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"La historia se centra en Suerte, una perra mestiza de border collie y pastor australiano que, tras un desafortunado incidente, termina en Dogtown, un refugio que alberga tanto perros reales como perros robot. A pesar de su escepticismo inicial hacia los perros robot, Suerte entabla una amistad inesperada con Cabeza de Metal, un perro robot que sueña con regresar con su familia. Junto con Ratón, un ratoncito que vive en el refugio, emprenden una aventura para ayudar al perro robot, enfrentando diversos desafíos y descubriendo el verdadero significado de la amistad y la pertenencia. La novela aborda temas como la esperanza, la inclusión y la importancia de encontrar un lugar al que llamar hogar."
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Seitenzahl: 148
Veröffentlichungsjahr: 2025
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Una historia inolvidable sobre segundas oportunidades, la familia que elegimos y el poder del amor, sin importar de qué estés hecho.
Suerte solía tener un hogar amoroso, hasta que terminó en las manos equivocadas. Ahora, con una pata menos y un corazón lleno de cicatrices, sobrevive en Dogtown, un refugio donde perros reales y robots esperan ser adoptados.
Cabeza de Metal es un robot muy particular. A diferencia de los demás, el puede hablar tanto el idioma de los humanos como el de los perros y, aunque está hecho con circuitos, puede sentir y pensar.
En su intento por volver a casa, Cabeza de Metal enreda a Suerte y a su amigo Ratón en una aventura en la que descubrirán que la verdadera amistad no entiende de cables ni cicatrices. Y mientras Cabeza de Metal comprende lo que significa ser un perro de verdad y tener un corazón, Suerte también aprenderá que la esperanza nunca está perdida.
Katherine Applegate es la autora infantil número uno en ventas de The New York Times. Entre sus libros más premiados están El árbol de los deseos, Crenshaw, Odder y El único e incomparable Iván. También es la autora de Animorphs y de una serie para primeros lectores, Doggo and Pupper, ilustrada por Charlie Alder. Applegate vive en el sur de California con su familia.
Gennifer Choldenko es mejor conocida por su serie Tales from Alcatraz, que ha sido descrita como “una serie fundamental en la literatura infantil contemporánea”. Al Capone Does My Shirts, el primer libro de la serie, fue un libro de honor Newbery y recibió otros veinte premios. Los cuatro libros de la serie fueron seleccionados por el Junior Library Guild y obtuvieron muchas reseñas destacadas. Gennifer vive en el área de la Bahía de San Francisco con su leal esposo y su travieso perro.
Wallace West es un explorador del mundo que pasa la mayor parte de su tiempo en la costa este de Estados Unidos (y el resto por ahí). Alguna vez acarició imprudentemente a un caimán salvaje y considera que un pícnic con pescado enlatado en Noruega ha sido la mejor comida de su vida. De día escribe e ilustra; de noche se pregunta si debería tener una serpiente como mascota.
Para Suzanne Applegate, mi mamá, extraordinaria amante de los perros, con amor.
–K.A.
Para Sharon Levin:
Gracias por compartir tu amor por los libros con todos los que te rodean.
Gracias por hacerme sentir que mis libros importan.
–G.C.
Ya sé lo que estás pensando: ese pobre perro solo tiene tres patas. Pero no me tengas lástima, no está tan mal, ¿okey?
No estoy hecha para el American Kennel Club.
Gran cosa.
Tengo la vista aguda, la nariz húmeda, el pelaje suave como el de un cachorro, y la mancha blanca sobre mi ojo…, bueno, no quiero presumir, pero es adorable.
Mi nombre es Suerte. Encantada de conocerte.
Una cosa más sobre mí… Pienso más las cosas que un perro promedio. Mientras otros perros persiguen palos y ardillas, yo me siento y evalúo la situación. Cuando vas saltando a todos lados, cada viaje toma tiempo. Así que piensas hacia dónde te diriges y por qué.
Además, el tres es un número de la suerte.
Hay tres actos en una obra.
Un banco tiene tres patas.
La tercera es la vencida y todo eso.
Y ya que Gerencia en Dogtown juega póquer bastante, tener suerte es, bueno, realmente afortunado.
Claro que no fui suertuda cuando perdí la pata, pero esa es una historia que no me gusta contar.
Dogtown es un refugio: un lugar para perros sin hogar.
Los perros de Dogtown son tan elegantes como los que encontrarías en cualquier lugar. Collies y corgies, shar peis y pastores, poodles, labradoodles y todo lo que termine en oodle. Además de muchos mestizos como yo.
Y también están los perros que para nada son perros porque están hechos completamente de metal. ¿Alguna vez has acariciado a una engrapadora? ¿Abrazado a un tostador? ¿Te has acurrucado con una bolsa de clips?
Entonces sabes cómo es tener un perro robot.
No es nada divertido.
Primero que nada, ¿por qué hay perros robot en Dogtown? Esa es la pregunta.
Fue idea de Gerencia. Dogtown 2.0 fue un engaño…, un truco publicitario.
A las personas les encantó ver perros reales jugando con perros robot, forcejeando y tirando de cosas, oliéndose las colas y acurrucándose juntos para descansar y recargar energías.
Los periódicos escribieron artículos. Los videos se hicieron virales. Y los noticieros nocturnos contaron la historia dos días seguidos.
Las personas llegaron en multitudes.
Desafortunadamente, muchas de las personas que visitaron Dogtown 2.0 se llevaron perros robot a casa. ¡Y, ah, las excusas que dieron!
Estaban obsesionados con la limpieza.
Les gustaban los gatos.
Eran alérgicos.
No les gustaban los perros que hacían popó.
Y fue ahí cuando comenzó la hostilidad entre los perros reales como yo, de carne y hueso, y los perros de metal.
Pero Dogtown 2.0 atrajo tantas visitas que la adopción de perros de verdad también aumentó.
Al menos eso fue lo que Gerencia dijo, y ella es la jefa, ¿no?
La mayoría de los perros robot en Dogtown son conocidos por el nombre de su “raza”: ePerro, iPerro, CyberCan, RoboPerro o Cachorro 3000.
Pero esas no son verdaderas razas de perros como los pugs, los huskies o los pequineses. No hay nada real en los perros de metal. Serían el hazmerreír en una exposición canina.
Son marcas. Solo eso.
Además, hay muchos que ya llegan en mal estado a Dogtown. Con la cola rota, los cables de fuera, sin cargadores. No hay nada más triste que un perro eléctrico que no puede mover su propia cola. Iría directo al montón de desechos electrónicos.
Ni en sus mejores momentos los perros robot tienen corazón. No tienen la menor idea de lo que se siente llevar uno en el pecho. El peso de eso, ¿sabes?
Los perros robot son caros, así que generalmente no los donan a Dogtown hasta que algo les deja de funcionar. Un motor sobrecargado, la pantalla congelada o errores en el software. Ese tipo de cosas.
Pero Cabeza de Metal no se veía dañado. Se veía extraño, como si un científico loco lo hubiera armado. Había algo raro en toda su parte trasera, como si la cola de otro perro hubiera sido pegada a su parte delantera. Y tenía una linterna que nos estaba volviendo locos. ¡Luz azul! ¡Luz azul! ¡Luz azul! Toda la noche. El solo verlo me daba dolor de cabeza.
Y tampoco es como que estuviera bien entrenado. Cuando un humano dice: “Ven, perrito”, un sabueso de metal no se detiene a orinar en el camino. Son obedientes todo el tiempo.
Pero Cabeza de Metal no hacía nada de lo que le ordenaban. No sabíamos si era por completo desobediente o simplemente no le importaba. Como sea, algo dentro de él estaba roto. Supusimos que sería enviado a los desechos electrónicos de inmediato.
Estábamos equivocados. Gerencia no lo desechó. Lo puso en el primer corral que las familias adoptantes ven cuando llegan a Dogtown.
El primer cachorro que encuentran les derrite el corazón y es adoptado de inmediato.
Ninguno de nosotros estaba contento con que a esa chatarra con la personalidad de un pisapapeles le hayan dado ese lugar de primera.
Geraldine, una sambernardo, estaba muy molesta.
Ella fue enviada a Dogtown porque… ¿cómo digo esto con delicadeza? Sus popós eran muy grandes. No entiendo a los humanos. No me parece difícil de adivinar. Gran perro, grandes…
Como sea, Geraldine no dejaba de ladrar sobre que Cabeza de Metal había conseguido la primera jaula.
–¿Qué soy yo, migajas de croqueta? Lo único que pido es un poco de respeto –ladraba.
Pero los humanos no entendieron nada. Hacer un puente entre el lenguaje de los humanos y el de los perros es un juego de adivinanzas. Nosotros los entendemos. Ellos no a nosotros.
Acompañamos a Geraldine en su gran ladrido como siempre lo hacemos.
Pero no sirvió de nada. Cabeza de Metal estaría con su luz azul en la primera jaula hasta que Gerencia lo moviera de ahí. Y no había nada que pudiéramos hacer al respecto.
Por si no fuera lo suficientemente malo, Cabeza de Metal era un llorón.
Muchos perros de carne y hueso son llorones. Dogtown es un refugio, después de todo. Los perros terminan en Dogtown porque se perdieron o fueron abandonados.
Llegan aquí porque mordieron al cartero. O porque excavaron donde estaban las peonias, amapolas y las violetas. O porque (y esto es algo que definitivamente no se debe hacer) se comieron el celular de su humano. (No creerías cuántos perros talentosos son abandonados porque masticaron un celular. Es una pena en verdad).
Los perros de verdad no están felices cuando llegan. Se quejan y chillan, esconden la cabeza y se niegan a comer. Esperan que haya un letrero pegado a un poste de luz en algún lugar que diga “PERRO PERDIDO” con su foto en él. Quizá hasta con una recompensa.
Si tan solo pudieran escapar.
Si tan solo pudieran ir a casa.
Si tan solo sus humanos supieran dónde están.
No puedo culparlos. ¿Quién no extraña su casa? Gatos por perseguir, niños con quienes correr y un plato con tu nombre en él.
Pero, al final, los perros de verdad son resilientes. La mayoría de las veces superamos un corazón roto.
Pero no estoy segura qué pasa con los e-perros. Cabeza de Metal fue el primero que vi siendo un llorón. Ya que lo pienso, creo que eso fue una señal. Pero, en ese momento, supuse que él había tenido un apagón eléctrico en una etapa importante de su desarrollo.
La mayoría de los robots tenía las instrucciones integradas en el circuito. Pero Cabeza de Metal era de la vieja escuela. Tenía un manual. Y siempre estaba buscando una cosa u otra. Nunca parecía satisfecho con lo que encontraba.
Era como si buscara algo que no estaba ahí.
No le importaba estar en la primera jaula. No ponía atención a las familias que pasaban. La niña más linda con hoyuelos en las mejillas, sin un diente y con una bolsa de juguetes más grande que ella se detuvo de golpe frente a él. Ella brincaba de arriba a abajo, con su cabello rizado saltando y rebotando.
–Mira, perrito –dijo, ofreciéndole un juguete tras otro.
Cabeza de Metal ni siquiera volteó.
Después llegaron unos gemelos con el mismo atuendo.
–¡Perrito! Déjanos acariciarte. ¡Por favooor! –suplicaron.
Luego comenzaron a hacer su rutina. Mambos, moonwalk, macarena. ¡Imagina a humanos haciendo trucos para los perros!
Cabeza de Metal ni se dio cuenta. Supuse que no tenía batería hasta que vi su linterna azul encendida.
–¡Siéntate! ¡Sacúdete! ¡Rueda! –los niños humanos gritaron.
Ese día se veían especialmente adorables. Cualquier perro se hubiera sentido orgulloso de pertenecer a alguna de esas familias.
Los perros robot son obedientes. No tienen opción. No hay nada dentro de ellos más que un código.
El hecho de que a Cabeza de Metal no le importaran los niños no era para nada inusual. Solo mostraba que no tenía corazón, como cualquier otro pedazo de chatarra.
Pero sí era raro que no obedeciera.
Todos pensaron que Gerencia movería a Cabeza de Metal a la prisión, que es como llamamos a los corrales del piso de abajo.
A ningún perro le gustaban las jaulas del sótano porque eran pequeñas, oscuras y frías. Y las escaleras hacia el sótano eran difíciles de encontrar, así que no bajaban muchas familias adoptantes.
Yo sospeché que Cabeza de Metal iría a la pila de basura electrónica. Nunca había visto a un perro caer de la primera jaula a la basura electrónica, pero podría pasar.
Eso era lo que esperaba. Cabeza de Metal me irritaba. Mientras los demás intentábamos perfeccionar nuestras rutinas para ser adoptados, él se la pasaba leyendo su manual.
Eso también molestó a Geraldine. Ella tenía artritis, así que su rutina para ser adoptada le era complicada. Meneaba su trasero y caminaba sobre sus patas traseras, luego hacía una reverencia hacia su audiencia. Crujía y se quejaba, pero igual hacía la rutina. Le era difícil entender por qué Cabeza de Metal ni siquiera lo intentaba.
–Oye, cariño, tú, el de la cabeza de metal –le gritó–, debes ingeniarte una rutina, porque de otra forma nunca te irás de este lugar. Vamos, perro, yo te ayudo.
Cabeza de Metal la ignoró. Ni siquiera la volteó a ver.
–¿Lo apagaron? –Geraldine me susurró.
–Nop. Solo es grosero.
Geraldine dio vueltas en círculos una y otra vez y luego se echó en el cemento haciendo un fuerte ruido.
–Un perro máquina. ¿A quién se le ocurrió tal cosa? –preguntó.
–Al parecer hacen uno que viene con la popó falsa incluida –yo respondí.
–Ay, por Dios santo…, ¿en qué se ha convertido el mundo, Suerte?
Puedes ver por qué nadie quería mucho a los sabuesos metálicos. Nos han decepcionado muchas veces. Hacemos nuestras rutinas para ser adoptados: las lamidas, los trucos, los ojos de cachorro. Y luego esperamos haber enganchado a la familia, esperamos que funcionen.
Imaginamos paseos en auto con nuestras narices fuera de las ventanas, tocino en los platos, caricias en la panza y abrazos en el sillón. Después de que juegan con nosotros, nos acarician y hablan bonito, nos emocionamos…, solo para que una familia adopte a un montón de metal con un interruptor de encendido.
La verdad es que no son más que dispositivos.
Nos dejaron solos en el mismo piso de cemento, viendo la misma barda alambrada, comiendo las mismas croquetas baratas del mismo plato masticado.
Los perros de metal eran más fáciles. Solo eso.
Sin patas enlodadas.
Sin garras largas.
Sin pulgas.
Sin garrapatas.
Sin bolas de pelo.
Sin cuentas del veterinario.
Sin manchas de orina en la alfombra.
Sin latas de comida apestosa para perro en el refrigerador. Sin vecinos llamando a la policía porque “ese perro está ladrando otra vez”.
Sin ninguna molestia.
Tomó gran parte de la semana, pero cuando Cabeza de Metal rechazó a otra familia, Gerencia lo llevó al sótano.
Luego cambió a Geraldine a la jaula 22. Tantos ladridos habían hecho que degradaran a esa chica.
Ese es el asunto de los ladridos. Es como nos comunicamos. Ladramos para decirles a los humanos cómo nos sentimos, ¿y luego nos castigan? ¿Qué clase de justicia es esa?
Cabeza de Metal tuvo su merecido. Geraldine no.
Todos queríamos a Geraldine. Era buena escuchando. Nunca se quedaba dormida cuando le hablabas ni te interrumpía en una conversación sincera poniéndote una pelota en la cara.
Justo en ese momento, Geraldine estaba empujando su plato de agua contra la reja para que mi amigo Buster pudiera beber. Buster era un perro al que le encantaba jugar a la pelota y había volteado su plato otra vez.
–¿Tienes sed, Buster? –preguntó ella–. Solo no lo vayas a voltear, perro.
–Gracias, gracias –balbuceó el golden retriever entre sorbos desordenados.
El problema era que Geraldine había llegado a Dogtown mucho antes que yo. Muchas de las familias se habían detenido en su jaula, pero nadie quería llevarla a casa. Era muy grande, muy vieja y muy hecha a su modo. Y a todos nos preocupaba que estuviera en La Lista.
¿Ya te conté sobre La Lista? Sí, pues no te lo contaré por ahora. No quiero hablar de eso. Nadie quiere.
Buster era el que estaba más afectado por lo de Geraldine. Y eso lo metió en un montón de problemas, pero antes de que te pueda contar sobre eso tengo que contarte sobre Buster.
Los golden por lo general se portan bien, pero Buster no. Babeaba en el piso. Orinaba sobre sus huesos. Bebía del excusado.
Lo adoptaban mucho porque a todos les gustan los golden. Pero Buster siempre era un rebote, que son los perros que son adoptados y luego devueltos. La última vez que lo devolvieron fue porque le gruñó a la abuela.
Para ser justos, ella no se veía como suelen verse las abuelas. Ella era un fisicoculturista de 1.82 m que tenía botas grandes y negras con la punta de metal. Y entró de puntitas al cuarto donde el pequeño humano de Buster dormía.
Ella solo quería darle a su nieto un abrazo de buenas noches. “¿Cómo se suponía que yo iba a saber eso?”, Buster me preguntó cuando me contó la historia. Buena pregunta.
Hay otro detalle más sobre Buster. Si le agradas, de verdad LE AGRADAS. Lo he visto taclear tres mastines y un maltés porque estaban molestando a un perro amigo suyo.
Pero si no le agradas, cuidado.