El Violador - Ernesto Thomas - E-Book

El Violador E-Book

Ernesto Thomas

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Beschreibung

Este es un relato crudo, realista, objetivo y sin ninguna clase de sensacionalismos, de un gamberro que viola a una pequeña niña de seis años, tras lo cual, este delincuente pasa a vivir el resto de su vida en las peligrosas cárceles uruguayas, y termina sus días internado en un hospital psiquiátrico. El hecho de que el autor de esta novela, Ernesto Thomas González (1968), le haya puesto su propio nombre a este personaje motivó una verdadera histeria tanto entre sus psiquiatras que lo trataban como entre sus familiares. Tanto, que el autor fue medicado psiquiátricamente de una manera tan severa como absurda durante casi un año, y sus psiquiatras pensaron someter al autor a electroshocks. Este libro causó un hecho inédito en la historia de la literatura: es el primer caso registrado de que un autor fuera medicado psiquiátricamente por el solo hecho de haber escrito una obra literaria.

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EL VIOLADOR

Ernesto Thomas

© Ernesto Thomas

© El violador

Agosto 2022

ISBN ePub: 978-84-685-6929-1

Editado por Bubok Publishing S.L.

[email protected]

Tel: 912904490

C/Vizcaya, 6

28045 Madrid

Reservados todos los derechos. Salvo excepción prevista por la ley, no se permite la reproducción total o parcial de esta obra, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio (electrónico, mecánico, fotocopia, grabación u otros) sin autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. La infracción de dichos derechos conlleva sanciones legales y puede constituir un delito contra la propiedad intelectual.

Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47).

Dedicado a mi ex compañero de cuarto del Hospital Vilardebó, Rene Fassini

“El individuo que fue amado desde el principio, ama a los que lo rodean, y entonces se lo considera “bueno”, y se lo sigue amando, y entonces él ama más aún, y más “bueno” se lo considera”

“El individuo que no es amado desde el principio, no aprende a amar a sus prójimos, y entonces se lo considera “egoísta”, y entonces nadie lo ama, y entonces él tampoco ama, y es condenado a vivir en soledad de por vida”

“El individuo que es agredido desde el principio, reacciona con la agresión, entonces se lo considera “violento” o “peligroso”, y se lo agrede más aún, y más agresivo se vuelve, y así continua la escalada de violencia”

“Nadie elige ser bueno o malo. Simplemente, cada cuál es según cómo fue tratado y lo que le enseñaron a ser y a sentirse. Cada cuál es lo que aprendió a ser, y lo que le hicieron creer que es lo que le conviene ser, a menos que el individuo actúe contra su propia conveniencia por desesperación, o porque ya no puede dar vuelta atrás.

Pero cada cuál es lo que le dijeron y le enseñaron que es, y lo que les hicieron creer que le conviene ser. Nadie es mejor ni peor que nadie. Están solo los que recibieron amor, y los que recibieron veneno, nada más. El que hace el mal, es porque cree que le conviene hacerlo, y el que hace el bien, es también porque cree que le conviene hacerlo. Pero todo el mundo hace lo que cree que le conviene hacer, o lo que le enseñaron que le conviene hacer. Pero todos somos moralmente iguales ante Dios”.

ERNESTO THOMAS 23/11/2012

“Las conductas, actitudes y maneras de ser, que solemos llamar “personalidad” o “carácter” de cada ser humano, solo son meras apariencias.

Todos los seres humanos somos iguales. Lo único que nos diferencia en nuestros comportamientos es la manera en que hemos sido tratados desde el principio.

Pero, en el fondo, todos somos iguales. Cada ser humano es, lo aparente o no, profundamente egoísta, y cada cual piensa solo en sí mismo y en sus propios intereses, o solo los de su propio contexto, y poco o nada le importa el resto.

Desde los tiempos del Pecado Original, el ser humano está alejado completamente de la gracia de Dios, y la paga por el pecado es el sufrimiento, la enfermedad y la muerte.

Todos los seres humanos, sin exclusión alguna, estamos bajo la Ira de Dios por igual, y cuando el Señor hizo caer el Diluvio, a todos los seres humanos exterminó en el, salvo los que estaba escrito que debían salvarse, no por sus buenas obras, ni por méritos propios, sino por obra de Su gracia, de la que no eran merecedores, ni Noé, ni su familia”.

Índice

EL VIOLADOR

PRIMERA PARTE

SEGUNDA PARTE

TERCERA PARTE

CUARTA PARTE

QUINTA PARTE

SEXTA PARTE

SÉPTIMA PARTE

OCTAVA PARTE

NOVENA PARTE

DÉCIMA PARTE

EPÍLOGO

NOTICIAS

MANUAL DE CRIMINALES CORRUPTOS

“Complejo carcelario COMCAR, en Montevideo, Uruguay, durante otro incendio más. Es una de las peores prisiones latinoamericanas y del mundo, donde los Organismos Internacionales han declarado que se violan constantemente los más elementales Derechos Humanos del ser humano, por parte de los reclusos y de los funcionarios policiales, y donde existen diariamente ejecuciones, corrupción policial y administrativa organizada, hacinamiento, abusos y maltratos, ante el silencio de los medios de comunicación, y el desconocimiento y la indiferencia del conjunto de la población uruguaya”.

EL VIOLADOR

“Dios se apiada del que quiere, y endurece al que Él quiere.

Objetarás: ¿por qué, entonces, se queja Dios, si nadie puede oponerse a su decisión?

Y tú, hombre ¿quién eres para replicar a Dios?

¿Puede la vasija de barro reclamar al artesano por qué la hace así?

¿No tiene el alfarero libertad para hacer de la misma arcilla un objeto precioso y otro sin valor?”

San Pablo “Carta a los Romanos” 9, 18—19

PRIMERA PARTE

I

Me llamo Ernesto, tengo 44 años, y trabajaba desde hace muchos años en una tapicería en la zona de la Ciudad Vieja de Montevideo.

Soy soltero, y vivía desde hace años con mi anciano padre y su esposa, en una casa de la calle Cerrito.

A dos cuadras donde vivía, hay una escuela de educación primaria, y todos los días, al salir de mi trabajo, de la tapicería, e iba a mi casa caminando por esas cuadras, veía salir a todos los escolares del turno vespertino, vestidos de túnica y con la moñita azul.

Todos los días, ese año, veía salir de la escuela a una hermosa niñita de unos seis años, de primero de escuela, rubiecita y con trenzas, muy preciosa, y muy gordita.

Las primeras veces que la vi, en invierno, llevaba un pantalón deportivo. Pero un día, cuando salí de la tapicería, en primavera, casi finalizando las clases, y debido al calor, vi sus pequeñas y regordetas piernitas rollizas, debajo de su túnica blanca de escolar.

Era una niña muy linda, tímida e inocente, y después de verle sus piernitas, me enamoré perdidamente de ella, y, desde entonces, ya no hice otra cosa que pensar en ella mientras ejercía mi labor en mi oficio de tapicero, en un taller mecánico de la Ciudad Vieja, y de verla salir de la escuela cuando terminaba mi jornada laboral, al volver a mi casa por el mismo camino que ella.

Entonces, un día me dije:

—¡Esta mina es para mí!

Así que un día, pedí una licencia laboral, y a las cinco de la tarde fui a la escuelita donde concurría ella, y esperé a que ella, como todos los escolares de su clase, salga de la escuela.

Ella siempre regresaba sola a su casa, porque se ve que vivía cerca, y yo la esperé, y cuando salió ella a la calle, yo me acerqué a ella y le dije, hablándole de forma educada y simpática:

—¿Cómo estás? ¿Estás bien?

—Sí. ¿Quién es usted?

—Soy un amigo de tu padre. Sé que tú vives cerca de aquí, con él, pero tu padre ahora está enfermo, y me pidió que te acompañara a llevarte a ti donde está él.

— ¿Qué le pasó a mi padre?

—No es nada serio. Pero él no puede venir a buscarte, y me pidió a mí, como amigo suyo, que viniera a recogerte, para llevarte con él.

—¿Usted es amigo de mi papá?

—Sí. Ven que te llevo con él. Está aquí cerca, a dos cuadras, nada más.

—¿Él está mal?

—No es nada grave. No te preocupes. ¿Vienes conmigo?

—Sí.

—Es por aquí.

Entonces, la llevé de la mano, y caminé con ella unas cuadras. A tres cuadras de allí, había un terreno baldío donde no había nadie, y me interné con ella allí.

— ¿Es por aquí? —preguntó ella, desconfiada.

—Cruzando este terreno encontrarás a tu padre —le dije. Y ella siguió caminando.

Entonces, una vez internados ambos en el terreno baldío, yo le dije:

—Eres una niña muy hermosa. ¿Sabes?

Ella me miró, pero no entendía lo que le decía.

—A cualquier hombre le gustaría acostarse contigo.

— ¿Qué? ¿Acostarse conmigo? ¿Para qué?

—Para tener sexo.

—¿Qué dice usted? ¿Qué es tener sexo?

—Te lo voy a enseñar ahora mismo.

—¡Usted no es amigo de mi padre!

—Sí lo soy. Y ahora, vamos a tener sexo los dos, gordita divina. Tienes que desvestirte.

—¡Usted no es amigo de mi padre! ¡Me engaño! ¿Dónde está mi papá?

—¡Sácate la mochila y la túnica!

—¡No!

—¡Sácatela, o te la saco yo!

—¡No, no!

Entonces, yo la aferré con mis brazos, y ella se comenzó a defender, arañándome la cara y los brazos con sus uñas, pero yo le pegué unos golpes, y le arranqué la túnica a tirones.

Ante sus forcejeos, le arrebaté el buzo, su short, y, como un regalo de dios, vi su hermoso cuerpito gordito, rubio y chiquito, inocente, sin mamas ni vellos, ante mí, y me fue muy fácil sacarle su ropa interior, ante la fuerza de mis brazos, mientras ella gritaba, arañaba y lloraba, sin que nadie la oyera.

Entonces, la tiré al suelo barroso, y le dije:

—¡Ahora te convertiré en una mujer, princesa!

Y ella gritaba:

—¡Papá! ¡Papá!

—¡Yo soy tu papá! ¡Ahora te voy a follar como a una puta!

Y con el pene erecto, se lo introduje dentro de su pequeña vagina de impúber, mientras le tapaba la boca, e intenté penetrarla del todo.

Pero mi miembro era muy grande, y sus pequeños órganos genitales no estaban desarrollados, y su orificio vaginal era muy chico, y mi pene, por más que yo hacía fuerza, no lograba introducirse dentro de su pequeñita vagina de escolar.

—¡Maldición! ¡No me puede pasar esto! —me dije.

Pero yo venía preparado para todo, y en el bolsillo de mi gabán, poseía una navaja sevillana con doble filo, y, tomándola, comencé a cortar el clítoris de la bella escolar, haciéndole un tajo en sus genitales, para agrandar el orificio, así mi pene podría penetrarla.

Después de cortarle la vagina, le introduje nuevamente mi pene, y penetró mucho más de la mitad, dentro de esa hermosa escolar, y comencé a follármela.

Entonces, como vi que ella no gozaba, y cerraba su clítoris, y no la abría ni se excitaba, comencé a acogotarla con mis dos manos por el cuello de ella, para ver si, asfixiándola, ella se excitaba, y lograba abrir su vagina y gozar del sexo que yo tenía con ella.

Yo entonces ignoraba algunos temas relativos a este tipo de cosas.

Al parecer, según me contaron después, a las mujeres, primero hay que dárselas muy bien por abajo, para que comiencen a jadear y a suspirar por la boca, y yo, en ese momento, traté, por ignorancia, de hacer lo inverso. Traté de acogotarla por la boca, para que abra la vagina y se excite por abajo.

Lo cierto es que, por más que intenté, no pude introducir mi miembro más de la mitad por su pequeña vagina, y, al comprobarlo, me irritaba, y trataba de hacérsela abrir, acogotándola más y más con mis brazos, para que la abra, hasta que la niña quedó totalmente inerte e inmóvil.

Cuando la vi, me dije:

—¡Al Diablo! ¡La maté!

Entonces guardé la navaja, me subí los pantalones, y tomé su cuerpo inerte y desnudo, y lo arrastré hasta un montón de basura, y, antes de irme, le puse una cáscara de banana podrida dentro de la boca, y luego me fui.

—¡Menuda follada que me mandé! —me dije satisfecho.

II

En los siguientes días, proseguí trabajando como lo hacía habitualmente en la tapicería, llevando mi vida normal de siempre, hasta que un viernes, de noche, sonó el timbre de mi casa, y, al abrir la puerta, me sorprendió la presencia de un oficial de policía, acompañado de dos uniformados, que me preguntó:

—¿En este domicilio reside Ernesto Thomas?

—Soy yo. —le dije.

—Está detenido.

—¿Se puede saber por qué?

—Es sospechoso de violación a una menor.

Los dos uniformados me esposaron, y me condujeron a una camioneta de la policía, y era de noche, pero había algunos vecinos en la vereda, que miraron la escena consternados, ante mi silencio y tranquilidad.

La camioneta me llevó a la comisaría, y me llevaron a una celda. El comisario y los policías iban y venían a cada rato llevando expedientes de una oficina a otra, y llamando por teléfono, mientras yo estuve durante dos horas incomunicado en una celda.

Antes de encerrarme, se me había desprovisto del cinturón de mi pantalón y de los cordones de mis zapatos, para prevenir un posible suicidio, y se vaciaron mis bolsillos, donde llevaba cuatro mil pesos de los que nunca más llegué a saber nada de ellos.

Después de estar totalmente solo en una pieza de metro y medio por dos metros, sin saber nada de nada, se abrió el cerrojo, y me trasladaron a una pieza más grande, y, esposado, se me hizo sentar de rodillas contra una pared, y el comisario comenzó a interrogarme:

—¿Dónde vive? ¿En qué trabaja? ¿Es casado? ¿Tiene antecedentes?

—¿Qué quiere saber usted? —le pregunté. —No quiero hablar sin llamar a mi abogado.

—El que hace las preguntas soy yo. ¿Conoce a esta niña? ¿La ha visto usted? —y me enseñó un retrato de la niñita que me había violado hacía unos días.

—¿La conoce? ¿La vio alguna vez?

—No. Nunca la he visto.

—¿Está seguro? Mírela de nuevo.

—¡Quiero ver a mi abogado!

—Usted conoció a esta niña. ¿Verdad?

—¡No!

— ¿Sabe usted que fue violada este martes?

—¡No! ¡No sé nada de eso!

—Fue usted, ¿verdad? ¡Usted la violó al salir de la escuela!

—¡No! ¡Jamás! ¡Nunca haría eso!

—Sabemos que sí. No puede ocultarnos nada. Confiese y será todo más fácil para usted.

—No diré nada sin mi abogado.

—Ah, ¿no?

Entonces tres policías se abalanzaron sobre mí, y me comenzaron a golpear en las costillas y los riñones, y me despojaron de la ropa, y me esposaron contra una reja, y me lanzaron un balde de agua fría por todo el cuerpo.

—¿Vas a contárnoslo todo, o te lo vas a hacer más difícil para ti? —me dijo el comisario, sentado cómodamente en una silla al lado mío, mientras se comía un refuerzo de fiambre.

—¡No sé nada!

Entonces, dos policías trajeron una picana eléctrica, y me efectuaron dos descargas en las piernas, que casi me matan.

Luego me lanzaron otro balde de agua fría. Y luego me dijeron:

—¿Vas a hablar?

—¡No, no! ¡Quiero ver a mi abogado!

—¡Ja, ja!

Y en ese momento, el policía me lanzó una descarga de varios voltios en los testículos, y el dolor fue tan grande, que cuando el comisario volvió a preguntar, yo le dije:

—¡Sí, sí! ¡Voy a hablar!

—Tú la conocías, ¿verdad?

—¡Sí, sí!

—¿De dónde la conocías?

—Iba a esta escuela que está a unas cuadras.

—¿Y ella te gustó? ¿Y por eso la decidiste violar?

—Sí… Sí…

—Ahora vas a cantar todo lo que sabes, y luego lo vas a firmar todo esto que escribimos, que es tu declaración por escrito, o te daremos más picana, y será más duro para ti. Ya sabemos que fuiste tú. ¿Entiendes?

—Sí… Sí…

Estuve desde las diez de la noche hasta las siete de la mañana sufriendo un terrible interrogatorio, donde no faltaron baldes de agua fría, golpes, picana, y latigazos con toallas mojadas. Al final, el comisario me extendió una hoja, donde él mismo había redactado mi declaración, y yo, acobardado, la firmé, sin que me dejaran leerla.

Luego, a las ocho de la mañana, me llevaron a una celda en la comisaría, con otros veinte reclusos, y nos hicieron esperar media hora, y luego nos hicieron pasar a todos a un largo pasillo alumbrado.

Nos paramos todos, de a grupos de cinco personas, de frente y de perfil, frente a un enorme espejo, detrás del cuál sin duda había alguien que nos veía, y comenzamos a pasar uno por uno.

Nos iba tocando el turno, y pasaba cada uno, y se mostraba de frente, de perfil, y se iba.

Luego pasé yo, y me mostré de frente, y de perfil, pero a mí me hicieron quedarme más tiempo que los otros. Al final, después de que yo pasé, se terminó el reconocimiento, y los que estaban detrás de mí no pasaron.

Yo pensé:

—¿Quién me habrá reconocido? ¿Habrá sido alguna maestra de la escuela?

Luego, estuve toda la mañana confinado y esposado en un pequeño calabozo a oscuras en la comisaría, esperando ser trasladado al Juzgado Penal del Tercer Turno.

Al mediodía, se abrió la celda, y tres uniformados me tomaron bruscamente y me condujeron por los pasillos de la comisaría, hacia la calle, donde fui introducido en un patrullero rumbo a la Jefatura de Policía, y de allí al Juzgado Penal. La luz del mediodía, tras tantas horas de encierro, me encandilaba los ojos.

A la salida de la comisaría, estaba presente una enorme multitud de gentes del barrio, los padres y familiares de la víctima, y reporteros de todos los noticieros gritándome:

—¡Violador! ¡Criminal! ¡Hijo de Puta! ¡Qué te limpien! ¡Muérete, violador! ¡Canalla!

Un policía me arrastraba desde atrás, con su mano aferrándome mi nuca, y yo caminaba derecho y casi tropezándome rumbo al patrullero, ante los insultos de todos los vecinos y de la prensa, y el policía me agachó la cabeza antes de arrojarme al interior del coche, donde quedé encerrado y esposado en la parte trasera del patrullero.

Permanecí unos diez minutos alojado dentro del interior del asiento trasero del patrullero, antes de que este arrancara, y los periodistas acercaban sus cámaras por las ventanillas del patrullero, y yo trataba de esquivar el enfoque de sus cámaras, tratándome de cubrirme vanamente la cara.

Me recosté sobre el asiento, incómodamente, pero los periodistas me filmaban igual en esta incómoda posición, durante varios minutos, hasta que, bruscamente, la camioneta arrancó, y yo fui llevado a la Jefatura, y de ahí, al Juzgado Penal del Tercer Turno.

En el Juzgado, me encontré con el abogado que había contratado mi padre, y me llevó a una sala aparte, y me hizo algunas preguntas, y yo tuve que decirle todo a él.

En una de sus preguntas, él me dijo:

—¿Tú quisiste matarla a ella?

—No. —le dije.

—¿Y por qué la asfixiaste?

—Porque quería que ella se excitara, y abriera más su vagina. Pero no quise matarla. Se murió por accidente.

—Afortunadamente, ella no falleció. Solo quedó inconsciente, a pesar de que tú la diste por muerta. Fue ella la que te reconoció a ti en la comisaría, cuando desfilaste con los demás presos. Ahora, ella está bajo tratamiento psicológico y psiquiátrico.

—¡No lo puedo creer!

—El problema es que el Fiscal, además de violación especialmente agravada a una menor, te quiere acusar de intento de homicidio.

—¡Eso no es cierto!

—Sin embargo, en la comisaría, tú declaraste que tu intención era violarla para luego matarla.

—¡Lo que pasa es que en la comisaría me torturaron, me dieron picana, golpes en las costillas y los riñones, latigazos con toallas mojas, y yo tuve que declarar no solo lo que había hecho, sino todo lo que ellos me obligaron a declarar!

—Comprendo —dijo el abogado, que se conocía de sobra los interrogatorios policiales.

Luego, el abogado me dijo:

—Te voy a hacer una pregunta:

—Sí.

—¿Por qué lo hiciste?

—Me gustó la niña. —le dije.

El abogado me miró detenidamente, tratando de escudriñarme con su mirada, y luego me dijo:

—Comprendo.

Ante el Juez, yo declaré lo que había ocurrido, siguiendo las indicaciones de mi abogado, y les dije a todos que era culpable del cargo de violación, pero no el de intento de homicidio.

Sin embargo, el Fiscal presentó a modo de prueba, mis declaraciones arrancadas a la fuerza en la comisaría por los policías, y, teniendo en cuenta de que yo, además de haber sido torturado, y obligado a declarar algo que no era, por otro lado, también había desconocido que ella estaba viva, el Juez consideró que la declaración era una prueba contundente de intento de homicidio.

—¡Pero en la comisaría me torturaron! ¡Los milicos me torturaron!

Pero nadie hizo el más leve comentario al respecto, y esa misma tarde, fui procesado con diez años de prisión, acusado por el delito de violación a una menor con intento de homicidio especialmente agravados, y conducido ese mismo día a la cárcel del COMCAR.

SEGUNDA PARTE

I

Así, fui trasladado por un coche de la Jefatura de Policía rumbo al enorme edificio del COMCAR, aquí, en Uruguay, considerado uno de los países con más deficiencias carcelarias del mundo.

Es aquí donde las comisiones de la Organización de las Naciones Unidas, han evaluado ante la comunidad internacional, que en las cárceles uruguayas se violan gravemente los derechos humanos, y que existen condiciones de inseguridad, hacinamiento, homicidios, corrupción administrativa, y otras graves irregularidades.

En el coche de Jefatura, íbamos esposados yo y siete condenados más, de las manos y de los pies.

Al penetrar, se me sacó a mí, y a los otros reclusos, una fotografía de frente para identificarme, con nuestros uniformes carcelarios, y el número de la matrícula penitenciaria.

Luego pasamos a una sala, donde se nos hizo una somera evaluación médica, se nos examinó la dentadura, si teníamos piojos, HIV, etc.

Luego, se me desnudó y se me puso con las manos contra la pared y las piernas abiertas, y un policía me metió el dedo en el ano, a lo que hice una mueca de disgusto.

Al ver eso, el otro policía me apartó y me puso junto con otros presos que les habían hecho lo mismo. A los que pasábamos por esto, se nos dividían en dos grupos.

Según me enteré después, cuando te desnudan y te meten el dedo en el ano, si tú sonríes, significa que eres homosexual, y se te deriva a otra sección.

Luego, se procedió a raparnos la cabeza con una máquina, pasada de forma tan brusca y agresiva, que nos lastimaba el cuero cabelludo, haciéndonos sangrar.

Ingresé en el módulo uno, el de los peores criminales del país, rapiñeros, homicidas, violadores, y de todo lo habido y por haber.

Caminé con dos guardias armados por el pasillo del tercer piso, hasta una celda de tres metros por cuatro, donde se hallaban hacinados nueve presos como yo, y el policía me dijo:

—Desde ahora; esta es tu celda.

Cuando ingresé en la celda, eran las siete de la tarde, y todos los presos me vieron entrar, e hicieron silencio.

Como no había lugar para más cuchetas en aquella pequeña celda, yo y tres más dormíamos en el piso, cubiertos tan solo por una frazada, sin almohada.

Yo me acosté, me cubrí, y me quedé callado, en medio de todos, que no me miraban, ni me decían nada.

Estuve una molesta hora en silencio, sin que nadie me diga nada, sino que tan solo me miraban.

II

Al final, un preso grandote me dijo:

—¿Por qué caíste acá?

—Rapiña. —le dije.

Se hizo un silencio sobrecogedor durante un largo tiempo, y luego, ese hombre de aspecto atemorizante, me dijo:

—Está noche mismo te la vamos a dar entre todos, violador.

Y todos se miraron entre ellos, serios y sin decir nada, y me condenaron al silencio. Un escalofrío de espanto me sacudió a mí cuando oí eso.

A las nueve de la noche, se apagaron todas las luces, y yo me vi venir mi propia hora, pero no pasaba nada. Silencio total.

Yo estaba atemorizado, en guardia, mirando hacia los demás, pero estaba todo oscuro, y no se veía nada.

En ese momento, se oyó el ruido de un pedo en la celda.

—¿Quién fue? —dijo uno de ellos.

—Fue el violador que ingresó hoy.

—¿Fuiste tú? —me preguntó uno.

—No. —le dije.

—Yo creo que ese culito pide. ¿Verdad?

—Sí.

—Vamos a darle al culito de ese violador lo que nos pide.

—¡Vamos!

La celda estaba toda oscura, y no se veía absolutamente nada. Desde la oscuridad, surgieron manos y puños, y trompadas, y recibía golpes por todos lados, y me dieron vuelta contra el piso, y me comenzaron a violar uno tras otro, ante mis gritos de dolor.

Yo gritaba y gritaba, y los presos de la otra celda decían:

—¡Clávenselo bien a ese violador! ¡Violeta! ¡Hijo de puta! ¡Te vas a acordar de nosotros! Te gusta clavarte a las niñas, ¿verdad?

Fui violado por los nueve compañeros de mi celda en la oscuridad, hasta que vinieron los policías, y me llevaron a la enfermería. Yo tenía el ano roto, y con una enorme hemorragia que derramaba sangre por todo el piso, y no podía ni moverme.

En la enfermería del COMCAR, esa primera noche, me cosieron catorce puntos en el ano y los intestinos. Me los cosieron sin anestesia, porque, según los enfermeros, “se les había acabado la anestesia hace varios días”.

Esa fue mi primera noche allí, la primera de una condena de diez años.

III

Permanecíamos todo el día hacinados en una celda de tres metros por cuatro, diez personas juntas, y las luces estaban encendidas desde las nueve de la mañana hasta las nueve de la noche.

Solo podíamos salir una hora por día a los corredores, y media hora al patio. Luego, volvíamos a las celdas, y ahí se acababan las esperanzas.

En la celda, eran todos criminales peligrosos. Uno de ellos, llamado “El Tucumano”, era un rapiñero que había matado a un taxista.

Otro, “El Culebra”, era un rapiñero reincidente que ahora estaba por copamiento a una finca en Punta del Este.

Sin embargo, también había varios primarios metidos junto con estos criminales, como por ejemplo José, que estaba dentro de nuestra celda, condenado a tres meses de prisión, por contrabandear cigarrillos brasileños de la frontera, desde Rivera.

También había en nuestra celda un escribano que había hecho una estafa en la venta de un automóvil, por poco dinero, solo unos cincuenta mil pesos, y tenía para dos meses de prisión allí.

También, había allí muchos inocentes. Había una cantidad de ellos.

Uno, “El Cucaracha”, era un rapiñero a mano armada con varios antecedentes, pero que jamás había matado ni herido a nadie.

Pero un día, un delincuente rapiñó un autobús cerca de su barrio, y mató al guarda de tres balazos.

Ese delincuente usaba una campera roja, muy similar a la que usaba “El Cucaracha”, y un pantalón deportivo, y fue filmado por las cámaras del autobús.

Como tenía la cara cubierta por una bufanda, y era de la misma estatura y físico que “El Cucaracha”, los policías fueron a buscar al “Cucaracha” para interrogarlo.

Como es natural, en el allanamiento, no encontraron, ni el arma homicida, ni el dinero, ni el pantalón deportivo que aparecía en las cámaras, aunque si una campera roja muy parecida a la que mostraban las cámaras del autobús.

Los policías lo interrogaron, pero vieron que no era él, pero que, por otro lado, se dieron cuenta de que el verdadero delincuente se les había escapado de las manos.

Los policías, en esos casos, piensan así:

“El que cometió ese delito fue un pichi. A ese pichi lo tenemos que detener. Pero si se nos escapa, entonces, otropichi tiene que pagar por el crimen de ese pichi.”