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El libro de Saúl Llamo a este libro El libro de Saúl porque creo que uno de los principales méritos de este texto es su singularidad. La descripción de sus vivencias por parte del autor no tiene semejanza con ninguno de los centenares de libros que he leído con relación a la dictadura militar que asoló al país entre marzo de 1976 y octubre de 1983. Lo secuestraron, mantuvieron en cautiverio, amenazaron de muerte y torturaron. Padeció la desgracia de ser judío, argentino y conscripto, las tres cosas simultáneamente, en un tiempo sin ley, que quitaba cualquier dignidad humana al conscripto y acrecentaba la amenaza si el conscripto era judío. Saúl Salischiker narra la pesadilla en vigilia que le tocó vivir, con la distancia y la asepsia de su profesión: médico psiquiatra. El libro no es escandaloso ni sensacionalista en la narración del padecimiento. Construye historia argentina y judía sin pretensiones ni alharacas. Es un testimonio imprescindible. Es una historia completamente real desde el principio hasta el final. Se lee como una novela vertiginosa, aunque no recurre a los efectos especiales de la ficción. Cuando terminamos de leerla —con la rapidez de una sentada—, nos quedamos pensando, preguntando, imaginando. Nos dan ganas de preguntarle más al autor. Yo, por suerte, pude hacerlo durante dos años. Ustedes dialogarán con este libro durante mucho tiempo más. Marcelo Birmajer
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Seitenzahl: 107
Veröffentlichungsjahr: 2021
Saúl Félix Salischiker
Des-aparecido
Salischiker, Saúl Félix
Des-aparecido / Saúl Félix Salischiker. - 1a ed . - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Libros del Zorzal, 2019.
Libro digital, EPUB
Archivo Digital: descarga y online
ISBN 978-987-599-563-5
1. Narrativa Argentina. 2. Dictadura Militar. 3. Judaísmo. I. Título.
CDD A863
Diseño de tapa: Eduardo Ruiz
©Libros del Zorzal, 2019
Buenos Aires, Argentina
Printed in Argentina
Hecho el depósito que previene la Ley 11.723
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“Hay golpes en la vida, tan fuertes… ¡Yo no sé!Golpes como del odio de dios.(…) Esos golpes sangrientos son las crepitacionesde algún pan que en la puerta del horno se nos quema.”
Cesar VallejoFragmentos del poema “Los Heraldos negros” (1918).
Dedicado a mis padres Juanita y Abraham.
Agradecimientos
A mi esposa Susi, por estar siempre conmigo, por ser la primera en apoyarme y corregir el material.
A Nati, Nico, Esteban y Sheila, por sus valiosas opiniones y consejos.
A Luis Miguel Arenillas, por hacerme volver al mundo de la literatura y la ficción.
A mis compañeros del taller literario, por haber colaborado todos con esta novela.
A mi maestro, Marcelo Birmajer, por haberme brindado sus enseñanzas y su apoyo total.
Índice
Agradecimientos | 6
Capítulo 1El secuestro | 9
Capítulo 2La Casita | 15
Capítulo 3 El escape | 21
Capítulo 4 El Campito | 28
Capítulo 5Teresita | 33
Capítulo 6La picana | 39
Capítulo 7 El cirujano | 46
Capítulo 8La locura | 51
Capítulo 9El baño | 55
Capítulo 10Mario | 60
Capítulo 11El domingo | 66
Capítulo 12El amor | 71
Capítulo 13La visita | 77
Capítulo 14La confesión | 82
Capítulo 15El viaje | 87
Capítulo 16El amigo | 93
Capítulo 17La fiesta | 99
Capítulo 18La película | 104
Capítulo 19El distinto | 108
Capítulo 20La salida | 114
Capítulo 21La partida | 120
Capítulo 1El secuestro
Cuando estaba por humillar a alguien, el capitán Raúl Gómez Fuentealba tenía un rictus particular que consistía en un movimiento o temblor casi imperceptible en la comisura de los labios del lado izquierdo. El primer día nos dio una charla de bienvenida al grupo y nos dijo:
—Ustedes son médicos y odontólogos que eligieron pedir prórroga en el servicio militar obligatorio y ahora deben tener dos meses de instrucción antes de pasar a destino en la escuela de apoyo y combate Teniente General Lemos, orgullo del ejército. Cuando terminen el curso van a ser oficiales de reserva, pero tienen la desgracia de que esto no es un simple trámite, porque yo estoy a cargo del curso y, en mi opinión, todos ustedes son basura, menos que nada, porque eligieron postergar sus obligaciones ciudadanas. Cualquier falta de respeto o desobediencia será castigada muy duramente. Todos los días a las seis am, toque de diana. Este domingo nos vemos temprano todos en la capilla para la misa. Cuando yo diga “¡subordinación y valor!”, ustedes contestarán “para servir a la patria”. ¿Cómo contestarán?
—¡Para servir a la patria!
—Buenos días.
Al final de la charla, con cierta timidez, nos acercamos seis aor, y uno de nosotros, el más osado, preguntó respetuosamente:
—¿Los que somos judíos quedamos exceptuados de ir a misa?
En ese momento pude observar por primera vez el rictus en la comisura de los labios del capitán.
—Acá no hay judíos, budistas, ni nada. Acá todos somos católicos apostólicos romanos y no hay excepciones. ¡Todos a misa, carajo!
Me costaba creer lo que estaba escuchando, pero después de un tiempo me daría cuenta de que esa era sólo una mínima muestra del temperamento del capitán.
Días después estábamos en el campo, lejos de las barracas, haciendo ejercicios, muertos de sed. De pronto, como si fuera una alucinación, vimos acercarse a un muchacho que vendía bebidas. En el descanso le grité, desesperado:
—¡Gordo, gordito, vení que te compramos!
Apareció un cabo y me dijo:
—Usted llamó al joven irrespetuosamente. Acompáñeme con el capitán.
Llegamos a una carpa donde estaba el capitán sentado frente a un escritorio improvisado. Después de un rato sin mirarme, levantó la vista.
—Escucho.
—El conscripto presente llamó de una manera insultante al joven que vende gaseosas.
—Yo… Yo sólo tenía sed, y no fue mi inten…
—No sale el fin de semana, queda arrestado.
—Pero, señor, no hice nada…
—¡Queda arrestado dos fines de semana por hablar sin autorización de su superior!
Me quedé en silencio.
—¿Y no quiere decir nada en su defensa? Después no diga que los militares no les damos oportunidades, después no se victimice por judío.
Más silencio.
—Bueno, pueden retirarse.
Pasó un mes de instrucción, para algunos, bastante difícil. Una madrugada, cuando la oscuridad llegaba a su mínima expresión y Campo de Mayo parecía un lugar armónico y pacífico, tres de nosotros (David, odontólogo, Jaime y yo, médicos) recibimos la orden de presentarnos en la oficina del sargento Morales. Detrás de su asiento colgaba enmarcado un retrato del Führer. Los tres nos quedamos parados mientras el sargento, de pelo corto y bigotes anchos, tamborileaba los dedos sobre su escritorio.
—Miren, ustedes no nos han defraudado. Con el capitán sabíamos que eran tres parásitos y es nuestro deber evitar que contaminen al resto. Por eso debemos expulsarlos. No es un asunto personal de odio, es sólo preservación de la raza. De todas formas, ustedes siempre caen parados: los judíos son como las cucarachas, bichos asquerosos a los que nadie quiere, pero que siempre sobreviven. Tomen sus cosas y diríjanse al distrito militar de Palermo mañana a las ocho am. Por el momento están suspendidos por quince días, hasta que se decida qué destino les adjudican. ¿Entendieron?
En ese momento tuve grandes deseos de tirarme un pedo, pero no era el momento propicio.
—¿Entendieron?
— Sí, mi sargento.
—Retírense, no quiero verlos cerca de este lugar.
El 24 de febrero de 1977 era un día nublado pero caluroso. Salimos los tres del distrito militar de Palermo, con los documentos en la mano y dos semanas de vacaciones por delante.
Traté de no preocuparme y de no interpretar con profundidad la realidad que vivíamos. Recordé una frase de Winston Churchill: “Me pasé la mitad de mi vida preocupado por cosas que nunca ocurrieron”. Pero la verdad es que éramos una pequeña excepción en la milicia, lo cual producía una dificultad en el mecanismo que rige las leyes militares inamovibles. No podíamos ser aor (porque habíamos sido expulsados del curso), pero tampoco conscriptos rasos (porque éramos profesionales). ¿En qué lugar estábamos?
De todos modos, no era nuestro problema. Salimos los tres juntos, pero cada cual muy pronto se encaminó hacia su casa. David se fue para la avenida Bullrich y Jaime me dijo:
—Caminemos por Cerviño para estirar las piernas —y agregó—: ¿Y si nos vamos unos días a Gesell? Tomar un poco de sol nos haría bárbaro.
Mientras conversábamos, frenó bruscamente una camioneta cubierta. Al principio pensé que se trataba de un accidente, hasta que vi bajar a dos hombres de pelo muy corto, armados. En un segundo me metieron a empujones violentos en la camioneta.
No pude reaccionar, me sentí mareado. Me ataron las manos, me encapucharon, me golpearon. Así, dejé de resistirme y pasé a ser una sumisa oveja.
Me quedé sentado, quieto. Dentro del tenso silencio que dejaba la violencia extrema, me vino a la cabeza la imagen del cuento de Job de la Biblia. Después, temblor, una gota que me bajaba por la frente sin saber si era transpiración o sangre y la sensación de que a mi lado había otra persona, a quien imaginé encapuchada también. Seguro que era Jaime; nos habían agarrado a los dos juntos.
Hacía un ratito estábamos por ir a Gesell y ahora estábamos por morir.
Capítulo 2La Casita
El piso era rugoso, de cemento pero sin alisar. Yo estaba sentado y apoyado contra una pared. Las irregularidades del piso me generaban una constante molestia en el culo, que me obligaba a moverme y cambiar de posición todo el tiempo. La capucha se me pegaba en la cara por la transpiración y las manos atadas atrás se me adormecían. Lo único bueno en ese momento fue descubrir que, girando un poco la cabeza, lograba tener algo de visión por los orificios hechos para respirar.
Hice un paneo por el cuarto; era modesto, con paredes grises manchadas de humedad y una ventana con cortinas gastadas. Por ellas pasaban reflejos de luz, reflejos de vida.
Como macabra paradoja, sentía cerca de mí una presencia humana, que respiraba agitada, pero mi campo visual no me permitía ver quién era. ¡Tal vez era Jaime!
Sentía un ardor que me subía de los pies a la cabeza, por debajo de la piel, y una opresión en el pecho; estaba al borde del llanto. Me mantuve en silencio bastante tiempo hasta que lentamente fue oscureciendo.
Escuché que afuera había música, bullicio y olor a asado. Observé toda la habitación por el pequeño orificio que me contactaba con el exterior y no vi a nadie. Sólo entonces me animé a susurrar:
—Jaime, Jaime, ¿sos vos?
Luego de un breve silencio escuché un susurro aún más bajo.
—No, soy David.
—¿David? Yo soy Saúl, ¿no te habías ido caminando por Bullrich?
—Sí, primero me agarraron a mí y después fueron por ustedes.
—Entonces Jaime se escapó, debe haber avisado a nuestras familias.
—Puede ser, ojalá.
—¿Y quién es esta gente?
—Son milicos, boludo, paramilitares. Nos secuestraron.
—¿Pero por qué a nosotros?
—No sé. Tal vez el capitán nazi hizo una denuncia falsa de que somos subversivos.
—Pero cuando se den cuenta de que no tenemos nada que ver, no les va a quedar otra que dejarnos ir.
—¿Y cómo pensás que se van a dar cuenta? Nos van a torturar y, ante la duda, nos van a limpiar igual, Saúl… Ya somos boleta.
Se le quebró la voz y escuché un llanto extraño, contenido. De pronto se abrió la puerta y entró un hombre. Alcancé a ver que era corpulento, con barba oscura y manos grandes. Enseguida impregnó el ambiente con olor a vino.
—¿Y cómo están, zurditos? Pueden sentirse cómodos, están en la Casita. Esta es una casa segura, acá van a estar hasta que los trasladen a un centro de detención. Aún no tenemos confirmado el traslado. Todos los centros están repletos. Pero no se preocupen, todos los días se liberan lugares. Ja, ja, ja. Después les traigo algo de tomar y de comer para que no digan que somos bestias. Ja, ja, ja.
Le puse de nombre “Risitas”, para identificarlo.
Pensé en decir algo para tratar de tranquilizar a David, pero me di cuenta de que no servía de nada. Preferí callarme. Era como si tuviésemos cada uno un contrato personal con el destino.
Dentro de mi estado de irrealidad total, sonreí y recordé en ese instante una poesía de César Vallejo que amaba: “Me moriré un día en París con aguacero, un día del cual tengo yo el recuerdo”, y pensé: “Me moriré en una casa húmeda en Buenos Aires, un día en el que fui secuestrado”.
No sé si la muerte tiene algún sentido, pero en aquel momento estaba convencido de que la mía era totalmente al pedo.
De nuevo se abrió la puerta, esta vez con violencia. Entró un hombre con voz gruesa, que gritaba todo el tiempo.
—¡Guerrilleros de mierda, a cuántos milicos habrán matado! ¡Zurdos de mierda! —y comenzó a patearme.
Yo sólo atiné a hacerme un ovillo y protegerme como podía, pero las patadas eran cada vez más fuertes. Recién pude respirar cuando comenzó a patear a David. Entre golpe y golpe, lo escuché decir:
—Yo no soy mal tipo. Les pego para que aprendan y para que den la información correcta. Me tendrían que agradecer por prepararlos para cuando vayan al Campito. No mientan, tienen que ser claros y sinceros si quieren sobrevivir. ¿Entendieron?
Recordé al capitán Gómez Fuente Alba.
—Sí, señor.
—Sí, señor.
—Bueno, así está mejor. Los zurdos me sacan, me sacan… —Se fue farfullando; observé que tenía la cara como picada de viruela y le puse de apodo “Gruyere”.
Quedé tirado, todo retorcido, sin saber qué parte del cuerpo me dolía más. Comprendí que David y yo éramos como dos piedritas en una gran montaña de escombros: nuestros familiares podían buscarnos toda la vida y no encontrarnos. No había ni pistas ni indicios, y no podíamos hacer nada para que se supiera dónde nos hallábamos. Nos estábamos transformando en espectros.
Me pregunté cómo habrían reaccionado mis padres, mi hermana, mis amigos ante mi ausencia. Y así de golpe, sin aviso, mi cuerpo comenzó a agitarse convulsivamente, un temblor intenso cortó mis pensamientos e irrumpió un llanto descontrolado, un verdadero torrente. Ni siquiera podía secarme las lágrimas. Dentro de ese caos mental, sólo una idea subsistía firme en mi mente: “¡Tengo que escaparme!”.
Capítulo 3 El escape
Me dejé caer en el asiento del inodoro. La suciedad del baño ya no me importaba, se había incorporado en poco tiempo a mi vida.