Darío en México. Un ambiente enrarecido - Fernando Curiel Defossé - E-Book

Darío en México. Un ambiente enrarecido E-Book

Fernando Curiel Defossé

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En 1910, con motivo de las fiestas del Centenario de la Inde­pendencia de México, se programó la visita del gran poeta nicaragüense Rubén Darío, quien participaría como enviado especial de su país en la ciudad de México. Así, salió de París a bordo del vapor La Champagne con el título de ministro plenipotenciario, sin embargo, debido al "ciclón político de la época", fue recibido tan sólo como "huésped de honor" al arribar al puerto de Veracruz. ¿Cuáles fueron los acontecimien­tos históricos, políticos y culturales que impidieron la llegada del autor de Azul a la capital? La presente edición intenta dar respuesta a estas y otras interrogantes.

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Veröffentlichungsjahr: 2025

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ÍNDICE

I.   Rubén Darío y su desventura mexicana

II.  Cronología

III. Día a día

IV. Aportación documental

1) Archivo Genaro Estrada

2) Cartas y otros documentos

3) Selección hemerográfica

4) Ecos

Bibliografía

Hemerografía

Notas al pie

Aviso legal

ADVERTENCIA EDITORIAL: Con el fin de ofrecer un texto más accesible y cercano al lector de hoy, la ortografía de este volumen fue actualizada en algunos aspectos de acuerdo con las normas de la RAE. Así, se eliminó el acento de los pretéritos monosílabos, como dio, fue, vio. Se modificaron palabras como trasatlántico por transatlántico, trasmitir por transmitir, substituir por sustituir, Centro América por Centroamérica. Se cambió la mayúscula inicial por minúscula de títulos, cargos, fórmulas de tratamiento: rey, duque, presidente(a), ministro, licenciado(a), doctor(a), don, señor(a), usted, excelentísimo, etcétera; en cuanto a las abreviaturas de los tratamientos, la mayúscula inicial se conservó según lo indica la norma: Ud., Sr., Sra., D., Dra., Lic., Excmo. Los sustantivos que designan entidades, organismos o instituciones se escribieron con mayúscula inicial, por ejemplo: el Gobierno (el Gobierno mexicano, el Gobierno de Porfirio Díaz), el Estado, el Ejército. Los nombres de los distintos poderes del Estado se registraron con minúscula inicial cuando hacían referencia a la facultad o poder en sí. Asimismo, se corrigieron erratas evidentes y, en algunos casos, se modificó la puntuación para dar mayor fluidez a la lectura. Por último, cabe aclarar que, por criterios editoriales, se decidió no someter a las nuevas reglas ortográficas de la RAE el adverbio sólo y los pronombres demostrativos.

IRUBÉN DARÍO Y SU DESVENTURA MEXICANA

Fernando Curiel Defossé

¡Hace tiempo que deseo ir allí!

Aunque fuese sólo por algún tiempo […]

¿Necesitaré yo más para ser persona grata,

siquiera fuese a las letras mexicanas?

Yo he de ir a México.

Es un deseo que se ha de realizar.

Rubén Darío

Singular episodio

Los lectores del periódico veracruzano La Opinión, correspondiente al 6 de septiembre de 1910, tomaron nota de lo siguiente: “Hasta la llegada del señor Nervo a La Champagne Darío supo, por cierto de un modo brusco, que no sería recibido como delegado. La tarjeta que nos dejara el altísimo poeta tiene tachada, con lápiz, al pie de su nombre, la línea: ministro de Nicaragua”.1

¿Nervo, cuál de ellos, Amado o Rodolfo? ¿Rubén Darío por fin en México, viejo anhelo, transportado desde Europa por un barco bautizado, con inexcusable congruencia, La Champagne? ¿Y qué lo impelió a tachar en la tarjeta de presentación tan alto cargo diplomático?

La presente edición intenta dar respuesta a estas y otras interrogantes. A partir de sus propios indicios, huellas, se rearticula un episodio que, en el marco de las fiestas del Centenario de la Independencia de México en 1910, canto del cisne del porfiriato, involucró, en primer término, al poeta y periodista nicaragüense, designado delegado de su país por un gobierno de súbito depuesto, así como, tras bambalinas, a las cancillerías de México y Estados Unidos; por no mencionar a un puñado de amigos —Justo Sierra y Federico Gamboa en primer término—, a numerosos intelectuales —el grupo de Revista Moderna a la cabeza— y a los contingentes estudiantiles que vieron fracasadas sus intenciones de homenajear al escritor legendario. ¡Darío huésped nuestro!

Historia que corre entre el 15 de julio, fecha en la que el autor de Cantos de vida y esperanza, domiciliado en París, es informado de su misión en México con carácter de enviado especial y ministro plenipotenciario, y el 8 de diciembre, cuando el poeta, de nuevo en París, es pensionado por el Gobierno mexicano. Esto último en claro desagravio por el desaire de no haberlo acreditado como delegado de Nicaragua para las celebraciones centenarias. ¿Y a causa de qué la no acreditación, máxime tratándose de una personalidad tan afamada como el autor de Azul? ¿Qué llevó a una decisión semejante? ¿Bajo qué circunstancias, subrepticias o abiertas, se hizo pública?

Pero vayamos por partes.

Viejo anhelo, en verdad

Dos años antes, en 1908, Rubén Darío había sido invitado por Justo Sierra para visitar México —fastuosa fiesta de recepción incluida—. El poeta e historiador mexicano cumplía su tercer año como ministro de Instrucción Pública y artífice de un ambicioso plan educativo que culminaría con la apertura de la Universidad Nacional de México, uno de los actos más señalados de los festejos del Centenario. Aunque Darío aceptó la invitación de Sierra, la premura de su nombramiento como ministro de Nicaragua en España, hecho por el presidente José Zelaya, le impidió obsequiarla. Sin embargo, más adelante, luego de renunciar a su cargo en Madrid y a petición expresa suya, el Gobierno mexicano —vía el subsecretario de Relaciones Exteriores, Federico Gamboa— inducirá la designación del escritor como representante nicaragüense en la conmemoración de 1910. A José Zelaya lo había suplido José Madriz al frente del Gobierno nicaragüense. Todo apuntaba, pues, en dirección de la pendiente apoteosis.

Y lo cierto es que ninguno de los diplomáticos, ni los permanentes ni los especiales convocados a los festejos, reunía los timbres del nicaragüense. Darío, al decir de Luis Mario Schneider, “hombre de consulados y embajadas no tanto por lo que a la función diplomática hace, sino por lo que ella significa para el brillo personal o la vida social”,2 se movería, en la puesta en escena internacional del septiembre mexicano de 1910, como incontrastable pez en el agua.

Todavía el 12 de agosto de 1910, se divulgaba la noticia de que la cancillería mexicana había comisionado a los poetas Francisco M. de Olaguíbel y José Juan Tablada para atender al ilustre visitante: recibirlo en Veracruz, viajar a su lado del puerto a la capital, acompañarlo en las recepciones y ceremonias oficiales del mes de septiembre.

Pero uno será el Darío que aborde La Champagne en el puerto de Saint-Nazaire, acompañado por su secretario, el joven filipino José Torres Perona, y otro el que desembarque en La Habana, escala hacia Veracruz. En la Coruña, España, se impone de la caída del presidente Madriz, a quien debía, lo avancé ya, la misión que lo traería, a la postre en mala hora, a México. Así lo consigna el poeta:

Aunque en la Coruña, por un periódico de la ciudad, supe yo que la revolución había triunfado en Nicaragua, y que el presidente Madriz se había salvado por milagro, no diera mucho crédito a la noticia. En La Habana la encontré confirmada. Envié un cablegrama pidiendo instrucciones al nuevo Gobierno y no obtuve contestación alguna.3

A Veracruz llegará sin recibir contestación del nuevo gobierno, encabezado por Juan José Estrada. Y en vez de De Olaguíbel y Tablada, en tierra lo esperaba Rodolfo Nervo, segundo introductor de embajadores, con la mala nueva de que el poeta sería recibido no como diplomático, sino como “huésped de honor” del Gobierno mexicano. Y faltaba otro baldazo: la recomendación de Sierra, expresada a través del gobernador militar de la plaza, de que no siguiera su camino a la ciudad de México. Ajeno a su voluntad, sobre Darío se venía formando lo que él —domador de expresiones— llamará “un ciclón político”.

Compañeros de ruta

Ahora bien: de haberse cumplido el plan original, Darío incomparable representante de Nicaragua —de la República Hispanoamericana de las Letras— en las fiestas mexicanas del Centenario, ¿qué hubiera encontrado en la ciudad de México? Determinadas circunstancias decidieron que el movimiento literario modernista floreciera en diversos países de América Latina. Contingente formado estelarmente por el mexicano Manuel Gutiérrez Nájera (1859-1895), los cubanos José Martí (1853-1895) y Julián del Casal (1863-1893), el colombiano José Asunción Silva (1865-1896) y, desde luego, el de mayor centelleo, el nicaragüense Rubén Darío (1867-1916).

En nuestro país, tras la senda del Duque Job y su Revista Azul (1894-1896), se formó el grupo de la Revista Moderna (1898-1903), renombrada Revista Moderna de México (1903-1911); equipo compuesto principalmente por José Juan Tablada (1871-1945), Amado Nervo (1870-1919), Jesús E. Valenzuela (1856-1911) —director y mecenas—, Balbino Dávalos (1866-1951), Jesús Urueta (1867-1920), Ciro B. Ceballos (1873-1938), Franciso M. de Olaguíbel (1874-1924), Alberto Leduc (1867-1908), José Peón del Valle (1866-1924) y el tempranamente desaparecido Bernardo Couto Castillo (1880-1901).

La idea de Revista Moderna había nacido al calor de la fractura. José Juan Tablada dirigía la sección literaria del periódico El País, en el que el 18 de enero de 1893 publicó un poema, “Misa negra”, que, una vez que le fue mostrado, escandalizó a la esposa del presidente Díaz, doña Carmen Romero, y trajo como consecuencia el despido de Tablada. La respuesta de éste fue una carta dirigida a Dávalos, Urueta, Peón del Valle, Leduc y De Olaguíbel, en la que consigna una intención compartida: “reunir en una sola idea nuestros cerebros y en un solo latido nuestros corazones”; enfatiza un común temperamento decadente en lo moral: la “eterna gota de la duda ha cavado la blanca lápida en nuestras creencias”, y en lo estético: “refinamiento de un espíritu que huye de los lugares comunes y erige Dios de sus altares a un ideal estético, que la multitud no percibe”; advierte que, puesto que se fundaban clubes para andar en bicicleta y para jugar football, nada tenía de reprochable que ellos fundaran un “cenáculo para procurar el adelanto del arte y nuestra propia cultura intelectual”; apunta que, puesto que se les excluía de los periódicos, plantarían sus “tiendas bohemias” en otro lado, lejos del “paraíso burgués”; y anticipa, por último, la realización inmediata de un proyecto: Revista Moderna.4

Aunque con particularidades, y con una oscilación entre los términos decadentismo y modernismo, el grupo mexicano tenía como antecedente al grupo francés congregado en la revista Le Décadent, nacida en 1886 bajo la dirección de Anatole Baju. Publicación a su vez precedida por la obra de autores como Charles Baudelaire y Joris-Karl Huysmans. La esencia del movimiento la define en 1888 Paul Verlaine:

una literatura esplendorosa para un tiempo de ruina, que no marcha al paso de la época, sino a contramano, con insurgencia, reaccionando por lo delicado, lo elevado, lo refinado […] de sus tendencias, contra la llaneza y la infamia literarias y de otro tipo, ambientales; y esto sin ningún exclusivismo y con toda la fraternidad del mundo.5

Ahora bien: el anuncio de la carta de Tablada a sus amigos se robustece, además, con un “suelto” periodístico aparecido en El País el 7 de enero de 1893:

Con este título aparecerá en esta ciudad muy próximamente una revista quincenal, de índole exclusivamente artística.

Nosotros que, en cuestiones literarias, somos partidarios incondicionales del arte moderno y que apoyamos lo que en materia literaria signifique el acatamiento de una evolución justa y necesaria, encomiamos sinceramente la idea de la Revista Moderna que será el vehículo de las ideas de nuestros jóvenes literatos.

Ya es tiempo de que un elemento influya como una nueva corriente de vida a nuestra anémica literatura que aún está en las antediluvianas etapas de cuando “Altamirano rabió”.

Bienvenida sea la Revista Moderna.6

Empero, en el plano de la realidad y no en el de la optimista fantasía, se requirieron años y no días —antes surgió y se extinguió Revista Azul de Gutiérrez Nájera (1894-1896)— para la aparición, el 1° de julio de 1898, del primer número de Revista Moderna.

¿Estaba Darío al corriente de este proceso, de estas batallas? Es probable. Aunque lo indudable es que se constituyó en un colaborador asiduo de la publicación que, relanzada en 1903, se mantendría en circulación hasta 1911.

Como era de esperarse, el anuncio de la visita de Darío fue recibido con júbilo por los modernistas. Momento excepcional, consagratorio a fin de cuentas para todos, sería aquel en el que el poeta nicaragüense ingresara a la redacción de la revista de sus cofrades mexicanos, todavía encabezados, pese a sus achaques —físicos y económicos—, por Jesús E. Valenzuela. Redacción instalada en la esquina de Bolívar y Madero, en una suntuosa casa colonial:

de amplias escaleras y espaciosos salones, en uno de los cuales, el del ángulo, Valenzuela hizo colgar sus tapices chinos de seda con magníficos asuntos del arte animalista chino en que se veían pájaros rutilantes de maravillosos plumajes, y tapices fielmente imitados de los gobelinos antiguos; hizo poner como anunciadores e introductores al salón dos faunos bien esculpidos que podían permanecer de pie sin zócalo, el uno saludando al entrar y el otro indicando con las manos que se sirviese pasar la persona que entraba; colocó mármoles y bronces que representaban divinidades paganas en los ángulos.7

Pero aún había más tanto en la realidad como en el recuerdo de Rubén M. Campos, a quien citamos. Darío hubiera admirado la preciosa mesa esculpida, rodeada de sillones de respaldos y brazos torneados, espacio de trabajo de los redactores; las pinturas colocadas en los muros; los cortinajes en puertas y ventanas. Conjunto —tapices, faunos, esculturas, mobiliario, pinturas, cortinajes— que justificaba el anhelo:

de que aquella instalación sirviese de palestra a las lides del pensamiento, y de que fuese conocida y apreciada en lo que valía una de las salas de arte más lujosas de México, ciudad en la que hasta entonces las revistas y los diarios habíanse alojado en salas destartaladas o en simples accesorias en las que no había ni un cuadro, ni ninguna obra de arte.8

¡Con qué detalle hubiera reportado la revista de los modernistas la entrada triunfal de Rubén Darío a sus refinados cuarteles!

Aunque, tómese nota, con todo y el merecimiento de los compañeros de armas, los modernistas no serían los únicos anfitriones dispuestos a agasajar al escritor nicaragüense.

Adelantándose a todos, Diódoro Batalla, José M. Pardo y Jorge Ruiz lo reciben en La Habana con este telegrama: “Sus admiradores veracruzanos salúdanle reverentes y desean acepte breve modesto homenaje que le preparan”. A lo que Darío contesta: “Agradecido honroso homenaje que me ofrecen. Aceptaré si tiempo no impide”.9

Ni los reverentes “admiradores” ni el inminente y eminente homenajeado tenían claro el panorama. Que se enrarecía día con día.

La nueva hornada

La natural disposición anfitriona de la tropa modernista y el telegrama con las tres firmas no agotaban del todo la situación. En septiembre de 1910, la escena intelectual mexicana incluía una nueva numerosa camada, si bien en los comienzos prohijada por los modernistas, dueña de un proyecto propio que se expresaba en los terrenos de la literatura, la filosofía, las humanidades, la pintura y la educación superior. Los nombres de los principales efectivos hasta el momento son por sí mismos elocuentes: Antonio Caso (1883-1946), Alfonso Cravioto (1883-1955), Luis Castillo Ledón (1879-1944), Jesús T. Acevedo (1882-1918), Pedro Henríquez Ureña (1884-1946), Alfonso Reyes (1889-1959), José Vasconcelos (1882-1959).

Para la fecha de la llegada de Darío a costas mexicanas, el nuevo grupo había fundado una revista: Savia Moderna (1906); echado a andar una Sociedad de Conferencias (1907-1909); participado en dos algaradas públicas impensables en un régimen autoritario: una en desagravio franco de Manuel Gutiérrez Nájera, cuya memoria se pretendía oscurecer (1907), otra en condicionada vindicación de la obra positivista de Gabino Barreda, blanco de ataques del frente católico (1908); fundado un Ateneo de la Juventud (1909), mismo que dará nombre a la constelación; y arrancado, parte asimilado de las fiestas del Centenario, un ciclo de charlas, que será reconocido y publicado como Conferencias del Ateneo de la Juventud (1910). Amén de que dos de los suyos, Luis G. Urbina (1864-1934) y el ya citado Pedro Henríquez Ureña, participaban en la perla del programa editorial aparejado al de los festejos independentistas: la Antología del Centenario, muestrario de un siglo de letras mexicanas.10

A los ataques de los jóvenes contra la filosofía oficial —el positivismo—, había terminado por sumarse el propio Justo Sierra, con quien se aliaron tempranamente.

En el terreno estrictamente literario, dos fueron los momentos de definición colectiva. El primero lo ofreció la declaración de principios, intitulada “En el umbral”, de Savia Moderna, la revista de la que sólo publicaron cinco números. Su tono es incluyente, pacifista. Reza:

Al iniciar una labor como la nuestra, amplia de libertad, bella de juventud, y excelsa de arte, huelga toda frase que revele programa, y todo pensamiento sospechoso de sectarismo.

Los agrupados en esta revista —humilde de vanidad, pero altiva de fe— aspiramos al desarrollo de la personalidad propia, y gustamos de las obras más que de las doctrinas.

Clasicismo, Romanticismo, Modernismo… diferencias odiosas. Monodien las cigarras, trinen las aves y esplendan las auroras. El arte es vasto, dentro de él, cabremos todos.

Vengan, pues, a nosotros, los cultores de la sagrada belleza. La puerta está franca a los bellos sentimientos y a las bellas palabras.

Savia nueva y crepitante nos da derecho a vivir. Ideales sinceros e intensos, nos dan derecho al arte. He aquí explicado por qué somos y a qué venimos.11

Finalmente, después de aludir a Aristarco y celebrar el mes de marzo y la primavera, el breve texto deseó “salud” a los “artistas”, a la “prensa” y, por si faltara alguien, a “todos”.

Otro muy diverso es el contexto de la siguiente declaración pública. Bajo la dirección de Manuel Caballero, periodista de la vieja guardia, había reaparecido la Revista Azul, enarbolando un credo —preceptista, casticista— del todo opuesto al encarnado por su fundador, el cual proclamaba la guerra frontal al grupo modernista. Saliendo a su defensa, los nuevos suscribieron, el 7 de abril de 1907, una “Protesta literaria”. Su tono es excluyente, belicoso.

¿Quiénes protestaban?

Nosotros, los que firmamos al calce, mayoría de hecho y por derecho, del núcleo de la juventud intelectual, y con toda la energía de que somos capaces, protestamos públicamente contra la obra de irreverencia y falsedad que en nombre del excelso poeta Manuel Gutiérrez Nájera se está cometiendo.12

¿En qué consistían los agravios?

Protestamos de semejante desacato, porque el referido sujeto no sólo no es capaz de continuar la obra del Duque Job sino ni siquiera de entenderla; protestamos porque esa obra tuvo y sigue teniendo brillantes continuadores reconocidos y juzgados; protestamos porque el Duque Job fue justamente el primer revolucionario en arte, entre nosotros, el quebrantador del yugo seudoclásico, el fundador de un arte más amplio; y el anciano reportero pretende hacer todo lo contrario, esto es, momificar nuestra literatura, lo que equivale a hacer retrógrada la tarea de Gutiérrez Nájera, y lo que es peor, a insultarlo y calumniarlo dentro de su propia casa, atribuyéndole ideas que jamás tuvo, en un periódico que ostenta el nombre del que él fundó para llevar a cabo la redención de nuestras letras.13

Los firmantes aprovecharon la ocasión para, de un lado, fijar su posición frente al modernismo y, de otro, reclamar su papel protagónico dominante. Respecto a lo primero, suscribieron:

Y aquí es oportuno declarar a manera de credo, que nosotros no defendemos el modernismo como escuela, puesto que a estas horas ya ha pasado, dejando todo lo bueno que debía dejar, y ya ocupa el lugar que le corresponde en la historia de la literatura contemporánea; lo defendemos como principio de libertad, de universalidad, de eclecticismo, de odio a la vulgaridad y a la rutina. Somos modernistas, sí, pero en la amplia acepción de este vocablo, esto es: constantes evolucionarios, enemigos del estancamiento, amantes de todo lo bello, viejo o nuevo, y en una palabra, hijos de nuestra época y de nuestro siglo.14

Y en cuanto a lo segundo, levantaron los puños:

Pisamos un terreno que no es exclusivo patrimonio de nadie; un campo que es del que lo tome por asalto, sin pedir permiso a nadie; del que lucha y se bate mejor y con más fuerzas; del que golpea más duro.

¡Momias, a vuestros sepulcros! ¡Abrid el paso! ¡Vamos hacia el porvenir!15

Así como uno de los políticos de la intimidad presidencial había intrigado contra Tablada y su “Misa negra”, alguien, celoso del orden, pudo haber encontrado, en la última línea, explosiva, de la “Protesta literaria”, una crítica a un régimen aquejado de gerontocracia.

Pues bien: con todo y su expreso deslinde de la escuela de sus antecesores, los ateneístas asimismo disponíanse a rendir tributo al astro rey modernista. Aunque con algún reparo, Alfonso Reyes, testigo invaluable del episodio, lo evoca:

Solíamos hablar, entre nosotros, de atraer a Rubén Darío. Valenti, uno de los nuestros —cuyas palabras me acuden ahora con el recuerdo de su trágica muerte—, nos oponía siempre esta advertencia profética:

—No, nunca vendrá a México Rubén Darío: no tiene tan mala suerte.16

Profecía extrañamente cumplida. La Champagne, verdad es, con Darío a bordo, fondeará en el puerto de Veracruz el 5 de septiembre de 1910. Pero una decisión del Gobierno mexicano, el mismo que había intercedido para que se le comisionara a nuestro país, le impedirá seguir el viaje, ahora por ferrocarril —Ferrocarril Mexicano—, rumbo a una ciudad revestida de sus mejores galas, por lo menos en el primer cuadro, la Avenida Juárez, el Paseo de la Reforma, el Bosque de Chapultepec.

Darío sí tuvo esa “mala suerte” contra la que se pronunció Rubén Valenti.

Lo cierto es que los ateneístas designaron a Ignacio Betancourt para recibir al mítico huésped;17 aunque lo que habla de una escisión al interior del grupo fue el hecho de que algunos intelectuales ligados de manera directa o asimilada al Ateneo de la Juventud integraron la Sociedad Rubén Darío, también con vistas al homenaje.18

La situación mexicana

Salvo el cuatrienio 1880-1884, en el que cedió la silla presidencial a Manuel González, Porfirio Díaz gobernaba México desde 1877. Los primeros diez años del siglo reflejaron la inevitable erosión, mezcla de variadas causas. Relaciono las políticas.

En 1901, en la ciudad de San Luis Potosí, tiene verificativo, en franco reto a las pretensiones autosucesorias de Díaz, la Gran Convención Liberal, fuente que será de tendencias opositoras: el magonismo, el Partido Liberal, el anarquismo.

En 1902, la rivalidad entre dos ministros, el de Hacienda, José Yves Limantour, líder del Partido Científico, y el de Guerra, Bernardo Reyes, líder a su vez de una tendencia que podría cifrase en el lema “Continuidad: por un porfirismo sin don Porfirio”, origina la salida de Reyes del gabinete, la pérdida de un equilibrio benéfico para la paz entre fuerzas políticas opuestas y la formación de un movimiento que crecerá con los meses: el reyismo. La dubitativa negación de Reyes de ponerse resueltamente al frente del movimiento determinará que muchos de sus seguidores engrosen el antirreeleccionismo maderista.

En 1903 —habría elecciones al año siguiente—, se crea la vicepresidencia y se aumentan dos años a los cuatro del período presidencial, lo que asegura a Díaz su lugar eminente en las conmemoraciones de septiembre de 1910.

En 1904, Porfirio Díaz se reelige por penúltima vez, acompañado en la vicepresidencia no por Bernardo Reyes, como era el deseo de amplios sectores, sino por un elemento del partido de los científicos, Ramón Corral.

En 1908, con la publicación del libro La sucesión presidencial en 1910, Francisco I. Madero, próspero empresario coahuilense, figura del todo desconocida en el medio político, emprende una campaña que derivará en el antirreeleccionismo y en su participación en la contienda electoral de 1910 como oponente de Díaz, a quien terminará por derrotar, si no en el terreno de las urnas, sí en el de las armas.

En 1909, Bernardo Reyes renuncia voluntariamente a sus pretensiones —que reavivará de manera extemporánea contra Madero— al aceptar una vaga comisión militar en Francia, fórmula ideada por el presidente para sacarlo del juego.

En 1910, Díaz se reelige por última vez, llevando de nueva cuenta a la vicepresidencia a Ramón Corral.

El Centenario

Por encima de la turbulencia política, cuyo centro lo marca la irrefrenable adicción al poder presidencial de Porfirio Díaz, y a la que se asocian, a partir de 1907, una crisis económica de efectos devastadores y, a partir de 1908, el desconcierto que causó el anuncio hecho por Díaz al periodista James Creelman sobre su disposición a retirarse, se impone el mecanismo natural pero fatal del calendario. El 15 de septiembre de 1910 cumpliríanse cien años de la proclamación de la Independencia del dominio español —proceso que culminó once años después—. Las energías oficiales y oficiosas se concentraron en las celebraciones, aquellas que, todo lo indicaba así, abrirían a Darío un esplendoroso camino a México. Misión en la que, por cierto, según se enteró el poeta durante el trayecto, lo acompañaría su compatriota y colega Santiago Argüello.

Además de los homenajes de modernistas y ateneístas —a los que se sumarían los de los estudiantes, ocupados, por cierto, en un congreso, como lo veremos enseguida—, un pletórico programa oficial de festejos hubiera atrapado al par de delegados nicaragüenses. Dos programas centenarios, en realidad: el general de la Comisión Nacional y el particular del Ministerio de Instrucción Pública.

Resumo el primero, previsto del día 1 al día 30 de septiembre. Inauguración del Manicomio General de Mixcoac; recepción de la pila bautismal del Padre de la Patria; exposiciones japonesa y de higiene; colocación de la primera piedra de la cárcel de San Jerónimo Atlixco; desfile de carros alegóricos; garden party y baile en el Bosque de Chapultepec; apertura de la Estación Sismológica Central; recepción de embajadores especiales; procesión infantil; inauguración de dos escuelas primarias superiores; fiesta de El Colegio Militar; develación de placas conmemorativas en las casas habitación de Andrés Quintana Roo y de María Leona Vicario; sesión del Congreso de Americanistas en Teotihuacán; “Exposición Médica Mexicana”; banquete al cuerpo diplomático; inauguración de la Escuela Normal de Maestros; Congreso Pedagógico de Instrucción Primaria; “Gran procesión cívica”; “Gran desfile histórico”; algunas de las funciones de gala y populares a celebrarse en todos los teatros y salones de espectáculos de la ciudad de México; alguna serenata o algún “Gallo”; solemne entrega por parte de España del uniforme y los arreos de Morelos; inauguración del Parque Popular Balbuena, del Monumento a la Independencia —ocasión en la que Darío hubiera escuchado declamar a su admirado Díaz Mirón— y del Hemiciclo a Juárez; apertura de la Escuela Nacional de Altos Estudios; IV Congreso Médico Nacional; “Gran paseo de antorchas”; nuevo Palacio Municipal; obras para la provisión de agua potable a la capital; lápida conmemorativa del Monumento a Morelos en la Ciudadela —escenario de la Decena Trágica de febrero de 1913—; apertura de la Universidad Nacional de México; inauguración de los nuevos lagos en Chapultepec; colocación de la primera piedra del Palacio del Poder Legislativo; garden party y almuerzo en Xochimilco; baile en el Palacio Nacional; exposición de ganadería; clausura del Congreso Pedagógico; maniobras militares; inauguración de la fachada del túnel de Tequixquiac; entrega de premios de los concursos históricos, literarios, musicales, etcétera; apertura de la Fábrica de Pólvora sin humo en Santa Fe; ensanche de la Penitenciaría; y “Apoteosis de los caudillos y soldados de la Independencia” en el Palacio Nacional.

En cuanto al segundo programa, el del Ministerio de Instrucción Pública, del 2 al 27 de septiembre, su responsable, el ministro Justo Sierra, sin lugar a dudas hubiera requerido a su amigo Darío, a lo menos, en la entrega de las biografías de Hidalgo y Leona Vicario; en la inauguración, en la Plaza Villamil, de la Escuela Nacional Primaria Industrial “La Corregidora de Querétaro” y, en Teotihuacán, de su museo; en la exposición en la Escuela Nacional de Bellas Artes; y en sendos banquetes, uno en el propio Ministerio de Instrucción Pública y otro en San Ángel Inn.

De otra parte, Rubén Darío hubieran podido asistir el 12 de septiembre, en el Salón de Actos de la Escuela Nacional de Jurisprudencia, a la última de las Conferencias del Ateneo de la Juventud, de alguna manera, uno de los eventos del programa cultural del Centenario; conferencia dedicada por José Vasconcelos a la valoración crítica de Gabino Barreda, el artífice e ideólogo positivista de la Escuela Nacional Preparatoria. ¿De qué habrían hablado, al ser presentados, el disertante y el delegado, Vasconcelos y Darío? ¿Y habría sido la ocasión del encuentro primero del poeta nicaragüense Darío con el jovencísimo Alfonso Reyes, hijo de su amigo y protector, el general Bernardo Reyes? Seguramente.

Podemos imaginar al joven Reyes, temprano historiador del Ateneo de la Juventud, exponiendo al escritor invitado las líneas maestras del movimiento, con especial delectación en la aventura de la revista de 1906:

A principios de 1906, Alfonso Cravioto y Luis Castillo Ledón fundaron una revista juvenil. Le pusieron un nombre absurdo: Savia Moderna. No sólo en el nombre, en el material mismo prolongaba a la Revista Moderna. Duró poco —era de rigor— pero lo bastante para dar la voz de un tiempo nuevo. Su recuerdo aparecerá al crítico de mañana como un santo y seña entre la pléyade que discretamente se iba desprendiendo de sus mayores. “La redacción —escribe Rafael López— era pequeña como una jaula. Algunas aves comenzaron allí a cantar”. A muchos metros de la tierra, sobre un edificio de seis pisos, abría su inmensa ventana hacia una perspectiva exquisita: a un lado, la Catedral; a otro, los crepúsculos de la Alameda. Frente a aquella ventana el joven Diego Rivera instalaba su caballete. Desde aquella altura cayó la palabra sobre la ciudad.19

Sin embargo, Rubén Darío, ya lo adelanté, no pasó de tierras veracruzanas.

Otra fue, cabe apuntarlo, la suerte de Santiago Argüello. Éste no sólo logra arribar a la ciudad de México; eludir los llamados de auxilio de Darío, varado en Veracruz, y, en una maniobra de Joaquín D. Casasús que hoy escandalizaría, conseguir la representación de Bolivia en los festejos centenarios; sino que, además, las circunstancias permiten que el protocolario Ateneo de la Juventud lo invite a presidir una de las conferencias del ciclo en la Escuela Nacional de Jurisprudencia. Lo evoca el testigo, ya dije que invaluable, Alfonso Reyes:

Hombre corpulento y velloso, revolvía sus ojos pestañudos paseando la mirada por el salón; se informaba de nuestra vida literaria, y deseaba que su llegada —y la de Darío, siempre probable— coincidiera con un renacimiento literario en México.

[…]

Al acabar la conferencia, los estudiantes —que sólo la oportunidad esperaban para armar la gresca—, con pretexto de la presencia de Argüello, se pusieron a gritar:

—¡Viva Nicaragua!

Con algunos mueras sobrentendidos.

Argüello, que acaso no oyó bien lo que los muchachos gritaban, tuvo la ocurrencia de imponer silencio con un ademán y recitar esta copla improvisada:

Vuestro aplauso me echa flores,

y es un aplauso al esteta;

estáis tejiendo, señores,

mi corona de poeta.

Nos llovieron al día siguiente coplas anónimas de los estudiantes, picantes parodias que no tengo aquí para qué copiar.

A los dos días, Rubén Darío, enterado del caso, le dedicó la siguiente:

Argüello, tu lira cruje

—¡y en público, por desgracia!—.

Argüello, a lo que te truje;

menos versos: diplomacia.

Lo cierto es que Argüello había obrado muy diplomático, al desentenderse de la intención política de aquellos juveniles gritos.20

En efecto: la intención política como razón dominante de todo el episodio aquí reconstruido. Del estudiantado capitalino, del expansionismo norteamericano, de la “revolución” nicaragüense, del Gobierno mexicano a la defensiva.

En su evocación de Santiago Argüello, Isidro Fabela, ateneísta, se detiene en el incidente diplomático de 1910 y arroja luces sobre el intento de ofrecer a ambos, Darío y Argüello, una salida:

En cuanto a Rubén, también quiso nombrarlo, pero no llegó a hacerlo porque, al preguntar al Gobierno de México si Rubén Darío estaba todavía aquí para otorgársele el cargo de embajador de Bolivia, nuestro ministro de Relaciones contestó que no, que ya había salido de la República Mexicana, lo cual no era cierto.21

Nicaragua intervenida

Habría que tomar en cuenta que el caso Darío contaba con un antecedente que asimismo involucraba a Nicaragua, México y Estados Unidos. La insumisión del presidente José Santos Zelaya a los designios norteamericanos sobre Centroamérica —favorables para Guatemala, Honduras, El Salvador y Costa Rica, hostiles para Nicaragua, pero en todos los casos intervencionistas— divide a la clase política nicaragüense. Luego de un levantamiento militar en Bluefields, Zelaya se ve obligado a renunciar, y el presidente Porfirio Díaz, con enojo de la diplomacia estadounidense, dispone que el cañonero General Guerrero transporte al presidente caído a nuestro país, preámbulo de su exilio europeo. Maniobra que se realiza en el puerto de Corinto, en donde ya se hallaban surtos barcos de guerra norteamericanos. Ante la posibilidad de que Zelaya elija México como destino definitivo, Enrique Creel, de negociaciones en Washington, telegrafía a Relaciones Exteriores: “Opinión presidente Estados Unidos contraria asilo Zelaya. Causaría penosa impresión ese acto de simpatía de México para Zelaya en momento actual”. En esta circunstancia, José Madriz se hace del poder, mismo que le disputa y arrebata Juan José Estrada con el apoyo de tropas yanquis. Es en su corta gestión de siete meses que Madriz designa a Darío enviado especial y ministro plenipotenciario con misión especial en México.

Acerca del contexto, internacional y nacional, en el que desembocó el conflicto que perturbó el viaje mexicano de Rubén Darío, contamos con el juicio de tres competentes diplomáticos nuestros: Alfonso Reyes, Rodolfo Nervo —el mensajero de la mala nueva— y Jaime Torres Bodet. Escribe Reyes:

En 1910, para la celebración del Centenario de la Independencia mexicana, Darío y Santiago Argüello fueron delegados a México por el Gobierno de Nicaragua. Sobrevinieron días aciagos; el presidente Madriz cayó al peso de Washington, y el conflicto entre Nicaragua y los Estados Unidos se reflejaba en México por una tensión del ánimo público. La nube cargada estallaría al menor pretexto. Y ninguna ocasión más propicia para desahogarse contra el yanqui que la llegada de Rubén Darío. El hormiguero universitario pareció agitarse. Los organizadores de sociedades, los directores de manifestaciones públicas habían comenzado a distribuir esquelas y distintivos. La aparición de Rubén Darío se juzgó imprudente; y este nuevo Cortés, menos aguerrido que el primero, recibió del nuevo Motecuzoma indicaciones apremiantes de no llegar al valle de México.22

Pocos encargos en su carrera diplomática tan ingratos —apunta, a su vez, Rodolfo Nervo— como el que debió de cumplir en Veracruz, en su calidad de segundo introductor de embajadores, aquel 5 de septiembre de 1910, ante “el bardo americano de prestigio y ufanía continentales”.23 A la admiración intelectual se sumaba la íntima amistad entre su hermano Amado y Darío. Si portaba un saludo de Amado al poeta, que encerraba desde luego una recomendación de trato especialísimo, Rodolfo tenía la encomienda de participarle al recién llegado el desaire de no recibirlo como diplomático —la razón formal de su viaje—, sino como “huésped de honor”. De otra parte, añade Nervo, su criterio sobre el asunto difería del sustentado por el Gobierno. En su opinión, debió atenderse con rigor la pauta que el derecho internacional público fijaba para la invalidez de credenciales diplomáticas. Y sucede que:

El Gobierno mexicano no había reconocido al de Nicaragua resultante del golpe de Estado, y éste por lo tanto, no hubiera podido invalidar las credenciales de Darío, ni se sabía si las refrendaba. El presidente Madriz, quien nombró su representante al poeta, no había renunciado a su mandato por la voluntad del pueblo, sino por un golpe de Estado que lo enfrentaba a un testaferro, y al formidable aliado extranjero de éste, y para evitar a su patria una sangrienta guerra civil.24