Cuentos de la calle Marne - Tomo 6 - Ernesto Thomas - E-Book

Cuentos de la calle Marne - Tomo 6 E-Book

Ernesto Thomas

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Beschreibung

Este es el sexto tomo, de esta serie de siete tomos, que su autor, Ernesto Thomas González (Uruguay 1968), ha denominado "Cuentos del otro lado de la calle". La escritura de estas obras, le ha abarcardo a la vida del autor casi treinta años, desde 1989 hasta el 2018. Actualmente, el autor ha decidido retirarse de su condición artística, y ha suspendido sus actividades tanto literarias como musicales.

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CUENTOS DE LA CALLE MARNE

tomo VI

Ernesto Thomas

© Ernesto Thomas

© Cuentos de la calle Marne. Tomo VI

Junio 2023

ISBN ePub: 978-84-685-7561-2

Editado por Bubok Publishing S.L.

[email protected]

Tel: 912904490

Paseo de las Delicias, 23

28045 Madrid

Reservados todos los derechos. Salvo excepción prevista por la ley, no se permite la reproducción total o parcial de esta obra, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio (electrónico, mecánico, fotocopia, grabación u otros) sin autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. La infracción de dichos derechos conlleva sanciones legales y puede constituir un delito contra la propiedad intelectual.

Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47).

Índice

PRÓLOGO

JAMES JOHNSON

EL CABLE AZUL

EL ESPEJO

EL FANTASMA MELANCÓLICO

EL GUSANO —Tragedia en tres Actos—

EL CASTIGO

EL CUERVO

EL DEFECTO DEL TÍO

UN DELIRIO FRAGMENTADO

EL DISCURSO DEL INTERLOCUTOR

EL ENIGMA CONFUSO

EL ESCAPE

EL EXAMEN

EL FORASTERO

EL ESTIGMA DE LA TORRE

EL OBJETO

EL PINCEL

EL SECRETO DEL FARAÓN

EL SECUESTRO

EL SUEÑO

EL TERMO AGUADO

ELCANIROR

EN LA CASA DE LA COMEDIA

EN LA MORGUE

EN LA RUTA

FRERUJO FREIRERA

UN PARADIGMA MORAL

PRÓLOGO

Este es el sexto libro de esta serie de siete tomos que nos ofrece el escritor Ernesto, Thomas González, nacido en Montevideo, Uruguay, en 1968, estudiante de la licenciatura de Filosofía en la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación en su ciudad natal.

Difícil le es pues, a este autor, absolutamente autodidacta, llevar a buen término la difícil tarea de realizar nada menos que un prólogo medianamente aceptable para sus propios libros, pero tratándose de un autor absolutamente desconocido por el público y por los ambientes literarios, el autor debe en este caso, a falta de otra solución, ejercer la engorrosa tarea de escribir el propio prólogo de sus obras.

Si de juicios se tratara, es de la opinión del autor que no existe mejor persona para juzgar su obra que las opiniones de los lectores, cuya lectura espera el autor que les sea agradable y entretenida.

El autor no va a pretender hacer en este prólogo un análisis erudito de sus obras, ya que está carenciado de la formación académica necesaria para realizar un análisis crítico experto y bien realizado, pero no pierde la esperanza de que algún día algunas de sus obras puedan ser objeto de un análisis más serio que el que el propio autor está privado hoy en día de hacerlo.

En este sexto tomo el autor expone una obra literaria que él mismo escribió durante sus primeros meses de internación psiquiátrica en el hospital estatal Vilardebó. La obra en sí podría considerarse una clásica aventuras de piratas, pero, sin embargo, es de gran peso los elementos de la naturaleza, y el ambiente casi sobrenatural que envuelven a la obra, que delatan las presencias de la Justicia y el Destino divino.

La enorme mayoría de las obras de estos siete tomos que el autor nos presenta, las escribió durante sus internaciones psiquiátricas en el Hospital Vilardebó y la clínica Jackson, más algunas obras compuestas más recientemente en la clínica “Los Fueguitos”.

Sin más qué decir sobre el tema, el autor se despide atentamente, agradeciendo la buena disposición del lector.

Ernesto Thomas González.

Montevideo, 27 de setiembre de 2017

JAMES JOHNSON

PRIMERA PARTE

I

El bote que remolcaba consigo a poca distancia la barcaza cargada de oro, avanzaba demasiado lentamente al parecer de Su Excelencia. Esta barcaza que era arrastrada era anticuada que filtraba agua, no demasiada, pero sí la suficiente como para condicionar la realización de aquella travesía algo lenta. Para peor, Su Excelencia y sus marinos habían atravesado las marismas próximas al Golfo de Maracaibo bajo un sol abrasador.

En efecto, los rayos del sol hacían arder la frente de Su Excelentísimo Gobernador y su séquito haciéndolos sudar con abundancia. La oscura sombra que ocultaba sus rasgos faciales, producida por aquel enorme sombrero de ala ancha profusamente adornado no era suficiente para ponerlo a salvo del alcance del inmenso calor reinante.

Agitando su abanico cortesano, Su Excelencia el Gobernador intentaba refrescarse infructuosamente, mientras él les exigía a sus remeros bogar más aprisa. Alrededor del bote corría agua tibia y barrosa donde flotaban plantas acuáticas. En ese sitio, tan solo habría dos o tres brazas de profundidad.

El día, a juzgar por Su Excelencia el Gobernador, era hermoso. Era otro día más de sol radiante y de aguas azules caribeñas.

Por fin, tras unos cuarenta minutos de bogar con penosa labor, sus soldados habían logrado trasladar la pesada barcaza que arrastraban, a la entrada del mare Caribe. Desde allí, (según la información que les había sido notificada con un mes de anterioridad), los esperaría un bergantín que trasladaría el áureo metal a las tierras de la madre España.

Esta operación no era precisamente la usual, y, a decir verdad, Su Excelencia el Gobernador mantuvo sobre esta sus reservas, aunque el documento que la autorizaba era inobjetable. Los treinta mil doblones, así como los barriles de agua, sal y tabaco se hallaban cargados en la barcaza que ellos arrastraban, que se deslizaba sobre las aguas del Mar Caribe muy lentamente.

Era plena tarde, y los remeros estaban agotados de tanto bogar, cuando, un poco más cerca del horizonte, ellos vieron distinguirse entre las aguas del Mar Caribe la figura de un bergantín goleta con diez piezas de artillería y cuyo blanco velamen destellaba deslumbrante al sol tropical.

Parecía reinar en aquel hermoso velero una gran agitación en su tripulación, que se hallaban muy atareados. La mayoría de los tripulantes de este bergantín se hallaban semidesnudos sobre la cubierta, con sus brazos y muslos tatuados. Su Excelencia el Gobernador les hizo a ellos una señal sacudiendo su sombrero con su brazo al viento dos veces, y dicha señal fue respondida por uno de los integrantes de este velero que el Gobernador no pudo identificar muy bien.

Sin embargo, contra lo que era de esperar por parte del señor Gobernador, su excelentísima presencia en aquel momento, no pareció despertarles a los marinos de ese velero el interés y el honor protocolar que él esperaría de sus compatriotas.

El Gobernador, vuelto hacia el lado de sus remeros, les dio la orden de redoblar el ritmo de su avance. El señor Gobernador se pasó un pañuelo por sus sienes sudadas. Su traje, pomposo y recargado le generaba demasiado calor, aunque él no consideró correcto no formal desabrochar ni un solo botón de su lujosa camisa de seda.

El señor Gobernador contempló, con sumo desdén, el hecho de que sus hombres remaban con extrema dificultad, mientras que los marinos de este velero al que él les confinaba tanto esfuerzo tan solo se destinaban a contestarle a él de manera superficial sus saludos y no hacán el más mínimo esfuerzo por ayudarlos a ellos.

Pero, a pesar de todo, el señor Gobernador contempló los rasgos de los marinos de ese bergantín goleta sentados en las bordas de ese navío y colgados en sus mástiles. Algunos de estos marinos reían mientras que otros proferían gritos indescifrables.

Otros de estos marinos, al poder visualizarlos el señor Gobernador más de cerca, contempló que eran rubios y algunos pelirrojos. Otra vez más, el señor Gobernador les solicitó ayuda gritándoles fuertemente, pero su solicitud no recibió respuesta alguna, pero a estar seguro de haber sido oído por estos.

Aquellas actitudes de parte de estos marinos lo exasperaron, pese a que él estaba obligado a tener que dar término a dicha operación, que era la de trasladar su valioso cargamento de su barcaza a aquel buque, tal y como se hallaba escrito en el documento que se le había entregado a él hacía dos meses atrás, y que se hallaba respaldado por el sello del Virrey de Nueva Granada.

Al final, sus remeros hicieron un esfuerzo supremo, y ya eran discernibles las líneas de este hermoso bergantín, los ornamentos de sus bandas y su soberbio mascarón de proa, prolijamente tallado en madera recubierta de oro.

El bote del señor Gobernador ya se encontraba entonces a medio cable de una de las bandas del buque, cuando recién en ese momento el señor Gobernador apreció el nombre de aquel navío al que supuestamente debía entregar su valioso cargamento. ¡Se quedó atónito al leerlo!

En letras escarlatas, sobe un fondo de color turquesa, del mascarón de proa, se leía el nombre del navío, que se llamaba White Dolphin… ¡era un barco inglés!

Un sombrío presagio le acometió a la mente del señor Gobernador español al irrumpir en esta las historias de la saña y piratería llevados a cabo por los piratas y corsarios de la Gran Bretaña, con la cual, actualmente, el Reino de España se encontraba en situación de guerra.

¡Y allí se hallaba, a su lado, este extraño bergantín, inmóvil, indiferente, meciéndose suavemente sobre las aguas azules del Mar Caribe, a unos metros suyos, y de su valioso cargamento de oro y piedras preciosas, completamente indefenso ante este!

Pero el señor Gobernador, que, al principio, había empalidecido de espanto, recuperó pronto su sangre fría en el acto, y ordenó detener la marcha de sus remeros. Pero las negras bocas de bronce de aquellas silenciosas piezas de artillería de aquel extraño bergantín parecían colmar con una muda amenaza la situación.

La posibilidad de que dichas piezas de artillería entraran en acción le hizo recorrer un escalofrío de espanto al señor Gobernador español, ya que tanto él, como sus hombres y su bote y su barcaza con su valioso cargamento, ya se hallaban todos ellos ante el alcance de los cañones de ese bergantín extraño. Le era imposible al señor Gobernador ordenar volver hacia atrás sin que estos cañones se lo impidieran.

De todas maneras, el señor Gobernador apostó por una supuesta ignorancia de estos extranjeros ingleses acerca del valioso contenido de la barcaza que sus hombres arrastraban consigo, pero lo cierto es que él aún no podía dejar de pensar de cómo era que este buque de una potencia enemiga se hallara en este mismo lugar en ese mismo momento, cuando él esperaba la llegada de un buque español, que supuestamente, era el que tendría que trasladar la mercancía al puerto de Cádiz.

—Quizás no esté todo perdido. —pensó el Gobernador fríamente, maquinando algún ardid.

Pero mientras se hallaba el español en estas reflexiones, desde la cubierta de aquel bergantín extranjero, un hombre muy gallardo, de formidable estatura y dueño de unos bigotes muy rubios, le exclamó, desde su navío, en un pésimo pero entendible idioma español:

—¿Por qué os detenéis? ¡Os estamos esperando!

—¿Qué pretendéis de nosotros? Vinimos tan solo a inspeccionar a este buque. —exclamó el señor Gobernador.

—¡Vamos! —dijo el hombre rubio con sorna, mientras se llevaba sus manos, cubiertas con unos guantes de caballero, a la cintura, con arrogancia, y le contestó al señor Gobernador.

—Nosotros no sabemos nada de inspección. Traed el cargamento que lleváis en esa barcaza. Quizás después haya inspección. —culminó diciendo.

Aquello sorprendió en gran manera al señor Gobernador y a sus hombres. Se hallaban atónitos. De todas maneras, el señor Gobernador intentó jugar sus últimas cartas.

—Nosotros no sabemos nada de cargamento alguno. Tan solo haremos una inspección y nos iremos. ¿Quiénes sois vosotros?

Pero el capitán del buque inglés tan solo le contestó:

—¡Somos hombres del Rey de España!

—¡Mentís! —exclamó irritado el señor Gobernador, traicionándose a su propia jugarreta.

—¡Traed el cargamento inmediatamente! —gritó el hombre rubio, pero esta vez con un dejo de violencia en sus palabras, mientras su rostro se contrajo y se puso ligeramente alterado.

—¡Traed el cargamento de esa barcaza que arrastráis u os mandaré a pique a todos vosotros! —exclamó ese hombre inglés.

—¡Bastardo! —exclamó, no exento de ira, el señor Gobernador, mientras comprobaba como ese capitán inglés ordenó que se abrieran las troneras y asomaran como no queriendo la cosa, los cañones de bronce del poderoso bergantín.

—¡De acuerdo! —gritó el señor Gobernador. —Pero… ¿cómo se enteraron?

El capitán corsario se apoyó sobre la borda de su velero y se inclinó un poco hacia adelante para decirle:

—Mucho me temo que Su Excelencia el señor Gobernador ha recibido un mensaje falsificado durante el pasado mes de noviembre. Esta fue una excelente obra de “Alvarito”, que es el único que sabe leer y escribir a bordo de mi navío.

Al culminar de decir esto, un hombre petizo y de piel cobriza se comenzó a reír mientras observaba divertido la enorme confusión en la que quedaron sumidos, tanto el señor Gobernador como todos sus hombres, que miraron atónitos al bergantín corsario anclado en aquella desolada ensenada caribeña. Tanto para Su Excelencia el señor Gobernador, ya nada les restaba por hacer, si no obedecer a todo lo que les estipulaban los enemigos de su Patria.

Bajo el insoportable calor, el bote del Gobernador se arrimó al casco de madera del White Dolphin resignados. Ahora, ya podían oír los gritos y conversaciones de la tripulación de aquel velero en idioma inglés, mientras que decenas de brazos rudos y tatuados ajustaban los cabos que los ligaban al bote y a la barcaza con tan valioso contenido.

El señor Gobernador, no pudo ocultar su desprecio al presenciar a aquellos corsarios semidesnudos, tatuados, indecentes, bronceados, la mayoría de ellos sucios, con mal olor, y sin afeitarse.

El capitán corsario sonrió con un gesto de deliberada malevolencia, y se paró frente a las narices del señor Gobernador en la cubierta de su barco, con las manos en sus cinturas, en una posición arrogante.

—Mucho me temo que os despojaremos a Usted de vuestro valioso cargamento, señor Gobernador. —dijo el capitán corsario.

El Gobernador bajó la vista, irritado, mientras los corsarios se dedicaban a descargar en su barco el valioso cargamento de la barcaza, trasladando las onzas de oro, plata, y perlas y joyas preciosas.

—¡Usted es un traidor! —rugió el señor Gobernador, fuera de sí.

—¡Y usted debe reconocer qué fue un estúpido! —le respondió el capitán inglés.

—¡Bastardo! —rugió el Gobernador.

—¡Idiota! —le respondió el inglés.

Entonces la mano del señor Gobernador se dirigieron para empuñar su espada, pero, antes de que lo pudiera hacer, el corsario ya había desenvainado la suya y apoyó la punta de su espada contra la papada del señor Gobernador español, diciéndole:

—¡Piénselo, imbécil! A mí no me interesa su estúpida vida. Pero usted me dejará terminar en paz mi tarea o no quedarán ninguno de ustedes vivos para contarlo… tan solo se lo advierto. ¡Nada más!

En pocos minutos, todo el valioso cargamento que anteriormente trasladaba la barcaza fue trasladado al navío corsario. Poco fue lo que no se descargó de este, como algún barrilete de sal o de sebo que no fue interés de los corsarios.

Una vez culminada su “tarea”, los corsarios liberaron al señor Gobernador y a sus hombres, y se alejaron de aquellas peligrosas aguas con buen viento a su favor, cargados de un invalorable botín, al que lograron obtener sin tener que disparar ni una sola bala, ayudados por las favorables corrientes marinas.

Mientras, Su Excelencia, el señor Gobernador y sus hombres, aligerados esta vez del pesado cargamento, regresaron rápidamente al pequeño puerto amurallado oculto entre dos grandes colinas, en el cual desembarcaron, provocando un gran tumulto con sus exclamaciones.

Urgentemente enterado de la situación, el Almirante Álvarez Haedo, encabezando la Junta del Apostadero Naval del puerto de Maracaibo, y cumpliendo órdenes del propio Virrey en ejercicio de su cargo, se dedicó a dar persecución al entrometido corsario.

Calculando la hora de partida del White Dolphin de aquellas aguas y de las condiciones meteorológicas reinantes en aquel momento, aparte de sus rumbos aparentes y posibles, el Almirante Álvarez Haedo se decidió a darle caza a este navío corsario con la flor y nata de su flota naval.

Los galeones Madre de Dios y el Glorieta desenterraron de inmediato sus anclas del fondo arcilloso del Apostadero Naval Español de Maracaibo y se aprestaron a entrar en acción, acudiendo raudos al encuentro contra el enemigo que había huido favorecido por el buen clima reinante aquella misma tarde.

El Almirante Álvarez Haedo le aseguró a Su Excelencia el Virrey de Nueva Granada la captura inmediata del buque corsario White Dolphin antes de caer la tarde, posiblemente en las cercanías del Cabo Santa Teresa, en las costas de la Capitanía de Venezuela.

SEGUNDA PARTE

I

Mientras el White Dolphin (el buque del capitán James Johnson) navegaba siguiendo la línea de la costa con destino a la colonia inglesa de Jamaica, gozaba de buen viento a su favor, que hacía ondear sus pabellones en hinchaba generosamente su desplegado velamen.

A bordo de si navío, Johnson desparramó sobre la mesa de su camarote un montón de brillantes objetos. Eran todos estos unos soberbios montones de joyas y perlas, doblones de oro, esmeraldas, que excedían el precio de unas doce mil trescientas piastras de plata.

Y era todo aquello una ínfima parte de lo que él hubo obtenido aquel mismo día. Sus oficiales se hallaban boquiabiertos. El capitán Jamos Johnson torció despreciativamente sus labios, al mismo tiempo en que él se retorcía sus rubios bigotes mostachos.

—Este es nuestro primer encuentro bélico con los españoles desde la guerra pasada y hemos obtenido una cuantiosa fortuna. ¡Y cuando salimos de Inglaterra nadie confiaba en nosotros!

—¡Esto no es del todo cierto! —dijo Nick Adams, el segundo de a bordo del White Dolphin. —Tan solo los hemos engañado a ellos… ¡Pero aún no hemos cruzado nuestras espadas contra ellos! ¡Así no se ganan las guerras!

Todos rieron de la acalorada ocurrencia del pelirrojo segundo oficial Nick Adams. El oficial Nick Adams era un hombre alto y robusto, de barbas y melena completamente rojas, y contaba en su cintura con una afilada hacha tras su cinturón de cuero negro. Su mirada brilló escudriñadora, y su boca estaba contraída por una inconformidad y un disgusto infantil.

El mar salado del Caribe golpeaba ambas bandas del velero británico que navegaba grácilmente en dirección noroeste. El viento, impregnado de sal marina, acariciaba las sienes serenas y de largos cabellos de los marinos, que se ocupaban de las labores en cubierta. Al caer la tarde sobre el mar, se oyó la voz del gaviero:

—¡Cabo Santa Teresa a la vista!

El capitán Johnson observaba la invisible costa meditabundo en un mar completamente en calma, y entonces, le dijo al tercer oficial Walter Hans:

—Me he pasado toda mi vida navegando de un mar a otro, embarcado en gran número de navíos, a veces sirviendo como simple grumete, soportando las inclemencias del océano, bronceándome con los soles de los mares más remotos, en parajes inhóspitos de selvas vírgenes o pobladas por tribus caníbales y misterios. Me he despedido de muchos amigos en alta mar y he naufragado algunas veces para mi pesar.

He sido rescatado por mentes piadosas en instantes fatales para mí, y también he gozado de las bondades de los climas de los trópicos y de los vientos frescos, y del buen ron de las Antillas.

Se podría decir, pues, que nada me ha faltado jamás, y que, por instantes, a todo lo he perdido. Cruzan mi carne cicatrices de innumerables combates con enemigos lejanos. Debido a mí, he matado a muchos seres humanos, y también he salvado de la muerte cierta a otros cuantos.

Nunca fui nadie jamás. A nadie le debo yo algo. Pero ahora, la suerte me ha favorecido en estos últimos cinco años. El ser nombrado capitán de este barco ha sido mi mayor fortuna. He partido desde la indigencia desde el puerto de Portsmouth, y ahora, regresaré a Londres convertido en un hombre dueño de una inmensa fortuna, y seré nombrado Sir. Todos vosotros compartirán mi fortuna y mi gloria. Nada os faltará.

¡Quién hubiera dicho que yo iría a regresar a Inglaterra con el White Dolphin rico y victorioso, con la bodega de mi navío cargada de oro y riquezas! ¡Nadie me podrá ahora reprochar por mi oscuro y controvertido pasado!

—Aún no hemos dejado atrás la costa de Venezuela. —contestó, de forma seria, el tercer oficial Walter Hans, que escuchó receptivo las palabras de su capitán.

La mirada del capitán James Johnson brilló súbitamente, como si fuera herida en ese instante por un rayo fugaz, y desenvainando bruscamente su sable, gritó, de una manera que lo oyera claramente toda su tripulación:

—¡Ay del primer barco o persona sea o no español qué se atreva a disputarme el precio de mi victoria, porque, les aseguro, que no sobrevivirá para arrebatármela! ¡Bastardos españoles! ¡Qué vengan a desafiarme! ¡Qué lo hagan y se enfrentarán contra el filo de mi sable!

Aquella declaración tan brusca e inesperada fue realizada con tanto brío que estremeció los ánimos de toda la tripulación.

Luego, el capitán James Johnson miró fijamente los rostros de su tripulación y, lentamente, reteniendo su espada en lo alto, la envainó lentamente al tiempo que él decía:

—Pero… antes que nada, seré un caballero inglés, no debo olvidarlo. Obtendré un título de nobleza al atracar en el Támesis. Dentro de unas semanas me familiarizaré con la Alta Nobleza de Gran Bretaña, y tendré un lugar junto al Rey de Inglaterra. Todos los de ustedes que me sigan obtendrán idéntico destino, y, si habrá combate… ¡no importa! ¡Lucharemos hasta vencer!

Existía tal seguridad y fanatismo en aquel discurso que todos sus corsarios, alimentados por el ardor de su propio capitán, no pudieron hacer menos que exclamar, todos ellos, al unísono, tres grandes y exaltados vivas por el capitán corsario y por el White Dolphin.

Entonces el capitán Johnson miró con ojos perdidos al mar, que en ese momento ya no se hallaba tan en calma. Las aguas azules resaltaban contra un cielo espeso que ya había comenzado a atardecer. Los ojos claros del capitán parecían estar soñando despiertos. Entonces, Johnson dijo:

—Mañana mismo, el señor Gobernador de Jamaica nos redactará una recomendación a la Cámara de los Lores en Inglaterra. Mi vida cambiará. Será difícil para mí cambiar este sable de abordaje por un estuche con rapé, pero, al menos, ya no vagaré errante, humillado por los vientos adversos y por un destino incierto y miserable.

Luego, el capitán Johnson pareció meditar profundamente algo muy especial, y, repentinamente, se turbó súbitamente, al presenciar a lo lejos unos oscuros nubarrones que se destacaban a sotavento. Entonces, le exclamó a su tercer oficial:

—¡Hans! —exclamó Johnson inseguro. ¿Tú crees que tendremos tormenta?

El tercer oficial Walter Hans escudriñó al cielo donde habían aparecido ya las primeras estrellas nocturnas y le aclaró:

—No hoy, mi capitán. Será una noche limpia y cálida. Si el tiempo no cambia, mañana llegaremos a Jamaica.

—¡Menos mal! —le respondió el capitán, aferrando al brazo de su oficial.

—¡Gracias a Dios! —exclamó aliviado el capitán Johnson, y se retiró, mientras el tercer oficial Walter Hans se quedó pensativo, meditando sin comprender las últimas palabras de su capitán.

II

El astro Rey ya casi se había ocultado completamente, y sus últimos rayos rojizos se extinguían en un ocaso turbulento y decadente. Hacía alrededor de una hora atrás que el gaviero había dejado de divisar la silueta del cabo Santa Teresa de Astrarse, cuando, repentinamente, se volvió a oír su voz, fuertemente alarmada.

—¡Vela a estribor!

Movidos por un siniestro presagio, los corsarios se asomaron por la borda del navío. El gaviero no se había equivocado. A algunos centenares de cables de distancia, avanzaba a todo trapo, como un verdadero fantasma, un galeón español, dispuesto para el combate.

El capitán Jamos Johnson, apenas puesto al tanto de esta peligrosa situación, realizó un cálculo cabal sobre sus posibilidades y, juzgando inútil intentar evadirlo, exclamó:

—¡Tocad zafarrancho de combate! ¡Lo combatiremos!

El galeón español no era otro que el Glorieta, de dos palos y con una dotación de quince cañones por banda, y con claras intenciones belicistas.

Se oyó el pitido de un silbato, y, tras este, sonaron los tamboriles que alertaban a los corsarios la situación de combate inminente. Lo primero que se hizo fue despejar la cubierta de White Dolphin de los objetos que pudieran estorbar las maniobras de combate.

Con estos objetos, se crearon barricadas en la cubierta con vistas a resistir un posible abordaje de este navío español, sobre todo para dificultar a sus enemigos los accesos a los castillos de proa y de popa.

Se dispusieron también en sitios estratégicos cañones que disparaban metrallas. Asimismo, los marinos encendían las mechas de los arcabuces y mosquetes, y de los pesados cañones de bronce, cuyas troneras fueron abiertas de par en par, mientras que desde la santabárbara el navío se extraía la pólvora y las pesadas municiones de hierro fundido para estos.

Luego, se subió a cubierta barriletes con agua de mar, que debía estar siempre presente en cubierta, para prevenir posibles incendios a bordo durante el combate, y que tampoco podía faltarles a los artilleros, para refrigerar sus piezas. A lo largo de cada banda, se acumulaban las cajas de las municiones de hierros fundido y los barriletes con pólvora.

Este próximo combate prometía, antes que nada, dos cosas: la primera de estas, era la de un desenlace inmediato. La segunda, un resultado incierto, cualquiera que fuese el vencedor.

Los corsarios ingleses contaban a su favor con una artillería pesada menos numerosa pero más potente y de mayor alcance que la española. Sin embargo, los españoles superaban esta carencia con más cañones, aunque de menor alcance, y de menos calibre, y con una aplastante superioridad numérica en tripulación, que les otorgaría una aplastante superioridad en caso de efectuarse un abordaje y una lucha cuerpo a cuerpo.

Por estas razones, las tácticas de combates diferían de un bando a otro. Los corsarios ingleses de Johnson debían mantenerse a mucha distancia marítima de los españoles, y centrar el combate en el duelo de artillería pesada, hasta hundir al buque enemigo, o dañarlo lo suficiente como para neutralizarlo, y nunca permitirle acercarse a ellos. En tanto que, si los españoles lograban superar los daños que provocaría la artillería inglesa en su barco, y lograban aproximarse a este, y abordarlo, lograrían la victoria.

En pocos instantes detonaron los primeros cañonazos en uno y otro bando, y una inmensa nube de humo y pólvora cubrió a ambos navíos.

Dos bombardas pasaron zumbando frente a la banda de estribor del White Dolphin. La metralla desgarró las telas del velamen de los palos trinquete y la mesana. Se oían gritos de dolor y de amenazas de una parte y otra.

Los proyectiles españoles causaron innumerables heridos y causaron daños en el White Dolphin, atravesando las sólidas barricadas, aunque muchos de ellos caían al océano debido a la distancia y a la mala puntería de los artilleros, de uno y de otro bando.

A los pocos minutos de combate, se pudo verificar cuan atrevido y poco acertado fue el cálculo impetuoso del capitán James Johnson al aceptar el duelo naval.

En efecto, ya sea debido a alguna inoportuna pérdida de tiempo o debido a alguna maniobra desacertada, lo cierto fue que el Glorieta se había acercado muy peligrosamente a su rival corsario.

Tal parecía que el combate iba a prescindir del duelo de artillería, porque el abordaje por parte de los enardecidos marinos españoles parecía a esta altura inevitable, hasta tal punto que los tripulantes de ambas embarcaciones ya se divisaban cara a cara en la oscuridad, unos frente a otros en sus respectivas bordas, dispuestos para un abordaje inminente, mientras ambos se insultaban y se amenazaban mutuamente, bajo los disparos de mosquees y trabucos mediante.

Los juramentos y blasfemias se multiplicaban, de formas violentas y desordenadas, junto a gritos de dolor y agonía.

Por un instante, pareció que el tiempo se hubiera detenido en ese instante crítico del combate, mientras la tripulación corsaria contenía el aliento y se preparaba para lo peor, pero siempre dispuestos a hacer frente a la gravísima situación que se habría de venir.

El capitán Johnson, consternado, comprendió la gravedad de la situación, y se percató de que el Destino le estaba jugando una muy mala jugada.

¿Es que se apiadó el Señor en aquel momento tan crítico de James Johnson, de su vida azarosa, a la cual no fue Su voluntad poner término aún, o acaso fue el Azar, que, ora para su bien, ora para su mal, jugaba con el Destino del capitán Johnson, un hombre ardoroso, pero con una personalidad tan frágil como el cristal de una copa?

Porque… ¿Quién era Johnson sino un mero producto del Azar, que siempre había jugado con él, señalándole su caprichoso destino en su vida? Porque el capitán Johnson tan solo fue durante toda su vida una mera marioneta de los designios de un destino al que él jamás pudo controlar ni siquiera comprender su significado.

Cual amante infiel, el caprichoso destino iba a su contra y a su favor de manera hartamente caprichosa, favoreciéndolo en períodos de fortuna, o acorralándolo hasta el límite de su propia extinción, como tal parecía estar haciéndolo en aquel duro momento en medio de esta difícil batalla naval, a pocos minutos de un inminente y desastroso abordaje por la tripulación más numerosa y aguerrida de un buque enemigo.

Sea cual sea la explicación que cada cual le otorgue a estos hechos, según la manera de concebir el mundo el lector, lo cierto es que en aquel momento crítico el viento cambió bruscamente de dirección, de manera realmente insólita, sumado además a que los españoles realzaron una pésima maniobra que los alejaron del navío corsario, alejándose del viento a favor, lo que le permitió al capitán James Johnson huir precipitadamente del alcance del buque español, hasta perderlo de vista en el horizonte.

En menos de veinte minutos, la oscuridad de la noche cómplice se tragó al White Dolphin de la vista de los gavieros españoles. El capitán Johnson había salido nuevamente victorioso esta vez más, ya sea por un milagro, o por el azar. La suerte le volvió a ser favorable a él una vez más en el momento más crítico.

Un alarido salvaje, incivilizado, de bruta alegría primitiva, se escapó de la garganta del capitán corsario, que fue acompañada por centenares de alaridos de júbilo de su propia tripulación llena de fervor.

El capitán Johnson, apenas repuesto de las emociones del combate, apareció en el puente de mando de su navío, con su rostro lívido, pálido, y temblando visiblemente. Una astilla proveniente del palo de la mesana que había parcialmente alcanzado por la artillería enemiga, le había ocasionado un pequeño e insignificante rasguño en su cuero cabelludo.

Fue una herida que, no obstante, su levedad, lo hizo sangrar abundantemente. Sus manos y sus piernas temblaban de nerviosismo, pero, no obstante, sobreponiéndose a estos percances, tragó saliva y se dirigió a toda su tripulación, reunida en cubierta, diciéndoles:

—Esta será una larga noche en cuyo fin nos esperará la victoria. Nuestros enemigos nos están siguiendo de cerca. ¡Quién sabe si no existen más naves españolas tras nosotros! De todas formas, si nos enfrentan, nosotros responderemos al fuego con el fuego. Todos… sabemos que no tenemos nada que temer… y…

El capitán Johnson iba a decir algo más, cuando, en ese momento, se dirigió su mano temblorosa a su sien ensangrentada. Él luego contempló de cerca, con sus propios ojos, sus dedos untados de su sangre, y, estremeciéndose repentinamente, se retiró del puente de mando de su navío, sin proferir palabra alguna, y se dispuso a los cuidados del doctor del navío.

La tripulación del navío corsario gritó entusiasmada. Sin embargo, el reciente combate contra ese navío español no los había favorecido en absoluto. El huracán de metralla disparado por los españoles veinticinco minutos atrás había sembrado de heridos la cubierta del White Dolphin.