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En el otoño de 1895 un ilusionista llamado Onofroff llegó a la ciudad de Buenos Aires. Nadie conocía con certeza su verdadero origen. Su especialidad era algo que de tanto en tanto figuraba en las carteleras porteñas: la adivinación del pensamiento, con pizcas de hipnotismo. De manera algo sorpresiva, su presencia en la ciudad se convirtió en un acontecimiento que rebasó el desabrido mundo de las marquesinas y los escenarios. Durante tres meses los poderes de Onofroff atrajeron la atención de los médicos más reputados, de escritores de la talla de Rubén Darío, y los grandes hombres de la elite política se agolparon en la puerta del Teatro Odeón para presenciar los prodigios. Este es un ensayo de historia cultural que, haciendo pie en ese episodio, explora la irradiación de los idearios esotéricos en la vida letrada de fines de siglo.
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Seitenzahl: 846
Veröffentlichungsjahr: 2025
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A Carlos Walker Sánchez
Desplegar aquí el testimonio de cómo nació este libro podrá resultar un gesto paradójico. Pues ese relato no sería otra cosa que la narración de las empresas y devaneos de un yo, si es que cabe apelar a tales términos para describir una tarea que implicó muchas bibliotecas, algunos viajes y cierta obstinación. La paradoja estaría en que apenas si sabemos algo fiable sobre el individuo del que tratan estas páginas. Seamos más precisos: varios cientos de documentos (sobre todo artículos periodísticos, no pocas memorias, y escasos materiales de archivos judiciales), amén de atestiguar su fama mundial, informan con mucha precisión qué solía hacer Onofroff sobre los escenarios a fines del siglo XIX. Dicen, empero, poco y nada sobre su verdadera identidad, su origen o sobre su destino final. Para colmo de males, en las pocas ocasiones en que este sujeto aceptó hablar de sí mismo, recayó en el trillado juego de decir todo lo contrario a lo que había declarado en la entrevista anterior.
Sin embargo, los reparos que abrigamos contra el registro testimonial no superan esta vez las ventajas que esperamos obtener de ese desliz pasajero del yo. Al fin y al cabo, son tal vez menos condenables los libros que principian con el detalle de su nacimiento azaroso (o calculado), que aquellos que se esmeran en dictar cómo deben ser leídos (o en resumir lo que llaman sus tesis principales).
No sería errado decir que este libro tuvo su comienzo en algo que parecía destinado a abultar en demasía una nota al pie. Ese algo no llegaba a ser una conjetura, y era mucho más que la certeza de haber hallado el vaso comunicante a un acervo documental inexplorado y promisorio. Se trataba más bien del encuentro con la excusa perfecta para poner en acto un registro narrativo que con cierta impunidad se deslizara a sus anchas, en múltiples idas y venidas, desde la historia de la medicina a Rubén Darío, de las páginas espiritistas a la cartelera teatral de los periódicos, de la biblioteca personal de Mitre a los vaivenes en el precio del tranvía. El apego a ese registro no se explica (o no solamente) por el carácter inseguro de nuestro lugar de enunciación –la línea de partida y de llegada, ¿es la historia local de la ciencia médica a fines del siglo XIX?, ¿o es la historia de los espectáculos teatrales?, ¿o es acaso la historia de las creencias esotéricas?–. Se trata más bien de la certeza de que el análisis de esas mezclas y empalmes puede aportar nuevos objetos y nuevas preguntas al discurso de la historia.
El impulso inicial de esta obra fue el hallazgo de un pequeño artículo en uno de los números de los Anales del Círculo Médico Argentino, una de las pocas revistas galénicas que circulaban en Buenos Aires a fines del siglo XIX. El texto aparecía firmado por un tal José Picado, que por entonces (estamos a fines del 2012) me era completamente desconocido. Luego de varios años de investigar, desde el punto de vista de una historia conceptual, un sector preciso de la medicina francesa del siglo XIX, a principios de aquel 2012 había decidido mudar mi mirada hacia los doctores de la capital argentina. Mis primeros tanteos con el nuevo corpus no iban guiados por una brújula demasiado exigente, pero pronto di con un probable hilo de Ariadna: mi atención comenzó a detenerse en las páginas dedicadas a la histeria y la hipnosis. La recopilación de las tesis referidas a esos temas, y el cansino acto de feuilleter los desgastados volúmenes de las revistas del gremio, fueron los pasos liminares, tan insulsos como necesarios. Fue así como aquel día salió a mi encuentro el pequeño trabajo de Picado. Su título no podía sino capturar mi atención: “Hipnotismo y fascinación. Transmisión de la voluntad (A propósito de polémicas recientes)”. Iba referido a las controversias generadas en 1895 entre los médicos porteños por la presencia de un telépata e hipnotizador llamado Onofroff, que, es en balde que lo aclare, me era igual de desconocido que Picado.
Para ilustrar hasta qué punto el fortuito tropiezo con la intervención de ese José Picado trocó en obsesión, podría recuperar la crónica de los sucesivos formatos que intentaron cobijar la novedad. Hubo primero una sofocante nota al pie en un texto que por entonces preparaba acerca del hipnotismo en Buenos Aires. Esa nota se transformó luego en un artículo dedicado al paso de Onofroff por la ciudad, donde algunas columnas periodísticas servían para brindar el telón de fondo a los dichos de Picado. Pero la consulta de otros diarios y revistas pronto me enseñó que la visita del telépata había producido múltiples e insospechadas reacciones de parte del mundo letrado, y que aquella gira teatral de 1895 conformó un episodio cultural que no podía ser cubierto por un solo paper (y menos aún por uno que tuviera su foco en los debates de los médicos). Lo más importante, de todas formas, no era una cuestión de cantidad (de notas, de páginas, de voces o de reacciones). El desafío era hallar un registro que hiciera justicia a esas simultaneidades atópicas, a esas correlaciones invisibles, a esos hilos que conformaban una trama cultural donde la medicina, la literatura, la prensa satírica, el espiritismo y las fantasías populares parecían vibrar al unísono. El reto era dar forma, en un relato construido en base a todo lo que se dijo sobre Onofroff durante aquellos tres meses de 1895, a esa ciudad hipnotizada, a ese cuerpo polimorfo aquejado de zonas sintomáticas o hiperestésicas.
Dicho en otros términos, la tarea que teníamos por delante consistía en afrontar un cambio de perspectiva, pasar del territorio más sosegado de la historia de la medicina (de sus conceptos, sus instituciones y sus prácticas) a las arenas de eso que, a falta de un nombre mejor, algunos llaman “historia cultural” (allí donde convergen de modo algo desordenado la historia de la ciudad, la historia de la técnica, de los mundos letrados, la historia de la prensa, de la literatura y algunas más). Esa alteración exigía una mutación de las herramientas interpretativas, de los lenguajes y ante todo de las fuentes (ya no alcanzaba con explorar las páginas de los médicos, y era momento de leer los diarios de la época, los semanarios ilustrados y los folletos). Pude imprimir ese giro a mi labor investigativa gracias al aliento y a la ayuda de varias personas. En primer lugar quiero expresar mi agradecimiento a Hugo Vezzetti, quien hizo mucho más que dirigir mi labor doctoral y mis ulteriores investigaciones inscriptas en el Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas. A través de sus comentarios sobre los borradores de algunos de estos capítulos, mediante sus intervenciones en otros espacios de discusión compartidos con él, y –¿por qué no decirlo?– merced al ejemplo dado por sus obras, Vezzetti ha promovido siempre esa “estrategia de desborde”, esa curiosidad por las tramas culturales que representan y resignifican los productos y artefactos humanos. Desde el punto de vista de Vezzetti, hacer historia de la psicología, de la psiquiatría o del psicoanálisis, jamás equivalió a reconstruir el pasado de una disciplina, de una teoría o de una profesión. Por el contrario, esa disciplina, esa teoría o esa profesión son tomadas como miradores o prismas desde los cuales echar luz sobre tejidos culturales que constantemente las rebasan, pero que al mismo tiempo las constituyen en eso que son. Por otro lado, fue a instancias de Vezzetti que allá por el 2007 comencé a frecuentar las reuniones del Seminario de historia de las ideas, los intelectuales y la cultura “Oscar Terán”, un espacio de intercambio académico que ha resultado vital en mi modo de aproximarme a ciertos tópicos y problemas de la labor histórica.
En segundo lugar desearía agradecer a quienes participaron de encuentros o reuniones de trabajo en que fueron discutidos fragmentos de esta obra, y cuyas sugerencias u observaciones me permitieron muchas veces subsanar errores, hallar nuevas fuentes o reformular mis ideas: el Programa de Historia Cultural de la Universidad Nacional de Tres de Febrero (dirigido por Jaime Peire), el Grupo de Investigación en Cultura Psi del Instituto de Desarrollo Económico y Social (coordinado por Mariano Ben Plotkin, e integrado, entre otros, por Mauro Pasqualini, quien en aquel entonces me recomendó los textos de Richard Noakes) y el Proyecto UBACYT “El dispositivo Psi” dirigido por Hugo Vezzetti y codirigido por Alejandro Dagfal (en el Instituto de Investigaciones de la Facultad de Psicología de la Universidad de Buenos Aires). Expreso mi agradecimiento también a los miembros del Seminario Permanente “La locura. Historia, prácticas e instituciones”, de Santiago de Chile, por la buena acogida que dieron a mis argumentos en una presentación realizada en agosto de 2014. Antes y después de aquel encuentro tuve la posibilidad de dialogar e intercambiar fuentes con María José Correa Gómez, autora de valiosos textos sobre las visitas de Onofroff a Chile. Quiero agradecer especialmente a Silvana Vetö por haber hecho posible ese y otros viajes a Chile, y ante todo por haber hecho lo imposible para que mis estadías en el país vecino fueran tan reconfortantes. Esta investigación me condujo también a México, país en el que Onofroff realizó espectáculos en varias ocasiones. A fines del 2013 trabajé durante unos meses en el Distrito Federal con el objetivo de aprehender las reacciones generadas por el telépata entre el público ilustrado. Esas semanas en México fueron posibles gracias a Andrés Ríos Molina. Por ese motivo, y por haberse mostrado tan dispuesto al intercambio intelectual, le guardo un sincero reconocimiento. Igual de valiosa fue la ayuda de Amalia Etchesuri, quien fue mi cicerone por el encantador mundo mexicano.
Agradezco también a los colegas y amigos que leyeron y comentaron borradores de algunos de los capítulos de este libro: Jorge Baños Orellana (¡quien además dio con el título de este libro!), Mariano Zarowsky, Pablo Vitalich, María de las Nieves Agesta, Luis Sanfelippo, Amalia Etchesuri, Alejandro Dagfal. El manuscrito de este libro obtuvo un premio del Fondo Nacional de las Artes (Género Ensayo) en el 2015. Por esa distinción, expreso mi agradecimiento al jurado, integrado por Francisco Garamona, Roberto Ferro y Ezequiel Alemian. Lina Etchesuri se encargó de las cuestiones técnicas relativas a las imágenes que aparecen en este libro. Laura Vallejo realizó la transcripción de algunas de las fuentes primarias usadas en la investigación. Juan Corbetta compartió conmigo con mucha generosidad revistas y libros ligados al espiritismo porteño. Otro tanto hizo Soledad Quereilhac, cuyos textos fueron para mí una brújula irremplazable a la hora de comprender el lugar de las ciencias ocultas en la cultura científica de entresiglos. A todos ellos mi gratitud.
En un contexto en que el mundo editorial (tanto el privado como el universitario) aparece tensado entre la lógica del mercado, el recelo y los sectarismos, y que por ende se muestra poco receptivo a materiales académicos, Jaime Peire dejó en claro que no comulga con esas prevenciones y menos aún con aquellas mezquindades. En su calidad de director de la Colección de Estudios de Historia Cultural de la EDUNTREF, mostró un interés inmediato por esta obra, y gracias a su tenacidad estas páginas pueden llegar al lector.
No quisiera dejar de agradecer a los trabajadores de las bibliotecas en que consulté los materiales para este libro: Hemeroteca de la Biblioteca Nacional, Hemeroteca de la Biblioteca del Congreso de la Nación, Hemeroteca del Archivo General de la Nación, Hemeroteca de la Legislatura de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, Biblioteca Central de la Facultad de Medicina de la UBA, Biblioteca de la Academia Nacional de Medicina, Biblioteca del Museo Popular José Hernández, Biblioteca del Instituto de Historia Argentina y Americana “Dr. Emilio Ravignani”, Biblioteca del Instituto Nacional de Estudios de Teatro, Biblioteca del Museo Mitre, Biblioteca del CeDinCi, Biblioteca Nacional de Uruguay, Biblioteca del Instituto Ibero-Americano de Berlín.
Paula Etchesuri me ayudó en la corrección final del manuscrito. Su nombre merece un lugar destacado en este conjunto de agradecimientos, mas por razones que, al igual que el secreto de Onofroff, no tienen por qué quedar a la vista de todos. Gracias a su compañía, los viajes a Chile y a México (y tantos otros) tuvieron un encanto especial. Y gracias a su amor y a su apoyo este y otros proyectos, míos y de ella, resultan tan gratos y vitales.
Andrea Bianco, el otro
“Llamémoslo no más Onofroff” podríamos escribir al comienzo de esta historia, recuperando las palabras iniciales de la novela de Saer. Andrea Bianco, el personaje central de La ocasión, es un ilusionista que se refugia en la pampa argentina escapando de la “emboscada positivista” pergeñada por científicos y periodistas del Viejo Continente.[1] Nadie sabe con certeza su nombre real –en otro tiempo ha sido Andrew Burton–, y su pretensión de haber nacido en Malta genera suspicacias incluso sobre su verdadero origen. Supo ganarse el respeto de las universidades europeas, y sus dones en el manejo de la telepatía compiten con su pericia en el uso del marketing. Llegó a la cima de la fama, y con la misma rapidez su nombre fue objeto del escarnio unánime. La estocada final fue una trampa preparada por sus enemigos cientificistas, que lo pusieron en ridículo a los ojos del mundo entero durante una función teatral en París: luego de que Bianco realizara sus demostraciones ante un público dubitativo, apareció un payaso que, sin titubear, era capaz de reproducir cada una de las experiencias del desenmascarado. El prestidigitador, con su orgullo herido, escapa hacia una lejana Argentina, de horizontes inabarcables y galopes insistentes.
La figura de Bianco parece ofrecer el negativo o el molde de muchos individuos de carne y hueso de la segunda mitad del siglo XIX: expertos en hipnosis, ilusionistas, feriantes, magnetizadores, cazadores de fortunas, timadores, portadores de maravillas técnicas, divulgadores de los adelantos de la física o la mecánica. Todo un halo de fantasía acompaña los constantes viajes de esos sujetos que parecen gozar de las ventajas de un mundo sin fronteras que aún permanece a resguardo de una vigilancia obsesiva por la identidad y la ubicación de cada cuerpo. Todo un mercado funciona alrededor de las capacidades y las astucias de hombres y mujeres que, aglomerados momentáneamente, darán vida a esos circos que el siglo XX irá reemplazando por divertimentos hogareños. Una extensa lista de personajes hallarán su identidad en el estudio, la difusión o la condena de las faenas inquietantes de hombres como Bianco: publicistas, reporters, científicos enemigos de lo oculto, marchands de teatro.
Uno de estos sujetos estuvo a comienzos de 1895 en la ciudad de Buenos Aires, como parte de una gira que continuaría en Montevideo y algunas ciudades de Brasil. Como en el caso del personaje de la obra literaria de Saer, su presencia es tanto más impactante cuanto menos se conocen sus señas personales: se dice que es italiano, pero nadie está seguro de ello; para colmo de males, no se entiende tampoco por qué motivo habla un español tan perfecto; en los diarios y anuncios no aparece sino su apellido, cuya sonoridad parece buscada adrede para redoblar el impacto de sus poderes misteriosos: Onofroff. Cada tanto algún rumor le atribuye un origen ruso, y con cierta constancia se antepone el título de “doctor” o “profesor” a su enigmático apellido. Su nombre de pila migra según caprichos inexplicados: Henry, Enrique, Enrico..., incluso Gaspodin o Augusto. Los más escépticos dirán que es un simple catalán con buen ojo para los negocios...
El presente libro aborda ese llamativo episodio de la historia cultural del Río de la Plata. En estas páginas habremos de seguir de cerca los pasos de Onofroff en la capital argentina. Más que un breve capítulo de la agitada biografía del ilusionista, esta obra pretende ser una contribución al estudio de la vida cultural de fines del siglo XIX. Tal y como intentaremos justificar en más de una ocasión, el resonado paso de Onofroff por los escenarios porteños no puede ser reducido a un colorido paréntesis en la historia de la actividad teatral de la ciudad. En efecto, su permanencia en territorio argentino puede y debe ser tomada como la pantalla en que se reflejaron diversas tensiones y tradiciones del pensamiento y la imaginación secular de nuestro país. Los shows de Onofroff en teatros y redacciones de la ciudad hicieron mucho más que traer un poco de entretenimiento a las tardes templadas del otoño de 1895. Ellos fueron, por así decirlo, un catalizador y condensador de reacciones que, en muchos casos, tuvieron nombre propio: los poderes telepáticos e hipnóticos del misterioso visitante convocaron las voces y la presencia de un largo listado de personajes que incluye, por ejemplo, a Bartolomé Mitre, Julio Argentino Roca, José María Ramos Mejía, Domingo Cabred, Carlos Pellegrini y Rubén Darío. Por ese motivo, esta obra es a su manera un examen de esas figuras del mundo letrado. Merced al escrutinio de las variopintas respuestas de esos hombres ilustres, el libro intenta localizar complejos estratos de la mentalidad finisecular, incluidas sus nociones de saber racional, su percepción sobre los límites de lo pensable y su obstinada admisión de nuevas realidades.
Se podría decir entonces que esta es, en cierta medida, una historia de las elites locales. Una historia sobre el generoso espectro de sus curiosidades, o sobre el modo en que en pleno auge de eso que suele llamarse positivismo, algunos de sus integrantes se sentían atraídos por fuerzas extrañas como la telepatía. Es también una historia sobre la versatilidad de sus gustos a la hora de elegir divertimentos. Los mismos miembros de la alta sociedad que esperaban ansiosamente el inicio de la temporada lírica, eran capaces no solamente de pagar la entrada de los shows de Onofroff (y de mezclarse así en los teatros con simples jornaleros), sino también de hacer ingresar al ilusionista a los restringidos espacios de sus clubes sociales y de sus salones particulares. En no menor medida, este libro cuenta la historia de cómo esas mismas capas ilustradas utilizaban los órganos de prensa para hacer circular su visión de las cosas.
Una vez más, empero, la travesía porteña de Onofroff parece escapar a retículas demasiado apretadas. Pues esta historia rebasa naturalmente las fronteras de las clases altas porteñas. Medir cómo y hasta qué punto otros actores (con sus expectativas, sus ilusiones o sus herramientas de pensamiento) estuvieron implicados en este episodio de 1895 resulta, por razones obvias, una tarea más dificultosa. De todas maneras, no faltan indicios que nos orienten en esa senda. Algunos fragmentos de los múltiples periódicos de las comunidades extranjeras de la ciudad, la circulación de una especie de folletín referido a las peripecias locales de Onofroff, o la irrupción de notas que delataban su impacto en un imaginario más popular, son algunos de los elementos que habremos de considerar para iluminar los carices de ese onofroffismo –para emplear el neologismo acuñado por un escritor vernáculo– de los sectores que se movían en la periferia de las zonas de poder. El análisis de la visita del telépata habrá de ser, por otro lado, un excelente mirador desde el cual volver a comprobar la imposibilidad de delinear muros infranqueables entre esas franjas en constante negociación: lo letrado y lo popular. Esta y otras historias sirven antes bien para constatar por medio de qué mecanismos y estrategias cada uno de esos grupos se definió a sí mismo con el espejo de ese otro tan temido y anhelado.
El itinerario porteño de Onofroff incluyó otros sitios del escenario cultural. Su nombre no resonó solamente en los teatros, las opulentas salas del Círculo de Armas o los tranvías vespertinos en que los trabajadores imaginaban curaciones improbables para sus males tenaces. El manicomio de hombres, las revistas médicas de la ciudad, las sociedades espiritistas y el Departamento Nacional de Higiene fueron otros emplazamientos en los que durante casi cien días Onofroff fue tema de debates, polémicas y dolores de cabeza. La contundencia de sus shows y el carácter asombroso de sus poderes no alcanzan a explicar la razón y la desmesura de los entusiasmos generados. Sucede que su visita precipitó la reactualización de tensiones, luchas y empeños en numerosos rincones de la trama cultural. El hecho de que los porteños de improviso asistieran noche a noche a convincentes demostraciones de telepatía e hipnotismo, empujó a los disímiles actores sociales a gestos más o menos precipitados: a los espiritistas porteños los convenció de sacar provecho de que los argentinos por fin reconocieran la realidad de fenómenos que parecían hablar en favor de su credo, muchas veces cuestionado. Sin perder tiempo, los partidarios de esa corriente espiritual dedicaron un número especial de su revista a Onofroff, a quien, con astucia, convertían en involuntario soldado de la propia causa. Entre los médicos, por otro lado, la popularidad del telépata ocasionó respuestas contrastantes. Para los escasos doctores interesados en la hipnosis o en los fenómenos automáticos, fue la ocasión para exhibir abiertamente su dudosa pericia en tales asuntos. A los fines de abordar ese punto nos vimos en la obligación de ensayar una reconstrucción de los antecedentes locales del hipnotismo médico. Ahora bien, tal y como volvía a ponerse de manifiesto en el episodio de 1895, la historia de la relación entre los doctores y la hipnosis (o fenómenos contiguos a esta) era mayormente la historia de los vínculos –de espasmódica permeabilidad, tierna disputa y reñida confraternidad– entre el saber académico y tradiciones heterodoxas (embanderadas por ilusionistas, curanderos, especialistas en ciencias ocultas, etc.). En otros términos, lo sucedido con Onofroff volvía a escenificar, esta vez en su máximo esplendor, la fragilidad de los lindes de aquello que era tomado como el conocimiento acreditado. En segundo lugar, para los profesionales que estaban implicados en los asuntos de higiene pública y gobierno sanitario, el visitante de 1895 reavivaba la urgencia de afinar los mecanismos necesarios para someter a control a esa infinita fauna de posibles competidores. A tal respecto, las aventuras de Onofroff en la ciudad puerto les recordaron a estos últimos doctores las dificultades que ellos tenían para imponer sus prerrogativas y su soñado monopolio en el mercado de la sanación. Por último, para un nutrido arco de escritores e intelectuales informados sobre adelantos técnicos y científicos recientes (como el fonógrafo, los rayos X o las histéricas de Charcot), y por ende propensos a creer en la premura de ampliar las fronteras de lo verosímil, Onofroff hizo las veces de acicate para ensoñaciones y fantasías que poseían cierta raigambre en la literatura y la cultura letrada de la ciudad. Más importante aún, este ensayo trae a la memoria repetidas veces cuán impropio resulta hablar de rincones de la trama cultural, como si la medicina, el periodismo, la literatura y el espiritismo constituyeran universos paralelos. Todo lo contrario, un episodio como el de Onofroff torna visible las mixturas y los préstamos constantes entre discursos y tradiciones que habitaban un mundo de tabiques frágiles.
En función de lo antedicho, este libro nos acerca mucho más que la instantánea de Onofroff por las calles de Buenos Aires. Sin renunciar a seguir de cerca al telépata, con intención casi detectivesca y merced a una narración que parece destejer una aventura, la presente obra recorre retrospectivamente los hilos de una madeja cultural que entre marzo y junio de 1895 presentó peculiares ataduras, encarnadas por centenares de notas periodísticas. Teniendo como foco casi constante las insólitas reverberaciones producidas por Onofroff en la capital argentina durante esos cien días, este texto combina y articula varias historias: de la medicina, de la literatura, del periodismo, de los espectáculos teatrales y de las ciencias ocultas. Para decirlo en términos más adecuados, este ensayo no acopla de modo heteróclito historias tan divergentes (de las elites, de los consumos populares, del discurso galénico, etc.). Desarrolla, en cambio, la historia de los cruces insistentes entre esas zonas de la cultura. Más que buscar la alquimia imposible entre estratos que serían tomados de modo aislado, el libro hace pie en los empalmes habituales entre esas dimensiones del arco cultural. El pasaje de Onofroff por la ciudad no hizo otra cosa que transparentar algunas de esas confluencias entre territorios que poseían pasados desiguales.
A pesar de todo ello, el fugaz y escandaloso pasaje de Onofroff por la capital argentina no dejó, a primera vista, marcas perennes en el tejido cultural de una ciudad que supo agasajarlo con sus mejores platos, para luego expulsarlo arrepentida. La ausencia de cicatrices profundas dejadas por su corta visita no borra, empero, la visibilidad del impacto inmediato de su hipnótica presencia. Buenos Aires no fue, a ese respecto, ninguna excepción. Toda ciudad en la que Onofroff hizo sus exitosos shows, se vio sacudida por las demostraciones de poderes tan ostensibles como inexplicables. Ninguna de las urbes que recorrió con la caravana infalible de sus prodigios telepáticos permaneció impávida frente a un sujeto que conocía cual relojero los finos engranajes de la figuración social.
La biografía imposible de Onofroff podría ser pintada con la recuperación de las trazas dispersas que su incómoda figura dejó en cada una de las metrópolis que le abrieron sus puertas. Su nombre rápidamente se convertía en sinónimo de fuerzas esotéricas, y su figura fue retomada en más de una oportunidad por los escritores y dramaturgos vernáculos. España fue seguramente el territorio donde su nombre perduró con más fuerza en el imaginario popular, pues en ese país Onofroff realizó incontables giras entre fines del siglo XIX y las primeras décadas del siguiente. Fue allí también donde se instaló durante largas temporadas. A tal punto su figura había impactado en el imaginario ibérico, que incluso hace unos años, en 2011, un oscuro hipnotizador llamado Onofroff aparecía como un personaje secundario de una novela televisiva ambientada en la época en que transcurre nuestra historia.[2] Pero en estas latitudes la estela de su paso fue igual de notoria. Podríamos dirigir una mirada rápida a la literatura: un aviso de sus shows aparece fugazmente en El señor presidente de Miguel Ángel Asturias, e indagaciones recientes nos informan de una obra inédita dejada por Vicente Huidobro, titulada Onofroff en Petorca. Paso comedia.[3] A poco de iniciada su gira por territorio mexicano, a mediados de 1900 comenzó a editarse en el Distrito Federal un semanario de caricaturas políticas y noticias generales titulado precisamente Onofroff.[4]
La pretensión de discriminar entre huellas profundas y restos superficiales de un episodio cultural de este tenor, no es una tarea que en este caso pueda conducir a buen puerto. Tratándose de la breve estadía de un extranjero, cabe privilegiar ciertos interrogantes y acallar otros. Más que instalar una preocupación por los potenciales restos perdurables de un acontecimiento así, es menester más bien intentar iluminar el escenario que, a su modo, hizo de ese hecho un acontecimiento. Dicho en otros términos, antes que entrar en el pantanoso terreno de las especulaciones acerca de la improbable incidencia futura de esa presencia fantasmática de Onofroff, es necesario atender al tejido de elementos que acogieron de ese modo, y no de otro, a ese actor que de alguna manera trastocaba las identidades reconocidas. Independientemente de que pueda parecer una fórmula desgastada, este libro pretende iluminar cómo la presencia de Onofroff develó sintomáticamente la vida cultural de Buenos Aires. Siéndonos imposible volver a capturar qué aspecto tomó la capital argentina en las pupilas del hipnotizador, esto es, estándonos vedado saber qué vio Onofroff en Buenos Aires, antepondremos el objetivo de comprender qué se ve de Buenos Aires en su encuentro con el ilusionista.
Una vida de novela
Algún día habrá que escribir la biografía de ese prestidigitador alto, huidizo, de rostro eternamente joven y de mirada serena. En efecto, hasta el presente no existe ningún relato más o menos detallado de su vida y sus peripecias. Existen, por cierto, libros sobre sus experiencias. Incluso en nuestro país, y durante los intensos meses de 1895, vieron la luz al menos dos pequeños folletos sobre sus presentaciones, sobre los cuales volveremos más adelante. De todas formas, los variados textos existentes hasta el momento se dedican exclusivamente a describir sus shows, sobre todo con el objetivo de develar y denunciar los trucos y subterfugios que, magistralmente utilizados por nuestro personaje, generaban en el espectador la creencia en la transmisión del pensamiento y demás prodigios. Entre toda esa literatura, la obra más célebre es seguramente el volumen firmado por C. Wolff, editado en Barcelona aproximadamente en la segunda década del siglo XX, y que luego conoció varias reimpresiones.[5] Así se describía a Onofroff en aquellas páginas:
De fácil y dominadora palabra, de arrogante aspecto, Onofroff fue siempre el sugestionador que más predispuso al público en favor suyo atrayéndole, dominándole, sujetándole a esa sumisión voluntaria a que todos grandes y chicos obedecemos. […]
Desde el primer momento que hacía su aparición en las tablas, ya influía sobremanera en el ánimo del auditorio, cuyas simpatías se acarreaba enseguida que solía dar comienzo a su bien meditado discurso prolegómeno, espetado con aquel aire de convencimiento íntimo, con aquel don de persuasión que tanto le caracterizaban.[6]
Para redactar la biografía de nuestro personaje, habría que seguir el derrotero de sus infinitos viajes, a la caza de archivos que quizá estén perdidos. Habría que reconstruir sus exitosos shows en Londres a fines de la década de 1880 ante un público extasiado, dentro del cual estuvo más de una vez un escritor que no salía de su asombro ante las demostraciones de Onofroff, y que meses después daría a la imprenta su libro The Picture of Dorian Gray. Sería necesario revisar si en los archivos de la policía de París quedaron registros de su detención, acusado de no pagar los 500 francos de alquiler de un cuarto...[7] Años más tarde lo veríamos en Montevideo dando una muestra de sus poderes ante los miembros del Senado, y luego huyendo por la puerta de atrás de algún teatro de la capital uruguaya, escapando de la furia de espectadores desencantados. En Lima, ya en la segunda década del siglo XX, habría de pasar unas horas en la comisaría, después de una escandalosa función... Antes de acabar sus días en su castillo de Marsella, seducirá mil veces a su querido público español.[8] En noviembre de 1920 revolucionará la vida apacible del pequeño pueblo de Figueres; un jovencito llamado Salvador Dalí i Domènech anotaría en su diario las impresiones vacilantes que le provocan las funciones dadas por el ilustre visitante.[9]
El retrato imposible de este ilusionista parece cifrarse en la confluencia improbable de las versiones contradictorias que han sobrevivido (versiones que, según parece, el propio implicado se encargó de alimentar). En alguna publicación londinense de febrero 1890 se conserva la siguiente descripción de Onofroff: “¿Han escuchado hablar del Sr. Onofroff, cuyas performances de lectura del pensamiento han dejado una fuerte marca en Londres? Es un joven ruso que estudió medicina en la Facultad de Medicina de San Petersburgo y luego en Toulouse.[10] Su supuesta procedencia rusa, que fue retomada incluso por algún cronista incauto de un diario porteño de 1895, irá perdiendo terreno ante la versión canónica de su origen italiano. Pero debajo de la tranquilidad de los datos firmes seguirán pululando las incertidumbres sobre su rostro. Leer las “entrevistas” que Onofroff dio a los diarios españoles durante las primeras décadas del siglo pasado es asistir a la renovación constante y calculada de versiones que desconciertan. En una conversación de 1915 con un reporter de El Heraldo de Madrid, afirma:
estudié Filosofía y Teología en el Seminario de Roma y Medicina en Francia.
—Entonces nació mi inclinación a los estudios hipnóticos...
Los estudiantes leíamos a Flammarion y a Lombroso, que revolucionaban las ciencias telepáticas e hipnóticas, y en las horas de vagar hacíamos experiencias...
—¿Y cómo descubrió usted su poder hipnótico? —le preguntamos.
En la habitación inmediata vuelve a sonar la tosecilla burlona [de su mujer].
—¡Ejem! ¡Ejem!
—Pues verá usted. Yo tenía una novia, y una noche, estando ‘pelando la pava’, como en España se dice, la dormí, sin querer, tan profundamente, que por más esfuerzos que hice me fue imposible despertarla. Tuvimos que acudir a un médico especialista en enfermedades nerviosas, y gracias a él despertó, no sin trabajo. Después he podido comprobar diferentes veces mi poder hipnótico, viendo en algunas ocasiones que mis compañeros de viaje se quedaban dormidos apenas fijaba en ellos la mirada.[11]
Diez años más tarde esos inicios serán descritos por él mismo en términos muy distintos:
—De modo que de ‘tournée’ de despedida —decimos.
—Así es— nos responde Onofroff— Al cabo de cuarenta años ya es hora de que descanse.
—¿Cuarenta años?
—Los mismos. Empecé a los veintitrés. A poco de abandonar mi profesión, que era, como usted sabe, la de marino mercante.
—Cuéntenos algo de su vida —solicitamos.
—¿Para qué? —responde el artista— Mi vida es poco interesante y de una modestia encantadora. Puede usted asegurar que aparte de mis experimentos vivo consagrado por completo a mi hogar como un burgués tranquilo y feliz. […]
—Yo desde muy joven comencé a estudiar la ciencia del ocultismo. En el barco en que hice mis primeros ensayos de navegante iba un médico aficionado a esta clase de entretenimientos, que fue el que me inició en esta materia. Tanto me aficioné a ello, y con tanto entusiasmo me consagré a su estudio, que de ser un ‘sujeto’ excelente pasé pronto a la categoría de maestro.[12]
Pero por esos mismos años, y también en los matutinos españoles, las versiones más contrastantes lograrán una pacífica convivencia, conformando algo que no llega a ser un relato, algo que se asemeja más a la reunión azarosa de los fotogramas de una cinta extraviada, hecha de ensayos inconclusos, en que actores disímiles se ponen en la piel de un personaje que dice ser siempre el mismo. Así, en marzo de 1924, de repente es médico quien desde hacía décadas negaba poseer ese título: “[Onofroff] Es médico y acabó su carrera a los veintidós años –hace cuarenta y dos– en la Universidad de Toulouse. […] En Montreal fui catedrático de ello [hipnoterapia] durante algún tiempo. ¡Y mire usted qué cosa extraña! La única cátedra que ha habido en el mundo de esta materia se instauró en la Universidad Católica de dicho lugar...”[13]
En su paso por Buenos Aires en 1895 dejó también una de las variopintas versiones de su pasado. En ella la lectura de las noticias sobre otros ilusionistas cumplía el papel que en ocasiones anteriores recaía sobre un médico iniciador. El escenario de esos primeros pasos no era ya la vacilante cubierta de una nave, sino la ciudad de Angers. Un réporter del diario La Prensa, seguramente después de una entrevista con el adivino, en marzo de 1895 contaba del siguiente modo su historia:
Treinta y un años cuenta el notable fascinador y hace ya cerca de diez que comenzó á ejercitarse en la adivinación del mandato mental.
No fué su primera idea debida á la casualidad. Los experimentos de Edwin Bishop, semejantes á los de Cumberland llamaron su atención cuando leyó su relato en revistas y periódicos.
Estudiante de medicina antes de ir al servicio militar, le había atraído siempre el estudio de los fenómenos hipnóticos y con amigos y compañeros había hecho ensayos en los que tuvo éxito completo.
El servicio militar le había hecho abandonar la carrera de medicina antes de concluida y cuando pudo continuarla, en lugar de hacerlo entró en la redacción del popular periódico italiano Capitan Fracasa. Como empleado de esta publicación y para asuntos de ella se encontraba en 1885 en Angers.
Allí fue donde, después de conocer prácticamente la adivinación por contacto, quiso hacerla suprimiendo éste. Su primer ensayo fué buscar el sitio donde había sido escondido un lápiz, por varios compañeros de casa.[14]
Culturas trashumantes
Tal vez algún día un estudioso halle la clave para detectar, detrás de todas esas máscaras, el rostro verdadero de Onofroff. O nos demuestre que en realidad esa identidad se confundía con la maestría en la superposición de máscaras. Quizá pronto sea posible rehacer a la distancia el itinerario escurridizo de este ilusionista que supo ser célebre en varios puntos del planeta. La reiterada mención a los viajes responde, por cierto, a motivos que interesan plenamente a esta investigación. Pues Onofroff volvió a cumplir en nuestras latitudes la función que tantas veces fue propia a personajes y objetos itinerantes durante el siglo XIX.
A fines de esa centuria no existían aún los deportistas ni las estrellas de cine o radio. Los escritores o los políticos podían llegar a gozar, por momentos, de la popularidad o la idolatría que más tarde serían transferidas a otras figuras. Pero ellos, o bien no solían emprender giras agobiantes, o bien sabían que el brillo de su nombre se apagaba en los lindes de su país. Recién daban sus primeros pasos las posibilidades materiales y técnicas para recorrer el globo de punta a punta. Y por esos años fueron pocos los personajes que aprovecharon los beneficios de esa potencial trashumancia. Los actores dramáticos, las estrellas líricas, los dandis, pero sobre todo los mercaderes de maravillas, los magos, los ilusionistas, los hipnotizadores y todos los ejemplares del elenco circense, fueron los grandes artífices de esa inquietud que fue tan propia del siglo XIX. Y esa trashumancia (engrosada además por remedios, adelantos técnicos de dudosa explicación, monstruos, adivinadores, lociones todopoderosas) transportaba consigo virtudes y desafíos que garantizaban su renovada visibilidad. La gira constante de esos objetos y personajes recónditos no solamente aseguraba la supervivencia económica de una larga lista de buscavidas y timadores, sino que operaba la circulación y difusión de un cúmulo generoso de conocimientos, teorías, curiosidades, avances prácticos, ilusiones técnicas y pavores esotéricos.
Huelga agregar que no fue necesario esperar a la década final del siglo XIX para que cruzaran por territorio argentino esos tropeles de objetos exóticos. Tampoco hubo que esperar a Onofroff para que las demostraciones de telepatía o hipnosis llenaran las salas de la ciudad, tal y como más tarde mostraremos mediante algunos ejemplos. Pero sí vale la pena recordar que la rápida fama ganada por nuestro personaje fue, en cierto modo, un capítulo más de esa redituable globalización de maravillas, de la que Buenos Aires no pudo quedar exenta.
Algunos retazos de la historia de Onofroff en Buenos Aires habían sido reconstruidos en obras de distinta envergadura. Ya en 1902, en su extenso recorrido por la historia local, Manuel Bilbao dedicaba unas breves páginas a nuestro asunto, cometiendo un pequeño error en cuanto a la fecha exacta de los hechos. Antes de recordar el escándalo en que concluyó la visita del ilusionista, el autor nos lo presentaba del siguiente modo:
En 1894 apareció en el escenario del Teatro Argentino un hombre extraordinario que adivinaba el pensamiento y daba sesiones de prestidigitación.
Al principio todo el mundo iba atraído por la novedad del espectáculo y lo sensacional que se decía que este ser sobrenatural ejecutaba.
Este hombre, que conmovió a toda la sociedad, puso en conflicto a los médicos, tuvo conferencias con el Departamento Nacional de Higiene, etc.; era Onofroff.Alto, trigueño, de bigote renegrido, mirada intensa, cabello crespo, vestía de frac en el que lucía una condecoración.
Llegó, se exhibió, sorprendió á todo el mundo y se llevó tras de sí á sabios y profanos.[15]
Una veintena de años más tarde, en su completo relato sobre la historia de los teatros locales, Alfredo Taullard ofrecía un recuento más detallado sobre los shows de Onofroff de 1895. Ese balance ocupaba casi todas las páginas que el autor dedicaba al Teatro La Zarzuela. El comentario de Taullard tenía como meta remarcar el carácter fraudulento de las experiencias desplegadas por el ilusionista en sus espectáculos. A sus ojos, Onofroff había sido el “más famoso charlatán que pisó tierra argentina”.[16] Aun así, en esas páginas se retomaba una de las anécdotas más resonadas dejadas por la visita de nuestro personaje, a la cual volveremos en unos instantes:
Pero la transmisión del pensamiento atraía mucho la curiosidad de la gente culta, y a pedido de “La Nación” fué Onofroff al diario para hacer alguna de esas experiencias novedosas, por las que había manifestado interés el general Mitre. Delante de la gente de la casa y de cierto número de invitados, previa una breve y poco clara explicación, realizó el taumaturgo algunas adivinaciones del pensamiento, con la cabeza completamente envuelta en una toalla. Mitre observaba en silencio, y cuando Onofroff se acercó a él para rogarle que le diera una órden mental sin comunicarla a nadie, para mayor garantía, se prestó con muy buena voluntad.
El médium tocó las manos del general, como para recibir el fluído misterioso, y empezó a caminar con el paso agitado […]. La cara de Mitre, de costumbre impasible, expresaba la concentración del pensamiento en la orden que debía transmitir.
Después de muchas vacilaciones […], se dirigió a la biblioteca, abrió un cajón del escritorio, y tomó una medalla, después de haber tanteado otras varias. El general dijo en el acto que aquella era la orden pensada y que por consiguiente el éxito había sido completo.[17]
El encuentro entre Mitre y Onofroff será precisamente el hecho más recordado por los ulteriores cronistas. Así, unos años más tarde, en abril de 1929, en las páginas de Caras y Caretas se imprime una versión casi idéntica de aquella mítica escena.[18] Pequeñas noticias del mismo calibre seguirían apareciendo en textos históricos y anecdotarios. En 1981 Francis Korn ubica con perspicacia la presencia de Onofroff como uno de los hechos que definieron el año 1895, descrito por la autora como el año del nuevo comienzo de la ciudad (sobre todo por la inauguración de la Avenida de Mayo).[19] La versión más completa sobre la visita de 1895 llegaría recién en 1996 con la publicación de la Historia de la magia y el ilusionismo en la Argentina de Mauro Fernández. En este libro –que, a nuestro parecer, no ha recibido hasta ahora la atención que se merece– el lector halla una documentada reconstrucción de los espectáculos ofrecidos por Onofroff en dos teatros de Buenos Aires, lograda mediante el análisis de los artículos y publicidades aparecidos en La Nación y La Prensa. El autor toca allí algunos de los aspectos más sobresalientes de la agitada gira porteña del ilusionista.[20]
La enumeración de lo que hasta el presente se ha escrito sobre nuestro asunto deja en claro que la estadía de Onofroff en Buenos Aires no es un terreno virgen en la historiografía existente. De todas formas, la rápida reseña de los rasgos más significativos de esa literatura alcanza para mostrar que, a contrapelo de nuestros designios y de nuestro punto de partida, aquel episodio de 1895 ha sido narrado exclusivamente en el registro de la historia de los espectáculos locales. Las fuentes de la época habilitan ciertamente ese cometido, pues un recorrido paciente por los diarios y revistas de esos meses posibilita una reconstrucción minuciosa de las funciones que Onofroff dio en nuestra ciudad (sus horarios, sus precios, su concurrencia), los éxitos y aclamaciones que le fueron deparados o las respuestas que ciertos organismos oficiales dieron ante la repetición de las demostraciones de telepatía e hipnotismo. Ahora bien, el tozudo ensayo de revisar todas las publicaciones periódicas que pudieron reflejar de algún modo la presencia de Onofroff en estas latitudes, arroja como resultado mucho más que un balance más completo de las peripecias del ilusionista en los escenarios porteños. Ese ensayo, que hemos intentado llevar a cabo aun conociendo los obstáculos que los archivos y bibliotecas podían alzar contra ese afán de exhaustividad, no puede sino conducir a una transformación de las miras y de las expectativas, si no del objeto.
Ante la profusión de imágenes de Onofroff que esas fuentes destilan, el modo en que sus actuaciones engrosaron la historia de los teatros porteños pasa a ser indefectiblemente un capítulo menor o subsidiario. Dada la proliferación de disímiles representaciones y reutilizaciones de Onofroff por parte de distintos actores de la trama cultural de la ciudad, nuestro personaje pierde de repente su atributo más celebrado. Antes que un actor, él fue un escenario en que pudieron discurrir dramas y comedias de la vida espiritual de la capital argentina. Antes que imán de las miradas de todos, él fue pantalla de proyección de debates y controversias hasta entonces más o menos adormecidas. Más que un soldado del ilusionismo itinerante, Onofroff debe ser tomado como campo de batalla de una guerra que él quizá no llegó a comprender.
Durante los cien días en que Onofroff permaneció en el área rioplatense su nombre aparece con insistencia en distintas publicaciones periódicas de Buenos Aires. Este libro resulta de la lectura y análisis de esas fuentes.[21] Ellas siguen paso a paso los movimientos del visitante: su recorrido por las redacciones de los diarios, su debut a sala llena, sus primeros problemas con la ley y su estrepitoso ocaso. A un costado de todas esas noticias coloridas, escritas al calor de una aventura que cambiaba de rumbo a cada rato, esas mismas páginas oficiaron de foro para voces que se sintieron convocadas por la presencia de Onofroff, y que respondían a intereses que habremos de desentrañar: veremos participar de esta gesta a los médicos más reputados de la ciudad, que no pueden quitarle el ojo de encima al ilusionista, unas veces para denunciar sus artimañas de salón, pero otras para intentar verter a su propio lenguaje experiencias y poderes que parecen burlar descaradamente los límites de lo explicable. Reacciones aún más encontradas se producirán entre distintos actores de la vida espiritual de la ciudad: al tiempo que los periódicos católicos lamentan que ese tipo de espectáculos llenen las carteleras de Buenos Aires, los espiritistas, por el contrario, harán de Onofroff un abanderado de sus propias causas. Entretanto, las columnas de los diarios, con la excusa de hablar de nuestro personaje, ponen al descubierto la fascinación que por ese entonces despiertan en los miembros de las elites ilustradas todos los fenómenos que conforman el campo de lo que hoy llamaríamos lo paranormal.
Una pesada costumbre campea sobre los textos que resultan de investigaciones sobre documentos. Ella parece exigir que se ofrezca al lector de modo anticipado la aclaración sobre qué lente ha de usar para colocarse frente al texto que aguarda su lectura. A modo de inoculación contra un positivismo descarnado e ingenuo, que pretendiese que las fuentes hablan por sí mismas, ese hábito complementario impone al autor la límpida y cautelosa enumeración de las tradiciones intelectuales de las que abreva, de las hipótesis de trabajo a las que responde y de los objetivos teóricos a los que aspira. Poco adictos a esa rutina, sabemos empero que serán bienvenidas algunas palabras al menos sobre las obras o suposiciones que más fuertemente marcaron nuestra labor. En primera instancia, una grata coincidencia quiso que estas páginas fueran terminadas poco después de la publicación de la obra colectiva sobre las “visitas culturales" en la Argentina.[22] Mediante el estudio de las visitas al país de importantes figuras de la ciencia, la política y las artes, los ensayos reunidos allí permiten extraer interrogantes o conclusiones generales que son válidas para nuestro trabajo: la necesidad de comprobar las reutilizaciones estratégicas que distintos sectores de la cultura local realizan de los forasteros ilustres; la posibilidad de aprehender patrones comunes respecto del comportamiento de la prensa en cada ocasión; la invitación a escrutar de qué manera la presencia de los invitados pone al descubierto fracturas en un escenario cultural que una mirada inadvertida presume uniforme. Por sobre todas las cosas, aquella reunión de ensayos aceptaba el supuesto según el cual las tramas sociales a nivel local cobran un nuevo y mejorado cariz cuando se las mide con la vara de las respuestas que supieron dar a sus visitantes pasajeros. A diferencia de aquella obra, nuestra investigación se ocupa, sin embargo, de una visita que no fue tan “cultural”. Sería forzado incluir a Onofroff en una serie que comparten sin roces figuras como Ortega y Gasset, Tagore y Einstein. Es allí donde nosotros nos sentimos más próximos a una segunda tendencia, ligada a aquellas indagaciones referidas a las repercusiones y dilemas suscitados por itinerancias menos encumbradas. La circulación de personajes de dudosa procedencia, que recorrían amplias regiones pregonando la bondad de sus capacidades sanadoras u oraculares, vendiendo remedios mágicos o exhibiendo sus colecciones maravillosas (de momias, amuletos, monstruos y otras atracciones), ha sido objeto recientemente de sugerentes ensayos de investigación.[23] Los viajes de esos hombres y esas cosas garantizaban la difusión e implantación de ideas, saberes y tecnologías que alimentaban la curiosidad de poblaciones que de otro modo no accedían a los adelantos. Onofroff puede ser tomado como un pariente lejano de aquellos sujetos. Tanto por la naturaleza de sus faenas como por el tipo de bienvenida que se le destinó, él funcionó como un híbrido entre los charlatanes y los viajeros cultos. Por último, existe una tercera dimensión que ha conocido un promisorio desarrollo en los estudios locales, y que también ha funcionado como telón de fondo y cantera de nuestras conjeturas y designios. Nos referimos a un conjunto disperso de trabajos, atinentes a la historia de la literatura, de la medicina y de la cultura científica.[24] Aquello que los hermana se perfila a nivel de sus resultados: sus conclusiones fuerzan a cuestionar el funcionamiento hermético e impermeable de los saberes científicos o académicos. Todos ellos muestran que fenómenos significativos del desenvolvimiento de las ideas y de las disciplinas científicas se producen allí donde las fronteras se tornan difusas. En las furtivas superficies de contacto entre los médicos y los curanderos, entre los eruditos y los amantes del ocultismo, entre los escritores y las publicidades de adelantos técnicos, asoman y germinan pliegues vitales en los que una cultura científica muestra sus horizontes y sus desafíos.
[1]Saer (1986).
[2]La novela, llamada Bandolera, se transmitió por el canal Antena 3 entre 2011 y 2013. Por otro lado, nos permitimos el siguiente agregado. Antes de mediados del siglo XX habría comenzado a hacer sus demostraciones un mago que utilizaba el nombre artístico de Daglan. Ese artista fue el iniciador de una familia de ilusionistas que hicieron sus carreras en España.En efecto, tanto su hijo (Mago Dantés) como su nieto (Mago Dantés Jr.) siguen dando shows actualmente. Pues bien, a poco de comenzar su profesión, Daglan adoptó el nombre de Onofroff, y he aquí la explicación que da su hijo acerca de ese cambio de apodo: “Empezó a hacer magia como Mago Daglan. Un día fue a un pueblo y no tenía dinero para hacer propaganda de su espectáculo. El dueño del teatro le dijo que un mago que había pasado por allí se había dejado mucha propaganda. Ese mago se llamaba Onofroff. Se ve que era un mago argentino muy mayor que ya se había ido a Latinoamérica de vuelta. Fue un éxito rotundo y se quedó con el nombre” (Mago Dantés 2011). Un relato similar me fue ofrecido por el nieto, Mago Dantés Jr., a través de correos electrónicos intercambiados en marzo de 2013; allí me informó que su abuelo recordaba que el Onofroff original tenía acento argentino... Esa confusión quizá pueda explicarse del siguiente modo. Hubo en Argentina a comienzos del siglo XX un mago llamado Manuel Zolezzi. Oriundo de Bahía Blanca, actuó entre 1912 y 1948, logrando recorrer muchos países europeos con su espectáculo de magia y telepatía. Su nombre artístico era Odronoffs; véase Benítez (2014), Odronoffs (s/f). Es posible conjeturar que, al igual que Daglan, adoptó ese apodo aprovechando la popularidad de Onofroff. Por otro lado, los diarios españoles indican que el bahiense actuó en distintas ciudades de la península ibérica a fines de 1922 y de 1923. Es probable que en la memoria de Daglan se haya producido una mezcla de anécdotas referidas a uno y otro.
[3]Noguerol (2008), 116. Vale aclarar que Onofroff estuvo algunas semanas en Chile en 1898, dando sus shows en Santiago y Valparaíso. La historiadora María José Correa-Gómez se ha ocupado recientemente de ese episodio; véase Correa-Gómez (2014). En 1913 estuvo allí por última vez, y su presencia generó resonados escándalos con la justicia y algunos medios periodísticos conservadores; Peralta (2014).
[4]El título completo era Onofroff. Semanario hipnótico, con caricaturas sugestivas. Su director era Abraham Sanchez Arce. La publicación tuvo una vida efímera, y sus responsables fueron acusados de difamación ante la justicia. En otro lugar me he ocupado de ese y otros elementos relacionados con la gira mexicana del artista; Vallejo (2015a) y (2015b).
[5]El título completo de la obra es: Hipnotismo teatral (sus farsas). Descubrimiento y descripción de todas las trampas de que se han valido los principales “hipnotizadores” Caseneuve, Onofroff, Mariscal, etc., para sus experimentos exhibidos en los teatros de Europa y América. La primera edición habría aparecido alrededor de 1915. No hemos podido conseguir mayor información acerca del autor. En algunas de sus ediciones, el libro llevaba por título Magnetismo teatral (sus farsas), o bien Las farsas del magnetismo teatral.
[6]Wolff (s/f), 30.
[7]“Hazañas de un magnetizador. Encontramos en el Génévois del 22 de agosto una noticia que podrá desilusionar a algunos de los admiradores del ilusionista Onofroff. Nuestros lectores se acuerdan del señor Onofroff que dio hace algún tiempo representaciones de hipnotismo, en el circo, representaciones que luego fueron prohibidas por la policía. Onofroff “que en realidad se llama Onofry”, individuo italiano, debía al dueño de la pensión situada en la rue du Marché más de 500 francos; se había ido, prometiendo enviar esa suma poco después, y dejando como garantía baúles que contenían ropas que, según él, representaban una suma superior a su deuda. El dueño de la pensión, al ver que no llegaba nada, abrió los baúles y no encontró más que periódicos viejos sin ningún valor. De inmediato fue presentada la denuncia y Onofroff fue arrestado en París, donde daba exhibiciones. Su extradición será reclamada. Y decir que hace unos días, el señor Onofroff hacía las delicias de una recepción ministerial, en la cual fue presentado con el título –usurpado, naturalmente– de doctor”, en “Nouvelles”, Revue de l’hypnotisme expérimental et thérapeutique, 1890, Nº 4, 96.
[8]En España aparecerían dos de los tres libros que habría redactado: Onofroff, Para no envejecer. El hombre no muere... Se mata! Método práctico autosugestivo para conservar el vigor y el aspecto de la juventud, Barcelona, J. Horta y Cia., s/f; Aprendan a hipnotizar. Tratado práctico por correspondencia. Resultado infalible en diez lecciones, Barcelona, s/d. Existe un tercer trabajo del autor, escrito en francés, en el cual brinda detalles sobre su método de hipnotización; Onofroff, L’hypnotisme à la portée de toutes les intelligences, Quebec, S.-A. Demers, 1902.
[9]Véase Pérez Andrújar (2003).
[10]Humphry (1890), 223. En una revista teosófica de unos meses antes hallamos un rastro similar del pasaje de Onofroff por la capital británica: “Un adivinador del pensamiento ruso, Gaspodin Onofroff, está asombrando a los londinenses que presencian sus actuaciones”, “New ‘Thought-reader’”, Supplement to The Theosophist, October 1889, xiv.
[11]“Notas de un Reporter. Onofroff”, El Heraldo de Madrid, 4 de mayo de 1915. Una versión idéntica daría pocos días después a José María Carretera Novillo –que firmaba con el seudónimo “El caballero audaz”– para el encuentro publicado en La Esfera (“Onofroff, el fascinador”, La Esfera, año II, N° 73, 22 de mayo de 1915, 31-32). Esta última entrevista sería incluida en el volumen segundo de la obra Lo que sé por mí, publicada en 10 tomos entre 1916 y 1921 en Madrid.
[12]“Por el mundo del misterio... Onofroff, su ciencia, su arte y su trabajo”, El Heraldo de Madrid, 24 de marzo de 1925.
[13]“Informaciones de actualidad. El hipnotizador Onofroff, en Madrid”, La Voz. Diario independiente de la noche, 25 de marzo de 1924.
[14]“Onofroff. Los primeros ensayos - Datos curiosos”, La Prensa, 26 de marzo de 1895. A lo largo del libro citaremos en incontables oportunidades fragmentos de la prensa porteña de fines del siglo XIX. En todos los casos hemos respetado la ortografía y la puntuación de las fuentes originales. En casi todas las ocasiones se indica el título del artículo periodístico. Esa información no se ofrece solo en los casos en que las noticias sobre Onofroff aparecían en secciones más extensas, referidas a otros asuntos.
[15]Bilbao (1902), 235-236. Para ser estrictos, ya en 1896, en su tratado sobre las supersticiones del Río de la Plata, Daniel Granada, un filólogo español afincado en Uruguay, hacía referencia a las recientes actuaciones de Onofroff: “Cuando Onofroff anduvo por Buenos Aires y Montevideo asombrando con sus experimentos y cumpliendo las órdenes mentales de los curiosos con sorprendente puntualidad, el paisano, a cuyos oídos llegó la noticia, decía entre bromas y veras: ‘de juro ha de haber entrado en una salamanca’”, Granada (1896), 92.
[16]Taullard (1923), 431.
[17]Ibíd., 433.
[18]Ello ocurre en un pequeño artículo dedicado a anécdotas del poeta boliviano Ricardo Jaimes Freyre. El nombre de Onofroff ya había aparecido en la misma revista en un artículo de 1906, titulado “El hipnotismo al alcance de todos”, que iba acompañado por fotos ilustrativas de los métodos más utilizados para inducir el estado hipnótico; véase Caras y Caretas, 23 de junio de 1905, N° 403, 56-57.
[19]Korn (1981), 41-42.
[20]Fernández (1996), 354-364.
[21]En rigor de verdad, a comienzos de mayo, y por espacio de casi dos semanas, el ilusionista se trasladó a Montevideo para realizar sus shows. Más adelante diremos algunas palabras sobre su experiencia en la ciudad oriental. Su fugaz permanencia en la capital uruguaya generó, al parecer, fuertes controversias y reacciones (por parte de la Iglesia, los médicos y el público general). Esperamos poder reconstruir en otra oportunidad y con mayores detalles ese episodio.
[22]Bruno (2014).
[23]Podgorny (2008), (2009), y (2012).
[24]Quereilhac (2010); Gasparini (2012b);Di Liscia (2003); Bubello (2010).