Desvelando secretos - Peggy Moreland - E-Book

Desvelando secretos E-Book

Peggy Moreland

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Beschreibung

Nunca podría perdonarlo… pero tampoco podría dejar de amarlo. Wade Parker era el ranchero del que Stephanie Calloway se había enamorado locamente y por el que había sufrido más de lo que habría creído posible. Al volver a verlo, Stephanie no pudo evitar preguntarse si merecía la pena seguir viviendo en el pasado, aferrada a su rabia… porque Wade seguía siendo una tentación a la que era muy difícil resistirse. Wade quería recuperar lo que había perdido. Pero antes tendría que revelar algunos secretos y cumplir ciertas condiciones. Sólo entonces la aventura prohibida se convertiría en la historia de amor de sus vidas…

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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2006 Peggy Bozeman Morse

© 2017 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Desvelando secretos, n.º 5560 - marzo 2017

Título original: The Texan’s Forbidden Affair

Publicada originalmente por Silhouette® Books.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.:978-84-687-9356-6

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Prólogo

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Prólogo

 

Hombres mayores declaran la guerra, pero son los jóvenes los que luchan y mueren.

HERBERT HOOVER

 

14 de Junio de 1971

 

No era la mejor forma de pasar su última noche en los Estados Unidos. De haber podido elegir, Larry Blair habría preferido estar acurrucado en la cama con su esposa o sentado en un bar lleno de humo emborrachándose con sus compañeros.

Pero en el ejército no se elegía. Larry tenía órdenes de presentarse en el aeropuerto internacional de San Francisco el quince de junio a las cinco en punto de la mañana. Cinco soldados nuevos asignados a su regimiento, todos ellos de Texas, habían quedado en reunirse el lunes en Austin, Texas, para tomar un vuelo nocturno a San Francisco. Allí tomarían otro avión que les llevaría a su último destino…

Vietnam.

Larry paseó la mirada por los hombres sentados alrededor de la mesa: Fast Eddie, T.J, Preacher, Poncho, Romeo. Por supuesto, ésos no eran sus verdaderos nombres. Los nombres verdaderos se olvidaban a los dos días de estancia en el campamento y se sustituían por apodos acordes a la personalidad del individuo. Desde que se había reunido con los soldados, había perdido un apodo, Tex, y recibido otro, Pops. Consideró el nuevo más apropiado ya que era el miembro de más edad del grupo.

Sacudió la cabeza con tristeza. Veintiún años y el mayor, prueba de la juventud y falta de experiencia de los soldados que luchaban en esa maldita guerra.

Empequeñeció los ojos pensativamente mientras observaba a sus compañeros y se preguntó si alguno de ellos tenía idea de lo que les esperaba al llegar a Vietnam.

Él sí la tenía, desgraciadamente. Al contrario que el resto de sus compañeros, aquélla iba a ser su segunda campaña en Vietnam. Al fin de la primera, se había vuelto a alistar por otros seis meses. En su momento, le había parecido lo apropiado. En cierto modo, Vietnam era el sueño de todo joven: prostitutas, alcohol y drogas, además de la adrenalina del combate y de lo excitante de superar el riesgo a la muerte. Sin familia y sin trabajo en su país, ¿por qué no?

Pero durante los treinta días de permiso que le habían dado por reengancharse, se había enamorado de Janine Porter y se había casado a las dos semanas de conocerla. Ahora, estaría dispuesto a dar su brazo derecho para que le borraran de la lista. Ahora tenía esposa y ésa era razón suficiente para querer seguir vivo.

Larry levantó su vaso de cerveza para beber, pero antes de llevárselo a los labios, Romeo se levantó de su silla y se dirigió hacia una mujer sentada junto a la barra del bar. Sus compañeros empezaron a apostar sobre si se la ligaría o no. Él no se molestó en sacarse la cartera del bolsillo; si era verdad lo que se decía de Romeo, aquella mujer estaba perdida.

Una sombra se proyectó sobre el tablero de la mesa; al alzar los ojos, Larry vio a un hombre.

–¿Vais camino a Vietnam, soldados? –preguntó el desconocido.

Larry se levantó de la silla y enderezó los hombros.

–Sí, señor. Esta noche vamos a tomar un avión a San Francisco y mañana otro directamente a Vietnam.

El hombre asintió con expresión grave.

–Eso me había parecido. Mi hijo sirvió en Vietnam.

–¿En qué rama del ejército, señor? –preguntó Larry.

–Infantería. No esperó a que lo llamaran a filas, fue voluntario.

–¿Cómo se llama? Quizá lo conozca. Yo ya he estado allí, voy por segunda vez.

–Walt Webber –respondió el hombre; después, sacudió la cabeza tristemente–. Pero dudo que lo conozcas. Lo mataron en el sesenta y ocho. Pisó una mina cuatro días antes de que le tocara regresar.

Larry asintió seriamente, sabía de casos similares.

–Lo lamento mucho, señor. Desgraciadamente, muchos hombres de valía no consiguen regresar.

El hombre asintió; luego, forzó una sonrisa y extendió la mano.

–Me llamo Walt Webber.

Larry le estrechó la mano con firmeza.

–Encantado de conocerlo, señor Webber. Yo soy Larry Blair.

Walt movió la mirada hacia el resto de los soldados alrededor de la mesa.

–Sería un honor que aceptaran que les invite a una ronda.

Larry le ofreció una silla.

–Sólo si bebe con nosotros.

Al hombre se le iluminó el rostro.

–Muchas gracias, hijo. Hace ya bastante que no tengo ocasión de pasar un rato con gente joven.

Después de sentarse, Larry hizo las presentaciones; a continuación, señaló a Romeo que estaba con la mujer de la barra.

–Y ése es Romeo. También viene con nosotros.

–Romeo –repitió Walt y lanzó una carcajada–. Al parecer, el nombre es muy apropiado.

Larry sonrió y asintió.

–Sí, así es, señor.

Walt pagó una ronda de bebidas. Cuando Romeo regresó a la mesa, en el momento en que el marido de la mujer de la barra apareciera en el bar, invitó a otra ronda.

Walt observó a los solados mientras bebían y charlaban.

–Decidme, ¿tenéis miedo? –preguntó Walt directamente.

Preacher, quizá el más honesto de todos, fue el primero en responder:

–Sí, señor –admitió el joven–. Yo nunca he disparado a nadie y no sé si podré hacerlo.

–Supongo que lo harás si te disparan primero –dijo Walt.

–Es posible –respondió Preacher, aunque su expresión permaneció dubitativa.

Walt se llevó a los labios su copa; después, volvió a dejarla sobre la mesa y suspiró.

–Vaya una guerra. Por lo que me dijo mi hijo, no es nada fácil.

–Cierto, no lo es –dijo Larry.

Walt asintió.

–Mi hijo me dijo que el número de soldados muertos no es nada comparado al número de soldados mutilados por las minas –sus labios se convirtieron en una línea fina–. Eso es lo que le pasó a mi hijo Walt, que pisó una mina y quedó destrozado.

Larry vio tristeza en los ojos de Walt, pero no encontró palabras que pudieran aliviarla. Lo único que podía hacer era escuchar.

–Era mi único hijo –continuó Walt–. Su madre murió de cáncer cuando era pequeño y con ella desapareció la esperanza de tener más hijos. Walt tenía pensado trabajar en el rancho conmigo cuando volviera de Vietnam y saliera del ejército. Íbamos a ser socios. Pero ya…

Walt se pasó la manga de la camisa por los húmedos ojos.

Larry comprendía a aquel hombre. Él, por supuesto, no había perdido a un hijo, pero sí a amigos.

Larry le puso una mano a Walt en el hombro.

–Su hijo tuvo suerte de tener un padre que lo quería tanto.

Walt miró a Larry y ambos se mantuvieron la mirada unos segundos.

–Gracias, hijo –dijo Walt en tono quedo–. Espero que supiera lo mucho que lo quería. Nunca se me dio bien expresar mis sentimientos.

–Lo sabía –le aseguró Larry–. Las palabras no son siempre necesarias.

Walt asintió, forzó una sonrisa y miró a los soldados alrededor de la mesa.

–Bueno, muchachos, ¿qué pensáis hacer cuando volváis de Vietnam?

Romeo encogió los hombros.

–Ni idea.

–Yo tampoco –dijo T.J., y los demás asintieron.

Walt miró a Larry.

–¿Y tú?

Larry frunció el ceño pensativamente.

–No estoy seguro. Lo único que he hecho en mi vida es trabajar en el ejército. Me alisté al salir del instituto, con la intención de seguir una carrera militar –Larry se interrumpió y sonrió traviesamente–. Pero me he casado hace un par de semanas y la vida militar no es una buena vida para una familia. Una vez que acabe esta campaña, espero encontrar un trabajo que me permita estar en casa.

–¿Tenéis alguno experiencia en el trabajo de un rancho? –preguntó Walt.

Larry contuvo una carcajada.

–No, señor, en absoluto.

Walt miró a los otros.

–¿Y alguno de vosotros?

–Yo sí –contestó Romeo–. Un verano, mi padre hizo un trato con un amigo para que me tuviera trabajando todo el verano en el rancho. Supuso que eso iba a evitar que me metiera en problemas.

–¿Y? –preguntó Walt.

–Depende de lo que cada uno entienda por problemas –contestó Romeo evasivamente.

Su respuesta se ganó las carcajadas de sus compañeros, igual que de Walt.

–Veréis lo que vamos a hacer –dijo Walt–. Ya que mi hijo no puede asociarse conmigo en el rancho, ¿por qué no lo hacéis vosotros seis? Todo se reparte a partes iguales y, cuando me muera, heredáis el rancho.

Larry lo miró sin pronunciar palabra. ¿Estaba borracho ese tipo? ¿O loco? Nadie en su sano juicio ofrecía un rancho a unos perfectos desconocidos.

–Es muy amable de su parte, pero no podemos aceptar un regalo así –dijo Larry vacilante.

–¿Por qué no? –preguntó Walt indignado–. El rancho es mío y se lo puedo dar a quien quiera. Y resulta que os lo quiero dar a vosotros.

Larry miró a sus compañeros antes de continuar:

–Señor, con todos los respetos, tampoco es seguro que volvamos de Vietnam.

Walt le guiñó un ojo.

–Estoy seguro de que sí.

Walt se metió la mano en el bolsillo de la camisa y sacó una hoja de papel doblada y un bolígrafo. Después de extender el papel sobre la mesa, comenzó a escribir.

–Esto es un contrato de compraventa –explicó Walt mientras escribía–. Voy a nombrar a cada uno de vosotros copropietarios del rancho Cedar Ridge.

–Pero ninguno sabemos nada sobre el trabajo de un rancho –le recordó Larry.

Walt hizo un ademán con la mano de no darle importancia.

–Eso da igual. Yo os enseñaré todo lo necesario para llevar un rancho.

Cuando concluyó de preparar el documento, Walt se puso en pie y gritó para que el resto de los ocupantes del bar lo oyeran:

–¿Hay aquí algún notario?

Una mujer sentada a una mesa en un rincón del establecimiento alzó un brazo.

–Yo.

–¿Tiene usted su sello aquí? –preguntó Walt.

La mujer agarró su bolso y le dio una palmada.

–Mi sello y mi tarjeta de crédito. Nunca dejo ninguna de las dos cosas en casa.

Walt le hizo un gesto para que se les acercara.

–En ese caso, venga. Necesito que me selle una cosa.

Cuando la mujer llegó a la mesa, Walt le explicó que quería que ella fuera testigo de la firma del documento y que luego lo hiciera oficial poniéndole el sello.

Después de que ella diera su consentimiento, Walt pasó el papel a T.J., que estaba sentado a su izquierda.

–Firma aquí.

T.J., tras vacilar unos instantes, encogió los hombros y firmó. Luego el papel fue pasando de uno a otro de los soldados alrededor de la mesa.

Cuando le llegó el turno a Larry, éste miró a Walt con expresión dubitativa.

–¿Está seguro de lo que está haciendo?

–Completamente –respondió Walt y volvió a guiñarle el ojo a Larry–. Te voy a contar un pequeño secreto. La última vez que vinieron a valorar mi rancho le pusieron un valor de tres millones de dólares. Saber que sois copropietarios de una propiedad así os va a dar un motivo más para hacer lo posible por sobrevivir.

¿Tres millones de dólares?, pensó Larry perplejo. Por fin, lanzó un suspiro y añadió su firma a la de sus compañeros.

Después de verificar la legalidad del papel, Walt lo agarró y lo partió en seis pedazos. A continuación, alineó los pedazos encima de la mesa.

–Ahora le toca a usted –le dijo Walt a la notaria–. Firme usted cada trozo de papel y séllelo.

Aunque Larry notó que la mujer estaba atónita ante la generosidad de Walt, la vio firmar y sellar los papeles.

Cuando el proceso concluyó, Walt reunió los pedazos de papel y dijo a los soldados:

–Guardarlos en un lugar seguro –Walt dio un pedazo de papel a cada soldado–. Cuando acabéis el servicio, juntad de nuevo los trozos de papel y venir al rancho Cedar Ridge a reclamar lo que es vuestro.

Larry se quedó mirando su pedazo de papel aún sin poder creer lo que estaba pasando. Sacudió la cabeza, se metió el papel en el bolsillo de la camisa y le ofreció la mano a Walt.

–Gracias, señor.

Sonriendo, Walt le agarró la mano con ambas suyas.

–Ha sido un placer –Walt se levantó de su asiento y se metió el bolígrafo en el bolsillo de la camisa–. Bueno, será mejor que vuelva ya a casa. Y chicos, tened cuidado, ¿de acuerdo? No olvidéis que tenéis que trabajar en vuestro rancho cuando volváis.

Capítulo Uno

 

Stephanie Calloway siempre se había enorgullecido de su habilidad para manejar las situaciones más complicadas tanto con calma como con eficiencia. Siendo una de las estilistas de fotografía mejores de Dallas, Texas, ambas cualidades eran cruciales en su profesión.

En ese caso, ahora que se enfrentaba a la tarea de disponer de todos los artículos de la casa que sus padres habían acumulado durante sus treinta años de matrimonio, ¿por qué se sentía tan desbordada, incapaz e indefensa?

Porque era algo personal, se recordó a sí misma mientras paseaba la mirada por el cuarto de estar del hogar donde había pasado su infancia. Cada objeto tenía un significado emocional.

–Y quedarme aquí de pie, con miedo, no me va a ayudar en nada –le dijo a Runt, el perro que le hacía compañía.

Respiró profundamente, se acercó a la mecedora de su padre y acarició el respaldo. A su padre le había encantado esa mecedora. Cuando no estaba fuera trabajando en el rancho, estaba allí sentado con uno de los perros en su regazo. Siempre había ido acompañado de algún perro, Runt era el último.

Como si le hubiera adivinado el pensamiento, Runt se le acercó y lanzó un quedo aullido. Conteniendo las lágrimas, ella lo miró y le dio unas palmadas en el lomo, consciente de que el animal echaba de menos a su padre tanto como ella. Runt era una mezcla entre pastor australiano y labrador, era un perro inteligente de pelo largo y cariñoso.

Las lágrimas volvieron a asomar a sus ojos al clavarlos en el sillón que había cerca de la mecedora, el sillón de su madre. Aunque había muerto dos años antes que su padre, la lámpara de pie seguía al lado del sillón, en la misma posición que había estado durante años para alumbrar a su madre en las múltiples tareas de tejido y ganchillo a la que se había dedicado.

Le tembló la barbilla cuando una imagen de su padre y su madre sentados acudió a su mente.

«¿Cómo voy a conseguir pasar por todo esto yo sola?», se preguntó Stephanie. Después, bajó los hombros, consciente de que no tenía alternativa. Como no tenía hermanos, no podía compartir la responsabilidad.

–Vamos, Runt –le dijo al perro, forzándose a ponerse en movimiento.

Llegaron al pasillo antes de que Stephanie volviera a detenerse; esta vez, para contemplar la muestra de fotografías representativas de la vida de familia. Fijó los ojos en una foto de ella, a los once años, con su padre durante una fiesta de las Girl Scout. A juzgar por el orgullo que mostraba Bud Calloway en la foto, nadie habría imaginado que no era su padre biológico. Desde el momento en que Bud se casó con su madre, la aceptó a ella como hija propia y siempre se comportó con ella como un verdadero padre.

Stephanie pasó los dedos por el cristal que protegía la foto y las lágrimas le enturbiaron la vista. Iba a echarle mucho de menos.

Ahogando un sollozo, retiró los ojos de la foto.

Pero no había dado más de un par de pasos cuando Runt se detuvo y empezó a gruñir. Agarrándole el collar, ella volvió la cabeza. Aguzó el oído y se puso tensa cuando oyó el chirrido de los goznes de una puerta al abrirse. Ya que no le había dicho a nadie que iba a ir allí, no esperaba visitas, y mucho menos de alguien que podía entrar sin más.

Con miedo de que pudiera ser un ladrón, le susurró a Runt:

–Espero que, además de ladrar, sepas morder –y, con cuidado, echó a andar hacia la puerta.

Al acercarse, vio la silueta de un hombre en el umbral de la puerta de entrada. Habría gritado de no haberle reconocido inmediatamente. Espesos cabellos rubios que sobresalían del sombrero; alto, desgarbado y de anchas espaldas; camisa gastada, pantalones vaqueros y botas camperas.

No, lo conocía muy bien. Wade Parker era un hombre difícil de olvidar.

Runt aulló y trató de zafarse de ella. Al oírlo, Wade volvió la cabeza y sus ojos se clavaron en ella. Stephanie se quedó mirando la azul profundidad de los ojos de Wade y tuvo que hacer un esfuerzo sobrehumano para controlar una repentina oleada de emoción.

Runt logró soltarse de ella, corrió hacia Wade y le plantó las patas delanteras en el pecho.

Sonriendo, Wade le acarició las orejas.

–Hola, Runt. ¿Qué tal te va, chico?

Stephanie dio un paso adelante y dijo con voz llena de ira:

–¿Qué estás haciendo aquí?

La sonrisa de Wade se desvaneció. Después de hacer que el perro le quitara las patas de encima, señaló una de las ventanas delanteras de la casa.

–Las cortinas estaban descorridas. Como, después del funeral de Bud, estaban cerradas, me ha parecido que debía echar un vistazo por si pasaba algo. No he visto tu coche; de haberlo visto, habría llamado a la puerta.

–Lo he dejado en el garaje –le informó Stephanie–. ¿Cómo has entrado? La puerta estaba cerrada.

–No la he forzado, si es eso lo que estás pensando. Después de que tu madre muriera, Bud me dio una llave de su casa. Quería que la tuviera por si le pasaba algo y era necesario entrar en la casa.

Stephanie extendió la mano hacia él.

–Pues ya no hace falta que tengas llave de la casa. Bud está muerto.

Wade se quitó el sombrero.

–Maldita sea, Steph –dijo él, golpeándose una pierna con el sombrero en un gesto de frustración–. ¿Es que piensas seguir odiándome el resto de tu vida?

Stephanie alzó la barbilla.

–Si los sentimientos acaban con la muerte, eso es lo que pienso hacer.

Tras lanzar un gruñido, Wade se sacó del bolsillo un llavero con llaves.

–Creía que habías vuelto a Dallas después del funeral.

–Sí, pero sólo unos días para solucionar unos asuntos.

Wade sacó una llave del llavero.

–¿Cuánto tiempo vas a quedarte por aquí?

–Eso no es asunto tuyo.

Wade lo dejó la llave en la palma de la mano con una mirada que la dejó sin aliento.

–En eso tienes razón, pero el ganado de Bud sí es asunto mío.

Stephanie lo miró con expresión confusa.

–Creía que el señor Vickers se había encargado del ganado. Siempre ha sido él quien ha ayudado a mi padre en esas cosas.

Wade volvió a lanzar un gruñido y se metió el llavero en el bolsillo.

–Eso demuestra lo enterada que estás. Vickers se fue a vivir a Houston hace un año. Cuando llegó el momento en que Bud no podía trabajar ya en el rancho, me ofrecí a hacerlo por él.

Stephanie agrandó los ojos con sorpresa.

–¿Trabajaste para mi padre?

–No –respondió Wade–. Es decir, no pagado. Le dije que lo ayudaría y él aceptó mi ayuda. Eso es lo que hacen los vecinos.

Stephanie no podía creer que su padre hubiera aceptado un favor de Wade Parker.

–Yo… no tenía idea.

–La habrías tenido de haberte molestado en venir a tu casa de vez en cuando.