Cuba: La forja de una nación. I. Despunte y epopeya - Rolando Rodríguez - E-Book

Cuba: La forja de una nación. I. Despunte y epopeya E-Book

Rolando Rodríguez

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Beschreibung

La aparición de esta primera edición fue recibida como una obra que constituía un aporte a la bibliografía histórica-cubana y por sus méritos recibió el Premio de la Crítica Científico-Técnica del año 1999. Abarca un período esencial de la historia de este país desde las últimas décadas del siglo XVIII hasta finales del XIX. A la vez, constituye una reflexión sobre el tránsito de la nación, que se vuelve más detenido y penetrante en cada uno de sus momentos de mayor polémica y sobre las figuras cardinales o las más controvertidas. El autor ha intentado no eludir ninguno de los problemas cruciales que se presentan a lo largo del período y fundamenta siempre sus opiniones, y lo hace desde su implicación en unos hechos que narra como si los hubiese vivido.

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Seitenzahl: 1313

Veröffentlichungsjahr: 2024

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Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del Copyright, bajo la sanción establecida en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo público. Si precisa obtener licencia de reproducción para algún fragmento en formato digital diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) o entre la web www.conlicencia.com EDHASA C/ Diputació, 262, 2º 1ª, 08007 Barcelona. Tel. 93 494 97 20 España.

Edición: Maricel Bauzá Sánchez

Diseño de cubierta: Carmen Padilla

Diseño interior: Julio Víctor Duarte Carmona

Corrección: Natacha Fajardo Álvarez

Emplane digital: Pilar Sa Leal

Conversión a ebook: Grupo Creativo Ruth Casa Editorial

 

© Rolando Rodríguez, 2005

© Sobre la presente edición:

Editorial de Ciencias Sociales, 2024

 

ISBN 9789590625794 Obra completa

ISBN 9789590625800 Tomo I

 

Estimado lector, le estaremos muy agradecidos si nos hace llegar su opinión, por escrito, acerca de este libro y de nuestras ediciones.

 

Instituto Cubano del Libro

Editorial de Ciencias Sociales

Calle 14 no. 4104, Playa, La Habana

[email protected]

www.nuevomilenio.cult.cu

Índice de contenido
SIGLAS EMPLEADAS EN LAS NOTAS
UNAS PALABRAS A LA SEGUNDA EDICIÓN CUBANA
UN RECUENTO, UN AGRADECIMIENTO
II. LOS DEMONIOS QUE PELEARON CONTRA LOS CUBANOS
Otras opciones... en última instancia
El ojo del águila
Sota, caballo... y, desde luego, el rey
El puerto contra la hacienda
Las ideas del águila
Un habanero para todos los tiempos
El laberinto del general Bolívar
Lo más negro de Cuba no es el negro
Ser o no ser
III. LAS NUEVAS REGLAS DEL JUEGO
Juego sucio
El barracón en peligro
El peligro del barracón
Fiesta de navidad en los ingenios
IV. UNA SALIDA POR UNA PUERTA FALSA
La conjura
Una Cuba o dos Cubas
Los golpes en la puerta
Misa de difuntos
V. MORIR DE DESENGAÑOS
El aliento viste entorchados
De decadencias y dependencias
La hora de detener la revolución
La esperanza es lo último que se pierde
VI. POR QUIÉN DOBLARON LAS CAMPANAS EN EL BATEY
El llamado de la libertad
Vendaval sobre la colonia
La guerra es la guerra
La seducción del barracón
La hora de los gorriones
La pugna de las concepciones
VII. ¿UNA FORMA NECESARIA O INCONVENIENTE?
El estómago del águila
Gorriones con dientes de acero
El arte militar de las bijiritas
¿Marte o Licurgo?
VIII. VENTURAS Y DESVENTURAS DE LOS MAMBISES
El nada discreto encanto de los hacendados
El punto final mambí a la institución maldita
La conexión reformista
Un año terrible y promisorio
Ocho tumbas
Un enemigo más poderoso que el ejército español: la división
El despunte hacia la victoria
Bijagual: una decisión catastrófica
IX. LA MARCHA HACIA EL REMOTO OCCIDENTE
El águila y los aguiluchos
De nuevo en marcha
La irrupción e­­n occidente
Lagunas trágicas
La evolución de los acontecimientos
Dos enfermedades graves: racismo y regionalismo
X. ¿A PIE Y DESCALZOS?
Las nuevas armas de la península
Una reedición de las Lagunas de Varona
El desmigajamiento
XI. UNA GUERRA QUE NO CONCLUYÓ
El aparente asalto a la razón
DATOS DEL AUTOR

Siglas empleadas en las notas

Partido Revolucionario Cubano

PRC

Archivo Nacional de Cuba

ANC

Presidential Papers Microfilms

PPM

National Archives & Record Service (EUA)

NA&RS

National Archives of United States, Record Group

US/NA, RG

Archivo del Ministerio de Estado de España

AMEE

Archivo Histórico Nacional, Sección de Ultramar, España

AHN/U

Archivo General del Palacio Real, España

AGP

Archivo General de la Administración, Alcalá de Henares, España

AGA

The Library of Congress of United States/ Manuscripts Division

US/LC/MD

The Library of Congress of United States/ Presidential Papers Microfilms

US/LC/PPM

Archivo del Servicio Histórico Militar, Madrid

A/SHM

Archivo General Militar de Segovia

AGM/S

Universidad Central de Las Villas, Biblioteca

UCLV/B

Archivo Provincial de Sancti Spíritus, Cuba

APSS

A Fidel Castro, por tantas razones.

UNAS PALABRAS A LA SEGUNDA EDICIÓN CUBANA

Este texto constituye, de hecho, la tercera edición de Cuba; la forja... Si en octubre de 1998 salió la primera edición cubana, presentada en el Memorial José Martí de la Plaza de la Revolución, por el ministro de Cultura de Cuba Abel Prieto, al año siguiente se editó en España una versión corregida y ampliada, que de hecho constituía la segunda edición.

En la presentación de la edición original, ya advertí que debía trabajar de nuevo sobre algunos capítulos, porque ese verano había laborado en el Archivo General de Madrid, del Instituto de Historia y Cultura Militar, y durante la investigación había encontrado reveladores materiales sobre la historia de Cuba. Eso no quería decir, aclaré entonces, que pudiera considerar en algunos aspectos inexacto o erróneo el texto de la obra que se estaba presentando, pero resultaba indudable que la identificación y examen de nuevos documentos cuando ya se hallaba el libro en impresión haría necesario volver sobre él.

De esa forma, cuando me plantearon llevar adelante la edición española, esta ya contuvo modificaciones importantes en algunos capítulos y precisiones aquí y allá.

Para entonces no dejaba de hurgar en aquel Archivo y, de nuevo, en reiteradas ocasiones, volví a escudriñar en sus registros y a abrir sus cajas. Incluso, extendí la investigación al Archivo General Militar de Segovia en pos de otros elementos. No resultaron pocos los nuevos documentos que vinieron a enriquecer mi visión sobre ciertos pasajes de la historia cubana y a explicar diversos hechos y conductas. Como he confesado, no pude entonces resistir la necesidad íntima de que los cubanos conocieran cuanto antes los resultados de la investigación, lo que incluía papeles entrañables para nuestro pueblo como, por ejemplo, los documentos que nuestro Apóstol llevaba encima en el momento de su caída y me di a la tarea de preparar sucesivamente tres libros. Como resultado, hijos de la pesquisa fueron:La revolución inconclusa; la protesta de los Mangos de Baraguá contra el Pacto del Zanjón, Dos Ríos; a caballo y con el sol en la frente y José Martí; los documentos de Dos Ríos.

No fueron solo aquellos documentos hallados los únicos que dieron lugar a las obras mencionadas. Muchos otros, reveladores de pasajes de la historia de Cuba yacían en las cajas de la institución madrileña. Mas, en medio de la tarea de búsqueda, me puse en contacto con un archivo en el que no había indagado anteriormente: el Fondo Coronado de la Biblioteca de la Universidad Central de Las Villas. Incitado por el compañero Miguel Díaz Canel, primer secretario del Comité Provincial del Partido de Villaclara, me sumergí en los papeles que allí se hallan. Confieso que durante la labor encontré otros valiosísimos materiales, cuya información me han permitido hacer una interpretación más acabada del período abordado en la obra, y precisiones en algunos de sus pasajes. Con todos los materiales acopiados he revisado la edición que ahora se ha llevado a imprenta.

Por supuesto, he aprovechado para pasar la mano sobre algunas cuestiones que me parecían poco claras, con el propósito de que pudieran ser más comprensibles y precisas. Decía Gabriel García Márquez, que nunca releía sus libros porque, como si se tratara del tormento de Sísifo, comenzaría de nuevo a corregirlos en una tarea interminable. Si así fuese, en su vida solo habría escrito uno. No es el caso del historiador. La aparición de nuevas fuentes, lo debe obligar en su afán de fidelidad a revisar una y otra vez la labor que ya se pensaba terminada. Debe ser así, en aras del respeto al lector y a la historia misma.

Por último, quiero rogar a los lectores que siempre acudan a esta edición, pues la considero, si no la definitiva —nunca se puede estar seguro—, la que contiene los relatos y apreciaciones que creo más exactos y la información más completa.

Reitero mi agradecimiento a quienes se los hice patente en la primera edición y ahora añado, además de a Miguel Díaz Canel, a José Rivero, director de la Biblioteca de la Universidad Central de Las Villas, y a la archivera Yasmín Becerra, quienes me brindaron una muy valiosa colaboración. También al general Juan Antonio Ariza, quien fue subdirector del Instituto de Historia y Cultura Militar, a cargo de los archivos militares.

La Habana, 13 de agosto de 2002.

Rolando Rodríguez

UN RECUENTO, UN AGRADECIMIENTO

Estas palabras resultan una especie de parada al borde de un camino emprendido hace largos años. También representan el acto de fe del comienzo del cumplimiento de un compromiso contraído con un amigo inolvidable.

Al concluir una primera versión de la novela República Angelical, me propuse coser por el lomo los documentos que acopié entonces para informarme de la época sobre la cual escribía, y entregarlos para su edición. Tal vez, pensé, pudieran ser útiles a los investigadores del período de la revolución del 30. No obstante, me di cuenta que para una mejor comprensión merecía la pena ensartarlos mediante un relato de los acontecimientos. En 1981, ya tenía el trabajo muy avanzado.

Por aquellos meses Raúl Roa escribía la biografía deRubén Martínez Villena, que aparecería con el título de El fuego de la semilla en el surco. Tiempo antes, le había pedido en nombre del Instituto Cubano del Libro, entonces bajo mi dirección, el prólogo para las obras de Rubén y, para sorpresa quizás del propio Raúl, el texto se le había alargado de una manera tal que ganaba fuste por sí mismo de libro y no de la introducción pedida. Resultaba la segunda vez que esto le sucedía, porque, años atrás, motivado porque le había solicitado un trabajo liminar para las obras de Ramón Roa, su abuelo, se había aparecido con el mazo de cuartillas de Aventuras, venturas y desventuras de un mambí. No por gusto, bromista como siempre, y hasta con un poco de vergüenza me dijo al comprobar que El fuego... tomaba grandes proporciones: “La próxima vez me pides un libro y verás que me sale un prólogo”.

Como estaba al tanto de la marcha de su tarea, conocí que en la obra ya llegaba al momento de la caída de Machado. Por mi parte, había terminado ese episodio. Así que le ofrecí mi material, como ayuda. Sus datos podían disminuirle indagaciones y, de esa manera, ahorrarle tiempo. Así, en cuanto fuese posible, podríamos lanzarnos a la hazaña de preparar sus “memorias impublicables”, porque un 1ro. de mayo, en la Plaza de la Revolución, habíamos acordado dedicarnos a ese relato mediante preguntas y respuestas, ahí está de testigo el cineasta Julio GarcíaEspinosa. Durante una tarde y ya entrada la noche le leí el trabajo sobre la machadocracia, como él llamó en su tiempo a la tiranía del 30, cuando terminé, exclamó algo que me llenó de sorpresa, dijo que al fin se había enterado de cómo había sucedido la caída de la tiranía. “Exageras”, le respondí. “Tú fuiste uno de los protagonistas de los hechos”. Me replicó, con indudable lógica, que en aquellas horas él no había estado en todas partes y ahora había rellenado lagunas. Después, con uno de los rápidos y característicos aleteos de sus manos, anunció que no aceptaba el ofrecimiento de mi material, y planteó para mi orgullo: “Le diré a la gente en mi libro que se lea el tuyo”.

Al poco tiempo Raúl enfermó. Cuando salió de una cruenta operación, me confió que no se sentía con ánimo de escribir. Casi enseguida sospeché que ya no terminaría la obra. En efecto, la edición resultó inconclusa y póstuma. El día de su presentación, para mi sorpresa, comprobé que Roa había redactado un párrafo que prácticamente quedaba como punto final del texto, en el cual se refería a mi libro y decía que estaba listo para la imprenta. Desde aquel momento supe que había recibido un legado: el compromiso personal e insoslayable de terminar aquella obra de la que, todavía un poco crudas, le había leído muchas páginas.

Sin embargo, debo confesar que al dejar refrescar la obra y volver después sobre ella me sentí insatisfecho. Para comprender la dictadura de Machado, resultaba necesario presentar, como antecedente, la república surgida en 1902. De manera que me di a la tarea de redactar lo que creí serían unas 100 cuartillas y me tomó 500 o 600 páginas. Mas, de nuevo sentí insatisfacción. ¿Por qué se había llegado a aquella república renqueante, patoja, después de una lucha tremenda como la sostenida por el pueblo cubano? ¿Por qué, si Cuba había dado hijos de una talla mayúscula en las ideas y la acción, había sobrevenido aquel engendro impresentable? Entonces pensé en la necesidad de un ensayo introductorio, que estimé alcanzaría unas 100 cuartillas, en el cual expondría el desarrollo de Cuba a lo largo del siglo xix. Para mi sorpresa, me volvió a suceder lo que a Roa: la obra crecía y crecía. Por fin alcanzó otras 500 o 600 páginas.

En eso, el Comandante en Jefe Fidel Castro, pidió leer el pasaje relacionado con la Asamblea del Cerro y la disolución del Ejército Libertador. Desde luego, no pude dejar de advertirle que si todo lo que había escrito al respecto lo tenía por cierto, debía seguramente ser solo la mitad de la verdad. El olfato me decía que había una parte que faltaba, posiblemente metida en los archivos de Washington. Fidel me sugirió que fuera allá a buscarla y, gracias a su decisión, pude entrar en aquellos parajes. Más adelante tuve la posibilidad de hurgar también en la papelería de España. De esa forma, logré agregar a las investigaciones que había hecho en instituciones cubanas, como el Archivo Nacional, la Biblioteca Nacional, la Biblioteca y el Archivo de microfilmes del Instituto de Historia; las que llevé adelante en otras, como los National ­Archives, de Washington; la Biblioteca del Congreso de Estados Unidos, la Public Library, de Nueva York; el Archivo Histórico Nacional, de Madrid; el Archivo General del Palacio de Oriente; el Archivo General de la Administración de Alcalá de Henares, y la Biblioteca Nacional de Madrid.

A partir del cúmulo de información obtenido, tuve que reelaborar todo el materialy solo ahora he logrado terminar lo que constituye la primera parte de la tarea: esencialmente, el sigloxixhasta mediados de 1899. Después vendrá la segunda hasta1925, y, por último, y por fin, el punto de partida: el correspondiente al período de la dictadura deGerardo Machado.

Esta obra, que no tiene otro propósito que servir de modesta contribución a esa enorme y admirable obra de amor por Cuba que desarrollan sus historiadores, tiene muchas deudas de gratitud. En lugar cimero, queda revelado que el ComandanteFidel Castro estuvo presente en el impulso a la tarea de investigación y a su redacción. Aunque, como se plantea en la dedicatoria, no es ni mucho menos lo único que se le debe. Cómo no recordar el aliento de aquel domingo de abril de 1989, en que me definió como primer deber la tarea de escribir.

Debo mencionar también en ese interés al compañeroCarlos Lage, que ha hecho cuanto ha estado en sus manos para allanar el camino.

Alguien que tiene que ser nombrado sin falta es un amigo sin tasa de Cuba, el españolJesús Ayuso Jiménez, que asumió por entero la tarea de ayudar a la elaboración y edición de la obra.

Desde luego, debo recordar a las compañerasMaríaVictoria Peña,Juana Díaz,Ana María Acosta yElena Rodríguez, colaboradoras ejemplares. Sin falta, al ministro de Educación, compañeroLuis Gómez; al Equipo de Servicios de Traducción e Interpretación y a las editoriales José Martí, Pueblo y Educación y Ciencias Sociales. Por igual, al que fue compañero en las lides editoriales,Pablo Pacheco, y, a las compañeras y compañeros de la Biblioteca Nacional, y en especial a los del departamento de Colección Cubana, quienes cooperaron en todo momento. Debo recordar, análogamente, a los compañeros del Archivo Nacional de Cuba y, en especial, a Julio Vargas. En este recuento debo añadir el apoyo prestado por el Instituto de Historia de Cuba, mediante su fondo de microfilmes.

No puede olvidarse en esta relación al compañero Alfonso Fraga, que fue jefe de la Oficina de Intereses de Cuba en Washington, y a los funcionarios de esta, Manuel Calvo y Rafael Dausá. También al compañero Ramón Sánchez Parodi, en aquellos instantes viceministro de Relaciones Exteriores. Vaya, a la par, mi mayor agradecimiento al licenciado Emilio Cueto, cuyos aportes bibliográficos han tenido mucho peso en la tarea. Asimismo, al doctor Steward Butler, referencista de los National Archives, de Washington.

No dejaré de mencionar a la doctora Concepción Contel, directora del Archivo Histórico Nacional de España, que me abrió como casa propia las puertas de aquella institución y, desde luego, a la licenciada María José Arranz, jefa de su Sección de Ultramar. Una cooperación señalada la tuvo la entrañable licenciada Natividad Correas, subdirectora de la Biblioteca Nacional de España. También sin excusa debo recordar la ayuda eficiente del jefe de sala de investigación del Archivo General del Palacio de Oriente, señor Cruz de Jerónimo y Escudero.

Quisiera mostrar mi agradecimiento al profesor Augusto García y a los investigadores Rafael Acosta De Arriba y al teniente coronel René González Barrios, quienes me proporcionaron algunos documentos de mucho interés.

No puedo dejar en la sombra a Maricel Bauzá, responsable de esta ­tercera edición, ni a mis antiguos compañeros del Instituto Cubano del Libro, que estuvieron a cargo de la primera edición de la obra, Luis M. de las Traviesas y Gladys Alonso, esta, también fundadora de aquella institución, cuando todos éramos tan jóvenes.

Rolando Rodríguez

Cuando no sepas adónde vas,

vuélvete a ver de dónde vienes.

Proverbio africano

 

Al volver de distante rivera, con el alma enlutada y sombría, afanoso busqué mi bandera ¡y otra he visto además de la mía!

Byrne, 1899

Doce meridiano del 1ro. de enero de 1899. Castillo de los Tres Reyes del Morro, fortaleza situada sobre un peñasco que a la derecha de la bocana de la bahía habanera guarda el puerto de una ciudad siglos atrás titulada Llave del Nuevo Mundo y Antemural de las Indias Occidentales. A esa hora, la bandera roja y gualda de España, que durante más de 300 años ondeó sobre los destinos de Cuba, al fin y para siempre desciende de su mástil, después de que los cubanos tres veces durante una misma generación han emprendido la guerra por la independencia, y eso sin contar las intentonas a que, en tantas ocasiones y con tan poca suerte, han llevado adelante en pos del mismo ideal.

Primero durante 10 años, después de un pequeño intervalo en la Guerra Chiquita y, recurrentemente, poco más de tres lustros más tarde y por espacio de tres largos años, los cubanos han empuñado las armas en la lucha más cruenta que en América emprendiese pueblo alguno para separarse de su metrópoli, y ganada la independencia constituir una república soberana en la misma garganta del golfo de México.

Arriado el pabellón de Castilla, se iza otro pero paradójicamente no es el que los cubanos han hecho tremolar en los campos de Cuba libre durante la prolongada y tenaz guerra que duró una década, el mismo de 1879, que flameó en el corto período de la insurrección que estalló en el verano de ese año. Tampoco, ese mismo estandarte que en 1895 guió la última, reciente y altiva contienda, en la cual Cuba ha pagado un precio estimado en 387 000 víctimas, sobre una población de cerca de 1 800 000 habitantes1 y el empobrecimiento del país. El que ahora sube al mástil es otro: el de las barras y estrellas de Estados Unidos de América.

¿Qué ha sucedido que no es la cubana la insignia que en esos momentos queda al abrazo de los vientos marineros del litoral? ¿Por qué en estos instantes hacia los cuarteles españoles evacuados solo horas antes, o por Galiano, rumbo al paseo del Prado, donde levantarán sus tiendas de campaña, se ve desfilar el uniforme caqui, de lienzo, improvisado para el clima tropical, o incluso los de lana azul del ejército estadounidense, y no los harapos orgullosos del ejército mambí que en su desnudez ha sido capaz de quebrar la espada de 61 generales ibéricos; entre ellos, cuatro capitanes generales? ¿Por qué ese ejército ha tenido que quedar fuera de la capital de su propio país y vivaquear como si todavía estuviese en campaña, después de una lucha testaruda, voluntariosa, firme, con la que ha asombrado al mundo al enfrentar a unos 200 000 soldados de línea españoles, el ejército europeo más grande y poderoso desplegado hasta entonces en todo el hemisferio americano y sin precedentes en las contiendas libradas por las colonias hispanas del continente durante la lucha por la independencia, y a decenas de miles de hombres de las fuerzas paramilitares? ¿Por qué, si este ejército de hambrientos desharrapados y siempre en penuria de municiones, que lo ha llevado muchas veces a tener que batirse al arma blanca, ha causado 80 000 muertos a su adversario —como reconocerá dentro de muy poco el ministerio de la Guerra, de Madrid—;2 y a un ejército irrebatiblemente valeroso, aguerrido, como el español, lo ha hecho estrellarse contra su inconmovible decisión de hacer la patria libre e independiente, no es su bandera la que ahora flamea en lo alto de las fortalezas militares y los edificios gubernamentales?

Posiblemente, esa pregunta se la hacen los cubanos, a la vez que de forma casi trágica, atisbándolo desde el fondo de sus corazones, no pocos comprenden que están enfrentados al peligro de que el resultado de sus sufrimientos sea solo haber cambiado de amo. Esto, desde tiempo atrás, se lo habían anunciado con rencor muchos españoles, con la intención de que ante ese temor abatiesen sus armas. También lo han vaticinado los cubanos enemigos de la revolución. Si todavía no a todos los conmueve esa convicción, son muchos quienes ya recelan. No solo eso: desde que meses antes previeran el destino que se les echaba encima, la inconformidad con ese posible resultado los ha llevado a planear el emprendimiento de una nueva lucha, quizá más terrible que la acontecida, porque en realidad la destrucción causada por la guerra ha dejado al país apenas sin condiciones de emprender una nueva contienda. Ahora falta todo, los campos están asolados y casi deshabitados, los potreros vacíos, los cañaverales devastados, los ingenios derruidos por el fuego o paralizados, las caballerías diezmadas. Por añadidura, con seguridad esta vez no podrán esperar apoyo desde el exterior, porque la emigración más extensa, la refugiada en Estados Unidos, será perseguida con saña si intenta enviarles ayuda. Mientras, en el país, otros, desalentados, desilusionados, ya no estarán dispuestos a volver a la lucha y quizás hasta algunos traicionen y se plieguen al nuevo y poderoso ocupante. Mas, nada de esto los arredra. Ya han conocido que si en la Guerra de los Diez Años encontraron alguna solidaridad en los gobiernos de los países hermanos del continente, en la del 95 han estado, casi sin excepción, ayunos de todo apoyo que no viniese de la propia emigración cubana.

Sí, si los intrusos no se marchan retornará la guerra a asolar la isla, aunque tenga que plantearse en condiciones muy adversas, desfavorables, al punto que algunos de quienes están dispuestos a arrojarse a ella creen que será un suicidio. Pero la llevarán adelante. En cuanto a quienes se sabe se rendirán ante el ocupante, tendrán para ellos su desprecio, mientras multiplican sus fuerzas en el nuevo y desesperado intento. La contienda sostenida, el colosal sacrificio llevado a cabo, tanto dolor acumulado, tantas lágrimas vertidas, no pueden terminar en una descomunal frustración. Esta patria que en sus cuatro palmos de tierra parece como si no hubiese porción suya donde no se encontrara el espacio de una tumba con los restos de los caídos por su redención, merece un destino mejor, y, en definitiva, ¿no dicen las estrofas gloriosas de su himno, que morir por la patria es vivir? Pues, entonces, habrá patria o la tierra vigorosa de Cuba cubrirá sus cuerpos, porque rechazan el sino trágico que parece sobrevendrá.

Pero, ¿por qué si se ha peleado porfiada, heroicamente, con un denuedo homérico, no se ha logrado todavía el objetivo ansiado el 10 de octubre de 1868 o el 24 de febrero de 1895? ¿Se ha hecho algo mal, ha sido un poderoso conjunto de circunstancias adversas el que ha determinado esta trampa o es el resultado ineluctable, irreversible, de un hado que se ha empecinado en mostrarse enemigo de los cubanos? ¿Qué ha sucedido? ¿Cuál es la razón de lo que ocurre?

1 Juan Pérez de la Riva: El barracón y otros ensayos, La Habana, 1975, p. 199. Una comprobación de que esa cifra de víctimas no puede andar lejos de la verdad, es la que se desprende del informe del general John R. Brooke sobre su mando en Cuba. Este anotó que, según los registros, a partir del 1ro. de enero de 1896 y hasta el 31 de diciembre de 1898 las defun­ciones en la isla sumaron 356 000 (Civil Report of the Major General John R. Brooke, Washington, 1900, p. 218). Si se añaden las cifras del año 95 y las que no se podían registrar, queda poco que discutir.

2La LuchayEl Nuevo País, respectivamente, 26 y 27 de enero de 1899.

I. UN REINO DE ESTE MUNDO

Nada es tan falible y equívoco, como las esperanzas humanas.

F. de Arango y Parreño

En la isla o, mejor, en lo que realmente constituye el archipiélago cubano, en las postrimerías del sigloxviii, al calor de las contradicciones entre la metrópoli y su colonia antillana, puestas ya de manifiesto desde mucho tiempo atrás cuando el contrabando en determinadas localidades tuvo que ser reprimido o después, a causa de la lucha contra el estanco del tabaco, se comenzaba a perfilar una nueva nacionalidad. Durante más de dos centurias, la metrópoli no le había concedido demasiado interés a su posesión, de la cual a poco de su conquista había dejado de extraer plata u oro, por agotamiento de sus fuentes, metales que, por el contrario, se lo proporcionaban las minas ubérrimas de la Nueva España oPerú. Solo el peligro que para el resto de sus dominios de América significaba la pérdida del control de la isla y sobre todo del puerto deLa Habana, dada su posición geográfica, había hecho que se le prestara alguna atención y, eso, esencialmente desde el punto de vista militar.1En La Habana, a la vera protectora de sus fortificaciones, podían reunirse las flotas españolas cargadas de las riquezas extraídas a América, para iniciar el largo viaje hacia la península y evitar mediante el número y la escolta de los pesados galeones de guerra el asedio de corsarios y piratas. La situación solo había empezado a variar hacia la década del 60 de ese siglo.

En los primeros tiempos de la arribada de los españoles, en Cuba habían quedado únicamente aquellos conquistadores a quienes la codicia no había empujado hacia el continente. Menos dispuestos a emprender la aventura de Tierra Firme, los recién llegados se habían convertido en encomenderos de indios para lavar oro en los ríos y, a la par, dedicaron parte de sus encomiendas y tierras de reparto a cultivar yuca y producir con esa raíz casabe, un pan bastante insípido que los europeos aprendieron de los naturales y que pronto entró en su dieta y con el cual también se abastecían las expediciones de la conquista. De todos modos aquellas tareas no le rendirían demasiados frutos a los pendencieros evangelizadores, porque la población india resultó diezmada con tal rapidez que en poco tiempo prácticamente desapareció. Entonces un nuevo personaje comenzó a sustituirla en las tareas, el esclavo africano.

Más tarde, los colonizadores, en no poca medida andaluces, extremeños, canarios y castellanos; que vinieron en pos de fortuna, cuando la labor de minería se hizo cada vez más estéril, se dedicaron a la agricultura y a la ganadería. De esta hueste saldría la inmensa mayoría de lo que ahora constituía la sal de aquella tierra: una masa de labradores asentada en las primitivas estancias, conucos y rozas, concedidos en usufructo por los cabildos o a veces por funcionarios reales, otorgamiento para el que en realidad no tenían potestad, o en otras pequeñas parcelas recibidas en arriendo o mediante la aparcería o mero resultado de la ocupación, en donde extraía para sí y sus familias el sustento de un cultivo básicamente encaminado a su propio consumo y cuyos sobrantes dedicaban a la venta en las villas o al intercambio. Con estas primeras concesiones se había establecido lo que sería el proceso de reapropiación de una tierra, que, en definitiva, a la llegada de los españoles no era mostrenca, pues en todo caso pertenecía a las comunidades aborígenes, de la cual fueron despojadas. De ese modo, con base en el derecho de conquista y mediante el acomodamiento en su interpretación de la institución feudal de la presura o aprisión,2 se llevó a cabo el despojo.

También, a lo largo de la etapa alboral, los mismos funcionarios reales, junto con comerciantes, oficiales de tropas y otros personajes de influencia, lograron se les otorgaran grandes mercedes de tierra (solo como una licencia para criar, porque esta era propiedad real), divididas esencialmente en hatos y corrales, que a veces ensancharon sencillamente mediante el apoderamiento de cuantas más tenían a su alcance hasta establecer enormes latifundios, y en estos sus afortunados poseedores criaban casi de manera silvestre ganado bovino, caballar y de cerda. De esta forma se había conformado la primitiva entrega del suelo, que al paso de los años quedó casi porcompleto distribuido—restaban los realengos, las municipales y las poco productivas—, al menos en los papeles, pero que después sufriría un lento, largo y complejo proceso de mercedaciones dentro de las mercedes,3divisiones y recomposiciones hasta crear el cuadro de propiedad que en el sigloxviiidistinguía la isla.

Como resultado, el tabaco, las carnes saladas, los cueros, la extracción de cobre y también las maderas increíbles de un bosque primigenio y esencial, en donde crecían muchas de las caobas, cedros, guayacanes, robles, granadillos y dagames, que ayudarían a erigirEl Escorial, a construir fragatas para la flota de guerra española y después el palacio deOriente,4habían constituido por entonces el mayor potencial de producción de la isla.

Desde los primeros tiempos, España había hecho muy poco por amortiguar las diferencias con su colonia. Por el contrario, los monopolios cobijados por el Estado, las concesiones a favorecidos, el intercambio permitido solamente con la península, los puertos únicos para el comercio y todo cuanto otro tipo de trabas a las relaciones mercantiles pudieran concebirse, había constituido durante mucho tiempo la política económica de la metrópoli en relación con su colonia, y esto hizo palmarias, en más de una ocasión, las distancias que mediaban entre ambos polos y la lucha de los habitantes contra una piara de avariciosos mercaderes de la metrópoli que trataban de mantener al país al borde del empobrecimiento con el fin de poder comprar con baratura sus frutos. En realidad, España, lastrada por una tradición que se remontaba al sigloxv, tenía una política comercial que más que proteccionista resultaba prohibicionista y monopolista,5los hijos predilectos del mercantilismo.

Desde luego, esta situación había encontrado por entonces su contrapartida. Para los precios bajos a que se adquirían los productos insulares y altos a la hora de consumir las mercancías de la península, caras y de mala calidad, o los que esta reexportaba a Cuba, o quizá para cubrir la falta de provisiones que desde España tardaban en arribar seis o siete meses, los habitantes de la Gran Antilla, sobre todo en lugares donde nunca parecían llegar ni las provisiones más apremiantes, aprendieron a acudir a un floreciente negocio, el llamado comercio de rescate o, más exactamente, de contrabando, en el cual tomaban parte británicos, franceses y holandeses, y al que luego se añadieron los colonos de la América inglesa. Ellos surtían a la isla de muchos de los artículos necesarios, mientras de otra parte, en sus barcos, desde algún playazo recoleto, salían los productos de Cuba. Los cabildos conocían bien aquella situación, y todavía con potestades bastante holgadas para regir la vida de las poblaciones habían permitido benévolamente este tráfico ilegal porque lo sabían perentorio, casi de sobrevivencia. Además, era un negocio en el cual todos participaban o todos callaban, incluso curas y frailes. Por algo,Melchor Suárez de Poago, el asesor letrado del gobernadorPedro de Valdés, al hacer en 1603 una pesquisa en Bayamo sobre los involucrados en el comercio clandestino, encontró que, como en Fuenteovejuna, todos a una, es decir, todo el pueblo era culpable.

De los intentos de las autoridades de hacer cesar ese tráfico habían arrancado los primeros estallidos de malestar de los habitantes del país. Mas, ni la represión por órdenes reales y ni siquiera las continuas contiendas bélicas que las potencias europeas dirimían en las aguas de sus colonias americanas, lo paralizaban por largo tiempo. De esto es muestra la carta que envió casi 90 años después de la investigación de Suárez de Poago, el gobernador Severino de Manzaneda al rey en torno al contrabando enSancti Spíritus, SantísimaTrinidad y, sobre todo, San Salvador deBayamo y Santa María delPuerto del Príncipe, donde parecían “no temer el castigo” que les podía acarrear el tráfico ilícito.6De todos modos, estos conflictos de intereses no llevaban a quienes primero fueron llamados hijos de la tierra y luego criollos a una contradicción insalvable con la metrópoli. Vivían en una isla donde sus cabildos, en no poca medida gracias a las Ordenanzas de Cáceres,7les permitían más libertades frente a las autoridades de la corona que las otorgadas a los habitantes de la península, donde el absolutismo Borbón había ido tensando las riendas para subordinarse las corporaciones locales.

A todas estas, las guerras incesantes que España sostenía traían desgarraduras para la colonia cubana. Sus poblaciones habían sido atacadas, en muchas ocasiones, por corsarios y piratas, quienes saqueaban sus riquezas. Aunque no puede olvidarse que, en corso, españoles e hijos de la tierra participaban también en no pocas aventuras en las cuales llegaron hasta el cabo Hatteras o se lanzaron a azarosas aventuras a lo largo del arco antillano. No eran las únicas expediciones que partían de Cuba. De La Habana salieron reiteradamente tropas de españoles y criollos hacia el norte, para defender las colonias hispanas de la península deFlorida o atacar las inglesas. Estas operaciones redituaron buenos botines.

De esta forma, la mayor delas Antillas había ido construyendo una vida económica propia en la cual las disposiciones deMadrid regían, pero distaban mucho de cumplirse. La economía sumergida, el contrabando y su palanca, el soborno; permitían librarse de forma bastante extendida de las órdenes reales. Sobre ese comercio con extranjeros, a ratos legal, a ratos extraoficialmente permitido y la mayoría de las veces ilegal, hay que apuntar que, en no pocas ocasiones, se volvía obligatorio a causa de las permanentes guerras en las cuales España se veía envuelta, con la consiguiente interrupción de las comunicaciones con la península. Por eso, en la evolución de los tiempos, los cultivos comerciales que en la isla comenzaron a desarrollarse y los productos pecuarios, junto a alguna minería menor, significaron fuente de vida y hasta alguna riqueza. A cambio de esos frutos, los barcos de las Antillas inglesas o francesas o de los colonos de la América del Norte, entregaban a Cuba, como contrapartida, esclavos, harinas, útiles para los ingenios azucareros, textiles o especias. No debe dejarse de mencionar, en cuanto a la prosperidad de la isla, que en esta había desempeñado un papel importante las ventas a la flota española, que se reunía en aguas de La Habana para atravesar con más seguridad el océano rumbo a la península.

Los ingenios que laboraban en el sigloxviii, habían tenido su origen en trapiches rudimentarios, donde se generaba raspadura y un azúcar rudo y oscuro que endulzaba el café de muy buena calidad que se cultivaba en algunos territorios isleños. Poco a poco, estos ingenios y sus plantaciones cañeras que habían ido creciendo dentro de los viejos hatos ganaderos como si fueran engendros que se alimentaran del organismo donde se alojaran, terminaron absorbiendo su propio asentamiento (desde luego, una parte se entregó en arriendo a los campesinos). Se trataba del surgimiento de la economía de plantación: una producción en gran escala, con el objetivo de abastecer el comercio nacional e internacional. Tanto se había extendido el cultivo de la caña y eran tantos los trapiches que ya, hacia 1758, la producción azucarera purgada llegaba a unas 5 400 toneladas españolas.8Por entonces una libra de azúcar se cotizaba entre 3 y 5 reales.9Bien había visto el gobernadorJuan Maldonado, hacia 1598, las virtudes de la isla para la elaboración del dulce. Iluminadamente, le había escrito aFelipe IIque esta era una producción por la que merecía la pena se le hicieran préstamos a los vecinos para erigir trapiches porque “la gente della es tan pobre y de tan cortos caudales que no teniendo algun ayuda y socorro particular que V. Mag. les mande hacer en ninguna podran pasar a delante ni poner esta contratacion en el estado que convenga”.10Desde luego, no se puede ocultar que Maldonado al abogar tan convincentemente por las pobres gentes ocultaba que los hombres del azúcar le habían entregado tierras a un hijo suyo para que levantara un ingenio.11Como resultado de la gestión, en 1600, la corona otorgó a los hacendados de La Habana un préstamo de40 000ducados.12De esa forma, se había desarrollado una producción que cubría una fase agrícola, el cultivo de la caña, y una manufacturera, en la cual se extraía la sacarosa. Pero durante un buen tiempo, esta producción había sido una más de las generadas por aquella isla feraz. Como un don de privilegio, de su suelo brotaba el mejor tabaco del mundo y durante un buen período este cultivo, que irrumpió temprano dentro de las tierras ganaderas, constituyó la fuente esencial de su riqueza. Solo que en la segunda década delxviii, el reyFelipe V, transmutado en poderoso comerciante, se había apoderado, mediante un estanco, de “cuantos tavacos estuvieren cojidos y se cogieren [...] de polvo y oja”,13pagando por ellos el peor precio posible.

De esta medida protestaron muchos. Hasta los frayles, que elevaron al rey su queja porque “no solo es en perjuicio de los mismos qe labran el tabaco vesinos y moradores desta dha Ciudd e ysla sino qe tambien Redunda en el nro y de nros combentos pues es notorio qe en todas las tierras en que se hembra el tavaco estan ympuesttas a nro favor muchas memorias de misas, censos y otras ymposiciones en cuyas Rentas tenemos librado nro sustento...”.14

En lo fundamental, como consecuencia del paso de sucesivas generaciones, los criollos blancos habían resultado los propietarios de la tierra y con ellos esta se habíaacriollado, mientras muchos peninsulares que iban llegando se dedicaban, gracias a sus relaciones naturales con la metrópoli, al comercio. Incluso se decía que los criollos se alejaban de este giro. Por su parte, los cargos públicos en la vida militar o civil se distribuían entre peninsulares y criollos, porque hacia entonces no había una pronunciada división entre estos. En los empleos de la vida religiosa algo peculiar había sucedido. La falta de oro en los ríos de la isla, durante los primeros tiempos de la colonización, parecía la causa de un menguado interés hacia esta, como tierra de misión del clero, y eso a pesar de que no pocos clérigos recibieron mercedes de tierras y encomiendas de indios que debían labrarlas de manera forzosa. Mas si en un principio los religiosos provinieron de la península, un producto más de la exportación española gracias al exceso de eclesiásticos que se producían, con el tiempo fueron las familias criollas las que dieron hijos al clero secular y la órdenes religiosas. Resultaba una forma de vida para muchos segundones y jóvenes de escasos medios, que no podían tomar puesto en la administración o en la carrera de las armas.

En ese sigloxviii, en las ciudades laboraban artesanos. Sastres, toneleros, calafates, carpinteros, herreros y gente de otros oficios, venían a satisfacer necesidades importantes de aquella sociedad. En esas tareas se ocupaban, en no poca medida, negros y mulatos libres, descendientes de esclavos que, gracias a la coartación, habían logrado comprar su libertad aunque ya nunca pudieron borrar la marca del hierro del amo, impresa a fuego en su carne. Los blancos, aunque fueran pobres de solemnidad, no se ocupaban en el trabajode las “artes mecánicas”. En elPapel Periódico de la Havana, en mayo de 1792, se decía que la manufactura de La Habana no podía florecer a causa de la carestía de la mano de obra y al rechazo de sus habitantes (blancos) a los oficios, que estaban en manos de la gente libre “de color”. Los blancos preferían la ociosidad,15a tal punto que el gobernante de la época,Luis de las Casas, impulsado por esa situación y, quizá, con la intención de empujar a los vagos que pululaban en las ciudades hacia el trabajo en los ingenios, emprendería su persecución.16

Igualmente, había maestros de enseñanza, aunque bastante iletrados, y los grados académicos que podían obtenerse eran los de derecho, medicina y artes. Para ejercer las profesiones, el aspirante debía pasar antes el proceso de comprobación de la “limpieza de sangre”; es decir, probar que su árbol genealógico no estaba maculado por genes de moros, judíos o negros.

En cuanto a la sanidad de la isla, esta resultaba sumamente deficiente. La morbilidad y la mortalidad eran muy altas y las pestes frecuentes y temidas. Los casos de viruela, cólera, lepra, vómito negro (fiebre amarilla), cuya primera epidemia parece haberse desarrollado en 1649,17entre otras, hacían grandes estragos en la población. No podía ser de otra forma en aquellas ciudades y villas de calles fangosas en época de lluvia y polvorientas en la seca, por donde todavía no era raro ver cruzar el ganado y los cerdos hozaban en los desperdicios que se acumulaban por doquier.

Aquel era un país prácticamente sin caminos, y si los pocos puentes resultaban barridos por las crecidas de los ríos, pasaban muchos años antes de que se tratara de reconstruirlos.

La manera en que se había llevado adelante la conquista, el rápido clareo de la población indígena, diezmada por matanzas, represiones, trabajo extenuante, hambrunas, enfermedades europeas y hasta suicidios colectivos, y la raquítica colonización blanca, había dado por resultado que durante buen tiempo hubiese una inmensa cantidad de tierra inculta. Tanta, que trabajo costaba que los pobladores, quienes durante muchas décadas por el solo hecho de avecindarse en la isla podían recibir alguna estancia, se vieran obligados a trabajar en el hato o corral de algún gran mercedatario. Por consiguiente, estos, desde temprano, habían devenido señores sin vasallos, amos de unos pocos mozos de soldada y propietarios de una no muy grande cantidad de esclavos. Por tanto, el régimen jurídico feudal no hallaba condiciones para cumplirse, y se constituía en buena medida en letra muerta. Más que todo quedaba en las disposiciones reales y la cabeza de los hombres, y solo ellas daban paso a algunos conceptos y costumbres que muchas veces se incumplirían o el poco uso haría desaparecer. Entre sus pervivencias más notables estaba que los hombres de mayor caudal resultaban los regidores perpetuos de los ayuntamientos, y daba igual que se tratara de los cargos de elección, porque entonces los adquirían en un remate.

Al paso de las generaciones, desligado de la metrópoli, el habitante blanco, de origen español le había abierto lugar a otro individuo que había dejado de ser un peninsular trasplantado al trópico. A la vez, de las filas de la esclavitud africana, que había hecho su aparición casi en los primeros tiempos de la conquista, su descendencia también engendró un hijo del país cuyas manifestaciones se distanciaban de las trasmitidas por sus ancestros. Un inevitable mestizaje había dado lugar a un tercer tipo racial; y, de conjunto, blancos, negros y mulatos, y hasta los descendientes de las indias que en los primeros tiempos estos habían fecundado, creaban ahora ese mutante que podía denominarse criollo. Incluso, la menguada instrucción que se impartía en conventos o por particulares, pero siempre bajo la directiva de la Iglesia Católica, la omnipresente conductora ideológica de aquella sociedad, contribuía a la fusión. Por cierto, de manera paradójica, la primera de todas las integraciones en la isla resultaba la constituida por sus habitantes entre sí, respecto a sus ancestros. Mientras España seguía conformada por un mosaico de pueblos; en Cuba, el contacto mutuo, los enlaces matrimoniales, los habían vuelto una unidad indiferenciada. Lo mismo sucedía con los africanos arribados a la fuerza. Las diferencias tribales habían quedado en su tierra de origen.

Si algo establecía una distinción raigal, que perfilaba de manera más precisa al criollo en relación con el peninsular, era una cultura que se iba apartando de la española y la africana para convertirse en una tercera opción, diferenciada de aquellas que le habían dado origen. Para entonces, los rescoldos de los primitivos habitantes apenas aparecían en nombres de territorios y algunos hábitos alimentarios.

Una y otra etnia, blanca europea o bantú africana, aunque una fuera la dominante y otra la dominada, interactuaban entre sí y se desarrollaba un sincretismo espiritual.

Si bien el país estaba quedando punteado por una división cardinal entre criollos y peninsulares, dicotomía establecida en realidad no por el lugar de nacimiento, sino por arte de las relaciones de propiedad y los tipos de ocupación, y que más adelante iba a manifestar crudamente los intereses respectivos de separación o integridad entre la metrópoli y su colonia, había otra más. Aquella sociedad estaba marcada, sobre todo, por una clasificación social: de un lado estaban los hombres libres, en su mayoría blancos, entre quienes ocupaban un lugar preeminente los esclavistas, y de otro, los esclavos. La lenta entrada de estos últimos desde su irrupción en la isla, que en el entorno de 1774 hacía que fueran poco más de 44 000, en 1792 convertiría su cifra en unos 84 000.18Para entonces, dada la codicia de los plantadores, el endurecimiento de algunas condiciones laborales y de vida que se introdujeron en el régimen de servidumbre, hizo que el sistema casi patriarcal respecto de los esclavos que había regido hasta mediados de siglo, se transformase y estuviera mostrando ya su entraña auténtica, brutal y despiadada. En esto influía la rápida expansión que estaba logrando la producción azucarera. Se cumplía el principio a que se subordinaba el trabajo esclavo: tratar de estrujarle al siervo toda la producción posible a lo largo de su vida y a costa de su vida, y esa producción, sobre todo la que se hacía a partir de la caña de azúcar, no abría poros para el ocio.

Desde mediados de siglo, el azúcar, producida con trabajo esclavo que todavía se proporcionaba con limitaciones, estaba creando a pesar de su moderación un sector de hacendados de fortuna a la vez con ciertas características semifeudales y sometido a una legislación de esta misma naturaleza, que actuaba en un mundo de relaciones capitalistas. Sin proponérselo, ese precipitado tomaba visos de estar pariendo un engendro. De una parte, tenía rasgos de productor capitalista, pero su personalidad dominante resultaba la esclavista. Era cierto que los hacendados, con el plusproducto y parte del producto necesario para la vida del esclavo, marchaban a hacer fortuna, pero, a diferencia de los burgueses, estaban impedidos de transformar continuamente la manera de producir y, con esto, de aumentar la cuota de ganancia que obtenían. Podían crecer dentro del molde esclavista, intensificar la explotación, pero no lograban cada vez mayor eficiencia en el trabajo. Bajo el restallido del cuero, el esclavo fingía obediencia, pero trabajaba desganadamente y, si podía, saboteaba el instrumento de labor. Este conflicto en cuanto a la manera de producir y la imposibilidad de aplicar mecanismos más eficaces a la producción, si bien operaba para toda la clase de los hacendados y terratenientes esclavistas, quizá se marcaba fundamentalmente en el hacendado azucarero. En esto influía la fase manufacturera que pesaba sobre él y no obraba en el ganadero o el productor de otros cultivos no cañeros. De esta forma, el hacendado se volvería acentuadamente protagonista y a veces víctima de una situación tan peculiar, que su desarrollo y móviles no serán fáciles de comprender si no se parte de su situación compleja y desajustada. La improvisación, el empirismo, la decisión oportunista, constituirían desde entonces sus pobres armas inmediatas, la falta de proyectos coherentes y de largo plazo, su limitación.

Resulta un tanto difícil calificar de burguesa a esta clase, cuando su capital y las relaciones de producción se han formado sobre la base del trabajo esclavo y no del asalariado.19Creemos que en Cuba y donde quiera que, después de la llegada deColón a América, se estableció el régimen de producción esclavista y a la escala en que se promovió, aun en medio del contexto jurídico semifeudal que regía y de las relaciones de producción capitalistas dominantes en el ámbito internacional, sus peculiaridades hacen preferible tratarlo quizás, dado su carácter determinado, en correspondencia con la manera en que esencialmente producían. No es dable emplear un concepto diferente a partir de con qué producían, ni qué producían, ni para quién producían, ni siquiera lo que pensaban de sí mismos. El esclavo se volvía parte del capital fijo. Esto parece lo fundamental. Tampoco ninguna tecnología o producción podía variar esa situación. El propioMarx dijo que elmodo de producción capitalistaque se formó en las plantaciones de América era formal. Quienes sí resultaban burgueses eran lostratistas. Como resultado, y sin más rodeo, preferiremos hablar en este período y mientras subsista la esclavitud, como médula del régimen de producción en Cuba, de la clase de los hacendados y terratenientes esclavistas, en la cual, estamos de acuerdo, pueden determinarse dos sectores: el de los hacendados en cuya actividad se reunía una fase agrícola y otra manufacturera, y el de los terratenientes dedicados a otros cultivos comerciales o la ganadería.

El relativo aislamiento que hasta mediados del sigloxviiihabía pesado sobre la isla y la escasa codicia que todavía producía en la corte el progreso de la colonia, propició que el rey estableciera conciertos con grupos de la oligarquía criolla, como el que representó la constitución, en diciembrede 1740, de la Real Compañía de Comercio de La Habana,20institución privada, privilegiada por el monarca para realizar negocios de comercio entre Cuba y la península. Esto no contradice que aquellas ordenanzas dictadas por Alonso de Cáceres en los primeros tiempos hubieran sido establecidas para recortar las prerrogativas que, en el control de los asuntos locales, iban ganando en la isla los grupos de grandes mercedatarios, con los cuales tropezaba la política del soberano de establecer su poder absoluto. En los hechos, la lejanía del poder central y la venalidad de los funcionarios de la corona habían obrado a favor de los señores de la tierra y, después, cuando este poder fue transferido a los hacendados y terratenientes de nuevo cuño, ya que muchas veces habían comprado en subasta y a perpetuidad los cargos públicos, a pesar de las diferencias en relación con los monopolios comerciales del Estado, tampoco se produjeron razones raigales para un enfrentamiento sino más bien para la búsqueda de un acomodo de intereses que la mayoría de las veces permitía que los hacendados azucareros, caficultores y criadores de ganado, se salieran con la suya.

Pero si la corona no le había prestado hasta el entorno de la primera mitad del siglo excesiva atención a Cuba, otros ojos sí comprendían todo el valor que representaba su posesión. Tanto había avanzado por entonces el país y su enclave geográfico le otorgaba tanta importancia, queGran Bretaña empezó a ambicionarlo. La aventura delalmirante Vernon enGuantánamo, en 1741, quien aspiraba a conquistarSantiago de Cuba, constituía prueba palmaria.

El despegue

El ataque y toma de la amurallada Habana por los soldados deJorge III,en1762, constituyó la gran llamada de atención al trono español sobre la situación de relativo desamparo en que había dejado la isla. Aquel suceso resultó, por otra parte, muestra fehaciente de que los criollos, si bien parecían tener conciencia de su diferencia con el peninsular, en general no aceptaban a un invasor extranjero. De manera que, en la porfía heroica contra los británicos, demostraron que estaban dispuestos a marchar hombro con hombro con su metrópoli.José Antonio Gómez, regidor de la villa deGuanabacoa, quien combatió de manera denodada contra los ingleses, y las milicias criollas de los regidores habanerosLuis de Aguiar y Laureano Chacón, fueron símbolo de la postura de los integrantes de las clases populares que estaban preparados a caer por la defensa de su tierra en lucha contra el invasor. De esto fueron muestra también las milicias de Villaclara, formadas por igual por hombres del pueblo, que con sus uniformes de cañamazo, sombrero de paja de tres picos y escarapela roja, combatieron contra los británicos en la loma de la Cabaña y Managua y empaparon el suelo con su sangre, como ya lo habían hecho en Guantánamo, en 1741, contra Vernon y sus hombres. De la misma forma lo hicieron las milicias llegadas de parajes tan lejanos comoSancti Spíritus yPuerto Príncipe, mientras enTrinidad la milicias se unían a soldados regulares para rechazar los amagos de la flota inglesa. Por eso, en uno de los antiguos escudos de la ciudad, aparecen banderas británicas plegadas en señal de derrota y cañones debelados. Hecho notable resultó también que en las elevaciones de la Cabaña combatieron las milicias de la Universidad de la Habana. Comenzaba una tradición de lucha de los estudiantes de este centro. Tampoco deben quedar en el olvido los esclavos que cayeron en la pelea. Unos fueron entregados por sus dueños para que ayudaran en las obras de fortificación y otros lo hicieron por la promesa de que, a cambio de su contribución a la defensa, recibirían después la libertad. No a todos se les cumpliría el compromiso.

Sin embargo, debe anotarse que algunos de los habaneros de más prosapia colaboraron con los ingleses. En la administración que estableció el jefe británico de las fuerzas invasoras, elearlde Albermarle, ocuparon cargos de relieve personajes tan notables como Sebastián Peñalver y Calvo, Gonzalo Recio de Oquendo, Pedro y Miguel Calvo de la Puerta y Pedro Beltrán de Santa Cruz. Resultaba una evidencia inicial de una pugna por el poder, que ya empezaba a revelarse entre los poderosos barones criollos y los peninsulares.

El canje de La Habana, ya una de las ciudades más florecientes y populosas del Nuevo Mundo, por laFlorida a los británicos, pareció el anuncio de que la isla iba por fin a ser tomada en serio por España. Pero el retorno a la soberanía hispana podía tener un lado negativo: la implantación del régimen mercantilista que parecía de inevitable establecimiento. El innegable impacto de la administración inglesa en un solo año, que había liberalizado en alguna medida el comercio al permitir mercadear con buques de las islas británicas y sus colonias, sobre todo las de Norteamérica, y dado un nuevo impulso a la producción azucarera, del café y otros géneros, había abierto las almas de los elaboradores del dulce y los productores del grano rojo —sobre todo, los de la región habanera—, a sueños sin precedentes de riqueza y ahora se sentía un motín sordo contra el antiguo y cerrado régimen comercial español.

Sin embargo, lo previsto no ocurrió... al menos, de inmediato. Resultaba tan evidente que las necesidades de la isla excedían ya las posibilidades del comercio controlado, que el gobernador conde deRicla, apurado por sus órdenes de fortalecer las defensas de una Habana que se había mostrado frágil ante el asalto de los casacas rojas deAlbemarle, tuvo la lúcida idea de comprarles abiertamente ladrillos a los industriosos colonos de la América del Norte. También harinas, ante la escasez de provisiones y las numerosas bocas que se habían añadido a la población residente, tanto por el aumento de la guarnición como por los presidiarios traídos para la construcción de las nuevas fortalezas y obras militares que se alzarían sobre las colinas enanas que rodean el puerto de la capital. Esta vez, las embarcaciones de los colonos sajones, cargadas con los azúcares, las mieles, los aguardientes y el café cubanos, no tendrían que actuar clandestinamente. Tampoco los barcos de cualquier nacio­nalidad que trajeran esclavos. De paso, el nuevo gobernador, dinamitó el mono­polio de la Real Compañía de Comercio de La Habana y la hizo ­desaparecer e introdujo otras reformas favorables al desarrollo del país. Si para la burguesía comercial fue una buena época, no menos la constituyó para los hacendados que veían como la introducción de esclavos traía aparejada el aumento de su producción azucarera, o lo que resulta lo mismo, de sus fortunas. De esa forma, las chimeneas de los ingenios continuaron plagando lentamente las campiñas, y en la región habanera su imagen empezó a hacerse tan frecuente como los gráciles y espigados troncos de las palmas reales. Hasta los padres belemitas se hicieron de su ingenio de 300 esclavos, el San Cristóbal de Baracoa,21y por qué no, si su capitán, San Ignacio de Loyola, tenía uno: por curiosidades de la época, una imagen suya era propietaria del San Juan Nepomuceno.22

A reforzar las bienandanzas se añadieron en aquellos momentos otras medidas que, entre partida de caza y partida de caza, dictóCarlos III. Gracias al despotismo ilustrado, un alto en medio de la mediocridad y carenciade perspectivas de la España semifeudal, se prestó atención a los llamadosde sus colonias y se rompieron algunos de los moldes de la administración económica establecida.

Estos nuevos oídos con queMadrid escuchó los reclamos americanos tenían una explicación, que no se debían solo a la buena voluntad de los gobernantes. De una parte, el despotismo ilustrado concebía que para lograr el desarrollo capitalista de España debía estructurar un imperio en el que la metrópoli no anulara sus colonias, sino que la potenciación de estas contribuyese al auge de la península. Por tanto, se volvía necesario permitirles un desahogo en su dinámica. A esto también debía corresponderse permitirles a sus oligarquías detentar una cuota de poder en sus propios territorios y aun en la corte; aunque, por supuesto, dentro de los moldes del absolutismo. Una explicación adicional de esa postura la daba la demanda de diferentes regiones de España, como la planteada por los manufactureros y comerciantes de Cataluña, quienes exigían se les abriese un espacio al comercio con América. De todas estas perspectivas salió el real decreto, de 16 de octubre de 1765, el cual terminó con el monopolio comercial de Cádiz y autorizó el comercio americano con seis puertos más de la península y, 13 años más tarde, elReglamento para el comercio libre de España e Indias, que aumentaba a 11 puertos el permiso del intercambio, ampliaba el número de los aprobados en el Nuevo Mundo y autorizaba a comerciar entre sí a los más importantes de las colonias.23

 

Todo esto lo habían mirado los consejeros de Carlos III desde una óptica muy racionalista, pero a la burguesía comercial del sur peninsular tales disposiciones no le podían resultar nada gratas porque perdían su monopolio. Mas las decisiones encajaban perfectamente en eldesideratumde los criollos. Indudablemente, aquel intento de establecer una inteligencia del absolutismo con las clases dirigentes de las colonias resultaba promisoria.

SiRicla abrió la puerta al comercio con extranjeros —sobre todo con las Trece Colonias británicas de la América del Norte—,Antonio María Bucarely, su sucesor, le volvió a dar un cerrojazo. Pero los cubanos habían quedado demasiado engolosinados con el intercambio plural para que aceptaran en calma su cese: de manera que lo prosiguieron, pero una vez más por vías clandestinas. Ya pocos años antes un historiador, Joseph Nicolásde Ribera, había descubierto que este comercio ilegal parecía imposible de erradicar: “No pueden los havitantes de aquella Ysla a mitir sin delito generos extraños (qe. la embia España) ni vender á otra nacion los suyos. Una y otra empresa aunque delinquente, no ha podido hasta aqui extinguirse enteramente, y parece imposible hallar algun medio especifico...”.24Unas veces a través de laLuisiana, cedida porFrancia a España, y otras directamente, continuó la corriente imparable de mercancías cubanas que marchaban hacia las colonias sajonas, y por esas mismas vías ingresaban en la isla los productos de aquellos vecinos. El viaje de los veleros del norte hacia alguna caleta cubana parecía además indesterrable, entre otras razones, porque la marina española y la colonial no eran capaces de trasladar el amplio volumen de mercancías que Cuba podía poner en circulación.

De las mismas aspiraciones de los criollos que iban más allá de lo concedido por el despotismo ilustrado, salieron momentos en que la protesta sorda ganó el tenor de la rebelión. La causa fue el tabaco, y su escenario se montó enSantiago de Cuba. No era la primera vez. Ya, en 1717, vegueros amotinados de La Habana habían obligado al gobernadorVicente Raja a embarcar rumbo a España y, de nuevo sublevados en 1723,Gregorio Guazo Calderón los arcabuceó y colgó una docena de cuerpos en el camino de Jesús del Monte, como macabra advertencia. Ahora, ante la revuelta de los santiagueros, elmarqués de la Torre se vio obligado a dictar prisiones; mas, también, prudentemente, a hacer nuevas concesiones.

Fue durante el mandato de este marqués, interesado en conocer el desarrollo