Nerviosos y neuróticos en Buenos Aires (1880-1900) - Mauro Vallejo - E-Book

Nerviosos y neuróticos en Buenos Aires (1880-1900) E-Book

Mauro Vallejo

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Beschreibung

En 1892 una de las primeras médicas argentinas escribió que una mujer porteña no podía ser chic sin ser al mismo tiempo "exquisitamente nerviosa". Este volumen reconstruye la historia de esa alquimia enfermiza, merced a la cual la moda, la expansión del consumo y la metamorfosis de la vida urbana atizaron la irrupción de una nueva experiencia llamada neurosis. Durante las últimas dos décadas del siglo XIX, Buenos Aires se transformó en el hábitat hospitalario de unos sujetos que no parecían hechos para el manicomio, pero que vivían atormentados por el insomnio, el desasosiego o los dolores gástricos. La medicina teórica, que a duras penas había aprendido a reconocer delirios o impulsos ciegos, se mostró desconcertada ante la profusión de esos neuróticos, que no eran peligrosos y tenían hábitos de buenos cosmopolitas. En base al estudio de fuentes variadas (avisos publicitarios, tesis médicas, folletos olvidables y novelas casi canónicas) este libro reconstruye las superficies o tramas culturales en que esa novedad fue modulada. Un imaginativo mercado de remedios, los institutos médicos privados (de gimnasia mecánica, hipnosis o electroterapia) y unas desabridas salas hospitalarias conformaron el trípode parcial en que esa experiencia pudo alojarse y expandirse en la Capital por esos años. Con una mirada que imbrica la historia de las ideas y la historia cultural, Nerviosos y neuróticos en Buenos Aires despliega con erudición una conjetura: mucho antes de la llegada de las psicoterapias y los freudismos, y a expensas de una medicina nerviosa que, de la mano de José María Ramos Mejía, se resistía a sancionar la legitimidad de las neurosis, el mercado de consumo devino el artefacto plebeyo más propicio para hacer lugar o acompañar esa experiencia patológica y esa sensibilidad.

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Edición: Primera. Mayo de 2021

Lugar de edición: Barcelona, España / Buenos Aires, Argentina

ISBN: 978-84-18095-57-3

Depósito legal: M-30548-2020

Código THEMA: MBX [Historia de la medicina]; MKJ [Neurología y neurofisiología clínicas]; MKMT [Psicoterapia]

Diseño gráfico general: Gerardo Miño

Armado y composición: Laura Bono

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

© 2021, Miño y Dávila srl / Miño y Dávila editores sl

dirección postal: Tacuarí 540 (C1071AAL)

Ciudad de Buenos Aires, Argentina

tel-fax: (54 11) 4331-1565

e-mail producción: [email protected]

e-mail administración: [email protected]

web: www.minoydavila.com

redes sociales: @MyDeditores, www.facebook.com/MinoyDavila, Instagram

Índice de contenido
Introducción. Spleen diplomático
Capítulo 1. Un bazar para las neurosis. Aceites, píldoras y medallones magnéticos
Excesos de bacalao y un poco de cocaína
Instrucciones para bromiómanos
Boticas, regentes y falsificadores
Capítulo 2. Duchas, poleas y pedicuros en los institutos médicos
Testículos de carnero y planchas de zinc
Nombres bárbaros e hidrópatas domesticados
Sopapas y abdominales sarmientinas
Electrodos y sugestiones
Capítulo 3. Charlatanes profesionales, liberales y gitanos
Médicos de ala ancha
Parásitos y buhoneros
Capítulo 4. Las neurosis en las cabezas de los doctores
Neuróticos de importación
Degenerados, dispépsicos e imantados
Plaga y desacople
Capítulo 5. Ramos Mejía y la anti-neurosis de un hombre célebre
Neurosis pequeña y desmentida
Un malogrado relevo para el asilo
Desgano, rabona e inmortalidad
Epílogo. De mercader a confesor
Agradecimientos
Referencias bibliográficas

AHugoVezzetti

“Unprestigiosopsiquiatraparisinorecibióundíalavisitadeunpacientealqueveíaporvezprimera. Elpacientesequejódelaenfermedaddelaépoca, ladesganavital, laprofundadesazón, eltedio. «Nolefaltanada−dijoelmédicodespuésdeunaexploracióndetallada−. Solamentedeberíadescansaryhaceralgoparadistraerse. Vayaunatardea [veralcómico] Deburauyenseguidaverálavidadeotramanera». «Pero, estimadoseñor −respondióelpaciente−, yosoyDeburau»”.

(WalterBenjamin, LibrodelosPasajes, p. 134 [D3a, 4]).

IntroducciónSpleen diplomático

“Hubo una época en que estuvieron de moda los desmayos; por cualquier motivo, por la cosa más insignificante, una mujer sensible caía desmayada y no podía ir a ninguna parte sin el reparador pomito de sales. A los desmayos sucedieron los ataques de nervios y hoy la pícara neurosis nos ha traído los insomnios”. (“El insomnio”, El Nacional, 25 de octubre de 1889).

A comienzos de la década de 1890, el joven escritor de origen mexicano Federico Gamboa residió en Buenos Aires cumpliendo funciones diplomáticas. Muy a gusto se codeaba con los apóstoles y mecenas de la literatura local (Calixto Oyuela, Carlos Vega Belgrano, Rafael Obligado), quienes devolvían las gentilezas dedicándole versos que hoy nos parecen exagerados, cuando no empalagosos. Con el relato de esos días porteños comienza su Diario, publicado a partir de 1907 en varios volúmenes. La mitad del primer tomo está dedicada a aquella estadía en la capital argentina, que se extendió entre inicios de 1892 y agosto del año siguiente. Casi como un autómata que se deja llevar por una ciudad de ensueño, Gamboa deambula por veladas literarias, excursiones al campo para cazar perdices (donde se topa con algún peón disfrazado de gaucho, y festeja que una costumbre tan indecorosa como el mate “tiende a desaparecer”), ceremonias de recambio presidencial y brindis con champagne en la cubierta de algún buque de guerra ruso o chileno.

Tales eventos apenas si logran distraerlo de su preocupación excluyente; Gamboa se desespera por conocer la opinión de los demás escritores sobre su novela Apariencias, que la editorial de Jacobo Peuser imprimió en agosto de 1892. Aún no ha cumplido 28 años, y su obra de 600 páginas merece una acogida despareja: un reseñador de El Diario lo define como “exuberante y aburridor”. Oyuela lee durante una hora, en una velada realizada en la casa del mexicano, una crítica mordaz. Otros hombres de letras (Joaquín V. González y Ernesto Quesada) son un poco más ecuánimes, y el libro le depara incluso un “triunfo inesperado”. Movida por su lectura, una mujer casada se confiesa ante él y le regala “enloquecedoras caricias”. En ese estado de ánimo, el 30 de agosto de 1892 Gamboa escribe en su diario:

¿Cuándo podrá uno consultar, con probabilidades de alivio, á especialistas de enfermedades del espíritu? (…) Nuestro decantado progreso los reclama ya, y, sin embargo, no existen todavía. (Gamboa, 1907: 50).

La queja del mexicano contiene un diagnóstico doblemente acertado. En la Buenos Aires de fin de siglo no había nada que se pareciera a un “especialista en enfermedades del espíritu”. Sí había médicos más o menos industriosos, que intentaban aproximarse a esa zona peligrosa donde los infortunios del alma y del cuerpo parecían reclamar la emergencia de un sanador. Existían doctores que, de modo personal y casi cual aventureros, se adentraban en ciertas parcelas de esos malestares que nada tenían que ver con los microbios ni con la anatomía, y menos aún con los chalecos de fuerza de los asilos de locos. Esas avanzadas individuales no alcanzaban, empero, para fundar una zona de especialización que asegurara a la medicina el dominio de esas afecciones que ya comenzaban a tener nombre propio en la ciudad capital: neurastenia, neurosis, neurosismo o histeria. Tampoco existían centros especializados en esas afecciones; lo que sí abundaban, como veremos, eran consultorios e institutos de hidroterapia o aeroterapia, que ofertaban sugerentes remedios para una amplia gama de malestares, pero que no valían estrictamente como clínicas para enfermedades nerviosas leves. Poco antes que el mexicano, un médico local (discípulo de José María Ramos Mejía) señalaba esa ausencia para el caso de la histeria:

Es necesario pues, quitarlas [a las histéricas] de su medio ordinario de vida, ponerlas en una casa de sanidad donde haya un personal ad hoc, que no se enternezca de falsas apariencias (por desgracia aún no existe entre nosotros este género de establecimientos, no obstante el considerable número de histéricas que tenemos), donde lleven una vida ordenada, donde estén tranquilas, donde no puedan llamar la atención por sus extravagancias y por sus puerilidades, lo que ha bastado muchas veces para conseguir curaciones radicales. (Arévalo, 1888: 27).

El lamento de Gamboa demuestra ser atinado en un segundo sentido. Al emitir aquella afirmación, establece sin titubear que a pesar de que esos especialistas aún no existen, proliferan ya sujetos que reclaman sus servicios. El mexicano era uno de los muchos ciudadanos neuróticos que, con sus angustias vagas y sus desdichas espirituales, se mostraban listos para zambullirse en un mercado de sanadores o remedios que prometieran algún alivio para esos malestares. No podía ser de otro modo en una ciudad que se mostraba tan atenta a las modas y a sus lógicas de consumo (ya en 1881 José Wilde había concluido: “Nuestros lectores bien saben que es y ha sido siempre inútil, la prédica contra ese déspota llamado la moda” [Wilde, 1881: 184]). En efecto, tal y como será desarrollado más adelante, para amplios sectores de la vida urbana, los recién estrenados epítetos que se usaban para nombrar esas afecciones (neurastenia, debilidad nerviosa, etc.) eran apenas algo más que pomposos sinónimos de modernidad o de cosmopolitismo (Forth, 2001). Hacían suya esa función no solamente por el imaginario que recubría la provocación de la enfermedad, sino también por la naturaleza atractiva y confortable de los productos y procedimientos con que ella quedaba asociada. En el mismo momento en que Gamboa formulaba su diagnóstico, una de las primeras médicas egresadas de la facultad local afirmaba lo siguiente:

El neurosismo, que tanto desarrollo ha adquirido en esta época, al extremo que es raro encontrar una mujer que no sea histérica, epiléptica o neurópata, producto muchas veces de la educación, los vicios, la herencia y hasta la moda; porque no se puede ser chic si no se es exquisitamente nerviosa. (Rawson de Dellepiane, 1892: 40).

El vagabundeo local de esas histéricas fue retratado más de una vez por los cronistas sociales de aquella época. Recordando la fauna humana que se hacía ver por los bosques de Palermo en el cambio de siglo, Manuel Castro se refirió a “las damiselas que pasean su ‘spleen’ por la aristocrática avenida de las Palmeras (…), reclinadas lánguidamente en cupés y landós que arrastran braceadores trotones” (Castro, 1949: 44).

En 1893, desde Madrid, un médico español que venía de dirigir en Buenos Aires un exitoso consultorio especializado en neurosis, esbozó un paisaje similar de la salud mental de sus pasados anfitriones: “Recientemente −pues de ella llego− hago idéntica observación en la República Argentina; todos, ó la mayor parte de los bonaerenses, padecen de la Neurastenia” (Díaz de la Quintana, 1893: 12). Igual de valiosa es la continuación de esa sentencia, pues allí se deja ver el motivo por el cual el diplomado extranjero se obstinó en permanecer cuanto pudo en una ciudad que había hecho todo para expulsarlo: “despachan el bromuro potásico por toneladas, el éter por cuarterolas y las tinturas madres y glóbulos de ignatia por litros, exagerada cantidad, tratándose de minisculez tan sobresaliente como lo son las dosis homeopáticas” (Díaz de la Quintana, 1893: 12). Haciendo eco a la reclamación de Gamboa, el español entendió de modo acabado que la profusión de neuróticos era equivalente a la implantación y desarrollo de un negocio lucrativo.

Este libro trata sobre la emergencia casi simultánea de una experiencia (o una sensibilidad) y de un mercado. En el tramo final del siglo XIX, Buenos Aires fue el escenario de la irrupción de un nuevo personaje, que también alteraba la fauna humana y patológica de otras grandes urbes del mundo moderno. Ese nuevo sujeto, el neurótico, era el punto de confluencia o el reflejo atribulado de múltiples transformaciones: nominaba una nueva forma de sentir el propio cuerpo y de relacionarse consigo mismo; pero mentaba al mismo tiempo la oportunidad de atizar un mercado de servicios profesionales y objetos de consumo, capaces de poner fin (o eternizar) la condición mórbida. Ese nuevo habitante constituía, en fin, el baluarte de la exigencia de alterar la presencia urbana y cotidiana de la medicina.

Estas páginas abordan algunas de las superficies o tramas culturales en que esa novedad fue modulada en la ciudad de Buenos Aires. El mercado de remedios (con sus avisos publicitarios, sus objetos y sus agentes), los institutos médicos privados (con sus afanes de lucro, sus escaleras de mármol y sus estrategias de marketing), y las salas hospitalarias o cátedras universitarias (donde algunos diplomados con ínfulas de investigadores decían mirar de reojo a sus colegas filisteos) conforman el trípode parcial en que aquella experiencia pudo alojarse y expandirse en la Capital durante los últimos años del siglo XIX. Monstruo híbrido, mezcla de un nuevo yo y de un hábito de consumo, la neurosis porteña estuvo también enhebrada de palabras y discursos; esa sensibilidad tuvo mucho que ver con los motes que las propagandas de aceite de bacalao querían dar al nuevo espécimen nosográfico, pero también con las figuraciones que esa condición proteica recibía en las páginas de una literatura ficcional que ya se mostraba hastiada de los locos degenerados. Artículos y tesis de los médicos también colaboraron en la forja de ese retrato esquivo. Ninguna de esas fuentes es capaz de recobrar en su plenitud aquello que podríamos colocar del lado de la experiencia vivida; de aquella época no han sobrevivido historiales clínicos o diarios íntimos de sujetos que hubieran hecho suya la aventura neurótica. Aun a pesar de sus limitaciones y cegueras, los documentos disponibles pueden ser usados para ensamblar una mirada alternativa y compensadora de esa experiencia perdida.

Los capítulos que componen este volumen exhuman las acciones curativas, los idearios, las disciplinas y los dispositivos de observación movilizados alrededor de una experiencia mórbida que hasta el momento ha merecido una atención muy dispar de parte de la historiografía local. Sin dejar de ser una contribución a la historia de la medicina mental rioplatense, este ensayo aprovecha la emergencia de un nuevo rostro en la cultura patológica para reconsiderar elementos que desbordan las fronteras de esa rama científica, y que tienen que ver en sentido más general con el mundo del mercado, la vida urbana y el universo letrado. El neurótico fin-de-siècle recogió su identidad en la estela de las acciones y discursos de boticarios, curanderos, magnetólogos, médicos inquietos y novelistas. Su hábitat natural fue algo muy distinto al asilo o al hospital; debe ser hallado, por el contrario, en la amalgama sincopada entre la farmacia, los centros de hidroterapia, los gabinetes de hipnosis y las marquesinas de los teatros de moda.

Esta obra resulta de una investigación acerca de la fragua de un nuevo sujeto, el neurótico, correlativo o envés de flamantes dispositivos curativos, nuevos lenguajes y circuitos comerciales. Estamos ante un (cuasi) enfermo cuyos malestares no eran traducibles al lenguaje de la locura o el delirio, y cuya visibilidad no se debía tanto a la versátil y escurridiza categoría de peligrosidad social, sino más bien a su forma de habitar un mercado pujante. Tercer rasgo del individuo neurótico, coextensivo al recién señalado: si el loco, en tanto que enajenado, nunca era del todo un yo, o no podía jamás responder del todo por sí mismo −y por ese motivo la necesidad de su tutela, su encierro, o de ahí la exigencia de quedar siempre en dependencia de otro que respondiera por él: policía, juez, psiquiatra−, el neurótico, por el contrario, era aquel que podía realizar constantemente un trabajo de repliegue sobre sí; trabajo que, amén de resaltar las virtudes auscultadoras o consumidoras de su yo, lo reforzaba y lo debilitaba al mismo tiempo.1 El neurótico sufre, de alguna forma, de una hipertrofia del yo, que opera en detrimento de una disminuida atención a su entorno. No puede dejar de sentir su cuerpo, las mínimas variaciones de su funcionamiento, siempre alerta a que algo anda mal. Para decirlo con los términos de una fuente que habremos de recuperar en esta obra, es posible afirmar que

(…) la conciencia sobre todo de los fenómenos subjetivos especialmente la que se refiere al funcionamiento de los órganos, se encuentra considerablemente agrandada, y como los fenómenos de la vida vegetativa están bajo la dependencia del sistema del gran simpático, podemos decir que éste deja de ser inconsciente para entrar en el dominio de la conciencia (…); pero la conciencia que el neurasténico tiene de sí mismo, como entidad moral, está también reducida en grandes proporciones, contempla su personalidad como a través de una bruma. (Orías, 1895: 54).

Por un lado, entonces, el neurótico era capaz de reconocer por sí mismo que algo andaba mal en su salud; tenía, por definición, la destreza de identificar como patológicos signos e indicios más o menos sutiles o equívocos (insomnio, dolores de cabeza, cansancio, accidentes en su vida sexual, etc.). Vivía atormentado por males que, tenues o resueltos, no ponen en peligro su vida ni caben en el molde del concepto estricto de enfermedad. Son, más bien, amenazas “diplomáticas” y conciliadoras. El neurótico, casi sin darse cuenta, acepta la trampa tendida por un dispositivo de consumo y de autorreconocimiento, merced a la cual se patologiza el cuerpo natural; la neurosis es el nombre de aquella forma de habitar el mundo, a resultas de la cual el cuerpo ordinario y sus traspiés pasajeros ingresan al muestrario de lo enfermizo.2 Sumergido en ese universo en que la nueva enfermedad queda equiparada con la debilidad o la fatiga, el neurótico recobra su identidad mediante esa pericia que le permite aislar su yerro espiritual o corporal como síntoma malsano (Correa, 2014b). Esa pericia denota, por supuesto, su inmersión en un universo de sentido en que hay acceso a un vocabulario técnico, acuñado para nombrar esos indicios.

Tal y como veremos en lo que sigue, la proliferación de esos términos sofisticados en la trama cultural, o la difusión de esa pericia de auto-auscultación, no deben ser imputadas únicamente a un proceso compacto de medicalización. La circulación de lenguajes médicos (en artículos periodísticos, en la literatura naturalista, en obras de teatro) o de avisos de medicamentos, así como la lenta difusión de dependencias sanitarias (centros de vacunación, hospitales, etc.), prestaron un gran auxilio para la emergencia de aquella pericia. Cabe recordar, empero, que esa campaña de colonización semántica no se debió siempre a la profesión médica. Igual de valioso pudo ser el rol cumplido allí por las propagandas de droguerías, de curanderos o de mercaderes. En esas publicidades, sin ir más lejos, era posible hallar categorías diagnósticas (“neurastenia”, por ejemplo) que no habían sido usadas hasta entonces por la literatura galénica. Dicho en otros términos, los porteños podían recibir de parte de anónimos farmacéuticos o comerciantes la invitación a asignar a su padecimiento el nombre de neurastenia, mucho antes de que los médicos apelaran a ese rótulo en su práctica cotidiana. Si se quiere ver allí el síntoma mediato o colateral de algo que no deja de ser una medicalización, habrá que conceder, no obstante, que esta última reclama una definición más sutil que la comúnmente aceptada.

Por otro lado, el neurótico debía tener un segundo talento: tenía que salir a la caza de sus remedios. Si el asilo psiquiátrico es el lugar que, más que alojar al loco, lo define y lo construye en tanto que tal, al neurótico le es asignada otra superficie de emergencia u otro hábitat identificatorio: el mercado. El neurótico es ante todo un potencial consumidor de remedios (y de publicidades). No es un accidente o un traspié de la sociedad de consumo; fue su primer laboratorio de prueba, y uno de los garantes de su expansión. Los diarios de Buenos Aires de la segunda mitad del siglo XIX son una demostración fehaciente. Cuando las bondades del sistema agro-exportador hicieron posible el nacimiento de una economía interna anclada en el consumo, en el instante en que la oferta de productos renovó constantemente las vidrieras de los negocios locales, la gran mayoría de esos productos tenían que ver con el cuidado de sí (y una parte significativa provenía del extranjero). Cuando las páginas publicitarias de los diarios comienzan a inundarse de avisos de productos comerciales, la mitad de esos anuncios tenían que ver con esa franja imprecisa del yo saludable: tónicos, energizantes, aparatos de electroterapia, remedios contra el dolor de cabeza o el reumatismo.3

Ya en 1884, una columna de la Revista Médico-Quirúrgica denunciaba la excesiva libertad de acción de los actores del mundo de la salud, y allí se advertía que en “la tercera página de los diarios (…) no se refiere otra cosa que anuncios de remedios y específicos que curan todas y cada una de las enfermedades” (Anónimo, 1884a: 203). La maquinaria del consumo burgués nace en el instante en que esos avisos han logrado crearse el comprador que precisan: un sujeto adulto, preocupado por un bienestar sólo asequible mediante la posesión de productos materiales. Este ensayo trata precisamente sobre las dinámicas y actores que sostuvieron ese mercado neurotizante, al que se volcaron en busca de un incierto alivio tantos porteños insomnes, impotentes, dispépsicos y neurasténicos.

El primer capítulo explora los circuitos de promoción y venta de las sustancias señaladas como remedios contra las neurosis (aceites, lociones, jarabes, medallas magnéticas, cinturones eléctricos, etc.); repararemos en las publicidades, los agentes sociales que estuvieron detrás de esa comercialización y los imaginarios que allí se gestaban. El capítulo dos tomará en consideración las acciones llevadas adelante por los médicos para competir en esa feria de bálsamos para neuróticos porteños; nuestra atención recaerá exclusivamente en los servicios profesionales que fueron creados y divulgados como objetos de consumo, y que se acoplaron a esa lógica mercantil. En esas páginas documentaremos la incontrolable proliferación de institutos de electroterapia, hipnoterapia, aeroterapia y cosas parecidas. El capítulo tres pone de relieve las fricciones generadas en el gremio médico a propósito de la consolidación de ese costado lucrativo del arte de sanar.

Los últimos dos capítulos suponen un desplazamiento hacia la órbita de los discursos científicos y letrados. Por un lado, en el capítulo cuatro analizaremos las definiciones heterogéneas que los médicos porteños construyeron acerca de tópicos como la nerviosidad o la neurastenia; habremos de examinar qué tipo de subjetividad emerge en ese saber cambiante, y prestaremos especial atención a los dispositivos clínicos desde los cuales esos diplomados llevaron a cabo su labor teórica. En sintonía con derivas doctrinarias que primaron en el Viejo Continente, en esa literatura médica anterior a 1900 la nerviosidad no es aún sinónimo de degeneración o herencia malsana; representa más bien el nombre a través del cual el discurso médico narra y tematiza su nueva función ante las contingencias de la modernidad. Por otro lado, en el capítulo cinco estudiaremos la obra de José María Ramos Mejía, con el afán de pesquisar qué sentidos (paradójicos y añejados) asignó a lo neurótico en su producción teórica más temprana; procuraremos asimismo deslindar de qué manera sus iniciativas al frente de la cátedra de enfermedades nerviosas y de la sala hospitalaria en el Hospital San Roque, contribuyeron o no en la implantación local de un estudio y tratamiento de las afecciones neuróticas. La figura de Ramos nos sirve a su manera para sopesar hasta qué punto un médico que desde siempre experimentó una contumaz aversión hacia el mundo del mercado (y hacia sus virtudes imaginariamente democratizantes) estaba condenado al mismo tiempo a quedar ciego ante la novedad de la experiencia neurótica.

Este ensayo contiene un relato vidrioso de una experiencia que precisó de varias zonas de agenciamiento y visibilización. Antes que forzar un entrelazamiento pacífico entre ellas, optamos por una narración que haga justicia a sus constantes desacoples, y no menos frecuentes ensambladuras precarias. Esas disyunciones atañen al solapamiento entre, por un lado, el abanico de productos comerciales, muchas veces lanzados al mercado en circuitos profanos (droguerías, boticas, agentes de firmas internacionales, libros de autoayuda, etc.), y por otro, la medicina en sentido amplio. No sería justo hablar de dos mundos paralelos que jamás se cruzan; es obvio que entre la zona de la medicina clínica o académica y el terreno del consumo de productos de ortopedia subjetiva, hay ostensibles mixturas y préstamos. Sería muy errado empero confundir esos dos circuitos; a pesar de sus hibridizaciones, cada uno tenía sus agentes, sus lógicas o sus vías de desplazamiento en la trama cultural.

Es menester, de todos modos, prestar su debida significación a desa­coples más sutiles; por ejemplo, los que afectaron a la propia medicina. Los trabajos teóricos que, con obtusa erudición, daban cátedra sobre esos nuevos desarreglos, apenas si podían brindar ilustraciones clínicas de sus verdades; ello sucedía al mismo tiempo que en folletos hechos a las apuradas y con afanes propagandísticos, otros colegas, más aventureros que doctos, podían apilar historiales de neurasténicos o masturbadores atendidos en sus institutos. Será necesario hallar el vocabulario que mejor se preste para la comprensión de eso que por ahora nombramos desacople. Pero más allá del rótulo que convenga, esas discrepancias pueden ser miradores con que observar rasgos poco transitados del mundo profesional y letrado de aquellos años.

1 El 13 de febrero de 1903 Julia Valentina Bunge anotaba en su diario: “Estoy nerviosa, rabiosa, exaltada, agitada, y todo contra mí misma. Estoy harta de ocuparme de mí, de desfigurar todo lo que pienso y siento, a fuerza de querer analizarlo (…). ¿Puede un capricho convertirse en realidad y llegar a ser lo único verdadero?” (Bunge, 1965).

2 Una crónica satírica de aquella época lo captó muy bien: “La mujer moderna (…) ha inaugurado la era moderna de la neurosis. La neurosis es nada y es todo; es la enfermedad dentro de la salud y la salud acomodándose con la enfermedad”; “Las mujeres inquietantes. La neuropatía”, Sud-América, 6 de marzo de 1890.

3 No hemos realizado un estudio cuantitativo o sistemático sobre la abundancia de avisos de productos sanitarios o higiénicos en las páginas publicitarias de los diarios porteños. Valga, a título aproximativo, dos ejemplos tomados casi al azar (ambos de 1890). De un total de 46 avisos publicitarios incluidos en la página 4 del ejemplar de El Diario del 13 de noviembre de ese año, 21 corresponden a objetos de consumo destinados al cuidado de la propia salud (no se incluyen en el recuento alimentos, bebidas o cosméticos). De los 43 avisos impresos en la página 3 de Sud-América del 7 de abril de 1890, 18 aluden al tipo de mercadería que interesa a nuestro examen.

Capítulo 1Un bazar para las neurosis. Aceites, píldoras y medallones magnéticos

“La primera vez que cae bajo nuestros ojos un aviso, no lo vemos; la segunda vez lo vemos, pero no lo miramos, la tercera vez nos damos cuenta de lo que existe; (…) la sexta hacemos un gesto al notarlo, la séptima vez lo leemos con más atención y exclamamos: ¡Oh bobería! (…) La novena vez nos damos a pensar si la cosa valdrá la pena, la décima vez decidimos preguntarle al vecino si ha ensayado el producto anunciado; (…) la duodécima vez reflexionamos que acaso servirá para algo, la décimatercia deducimos que debe ser producto aplicable a algún uso bueno, la décimacuarta vez recordamos que justamente lo que se anuncia es un artículo que de tiempo en tiempo venimos necesitando, la décimaquinta vez determinamos que luego hemos de comprarlo, (…) la décimaséptima vez nos desesperamos porque la escasez de nuestros recursos no nos permite comprarlo”. (Sud-América, 5 de septiembre de 1890).

El mexicano Gamboa prestó su voz a una decepción que podía resultar generalizada entre las víctimas nerviosas de la metrópoli porteña. Pero el desencanto hacia lo que los médicos no podían dar, estaba llamado a ser una lamentación olvidable. Una mirada rápida a las páginas de avisos de los muchos diarios de la ciudad, devolvía cotidianamente el alma al cuerpo a los neuróticos locales. Allí encontraban, en recuadros de dudosa composición gráfica, la confirmación de que un abultado mercado de productos podía traerles, a precios módicos y a cambio de un esfuerzo mínimo, el alivio que los diplomados ni siquiera podían prometer. Esas publicidades, que aprovechaban con sigilo el mudable prestigio del saber médico, eran al mismo tiempo el soporte de un novedoso pacto de consumo, el catalizador de una construcción subjetiva, y el índice de una trama social conformada por farmacéuticos, importadores, inventores, curanderos y vendedores ambulantes (y también diplomados, que hacían lo imposible para no quedarse afuera a la hora del reparto de los dividendos).

Casi en los mismos días en que Gamboa decía aquella verdad, y al mismo tiempo que Rawson de Dellepiane denunciaba que ser nervioso era una forma de estar a la moda, un doctor extranjero −que de esa manera se anticipaba a Díaz de la Quintana− veía en la profusión de publicidades una preocupante radiografía del estado sanitario de la ciudad: “Una ojeada a los anuncios de los diarios cotidianos basta para demostrarnos esta pobreza nerviosa y sanguínea. Pululan en ellos avisos y réclames de todo género, medios reconstituyentes, fortificantes, anti-nerviosos, etc.” (Marcus, 1892: 30). Esas voces recortan con precisión la amalgama que atraviesa este capítulo, aquella que diluye la distancia entre mercado y salud. Y al mismo tiempo restituyen los nombres de los hilos que tejieron la red en que la experiencia neurótica trazó su camino: progreso, moda y publicidad.

Nos ocuparemos ahora del costado más material, visual y sustancial del mercado neurótico de la ciudad, costado que muchas veces es difícil de separar de todo lo relacionado con el gremio galénico. La presencia de doctores en ese mercado de ortopedias subjetivas no debe llamarnos al error de superponer lógicas y rituales diferenciados. El mundo de los remedios contra las neurosis puede ser analizado con relativa independencia del andamiaje teórico que los profesionales intentaban construir sobre las nuevas patologías. No se trata de una autonomía inveterada, pues los recursos sanadores ofertados en ese mercado podían estar en sintonía con las definiciones teóricas presentes en las páginas de la erudición médica, o más comúnmente, con las definiciones científicas ya perimidas (pero que habían logrado una amplia difusión por su capacidad de adaptarse a representaciones legas o populares del funcionamiento orgánico).1 A la inversa, la proliferación de sustancias presuntamente indicadas contra ciertas enfermedades legitimaba ante la mirada pública la existencia real de esas patologías (y, como corolario, la necesidad de una ciencia que las estudiara). Sin embargo, esa traducción o reenvío no siempre era seguro o posible; más importante aun, la oferta de productos debe ser leída desde un registro que le es propio. Su lenguaje es el del consumo, y su destinatario, el comprador.

En las últimas décadas, sobre todo gracias al impulso dado por Roy Porter al estudio de esa problemática, la historia de los cruces entre medicina y mercado de productos curativos ha dado lugar a ensayos muy documentados (Porter, 1989). Aquel historiador mostró de modo convincente que durante el siglo XVIII, en un contexto de franco crecimiento del consumo, el mercado de la salud aparecía constantemente tensionado entre la demanda de alivio de parte de los sujetos enfermos (entendidos como agentes activos que reclamaban respuestas y remedios para sus muchas dolencias) y un escenario donde los médicos competían, muchas veces con desventaja, con una gran variedad de sanadores, que intentaban por todos los medios prestigiar sus conocimientos y pericias en el arte de curar. En tal situación, los médicos aparecían como protagonistas entre marginales y poco afortunados a nivel competitivo. Otros estudiosos han mostrado que ese proceso de extensa comercialización de mercaderías sanitarias puede incluso ser remontado a los siglos anteriores para regiones como Inglaterra u Holanda (Curth, 2002, Cook, 2007). Sea como fuere, todas esas reconstrucciones han puesto en evidencia que la historia de la amalgama entre salud y mercado debe ser entendida desde una perspectiva de larga duración. Sería un error suponer que esa mixtura es privativa de la sociedad contemporánea, e igual de equivocado sería sostener que nada ha cambiado con el paso de los siglos. Muchos factores (la irrupción de las grandes empresas de productos químicos, la creciente profesionalización y consolidación social de la medicina, la difusión global de la cultura de patentes y marcas, etc.) han hecho que, hacia finales del siglo XIX, ese mercado haya comenzado a adquirir los rasgos que mantendría hasta nuestros días (Marland, 2006).

En este capítulo no pretendemos sino ofrecer un mapa algo desordenado del cúmulo de productos curativos que los neuróticos porteños tuvieron al alcance de la mano en las décadas finales del siglo XIX. Sería difícil establecer con precisión cuándo desembarcan en las páginas de avisos las publicidades de cada una de las sustancias que habrán de retener nuestra atención. Lo que sí podemos afirmar con cierta seguridad es que desde comienzos de la década de 1880 la cantidad de esos avisos ha crecido de modo significativo, y también se ha reforzado su sofisticación en términos gráficos. En los inicios de nuestro arco temporal, lo nervioso, muchas veces declinado como debilidad, aparece como una condición mórbida apenas circunscripta. Son promocionados como remedios contra esas afecciones muchos productos que sirven en verdad para revertir variados procesos de decaimiento, pérdida de fuerzas o agotamiento. Las enfermedades nerviosas quedan confundidas, en el mensaje de promesa curativa enunciado por esas publicidades, con malestares que han ganado ya una entidad más segura: tuberculosis, clorosis o digestiones difíciles. Poco a poco, tal como veremos, no solamente comienzan a recibir nombres propios más claros (neurastenia, histeria, etc.), sino que quedan asociadas a sustancias que les son privativas en esa farmacopea casi plebeya.2

La expansión del mercado de remedios constituye tan sólo una pequeña muestra de las alteraciones que se producen hacia fines de siglo en las pautas de consumo de los argentinos. La modernización económica, sumada al crecimiento demográfico y al afianzamiento de la urbe, trajeron como corolario la conformación de un mercado interno que dejó atrás la vieja lógica del auto-abastecimiento, y que pasó a estar regido por la espiral del consumo (Rocchi, 1999; Szir & Félix-Didier, 2004). Según algunos cálculos aproximativos, entre 1880 y el inicio de la Primera Guerra, el tamaño del mercado interno local creció unas nueves veces; en ese mismo lapso, los sectores medios, al menos en lo que respecta a la región del litoral del país, pasaron del 15 al 30 por ciento de la población total, y su poder adquisitivo se triplicó (Hora, 2010). La vida cotidiana de los habitantes de Buenos Aires comenzó a estar teñida por el acceso creciente a una amplia gama de productos (alimentos, vestidos, muebles, adornos, bebidas, etc.), despachados por una extensa red de negocios y agentes sociales. José Wilde fue un testigo privilegiado de esa metamorfosis; en sus memorias de 1881 se encargó de subrayar el contraste entre la vieja sociedad de 1830 o 1840, de ritmos aún coloniales, y la que él llegó a conocer en su vejez, en la cual el “furor por la novedad” alimentaba un mercado infinito de objetos (Wilde, 1881). Ese proceso se vio reflejado y fortalecido por el desarrollo de la publicidad visual, que en los últimos años ha recibido una fuerte atención de los estudiosos de la cultura gráfica de fin de siglo (Szir, 2009a, 2009b; Tell, 2009; Bonelli Zapata, 2017).

Excesos de bacalao y un poco de cocaína

Las publicidades que tanto escándalo generaron en Hugo Marcus llenaban las páginas finales de los periódicos (que en los de menor tiraje, como los de comunidades extranjeras, eran las páginas tercera y cuarta). El formato habitual de estos avisos puede ser descrito del siguiente modo. Solían ser rectangulares, con mucha información escrita, y a veces iban acompañados por alguna ilustración precaria, que en los inicios aparecía en segundo plano o en tamaño pequeño.3 Uno de los obstáculos técnicos más notorios para la inclusión de elementos iconográficos en la prensa general residía en la dificultad de imprimir, en una misma página, texto e imágenes. Ese impedimento afectaba, por ejemplo, a la litografía, que fue la técnica de reproducción de imágenes más difundida a nivel local durante el siglo XIX. Recién en la década de 1890 fue adoptado aquí el sistema de fotograbado tramado o de medio tono, que sí permitía la convivencia de los dos elementos (Szir, 2009b; Tell, 2009).

Los recursos para atraer la atención del consumidor (y para legitimar el valor del producto) eran reiterativos: por un lado, la enumeración de las dolencias que serían disueltas por la mercadería; por otro, la mención de supuestas autoridades médicas extranjeras que o bien habían comprobado la utilidad del objeto, o bien recomendaban directamente su uso; tercero, la información sobre las firmas extranjeras que estaban detrás de su producción o distribución. De hecho, la gran mayoría de las mercaderías que abultaban esa miscelánea farmacopea era de procedencia foránea, o al menos era vendida como tal.4 En un contexto en que la producción farmacéutica local era aún muy débil, el mercado estaba dominado por esos productos que habían atravesado el océano.5 A ello se agregaba muchas veces alguna advertencia sobre la existencia de falsificaciones o imitaciones (Correa, 2018). Todo ello podía ir o no acompañado por la indicación de alguna farmacia local que estuviera autorizada a comercializar el remedio.

Si bien en nuestro análisis nos concentramos en la publicidad gráfica impresa en los periódicos, no podemos dejar de señalar que los remedios también fueron promocionados, tal y como se desprende de algunas de las fuentes que revisaremos, en otros soportes que formaron parte de esa pujante cultura visual: carteles en la vía pública, en tranvías, en coches, etc.

La comercialización de estas sustancias contra los problemas nerviosos se amparaba en el uso local de publicidades estandarizadas; su difusión dependía de la utilización de planchas tipográficas distribuidas por los mismos agentes que garantizaban la importación de los específicos. En tal sentido, esa zona de la propaganda se mostró menos contaminada por las torpezas y rusticidades que solían cometer los dueños de otros negocios a la hora de elaborar sus carteles, tal y como fue satirizado por una crónica:

Lo que más llama la atención de los paseantes en esta Buenos Aires son los letreros de las casas de comercio menor, de los carros, coches, etc.

Y a la verdad que ellos forman una de las cosas más curiosas. Juzgue el lector por esta treintena de letreros:

Almacén de la hija de Giacumina.

Fonda del hijo de la tía Ambrosia.

Café y Billardo del Peringundín.

(…) Almacén ¿Quién lo diría? – Almacén ¿Quién lo pensara?

Casino de Pancho el Gordo.

(…) En los carros se leen letreros como estos: Si te perdés chiflame – Soy un güen mozo – Ay juna que sos compadre.6

Esa relativa tosquedad de la cultura publicitaria fue notada, por ejemplo, por Rubén Darío, que en 1901 desde Madrid comentó lo siguiente: “Al escribir mis primeras impresiones de España, a mi llegada a Barcelona, hice notar que una de las particularidades de la ciudad condal era la luminosa alegría de sus calles, enfloradas en una primavera de affiches. Así como en Buenos Aires se está aún con el biberón a este respecto, en España no se ha salido de la infancia” (Darío, 1901: 324).

Un ingrediente que no podemos pasar por alto está dado por los agregados que intentaban realzar el tenor apetecible del remedio. La reiterada mención al buen sabor de las pastillas o jarabes, a su carencia de olor o a su fácil digestión, eran intentos por exorcizar los temores que podía despertar en el imaginario porteño un objeto desconocido o novedoso, verbigracia una “cápsula” −máxime cuando estaba lanzado a un circuito que dependía en gran medida del autoconsumo−. Las píldoras o pastillas, en aras de devenir objetos de consumo cotidiano, debían batallar por ganar su derecho de ciudadanía en un mercado en transformación. Por ejemplo, en el aviso publicitario de las “Cápsulas Thévenot” para “enfermedades confidenciales”, se informaba que eran “sin olor ni gusto” y de “absorción fácil”.7 La publicidad de las “píldoras de Catramina Bertelli” advertía que eran “muy solubles y bien digeridas por los estómagos más delicados”; a renglón seguido se agregaba: “No hay instrucciones particulares que observar para el uso de estas píldoras. Se dejan disolver en la boca, de una a dos (que se pueden también tragar directamente enteras de dos en dos horas)”.8 Uno de los múltiples remedios ofrecidos para combatir la tenia o lombriz solitaria (la “Pelletierina de Tanret”) era “el más fácil de tomar” y cada dosis iba acompañada de “una instrucción detallada”.9

Podemos recuperar el ejemplo de un producto muy conocido en la época, el “Aceite de hígado de bacalao de Berthé”, indicado contra la debilidad y el raquitismo.

Bajo el generoso paraguas de la “debilidad” podían ubicarse variadas condiciones difusas, y muchos de los remedios que estamos estudiando apelaban a esas categorías vagas. Las “Píldoras Restauradoras Formiguera”, “recomendadas por las eminencias médicas americanas y españolas”, curaban la “clorosis, anemia, debilidad general” y servían para dar “fuerza y vigor a los ancianos, convalecientes y personas débiles y decrépitas”.10 Un remedio podía ser ofertado, por el contrario, para entidades diagnósticas un poco más acotadas, pero en ese caso el listado de condiciones mórbidas era tan extenso que lograba similar poder de inclusión que la “debilidad”. Por ejemplo, otro aceite de hígado de bacalao era anunciado como remedio contra la anemia, la clorosis, la bronquitis, la tisis, la diátesis escrofulosa y un largo etcétera.11 En igual sentido, las “píldoras de Damiana del Dr. J. Welton de Nueva York” eran vendidas por la Droguería Nacional de la calle Rivadavia como el “único remedio conocido hasta la fecha para la infalible y completa curación de la impotencia”; según el mismo aviso, pareja eficacia tenían contra la espermatorrea, la diabetes, la gota militar, debilidad del cerebro, dispepsia, “decadencia y laxitud de todo el sistema nervioso”.12 La “Antipirina de Troeutte” agregaba a ese generoso listado las “enfermedades nerviosas”:

Sucede como si una astuta estrategia de marketing estuviera detrás de esa competencia de remedios similares (y surtidos probablemente por una cantidad reducida de distribuidores). Para un lector mejor informado, o quizá más proclive a buscar con un diccionario de medicina en la mano el nombre de su mal, se despachaban avisos que no ahorraban tecnicismos galénicos (incluso algunos que empezaban a envejecer, como el de “clorosis”, una categoría que los médicos de Buenos Aires ya casi no empleaban para fines de siglo).13 Para un consumidor menos pretencioso se echaba mano de descripciones más globales o impresionistas, donde términos como “debilidad” o “cansancio” bastaban para captar la atención.

La dimensión de lo nervioso podía figurar en el espectro de esas medicinas de manera más bien difusa o vaga, sobre todo en los años previos a la última década del siglo. Antes de recortarse como un campo generoso de patologías bien delimitadas, lo nervioso quedó anexado al tópico de la debilidad y el mal desarrollo. Los nervios parecían guardar mayor parentesco con un sistema orgánico a fortalecer, que con la posibilidad de constituir la sede de afecciones rotuladas. A esa meta iban apuntados, por ejemplo, algunos productos basados en el hígado de bacalao, como la Emulsión Defresne:

Pareja difusión tuvieron otros productos, como las “perlas de quinina del Dr. Clertan”, indicadas para tratar la fiebre, o las “perlas de éter” del mismo “profesional”, que contaban además con la “aprobación” de la Academia de Medicina de París y que servían para atacar las palpitaciones y “calambres de estómago”.14 También de la capital francesa provenían las “pastillas y polvo de carbón del Dr. Belloc”, que ayudaban para combatir las “digestiones difíciles”. Los “verdaderos granos de salud del Dr. Franck” servían para idéntico fin.15

Detrás de esos rudimentarios avisos había, claro está, una compleja maquinaria de distribución y venta de productos, una aceitada red de importadores, publicistas y minoristas que abastecía a un público que se mostraba deseoso de consumir las mismas sustancias que llenaban las vidrieras de las droguerías parisinas o londinenses. Entre esas últimas novedades estaba, por ejemplo, la cocaína, y las farmacias de Enrique Krauss se encargaron de poner a disposición de los porteños inyecciones de esa nueva droga (indicada contra la gonorrea).16 Hablar del deseo de emular hábitos de consumo de otras metrópolis es otro modo de mentar la réplica local del poder distintivo de estos desarreglos nerviosos. En efecto, es probable que para muchos de los consumidores de estas publicidades, los rótulos de “nerviosidad” o de “neurastenia” fueran sinónimo de modernidad, cuando no de refinamiento, tal y como señaló acertadamente Rawson de Dellepiane en su tesis. Antes de que esas categorías diagnósticas fueran recubiertas con el estigma de la degeneración, tuvieron el extraño encanto de otorgar simultáneamente sufrimiento y distinción social. Para un sector importante del imaginario fin-de-siècle, sufrir de los nervios era pertenecer por derecho propio a la agitación de la ciudad moderna. Los publicistas lo advirtieron más pronto que tarde, y a ello obedeció seguramente que muchos avisos dejaran de enumerar síntomas y pasaran en cambio a ofrecer como carnada el mote capaz de seducir: “histeria”, “enfermedades nerviosas”, etc.

Instrucciones para bromiómanos

Con el correr de los años, como dijimos, las “enfermedades nerviosas” en su conjunto, o algunas de ellas en particular, comenzaron a figurar en esos avisos de milagros. Ya a mediados de la década de 1880 hallamos ese tipo de publicidades, y no cabe duda de que muchas de ellas se remontan a años anteriores. La “solución anti-nerviosa de Laroyenne”, por ejemplo, figurará en esa sección de los diarios durante muchos años. Con ella se conseguía una “curación frecuente” y “alivio siempre” para la epilepsia, el “histérico” o las convulsiones. El aviso tiene valor paradigmático, por otro lado, por el balance disparejo que establece entre el texto, claro y en letras bien visibles, y la imagen (que representa a un hombre caído, presa de un ataque convulsivo), pequeña, ubicada en el vértice superior derecho.

La misma alusión al “histérico” aparece en otro remedio que además prometía una “curación segura” de la epilepsia o la corea: las “Grajeas Gelineau”. El producto estaba indicado para condiciones un poco más difusas, pero que de todos modos ya comenzaban a ser deletreadas en la literatura médica del período y a abultar los registros estadísticos, como el “nervosismo”:

El jarabe Henry Mure, distribuido por esos mismos días, apuntaba a una población similar, pero se atrevía a dar un extenso listado de las “enfermedades nerviosas” que podían ser contrarrestadas. Aquí también podemos sospechar que no hay una mano médica detrás: no debido a lo añejo de los rótulos, sino a su carácter extravagante (o a su denominación errática). Por ejemplo, este jarabe debía servir contra el “baile de San Víctor” –recordemos que la enfermedad lleva el nombre de “baile de San Vito”−, o contra la extraña dupla “Epilepsia-histérico, histero-epilepsia”.

Muchas de estas publicidades guardaban silencio acerca de la composición de los productos lanzados al mercado. Otras pocas, en cambio, daban un esquivo detalle de su fórmula activa. El “elixir antinervioso polibromurado Dr. Baudry” reunía “en perfecta combinación” drogas que eran muy utilizadas por esos años por los médicos en sus abordajes de las patologías nerviosas: bromuro de potasio, de sodio y de amonio. Este elixir en particular prometía la curación o el alivio del insomnio, la jaqueca, la agitación nocturna, “el histérico”, el baile de San Vito y las convulsiones infantiles; convenía, por último, “a las señoras que padecen de espasmos, vapores y ataques de nervios”.17 No todas las sustancias provenían de Francia. Algunas eran de origen inglés, como las “Beecham’s Pills”. Por otro lado, la toma en consideración de la circulación de esta última mercadería en el mercado porteño sirve para efectuar un señalamiento que puede ser extensivo a otros productos. La emergencia de lo “nervioso” como parcela de un mercado de bienes de consumo no se tradujo en la inmediata irrupción de drogas que se aplicasen exclusivamente a esa nueva esfera. En algunas ocasiones, a los remedios que eran vendidos para enfermedades más tradicionales o para condiciones que no respetaban la progresiva sectorización de los sistemas orgánicos de la medicina, se les quiso agregar mágicamente un poder anti-nervioso. Es lo que comprobamos en esas píldoras de Beecham. Además de remediar las pústulas en la piel o el escorbuto, “refrescar la sangre, rechazar las calenturas y prevenir las inflamaciones en los climas cálidos”, eran provechosas asimismo “para los desórdenes biliosos y nerviosos” como jaquecas, vértigos, sofocaciones, “rojeces súbitas”, pesadillas y “todas las demás sensaciones nerviosas y temblorosas”.18

Otro ejemplo ilustrativo está dado por el “Hierro del Dr. Girard”, entre cuyas indicaciones estaban la histeria, la clorosis, la anemia, el empobrecimiento de la sangre, la constipación y los dolores de estómago.19 Las “Píldoras tocológicas del Dr. Bolet” (fabricadas en Nueva York y distribuidas en Buenos Aires por la farmacia de Otto Recke, según rezaba su anuncio) eran el “remedio infalible” para el histerismo, los “catarros uterinos”, los “malos embarazos” o los tumores de ovario.20 Por su parte, el “Sirop du Dr. Forget” era anunciado como un antídoto contra “resfriados, insomnios y enfermedades nerviosas”.21

Algo similar puede ser señalado quizá respecto de los “Cigarrillos Espic”. Además de “calmar el sistema nervioso”, eran recomendados contra el asma, la tos, las constipaciones y las neuralgias.22

Para el caso de las enfermedades nerviosas podemos hacer valer asimismo la distinción entre avisos como los recién recuperados, que iban dirigidos a condiciones singulares, y algunos otros que no renunciaban a una confusa mescolanza. Entre estos últimos cabe colocar a las “cápsulas Thévenot”, compuestas de antipirina, bromuro de alcanfor, bromuro de potasa y éter; según el aviso que se imprimió en esos años, esas cápsulas servían de remedio contra “enfermedades nerviosas de toda clase”.23 Para “todos los afectos nerviosos”, y para las jaquecas y calambres de estómago, iban destinadas también las “píldoras antineurálgicas del Dr. Cronier”.24

Para mediados de la década de 1890 una entidad diagnóstica invade los avisos de específicos; conquista esas propagandas más rápidamente que las páginas eruditas de los doctores. Nos referimos a la neurastenia (o la neurosis a secas). Estamos ante una entidad que llegó para quedarse, pues los productos para atacar ese mal abundarán en el mercado sanitario durante largas décadas. En el capítulo cuatro abordaremos las figuraciones que acerca de esa condición circularon en la medicina local a fines de siglo. Anticipemos meramente que ella tenía la virtud de recuperar y resignificar las clásicas representaciones del debilitamiento, aunándolas a modelos y lenguajes que insistían en el carácter perjudicial de la vida moderna (el aceleramiento del tiempo, el desgaste por sobre-estimulación, etc.).

En el cierre del siglo XIX los flamantes neurasténicos de Buenos Aires tuvieron al alcance de la mano múltiples remedios para su mal. En muchos casos debieron consolarse con píldoras que servían para todo, pues a los tradicionales “tónicos” o reconstituyentes se les atribuyó, de un día para otro, virtudes anti-nerviosas. Las páginas de La Semana Médica supieron ser una inmejorable vidriera de esas novedades del mercado. Allí se anunció la “Contradolina”, un innovador “antineurótico”, que además estaba indicado contra el reumatismo, la gota, la gripe, la fiebre tifoidea y la fiebre amarilla.25 O el “Fosfato Vital de Jacquemaire”, en solución inyectable, útil para la neurastenia, la tisis y las enfermedades de los niños.26 Encontramos también la versátil “Cerebrina”, que en su versión “bromada y yodada” servía para combatir la neurastenia, la neurosis y las neuralgias rebeldes.27 Las sílabas “neuro” aparecían en los rótulos de los productos más diversos, incluso en los que incluían sólo tangencialmente las enfermedades nerviosas en el largo listado de las dolencias a revertir: el “Hemoneurol Cognet”, que amén de la neurastenia, curaba la tuberculosis y las afecciones de los huesos;28 o el reconstituyente “Neuroiodina Tegami” que, al igual que muchas sustancias de esos años, era promocionado como un excelente reemplazo para los “repugnantes y desagradables” aceites de hígado de bacalao;29 el “Neurosine Prunier”, en cambio, apuntaba más directamente a los desequilibrios nerviosos.30

No todos los productos ofertados para sanar vagas condiciones nerviosas se amoldaban al hábito del consumo de sustancias (por vía oral o mediante inyecciones). Si bien su difusión fue más marginal antes del cambio de siglo, en los años que nos ocupan circularon asimismo implementos o artefactos de auto-consumo ligados al universo del magnetismo o la electricidad. Reaprovechando fantasías y representaciones que atribuían a pilas, imanes o mercancías electrificadas un poder curativo inmaterial, distintos actores sociales, en muchos casos magnetizadores no-diplomados, pusieron a la venta objetos portátiles y accesibles: medallas imantadas, cinturones eléctricos o plantillas magnetizadas. En un contexto en el que, tal y como veremos en el capítulo que sigue, los propios médicos promocionaban abiertamente las virtudes bienhechoras de los magnetos, la electro-terapia o las máquinas vibratorias, sus competidores lanzaron al mercado objetos que tenían la ventaja de poder ser llevados en las prendas de vestir, y que podían ser utilizados sin la costosa mediación de los galenos (Correa, 2014b). Algunos de estos objetos prescindían incluso de toda referencia técnica a su presunto mecanismo eléctrico −en sus publicidades no había información sobre el tamaño o potencia de la “pila” o del inductor de energía−, y apelaban más bien a un imaginario cuasi religioso o pagano, acostumbrado a los amuletos o talismanes. Tenemos, como primer ejemplo, un collar cuyo nombre buscaba la aleación entre los dos universos de significación, uno ligado a lo técnico (Volta) y el otro a la fe (Cruz). El producto tenía, según su vistosa publicidad, efectos benéficos en casos de “nerviosidad”, insomnio, dispepsia u otras condiciones mórbidas.

Un segundo ejemplo está dado por la medalla “electro-magneto-terapéutica” de Borsani, en cuya publicidad se apelaba sin medias tintas a un ideario religioso. Ese producto fue comercializado por un hipnotizador, José Borsani, que hacia 1890 tuvo algunos altercados con las autoridades sanitarias locales (Vallejo, 2017b). La medalla curaba “todas las enfermedades nerviosas”, y era acompañada, sin costo adicional, por un librito explicativo.31

A medida que nos acercamos al cambio de siglo, algunas tendencias en esta fauna publicitaria se tornan reconocibles. Por un lado, son cada vez más numerosos los productos que apuntan a desarreglos que aparecen definidos con un apego más claro al lenguaje de la medicina contemporánea. Por otro lado, se ve un avance en la calidad gráfica de los anuncios, sobre todo un protagonismo mayor de las ilustraciones. Valga como ejemplo la publicidad de la “Sirop” (o jarabe) de Follet, anunciado como remedio contra el insomnio producido por cualquier tipo de causa.

Más de un elemento del contenido visual apunta en la dirección señalada más arriba. El vestido de la mujer, así como su calzado y su peinado, indican claramente su pertenencia al sector acomodado. Otro tanto hace el sillón en que se recuesta, de madera ornamentada. La imagen, en tal sentido, parece jugar con el carácter equívoco de la escena presentada: antes que ilustrar el efecto sanador del remedio, opta por resaltar la posición deseable de su consumidora (elegante, adinerada). El mensaje icónico se inclina por ensalzar la condición envidiable de la mujer, antes que la naturaleza bienhechora del jarabe, y al hacerlo enaltece lo que se muestra como envés (en tanto que signo y no como consecuencia) de esa distinción: la neuralgia o la irritación nerviosa. Por otro lado, el aviso se muestra fiel a una recomendación que los publicistas hacen en el cambio de siglo: cada vez con mayor insistencia sugieren contextualizar los objetos o los hábitos a difundir. En vez de ofrecer la imagen de la botella o el piano a vender, es menester evocar su tenor deseable a través de un trayecto oblicuo, indirecto, visualizando una escena donde el objeto en sí mismo quede asociado a su ámbito natural de consumo (Szir & Félix-Didier, 2004). Siguiendo esa lógica, el sillón, el vestido y los bastidores son indicadores inconfundibles de que estamos en el interior de un hogar de clase media o alta. Así, el porte relajado de la mujer se debe menos a su cansancio que al goce de la tranquilidad del hogar. El insomnio queda así en un segundo plano.

Le Sirop de Follet queda delineado como una mercancía apetecible, no porque cure el insomnio, sino porque forma parte del hábito de consumo de quien se ha ganado ese derecho de distinción. A todo ello cabe quizá sumar una conjetura alternativa. Si el centro de la escena está ocupado por una figura humana −y por una figura que poco tiene que ver con la mortificante convulsión que habíamos recortado en una publicidad más vieja− y no por un producto, ello se debe a que para esa fecha (1895) lo nervioso ha ganado mayor derecho de ciudadanía. El neurótico ya tiene un rostro reconocible. Gracias a la confluencia de un mercado inquieto y de una medicina no menos imaginativa, existe ya el contorno de ese nuevo personaje, que puede buscar en los avisos impresos una imagen en que identificarse.

En síntesis, las dolencias nerviosas no tardaron en alimentar ese pujante mercado de productos curativos, gestionado en gran medida por firmas internacionales que importaban drogas y remedios desde Francia, Inglaterra y Alemania. Las farmacias, droguerías y boticas eran algunos de los puntos de distribución y venta de esas mercaderías. Si hemos de prestar su debida significación a la sostenida y abultada difusión de esos avisos publicitarios en todos los diarios de Buenos Aires, no podemos sino concluir que estamos frente a un circuito de venta exitoso. Los neuróticos porteños, los individuos que se sentían víctimas de esas dolencias nerviosas un tanto inmateriales, debilidades difusas, o simplemente de síntomas que poco tenían que ver con el vetusto y vergonzoso mundo de la locura, se lanzaban diariamente a esa feria de remedios y novedades.32

Mediante la compra de esas mercaderías, los porteños decaídos hacían mucho más que amontonar en sus botiquines sustancias de controvertible efectividad. Se daban a sí mismos la identidad que la medicina académica les denegaba. No es momento de zambullirnos en conjeturas contrafácticas, pero ¿dónde, si no en la seducción de esas publicidades, los neuróticos de Buenos Aires pudieron descubrir (y forjar) su verdadera condición, dado que los médicos locales apenas empezaban a escribir correctamente los nombres de esas afecciones en sus tesis a veces grandilocuentes? Esos avisos dieron a sus lectores la lección que ningún otro dispositivo cultural podía en aquel entonces reproducir; divulgaron, de modo obstinado y convincente, que lo nervioso era un territorio del auto-cuidado, siempre proclive a desarreglos y disfunciones. En un comienzo sancionaron que esa parcela era un rostro más de la debilidad orgánica, y en consecuencia debía ser revertida con productos reconstituyentes. Muy pronto acometieron una catalogación más pretenciosa, y dieron en deletrear afecciones que tenían el brillo de la moda. Autonomizaron el redil mórbido de lo nervioso mediante un mensaje que era asaz atractivo para su destinatario: el neurótico no sólo aprendió que su mal tenía un nombre, sino que merced al mismo gesto entendió que un simple consumo era su tramposa redención. De todas formas, lo más importante de todo esto es que jamás se lo confundía con el loco. El dispositivo de generación del neurótico tuvo el cuidado, desde el más temprano inicio, de colocar a sus criaturas a resguardo del estigma de la alienación. Cuanto más realimentaba su condición de comprador (artífice de un auto-consumo deliberado), más lo tranquilizaba respecto de su no pertenencia al universo del delirio.33

El enunciado de Sud-América ubicado como epígrafe de este capítulo decía en tono de sorna algo más que una ocurrencia divertida; lanzaba una verdad sobre la génesis cultural del neurótico. Dada la naturaleza endeble de la medicina nerviosa porteña, y ante la carencia de otros artefactos culturales que se mostraran capaces de alojar una demanda y una experiencia que una temprana globalización comercial ya había hecho arraigar, el neurótico estableció su diálogo generatriz con el mercado. Mucho antes de buscar su hábitat natural (que legitimara su rostro y le hablara en su propio lenguaje) en el diván, y bastante antes de que una medicina entre moral y tecnificada se mostrara a la altura de las circunstancias, a la experiencia neurótica le cupo ser el corolario quejumbroso de un mercado. Quien estuvo dispuesto a llevar hasta sus últimas consecuencias el estudio de la neurosis halló más tarde que esa experiencia tenía siempre algo de interminable; nadie puede poner en duda esa verdad, pero a condición de agregar que ella afecta más al dispositivo que le dio vida, el mercado, que a la propia experiencia patológica.

Boticas, regentes y falsificadores

La sostenida proliferación de avisos de productos sanitarios en la prensa gráfica indica sin ambages la buena salud de ese mercado. Y dado que éste, según nuestro entender, fue uno de los artífices esenciales de una novedosa experiencia subjetiva y patológica, conviene atender a las lógicas que regían el desenvolvimiento de esa cultura comercial. Para empezar, cabe recordar algo ya señalado por otros autores: desde 1870 crece de modo acelerado el número de farmacias en la ciudad, y al mismo tiempo distintos actores sociales (médicos, comerciantes y químicos) deciden invertir en ese rubro que computan como lucrativo (González Leandri, 1999: 156-160). Por otra parte, la pujanza de ese negocio, así como las frecuentes noticias sobre clausuras de farmacias ilegales, hacen presumir que en Buenos Aires se dio el mismo proceso que en otras ciudades: esas mercaderías eran vendidas en una extensa variedad de puntos (“oficinas” de adivinas, cantinas, almacenes, consultorios médicos) que quedaban por fuera de los legalmente habilitados (farmacias registradas) (