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El evento que ella no planeó… El carácter frío de Calandra Smythe la había protegido del desamor y la había convertido en una gran organizadora de eventos. Pero lo que no había planificado fue una noche de pasión con el famoso magnate naviero Alejandro Cabrera... ¡ni sus consecuencias! Alejandro se quedó atónito cuando ella le comunicó que iban a ser padres y que deseaba criar a su hijo sola. En respuesta, le ofreció la oportunidad de organizar un evento para su empresa, Cabrera Shipping. Eso les daría la oportunidad de conocerse mejor durante la semana que pasarían juntos en Francia y demostrarle que podía ser el padre perfecto.
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Seitenzahl: 203
Veröffentlichungsjahr: 2024
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Avenida de Burgos, 8B - Planta 18
28036 Madrid
© 2021 Emmy Grayson
© 2024 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
La seducción francesa, n.º 211 - mayo 2024
Título original: Proof of Their One Hot Night
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.
Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 9788411808811
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
LOS ojos de Calandra Smythe se abrieron de golpe al sentir un brazo cálido y musculoso rodeando su cintura. Se encontró con su propia mirada en el espejo sobre la cama y apenas pudo contener un grito ahogado.
La seda de color azul cubría su pecho y caderas, pero, bajo aquellas sábanas, estaba totalmente desnuda. Su cabello, que normalmente mantenía recogido en un moño, se esparcía en ondas marrones oscuras sobre la almohada. Labios hinchados, mejillas sonrosadas…
«Oh, no». Parecía la imagen perfecta para la portada de una novela romántica.
Al igual que el hombre que tenía a su lado. Su rostro estaba enterrado en la almohada, pero su trasero desnudo estaba completamente expuesto en el espejo. Su cabello era oscuro y rizado. Tenía hombros anchos y una espalda musculosa que invitaba a que los dedos de una mujer se deslizaran sobre cada relieve antes de continuar más abajo…
«¡Basta!».
Calandra consiguió controlar poco a poco su acelerado corazón. ¿Cómo había podido permitir que sucediera? Nunca hacía nada impulsivo. Nunca dejaba que nadie se acercara demasiado. Pero la noche anterior fue como si otra persona hubiera tomado el control de su cuerpo, haciéndola responder con una sonrisa coqueta en lugar de la mirada fría que solía dirigir a las personas que la molestaban. Si su jefe se enteraba de lo que había hecho o, en este caso, con quién lo había hecho, su carrera profesional, por la que había luchado con uñas y dientes, se vendría abajo.
La luz del sol se filtraba a través de las persianas e impactaba directamente en sus ojos. Entrecerrándolos, logró deslizarse de debajo del brazo de su amante y sacar las piernas fuera de la cama.
Una chimenea de mármol dominaba un lado de la habitación, mientras una hilera de ventanas ofrecía una increíble vista del amanecer sobre el río Hudson.
Hubo una época, hace mucho tiempo, en la que estuvo rodeada de opulencia como esa. Todos los caprichos que quisiera, ropa de diseñador, viajes a Francia, Italia y Turquía.
Pero no era feliz.
En ese momento, le resultaba más fácil concentrarse en el lujo que la rodeaba que en el hombre completamente desnudo que seguía durmiendo con ella. Más fácil evaluar detalles como la bañera de hidromasaje que vislumbraba a través de la puerta del baño que recordar la sensación de unos labios recorriendo su cuello, sus senos, su estómago, dejando chispas de fuego ardientes sobre su piel. Más fácil que enfrentarse a la realidad de haber entregado su virginidad a un hombre cuya compañía había despreciado los últimos tres años.
Agarró su teléfono de la mesilla y se sorprendió al ver que eran las seis y media de la mañana. No había dormido más allá de las cuatro en años.
Afortunadamente, no había llamadas perdidas ni mensajes de texto de Adrián. Por increíble que hubiera sido la noche, no valía la pena arriesgar su reputación por nada. Ni su corazón. Se enorgullecía de su habilidad para mantener a todos a distancia. Entregarse a una noche de sexo nunca había valido la pena poner a prueba esa capacidad. Hasta que una noche, de repente, sí pareció valer la pena. Una noche de sexo increíble, alucinante, que le había conmovido el alma.
Una rápida mirada por encima del hombro le confirmó que él seguía durmiendo. La luz del sol iluminaba su espalda, proyectando un resplandor dorado sobre sus músculos cincelados. Músculos que le habían provocado escalofríos mientras sus dedos exploraban cada centímetro de él.
«¡Basta ya!».
Se giró y se levantó. ¿Dónde estaría su vestido de noche? Necesitaba vestirse y salir de aquella suite antes de que…
–Buenos días, Callie.
Alejandro Cabrera sonrió mientras Calandra se quedaba paralizada ante su cuerpo desnudo. Quizás podría persuadirla para que volviera a la cama con él y recorrerla con besos desde la curva de sus pantorrillas hasta esos labios exquisitos, con algunos desvíos por el camino.
Aunque, a juzgar por la tensión de los hombros de ella y la alarma en sus ojos grises, otra ronda apasionada como la de la noche anterior no iba a suceder pronto.
Lástima. La fría organizadora de eventos con la que siempre había tratado se había descongelado y revelado a una mujer seductora que lo había embriagado con besos y gemidos apasionados mientras exploraba cada centímetro de su cuerpo.
Su cuerpo virgen. Eso había sido una sorpresa inesperada. Sin embargo, lo había llenado de un sentimiento de posesión que nunca había experimentado, uno que lo había convertido en un amante aún más atento y gentil.
Aunque su segundo encuentro no había sido tan gentil. Calandra había respondido con tal pasión que le hizo saborear unos niveles de placer que jamás había alcanzado. Algo que, sin duda, pensó con una sonrisa, estaba más que dispuesto a revivir.
Se sentó y se apoyó en el cabecero. La mirada de Calandra se desvió hacia su entrepierna. Con solo una mirada, él se agitó. Ella se sonrojó y dejó de mirarla de inmediato.
–Nada que no hayas visto antes –dijo él con una sonrisa.
–Por favor, no me lo recuerdes.
No era lo que las mujeres solían decirle después de una noche entre las sábanas. Él frunció el ceño. ¿Había imaginado a la mujer apasionada? O peor aún, ¿no había sido lo suficientemente gentil? Su virginidad lo había sorprendido, pero cuando intentó detenerse, Calandra lo agarró de las caderas y lo atrajo hacia ella casi suplicando.
Antes de que él pudiera decir algo más, ella cruzó la habitación y recogió su vestido del suelo. Trató de ponérselo, pero la torpeza por la prisa hizo que el vestido de satén negro resbalara de sus dedos y acabara en sus pies. Tras un resoplido, levantó la barbilla y lo miró directamente.
Ahí estaba. El fuego volvía a arder en sus ojos, desafiante. De pie, en toda su gloria desnuda, con el cabello suelto y cayendo en ondas desordenadas sobre sus hombros, parecía Afrodita emergiendo de un mar tempestuoso.
–Deja de mirarme.
Alejandro apartó la mirada de los pechos de ella y se centró de nuevo en sus ojos.
Sus ojos grises, ahora planos y sin emoción. Algo se retorció en su pecho. Extrañaba el destello que había cobrado vida la noche anterior, y que se había convertido en un infierno ardiente al abandonar el salón de baile vacío.
Ahora que había vislumbrado a la verdadera Calandra, no quería que ella volviera a ser la profesional distante que había conocido.
Aunque tampoco es que importara, se recordó a sí mismo. Estaría en un avión hacia Nueva Orleans esa misma tarde. Calandra volvería a su trabajo como organizadora de eventos para la empresa de su hermano, Vinos Cabrera. Y su noche de pasión, por muy placentera que hubiera sido, se desvanecería de su mente con el tiempo y con encuentros con otras mujeres.
–Nada que no haya visto ya –contestó él, con su habitual sonrisa de mujeriego.
–Alejandro, por favor.
Con un suspiro de decepción, apartó la mirada y observó a través de las ventanas las torres de la ciudad de Nueva York. No había planeado asistir a la fiesta de lanzamiento del último vino de su hermano. Pero, maldita sea, estaba contento de haberlo hecho. Hacía un mes que no se acostaba con una mujer. Y por mucho que disfrutara provocando a Calandra, nunca habría adivinado que ella acabaría siendo su amante.
Ni tampoco que era virgen. El sentimiento de posesión se aferraba a él como nunca antes había experimentado. Deseaba tenerla solo para él y que nadie más pudiera ver el tesoro escondido bajo la ropa oscura y la expresión severa de esa mujer.
–Bueno, gracias por… –comenzó a decir ella una vez vestida, pero dejó la frase a medias y agitó la cabeza–. Espero que tengas un buen viaje a Nueva Orleans.
De repente, el pánico se apoderó del estómago de Alejandro. Nunca se alarmaba cuando una mujer abandonaba su cama. Y, por lo general, él era el que se iba sin dar explicaciones. Entonces, ¿por qué le molestaba que Calandra saliera casi corriendo de la suite?
Antes de que pudiera analizar sus propias emociones, saltó de la cama, tomó el pantalón de chándal que había lanzado sobre una silla y fue tras ella.
Casandra tenía la mano en el pomo de la puerta cuando él apareció a su lado. Sus ojos se agrandaron y se centraron en el pecho de Alejandro, para luego apartar la mirada con el rostro enrojecido.
Vaya. La reina de hielo no era tan imperturbable como se mostraba.
–¿Qué haces? –Aunque su tono podría haber congelado el infierno–. Ya me he despedido.
–Sería descortés de mi parte no acompañarte de vuelta a tu habitación.
Los labios de ella se tensaron aún más. Desde que Adrián la había contratado hacía tres años, Alejandro se había deleitado provocándola, tratando de sacar de quicio a la mujer que parecía preferir los negocios al placer. Hasta la noche anterior.
–No tengo habitación en este hotel.
–¿Por qué no? –preguntó Alejandro, frunciendo el ceño.
–Me estoy quedando en casa de un amigo en la ciudad.
Los celos se apoderaron de él.
–¿Un amigo?
Ella no parpadeó ante la repentina tensión en su tono.
–Sí.
–¿Alguien que conozco?
–No.
No debería molestarle. Habían pasado una noche juntos. Una noche era generalmente todo el tiempo que él dedicaba a una mujer. Y que quisiera huir de su suite solo indicaba que ella tampoco estaba interesada en nada más.
Entonces, ¿por qué sentía celos?
Calandra abrió la puerta y salió al pasillo. Alejandro atrapó la puerta antes de que pudiera cerrarla y también salió.
–¿No deberías ponerte una camiseta? –le sugirió Calandra, manteniendo la mirada apartada mientras caminaba por el pasillo hacia el ascensor. Una pareja de ancianos pasó por su lado, la boca de la mujer se abrió al ver su pecho desnudo. El marido emitió un sonido de desaprobación y tiró de la mano de su esposa, instándola a seguir adelante.
–Estoy cómodo así. Además –añadió con una sonrisa mientras el ascensor emitía un sonido de aviso y las puertas se abrían–, no hay nada que no hayas visto antes. O besado. O mordisqueado…
–Ya entiendo.
Antes de que pudiera cerrar las puertas del ascensor en su cara, él se colocó a su lado y presionó el botón de la planta baja. Las puertas se cerraron.
Y de repente estaban solos una vez más en un espacio muy reducido, muy íntimo. Alejandro sintió una chispa de electricidad entre ellos y se excitó al instante, los recuerdos de su encuentro pasaron por su mente mientras la sangre rugía en sus oídos.
«Mía, mía, mía».
Calandra miraba fijamente al frente, con los hombros hacia atrás y sus pechos aprisionados por el escote del vestido. La melena oscura le caía por la espalda, y él apenas pudo contener las ganas de extender la mano y enredar sus dedos.
Que ella abandonara la habitación del hotel lo había llenado de un sentido de urgencia, casi una desesperación por mantenerla a la vista. Pero ahora, mientras daba un paso atrás y resistía la tentación de presionarla contra la pared del ascensor y besar esos labios deliciosos, las campanas de alarma sonaban estridentes en su cabeza.
De repente, supo que debía separarse de Calandra y de los impulsos que ella despertaba en él.
El ascensor se detuvo y las puertas se abrieron, dejando a la vista el lujoso vestíbulo. Columnas griegas se alineaban en la sala, flanqueadas por jarrones rebosantes de flores de un rosa intenso, y una suave música instrumental ahogaba la mayor parte del ruido proveniente de la calle.
Calandra salió del ascensor con Alejandro siguiendo sus pasos a escasa distancia. A pesar de que él deseaba volver a su habitación, pedir el desayuno en la cama y dormir unas horas más antes de su vuelo, se obligó a hacer lo correcto y al menos asegurarse de que Calandra tomara un taxi con seguridad.
La recepcionista levantó la vista y lo miró sorprendida al pasar, sus ojos se agrandaron detrás de sus enormes gafas.
–Umm… señor…
Él le guiñó un ojo.
–Ya sé, olvidé mi camiseta. Lo arreglaré en un minuto, lo prometo.
Aceleró el paso cuando Calandra salió por las puertas principales y levantó el brazo. Para cuando él salió, ella ya había llamado un taxi y estaba a punto de abrir la puerta del coche.
–Permíteme.
Alejandro abrió la puerta con un ademán elegante y se inclinó. Ella le lanzó una mirada de desaprobación mientras subía al coche.
–Gracias –murmuró ella con tono serio.
–De nada.
Calandra giró la cabeza, probablemente con intención de soltar algún comentario cortante, pero lo que estuviera a punto de decir se desvaneció cuando sus miradas se encontraron. La frialdad en sus ojos desapareció una vez más, mostrando un brillo intenso de deseo, anhelo y…
Él parpadeó y la tristeza se apoderó de su corazón.
–Calandra, yo…
Ella negó con la cabeza.
–Adiós, señor Cabrera.
La puerta se cerró de golpe y el taxi se alejó a toda velocidad. Alejandro lo siguió con la mirada hasta que se perdió en el mar de tráfico de Nueva York.
Miró hacia arriba a los rascacielos de la legendaria ciudad, tratando de ignorar el dolor que habitaba en su pecho. La sensación de que algo no estaba del todo bien había ido creciendo durante los últimos meses, una insatisfacción con las interminables fiestas y, si se atrevía a ser honesto consigo mismo, un anhelo por algo más. Algo permanente. Los dos nuevos barcos que se añadirían a la flota de Cabrera Shipping habían aliviado algo de ese vacío. También lo había hecho la aprobación de la junta para avanzar en el proyecto La Reina, a pesar de los comentarios cada vez más incisivos de su padre sobre todas las cosas que podrían salir mal. Nada inesperado. Hacía tiempo que se había acostumbrado a la desaprobación de Javier Cabrera.
El futuro era prometedor. Entonces, ¿por qué persistía su anhelo por algo más? ¿Y por qué su noche con Calandra había movido su mundo aún más fuera de su eje?
No estaba seguro de cuánto tiempo había permanecido allí, parado, mirando el lugar por donde ella había desaparecido, con una incómoda punzada tirando de su corazón. Pero un repentino grito, seguido de un «Eh, chico guapo» de una mujer con los ojos vidriosos y el delineador corrido asomándose por la ventana de un taxi que pasaba, lo sacó de la tierra nostálgica a la que había viajado y lo devolvió a la realidad.
Una noche. Una noche de sexo increíble. Eso era todo lo que había sido y todo lo que él quería que fuera.
Con ese pensamiento final, se dio la vuelta y regresó al hotel. La recepcionista estaba detrás del mostrador, con los brazos cruzados y los ojos entrecerrados. Su placa enganchada al uniforme indicaba que su nombre era Leia.
–Señor, pedimos que todos nuestros huéspedes usen camisa, pantalones y zapatos en el vestíbulo.
Él sonrió y se apoyó en el mostrador con aire seductor, pero ella, lejos de desmayarse con su físico arrebatador, le ofreció una mirada severa.
Ya eran dos mujeres las que se le habían resistido en una mañana. Tal vez estaba perdiendo su toque.
–Lo siento –dijo Alejandro, levantando las manos en señal de rendición–. Ha sido un despiste. No volverá a suceder.
Ella empujó sus gafas hacia arriba del puente de su nariz y asintió con brusquedad.
–Está bien…, pero le ruego que no vuelva a suceder, señor Cabrera.
Él retrocedió unos pasos, le mostró una sonrisa deslumbrante y se dirigió hacia el ascensor. La puerta se abrió y una hermosa mujer rubia salió apresurada, con la cabeza gacha y agarrando con fuerza una maleta. Alzó la vista y entonces la reconoció. La había visto bailar con Adrián la noche anterior, y también había visto la manera en que su normalmente imperturbable hermano la había mirado.
Quiso saludarla, al menos para obtener su nombre, pero ella pasó tan rápido que ni siquiera tuvo oportunidad de hacerlo.
Bueno, daba igual, tenía sus propios problemas. Como hacer que su empresa siguiera avanzando y olvidar a la mujer que había huido de su cama como si los sabuesos del infierno le mordieran los talones.
Cuatro meses más tarde
Calandra observaba a la multitud reunida en el jardín de la casa parisina de Adrián Cabrera, con sus dedos aferrados a la copa de champán como si fuera su salvación. La gente se movía en un mar de colores veraniegos, vestidos en tonos menta y camisas celestes, mientras bebían champán y comían deliciosos canapés.
Y pensar que la flor y nata de la sociedad europea consideraba aquello una reunión íntima. Ella había sido parte de esa multitud cuando trabajaba para Adrián, sin mencionar los primeros trece años de su vida.
Pero eso ya formaba parte del pasado. Ahora, un problema exigía su atención inmediata. Aunque preferiría estar en casa, en Carolina del Norte, acurrucada en la cama con un libro y una taza de té, su conciencia le exigía que lo abordara.
«Vamos, será una conversación rápida. Un par de minutos y luego podrás irte».
Él no tenía motivo para estar molesto. Ella tenía un plan y se encargaría de todo, como siempre lo había hecho. Además, ¿cuántas veces, durante sus enfrentamientos verbales en los eventos de Vinos Cabrera, había dicho él que era un hombre sin ataduras? Rehuía el compromiso de cualquier tipo.
Cuando la acompañó hasta el taxi, pudo verlo por el espejo retrovisor, de pie en la acera, mirándola fijamente. Y justo en ese momento, notó cómo el deseo comenzaba a extender raíces en su interior. No era solo la atracción física ardiente que había experimentado esa noche, sino también el anhelo por la seguridad que había sentido acurrucada en sus brazos.
Se había dado una charla severa sobre todas las razones por las cuales tal emoción era peligrosa. Implicaba compromiso, algo que Alejandro no quería. Compromiso que ella tampoco deseaba. El matrimonio había sido descartado de su vida hacía mucho tiempo.
Incluso después de haberle explicado por qué no tenía interés en involucrarlo, su hermana menor, Johanna la había animado a contactarlo. Después de insistir mucho, al final había cedido. Primero lo hizo por correo electrónico, luego por teléfono. Sus correos no recibieron respuesta y sus llamadas fueron rechazadas por su secretaria.
Así que había recurrido a colarse en la fiesta de compromiso del jefe al que había abandonado hacía más de tres meses. No se habría molestado si no hubiera estado en Londres, se dijo a sí misma, y porque el billete de Londres a París había sido asequible con su limitado presupuesto. Su última ronda de entrevistas para un puesto de organizadora de eventos en una prestigiosa casa de moda europea había incluido un billete de avión de ida y vuelta. Un claro indicador, le había dicho Johanna emocionada, de que el trabajo ya era suyo.
Pero la entrevista se había ido al traste cuando le preguntaron si podían contactar a Adrián Cabrera para pedir referencias si le ofrecían el trabajo. Era su cuarta entrevista en seis semanas. Otra razón por la que ir a esa fiesta era una buena idea. Quizás, además de compartir su importante noticia con Alejandro, también podría de alguna manera conseguir una recomendación de Adrián. Puede que no se hubiera ido de la mejor de las maneras, pero había hecho un trabajo excelente para él en el tiempo que había estado en Vinos Cabrera.
–Hermoso, ¿verdad? –Calandra contuvo sus pensamientos desbocados y compuso su rostro en una máscara de cortesía antes de girarse para ver quién había interrumpido sus cavilaciones.
Una morena alta estaba junto a ella, con la mirada fija en la Torre Eiffel, que se alzaba orgullosa contra el telón de un cielo que ya se oscurecía.
–¿Es tu primera vez en París?
Aunque detestaba las charlas triviales, algo en la inocencia casi etérea de aquella joven la conmovió. Cuando esta se giró para mirar a Calandra, pudo apreciar que sus ojos eran de colores diferentes; uno azul y el otro de un precioso ámbar.
La joven asintió con entusiasmo.
–Sí. He vivido en España desde los diez años. Siempre soñé con ver París. Me llamo Annistyn, pero mis amigos me llaman Anna.
–Yo soy Calandra.
–¿Cómo conoces a Adrián y a Everleigh?
–Trabajaba para Vinos Cabrera.
Los ojos de Anna se iluminaron.
–Yo vivo en la Casa de Cabrera en Granada. Mi tío Diego es el mayordomo.
Calandra sonrió ligeramente. Tenía gratos recuerdos del mayordomo de cabellos plateados de la mansión Cabrera.
–Oh.
Calandra siguió la mirada de Anna hacia la terraza con vistas al jardín donde Adrián y su prometida se encontraban. La sangre le comenzó a hervir. ¿La habrían visto? ¿Llamarían a seguridad y la echarían antes de que pudiera cumplir su misión?
«Respira. Mantén el control».
Ni siquiera estaban mirando en su dirección. No, solo tenían ojos el uno para el otro.
Un joven atractivo se les acercó, su sonrisa relucía blanca en contraste con su barba castaña oscura. Adrián rio y lo abrazó.
Calandra parpadeó. Podía contar con los dedos de una mano las veces que había visto reír a Adrián.
Cuando quiso continuar con la conversación, Anna se dio la vuelta y desapareció por un sendero del jardín. Nada más perderla de vista, se volvió justo a tiempo para ver a Everleigh besar al joven en la mejilla. Y, a juzgar por el parecido, tenía la certeza de estar viendo a Antonio Cabrera por primera vez. El hermano menor nunca había asistido a los eventos de Adrián, al menos mientras ella había trabajado para Vinos Cabrera.
A diferencia de Alejandro, que había asistido a casi todos y siempre la había buscado. Se deleitaba fastidiándola, tirando de los hilos sueltos de su paciencia que solo él parecía poder encontrar. Con todos los demás se mantenía tranquila, serena, imperturbable.
Con él, se convertía en alguien que no reconocía. Alguien que, durante una noche perversa, se había emocionado con el roce de una mano en su rostro, un susurro en su oído, y que ahora anhelaba la cercanía de dormir al lado de un hombre y sentir su corazón latir bajo sus dedos.
Una tonta. La convertía en una tonta irracional y soñadora.
Echó un vistazo alrededor de la fiesta una vez más. No había ninguna señal de su presencia por ningún lado. Exhaló, larga y lentamente, la tensión se disolvía de sus hombros. Una suave inhalación, seguida de otra larga exhalación.
Podía hacerlo.
Una mirada más sobre la multitud. Ningún atisbo de su largo cabello oscuro y rizado ni de sus ojos azules brillando con una combinación letal de seducción y humor.