Siete días de seducción - Emmy Grayson - E-Book

Siete días de seducción E-Book

Emmy Grayson

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Beschreibung

No quería su herencia… pero sí la quería a ella.   Griffith Lykaois había rechazado la herencia multimillonaria de su padre. Lo consideraba un castigo justo por su responsabilidad en la muerte de su progenitor. Desgraciadamente, Rosalind Sutton, la abogada especialista en bienes raíces, no iba a rendirse tan fácilmente. En medio de una furiosa tormenta, la atractiva Rosalind apareció en la puerta de su château totalmente decidida a conseguir que él aceptara la herencia. Rosalind necesitaba la firma de Griffith. La trayectoria profesional por la que había puesto su vida en espera dependía de ello. Sin embargo, aislada allí a solas con el taciturno magnate, Rosalind no podía escapar al embriagador magnetismo que había entre ellos. La cuestión era si, en realidad, quería hacerlo.

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Seitenzahl: 204

Veröffentlichungsjahr: 2025

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Portadilla

Créditos

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Avenida de Burgos, 8B - Planta 18

28036 Madrid

www.harlequiniberica.com

 

© 2024 Emmy Grayson

© 2025 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Siete días de seducción, n.º 3150 - marzo 2025

Título original: Stranded and Seduced

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

Sin limitar los derechos exclusivos del autor y del editor, queda expresamente prohibido cualquier uso no autorizado de esta edición para entrenar a tecnologías de inteligencia artificial (IA) generativa.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 9788410744592

 

Conversión a ebook: MT Color & Diseño, S.L.

 

Índice

 

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

Griffith Lykaois deslizó un dedo sobre la cicatriz que le partía en dos la ceja izquierda. Se rozó a continuación el borde del ojo y descendió hasta la mejilla. Otra cicatriz se extendía desde el lateral de la boca hasta la barbilla y resultaba sorprendentemente suave al tacto. A pesar de que se peinaba la barba para cubrirla, se adivinaba de todas maneras un tajo enrojecido y furioso. Aunque estaba sentado en un sillón junto a las puertas de la terraza, con un vaso de whisky en la mano, era capaz de visualizar su desagradable rostro como si se lo estuviera mirando en un espejo. Después de once meses, las cicatrices se habían ido desvaneciendo hasta adquirir un tono rosado pálido. Sin embargo, el tiempo no había borrado los recuerdos de la primera vez que se vio frente al espejo. Puntos uniendo los bordes de las heridas recientes. Ojos inyectados de sangre y con la mirada perdida por la medicación que le habían hecho tomar.

Monstruoso.

La voz horrorizada de ella se le deslizó fríamente sobre la piel. Aquella palabra había penetrado hasta lo más profundo de su ser a pesar de que, a lo largo de aquel primer día, recuperaba brevemente la consciencia para volver a perderla otra vez casi inmediata.

Ni siquiera su estatus como hijo de un acaudalado magnate naviero con muchos millones en el banco había sido suficiente para conseguir que Kacey Dupree quisiera permanecer a su lado, cuando parecía más una bestia que un hombre.

«Estoy segura de que lo comprendes, Griff».

Su voz había resultado tan desagradable como el sonido que hacen las uñas al deslizarse sobre una pizarra. Aquel sonido se le había clavado en el cerebro como si fueran las afiladas garras de un águila mientras trataba de asimilar el hecho de que mientras, él había sufrido unas gravísimas heridas, su padre había perdido la vida.

Y todo porque él no había prestado atención. Se había centrado exclusivamente en sí mismo, algo de lo que su padre acababa de acusarlo. Entonces, de repente, su mundo se había puesto patas arriba con un horripilante golpe y chirriantes metales retorcidos.

Aquel ruido se hacía eco en su mente sin que él pudiera evitarlo. Entonces apartó la mano del rostro y bebió. El whisky solo le abrasó la garganta. Siempre evitaba emborracharse. Era una salida demasiado fácil. Solo bebía lo suficiente para aplacar el dolor.

Monstruoso.

Kacey fue a visitarlo el segundo día de hospital. Llevaba el reluciente cabello rubio muy elegantemente recogido, lo que hacía destacar perfectamente su pálido rostro y sus perfectos rasgos. Una belleza en la que él ni siquiera se fijó mientras luchaba contra el dolor y la pena. Ella le colocó la mano sobre el hombro y la apartó rápidamente. Sus gruesos y hermosos labios esbozaron una mueca de repulsión cuando vio la sangre que manchaba las vendas.

Bajo esas mismas vendas, la ira hervía dentro del cuerpo de Griffith. Su padre acababa de morir.

–Estoy segura de que lo comprendes, Griff.

–Devuélveme el collar.

Kacey se quedó con la boca abierta. Pasó de mostrarse conciliadora a furiosa en cuestión de segundos y le recriminó atreverse a arrebatarle lo único que le recordaría lo que los dos habían tenido antes de aquel accidente. Solo se quitó el collar de rubíes, valorado en cuatro millones de dólares, cuando él la amenazó con demandarla por robo y asegurarse de que la noticia llegaba a la prensa. Kacey se lo lanzó a la cama antes de marcharse apresuradamente de la habitación sumida en un mar de nada.

El hecho de que su primer pensamiento hubiera sido «hasta nunca» decía mucho más sobre la relación que habían tenido a lo largo de seis meses de lo que él nunca hubiera podido expresar con palabras. De hecho, lo que más le dolía era que no le doliera en absoluto.

Con la otra mano, la que no sostenía el vaso de whisky, se tocó la minúscula cicatriz en forma de luna que tenía en el lado derecho de su rostro. La única herida visible en ese lado. Por suerte, el cabello había terminado por cubrirla, pero a pesar de todo, él podía sentirla. Cuando se peinaba el cabello. Cuando esta le palpitaba por las noches que le hacía recordar el dolor que había sentido en el momento en el que su padre gritó su nombre, antes de perder por completo la consciencia.

Kacey había tenido razón en una única cosa. Efectivamente, él era un monstruo. Por dentro y por fuera.

Tomó otro sorbo de whisky. Había madurado sesenta años en las llanuras salvajes de Irlanda y era una de las botellas pintadas a mano que había alcanzado un valor de más de un millón de dólares en el Sotheby’s de Nueva York. Hacía tan solo un año, Griffith estaba en lo más alto del mundo, con una de las modelos más deseadas de Europa a su lado. Ella llevaba alrededor del cuello una de las mejores joyas que el dinero podía comprar y juntos disfrutaban de aquel whisky.

Había descubierto que el destino tenía un cruel sentido del humor. Durante los últimos diez años, se había visto consumido por el dinero y la imagen. Cuando oyó hablar por primera vez del Diamond Club hacía cuatro años, descubrió que la envidia lo atenazaba como una fea sombra. El club, situado en una opulenta casa de Londres, ofrecía refugio a las diez personas más ricas del mundo. Se decía que tenía un helipuerto en el tejado, columnas talladas en mármol de Calcuta y suites diseñadas de acuerdo con los gustos particulares de sus residentes. Sin embargo, cuando se puso de pie y comenzó a pasear por la suite que su padre había decorado, ya no sintió envidia.

Solo sintió náuseas.

Tres meses después del accidente, cuando las fracturas que tenía en la columna vertebral sanaron lo suficiente para que pudiera retirarse el corsé, una mujer lo visitó en la finca que la familia tenía en Kent. Su padre había diversificado mucho el negocio a lo largo de los últimos años, invirtiendo en empresas tan variadas como las inmobiliarias o las que se dedicaban a la tecnología. Esas inversiones habían tenido como resultado una fortuna valorada en miles de millones de libras. Tras una breve inclinación de cabeza, la mujer le había entregado el sobre y le había dicho que el señor Raj Belanger lo invitaba cordialmente a ocupar el lugar de su padre en el Diamond Club.

Acababa de alcanzar uno de sus objetivos más ansiados. A costa de la vida de su padre.

Sí, efectivamente, el destino era muy, muy cruel.

No había podido abandonar la seguridad de Kent, la familiaridad de los relucientes suelos de madera, de las antigüedades de las que en el pasado se había burlado. Demasiado tarde, vio el valor, vio la sabiduría de las palabras de su padre. Comprendió su insistencia para que él no se viera atrapado irremisiblemente en la opulencia y en el dinero que tenía en el banco. Huérfano ya de padre y madre, aquellos muebles ya no eran viejas antigüedades que quería reemplazar. La casa ya no carecía de la elegancia que prefería en todas sus adquisiciones. En aquellos momentos, sofás, alfombras y sillas inspiraban recuerdos de un tiempo que nunca podría recuperar. Aquella casa le daba la bienvenida con los brazos abiertos, a pesar de todos los comentarios despectivos qué había hecho sobre ella.

Kent se había convertido en un refugio, en un lugar en el que esconderse. La familiaridad de todo lo que le rodeaba, la calidez de un lugar al que una vez había considerado su hogar, le proporcionaba el descanso que ninguno de los imponentes áticos ni las mansiones que tenía podrían ofrecerle.

Sin embargo, su refugio se había convertido en ruinas hacía solo una semana cuando, mientras paseaba por las orillas del lago privado, una luz a través de los árboles llamó su atención. Al día siguiente, una fotografía de él mirando el suelo con gesto apesadumbrado apareció en la portada de un periódico sensacionalista. La fotografía estaba algo desenfocada, lo suficiente para borrar lo peor de sus cicatrices. Sin embargo, resultaba evidente que ya no era el hombre al que, hasta no hacía mucho tiempo, se le había considerado el más guapo de Europa.

El artículo incluía un relato completo del accidente de coche en el que su padre, Belen Lykaois, perdió la vida. También revelaba que el presidente de Lykaois Shipping poseía una inmensa fortuna. Que él poseía una inmensa fortuna. Miles de millones habían ido a parar a las manos de Griffith Lykaois, el único heredero superviviente.

Las llamadas habían empezado menos de una hora más tarde. Los buitres habían comenzado a revolotear, enviándole invitaciones a galas benéficas, a vacaciones en yates privados, a exclusivas cenas y, por supuesto, proponiéndole inversiones que, en ocasiones, solo buscaban apoderarse de una porción de su riqueza.

Una riqueza con la que siempre había soñado. Una riqueza cuya posesión le provocaba náuseas.

La llamada de Kacey había sido la gota que había colmado el vaso. Griffith acababa de colgar el teléfono con su secretaria de Londres. Por ello, cuando su teléfono móvil privado comenzó a sonar, no se preocupó de comprobar la identidad de quien lo llamaba.

Kacey se había dirigido a él llamándolo Griff, el diminutivo que tanto odiaba. Comenzó a decirle que lo había echado mucho de menos y le pidió encarecidamente poder verse con él para disculparse. Sin pensárselo dos veces, Griffith lanzó el teléfono a través de la ventana y este cayó en el estanque que había en el jardín.

Aquel mismo día, algo más tarde, su equipo de seguridad sorprendió a dos paparazis. Griffith sintió que su refugio había sido mancillado, por lo que tomó el coche para dirigirse a Londres, al único lugar en el que podría sentirse seguro.

El Diamond Club.

Entró en el vestíbulo a través de una puerta trasera privada, donde lo recibió un hombre muy corpulento, de nariz aguileña y uno de los bigotes más elaborados que había visto nunca. Lazlo, como él mismo se presentó, lo condujo hacia el vestíbulo principal y lo hizo subir por una imponente escalera. Entonces, avanzaron por el pasillo hasta llegar a una puerta negra sobre la que destacaba un número 8 de metal dorado.

Griffith llevaba ya seis días allí y no hacía más que dar vueltas por la suite como si fuera un animal enjaulado. Resultaba evidente que su padre no la había decorado para él, sino para su hijo. Enormes ventanas enmarcadas en negro, una pared de ladrillo visto y paredes pintadas en color crema en el resto de la suite reflejaban la calidez con el aspecto industrial que a Griffith tanto le gustaba. Después de la muerte de su madre, Griffith había empezado a odiar el encanto del viejo mundo que tenía la finca familiar de Kent, el estilo que su padre habría elegido si hubiera decorado aquella suite para sí mismo. Sin embargo, Belen había optado el estilo que Griffith prefería por aquel momento, un estilo que, según él, significaba progreso.

Cada vez que miraba a su alrededor y veía los muebles de cuero, las pinturas originales en las paredes, no experimentaba placer alguno. Solo vergüenza. Vergüenza y un profundo odio hacia sí mismo por haber rechazado todo lo que representaba su padre y haber mantenido las distancias con él. Durante todo aquel tiempo, su padre siguió amándolo desde la distancia. Incluso había sido capaz de sacrificar sus preferencias para decorar la suite del Diamond Club para el desagradecido de su hijo.

Griffith tenía todo lo que pudiera desear, pero acababa de descubrir que le faltaba lo único que había tenido desde el principio y que nunca había sabido valorar. La última conversación que tuvo con su padre había sido más una discusión que una conversación. A Belen le preocupaba todo: las largas horas de trabajo de su hijo, su relación con Kacey… Sus gastos.

Griffith apartó el recuerdo antes de que pudiera revivir lo que se produjo a continuación. Se dirigió al balcón y apoyó la frente contra el frío cristal.

¿Qué iba a hacer? Lykaois Shipping, el orgullo de su abuelo y el legado que había elevado a la familia de la pobreza vivida durante los años de la Segunda Guerra Mundial a la élite de los más ricos del mundo, estaba dirigida en aquellos momentos por un equipo muy solvente que gestionaba su ausencia. Nadie había cuestionado que deseara tomarse un año sabático. Entre las graves y extensas heridas sufridas y la muerte de su padre, la junta le había reiterado su total apoyo en la reunión telemática que habían celebrado y durante la que Griffith había mantenido apagada su cámara.

Por supuesto, aquella insistencia para que descansara no tenía que ver con que quisieran librarse de él, sino porque querían que se recuperara por completo para que regresara más fuerte que nunca. Después de que le pusieran al frente de la división de Lykaois Shipping en Gran Bretaña hacía cinco años, los beneficios habían alcanzado niveles impensados hasta entonces. La junta quería que hiciera lo mismo con el resto de la empresa, aunque eso significara que tuvieran que esperar un año para que él enterrara sus fantasmas y se ajustara a su nueva realidad.

Una ligera vibración de su línea privada lo sacó de sus pensamientos.

–Sí.

–Señor –dijo la voz de Lazlo, profunda y bien modulada–. Una señorita desea verlo.

Si la ira se pudiera manifestar en algo físico, habría empezado a salirle humo de la cabeza.

–Puede decirle a la señorita Dupree que se puede volver a montar en su escoba y marcharse por donde ha venido o irse directamente al infierno. Me importa un comino donde vaya.

–Por muy divertido que eso pudiera resultar, señor, no se trata de la señorita Dupree.

Griffith frunció el ceño.

–¿De quién se trata entonces?

–Rosalind Sutton de Nettleton & Thompson.

El bufete que se ocupaba de la gestión de los bienes de su padre. Contaba con más de doscientos años de existencia y se ocupaba de las propiedades, las herencias y los fondos de empresarios, políticos e incluso de algún miembro de la familia real. Querían que firmara los papeles que le transferirían oficialmente la fortuna de su padre y la pondrían a su nombre. Rosalind Sutton era una mujer muy tenaz. Lo había llamado insistentemente y se había presentado en varias de sus oficinas e incluso en la casa de Kent. Griffith sabía que tendría que ceder en algún momento. Tendría que firmar los malditos papeles y reconocer por fin que su padre ya no estaba.

Sin embargo, no sería aquel día. No estaba preparado.

«Jamás estarás preparado».

Decidió ignorar aquella desagradable voz.

–Dile que me pondré en contacto con ella más adelante –dijo con voz seca.

–Por supuesto, señor.

Entonces, se escuchó un ligero forcejeo que eclipsó la voz de Lazlo.

–Señorita Sutton…

Una voz femenina, fuerte pero algo ahogada, replicó:

–Deme el teléfono. Tengo que…

Griffith frunció el ceño. Conocía aquella voz. La había oído en un mensaje de voz que había escuchado antes de borrarlo y bloquear el número. Fría y profesional. Sin embargo, aquella versión de la voz era vibrante, femenina, con una descarada confianza en sí misma que despertó algo dentro de él.

La exasperada voz de Lazlo la interrumpió una vez más.

–Señorita Sutton…

La línea se cortó.

Capítulo 2

 

 

 

 

 

Griffith miró fijamente el teléfono. La irritación que había sentido anteriormente hacia la señorita Sutton por la incapacidad de esta a aceptar un no por respuesta se transformó en admiración hacia la mujer que, de algún modo, había conseguido entrar en uno de los clubes más exclusivos del mundo. Al escuchar el mensaje de voz, no se había percatado del acento estadounidense, pero, en aquellos momentos, le intrigaba y le hacía querer saber más sobre la tenaz mujer que trabajaba para uno de los bufetes más importantes de Londres.

Y llevaba mucho tiempo sin sentir interés por algo.

Frunció los labios y se imaginó a Lazlo tratando de defenderse de una mujer que luchaba por arrebatarle el teléfono. A lo largo del último año, jamás había estado tan cerca de soltar la carcajada.

Colgó el teléfono y se dirigió hacia la escalera que conducía a la planta superior de su suite, donde lo esperaba una enorme cama. Se detuvo en seco y sintió que la curiosidad le ganaba la partida.

Salió al pasillo y se dirigió a la escalera, que conducía hasta el vestíbulo principal. El lujo y la belleza de la decoración que lo rodeaba pasaron a un segundo plano al ver la escena que se estaba desarrollando en la planta baja. Lazlo salía de su despacho y la figura que lo acompañaba quedaba prácticamente oculta por la corpulencia de su cuerpo. Él avanzaba con decisión por el vestíbulo.

–No es usted bienvenida aquí, señorita Sutton –decía Lazlo. Su voz, normalmente refinada y cortés, rezumaba frialdad.

–¿No se supone que debería estar sirviendo a sus clientes?

Griffith volvió a escuchar la misma voz femenina que había oído por el teléfono. Esta lo envolvió con fuerza. Se acercó un poco más a lo alto de las escaleras.

Lazlo se dio la vuelta y guio a la señorita Sutton a la puerta, donde estaban esperando dos guardias de seguridad. Griffith vio por fin a la tenaz abogada.

Los rizos fueron la primera impresión que tuvo. Una tumultuosa cascada de rizos le caía por los hombros y por la espalda. Llevaba una gabardina color café que le llegaba por debajo de las rodillas y unas botas de lluvia azules.

–Sí. El señor Lykaois no desea verla.

–Pero si no me recibe, corre el riesgo de…

–Le sugiero que llame a su secretaria.

–Ya lo he hecho. Muchas veces. También he ido a las oficinas de Liverpool, Portsmouth, Southampton…

Como si la señorita Sutton sintiera la presencia de Griffith, se dio la vuelta de repente y levantó los ojos. Las miradas de ambos se cruzaron. Ella lo observó fijamente a pesar de que Lazlo seguía empujándola hacia la puerta.

Una corriente de sentimientos los unió a ambos. Era la anticipación de dos adversarios que, por fin, se encuentran cara a cara. Sin embargo, había algo más, algo más profundo que se entrelazaba entre ellos y añadía un oscuro poder hipnótico. Justo entonces, Griffith sintió que el deseo se apoderaba de él. Su pensamiento recreó vivas imágenes, pensamientos carnales en los que un esbelto cuerpo se arqueaba bajo el suyo mientras él introducía los dedos en aquellos rizos y besaba la delicada garganta…

Atónito, se agarró con fuerza a la balaustrada. Asió el mármol con tanta fuerza que podría haber dejado marcas en la pulida piedra.

–¿Señor Lykaois?

Griffith sintió que se le hacía un nudo en el pecho, pero se obligó a permanecer inmóvil. Estaba entre las sombras y ella no podía verlo con claridad. Él tampoco podía distinguir ningún rasgo concreto, a excepción del rostro ovalado y enmarcado por aquellos rizos desafiantes. Sin embargo, aquello no impidió que la voz le llegara hasta lo más profundo de su ser, envolviéndole los tensos nervios y animándolo a permanecer allí un momento más para poder mirar a placer a la mujer que había encendido su cuerpo.

–Señor Lykaois, se lo ruego. Necesito hablar con usted sobre su herencia.

La última palabra lo sacó de su ensoñación. El frío le heló las venas y apretó los puños con fuerza. Entonces, se dio la vuelta y regresó a su suite, ignorando por completo el sonido de la voz de aquella mujer, que se iba desvaneciendo a cada paso que daba.

Poco a poco, fue rearmando su autocontrol. Si antes Rosalind Sutton le había parecido un mero inconveniente, en aquellos momentos la veía bajo una luz muy diferente. En un abrir y cerrar de ojos, el deseo se había adueñado de la situación con una ferocidad que Griffith jamás había experimentado antes. El hecho de que solo el sonido de su voz lo empujara a regresar a la escalera para observar de nuevo su rostro iba más allá de sus anteriores hazañas amorosas y era una señal de advertencia que no podía permitirse ignorar.

A lo largo de los últimos once meses, se había esforzado mucho para corregir su estilo de vida y comportarse como hubiera esperado su padre, a pesar de que ya era demasiado tarde para que Belen viera los resultados de su incansable apoyo y el amor que había sentido por su único hijo.

Rosalind Sutton amenazaba todo aquello y era algo que Griffith no podía permitir.

Regresó a su suite y empezó a subir las escaleras. Se detuvo en el rellano para mirar por la ventana que daba a la calle. Londres mostraba una apariencia gris. Una lluvia demasiado fría para el inicio del verano azotaba con fuerza a la gente que andaba por las calles.

Justo debajo de él, alguien abrió un paraguas. Le llamó la atención porque el color de la tela era amarillo chillón y destacaba en un mar de negro. Cruzó la calle, ocultando por completo a la persona que se guarecía debajo.

Sin embargo, Griffith supo, incluso antes de ver las botas azul marino y la gabardina color café aleteando al viento, que era Rosalind Sutton quien blandía el llamativo paraguas. Este avanzaba rápidamente por la acera, alejándose con paso rápido del Diamond Club.

¿Cómo había conseguido entrar en el club y llegar incluso hasta el despacho privado de Lazlo? Tenía que reconocer que aquella mujer tenía agallas. Sin embargo, quería de él algo que Griffith no le podía conceder. Para ella, era tan solo una firma, pero, para él, era admitir por fin que su padre se había marchado para siempre.

Por supuesto, era consciente de que, tarde o temprano, tendría que firmar aquellos documentos. Lo haría a solas, en el lugar que él eligiera, lejos de Rosalind. No podía arriesgarse a encontrarse de nuevo cara a cara con una mujer que lo tentaba a pecar con su mera presencia. Por muy enojado que se sintiera por la reacción que había experimentado ante ella, sabía que no era culpa suya. Aquella ira debía dirigirse total y plenamente hacia sí mismo.

Sería más fácil, preferible incluso, culparla a ella de aquella reacción tan poco impropia de él. Sin embargo, también sería como dejarse llevar por sus costumbres de antaño y no aceptar la responsabilidad de sus actos y las consecuencias en las que incurría por su naturaleza egoísta.

Se dio la vuelta y siguió subiendo las escaleras. Por supuesto, tarde o temprano se ocuparía de la maldita herencia, pero, en aquellos momentos, necesitaba paz. Si no, terminaría volviéndose loco. Decidió que Kent ya no era un lugar seguro. Aunque el Diamond Club le ofrecía refugio, cuanto más se quedara allí, más le pesaría la culpa, que lo asfixiaría poco a poco hasta que ya no pudiera respirar.