Cuentos de la calle Marne - Tomo 4 - Ernesto Thomas - E-Book

Cuentos de la calle Marne - Tomo 4 E-Book

Ernesto Thomas

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Beschreibung

Este es el cuarto libro de esta serie de siete tomos de libros que su autor, Ernesto Thomas González, nacido en Montevideo en 1968, ha escrito durante un período que abarca casi treinta años de su vida, desde, aproximadamente, 1989, hasta el 2018. Actualmente, el autor ha decidido concluir su carrera artística, tanto en su producción literaria como musical.

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CUENTOS DE LA CALLE MARNE

tomo IV

Ernesto Thomas

© Ernesto Thomas

© Cuentos de la calle Marne. Tomo IV

Abril 2023

ISBN ePub: 978-84-685-7428-8

Editado por Bubok Publishing S.L.

[email protected]

Tel: 912904490

Paseo de las Delicias, 23

28045 Madrid

Reservados todos los derechos. Salvo excepción prevista por la ley, no se permite la reproducción total o parcial de esta obra, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio (electrónico, mecánico, fotocopia, grabación u otros) sin autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. La infracción de dichos derechos conlleva sanciones legales y puede constituir un delito contra la propiedad intelectual.

Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47).

Índice

PRÓLOGO

FEDOR YEVSKI

PRIMERA PARTE

SEGUNDA PARTE

TERCERA PARTE

EPÍLOGO

EL PRESAGIO

EL REO

EN LA COLINA

EN LA GRUTA

EN LA PRISIÓN

EXTRAÑA CONFESIÓN

FIEBRE GRIS

GWANDA

JAQUE MATE

L.V.B

LA ARAÑA NEGRA

LA ESPERA

EN LA MADRIGUERA DEL DIABLO

PRÓLOGO

Este es el cuarto libro de esta serie de siete tomos que nos ofrece el escritor Ernesto, Thomas González, nacido en Montevideo, Uruguay, en 1968, estudiante de la licenciatura de Filosofía en la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación en su ciudad natal.

Difícil le es pues, a este autor, absolutamente autodidacta, llevar a buen término la difícil tarea de realizar nada menos que un prólogo medianamente aceptable para sus propios libros, pero tratándose de un autor absolutamente desconocido por el público y por los ambientes literarios, el autor debe en este caso, a falta de otra solución, ejercer la engorrosa tarea de escribir el propio prólogo de sus obras.

Si de juicios se tratara, es de la opinión del autor que no existe mejor persona para juzgar su obra que las opiniones de los lectores, cuya lectura espera el autor que les sea agradable y entretenida.

El autor no va a pretender hacer en este prólogo un análisis erudito de sus obras, ya que está carenciado de la formación académica necesaria para realizar un análisis crítico experto y bien realizado, pero no pierde la esperanza de que algún día algunas de sus obras puedan ser objeto de un análisis más serio que el que el propio autor está privado hoy en día de hacerlo.

En este cuarto tomo el autor expone el ridículo romanticismo entre un veterano profesor conservador de la Rusia zarista con una joven alumna adolescente de ideas trasgresoras.

La enorme mayoría de las obras de estos siete tomos que el autor nos presenta, las escribió durante sus internaciones psiquiátricas en el Hospital Vilardebó y la clínica Jackson, más algunas obras compuestas más recientemente en la clínica “Los Fueguitos”.

Sin más qué decir sobre el tema, el autor se despide atentamente, agradeciendo la buena disposición del lector.

Ernesto Thomas González.

Montevideo, 27 de setiembre de 2017.

FEDOR YEVSKI

“Un hombre está condicionado por él mismo, por su circunstancia, y por las opciones que maneja para tomar una decisión en un momento dado”

-predicado existencialista-

PRIMERA PARTE

I

En el recién comenzado siglo XX, vivía la primavera de mi juventud entre manuales de biología e historia natural en algún aula deteriorada de la Universidad de Kiev.

Educado y discreto, aderezado de esfuerzo y dedicación, era un prometedor joven de veinticinco años que era la crema de mi familia Yevski. Descendientes de los antiguos Yavasky de Crimea, mi familia, constituida por mi padre Piotr Yevski Ivanovich y mi madre Alexandra Yunina Alexis, pretendía elevar mi educación al mejor estilo Yevski.

Era prioridad familiar una profesión honesta y honorable, mucha disciplina, firmeza y buena educación, que solo podía brindarme las aulas soberbias y descascaradas de la Universidad “San Protv de Kiev”. Pronto, fui allí un buen estudiante, disciplinado y retraído, amante del estudio, las deducciones y las pastas italianas.

Cursado el primer año, me decidí con firmeza obtener el título de Medicina Forense, dada mi afición a la investigación, mi humor negro y mis inclinaciones por los misterios de la vida y la muerte. Pasaba comúnmente diseccionado lombrices y cucarachas, psicoanalizando homicidas y estudiando los efectos del “rigor mortis” en un caso de carbonización masiva.

Eran también épocas duras, llenas de represión y autoritarismo zarista.

Por la Avenida 18 de Julio se aglomeraban los manifestantes con banderas y bombas molotov protestando contra el Muro de Berlín ante los coraceros a caballo del Zar Nicolás II y su cuerpo de granaderos.

Épocas agitadas, llenas de imperialismo, desigualdad social y en un mundo donde se iniciaba un escalonado avance en la ciencia y la tecnología. Habíamos superado un siglo lleno de tensiones diplomáticas, una verdadera paz armada de equilibrio tenso y difícil que pudo haberse quebrado en cualquier momento.

Si bien en las últimas décadas los grandes bloques que se repartían el mundo se hallaron en el borde del desastre, hay ciertos políticos que auguran nuevos horizontes históricos. La catástrofe internacional en extremo oriente que tuvo lugar hace año y medio y que hace temer al “peligro amarillo” y la inestabilidad de nuestra patria rusa no conforman a los escépticos.

Todo aquello repercutía en los subsidios universitarios, creando una clase estudiantil inconformista y antiautoritaria que ocupaba locales y organizaba motines y marchas.

Creó también una mentalidad nueva, subversiva, que valoraba la rebeldía y la libertad social. Como resultado de ello me vi inmerso en una universidad atestada de gente rara y extravagante, bohemia, impregnada de marxismo y que fumaba marihuana en los baños.

Eran los mismos que rayaban los muros de la universidad contra las reformas del ministro Rama y dibujaban tetas, eyaculaciones o poemas.

Todo eso en un siglo recién iniciado, con grandes avances científicos. En el año tres, un periódico anunció que un mecánico norteamericano logró volar un aparato durante veinte minutos sin tocar suelo, superando a Santos Dumont, que Benz terminó la era del transporte equino con un carro de cuatro ruedas sumamente veloz y maniobrable que va por todo terreno.

Últimamente, con eso del tema de la libertad, se crearon playas mixtas para hombres y mujeres en Inglaterra, donde el traje de baño llega solo hasta las pantorrillas.

Los bolcheviques atentan contra el Zar. Incluso a nivel científico, un doctor recibido en la Universidad de Viena, argumenta acerca la sexualidad de los niños y que estos se enamoran de los padres. Los pintores han dejado de dibujar y se conforman con rayar o salpicar las telas.

Aquel día fue amargo para mí. Los comunistas de Kiev, repartidos entre los gremios de la clase trabajadora y universitaria habían iniciado una protesta contra el Zar, apoyados por partidos de oposición.

Se había decretado paro general y la policía zarista detenía dirigentes obreros, mientras la multitud se reunía en el Acto del Obelisco. Millones de ciudadanos juraron acabar con la autocracia del Zar y la caballería y el cuerpo de cosacos reprimió ferozmente a la multitud. Había noticias de que el líder disidente Lenin anunciaba su desembarco público en Petrogrado desde su exilio.

Ese día acudí a las aulas de la Universidad. Me era necesario aprobar el examen de necro técnica y realmente detestaba todo lo vinculado a la política.

Mi actitud independiente encolerizó a los militantes comunistas de los politizados gremios estudiantiles. Por todo el local se corría la bola de que yo era un autócrata zarista, un conservador radical y se me tachaba de “tira” y “carnero”. Aquello ocurría en los peores momentos.

Hacia un año y pico del desastre ruso contra Japón. En esos meses de agitación, ocurrió el motín del acorazado “Potemkin” y justo en pleno período de exámenes, tuvo que brotar el alzamiento antizarista del año sexto.

Brigadas ultraizquierdistas dieron muerte a cuatro cosacos que tomaban té en una garita sin previo aviso y en Kiev adquiría auge el terrorismo urbano en forma de guerrilla sistemática.

Secuestros a políticos reaccionarios, gremialistas moderados y asesinatos terroristas por un lado, y allanamientos indebidos, censura periodística, torturas clandestinas y desfiles aburridos por otro culminaron en el período más nefasto de la historia.

Después de la sangrienta represión zarista, en la Universidad, donde una bala de goma dio muerte a la primera víctima del régimen, todo volvió a la normalidad.

Las calles de Kiev fueron despojadas de pancartas y afiches demagógicos y de vidrios rotos. Los barrenderos limpiaron con sus trapos de piso y escobas y lampazos las latas de cerveza, las bolsas de basura y las manchas de sangre de los escalones de mármol de la Universidad.

Después de la agitación, reinó el orden y la seguridad ciudadana en todas las Rusias, y ya se podía transitar de un lado a otro de la ciudad en horas oscuras sin que un asaltante o violador te atemorizara.

Por fin la Justicia se hizo valer y los delincuentes que causaron tanta ruina, muerte y pesar a toda la ciudad fueron ejecutados en la plaza mayor por la policía después de un juicio justo al que pudimos seguir paso a paso por los medios de comunicación.

El himno volvió a hacerse oír y todos los rusos volvimos a estar juntos y unidos como una sola nación al que los movimientos subversivos instigados por potencias imperialistas extranjeras, como la del Káiser de Alemania, pretendieron desestabilizar y entregar al caos, la guerra y el desastre.

Después de ese período, la Universidad fue otra. Se sustituyeron a los profesores incultos que vivían a costillas del estado, por una nueva generación de profesores mejor remunerados e instruidos, con mayor rendimiento educativo y más eficiencia. Se pretendía elevar el nivel educativo y eliminar el exceso de burocracia.

La Universidad dejó de ser ese edificio vetusto y decadente, lleno de gente sucia, baños malolientes, desaliño y caos.

Vinieron pintores que restauraron los muros descascarados, rayados o arruinados por la humedad. Se puso énfasis en la disciplina, la pulcritud y la corrección. Los estudiantes íbamos a la Universidad bien vestidos y afeitados, tirábamos los papeles y la viruta de los lápices a la papelera, cantábamos el himno e íbamos con ganas de aprender y servir a la sociedad.

Después de tanto tiempo perdido, yo salvé mis exámenes y me destaqué dentro de mi nivel como uno de los más preeminentes en la profesión. Como reflejo de ello, y aunque aún me faltaran algunos años para recibir el título, se me nombraba prematuramente con la palabra “Doctor” Fedor Yevski.

II

Respetado y elogiado por el ambiente académico, era el elegido preferido de conferencias y demostraciones, ante la satisfacción y devoción del profesorado y colegas. Supervisé personalmente tareas administrativas y realicé ciertas tareas colaterales. Todos me conocían como el doctor Fedor Yevski.

Todos nos dimos cuenta que la vida se había vuelto normal. La sociedad respiraba la rutina de la tranquilidad, los paseos otoñales por el puente de Minsk, la santa misa dominical, el perro con el periódico en la bolsa moviendo la cola, las tostadas y el café con leche a punto, el nudo prolijo de la corbata, la raya de los pantalones hecha con la plancha, la puntualidad, la atención y corrección en el estudio.

La seguridad de desarrollar mi vida de forma tranquila y el saber que envejeceré planificada y cómodamente de forma inadvertida e indiferente, entre la mesa del desayuno y el estrado universitario. La calma y la paz habían retornado y el caos, la muerte y la violencia habían pasado y no merecía mencionarse. La Gaceta de Kiev anunció en primera plana: “No habrá comunismo en Rusia en cincuenta años”.

Como corolario, aquella primavera que siguió a estos hechos fue la más hermosa que había habido en muchos años. La violencia había culminado. Los sediciosos y los libros o documentos que pretendieran subvertir el orden o que no nos fueran compatibles con los valores pacifistas fueron desterrados a Siberia y arrojados a las hogueras.

Los judíos culpables de todos los males que nos azotaron a los rusos desde los últimos siglos fueron arrestados y recluidos en campamentos especiales donde pueden vivir y autoabastecerse ellos solos sin contaminar la sociedad y donde gozan de salas de cine, guarderías y jardines.

También se llevaron a la familia del judío Nevsky, mi vecino. Se fue muy asustado y tenía miedos infundados, motivados por la propaganda antizarista, de que los iban a matar.

Me dio pena cuando se fueron, porque éramos conocidos y a veces me prestaba la tijera de podar y reparó el armario del fondo.

Pero es judío. Se ha probado científicamente que su protuberancia nasal coincide con la aptitud para el disimulo, la avaricia y la perfidia.

No se trata de un asunto personal. No es culpa de ellos ser así. Es su naturaleza. Espero que Nevsky se adapte bien; el trato que recibirá es muy considerado teniendo en cuenta el daño que han causado y la sangre que se ha derramado en la última revuelta.

Durante años las calles han estado limpias. Uno puede estar seguro de que van a estar los negocios abiertos los días hábiles y de que se va a poder utilizar el transporte urbano sin tener la sorpresa de un paro gremial.

Junto a la seguridad callejera, hoy no se ven a esos barbudos sucios de pelo largo con vaqueros descosidos que tanto mal causan a la imagen de la ciudad.

Ya nadie fuma marihuana en la ciudad, ni se realizan orgías llenas de droga y sexo. Todos los homosexuales y pervertidos habían sido recluidos o rehabilitados, por lo que la decencia era universal.

Para entonces yo había superado ni nivel. Había adquirido títulos universitarios y cada vez estaba más cerca de mi título de “Doctor”, si bien nunca lo alcanzaba.

Había cumplido al menos por el momento las expectativas de mi familia Yevski y había sido aceptado como un participante de la élite educativa. Aunque no me había recibido yo era considerado “doctor” y yo lo aceptaba por el momento hasta mi obtención del diploma.

Una madrugada de otoño, previo a cepillarme los dientes, pensé al mirar a través de la ventana de mi dormitorio, aún en pijama, de que nunca me recibiría de doctor. Y me di cuenta de que en realidad siempre lo había sabido, sin necesidad de planteármelo.

A pesar de saber eso me conformaba al menos el hecho de que los demás me consideraran como tal.

Fue un pensamiento importante, quizás un poco raro o con un matiz de angustia, pero no dejó de ser una simple ocurrencia pasajera y procedí a desabrocharme los botones del pijama y a quitarme las medias mientras la vieja Kutia cocinaba el café y las tostadas con mermelada.

III

No obstante, los tiempos se suceden, y los cambios de mentalidad les son inherentes. La plaga contestaría que tanto había corrompido el sistema universitario hasta el levantamiento de 1905 y 1906 volvió a hacerse presente en las aulas estudiantiles, esta vez de forma encubierta pero no por ello menos perniciosa.

Los primeros indicios de dichas actividades subversivas y antizaristas fueron ciertas humaredas sospechosas en pasillos o baños de poco acceso en los locales de la Universidad. Faltas de respeto hacia los adscriptos, desprolijidad en las tareas y cierta lascivia general (faldas reducidas, besos en público, etc.)

Muchos estudiantes frecuentaban locales de mala fama y pronto la universidad se vio amenazada por la inmoralidad y el marxismo.

Comprendiendo que esas sutiles alteraciones, intencionadas o no, del orden, disfrazadas de inmadurez juvenil estaban dirigidas a boicotear el dogma ortodoxo y la moral zarista, comprendimos que se estaba gestando la revolución en Rusia y que la vida del Zar peligraba, de tal forma que se apostó un regimiento de cosacos en el Kremlin y se inspeccionaban y probaban las ostras y el caviar francés, y los vinos moscato que ingería el zar en sus libaciones.

Por decreto del director Acostaroff Ilarovich, su excelencia suprema en la Universidad “San Protv de Kiev” donde yo daba cátedra, se realizó una investigación destinada a sondear la mentalidad universitaria.

Con horror comprobamos que existía un grupo no determinado cualitativamente de estudiantes de personalidad psicopática que pasaban como personas normales en la sociedad.

Procedían de buenas familias y posición social, de origen burgués y conservador, que tenían buenas notas, de apariencia pulcra y decente. Estos individuos indetectables que pasaban como conservadores apolíticos, leían textos de Marx, Engels, Spinoza, etc.

Altamente politizados e intelectualizados, fumaban marihuana en los sitios sospechosos antes mencionados y eran adictos a los textos alternativos de autores como Leautremont, Baudelaire y de reivindicación social como Benedetti y otros.

Grupos de sociópatas han sido detectados en algunas playas del Cáucaso drogados, haciendo amor libre y bailando mazurcas. Dicha cultura subterránea y clandestina es preocupante por su tener como emblema de la desinhibición, la inmoralidad y la música alegre y con ritmo.

Agravia en su esencia las virtudes del ser humano, la castidad y los réquiems aburridos de las misas y a las ceremonias fastuosas donde hay que esperar agolpados entre la multitud durante más de una hora, para ver pasar durante unos segundos a la calesa donde va el Zar de todas las Rusias, para poder arrojarle flores y papelitos.

Ante dicho peligro social se creó una vigilancia universitaria donde participamos hasta los más altos docentes. Incluso fueron agregados funcionarios que pese a su baja estatura eran adictos al régimen e integraban la administración.

IV

Para aquel entonces tenía mi propia esposa e hijos, un apartamentito en los suburbios con un jardín al que me encargaba de mantenerlo los domingos, un fondo con un parrillero donde hacía mis asados con molleja y chimichurri y una sala de estar con una radio de galena, un fonógrafo, el enorme sillón de respaldo enmoquetado donde me sentaba yo a leer el diario o a fumar mis puros.

Mientras, mi Duskina preparaba las ensaladas con mayonesa, las tostadas y administraba la casa ya haciendo la contabilidad o increpando a Nadia por no desempolvar bien el mobiliario o no blanquear bien los puños de la camisa que se debe poner Alexis para ir a misa. Mientras, “Tontón”, el perro menudo de largas orejas y ojos tristes sale al jardín.

Tontón vivió en casa un tiempo a pesar mío. Particularmente siempre odié a los bichos, en particular los perros, que llenan de pelos y suciedades toda la casa. No tengo nada contra ellos, si no fuera porque me gusta tener todo limpio y llevar una vida ordenada.

Pero mi familia se había opuesto a dejarlo en la calle y yo, como después de todo no soy una persona dura e insensible y me caracterizo por mi pragmatismo y sentido común, decidí aceptarlo en el jardín hasta que creciera un poco y pueda valerse por sí mismo.

Para entonces era algo conocido en la ciudad, al menos por ciertas personas.

Tenía un asistente en mis labores de la universidad y un día fue publicado en una página de “sociales” de un periódico de cierta tira uno de mis comentarios de beneficencia. Fue una nota breve y salió solo una vez, pero no es cualquiera el que sale en un diario de la ciudad, aunque no tenga una buena tirada.

Como decía, tenía un asistente. Se suponía que me sería útil y que me daría cierto status, pero era todo lo contrario.

Se llamaba Tarasta Bolodoff y era de baja estatura, tosco, corpulento y débil mental. Solo sabía efectuar labores manuales y de limpieza como traer libros, sacarles punta a las plumas y copiar textos con buena letra, aunque era muy lento.

Me seguía siempre a todos lados donde yo iba y me llamaba “dotó Fedor”, porque el pobre se tragaba las palabras y tenía problemas de pronunciación. Le tenía que detallar lo que le ordenaba hacer porque no le daba la cabeza para decidir por sí mismo y me decía:

- ¡Si, dotó!

Sé que debe haber alguno que le daba gracia verme con él, pero ninguno de mis alumnos jamás se atrevería a formular la más mínima alusión, dado a que sabía imponerme y ser tratado con respeto. Ante cualquier insinuación irónica yo tenía el respaldo del sistema educativo de la institución y mandaría a cualquier imbécil a la adscripción.

Dicha posición me satisfacía y debo decir que llegué a desear tener en mis aulas algún imbécil que se atreviera a pasar el Rubicón.

Pero todos los estudiantes eran conscientes de ello, y me tuve que conformar con mirarlos inquisitivamente delante de Tarasta, mientras él me hablaba, dejando en claro quién tenía la sartén por el mango. Los obligaba a permanecer callados formalmente, a pesar de que Tarasta me hiciera sentirme algo ridículo, de manera informal.

V

En el otoño de 1909 el servicio de inteligencia de la universidad en el que presté servicio adicional, me comunicó que se había detectado una red clandestina de sociópatas en la institución y que se identificaron algunos individuos aislados que debían ser vigilados.

Se suponía que tenían ideas anárquicas y de moralidad promiscua entre los que se contaban algunos dentro de mi grupo de trabajo. El Director me encargó el seguimiento de uno de los miembros, la señorita Katia Lisánovich, alumna mía desde el año pasado, que la conocía de vista y que cursaba el grado de Biología Medular.

El Secretario Director me comunicó que debería acercarme a la joven directa o indirectamente e informar, notificar paso a paso su conducta habitual, relaciones públicas y privadas.

Yo debía ahondar sobre sus costumbres sociales propias y de su contexto, su vida sexual, su relación con los vicios, y ahondar sobre su cultura moral, religiosa e ideología política.

En un librote de gruesas tapas aparecía un perfil similar al de la señorita Lisánovich, de donde se deducía a partir de la comisura labial una inclinación a la vida pasional a la par que su frente de pómulos sutiles y despejada sugerían la propensión a la curiosidad, al gusto por la novedad, la falta de criterio propio y habilidad para aprender.

Comprendimos que la señorita Lisánovich era una persona con una biología libertina, con propensión a las habladurías y a la fantasía, unida a una capacidad para adquirir cultura y ser manipulable socialmente.

Una candidata perfecta del esnobismo bolchevique, ávido de libertinaje y empapado de intelectualidad. Los agentes del servicio secreto coincidieron en su peligrosidad y estaban decididos a desterrarla a Siberia.

Ante esta actitud tan extremista y radicalizada de los gorilas descerebrados del Zar, yo argumenté con mi respaldo brindado por mis conocimientos forenses, que la biología de un individuo es un factor esencial en su carácter, pero que no lo decide por entero, ya que está expuesto a influencias sociales. Me decidí a no ser determinista y relativicé la gravedad del caso.

Yo planteé que la tendencia sociópata de la señorita en cuestión puede canalizarse hacia parámetros convencionales si le damos la oportunidad de regenerarse en un contexto social adecuado.

Les pedí que no la vean como a un caso perdido. Hay que hacer lugar a la vida y tener esperanza en su regeneración social. Les hablé de los avances científicos que habíamos logrado en las últimas décadas en ese terreno.

-Todos los días, cada año, aparece algo nuevo-les dije.

- “Fíjense que hace apenas cuatro años, en 1905 un doctor –llamado Pavlov- logró estimular el flujo de saliva de un perro en base a la respuesta sonora de una campanita de metal que la hacía sonar cuando se le servía un trozo de carne. Al final del experimento, se logró que secretara saliva sin tener que darle nada ¿Qué les parece?

Eso fue hace solo unos pocos años. Imaginaos el alcance sencillo y fundamental descubrimiento del señor Pavlov. No sean crueles con Katia Lisánovich. Ella no es una persona irrecuperable que se deba aniquilar.

No es un ser malintencionado, sino una persona que actúa así porque “aprendió el hábito social” de hacerlo, en base a un contexto y su interpretación desviadas.

Ella no es mala, ni es una anarquista inmoral, sino una que está enferma. No merece ser castigada sino entendida para ser rehabilitada socialmente. Sugiero su internación en un asilo de dementes. Confiar su cuidado a cargo de especialistas y psicofármacos. Existen esperanzas concretas de que es posible su cura.

Habrá retrocesos en el tratamiento, pero hay que tener fe, no dar el brazo a torcer, hay que luchar... ¡luchar!

Tenemos la mejor arma social de los tiempos modernos: el conocimiento científico de las causas de la conducta humana, tanto biológica como su origen espiritual.

Usemos esa arma para erradicar la marginalidad, el egoísmo y la inmoralidad humana y crear una sociedad de individuos dóciles, bien relacionados y con Sentido Común. Este trato será más suave y grato que enviar a los revoltosos a Siberia para que mueran de frío, lo que es cruel, inefectivo y costoso políticamente” –terminé.

Mi posición firme y decidida impresionó a los militares zaristas y dado que además de brutos eran analfabetos e ignorantes, aceptaron mis palabras de “doctor” como si les hablara el propio Mesías. Al final de la reunión se decidió el tratamiento de Katia en manos de un especialista.

No era precisamente una “loca de atar”, pero poseía problemas de relacionamiento. Era un problema y el tratamiento nunca le iba a hacer mal.

Sin embargo, si bien la internación de la ciudadana Lisánovich era un hecho pronosticado, se pospondría durante algún tiempo, durante el cual yo debía acercarme a ella para obtener información de su medio y detectar otros miembros clandestinos.

VI

Al llegar a este punto de la narración debo aclarar que estoy en una encrucijada. Tengo proyectado narrar que el Dr. Yevski conoce a su alumna de alguna manera y se integra a su círculo, y mucho más, hasta el final, que lo expondré en las siguientes páginas.

Pero si bien tengo definido el argumento de lo que le deparará el destino al doctor Yevski hasta el final, lo cierto es que me encuentro ahora y aquí mismo en una situación difícil. Yevski debe conocer a Katia Lisánovich más o menos íntimamente. Así lo dice el Destino y así lo dispongo yo, sea Yevski o no.

La pregunta que me hago es de qué forma expondré que una adolescente inmadura, desprejuiciada y liberal, que reniega en la Doctrina de Seguridad Nacional, que debe tener menos de veinte años, entable una relación sincera y algo íntima con un profesor reaccionario, abúlico, veterano.

Un casi anciano que la única trasgresión de su vida fue armarse un cigarrillo con barba de choclo en un granero a escondidas. Que fue descubierto y castigado y que nunca más volvió a andar con “gente de mal andar” como el que lo acompañó a armar el cigarrillo de barba de choclo.

Es difícil tratar de encontrar una compatibilidad. Quizás a ella le sedujera su madurez y su magnetismo conservador y él después de todo no fuera más que un libertino lascivo que usaba lentes oscuros, traje y corbata y diera discursos en el paraninfo.

Quizás ella buscara una base social donde a apoyarse formalmente sin que estorbara su disfrute de la vida. Quizás él estaba aburrido de las tostadas y el café con leche de su hogar, que la rutina lo agobiaba y su esposa era una mujer frígida con la que él hacía el amor sin pasión, y pensando en otra cosa mientras eyaculaba.

En vano había tratado Yevski (prefiero ser el Dr. Yevski después de aclarar esta encrucijada literaria) de desperezar su rígida rutina matrimonial y agilizar su relación con su esposa permitiéndose algunas vacaciones veraniegas en el exterior donde ambos desearon creer que tanto el uno como el otro disfrutaban espontáneamente de las aguas azules de Crimea.

Que les interesaba realmente la historia nacional de la ciudad búlgara que visitaron y cuyos suvenires son visiblemente expuestos en el hogar como diciéndose a ellos y a los que visitan el hogar que disfrutan sus vidas... Que al contemplar esos suvenires se dirían:

“Que bien la pasamos. Nos interesó mucho la historia del lugar y tenemos sensibilidad estética. Nadie nos va a quitar lo bailado”.

No voy a aceptar esa compatibilidad entre Yevski y Lisánovich sino como hipotética y circunstancial.

Por más que me imponga la tarea de hacerlo, nunca hurgaré lo suficiente en las mentes del “doctor” Yevski y su alumna, Katia Lisánovich, como para poder saber o siquiera suponer la cantidad de causas, inclinaciones y parámetros personales de cada uno respecto a sí mismos y hacia el otro.

Diré que las causas de la relación extramatrimonial de Fedor Yevski con su joven alumna nos son de índole íntimamente desconocidas.

Pero tal relación, como lo demuestran los hechos, existió y fue básicamente sincera, aunque formalmente surgió de un malentendido que lo condicionó en gran medida y que en definitiva creo que lo hizo posible.

VII

Estoy anonadado. La cabeza me fluye. A esta altura no sé por dónde está el hilo de mi lenguaje. Fedor y Katia. La bella y la Bestia. Las góndolas en los canales de Venecia… una mezcla de conservadurismo ortodoxo de la Dictadura Militar y la revolución rusa de 1917. Me siento cansado y la cabeza me da vueltas.

Todas estas líneas que recorrieron el carril de mi máquina de escribir desde hace horas, durante casi media tarde, son fruto de un esfuerzo mental que produce hastío y dolor de cabeza.

Desde hoy por la tarde hasta esta noche estoy tratando de dejar testimonio de este fragmento de la historia humana.

No estoy hablando de revoluciones, ni de batallas ni de grandes multitudes, sino de la vida de un solo individuo que fui yo, y su historia inherente. La historia de su tragedia, que solo fue trágica en sus últimos meses de existencia, pero que se caracterizó durante décadas por la ignorancia, la insensibilidad y la falta de vida de la que eligió privarse a sí mismo en pro de poder seguir sintiéndose seguro en su rutina.

Un hombre que se creyó a sí mismo y a la humanidad sepultada bajo tierra durante toda su vida, que se auto diagnóstico muerto a sí mismo y a los que le rodeaban muchísimo antes de que eso ocurriera. Y que creyó que la muerte que se diagnosticó a sí y a todos era la vida y que creyó que la vida era la muerte.

Peor que eso; estuvo años estudiando la vida reconociendo cadáveres, dando vida a la muerte y matando la vida.

Las líneas que son la historia de un solo individuo que vivió no hace mucho y que es también la historia de la bella Katia Lisánovich, que la incluye, la funde, la comparte y continua. La historia de estas líneas que es parte de mi historia y parte suya a la que incorpora al recorrer este relato lleno de dolor, indolencia, e ignorancia humana.

Es nuestra historia y mía por excelencia. Incluye una gratificante relación extramatrimonial, fruto de un malentendido casual y cómico, y que sigue con mi propia exclusión social, y el dolor del castigo inherente, hasta que lo conocí a Él.

Lo conocí de golpe, imprevistamente, si bien lo había tratado antes. En realidad, siempre habíamos existido, si bien yo lo ignoré por mucho tiempo, y pretendí jugar con su imagen.

Solo en las horas más desgraciadas se puede acceder a su presencia y solo bastaba presentarse formalmente para lograr la aceptación inherente.

Ahora, superada la prueba de la ignorancia, la tentación y el castigo, concibo la serenidad de la redención, y siento que la vida es miel, que el agua es miel, que el dolor es miel y de que la vida no es una forma de muerte, sino que la muerte forma parte de la vida. Pero no…

Todo está claro. La historia no es una gran epopeya. No tiene hitos y solo la conozco yo en sus detalles más íntimos e indescifrables que son los que realmente la validan.

Desgraciadamente, solo podemos participar nosotros en los sucesos descritos en estas líneas por mí y puedo hacerlos participar en mis reflexiones en los momentos más dramáticos o de cierta relevancia de este texto. Pero la verdadera historia reviste un enigma intransferible a vosotros por medio del lenguaje escrito. Debéis perdonarme, pero así es.

Si bien la faceta objetiva de la historia que he vivido le es fácilmente accesible al lector con la acción de incorporar este texto a su entender, en cambio dicha otra faceta íntima e indefinible solo puede ser accesible al lector si se deja incorporar su entendimiento al patrón espiritual que refleja entre líneas este texto.

Sé que muchos no entenderán y repasarán el significado gramatical de estas palabras una y otra vez sin saber qué es lo que digo. Le sugiero a dicho tipo de lector que no preste atención a las palabras y que siga adelante con la lectura. No debe sentirse decepcionado ante sí mismo, porque no ha fracasado realmente en su objetivo.

No se requiere entender racionalmente lo que profeso para que logre trasmitiros el mensaje verdadero de estas palabras, siempre oculto en el velo de entrelineas. Me consta que lo sabéis y doy fe de ello.

De alguna manera dicha faceta íntima de la historia de mi vida existió desde que nací, trasmitida por la vida y la naturaleza de este mundo y una de sus versiones fue la de mi existencia terrenal, a la que guio y acompañó en toda mi vida. Conscientemente la ignoraba, aunque era más obvia que la luz del sol, y solo la comprendí cuando nos presentamos el Uno al Otro.

VIII

Diré antes que nada que hubo un antes y después en mi vida.

Un antes racional, indolente y que se consideraba satisfecho de morir planificada y lentamente, sin dolores ni sobresaltos. Era un Fedor Yevski que pagaba las cuotas del gas, del agua, de la mutualista médica y del servicio fúnebre.