverá a aparecer en estas páginas–. En la narración de los caprichos de aquel diplomado, definido como un “vestigio de la generación anterior”, el autor coloca el acento en aquel desprecio de lo novedoso:
Opina que el cloroformo es una innovación peligrosa, y siempre que se habla de dicho compuesto, chasquea la lengua. Incluso se le ha oído proferir fruslerías a propósito de Laënnec, y referirse al estetoscopio como “ese juguete francés tan de moda”. (Conan Doyle, 1894: 18)
Las repetidas estadías en el extranjero hechas por médicos porteños, que por lo general viajaban gracias a becas y financiamientos de las agencias estatales, así como la determinación de los más jóvenes de mantenerse al corriente de las innovaciones de ultramar a través de la lectura de las revistas médicas de aquellos países, fueron algunos de los factores que propiciaron la muchas veces accidentada recepción local de esos juguetes o chiches nuevos. No solamente iban quedando atrás las reacciones de desconfianza de Bosch, sino que también se iban superando los cortocircuitos que en un inicio habían podido obstaculizar la implantación porteña de esas novedades. Para 1890, cuando las revistas científicas de Francia o Alemania llegaban a Buenos Aires apenas unas semanas después de su impresión, y en momentos en que los diarios generales reproducían cables de noticias internacionales, algunos traspiés no muy lejanos despertaban una conmiseración altanera. En las fechas que nos ocupan aquí ya era chiste de pasillo un episodio del pasado reciente, que Pedro Arata solía relatar, y que había involucrado a otra de las viejas luminarias (Manuel Augusto Montes de Oca). Esta vez no sabemos la fecha exacta, pero tiene que tratarse de comienzos de la década de 1870. Por ese entonces llegaron a Buenos Aires las primeras noticias sobre el método antiséptico ideado por Joseph Lister, consistente en el empleo de ácido fénico (o carbólico) para la limpieza de heridas y material quirúrgico, gracias a lo cual se lograba reducir sustancialmente el peligro de infección. Pues bien, de acuerdo con la confidencia de Arata (recuperada por Marcelino Herrera Vegas), el telegrama que trajo la novedad a Buenos Aires presentaba una errata: “Se obtienen grandes resultados en la curación de los heridos y en las operaciones por el empleo del ácido carbónico” (Uriburu, 2002: 112). El trueque de una letra (carbónico en lugar de carbólico) hizo de las suyas:
A Montes de Oca le pareció muy bien el empleo del ácido carbónico y decretó emplear sifones de soda para lavar las heridas. Más tarde llegaron los detalles del método antiséptico y desaparecieron como por encanto los sifones que duraban lo que duraba un lirio. (Uriburu, 2002: 112)
Vayamos, ahora sí, al punto cero del acontecimiento alrededor del cual gira casi todo este ensayo. A comienzos de agosto de 1890 se celebró en Berlín el Décimo Congreso Internacional de Medicina –según algunas fuentes, el más grande y concurrido hasta ese entonces (se congregaron allí casi 8.000 profesionales, incluyendo 18 médicas mujeres; Vikhanski, 2016: 96)–. Las autoridades alemanas, deseosas de impresionar a los colegas venidos de todos los puntos del globo, reacondicionaron el viejo Zirkus Renz y le dieron la forma de un templo griego, siguiendo el modelo del templo de Zeus de Olimpia. Uno de los asistentes observó a ese respecto: “Pero en lugar del padre de los dioses, se entronizó allí la estatua colosal de Esculapio” (Leyden, 1910: 178). De todas maneras, si realmente querían deslumbrar a los inscriptos, las autoridades debían usar algo más que arquitectura sugestiva. Para ello contaban con algo mucho más efectivo. Hacía un tiempo venían presionando a Robert Koch, uno de los orgullos de la ciencia alemana, para que realizara un anuncio impactante durante el evento de marras. Desde hacía más de un año el fundador de la medicina bacteriológica llevaba adelante, en medio del más estricto secreto, investigaciones sobre un remedio contra la tuberculosis. Koch sabía muy bien que los estudios no eran aún del todo concluyentes, pero tanto mejor sabía lo difícil que resultaba eludir los apremios del ministro de Cultura, Heinrich von Gossler –estaba harto, además, de una racha de fracasos y decepciones, que duraba ya unos cinco años–.
A días de tener que dictar su ponencia en el congreso, y con esas cosas dándole vueltas en la cabeza, Koch caminaba por la Karlstrasse cuando se topó con su colega Wilhelm von Waldeyer-Hartz. Por lo general reservado, el bacteriólogo se sinceró, lamentando las variadas presiones que recaían sobre él. Von Gossler le había dejado bien claro que era inadmisible que hablara sobre la tuberculosis sin aludir a sus progresos en el desarrollo de un agente terapéutico. “En ese momento Koch me dijo que prefería desistir por completo de dar su conferencia” (Waldeyer-Hartz, 1921: 284).
Así y todo, el 4 de agosto de 1890 hizo uso de la palabra. La expectativa era enorme, pues ya había circulado algún rumor de que Koch realizaría un anuncio que marcaría un antes y un después en la historia de la medicina. El título de su exposición no era muy alentador: “Acerca de la investigación bacteriológica” (“Über bakteriologische Forschung”) (Koch, 1890a). Para colmo de males, el grueso de la exposición estuvo dedicado a trazar un balance prolijo de los avances recientes en ese territorio de la ciencia, con insistencia algo inoportuna en los fracasos que hasta ese entonces habían marcado los intentos por avanzar en la terapéutica. Su reciente confesor, que estaba en primera fila escuchando las palabras de su amigo, anotó: “Durante las primeras explicaciones de Koch, que se alargaban en el tiempo, sobrevino poco a poco, a pesar de que los oyentes se impusieran la mayor moderación, ese apagado ruido general que a la larga resulta inevitable en una aglomeración de miles de personas” (Waldeyer-Hartz, 1921: 284). Justo cuando ese murmullo de impaciencia devenía incómodo, Koch anunció, casi de improviso, que acababa de dar con un medicamento capaz de sanar la tuberculosis en animales de laboratorio (conejillos de Indias): “Finalmente he hallado sustancias que son capaces de detener el crecimiento del bacilo tuberculoso no solo en el tubo de ensayo sino también en los cuerpos de los animales” (Koch, 1890a: 14), lanzó el bacteriólogo como quien no quiere la cosa. “Koch apenas había terminado esa oración cuando se hizo un silencio sepulcral en la gran sala” (Waldeyer-Hartz, 1921: 284). Fue un “instante dramático”, agregó el mismo oyente, pues todos en el lugar, al unísono y casi como una epifanía mancomunada, supieron que estaban presenciando un parteaguas en la historia de la ciencia, si no de la humanidad.
Un aplauso estruendoso marcó el final de la sesión, y un “júbilo sin precedentes” se apoderó de los espectadores, que desparramaron la novedad entre quienes no habían podido ver con sus propios ojos la revelación, según el recuerdo de Felix Wolff (1927: 85). Este mismo médico vivió en carne propia la desmesura de las expectativas despertadas por un anuncio que llevaba la firma del más prestigioso de los sabios modernos. Muy poco después de esa conferencia, Wolff, dueño de un sanatorio para tuberculosos, se cruzó con un médico higienista, quien, “con cara triste, llena de conmiseración”, se lamentó de los tiempos aciagos que esperaban a su interlocutor, pues no tendría más opción que cerrar su clínica privada (ídem). El razonamiento que se apoderó de ese higienista (y de tantos otros colegas) era sencillo y demoledor: dado que Koch ya tenía entre manos una solución para la tuberculosis, los dueños y expendedores de otras ofertas curativas (desde aceites de bacalao hasta institutos en las montañas) no tenían más remedio que cerrar las persianas.
Otro facultativo que pudo presenciar el fervor atizado por la comunicación berlinesa de Koch recordaría más tarde:
Dado que todos los descubrimientos previos de Koch habían sido siempre la consecuencia de investigaciones críticas de lo más cuidadosas, y habían resultado irrefutablemente correctas, no cabía duda de que aquí también había un descubrimiento de la mayor trascendencia práctica, y se creyó que pronto se pondría fin a todos los efectos devastadores de la mortal enfermedad tuberculosa. (Strümpell, 1925: 217)
Merced a esa exposición del 4 de agosto, se anulaba por fin el maleficio que perseguía a Koch desde hacía varios años: ninguno de sus grandes hallazgos anteriores, sobre todo la discriminación, entre 1882 y 1884, de las bacterias responsables de la tuberculosis y del cólera, había dado lugar al desarrollo de terapias efectivas. Esa decepción establecía una clara disparidad con los logros de su archienemigo Louis Pasteur, cuya vacuna contra la rabia (de 1885) había sido celebrada por toda la comunidad científica internacional (Perrot y Schwartz, 2014).
Aquella innovación de Pasteur había hecho algo más que encender los celos de Koch y salvar la vida de unos pocos niños. Había puesto en marcha una nueva sensibilidad pública con relación al significado de la acción médica; dio nacimiento a un imaginario que aún pervive, según el cual la medicina no solamente hace progresos, sino que estos pueden ser beneficiosos de manera más o menos inmediata para la humanidad. En algunos contextos, como por ejemplo en Estados Unidos, la irrupción de esa innovación de Pasteur marcó el inicio de un interés público generalizado a propósito de los adelantos de la ciencia galénica (Hansen, 1999). Ningún descubrimiento anterior de la medicina, incluso a pesar de haber tenido una relevancia clínica infinitamente más notoria (como por ejemplo, la aparición de la anestesia), había gozado de esa acogida. Gracias a su “linfa” –que pronto recibiría el mote de “tuberculina”– Robert Koch se plegó a ese entusiasmo público. Al menos por un rato.
Tras el discurso de Koch en Berlín, la reacción de la comunidad académica internacional fue inmediata, y todos los ojos se depositaron en lo que aparecía como el máximo descubrimiento científico del fin de siglo. Incluso Pasteur –quien no solamente había entablado agrias polémicas científicas con su par alemán en los años previos, sino que, cual confeso nacionalista, profesaba un terco rechazo hacia todo lo que viniese del otro lado del Rin– tuvo que poner paños fríos a su patriotismo y ceder a la fuerza de las cosas. Citemos el recuerdo de uno de sus colaboradores más brillantes, Elie Metchnikoff:
[Pasteur] era ente todo un fervoroso patriota y odiaba a los alemanes desde la guerra de 1870. Cuando recibía un libro o un folleto alemán, lo agarraba con la punta de los dedos, ya sea para pasármelo, ya sea para dejarlo a un lado con expresión de disgusto. Sin embargo, esto no le impidió aceptar mi sugerencia de enviar a Koch un telegrama de felicitación con motivo de su descubrimiento. (En Perrot y Schwartz, 2014: 167)
Casi apretando los dientes, el francés le dictó a su asistente un muy sobrio mensaje: “El señor Pasteur y los directores de las secciones del Instituto Pasteur le envían a Robert Koch su felicitación por su grandioso descubrimiento” (en Möllers, 1950: 196).
Con el correr de las semanas las expectativas se agigantaban, y Koch se vio compelido a redactar un informe un poco más detallado acerca de la sustancia, que apareció en un número especial del Deutsche Medizinische Wochenschrift, impreso el 13 de noviembre de 1890. A pesar de que no brindaba demasiadas precisiones a propósito de la verdadera composición de la droga, advertía que era capaz de aniquilar el tejido tuberculoso y de impedir la pervivencia del proceso patológico. Allí mismo agregaba lo que todos querían escuchar (o leer): mediante su hallazgo, las tuberculosis de inicio reciente podían ser curadas de manera radical en el ser humano, y no solamente en los simpáticos conejillos de Indias (Koch, 1890b). De hecho, los ensayos en humanos habían comenzado en septiembre, bajo la supervisión de Ernst von Bergmann. En su esperado escrito de noviembre, Koch indicaba los resultados auspiciosos obtenidos en esos enfermos de tisis; tras algunas aplicaciones del remedio, los ataques de tos y las expectoraciones disminuían progresivamente, los sudores nocturnos se suprimían y los pacientes aumentaban de peso. A tal respecto agregaba: “Los enfermos tratados en el estado inicial de la tisis fueron todos mejorados en el espacio de cuatro a seis semanas, de la totalidad de los síntomas de su enfermedad, de suerte que se les podía considerar como curados” (Koch, 1890 [1891a): 13). Esas evidencias daban pie a la sentencia que por esos meses despertó todas las esperanzas: “Una tisis en su principio puede ser curada de una manera cierta por medio de este líquido” (ídem).
El anuncio provocó una euforia inusitada pero comprensible, y de un día para otro los médicos de todos los puntos del planeta se dirigieron a Berlín a conocer de primera mano la novedad –más de uno buscaba meterse en el bolsillo algún frasquito del remedio (Burke, 1993)–. Por esas mismas jornadas la sustancia comenzó a ser distribuida con cuentagotas, y con ello se inició el breve pero fervoroso entusiasmo por las virtudes sanadoras del hallazgo de Koch. Los primeros testeos parecían confirmar el milagro. En la reunión del 2 de diciembre de la Sociedad Médica de Hamburgo se reportó la aplicación de la linfa en un niño de once años; dos inyecciones de la sustancia habían bastado para borrar casi por arte de magia las manifestaciones tuberculosas de su piel (Gradmann, 2004: 473). Las constataciones iniciales de sus efectos adversos –desde muertes casi espontáneas hasta cuadros febriles o procesos inflamatorios– no servían sino para poner de manifiesto el vigor de la sustancia (Gorsboth y Wagner, 1988). Entre diciembre de 1890 y los dos primeros meses de 1891, las revistas médicas alemanas se llenaron de informes sobre aplicaciones de la linfa; antes de concluir el año, solamente en la Deutsche medizinische Wochenschrift se publicaron cerca de veinticuatro artículos sobre la materia, y en los siguientes sesenta días todas las revistas científicas de Alemania incluyeron decenas y decenas de notas similares (Elkeles, 1996: 135-136). En esa literatura linfática reinó sobre todo la premura por comprobar el milagro. Adolf Strümpell (1925: 218) mantuvo el recuerdo horrorizado de un “autor estudioso y aplicado, que publicó sus experiencias con la tuberculina después de ochos días de emplear el medicamento”.
Esa urgencia respondía en gran medida al pedido expreso realizado por el Ministerio de Cultura alemán a los directores de clínicas de país, para que llevaran adelante los ensayos e informaran oportunamente sobre los resultados. Entre esas pruebas, hubo muchas que se desentendieron del propósito inicial de comprobación de la efectividad curativa, y adoptaron más bien un objetivo meramente experimental o exploratorio. Así, el nuevo remedio fue inyectado a embarazadas, niños tuberculosos, recién nacidos, incluso a pequeños desahuciados, con el solo propósito de ratificar, mediante una pronta autopsia, los efectos de la novedad (Elkeles, 1996: 142-143).
Durante todo el tiempo que pudo, el bacteriólogo alemán guardó silencio a propósito de la composición de su “linfa”, e igual de reservado se mostró con relación a los ensayos en animales que supuestamente respaldaban la viabilidad de su creación, realizados a partir de abril de 1890 (Gradmann, 2001, 2004, 2009).3 En una de sus pocas declaraciones a la prensa, Koch apeló por esos días a un argumento que, visto a posteriori, no era desacertado, sobre todo en lo que concierne a estas latitudes. Declaró que si daba publicidad la fórmula activa de la linfa antes de que los ensayos hubieran concluido “miles de médicos, desde Moscú hasta Buenos Aires, mañana mismo se pondrían a confeccionarla e inyectarla. ¿Es descabellado de mi parte entonces suponer, tal y como lo hago, que más de la mitad de estos caballeros son incompetentes? En ese caso estos experimentos podrían provocar un daño incalculable a miles de pacientes inocentes, y al mismo tiempo desacreditar un sistema de tratamiento que, según creo, resultará ser una bendición para la humanidad” (en Goetz, 2014: 192).4
Caricatura de Koch aparecida en una publicación de Berlín (Ulk, 14 de noviembre de 1890), reproducida en The Review of Reviews, Londres, II (12), 1890: 547.
Christoph Gradmann (2001, 2009) ha argumentado, por un lado, que el proyecto de la tuberculina, ante todo la concepción acerca de cómo debía operar un potencial remedio contra la tuberculosis, era una derivación lógica del modo particular (y sesgado) en que Koch concebía el proceso patológico (o la bacteriología en general); por otro, que en todo ese episodio es menester apelar a la noción de autoengaño (self-delusion) para explicar algunas de las conductas del artífice, quien, huelga aclararlo, estaba francamente convencido de la efectividad de su remedio. Entre esas conductas, cabe referir su incapacidad de brindar información convincente sobre los conejillos de Indias que supuestamente había curado con su linfa durante la investigación preparatoria. Por otro lado, ha sido posible documentar que, en su etapa inicial, la droga había sido probada tan solo en unas cuatro personas: entre junio y julio de 1890 había sido aplicada en dos de los asistentes de Koch, August Wassermann y Shibasaburo Kitasato (Gradmann, 2006: 68, n. 23). Más o menos por esas mismas fechas, Koch se la aplicó también a sí mismo –vale recordar que la autoexperimentación era una práctica bastante común en la medicina de ese entonces, máxime cuando se trataba de sustancias–, y en el artículo de noviembre dejó consignadas cuáles habían sido las reacciones. Por último, por esas semanas convenció a su joven amante de seguir sus pasos, tal y como ella relataría en unas memorias inéditas:
A continuación Koch, que en ese momento estaba muy ocupado con su nuevo remedio, me pidió que lo dejara hacer en mí algunos experimentos como prueba de mi confianza. Refirió que ya no obtenía ningún progreso con los experimentos en animales, y no podía observarse a sí mismo tan perfectamente como a otra persona. Sin embargo, no quería permitir que sus asistentes conocieran el estado actual de su trabajo. Mi juventud saludable y floreciente sería, según él, justamente lo adecuado. Volvió a invocar mi sacrificio e idealismo, al tiempo que se refería a su valor para la humanidad. (En Grüntzig y Mehlhorn, 2010: 230-231)
Por supuesto, la joven Hedwig Freiberg accedió a las súplicas de Koch, recibió las inyecciones y fue víctima de sus efectos secundarios, desarrollando un cuadro sintomático de cierta gravedad. Más tarde, en septiembre de ese año, la linfa fue ensayada en alrededor de cincuenta pacientes de hospitales de Berlín (Gradmann, 2006).
Merced a ese descubrimiento, Koch ansiaba no solamente poner fin a una larga secuela de investigaciones fallidas, sino también enriquecerse con el producto de la venta de un remedio que, como él bien sabía, sería muy bien acogido en el mercado mundial. Su intención inicial, plasmada en una carta dirigida al ministro de Cultura el 31 de octubre, contemplaba, por un lado, la fundación de un instituto dedicado por entero al estudio y la producción de la tuberculina, y por otro, que las ganancias de esa comercialización fueran a parar exclusivamente a sus manos y a las de sus colaboradores –recién luego de transcurridos seis años los derechos serían transferidos al ministerio– (Eschenhagen, 1983: 130-131; Gradmann, 2000, 2009; Gorsboth y Wagner, 1988).5 Las autoridades deploraron la codicia de Koch, y tuvieron a su favor el auxilio más potente: el del tiempo. Ya para fines de 1890, no obstante el respaldo que Koch obtuvo de algunas eminencias de la medicina, como fue el caso de Joseph Lister –quien viajó a Berlín en compañía de una sobrina, enferma terminal de tisis, a quien el propio Koch aplicó la linfa, y que meses más tarde fallecería–, las evidencias comenzaron a mostrar que la sustancia no era ni tan efectiva ni tan milagrosa; podía incluso dañar el organismo, apurando la muerte que pisaba los pies a los tuberculosos (Fisher, 1977: 290; Burke, 1993; Brock, 1988: 206). Presionado por los rumores desfavorables y la inquietud de las autoridades, Koch publicó el 15 de enero de 1891 un segundo informe en la misma revista científica, donde reseñó los excelentes resultados preliminares obtenidos mediante la aplicación de la droga en 150 pacientes, y donde por fin develó la composición del elixir prodigioso (que no era otra cosa que un extracto de bacilos de tuberculosis disueltos en glicerina).6 Ya para ese entones se habían acumulado numerosas contrapruebas, y la suerte de la tuberculina parecía echada; a mediados de enero Koch optó por una retirada táctica, que sus contradictores interpretaron como una confesión de parte. Por esas fechas se tomó licencia y dos semanas más tarde emprendió un largo viaje por Egipto, y recién en abril regresó a Berlín, cuando los vientos de la primavera barrían el humo de los últimos cañonazos de la guerra linfática.
Uno de los reveses más contundentes se produjo con la publicación, hacia marzo de 1891, de un número especial del Klinisches Jahrbuch, auspiciado por el gobierno alemán y editado por Albert Guttstadt (1891). De más de 900 páginas, compendiaba informes acerca de 55 ensayos de la droga, realizados entre septiembre de 1890 y enero siguiente, que en total habían implicado la participación de 2.172 pacientes provenientes de clínicas e institutos universitarios. Entre los autores de los reportes figuraban las mejores plumas de la medicina germana: Virchow, Weber o Trendelenburg. Entre los firmantes aparecían tanto colaboradores de Koch como colegas más críticos, y ello explica que en esas memorias se registraran desde curaciones exitosas hasta fallecimientos o efectos poco sustanciales. De todas formas, el volumen se cerraba con un meticuloso análisis estadístico de las dispares cifras recopiladas por los clínicos, y en ese balance final la linfa de Koch no quedaba bien parada (Burke, 1993). En 1.769 casos había información suficiente como para evaluar la posible eficacia de las inyecciones. En exactamente la mitad de esos enfermos (884), las aplicaciones de la linfa no habían producido ninguna mejora significativa. Se había notado una ligera mejoría en un cuarto del total (431). Un restablecimiento más palmario podía ser confirmado en apenas el 18% de los pacientes (319). Otras dos cifras terminaban de echar por la borda toda esperanza sobre el poder bienhechor de la linfa: la no desdeñable cantidad de muertos (55, el 3,1%) duplicaba la cifra de “curados” (apenas 28) (Guttstadt, 1891: 904-905).
No fue sencillo apagar las esperanzas encendidas, y todavía durante la primavera europea de 1891 muchos médicos alemanes depositaron su confianza en los beneficios de la tuberculina. En simultáneo, diplomados de todo el mundo hacían lo imposible por obtener muestras de un remedio que recibía cada vez más cuestionamientos. Las evidencias negativas seguían siendo recopiladas, y concernían a variados frentes. Desde enero de 1891 la bondad de la tuberculina había sido impugnada desde el campo de la anatomía patológica, de la medicina de laboratorio, e incluso se demostró, de manera prolija, que los experimentos en animales de ningún modo respaldaban su eficacia (Gradmann, 2004). Esas nuevas averiguaciones pusieron en aprietos al creador del falso milagro; quedaron a la vista las conclusiones prematuras, los procedimientos desprolijos y las manipulaciones casi desvergonzadas que habían estado detrás del descubrimiento malogrado.
A resultas de esos contratiempos, las autoridades alemanas pudieron imponer todas sus condiciones a la hora de fundar un nuevo centro abocado a las enfermedades infecciosas (el Königlich Preußische Institut für Infektionskrankheiten, luego bautizado Robert Koch-Institut), y Koch no tuvo más remedio que aceptar con la cabeza gacha. Tuvo que olvidarse del rédito económico –al fin y al cabo, el supuesto elixir era un veneno que pronto nadie querría comprar–, y el flamante instituto fue erigido sobre la base de un proyecto muy distinto al esbozado inicialmente por el bacteriólogo. Así y todo, el episodio de la tuberculina, aun a pesar de su derivación escandalosa, ayudó a Koch a recomponer o mejorar su situación académica, pues fue nombrado director del establecimiento y quedó por lo tanto eximido de obligaciones propias de la actividad universitaria que hasta entonces lo habían importunado. Ese fracaso tuvo asimismo otras consecuencias a corto y mediano plazo. Por un lado, volvió a encender el interés (entre científicos y agencias estatales) por los sanatorios especializados en el tratamiento de la tuberculosis, tanto privados como públicos. La bacteriología acababa de ratificar que un remedio específico contra la enfermedad no saldría en un futuro cercano de sus laboratorios más encumbrados, y por consiguiente la mejor opción disponible residía, hasta nuevo aviso, en esos centros basados en aire fresco, dieta y reposo (Condrau, 2000: 122). Por otro lado, la toma de conciencia de los errores cometidos alrededor de la tuberculina (en su fabricación y su testeo, así como en su precipitada aplicación y comercialización) tuvo un franco impacto en los nuevos y más estrictos protocolos y controles adoptados de inmediato en el desarrollo de remedios biológicos, como sueros y vacunas, tal y como quedaría en evidencia en la muy pronta elaboración de la sustancia capaz de combatir la difteria (Hüntelmann, 2007; Gradmann, 2008).
La historia del remedio no acabó allí. Koch no quiso darse por vencido, y todavía en 1897 presentó una nueva versión de la tuberculina; recién en 1901 accedió a desechar ese proyecto (Gradmann, 2001; Redeker, 1990: 27-31). Durante todo ese tiempo algunos médicos, capturados por el prestigio científico del bacteriólogo alemán, continuaron usando la sustancia con fines terapéuticos, a veces en combinación con medidas quirúrgicas. En Estados Unidos, por caso, ello sucedió hasta la década de 1920 (Chauvet, 1990). En paralelo, versiones mejoradas de la tuberculina se transformaron, incluso hasta el día de hoy, en una herramienta diagnóstica de la enfermedad. De todas maneras, ese destino ulterior de la invención de Koch no retendrá nuestra atención.
* * *
La finalidad de este libro es reconstruir el trayecto de la linfa desde Berlín hasta Buenos Aires. Se trata de atender, en primera instancia, la variedad de objetos y agentes implicados en ese desplazamiento, o más bien en esos desplazamientos en plural. Es necesario averiguar, por supuesto, cómo fue el viaje de los frasquitos que cruzaron el océano y terminaron en las manos de algún médico de la ciudad. Alrededor de ese periplo tuvieron participación médicos porteños que fueron hasta Alemania a meter los tubos en un sobre, pero también agentes diplomáticos que facilitaron las cosas, más algún expresidente que hizo un hueco en su valija para trasladar hasta el Río de la Plata alguna dosis (en tiempos en que las embajadas argentinas no tenían dinero ni para estampillas). Quienes hicieron el recorrido intercontinental fueron también las revistas con informes sobre la sustancia, los cables telegráficos con novedades más o menos envejecidas y las cartas de quienes se atrevían a opinar sobre lo que veían (o imaginaban).
Las trayectorias, aun las más sinuosas o accidentadas, tienen un destino. Nos proponemos, en segunda instancia, hacer foco en la circulación del remedio en el ecosistema sanitario de la ciudad. Se trata de examinar los cuerpos (de médicos y pacientes tuberculosos) movilizados alrededor de la presencia local de la droga. A ello se agrega el estudio del rápido anclaje de fantasías o sospechas a propósito de la mucha o poca bondad de ese producto recién llegado. La linfa dio lugar no solamente a informes y artículos médicos de conclusiones cambiantes, sino también a rumores irreprimibles y a esperanzas a veces quiméricas, que quedaron plasmadas en notas periodísticas, caricaturas y chascarrillos.
La distribución de la linfa volvió a poner en evidencia no solamente la premura con que los médicos locales deseaban estar al corriente de los avances de sus pares de ultramar, sino también la productividad y polivalencia de toda una trama sanitaria que poco tenía que ver con las cátedras o las revistas profesionales, y mucho con el rumor público, el mercado y los intentos un tanto infructuosos de poner algún orden en ese mundo casi salvaje de remedios, propagandas y clientes. Así, en tercera instancia, esta obra despliega una narración que, haciendo pie en ese episodio algo olvidado, reflexiona sobre algunas de las tensiones y disputas que sostenían el entramado de acciones y actores ligados a las artes de curar.
Dicho con otras palabras, este trabajo pretende abarcar las aristas que se localizaban en lo que con alguna imperfección podríamos llamar dos frentes distintos: por un lado, el que atañe a la medicina académica y oficial (la de las cátedras, las revistas y las agencias estatales de control sanitario) y, por otro, el frente de confines más escurridizos, donde convergían las publicidades de tónicos milagrosos, los gestos a veces desesperados de los médicos en aras de construirse una clientela, los curanderos y los diplomados extranjeros acusados de falsificar sus diplomas, entre otros.
La corta vida porteña de la linfa conoció dos momentos, delimitados y entremezclados a la vez. El primero de ellos, tejido de fantasías plebeyas sobre el fin de la tuberculosis e informes asépticos que registraban fiebres y dolores (allí donde debía haber puro milagro), reclamó la participación de médicos locales, periodistas y tísicos bien intencionados. Fue el momento apacible de la burocracia, las inflamaciones y el lento declinar de un fervor. El segundo momento, en cambio, estuvo marcado por un rostro singular, entre elusivo y trágico, y fue modulado por el lenguaje de la polémica y la denuncia. La impetuosa irrupción de un médico extranjero que decía sabérselas todas mientras se ufanaba de tener en sus bolsillos algunas botellas de linfa, y a quien rápidamente se acusó de las peores cosas –de no saber mucho, pero sobre todo de no ser quien decía ser–, torció el destino de la tuberculina en la constelación porteña. Los pocos debates que, sin muchos bríos, se anticipaban en la prensa general y en las revistas médicas, referidos a la eficacia del remedio o a las promesas incumplidas del progreso científico, quedaron repentinamente opacados por las encendidas controversias a propósito de ese doctor foráneo que por un tiempo estuvo en la mira de todos: de la Facultad de Medicina, del Departamento de Higiene, del público letrado, de algunos cónsules extranjeros y de uno que otro juez.
El hecho de que prácticamente toda la discusión pública a propósito de la novedad berlinesa haya quedado monopolizada por las sospechas y los recelos difundidos en torno a un sujeto tildado de falso médico y de legítimo falsificador dice mucho sobre las constantes fricciones o mezclas espurias que contaminaban desde siempre las aventuras científicas de la Argentina finisecular. Más allá de sus tintes folletinescos, y desafiando todo intento por ver en ese traspié un avatar anecdótico, el incidente de aquel falsario debe ser aprehendido como el síntoma indeleble de unas reglas de juego que requieren ser precisadas. Habrá quien pretenda ver allí una rémora de un pasado que se quiere dejar atrás (el de una ciencia tambaleante, plagada de amateurs y aventureros) (Rieznik, 2011). Pero esa aleación fastidiosa (entre un pasado que no concluye, pero también entre identidades que no terminan de cuajar) fue, asimismo, o tanto más, el soporte productivo de la imaginación de un futuro posible.
La obra está integrada en cierto sentido de tres partes. La primera de ellas queda reflejada en el capítulo 1, donde se reconstruye el contexto material y práctico en que los enfermos tuberculosos de la ciudad atravesaban su experiencia sufriente. En esas páginas se restituye la red de objetos y agentes curativos que hasta la llegada de la linfa intentaron hacer frente a una patología que afectaba a muchos (y enriquecía a otros tantos). La segunda parte incluye los capítulos 2 y 3, en los cuales se examina, de un lado, las iniciativas desplegadas por el mundo médico de Buenos Aires para ponerse al corriente de la novedad, y luego para hacer uso de ese chiche en los hospitales locales. Para ese fin se sopesan las acciones de los facultativos porteños que dirigieron sus pasos hacia Berlín, así como las labores de los agentes del mundo diplomático que intentaron apoyar esas empresas. A renglón seguido se verifican los testeos de la droga llevados adelante en la Capital Federal, y el modo en que esas experiencias alteraron las esperanzas iniciales de los galenos. En esos dos capítulos intermedios, de otro lado, se aprecia el papel mediador desempeñado por la prensa periódica en todos esos eventos. Los diarios generales fueron esenciales para la implantación local de una fe ciega en el remedio de Koch, y no hubo que esperar demasiado para que se produjera un cortocircuito entre las figuraciones de tinta y las experiencias concretas de otros actores sociales.
La tercera y última parte, correspondiente a los capítulos 4 y 5, hace foco en eso que antes denominamos el segundo momento de la turbulenta vida porteña de la linfa. El relato abandona entonces el escenario de los hospitales y los laboratorios, y se adentra en la arena más conflictiva de la denuncia y la afrenta pública. En el primero de aquellos capítulos se reconstruye con todo detalle la disputa suscitada por la sospecha de que un médico extranjero poseía de manera ilegítima una muestra (quizá falsificada) de la droga de Koch. Allí quedan redistribuidos, ahora con nuevas prerrogativas, muchos de los agentes que en las páginas previas habían dicho presente: las autoridades del Departamento Nacional de Higiene y la Facultad de Medicina. Otro tanto sucede con dos instancias que habían retenido ya nuestra atención: primero, los diarios, pues se procede bajo el entendido de que la prensa, en su calidad de soporte y amplificadora de prestigios públicos, fue el foro privilegiado en que se dirimieron las batallas ligadas al mundo de la salud. Segundo, la diplomacia, esta vez del lado contrario, pues algunos cónsules de países extranjeros tuvieron una participación destacada en las denuncias contra aquel diplomado foráneo. El capítulo 5, por último, reconstruye el derrotero ulterior de ese médico recelado. Se atiende a las posteriores denuncias que tuvo que sufrir; no se lo acusó ya de tener versiones adulteradas de algún remedio, sino de cosas igual de deshonrosas, incluyendo el robo de dinero en un casino pueblerino…
En síntesis, este volumen tiene que ver tanto con los intentos denodados de la medicina porteña por estar a la altura de los artefactos y saberes de la vanguardia científica como con la omnipresencia, real o sospechada, de la embustería y la falsificación (de objetos, trayectorias y rostros) en esa trama irregular. Si la narración construida aquí va desde el ensueño tecnológico de unos médicos cultos hasta los disfraces ingeniosos de un trotamundos avispado, ello se debe no solamente al derrotero trazado por los rastros de la linfa en la ciudad, sino también, y de modo sustancial, a que esa fue la ruta transitada, de ida y vuelta, por la cultura letrada y científica de aquellos años.
1. “El doctor don Ignacio Pirovano”, El Sud-Americano, II (35), 20 de diciembre de 1889: 223. Una expresión similar utilizaría Eliseo Cantón (1928, VI: 28) al trazar su semblanza.
2. “Ayer desde muy temprano fue invadido el domicilio del doctor Pirovano, en la calle de Florida, por infinidad de tuberculosos que le suplicaban los curase”, “Ensayo del sistema Koch en el hospital de Clínicas”, La Prensa, 31 de diciembre de 1890. No podemos más que imaginar el fastidio que le produjo esa aglomeración desesperada; en efecto, uno de sus alumnos recordó que “le desagradaban las manifestaciones”, y al volver de sus viajes de Europa hacía todo lo posible para que solo su familia supiera la fecha exacta del arribo, en aras de evitar demostraciones de colegas o advenedizos (Cranwell, 1939: 50).
3. Durante esos meses iniciales, la sustancia fue llamada “linfa de Koch” (Kochs Lymphe) o “el remedio de Koch” (Mittel), incluso Kochin. Recién después de febrero de 1891 recibió el apodo de “tuberculina” (Gradmann, 2000; Brock, 1988).
4. Goetz toma esta cita de Brock (1988), pero en este último libro la fuente no aparece correctamente indicada. Un periódico de Buenos Aires reprodujo esos mismos fragmentos de la entrevista, indicando que había sido publicada por la revista Times; “En el Hospital de Clínicas”, El Diario, 29 de diciembre de 1890.
5. No hubo que esperar demasiado para que cobraran estado público los afanes económicos de Koch, e incluso en Buenos Aires circularon informaciones a ese respecto; “Ricompenza a Koch”, La Patria Italiana, 23 de enero de 1891.
6. Según refiere Gradmann (2004: 474), de acuerdo con los conocimientos actuales acerca del shock alérgico, las dosis de tuberculina que por ese entonces se empleaban podrían producir la muerte en apenas unas horas.
Mataba el padre animales
en una carnicería,
quiso adelantar el hijo
y estudió la Medicina.
Fernando López Benedito y Salvador Alfonso, Hombres, mujeres y cosas.
En abril de 1890, en momentos en que nadie sospechaba el próximo desaire de la tuberculina, un joven estudiante de medicina –y futura víctima trágica de la enfermedad– publicó en los Anales del Círculo Médico Argentino un trabajo titulado “Profilaxia de la tuberculosis”. Esas páginas no hacían otra cosa que abultar una extensa literatura científica dedicada a una patología que tanto en Buenos Aires como en todas las grandes ciudades del globo presentaba tenebrosos índices de morbilidad y mortalidad. En ese texto, Enrique Tornú afirmaba lo siguiente:
Nadie ignora los estragos que causa la tuberculosis bajo sus diversas formas […] La estadística de la mortalidad nos prueba con sus irrefutables argumentos que la tuberculosis produce un número de víctimas que llega a veces a constituir la séptima parte del total de defunciones. Esta cifra es por demás elocuente y no necesita comentario para demostrar la necesidad de poner en práctica todos aquellos medios a nuestro alcance, que puedan atenuar la marcha siempre creciente de esta horrible enfermedad.
Los tratamientos terapéuticos conocidos hasta ahora son todos más o menos ineficaces. (Tornú, 1890: 106-107)
Conviene subrayar dos elementos de ese pasaje, que pinta de modo acertado el paisaje sanitario de esos años. El primero de ellos tiene que ver con las cifras alarmantes de mortalidad debidas a la tuberculosis. Los registros estadísticos de aquel entonces confirman la triste letalidad de la afección. Tomemos, solo a título ilustrativo, las cifras correspondientes a 1892 y 1893 de la ciudad de Buenos Aires (Anónimo, 1895a). Del total de aproximadamente 13.000 decesos producidos en la Capital durante cada uno de esos años, la tuberculosis pulmonar figuraba como la causa de muerte más frecuente: 1.170 muertos por tuberculosis en 1892 y 1.193 para el año siguiente. Ninguna otra enfermedad alcanzaba cifras tan elevadas.1
Si consideramos solamente las enfermedades infectocontagiosas, vemos que desde 1869 hasta fines de siglo la tuberculosis fue la enfermedad con mayor índice de mortalidad durante casi todos los años, salvo en aquellos períodos puntuales en los que algún brote epidémico inclinó la balanza en favor de otra patología. Durante un lapso de veintisiete años, la tuberculosis fue la más mortífera en diecinueve períodos. Fue superada de tanto en tanto por la viruela (1871, 1872, 1875, 1880, 1883, 1887 y 1890) o la difteria (1887 y 1888). A diferencia de las demás infectocontagiosas, la tuberculosis mantuvo, tanto en términos absolutos como relativos, cifras de mortalidad constantes, que en la década de 1870 rondaba los 700 fallecimientos anuales, en la década siguiente trepó a los 1.000, y en 1890 se colocó entre los 1.100 y los 1.200 (Anónimo, 1895b). Según los registros consignados por Samuel Gache (1898: 190), entre 1870 y 1897 el porcentaje de muertes por esa afección en la ciudad de Buenos Aires fue siempre superior a los 7 puntos; en el decenio 1875-1885, los decesos alcanzaron, en promedio, el 12% del total; durante el decenio posterior, esa cifra era del 8,5.2