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Riesgo y pasión Emmy Grayson Él estaba fuera de su alcance… ¡Pero era el único hombre al que ella había deseado! Evolet Grey poseía el talento y la experiencia que el multimillonario Damon Bradford necesitaba para conseguir el mayor contrato en la historia de su empresa. Pero ella también tenía algo especial que puso a prueba el férreo control que Damon siempre había ejercido sobre su sí mismo… A Evolet siempre le había resultado complicado dar rienda suelta a sus deseos, ¡pero apenas podía pensar con claridad cuando estaba con su nuevo jefe! Revelar la fuerte atracción que sentía por Damon era arriesgado, pero ¿sería más arriesgado alejarse de él? Apuesta de una noche Katherine Garbera ¿Conseguiría una apuesta de fin de semana domar el corazón de la Bestia? Indy Belmont se había propuesto revitalizar el pueblo de Gilbert Corners. Para conseguir publicidad, desafió al célebre chef Conrad Gilbert, también conocido como la Bestia, a un concurso de cocina en su famoso programa de televisión. Él se negaba a regresar a su pueblo natal, hasta que conoció a su bella contrincante. Aceptaría con una condición: si ella perdía, le debería una noche de pasión… Pero esa noche se convirtió en un tórrido fin de semana e Indy tenía que convencer a Conrad de que olvidara la maldición que atormentaba su pasado. Para ello solo debía jugárselo todo...
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Seitenzahl: 355
Veröffentlichungsjahr: 2024
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S. A.
Avenida de Burgos, 8B - Planta 18
28036 Madrid
© 2024 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S. A.
E-pack Bianca y Deseo, n.º 398 - julio 2024
I.S.B.N.: 978-84-1074-346-5
Créditos
Riesgo y pasión
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
Apuesta de una noche
Capítulo Uno
Capítulo Dos
Capítulo Tres
Capítulo Cuatro
Capítulo Cinco
Capítulo Seis
Capítulo Siete
Capítulo Ocho
Capítulo Nueve
Capítulo Diez
Capítulo Once
Capítulo Doce
Capítulo Trece
Capítulo Catorce
Capítulo Quince
Si te ha gustado este libro…
La música penetró bajo la piel de Damon Bradford como si fuera el efecto de la caricia de un amante. Bebió un sorbo de su cóctel y percibió el sabor suave de la ginebra sobre su lengua. Prefería fijarse en eso y no en el calor que invadía su cuerpo mientras miraba a aquella mujer.
La violonchelista.
La música nunca había sido una parte importante de su vida. Conocía la diferencia entre el rock y la música clásica y había pagado grandes sumas de dinero para que grupos y cantantes actuaran en los eventos que él celebraba durante el año. Pero la música en sí siempre le había parecido ruido de fondo.
No obstante, aquella… las notas de su instrumento en solitario subían y bajaban con perfecta precisión, el lánguido compás invocaba a los oyentes a relajarse, a olvidarse de las exigencias de la vida por un momento…
Era completamente diferente a todo lo que había escuchado antes.
Igual que la mujer que tocaba el violonchelo era completamente diferente a todas las que había visto antes.
Damon la habría descartado nada más verla si no hubiese estado tocando. Tenía el cabello rubio y lo llevaba recogido en un moño en la base de la nuca. Lucía un vestido negro suelto con las mangas hasta los codos y la falda hasta las rodillas.
Sencillo. Aburrido.
Fueron sus dedos los que captaron su atención. Eran pálidos, delgados y elegantes. Con una mano movía el arco con precisión. La otra, la deslizaba por las cuerdas con tanta maestría que provocó que Damon se pusiera tenso.
«Excitado por un maldito violonchelo».
Damon bebió un poco de su cóctel y saboreó el sabor a ginebra y lavanda mientras confiaba en que el líquido frío calmara su libido.
No tuvo suerte. La música había penetrado en su cuerpo a través de la tela del esmoquin y de la pose serena que solía proyectar al mundo. Deslizó la mirada hacia el rostro de ella.
Sus labios con forma de corazón, su barbilla afilada destacando entre sus mejillas redondeadas. … «Sorprendente», fue la primera palabra que se le ocurrió. Sin embargo, ella evitaba resaltar su aspecto llevando ropa sencilla y un peinado serio. Una mujer que intentaba que le prestaran atención a la música y no a ella.
El resto de la orquesta comenzó a tocar, y el sonido de unos cincuenta instrumentos inundó el salón. Era una sinfonía compuesta por músicos voluntarios que todavía trataban de abrirse camino. Él había dudado cuando Kimberly, su manager, le había mostrado el horario donde figuraba que la música de apertura correría a cargo de la New York City Apprentice Symphony. Al verlo dudar, ella le había dicho que sería la oportunidad para implicarse con una organización de la comunidad.
Mirando una vez más a la mujer que había cautivado su atención, Damon se alegró mucho de que Kimberly se hubiera salido con la suya.
Damon apartó la mirada de aquella mujer y se fijó en el salón de baile donde se habían reunido las personas más ricas de Nueva York.
La mayoría de los asistentes a la gala benéfica anual que celebraba Bradford Global estaban allí para lucir su ropa exclusiva, disfrutar de los cócteles y, quizá, conseguir un nuevo amante o cerrar un negocio mientras comían caviar. Muy pocos estaban allí porque realmente querían que se construyera una nueva ala en el hospital infantil, el beneficiario que se había elegido para ese año.
Nadie había ido allí por la música.
«Una pena», pensó Damon mientras observaba a la gente hablando y riéndose. Por desgracia, él se parecía bastante a ellos y no solía fijarse en las cosas buenas y sencillas que tenía a su alrededor. Siempre estaba centrado en otra cosa, en la siguiente meta de su lista inacabable. Pasaba de una meta a otra a una velocidad que impresionaba a sus empleados y clientes, enojaba a sus competidores y, sobre todo, lo mantenía avanzando siempre hacia delante.
Sin embargo, había terminado en un lugar donde nunca había imaginado que terminaría, en un cruce de caminos. Bradford Global era uno de los mejores fabricantes de diversos productos y estaba en la recta final para firmar un contrato con una compañía aérea de lujo europea. Él poseía casas en cuatro continentes, hablaba tres idiomas y solía aparecer en las portadas de revistas como Fortune. Edward Charles Damon Bradford lo tenía todo.
Entonces, ¿por qué se sentía tan vacío?
Debido a la falta de entusiasmo y alegría que sentía, se había ido a sentar en una esquina del salón. Y el aburrimiento había hecho que lo hiciera alejado de las miradas de los otros y muy cerca del escenario. Necesitaba algo diferente, un cambio, por muy pequeño que fuera.
Y lo había encontrado en la mujer que estaba sentada con un violonchelo entre las piernas, con los ojos cerrados, la cabeza hacia atrás y una expresión de tristeza, entregada a la música que estaba tocando.
Debía levantarse y regresar con la multitud. Sí, quería algo diferente y emocionante, pero el deseo que surgía en él al ver a aquella mujer era demasiado, como un fuego que estaba a punto de emerger y de llevarlo al infierno. Sí, quería un cambio.
También quería, o necesitaba, mantener el control
Comenzó a levantarse para continuar saludando a los políticos, multimillonarios y estrellas de cine. Para alejarse de la tentación que lo había cautivado de pronto.
En ese momento, la música se detuvo. La gente continuó charlando como si nada hubiera cambiado.
La violonchelista abrió los ojos. Desde la distancia, él no podía discernir el color. La observó hasta que ella se inclinó para oír lo que le decía otro músico con una sonrisa. La organizadora del evento se subió al escenario para anunciar que dejaban quince minutos de descanso hasta que el próximo grupo saliera a tocar.
La violonchelista dejó el instrumento en su apoyo y se puso en pie. Era más bajita de lo que él había imaginado, pero se la veía fuerte y segura de sí misma.
Entonces, levantó la vista y sus miradas se encontraron, provocando una especie de descarga eléctrica entre ellos.
Oh, sí. Él debía marcharse y regresar entre la multitud, a ese lugar seguro donde la gente solo quería un minuto de su tiempo y algunos millones de su fortuna.
No obstante, ¿qué tenía eso de divertido?
Evolet Grey regresó a salón de baile y, a pesar de sus intenciones, se encontró mirando hacia una esquina de la habitación. Cuando su mirada se encontró con la del hombre tremendamente atractivo que estaba sentado en una butaca, se estremeció. Otros quizá habrían pensado que tenía una postura relajada, pero a ella le parecía un depredador esperando a su presa. Lo peor era que no conseguía apartar la mirada.
Se fijó en el esmoquin negro que llevaba y en cómo contrastaba con la butaca blanca. Después, volvió a mirarlo a la cara.
Era atractivo. Tenía el cabello castaño oscuro y lo llevaba más corto por los lados. La expresión de su rostro era distante, excepto por sus ojos. Había algo salvaje en el fondo de su mirada que provocaba que a ella se le acelerara el corazón y se derritiera por dentro.
«Basta».
Ella miró a otro lado, tratando de cortar el rumbo de su pensamiento. Se dirigió a la barra más cercana al escenario. No todos los días tenía la oportunidad de tomarse una copa en un hotel como el Winchester. El salón de baile era un poco más moderno de lo que ella hubiera elegido. Tenía grandes columnas y enormes ventanales con vistas a Central Park y lo habían decorado de forma muy elegante para la gala. La persona que había organizado aquel evento tenía mucho dinero. Una pista de baile de madera oscura dominaba la habitación. En los lados, había sillas y sofás de color blanco, creando espacios de intimidad para tomarse un respiro o terminar un negocio. Las paredes estaban iluminadas en color azul y violeta, lo que conseguía crear un ambiente íntimo a pesar de que había cerca de quinientas personas vestidas con sus mejores galas.
Una mujer pasó con un vestido de seda roja abierto por la espalda y con una larga cola. Un hombre llevaba un monóculo engarzado con diamantes.
Evolet sintió un nudo en el estómago. Aquel no era su mundo. En el escenario no se había dado cuenta. Ahí se encontraba en su elemento y tenía el control, pero fuera de allí, entre las joyas, la ropa de alta costura y el olor a dinero, se sentía insignificante.
¡Para!
Al oír la voz de Constanza, su madre adoptiva, en su cabeza, sonrió. Era encantadora y siempre la había apoyado, pero tenía tolerancia cero hacia la autocompasión y nada de paciencia hacia aquellos que daban más valor al dinero que a la familia.
Estaba llegando a la barra cuando alguien la agarró del codo.
–Eres un regalo para los ojos.
El olor a alcohol que desprendía aquel hombre era excesivo y ella se disponía a darse la vuelta justo cuando la rodeó por la cintura y la estrechó contra su cuerpo.
–¿Cómo te llamas? No te había visto nunca en una de estas galas.
Ella se encontró cara a cara con un hombre rubio de ojos enrojecidos. Si Constanza estuviera allí, habría arqueado una ceja al ver la cola del vestido arrastrándose por el suelo y habría dicho algo así como: «Te has ganado tu sitio aquí, así que, deja de quejarte y disfruta».
Evolet continuó andando. Se tomaría una copa, disfrutaría de pasar unos minutos en el salón más elegante que había estado nunca y regresaría a casa para darse un baño.
Y después, pensó con una sonrisa, quizá fantasearía con el hombre misterioso que había provocado que se le acelerara el pulso. A raíz de las pocas citas que había tenido sabía que solía disfrutar más de las fantasías que de la propia experiencia.
–Formo parte de la orquesta sinfónica –dijo ella, tratando de mostrarse educada. Le agarró la mano y la apartó de su cintura para poder dar un paso atrás.
–He oído cosas maravillosas sobre los músicos. Dicen que tienen manos muy talentosas –la expresión de su rostro la hizo estremecer con repulsión–. Quizá después de la gala podríamos descubrir si es cierto.
Ella estuvo a punto de sentir náuseas. Era evidente que el dinero no implicaba clase o encanto. Se fijó en sus manos y vio que con una sujetaba un Martini y que en la otra llevaba un reloj de plata y una alianza ornamentada.
Evolet forzó una sonrisa y trató de ignorar la repulsión que sentía.
–Tengo la suerte de tocar junto a un grupo de músicos muy talentosos –repuso con frialdad–. Por desgracia, solo tocamos en grupo. No estoy disponible para actuaciones privadas.
Él pestañeó y enarcó las cejas.
–No estoy pidiendo un musical. Estoy pidiendo…
–¿Esta es tu esposa?
El hombre giró la cabeza y una expresión parecida al miedo cubrió su rostro. Evolet aprovechó la oportunidad para inclinarse hacia delante, colocar un dedo bajo la copa de Martini y tirársela sobre la camisa blanca. La copa se cayó al suelo y se rompió. La música y las voces de los invitados, camuflaron parte de la situación, pero un grupo de personas se volvió para ver a quién se le había caído la copa.
El hombre se puso colorado al ver su camisa y la pila de cristales rotos.
–¿Tú has…? –la miró un instante.
Ella estuvo a punto de sentir lástima por él al ver que intentaba dilucidar lo que había pasado.
–¿Que si lo he hecho yo?
–Has sido tú, Harry.
Evolet se quedó paralizada. Una voz grave que provenía desde detrás provocó que se estremeciese y se le acelerara el corazón. ¿El dueño de aquella voz seductora había visto todo lo que había sucedido?
Harry palideció.
–Oh… Creo que he bebido demasiado.
–¡Harry!
Una mujer con el cabello rizado y oscuro, se acercó a él mirándolo fijamente.
–Cariño, aquí estás –lo agarró del brazo–. Los Jones han preguntado por ti –le dedicó una breve sonrisa a Evolet y a la persona que estaba detrás de ella y se llevó a Harry del brazo.
Evolet respiró hondo, como preparándose para descubrir quién estaba detrás de ella y, se volvió.
«Tú».
El hombre misterioso estaba detrás de ella. Era alto y fuerte y la miraba con sus ojos de color esmeralda y el ceño fruncido. La sonrisa que mostraba indicaba que había visto el pequeño truco que ella había empleado.
–Gracias –dijo ella.
–¿Por qué? Parece que lo tenías todo controlado.
Ella se sonrojó.
–Solo ha sido…
–Una manera inteligente de lidiar con un idiota insufrible que bebe demasiado y liga con cualquiera que no sea su mujer.
Evolet se mordió el labio inferior para evitar sonreír.
–Bueno… Gracias –miró a su alrededor. Por suerte, la gente había retomado sus conversaciones y un camarero ya había recogido los cristales–. Te agradezco tu discreción.
El hombre sonrió.
–De nada –repuso, y gesticuló hacia la barra–. Anthony hace magia con las bebidas. Después de tu encontronazo con Harry, seguro que te sienta bien una copa.
Evolet trató de concentrarse en la carta y no en el hombre que tenía a su lado.
–Quiero un Lavender Spy, por favor –pidió antes de mirar a su acompañante y ver que él estaba mirando hacia la multitud con cara de aburrido. Anthony le entregó una copa llena de un líquido morado claro. Ella le dio las gracias y se llevó la copa a los labios.
–Guau –comentó mientras el sabor a ginebra, lavanda y lima penetraba en su lengua–. Está delicioso.
–¿Bebes ginebra a menudo?
–Es mi primera vez –repuso ella, y bebió otro sorbo–. No bebo mucho alcohol. Nada, en realidad. Siempre estoy ensayando o actuando –o trabajando como secretaria temporal, pero evitó comentarlo. Era solo una parada antes de conseguir su meta y llegar a ser músico profesional–. No tengo mucho tiempo para salir de copas.
–¿Cómo te dio por tocar el violonchelo?
Una vez más, el sonido de su voz provocó cierto revoloteo en su estómago.
–La primera vez que oí uno fue en el metro. Iba caminando y oí música. Fue increíble.
El recuerdo se apoderó de ella. Solo llevaba unas semanas con Constanza y todavía le dedicaba a su madre de acogida hirientes insultos o intensos silencios. El hecho de que Constanza hubiese reaccionado sirviéndole deliciosas comidas haitianas, lavándole la ropa y sonriendo, la había hecho sentirse culpable, y mucho más enfadada. La coraza que se había forjado durante años se resquebrajaba con cada gesto amable y ella no lo soportaba. No quería encariñarse con nadie porque sabía que podrían separarse en cualquier momento.
Y descubrió, al oír la melodía del violonchelo, que sentía como si alguien por fin comprendiera todo su dolor, sufrimiento y pérdida.
Entonces, siguió el sonido de la música esquivando la multitud. Todo lo demás desapareció, el sonido de los trenes, las voces, el incesante sonido de los teléfonos.
Solo percibía la música.
–¿Cómo si fueran ángeles cantando?
Evolet pestañeó y se centró de nuevo en el hombre que tenía delante.
–No, lo contrario. Él… –levantó la mano e imitó los movimientos que había visto el día que su vida cambió. El día que dejó de sobrevivir y comenzó a vivir–. El músico hacía que el violonchelo llorara.
–¿Llorara?
Evolet bebió otro sorbo para disimular su expresión. Describir cómo se había iniciado en la música no era la mejor manera de hacer amigos. La gente quería glamour y alegría, no historias deprimentes.
No obstante, había algo en su forma de mirarla que provocó que ella se sintiera como si él pudiera ver todo lo que había detrás de aquellos años de práctica, y deseo contárselo. Hablarle sobre cómo había pasado de un apartamento pequeño en East Harlem a tocar en una orquesta de cuerda en uno de los mejores hoteles de Nueva York.
«No lo hagas».
¿No había aprendido la lección? Confiar en otros abría la puerta a tener esperanzas. Y a que le hicieran daño. Constanza había sido un milagro, un regalo que no esperaba recibir, pero también una excepción. Antes de conocerla, nunca había tenido a nadie dispuesto a ayudarla.
El recuerdo la ayudó a retomar el control de su pensamiento. Evolet soltó una risita.
–Los músicos pueden ser un poco dramáticos. Yo disfrutaba de la música. El violonchelista fue lo bastante amable como para responder a mis preguntas cuando terminó de tocar, así que, aquí estoy –gesticuló señalando hacia las mesas decoradas con velas y centros de flores.
El hombre frunció el ceño.
–Eso no era lo que ibas a decir.
–¿Perdona?
Él se inclinó hacia ella y, en lugar de sentirse incómoda, como le había pasado con Harry, notó que se le aceleraba el pulso y separó los labios. Cuando él le agarró la mano, estuvo a punto de dejar caer su copa al suelo.
–Baila conmigo.
Evolet siempre había pensado que no podía haber nada más seductor que el sonido de su violonchelo.
De pronto, al oír su invitación, tuvo la sensación de que su mundo se tambaleaba y, si aceptaba, se tambalearía todavía más. No volvería a ver a aquel hombre después de esa noche, sin embargo, el recuerdo de su mano alrededor de la de ella, permanecería siempre en su memoria.
–Está bien.
Antes de que ella cambiara de opinión, él le retiró la copa de la mano y la dejó en el bar. Después, colocó una mano sobre su espalda y la guio hasta la pista de baile.
–Lo has hecho antes.
–¿El qué? –sonrió él con una pícara sonrisa y estrechándola contra su cuerpo.
–Seducir a una mujer para que baile contigo.
–¿Sientes que te estoy seduciendo? –preguntó con un brillo en la mirada y arqueando una ceja–. No sé cómo te llamas.
–Eso no importa –repuso ella.
Él soltó una carcajada.
–Hagamos un intercambio, ¿te parece?
Evolet se fijó en sus labios. ¿Cómo sería besarlo?
–¿Un intercambio?
–Tú me dices tu nombre y yo te digo el mío –le dedicó una amplia sonrisa.
Evolet sintió que se le aceleraba el corazón.
Oh, no. Estaba disfrutando de aquello con un hombre atractivo y rico que, por algún motivo, estaba interesado en hablar con ella. Para alguien que no estaba acostumbrada a que alguien se interesara por ella, a que un hombre la sacara a bailar o quisiera pasar tiempo a su lado, era emocionante.
Aumentó el ritmo de la música y ella se tambaleó. El hombre la sujetó con fuerza para estabilizarla.
–Relájate.
–Me resulta difícil relajarme cuando no sé lo que estoy haciendo.
–Confía en mí.
Hablaba con humor, pero su mirada era intensa y parecía que trataba de atravesar la barrera que ella había erguido a su alrededor. Dividida entre la vulnerabilidad y el desafío, Evolet hizo una pausa.
Hasta que él esbozó una sexy sonrisa, como retándola.
Ella alzó la barbilla y se forzó a relajarse entre sus brazos. Cuando él la giró, se dejó llevar. El primer momento fue aterrador. ¿Cuándo había sido la última vez que había confiado por completo en otra persona?
Él no le había dejado tiempo para dudar. Se aprovechó de su sumisión y la giró de nuevo con energía, de forma que ella no pudo evitar sonreír. Él también sonrió y su atractivo se volvió devastador.
Él la guio durante todo el baile con destreza y talento. Cuando la música se paró, Evolet le preguntó arqueando una ceja:
–¿Eres bailarín profesional?
Él se rio.
–Ni mucho menos. Este es uno de los bailes que bailo bien.
–Muy bien.
–Mi madre fue una buena profesora.
La expresión de su mirada cambió por una emoción que Evolet reconoció enseguida.
Angustia.
–¿Qué le sucedió? –preguntó ella.
Él la miró un instante y Evolet lo percibió todo: sufrimiento, agonía, desesperación.
Entonces, el hombre forzó una sonrisa y, al instante, su mirada se volvió fría.
–Iré a buscarte algo de beber.
Ella se sintió como si le hubieran dado una bofetada. Dio un paso atrás y frunció el ceño al ver que él se demoraba en soltarla. Su encuentro había sido maravilloso, un cuento de hadas convertido en realidad durante una copa y un baile.
Y ya había terminado. Ella había aprendido la lección y ya no soñaba con alcanzar las estrellas cuando se trataba de relaciones. Algunas estrellas siempre estarían demasiado lejos. El hecho de que hubiera deseado pasar más tiempo con él después de que acabara la canción, era suficiente motivo para que se marchara inmediatamente. En lo que se refería a las personas, querer y anhelar eran grandes errores. La gente moría, como su padre. La gente se marchaba, como su madre. Constanza la había abandonado al final, aunque no fuera su elección.
La gente era impredecible. Incontrolable. Podía provocar dolor, aunque fuera de forma no intencionada.
Evolet miró hacia el escenario. El recuerdo de su violonchelo de madera calmó las emociones que se agolpaban en su pecho. Siempre podía apoyarse en su instrumento, en su talento y en el trabajo duro que realizaba.
Sí, había podido confiar en aquel desconocido de cabello oscuro durante un baile. Ni siquiera se había dado cuenta de que había fantaseado con que pasarían más tiempo juntos después de que cesara la música. No obstante, al rechazarla, él le había recordado que no había nada entre ambos. Él la había encontrado interesante esa noche. Después, perdería la curiosidad que sentía por ella y cada uno regresaría a su mundo habitual.
Evolet no deseaba experimentar una montaña rusa de emociones. Sobre todo, porque aquel hombre tenía la capacidad de dejarla con cicatrices profundas en su ya maltratado corazón.
–Es tarde –comentó ella.
Él miró su reloj y ella se fijó en cómo brillaba el acero de la correa bajo la luz de las lámparas. Probablemente costaba más que su violonchelo.
–Solo son las ocho pasadas.
–Y tardaré una hora en llegar a casa –le tendió la mano–. Gracias por el baile.
En el momento en que sus manos se tocaron, Evolet supo que había cometido un error. El tacto de su piel la hizo suspirar y su corazón latía tan deprisa que temía que él pudiera oírlo.
Sin embargo, cuando levantó la vista para mirarlo, se encontró con la mirada impenetrable de sus ojos color esmeralda.
–Disfruta del resto de la velada –comentó él con frialdad.
Ella asintió y se volvió para abrirse camino entre los invitados a paso ligero. Respiró hondo y recordó mentalmente lo que debía hacer: recoger el violonchelo, recoger su abrigo y caminar hasta la estación de metro de la calle Cincuenta y nueve.
Ya casi se encontraba en el otro lado de la pista de baile cuando no pudo contenerse y volvió la cabeza para mirar atrás. Otro error. Él permanecía al otro lado de la pista sujetando una copa mientras dos mujeres que lucían bellísimos vestidos hablaban con él. La pelirroja apoyó la mano sobre la manga de su chaqueta, en un gesto que Evolet reconocía como el de una mujer que había encontrado algo que deseaba.
Sintió un nudo en el estómago. Era ridículo que sintiera celos por un hombre al que acababa de conocer y al que nunca volvería a ver.
Él levantó la vista y la miró desde la distancia. El deseo se instaló en su vientre y una ola de calor recorrió su cuerpo. Su mente se llenó de imágenes, cuerpos entrelazados en una danza carnal, mucho más íntima que el baile que habían compartido.
El erotismo de su fantasía la dejó asombrada. Separó los labios y, a pesar de la distancia, se percató de que a él se le oscurecía la mirada. ¿Era su imaginación o el ambiente se había vuelto tenso con la promesa de lo que podría suceder entre ellos?
«¿Entre tú y un hombre que apenas conoces?».
Ella se aferró a la pizca de cordura que le quedaba. Un hombre con el que en menos de diez minutos había compartido uno de los momentos más decisivos de su vida.
Daba igual lo que compartieran durante una noche, un hombre así se marcharía sin mirar atrás después de haber cautivado el corazón de una mujer.
Evolet se dio la vuelta y se marchó.
Damon colgó la llamada y suspiró con satisfacción. Después, esbozó una sonrisa llena de orgullo. Bradford Global estaba entre los tres finalistas para la fabricación de la próxima flota de Royal Air.
Con base en Suecia, Royal Air había copado el mercado mundial diez años atrás. Habían sacado una línea de aviones de lujo que ofrecían ciertas comodidades durante los vuelos transoceánicos que no se encontraban en ninguna otra compañía, a no ser que alguien tuviera la posibilidad de comprarse un billete en primera clase. Servían un menú de tres platos en vajilla de porcelana, un cóctel y espacio suficiente para pasajeros muy altos, y todo al mismo precio que sus competidores.
En esos momentos iban a construir diez aviones que terminarían en un par de años, según se estipulaba en el contrato de Royal Air. Cada avión costaba casi ciento treinta millones de dólares y, por tanto, era un contrato que provocaba una competición feroz.
Ganar el contrato sería el último logro de su ejercicio como presidente de Bradford Global.
Él miró hacia el hotel y se fijó en la gente que entraba y salía por las puertas de cristal de la entrada principal, muy cerca de Central Park. En el interior había algunas personas que le caían muy bien, incluso a las que consideraba amigos.
Ninguno comprendería el valor del contrato de Royal Air al margen de por la cifra en dólares que figuraba en él. En momentos así, el dolor que se agolpaba en su corazón era tan intenso que le costaba respirar.
Catorce años. Catorce años llevaba dirigiendo Bradford Global. Catorce años durante los que había pasado solo las vacaciones y otras fechas importantes. La mayoría de las veces podía contener el dolor, pero esa noche, más que nunca, deseaba tener a sus padres a su lado, contarles las noticia y deleitarse con lo lejos que había llegado Bradford Global, que había pasado de ser una fábrica pequeña de Illinois a ser considerada para el contrato de los aviones de lujo de Royal Air, uno de los proyectos más cotizados del mundo de la producción.
La imagen de unos ojos marrones rodeados de dorado que reflejaban humor, invadió su cabeza. Damon agarró el teléfono con fuerza. Esa noche había bajado la guardia con la violonchelista misteriosa. Lo había intrigado desde el momento en que las notas de su solo atravesaron el salón de baile y atraparon algo en su interior. Y su interés por ella había aumentado al ver cómo había manejado el intento de seducción del embriagado Harry Dumont.
Aunque también le había sorprendido su propio coqueteo. Él no tenía interés en relaciones largas, ni en el matrimonio. Perder a sus padres había anulado su interés por amar a otras personas. Había encontrado en el trabajo, y en todo aquello que podía controlar, la manera de sobrellevar el dolor y de superar las pesadillas sobre el sufrimiento que habían padecido sus padres.
Si es que en algún momento había deseado tener lo que sus padres habían disfrutado, se había estropeado por el tipo de mujeres con las que había salido o con las que se asociaba profesionalmente. Su última pareja, Natalie Robinson, era la hija de un senador. Una mujer refinada que trabaja en un importante hospital. Sin embargo, en el momento en que él le había permitido dejar algunas cosas personales en su ático de Park Avenue, ella mostró su verdadera esencia. Dos meses después, el día de San Valentín, ella le dijo que había decidido que iban a casarse.
Damon todavía se acordaba de ella a veces, cuando pasaba por la tienda de Cartier en la Quinta Avenida y pensaba en el anillo valorado en un millón doscientos mil dólares que habían tratado de cobrarle al día siguiente. Él le envió la factura y a una empresa de mudanzas con todas sus cosas empaquetadas en cajas de cartón. Ella lo acusó mediante mensajes de texto y de voz de ser un hombre frío, que nunca mostraba sus emociones y que, por eso, se había visto obligada a entrar en acción. Él no la corrigió. Era un hombre frío, y no mostraba sus emociones porque no quería ser vulnerable ante nadie.
Las emociones implicaban caos. Eran incontrolables. Y él era capaz de mantener una discreta aventura amorosa sin sucumbir ante los sentimientos.
Miró hacia el hotel una vez más. Se había comportado de forma maleducada cuando ella le había preguntado por su madre. No había sido su intención. Al principio, se había sorprendido de que alguien le hubiera preguntado por ella. Desde hacía tiempo, él había dejado claro a su familia, empleados y amantes, que sus padres no serían tema de conversación.
La idea de que ocultar su recuerdo no le había servido de nada lo inquietaba. Al oír la pregunta, había deseado contarle a la mujer que acababa de conocer lo que había sucedido la noche en que un universitario bebió demasiado antes de sentarse al volante de un coche y le arrebató a su familia en un accidente.
Fue el deseo de querer compartirlo con ella lo que le hizo dar un paso atrás. Él había visto el sufrimiento en sus ojos, y se había sentido culpable por el hecho de que ella hubiera compartido un momento personal con él mientras que él había mantenido su coraza bien firme.
Nervioso, guardó el teléfono en el bolsillo y miró hacia los taxis, limusinas y otros vehículos que circulaban por la calle. No tenía motivos para sentirse culpable. Después de todo, ella solo era una mujer con la que había bailado y compartido una copa. Ella había elegido compartir su pasado. Él había elegido no hacerlo.
Blasfemando en voz baja, se volvió y regresó al interior para desempeñar su papel como director ejecutivo. Hacer la ronda, saludar a los invitados, mantener a Tracy Montebach alejada de él…
Su lista de quehaceres se interrumpió en cuanto vio a la violonchelista salir del hotel. Era increíble el efecto que podía tener un gesto tan sencillo como dejarse la melena suelta. El cabello ondulado le llegaba justo por debajo de los hombros y era de color dorado. La imagen de aquellos rizos desordenados tuvo un efecto directo sobre su entrepierna.
Evolet miró a ambos lados de la calle, como si estuviera buscando un taxi. En una mano llevaba el bolso, en la otra el violonchelo en su funda. Él la observó y se fijó en la seguridad que mostraba la postura de sus hombros, en cómo el abrigo negro se ajustaba su cintura, en sus piernas elegantes cubiertas por medias negras…
«¿Cómo le quedará el color rojo? ¿O el dorado, a juego con sus ojos?», se preguntó Damon.
El negro le daba un toque de misticismo, pero también la hacía parecer distante, como un cuadro o una escultura que pudiera observarse en un museo.
Intocable.
«Y es lo mejor», se recordó mientras ella cruzaba la calle y avanzaba por la acera. Ella lo intrigaba demasiado como para que mereciera la pena el riesgo de llegar a conocerla mejor.
Al ver que torcía en Center Drive, pasaba junto a los coches de caballos que esperaban en la calle y desaparecía en Central Park, Damon cambió de opinión.
La miró un instante. Había pensado que era una mujer inteligente, entonces, ¿por qué hacía la tontería de caminar sola por Central Park en plena noche?
Al ver que no aparecía de nuevo en la calle, se dirigió hacia el parque. No le costó mucho alcanzarla, ya que ella caminaba despacio porque iba cargando el violonchelo.
–¿A dónde vas?
Ella lo miró por encima del hombro y frunció el ceño.
–Voy a cruzar el parque. ¿Qué haces aquí? ¿Me has seguido?
–Estaba fuera atendiendo una llamada cuando te vi salir. ¿Vas a atravesar Central Park por la noche?
–Sí.
–¿Y porque no tomas un taxi?
–Los taxis son caros.
–Entonces, yo te pagaré uno.
Ella lo miró indignada.
–Ni se te ocurra. No pienso devolverte el dinero de un taxi cuando tengo unos pies estupendos para caminar.
–Es peligroso.
Evolet suspiró como si él la hubiera ofendido. Él tuvo que esforzarse por mantener el control de sus sentimientos. Ella no sabía quién era él, ni que podía comprarle cientos de violonchelos o una limusina para llevarla por la ciudad. ¿Cuánta gente se reiría al enterarse de que una violonchelista se había ofrecido a devolverle el dinero de un taxi al director ejecutivo de Bradford Global?
–No había imaginado que fueras uno de esos.
–¿Uno de cuáles?
–Un aprensivo.
–No soy un aprensivo –contestó él, tratando de evitar que se notara su indignación.
–Sí lo eres –señaló el camino iluminado por farolas–. Voy a caminar por Center Drive, rodeada de gente, no entre los árboles por un camino oscuro.
Él se fijó en la gente que paseaba alrededor. Parejas de la mano, ciclistas, familias, y algunos turistas. Un coche de policía pasó junto a ellos a baja velocidad.
–¿Vas caminando hasta tu casa?
–No –dijo ella–. Tardaría horas. Voy caminando hasta la estación de Sixty-Eighth Street. He decidido venir por Central Park porque hace una buena noche, el parque está precioso y, bueno, porque quiero –contestó con una mano apoyada en la cadera–. No tengo ni idea de por qué un hombre al que acabo de conocer tiene que saber todo eso, pero ahora ya lo sabes. ¿Satisfecho?
Su tono de voz provocó que el deseo se apoderara de él otra vez. Al estrecharla entre sus brazos y sentir que ella se abandonaba a sus movimientos, le había hecho anhelar retirarle el vestido y acariciar su piel desnuda.
«No», pensó él, «no estoy para nada satisfecho».
–No me gusta que camines sola por el parque de noche.
–No tienes que preocuparte por mí. Buenas noches.
Ella se dio la vuelta y se marchó.
Damon la miró asombrado. Nadie le había dado la espalda nunca.
Por un lado, deseó dejarla marchar. Ella no quería su ayuda y era evidente que estaba acostumbraba a hacer las cosas por sí misma.
Era la oportunidad perfecta para alejarla de su vida y evitar tentaciones.
Pero no era capaz de hacerlo. Se dijo que era porque no podía permitir que una mujer caminara sola por Central Park a esas horas. Acompañarla al metro era lo más adecuado.
Ignorando la ola de calor que lo invadía por dentro y que le indicaba que lo que le sucedía era algo mucho más peligroso, siguió a la violonchelista por Central Park.
Evolet blasfemó en silencio al sentir pasos detrás de ella. Tenía el corazón acelerado y no estaba segura de qué era lo que hubiera preferido, que él la siguiera o que no. Cuando él se colocó a su lado, percibió su aroma masculino y notó que se le aceleraba la respiración. Entonces supo la respuesta.
Sabía que aquel hombre solo trataba de ayudarla, pero él no estaría acostumbrado a mujeres que habían cambiado de casa cada año con todas sus pertenencias en una bolsa pequeña, o que se habían despedido una y otra vez de las familias de acogida hasta que ya no eran capaces de despedirse otra vez.
No, su misterioso acompañante no tendría experiencia con mujeres como ella.
Caminar cinco minutos hasta la estación más cercana al hotel habría sido lo más práctico, pero aquella noche, no quería ser práctica. Ya lo había sido durante mucho tiempo, durante el que había retrasado sus sueños. Incluso su sueño de convertirse en violonchelista profesional había evolucionado en algo sensato, una meta a conseguir en lugar de en un deseo a conseguir. Una diferencia sutil, pero algo que le había dejado huella en su persona.
La mujer soñadora y artista se había dejado llevar por un mar de raciocinio.
Por una noche, deseaba disfrutar del lado romántico que escondía tras la ropa negra y las viejas heridas. El mismo deseo que había hecho que aceptara bailar con un desconocido, la había guiado a caminar por el parque mientras su corazón anhelaba la magia de un paseo entre árboles.
No obstante, el hombre que tenía a su lado no era capaz de ver la magia. No, parecía el tipo de hombre que se sentía más cómodo entre informes, cifras y hechos.
Siendo un hombre que vestía un traje a medida y que estaba de invitado en una de las galas benéficas más importantes del año, debía ser alguien importante. Mostraba una intrigante mezcla de contradicciones: el esmoquin le daba una apariencia formal, pero los botones desabrochados del cuello de la camisa le daban un aspecto despreocupado. Arrogante en su comportamiento, pero lo bastante amable como para acompañar a una desconocida por Central Park, en lugar de quedarse en la gala tomando cócteles y aperitivos.
–¿Al menos puedo saber el nombre del caballero de radiante armadura que me acompaña?
Él tardó unos segundos en contestar.
–Damon.
–Me recuerda al niño de esa película de terror.
Él se rio.
–¿Me estás llamando hijo del diablo?
–No te conozco lo suficiente.
–¿Y tú? –la miró y arqueó una ceja–. ¿A quién acompaño?
–Me llamo Evie.
Le dio el nombre por el que Constanza la había llamado durante años. Por algún motivo evitó darle el nombre completo.
–¿Y dónde vives, Evie?
–Nunca respondo a esa pregunta en una primera cita.
Puso una mueca. «No es una cita», pensó.
–¿Vas a muchas primeras citas?
–En realidad, no.
–¿Por qué no?
–Normalmente estoy actuando o haciendo audiciones –levantó el violonchelo–. Constance es mi único amor –miró a Damon.
–¿Constance?
Estuvo a punto de hablar de la mujer que se había convertido en su madre. De cómo Constanza había cultivado geranios para vender y ayudarla a pagar su primer violonchelo. O de la emoción que sintió cuando Evolet tocó la primera pieza. De las manos que secaron sus lágrimas cuando no pasó la primera audición.
No lo hizo. No solo porque ya había compartido suficiente con un hombre que dejaba claro que no iba a compartir nada con ella. Al pensar en Constanza atrapada en la residencia de ancianos, sufriendo la enfermedad que poco a poco anulaba su mente, Evolet deseó gritar con rabia al mundo. El mundo le había dado lo que siempre había deseado. Una familia. Y el mundo se la estaba arrebatando de forma cruel.
–Mi madre adoptiva se llama Constanza.
–Parece que pesa.
–Así es, pero yo soy la única que lo lleva. ¿Y tú? –preguntó antes de que él pidiera más detalles–. ¿Un corazón solitario te espera en la gala? ¿O quizá dos? –añadió ella, recordando la imagen de la mujer pelirroja que agarró la manga de Damon y los celos que ella había sentido.
–Tracy Montebach y su amiga, de la que no recuerdo su nombre. Aunque probablemente ya se habrán abalanzado sobre la siguiente presa.
–Entonces, ¿no es verdadero amor?
Damon soltó una carcajada y ella se estremeció. La expresión de su rostro se volvió mucho más atractiva y sus ojos adquirieron un nuevo brillo.
–No creo que Tracy reconociera el amor, aunque lo tuviera delante. Además, el amor no forma parte de mi futuro.
–¿Nunca?
–Nunca.
Ella lo miró y vio frialdad en sus ojos una vez más.
–Ahí hay una historia de fondo –comentó ella.
–Sí.
Evolet deseaba preguntar qué era lo que lo había alejado del amor, pero no quería experimentar de nuevo el rechazo que había percibido en el salón de baile, así que, permitió que fuera él el que dijera la última palabra mientras continuaron atravesando el parque.
Llegaron a un puente y Evolet aminoró la marcha. Se detuvo y se apoyó en la barandilla para mirar el tiovivo que había debajo. La música sonaba mientras los caballitos subían y bajaban. A esas horas había pocas personas en el tiovivo: dos hombres con una niña y una pareja.
Damon se detuvo a su lado en silencio. Su presencia la inquietaba, al igual que la calma que sentía estando a su lado. A menudo estaba sola. Y, con el tiempo, había llegado a preferirlo.
En esos momentos, mirando uno de sus lugares favoritos de la ciudad con un desconocido inquietante, comprendió parte del atractivo de compartir los secretos con otra persona.
–No había venido aquí desde hacía años.
–¿Has montado alguna vez? –preguntó ella.
–Sí. Una vez cuando era pequeño. Para mi quinto cumpleaños creo.
–¿No tuviste una gran fiesta?
–No. A pesar de su riqueza, mis padres tenían los pies en la tierra. Nunca olvidaron sus orígenes.
Ella percibió que le costaba hablar, como si no soliera hablar de sus padres. Evolet también percibió una disculpa silenciosa por lo que había sucedido en el salón de baile y la aceptó. ¿Cómo podía haberlo juzgado por desear ocultar lo que evidentemente le generaba sufrimiento cuando ella hacía lo mismo todos los días?
Él asintió hacia el tiovivo y preguntó:
–¿Tus padres te traían aquí?
–No –susurró ella. Observó cómo los hombres ayudaban a su hija a bajar del caballo, recordando que el primer día que había visto el tiovivo fue de camino a su primera casa de acogida, un día que la trabajadora social le compró un helado a modo de consuelo para ayudarla a lidiar con el hecho de que su madre la había abandonado. El puesto de helados estaba aparcado en una calle que atravesaba la parte sur del parque. Ella se había asomado por la barandilla del puente, casi en el mismo sitio que estaba esa noche, y se fijó en un niño que se reía mientras el tiovivo daba vueltas. Los padres hacían fotos, se reían y abrazaban a sus hijos.
Amor. Seguridad. Familia. Todo lo que ella había anhelado durante años.
Evolet se volvió y continuó caminando. Se sentía tonta por haber estado a punto de compartir esa historia con él. Damon la alcanzó y la miró a la cara. Sabía que había algo más que ella no le estaba mostrando.