Cuentos de la calle Marne - Tomo III - Ernesto Thomas - E-Book

Cuentos de la calle Marne - Tomo III E-Book

Ernesto Thomas

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Beschreibung

Las circunstancias difíciles han rodeado la vida del autor de Cuentos de la calle Marne, obra que se desglosa en varios tomos y que este, el tercer tomo, reúne una serie de relatos concebidos durante su reclusión psiquiática. Esa valiente declaración que hace Thomas al inicio de su obra habla de su sinceridad y el ameno desenfado con que presenta relatos inteligentes, críticos, valientes, irreverentes y originales.

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CUENTOS DE LA CALLE MARNE

tomo III

Ernesto Thomas

© Ernesto Thomas

© Cuentos de la calle Marne. Tomo III

Marzo 2023

ISBN ePub: 978-84-685-7354-0

Editado por Bubok Publishing S.L.

[email protected]

Tel: 912904490

C/Vizcaya, 6

28045 Madrid

Reservados todos los derechos. Salvo excepción prevista por la ley, no se permite la reproducción total o parcial de esta obra, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio (electrónico, mecánico, fotocopia, grabación u otros) sin autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. La infracción de dichos derechos conlleva sanciones legales y puede constituir un delito contra la propiedad intelectual.

Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47).

Índice

PRÓLOGO

PRIMERA PARTE

SEGUNDA PARTE

TERCERA PARTE

EL RESCATE DE INDIANA JONES

EL RESCATE

EL SUEÑO DE MARISA

EN EL LIMBO

EN EL MAR ÁRTICO

LA LLAMA

LA NOTA

LA ORDEN

LA PALABRA PALABRA

LA REVELACIÓN DE SAN BARDONE

LA TRAGEDIA DE MOZART

LA TRANSFORMACIÓN

I

II

III

EPÍLOGO

LOS CUERVOS

LOS FANTASMAS DEL CASTILLO DE MONTEOSCURO

LOS TERRIBLES CUCUMELOS

LAS PALABRAS PARA LO INDEFINIBLE

POR EL PRECIO DE UN SÁNDWICH

TORMENTO DE PIEDRA

MÉLANI

MISCELÁNEA

OLFATOLOGÍA

PSICOANÁLISIS DE ADOLF HITLER

QUERIDO ERNESTO:

RUMBO A LA LIBERTAD

I

II

III

IV

V

VI

VII

VIII

IX

X

XI

XII

XIII

XIV

XV

XVI

XVII

PRÓLOGO

Este es el tercer libro de esta serie de siete tomos que nos ofrece el escritor Ernesto, Thomas González, nacido en Montevideo, Uruguay, en 1968, estudiante de la licenciatura de Filosofía en la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación en su ciudad natal.

Difícil le es pues, a este autor, absolutamente autodidacta, llevar a buen término la difícil tarea de realizar nada menos que un prólogo medianamente aceptable para sus propios libros, pero tratándose de un autor absolutamente desconocido por el público y por los ambientes literarios, el autor debe en este caso, a falta de otra solución, ejercer la engorrosa tarea de escribir el propio prólogo de sus obras.

Si de juicios se tratara, es de la opinión del autor que no existe mejor persona para juzgar su obra que las opiniones de los lectores, cuya lectura espera el autor que les sea agradable y entretenida.

El autor no va a pretender hacer en este prólogo un análisis erudito de sus obras, ya que está carenciado de la formación académica necesaria para realizar un análisis crítico experto y bien realizado, pero no pierde la esperanza de que algún día algunas de sus obras puedan ser objeto de un análisis más serio que el que el propio autor está privado hoy en día de hacerlo.

En este tercer tomo el autor expone las experiencias de un coronel de la caballería napoleónica desde un punto de vista trágico y romántico a la vez.

La enorme mayoría de las obras de estos siete tomos que el autor nos presenta, las escribió durante sus internaciones psiquiátricas en el Hospital Vilardebó y la clínica Jackson, más algunas obras compuestas más recientemente en la clínica “Los Fueguitos”.

Sin más qué decir sobre el tema, el autor se despide atentamente, agradeciendo la buena disposición del lector.

Ernesto Thomas González

Montevideo, 27 de setiembre de 2017

LÁNMAC

“La victoria pertenece al más perseverante”

NAPOLEÓN BONAPARTE

PRIMERA PARTE

Venían repicando los cascos de sus caballos una vez más… ir y venir. Otra vez, galopando por las llanuras del Viejo Mundo, siguiendo los vientos y las rutas, vadeando los arroyos producidos por el deshielo de los Alpes, surgido a raíz de los calores del año 1809.

Las nieves del inverno se desbordaban, entreverándose contra el lodo y las rocas de la cordillera, y alimentando los frescos pastos, que enriquecían de verdor los valles europeos.

El capitán Lánmac miró, somnoliento, las grises murallas de granito natural que retenían las nieves húmedas, con su mirada agotada y melancólica.

No para menos. Hacía dos días que estaba engripado, y venía trasladándose él y su pelotón, de aguerridos combatientes de la Grande Armée, por entre las aristas rocosas, y los caminos sinuosos e inestables de la cordillera de los Alpes.

Algo preocupaba a la mente ardorosa del capitán Lánmac, y era el mal estado de las herraduras de su caballo, que se hallaban en una situación deplorable.

Era por eso tal vez, que su perfil esbozó una sonrisa sutil, al entrever sus ojos agudos, el humo de una aldea, donde sin ninguna duda encontraría abrigo y un establo donde podría conseguir una nueva herradura, ya que amaba en extremo a su caballo Fergón, como para dejarlo a manos de los campesinos de la aldea.

A decir verdad, ni el lugarteniente Bridet, ni el resto del pelotón, comprendían lo que hacía, a ese caballo, algo tan especial para Lánmac.

Era un excelente animal, eso sin duda era cierto.

Era grande y esbelto, de excelentes formas, resistente y veloz. Un hermoso equino de pelo negro lustroso, que era la envidia de todos los capitanes del ejército francés… y muy veloz.

Allá cuando se lanzaba, en medio del combate, una carga de caballería, sobresalía entre todos, quizás por su color contrastado, Fergón, con su jinete a grupas.

No solo por el color, sino también porque Lánmac lo espoleaba al máximo, exponiéndolo a las balas y lanzas enemigas, y causando la admiración, tanto de amigos y enemigos. En todo el IV Ejército era conocida esa carga.

Cuando lo veían todos, desde los más veteranos, hasta los más bisoños, decían:

- ¡Ahí va el diablo de Lánmac con su caballo! ¡A toda carga! ¡Primeros! ¡No comprendo cómo no llega el día en que los aniquilen!

Pero lo cierto era que Lánmac tenía esa inusitada suerte que les brinda Dios a una ínfima minoría de guerreros audaces e ingenuos, que creen que basta afrontar cualquier obstáculo, para vencer.

¿Y quién era Lánmac después de todo?

Un militar pícaro, tenaz, ambicioso, y provisto de esa estupidez que, más por azar, que, por mérito, se permitió triunfar en cuanta campaña se impuso. Era el típico ejemplo de aquellas personas que siguen vivas en la guerra por tan solo falta de mala suerte.

Naturalmente, el capitán Lánmac no era consciente de tal situación, y atribuía sus éxitos, precisamente, al ardor con el que emprendía el combate, de tal forma que llegó a ser toda una leyenda en el IV Ejército, en las campañas de 1807, y de 1808.

Ahora, en pleno deshielo alpino, Lánmac, ajeno a toda idea de desprenderse de su entrañable criatura, hizo un alto en aquel pueblo, perdido entre las montañas nevadas, y se dirigió a una herrería, en las puertas mismas de la aldea.

El caballo, herido, apenas podría trotar, y el herrero, un aborigen canoso y curtido, de manos deformes, le examinó la pata y dijo:

-Tiene la herradura vencida. Hay que cambiársela… Pero el problema es que aun así no podrá esforzarlo usted durante semanas. No tiene buenos cascos, y podría salirse de nuevo.

El francés, molesto por la crítica, solo atinó a decir:

-Haga lo que esté en sus manos. ¡Ya veré lo que hago yo!

Mientras el herrero ponía manos a la obra, el capitán se dirigió a la taberna, donde se hallaban sus camaradas. El suboficial Bridet le preguntó:

- ¿Tardaremos mucho, señor? Debemos llegar a G. antes del anochecer, y se nos viene una tormenta encima.

-En cuanto le coloquen una herradura a mi caballo partiremos- fue la respuesta.

Al oír esto, el suboficial Bridet guardó silencio, y luego prosiguió:

-Disculpe, señor, pero llegar a G, tengo entendido que es importante. ¿De verdad no le importaría cambiar de montura, y llevarse otro caballo? Sé que no es de mi incumbencia, pero no entiendo como ese…

- ¡Silencio, Bridet! … Ya sé lo que vas a decir, pero este noble animal me ha sido fiel hasta el fin, en cada combate en el que he participado. Tengo la corazonada de que seguiré triunfando si sigo montado en él. ¿No crees en el Azar? ¡Pues yo sí!

No había caso. Lánmac, equivocadamente o no, seguía obsesionado en que aquel animal le traía suerte.

En realidad, cuantos estuvieron a su lado en el campo, aseguraban que el capitán se apegaba al noble bruto más por esta convicción que por real afecto, aunque no cabe duda de que ambas cosas estaban ligadas la una a la otra.

Sin embargo, ocurría que el animal tenía los cascos gastados, y apenas había lugar para clavarle nuevas herraduras.

Era por eso que lo ideal fuese que Lánmac dejase reposar unas semanas su preciada montura, para dejarle crecer los cascos, por eso era desoído por el capitán, ya que le impediría participar, al menos por un tiempo, de las desbocadas cargas de caballería que, por aquel entonces, sacudían los campos de batalla del Viejo Continente.

Lánmac hacía uso de un ardor grandioso, al tomar carrera con el animal, en la vanguardia del regimiento, espoleándolo al máximo contra el enemigo, lo cual le otorgaba la admiración de los suyos, y lo hinchaba de orgullo, sin tener en cuenta que los cascos del animal estaban en las últimas.

Y lo peor era que, por ningún motivo, quería cambiar de bruto, ya que decía que Fergón estaba marcado por el Diablo al nacer (y al decir esto señalaba, con su dedo índice, una cicatriz que el caballo tenía en el ombligo) y que era por eso que el animal le traía suerte, y que, con otro caballo, sin duda sería barrido en los primeros metros por la metralla enemiga.

Pero recomenzaré el relato unos años más tarde, en un campo nevado en el interior de Alemania, en un campamento militar francés.

Los soldados estaban invernando, y desde la vecina ciudad de Diuzburg, eran enviadas diariamente provisiones a los militares, que pasaban bajo estricto control.

Lánmac, debido a su heroísmo en combate, ya había recibido una Cruz de Honor y fue ascendido a Coronel.

Con el nuevo rango, gozó de los privilegios que éste le brindaba, y se hacía transportar envases de aguardiente desde Diuzburg, y de vez en cuando se hacía una visita a los burdeles de la ciudad, o se pasaba horas en una taberna muy conocida, donde, desde cierta hora, se tomaba té y se jugaba al ajedrez y, a partir de otra, se daba rienda suelta al libertinaje y a los juegos de azar.

Entre su nuevo grupo de amigos, se tenía a Lánmac como un tipo travieso, pícaro, simpático, y terriblemente desvergonzado.

Solo unos pocos confidentes suyos supieron a cuántos y cuánto dinero hizo él trampeándoles en el juego de azar, con naipes marcados.

Las damas del local lo repudiaban como un pedante y un degenerado, aunque ello no significaba en ningún momento que lo detestaban, cuando seguían sus pervertidos juegos sexuales con más o menos disimulo.

Aparentemente y para todos los que lo conocían a simple vista, Lánmac era un hombre feliz y descarado, aunque, a pesar de ello, él no vacilaba en confiar el motivo de sus preocupaciones a algún compañero más o menos íntimo.

- “¿Te fijas, Pierre? -decía él –Hace tres meses que hibernamos aquí como unos osos, y Napoleón no ha lanzado aún el ataque.

¿Es que el Corso se ha olvidado de nosotros? ¡Fíjate en los movimientos del VI Ejército en Ulm y del II Ejército en España! ¡Maldición!

¿Hasta cuándo nos harán hibernar?”

Pero las maldiciones al aire de Lánmac terminarían bien pronto.

Pocas semanas después, el comandante Deffreu recibió una orden de la capital que lo habilitaba para trasladar el IV Ejército al sur de Polonia.

Ni el mismo comandante, ni nadie en el ejército, sabían aún de que se trataba.

El camino y las rutas eran inciertos, aún para los propios responsables a cargo.

Al dejar atrás Diuzburg, todos maldijeron decepcionados.

Atrás quedaba la ciudad donde habían pernoctado durante meses. Ya no volverían los soldados del IV Ejército a pisar sus empedrados, ni a emborracharse en sus tabernas.

Pero Lánmac era, quizás, el único hombre que acogió la idea de abandonar Diuzburg, con un destello de esperanza.

¡Movilización!

Eso quería decir, aunque no fuese totalmente seguro, que habría acción.

Siguiendo tantas frenéticas imaginaciones, Lánmac preparó sus pistolas, y afiló su sable, la última noche antes de salir de la localidad, mientras sus compañeros se divertían en la aldea.

- “Solo nos han pedido que nos traslademos… ¡Quien sabe lo que significa!

¿Para qué aprontas tu arma? ¡Ven con nosotros a divertirnos, Lánmac!”- le dijeron sus camaradas.

-Ustedes lo han dicho: nadie sabe lo que puede ocurrir. Yo soy un hombre de armas. Habrá acción. Lo presiento. Embriagaros si lo deseáis, mientras yo me preparo para la guerra.

Dicho esto, mientras sus compañeros se desentendían del asunto, Lánmac cargaba sus armas.

Diez minutos después, el coronel se dirigió a las caballerizas, a la luz de una vela.

Allí, entre las sombras del establo, le habló a Fergón, que lo miraba sin entenderlo.

- “Estas gordo y alimentado viejo. Yo también… pero apuesto que, a pesar de todo, aún sientes nostalgia por los viejos tiempos en que tú y yo nos lanzábamos al combate en primera fila, sin miedo al peligro, a nada, volando como dioses, entre el silbar de la metralla.

Pues esos momentos gloriosos se acercan. ¡Prepárate! Sé que nos tenemos confianza y formamos un equipo, porque ambos llevamos la marca de Satanás en nuestros espíritus… y con tal marca, no se puede perder, como Napoleón o Atila.

Al mundo lo conquistan los que se atreven a desafiarlo, para poseerlo.

Duerme, viejo. Mañana partiremos a primera hora”- le dijo a Fergón.

Tras esto, Lánmac se dio vuelta y desapareció, tras apagar la luz de la vela.

SEGUNDA PARTE

Para la mayoría de los infantes, e incluso para los más veteranos, el traslado a la región de Schwek, al sur de Polonia, no significaba más que ese simple hecho.

Sin embargo…

¿Quién podría predecir lo que se gestaba en las mentes de los grandes mariscales, como Napoleón, Freguy o Gersnié?

Pronto, las noticias inestables de la política en Rusia, les dieron una pista, hasta que un buen día, llegó al nuevo campamento una noticia trascendente:

El Zar Alejandro I de Rusia desobedeció el bloqueo continental contra Inglaterra, impuesto por Napoleón Bonaparte desde hacía meses atrás.

Ante aquel hecho, la posible reacción del “Corso” era motivo de especulación en las innumerables tiendas de campaña.

Una inquietud e incertidumbre se apoderó de todos, mientras Lánmac sonreía, afilando su sable.

“Habrá guerra” -se decía, ante los comentarios escépticos de algunos.

Al cabo de unos días, parecía que una respuesta armada por parte de Napoleón sería inminente, y ante los argumentos de algunos novatos, que temían a la organización militar del Zar y a la inmensidad del Imperio Ruso, y a sus inagotables fuentes de abastecimientos, Lánmac respondía:

- “Será una operación similar a las anteriores. Una expedición fugaz. El Zar no puede tener suerte contra Napoleón, porque el Corso está marcado por el Diablo.

Destruiremos a Alejandro I de la misma forma y genialidad con que deshicimos la segunda y la tercera coalición”.

Otros oficiales, en cambio, compartían el optimismo de Lánmac, pero sostenían que la campaña sería algo más dura, y costaría muchas vidas.

Finalmente, la Grande Armée de Napoleón, el ejército coligado más espectacular del Continente, donde participaban millares de generales y varios cientos de miles de soldados de decenas de naciones, cada uno con sus propios modos, lenguas y costumbres, se abalanzó sobre el helado territorio del Zar, destinado a dar el golpe final contra la resistencia antifrancesa en el continente europeo.

¡La guerra se desataba! El sueño de Lánmac se hacía realidad cada hora que pasaba.

El IV Ejército no tardó en encontrarse en acción.

Así pues, mientras varios regimientos del IV Ejército pasaban a las órdenes del Marqués de Froddne y se dirigían hacia el norte, la unidad donde se hallaba el coronel Lánmac recibió la misión de reunirse con un regimiento del II Ejército de Hungría y proseguir rumbo a Moscú.

Por fin, en unas colinas cercanas a una aldehuela rusa, el ardoroso coronel tuvo la oportunidad de poner en juego su destreza en el combate, cargando gloriosamente entre una nube de metralla, tan heroicamente, que el propio general D`Hugens exclamó a su lugarteniente, al verlo luchar:

- ¡Ese hombre es el propio diablo en persona! ¿Cómo decís que se llama?

-Es el Coronel Lánmac, del VII Regimiento, señor

-Pues quiero verlo en mi tienda después del combate- exclamó D`Hugens.

Tras la carga del coronel, los fusileros rusos descargaron sus armas contra el difícil blanco movedizo de Lánmac.

Luego, viéndose venir de frente a toda la caballería, arrojaron sus bayonetas y se retiraron en desbandada.

La batalla adquirió así un signo favorable a la Revolución Francesa, gracias a la saga del Coronel.

En la tienda de D`Hugens se celebraba la victoria, cuando el general recordó de súbito a esa figura fugaz en medio de la campiña, esquivando las balas y de frente al enemigo.

Rápidamente susurró unas palabras al oído a uno de sus colaboradores, y unos minutos después apareció, con una invitación del general, el coronel Lánmac, uniformado, y apenas repuesto de la acción.

Admirados ante la audacia de ese coronel de pelo largo, los oficiales brindaron en su honor, mientras D`Hugens no dudó en ponerlo al mando de una columna que hostigaría a los regimientos rusos al este del río.

Se trataba de atravesar el monte de S. y caer por sorpresa sobre una división de artillería enemiga en una misión sumamente peligrosa.

Si Lánmac cumplía tan arriesgada misión, D`Hugens se comprometía a concederle una audiencia con el Emperador, para solicitarle un cargo más elevado.

Al oír esto, los ojos azules de Lánmac centellaron de emoción.

Apenas balbuceando algunas palabras necesarias, Lánmac, sumamente impresionado, se retiró de la tienda del Estado Mayor sin hacer la venia, y con el rostro totalmente colorado, debido a la confusión en que se hallaba su cabeza, lo que causó gracia a D`Hugens y a sus colaboradores.

Mientras vagaba por el recinto fortificado del campamento, su mente fogueaba frenéticamente, y ardía de gloria y desesperación. Y no podía ser para menos…

Por un lado, estaba a punto de conquistar al mundo con sus manos. Por otro, mañana, al rayar el alba, se le depararía una dura prueba y el único medio que él tenía para llevarla a cabo, es decir, su valioso caballo negro, se hallaba dolorosamente lastimado en una pata.

- ¿Cuál es el problema? –inquirió al herrero.

-Es un caballo muy fuerte y ágil, pero, por lo que veo, sus cascos son poco resistentes. Se diría que se desgastan rápidamente. Tendría que cambiar de herradura. Si me permite un consejo, no lo esfuerce demasiado.

- ¡Eso no puede ser! Lo necesito urgente en acción mañana por la mañana, así que no tendré más remedio que llevármelo.

-En tal caso, será mejor que se lleve otro caballo. Tengo en mis caballerizas más de cien que le podrán servir.

- ¡No sea imbécil! - respondió Lánmac despectivamente, y se volvió sombrío a su tienda.

Allí se sirvió una copa de coñac y se dijo:

- “Iré a la carga con Fergón y él me llevará a la gloria o a la muerte. Después de todo, el mundo está para ser desafiado. Atila se hizo poderoso desafiando a Dios, y Napoleón al Antiguo Régimen.

Yo lograré mi ascenso desafiando a la Adversidad. ¡El Diablo me ayudará!”

Lánmac se recostó en su vivac y se propuso meditar, pero, casi sin pensarlo, se quedó dormido, y cuando recuperó la vigilia era la una de la noche.

Solo él estaba despierto en la tienda. Los otros oficiales dormían.

Se abrochó su chaqueta y salió afuera, donde la luz de una hoguera, con un montón de centinelas alrededor, jugando a los dados, alumbraba la zona.

El coronel desapareció tras unos carromatos de municiones y se dirigió a la tienda de Pierre, que aún estaba despierto. En ese momento, Pierre, un oficial intelectual de bigote negro, lo saludó cortésmente, mientras dejaba al lado una recomendación que estaba escribiendo.

- ¡Hola Lánmac! Me enteré de lo tuyo. Así que hoy al amanecer ¿Verdad?

- ¡Hoy al amanecer! -repitió Lánmac meditabundo.

En el transcurso de la noche se sucedieron novedades.

Los rusos anduvieron merodeando el bosque próximo de Z., a las dos horas y catorce minutos, aprovechando la ausencia de luz, y capturaron a varios lugartenientes.

A eso de las tres horas y veintisiete minutos de la mañana, D`Hugens ordenó hacer avanzar un regimiento sobre las colinas y montes de abetos que rodeaban el lugar.

En el campamento, en todo momento, todos dormían, excepto los suplentes designados que, a una temperatura de siete grados bajo cero, bebían café y jugaban a las cartas, a la luz de las velas, esperando nuevas noticias de los movimientos enemigos.

Cada tanto, una serie de órdenes y un tropel de caballos partiendo hacia la noche, entrecortaba la relativa calma. Era una noche movida. Algo se preparaba.

“Algo”, pensaba Lánmac, se preparaba más allá de la oscura masa de abetos que rodeaba el campamento.

En la tienda, en cambio, compartía una amigable y nerviosa conversación con Pierre.

- “Este amanecer es mi prueba de fuego. Tal vez sea dentro de media hora, al paso en que se desarrollan los acontecimientos. Ahí se decidirá si seguiré perteneciendo a la Grande Armée, o si estaré muerto, o si seré nombrado general, conquistaré la gloria y estrecharé la mano del Emperador.

Sé que el momento es difícil, pero mañana, al partir hacia la misión diré: “LaSuerte está echada” al cruzar un funesto Rubicón mental”. -dijo Lánmac nervioso.

Pierre escuchó sus palabras confuso y lo escudriñó con su mirada. Buscaba algo indefinido que no encontró y luego dijo:

- ¿Qué es lo que te preocupa, Lánmac?

-Mi cabalgadura… Dicen que no es apta para otra carga más.

-Puedes utilizar otro caballo a tu disposición.

- ¡No! -dijo Lánmac.

Sus ojos se movieron en el vacío aterrorizados ante esa reflexión.

- ¡Ningún otro caballo está marcado por Satán como él! Otra montura me llevaría al desastre. Prefiero confiar en Fergón antes que arriesgarme con otro elemento.

Al oír esto, Pierre no pudo contener su asombro.

Jamás había pensado que el fanatismo de Lánmac por su caballo (aquel que era harto conocido en todo el VII Regimiento) tuviese visos de realidad.

En verdad, pensó que el coronel no hacía otra cosa que teatro ante sí mismo y ante los demás, pero, por lo visto, aquella estúpida superchería acerca del Demonio se había convertido en una obsesión, que iba a obligar a Lánmac a cargar con un caballo rengo ante las filas enemigas.

Por espacio de una hora Pierre trató de convencer al terco coronel de que tal obsesión era un absurdo, que iba demasiado lejos, hasta que, por fin, debido al temperamento fácilmente irritable de Lánmac, decidió desistir, no sin antes agregar de que era un loco y un asno por realizar tal estupidez.

Ante esto, Lánmac se volvió y dijo con altivez.

- ¡Si es necesario, desafiaré cualquier obstáculo, pero jamás me separaré de Fergón!

Tras decir esto, abandonó irritado, aunque inquieto, la tienda.

- “¡Tengo que vencer la Adversidad!” –se dijo, y, casi sin darse cuenta, un siniestro presagio lo acometió, aunque conscientemente no veía el momento de cargar contra esos malditos rusos.

Y el momento no se hacía esperar.

Debido a la rapidez del avance ruso, el general D`Hugens se veía obligado a estar mandando continuamente hombres al combate.

A las cinco horas menos trece minutos de la mañana, un sargento mayor se hizo presente en la tienda de Lánmac.

- ¿Es usted el coronel Lánmac, a cargo del VII Regimiento de Húsares?

El coronel lo miró fijamente y vio, por la expresión del rostro, que la hora había llegado.

Abrió el sobre sellado y leyó las líneas sobre el papel. Se veía que estaban escritas a tinta, pausadamente, y con excelente letra, con la firma del general, burocráticamente.

El coronel apartó su mirada del papel hacia el Sargento Mayor y se aprestó a cumplir la orden.

TERCERA PARTE

Minutos después, la tropilla de Lánmac vagaba por un laberinto de senderos en torno al bosque de S.

En tales condiciones, la oscuridad era total y solo se destacaba, con su presencia concreta, las grandes masas de árboles de espinos que, a veces, debido al espesor de la maleza, impedían el paso de los caballos y arañaban el rostro de los jinetes.

Los caballos relinchaban de frío, incluso Fergón, que, minutos antes, se encontraba en la tibia caballeriza del regimiento.

Para colmo no solo no se veía nada (pese a que un cabo portaba un fanal a la delantera), sino que los rusos podían caer sobre ellos en cualquier momento, ya que hacía dos horas y treinta y seis minutos atrás, eran dueños absolutos del bosque que debían atravesar, para caer por sorpresa sobre las baterías de artillería emplazadas en el extremo opuesto del bosque de S.

En vano la vista de Lánmac agudizaba sus sentidos para penetrar la oscilante y huidiza luz del fanal que centellaba en la oscuridad de la noche, en medio del frío del bosque primitivo y acechante.

Todos cabalgaban sin proferir palabra alguna, como una tropa de condenados.

Solo los acompañaban en sus tibios pensamientos las inestables pisadas de los equinos sobre el suelo fangoso e irregular, y el tiritar de los dientes de algún soldado.

Aunque Fergón, caballo fiel y valiente como su amo, no se quejara, por el ritmo de sus pasos, Lánmac se dio cuenta que su herida le afectaba mucho.

De pronto, al cabo de veinticinco minutos de marcha frenética sobre esos pasajes inhóspitos, donde no se oía ni un pájaro, el coronel mandó detener la progresiva marcha de la tropa.

Lánmac ordenó alumbrar con la luz febril del fanal el estrecho sendero donde venían pisando, y estudiando unas ramas rotas, dijo:

- ¡Por aquí han pasado los rusos! ¡Desvainen los sables y guarden silencio avanzando con el mínimo de ruido posible!

Nuevamente se pusieron en camino.

Ahora la noche se hacía más espesa, más interminable aún, pese a que se hallaban en los minutos precedentes al alba.

La columna avanzaba lenta y sigilosamente por el oscuro laberinto del bosque, como una serpiente temerosa. Los soldados empuñaban con ahínco sus lanzas y sables, porque sabían que la hora decisiva podía llegar en cualquier momento.

Minutos más tarde, el guía dijo:

-No hay más rastros del enemigo. Probablemente era una tropilla que se dirigió al Norte.

- ¿Cuánto falta para atravesar el río? -inquirió Lánmac.

-Un kilómetro, o quizás, dos.

- ¡Bien! –dijo el coronel, y la tropilla prosiguió.

En los diez minutos que acontecieron de inmediato, el monte, al clarear el alba, comenzó a despertarse de su letargo, con los chillidos de centenares o miles de pájaros de especies distintas y dispares.

El sol majestuoso alargaba sus rayos tibios en la floresta oculta, en el primer momento del amanecer, de un día que aconteció hace muchos decenios, en un momento en que la batalla próxima estaba comenzando.

Minutos más tarde, como un eco sordo que taladró la oscuridad, se oyó el primer cañonazo.

Por lo visto, D`Hugens se vio obligado a adelantar su ataque en un lapso de treinta y siete minutos, lo que obligaba a Lánmac a apresurarse.

A medida que iban avanzando, el cielo comenzaba a iluminarse débilmente.

Más tarde, la tropa del VII Regimiento, estaba cruzando un frío arroyo, de aguas terriblemente heladas y, un poco después, llegó a los límites del arbolado.

Ante ellos, situados en medio de una colina, se extendía un amplio valle de tierra parda, donde los fusileros franceses era detenidos por cinco grandes baterías de bronce pulido, que escupían humo y metralla contra los jóvenes combatientes de la Grande Armée.

Los rusos estaban de espaldas a Lánmac, y aún no lo habían visto, debido al negro contraste de la masa arbolada, aún no bien iluminada en los comienzos de ese frío amanecer.

La situación no podía ofrecerse de forma más ventajosa para el VII Regimiento.

Lánmac alineó a sus jinetes en una amplia fila de caballos que cargarían, colina abajo, contra el enemigo.

Lánmac desenvainó el sable, tomó aliento y dirigió una mirada alrededor.

Su caballo estaba herido y, a la luz del amanecer, el coronel percibió una mancha oscura entre sus cascos y el pasto congelado, que no era lodo sino la sangre del noble bruto, que lo acompañó dolorido, sin quejarse, a lo largo del anterior trayecto.

Cada tanto el animal contraía sus patas y esto -bien lo sabía Lánmac- no se debía al frío.

La cuesta de la colina, desde el arbolado hasta el emplazamiento de las baterías, tenía unos doscientos metros cuesta abajo, que el VII Regimiento debería atravesar cargando a toda velocidad.

¿Resistiría Fergón ese trote?