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Escandalosa noticia en todas las portadas… ¿O un cuento de hadas de la vida real? La aspirante a diseñadora de moda Anna Vega lleva años recuperándose del rechazo de su mejor amigo Antonio Cabrera. Le mortifica caer en los brazos del multimillonario y generar titulares. ¿La solución de Antonio para desviar la atención no deseada? ¡Un romance fingido! Tras un roce con la tragedia, Antonio se ha moldeado a sí mismo como el perfecto hombre de negocios. Siempre ha considerado a Anna un reluciente diamante del que nunca se ha sentido digno, pero quiere hacer todo lo que esté en su mano para que ella siga en su vida. Para conseguirlo, tendrá que dejarla ver más allá del hombre impenetrable en que se ha convertido...
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Seitenzahl: 206
Veröffentlichungsjahr: 2024
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Avenida de Burgos, 8B - Planta 18
28036 Madrid
© 2022 Emmy Grayson
© 2024 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
La seducción del Mediterráneo, n.º 212 - junio 2024
Título original: A Deal for the Tycoon’s Diamonds
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.
Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 9788411808828
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
Roma, Italia
LAS luces parpadeaban mientras la música tecno le hacía latir las venas a Anna Vega. Se detuvo en la pasarela, le regaló una sonrisa vacilante a la cámara más cercana y luego maldijo por dentro. ¿No le habían dicho que no sonriera, que pareciera misteriosa y distante?
Ya era demasiado tarde. Además, necesitaba concentrarse en caminar. Un pie delante del otro sobre unos tacones altísimos que eran una proeza de la ingeniería. Los zapatos, una creación plateada cubierta de zafiros, resonaban en la pasarela de cristal. Las aguas cristalinas de la fuente del patio burbujeaban detrás de ella mientras se detenía para una última mirada antes de desaparecer tras las cortinas y dirigirse hacia la habitación del patio del hotel que albergaba al resto de las modelos y sus séquitos.
Antes de que pudiera tomar aliento, atravesó las puertas dobles de cristal y cayó en los brazos esperanzadores de media docena de estilistas.
–¡Desenreden el cabello de Anna!
–¡No, no, el color pétalo para los labios, no el melocotón!
–¡El vestido final es el de tul y organza!
Anna cerró los ojos sin dejar que la multitud que pululaba a su alrededor fuera testigo de sus sentimientos encontrados de orgullo y dolor. El vestido final que luciría esa noche, un traje con una falda amplia y un escote profundo, era en honor a su madre. La falda, por el primer vestido formal que su madre le había comprado para las fotos navideñas familiares cuando tenía cuatro años. La parte superior, por las innumerables veces que su madre había mencionado que algún día tendría la confianza para llevar algo «un poco más atrevido». Un día que nunca llegó gracias a un conductor imprudente en un camino secundario de Luisiana.
Sin embargo, su madre también estaría orgullosa. Era el primer diseño que había creado de verdad. Sin replicar, sin jugar a lo seguro. Era totalmente suyo.
Aunque, si hubiera sabido que sería ella quien lo llevaría, no habría hecho el escote tan profundo. Pero cuando Kess la llamó y le dijo que la necesitaban y que por favor volara a Roma inmediatamente con sus diseños, ella había metido aquel vestido y algunas de sus creaciones más aceptables en una maleta y se había ido.
Y lo que había comenzado como una tarea para llenar algunos huecos en el primer desfile de moda de Kess, tras la repentina retirada de que uno de los diseñadores, se había convertido en su debut como modelo cuando una de las chicas sufrió una intoxicación alimentaria.
Kess no había mostrado cuánto la había afectado cada contratiempo, simplemente había suspirado y avanzado con determinación, decidida a hacer de su primer desfile un éxito. Cuando le pidió que desfilara, Anna se había quedado aterrorizada. Pero Kess siempre había estado a su lado, apoyándola, y había llegado el momento de que diera un paso al frente.
El dorado de su vestido brillaba bajo las luces entre bastidores. Un cambio con respecto a los tonos pastel que normalmente prefería vestir. Solía amar la sensación de ligereza, la frescura, cuando se ponía algo blanco. Pero después de aquel maldito artículo, todo lo que veía le parecía insípido. Aburrido.
Virginal.
Incluso ahora, se estremecía al recordar la foto que habían seleccionado de ella, el texto sensacionalista que había debajo. Aunque, reconoció con una leve sonrisa, aquel artículo al menos había tenido algo bueno. En un momento de furia, había pedido la tela que se había convertido en ese vestido.
–¿Estás bien? –Anna abrió los ojos y se encontró con Kess de pie frente a ella. La seda violeta se adhería a la imponente figura de la nueva productora de Eventos Hampton, deteniéndose justo antes de llegar a sus tobillos. Con un drapeado seductor que dejaba a la vista parte de su pecho de ébano. Estaba impresionante.
–Un poco diferente a las camisetas y pantalones de chándal para estudiar hasta tarde, ¿verdad? –comentó Anna, agitando las capas de su falda.
Kess sonrió mientras la preocupación desaparecía de su rostro.
–Un poco, sí. Definitivamente, ya no estamos en Granada.
–¡Kess! –alguien llamó desde el otro lado del camerino, haciendo que la aludida girara la cabeza.
El rugido del director de escena cortó el ruido de voces, secadores de pelo y música que retumbaba sobre la multitud. Kess apretó la mano de Anna y se alejó rápidamente. Dos segundos después, el director gritó para que Anna también se pusiera en su lugar.
Ella golpeó el suelo con la punta de su tacón mientras un montón de mariposas revoloteaban en su pecho.
«Una última pasarela. Una última vez y luego habrás terminado y nunca tendrás que hacer esto de nuevo».
Salir de su zona de confort era una cosa. Ser el centro de atención era algo completamente diferente.
–Última pasarela –murmuró para sí–. Puedes hacerlo, puedes hacerlo.
El asistente encargado del telón la miró y luego desvió la mirada con una pequeña sonrisa en su rostro. Comparada con las legiones de modelos que probablemente había visto a lo largo de su carrera, ella debía de parecerle ridícula. Inexperta.
El síndrome del impostor hizo aparición. ¿Qué estaba haciendo allí? No era una modelo. Era una diseñadora de moda casi desconocida que solo había empezado a ser visible a raíz de un artículo de revista que se había centrado más en sus elecciones personales que en su arte. Incluso entonces, el interés había sido más por su relación con una de las familias más ricas de Europa que por su trabajo.
Se mordió el labio inferior. Era un hábito que había desarrollado de niña cada vez que se ponía nerviosa, uno que se suponía que había superado. Pero en momentos así, cuando se sentía fuera de lugar, se veía de nuevo como una niña asustada que acababa de perder a sus padres y que escuchaba una y otra vez que sería protegida, resguardada de las crueldades del mundo. Quien, cada vez que había intentado aventurarse por su cuenta, se enfrentaba con más restricciones, más reglas, más preguntas sobre si era capaz de hacer esto o aquello por sí sola. Con el tiempo, escuchar cuánto su tía y su tío pensaban que no era fuerte se había incrustado en sus huesos. La muerte de sus padres la había cambiado, había eliminado gran parte de quién había sido y la había dejado vacía por el duelo, de manera que había aceptado su protección excesiva, haciéndole creer que era débil y necesitaba depender de otros.
Menos una persona. Ella negó con la cabeza. No, él siempre la había alentado, le había dicho que podía hacer cualquier cosa, ser quien ella quisiera.
Excepto su amante.
Cerró los ojos con fuerza para alejar el recuerdo. Ahora no era el momento de pensar en uno de sus mayores fracasos.
–¡Vamos! –La voz de la asistente desterró los últimos vestigios del pasado.
Anna abrió los ojos, cuadró sus hombros y avanzó. Un rápido giro a la derecha después de que terminara la cortina y estaba de nuevo en la pasarela. Aunque la música estridente hacía imposible escuchar casi cualquier otra cosa, el incesante clic de las cámaras resonaba mientras los flashes estallaban a su alrededor.
Entonces sucedió. El tacón del zapato derecho se rompió. Desequilibrada, tropezó una, dos veces, luego se inclinó hacia un lado y se cayó de la pasarela. Oyó los gritos de asombro de la multitud, el frenético ruido de las cámaras haciendo fotografías y su propio corazón retumbando mientras vivía uno de sus momentos más humillantes.
Aterrizó en el regazo de alguien. No podía ver quién era, pero podía sentirlo. No había duda de que era un hombre, pensó, mientras unos brazos fuertes la rodeaban y la estabilizaban. A pesar de la gravedad del momento, su cuerpo registró el pecho musculoso contra el que estaba apretada, el aroma especiado que emanaba de su salvador, que la tentaba y la reconfortaba al mismo tiempo al resultarle familiar.
–Lo siento mucho, yo… –Sus palabras se desvanecieron en cuanto sus ojos se encontraron con los del hombre al que una vez había amado.
Antonio Cabrera.
Su primer instinto fue esconder el rostro entre las manos, intentar deslizarse entre la multitud y esperar que los paparazzi no la siguieran.
«Cobarde».
Tragó saliva con fuerza. Por tentador que fuera, huir no resolvería nada. Además, perjudicaría al desfile de Kess. Y confirmaría lo que Antonio había dicho todos esos años atrás: «Eres solo una niña, Anna».
Inspiró profundamente y luego miró a Antonio directamente a los ojos.
–¿Podrías ayudarme? Por favor… –añadió ella en voz baja.
Los labios de él esbozaron una sonrisa.
–¿Aparte de rescatar a una dama en apuros?
Habían pasado diez años desde la última vez que hablaron. Pensaba que recordaba su voz, pero los recuerdos no eran nada comparados con el terciopelo profundo que se deslizaba sobre su piel en ese instante.
«Cálmate».
No era el momento de entregarse a ningún tipo de fantasía. Especialmente cuando tenía un trabajo que hacer.
–Necesito quitarme estos tacones. ¿Podrías ayudarme a levantarme?
Antes de que pudiera detenerlo, él agarró los pliegues de su falda y tiró hacia arriba. Solo hasta la mitad de sus pantorrillas, pero el gesto le cortó la respiración. Su corazón se aceleró mientras los dedos bronceados de él se deslizaban sobre sus tobillos, desabrochaban la correa del zapato y se lo quitaba. Repitió el mismo proceso con el otro mientras ella se quedaba sentada como una niña, apenas manteniendo la boca cerrada, incluso cuando quería soltar un suspiro por lo maravilloso que se sentían los breves roces de sus yemas sobre su piel.
Debería sentirse avergonzada. Humillada. Aterrorizada mientras los clics de las cámaras continuaban y el zumbido de los murmullos del público crecía.
Pero no lo hizo. Todo lo que sintió, todo lo que vio, estaba atado a ese momento.
–Gracias.
Sus ojos se encontraron con los de ella y, por un segundo, vio llamas ardiendo en la profundidad de los suyos, pero desapareció tan rápido como había aparecido.
–¡Anna!
Al girarse, se encontró con Kess, que se acercaba a ellos.
–Me estoy levantando –le dijo a su amiga con un intento de sonrisa, consciente de que el mundo observaba cada momento de su pequeño drama. Comenzó a moverse en el regazo de Antonio para ponerse de pie. Un gruñido escapó de los labios de él.
–¡Oh! Lo siento, ¿te he hecho daño?
Él se puso de pie en un movimiento fluido, un brazo rodeando su espalda, el otro sosteniendo sus piernas mientras avanzaba y la colocaba sobre la pasarela.
–Puedes hacerlo –susurró Kess mientras ella se ponía de pie. Anna miró hacia abajo a su amiga y luego se reprendió en silencio cuando sus ojos se desviaron involuntariamente hacia Antonio. Él no dejaba de mirarla, y le hizo un gesto de afirmación con la cabeza para darle aliento.
Anna tragó saliva y se volvió para enfrentarse al público. Un aplauso atronador se levantó; la gente la animaba. Ella forzó una sonrisa para agradecer el apoyo de la multitud, inclinó la cabeza y luego comenzó a caminar.
De pie, sola en el escenario, con todas las miradas fijas en ella, debía luchar por terminar su caminata sin ceder a la vergüenza ni a la preocupación por haber arruinado el desfile de su amiga.
Y luego estaba el hecho de que, al llegar al final de la pasarela y posar, Antonio la estaría observando.
«Puedes hacerlo».
Levantó la barbilla, dirigió una última sonrisa directamente a las cámaras, luego giró y caminó de vuelta por la pasarela.
Lo vio de reojo, podía sentir su mirada clavada en ella. Pero se mantuvo concentrada, sin mirar ni a la derecha ni a la izquierda, a medida que se acercaba al final.
Antonio la había ayudado esa noche; eso era cierto. Tendría que enviarle una tarjeta de agradecimiento a la casa de la familia Cabrera en España. Pero su momento de bondad no cambiaba el hecho de que él había destrozado su corazón y que nunca había intentado contactarla en todos los años que habían estado separados.
Tiempo atrás, él había sido su amigo, su fortaleza, su primer amor.
Pero eso había llegado a su fin.
Pasó por su lado, orgullosa de sí misma por no ceder a la tentación de mirarlo. Esa vez, sería ella la que se alejaría.
UNA hora más tarde, Anna estaba sentada frente a la Fontana di Trevi mirando hacia las estatuas iluminadas que custodiaban la fuente más famosa del mundo. A punto de ser las once de la noche, la mayoría de la gente que se acercaba a ver el histórico monumento había desaparecido, dejándola con la agradable sensación de tener la pequeña plaza casi para ella sola.
Después del desfile, la firma de Kess había organizado un cóctel. Anna había logrado sobrellevar el evento que había durado una hora. A juzgar por los elogios que había oído decir al jefe de Kess, su caída no había afectado negativamente al espectáculo. Todo lo contrario, había atraído la atención hacia su amiga, la diseñadora más destacada, y hacia Eventos Hampton.
Tras cambiarse y limpiar las capas de maquillaje de su rostro, Kess, que había dejado la fiesta posterior en manos de su asistente, la había invitado a caminar hasta la Fontana di Trevi. Su madre la había llamado desde Nigeria, así que ahora estaba a un lado charlando sobre cómo había ido su primer desfile, dándole a Anna tiempo para sentarse y relajarse.
Al principio había sido un alivio; el sonido del agua, el calor del día cediendo ante la suave calidez de una noche de verano italiana. Pero el encanto inicial se había disipado en cuanto se puso a recordar que quien la había rescatado había sido Antonio. ¿Cuáles eran las probabilidades de que no solo se cayera en un desfile de moda, sino que cayera en los brazos del hombre que la había rechazado tantos años atrás?
Pensar en ello le revolvía el estómago, así que se concentró en la figura casi desnuda de la estatua de Neptuno que custodiaba la fuente. Estaba en Roma. ¿Por qué reflexionar sobre el pasado cuando se encontraba en una de las ciudades más increíbles del planeta? ¿Cuando hacía ocho meses apenas había salido de Granada, y mucho menos de España? Y ahora estaba frente a una de las fuentes más icónicas conocidas por el hombre, dejando que su mente vagara una vez más hacia la ciudad que una vez pareció su salvación, solo para convertirse en una prisión.
Cruzando los brazos sobre su pecho, se quedó contemplando cómo el agua caía a la enorme piscina llena de monedas.
«Una moneda lanzada con la espalda a la fuente y volverás a Roma», pensó con una sonrisa. Kess le había contado la leyenda de camino a aquella plaza.
«Dos monedas y te enamorarás».
El rostro de Antonio, tal y como lo había visto por última vez, juvenil y aun así tan maduro y serio a la tierna edad de diecinueve años, apareció en su mente.
«Tres monedas y te casarás pronto».
Ni pensarlo. Una vez había soñado con el amor, el matrimonio, los hijos. Tal vez algún día volvería a planteárselo. Pero desde que la habían despedido de su trabajo como compradora de moda para una tienda de ropa, había decidido dejar de existir y comenzar a vivir. El despido debería haberse sentido como un fracaso, pero en realidad había sido como un nuevo comienzo. Alejarse de Granada, financiar su propio apartamento en París durante un año con una combinación de sus ahorros y una pequeña herencia, y finalmente retomar la carrera de Diseño de Moda que había soñado en la universidad. Aunque sí era cierto que los porfalios que había enviado durante la primera mitad del año no habían despertado casi ningún interés.
Y por muy enfadada que estuviera con Leo White, el columnista de moda, y cómo la había utilizado, le debía un favor. Él la había obligado a enfrentarse al motivo por el que su trabajo no recibía ninguna atención. La ira por cómo la había utilizado también había descubierto una confianza que ni siquiera sabía que poseía. Sin su interferencia, el vestido dorado no existiría y ella nunca habría pisado esa pasarela.
Otra mirada hacia Kess confirmó que seguía conversando con su madre.
El agotamiento se extendía, arrastrando los hombros de Anna hacia abajo mientras bostezaba. Había volado a Roma la noche anterior, había dormido unas pocas horas y se había arrastrado fuera de la cama justo después del amanecer. El pensamiento de meterse en su acogedora cama le hacía inclinar la cabeza.
Pero no dejaría a su amiga. No después de todo lo que había hecho por ella. Había sido la primera persona, desde Antonio, en empujarla, en decirle que podía lograr algo por sí misma, como cambiar su formación en negocios a la pasión que su madre le había inculcado con viajes a tiendas de segunda mano y disfrazándose en casa. No lo había reconocido en ese momento, pero cambiar sus estudios y llevarle la contraria a sus tíos había sido el primer paso para alejarse de su pesado control.
No es que su tío Diego o cualquiera de los otros en la Casa de Cabrera tuvieran la intención de ser tan controladores o de herirla. En especial su tío. Había ganado una hija mientras perdía a su querida hermana pequeña en aquel accidente de coche. Aunque sabía que, a medida que ella iba creciendo, a él le dolía cada vez más mirarla debido al gran parecido con su madre.
Cerró los ojos al notar una ligera brisa acariciando su piel. Luego volvió a centrar su mirada en las monedas que parpadeaban en el fondo de la fuente.
–La leyenda dice que si lanzas una moneda a la fuente volverás a Roma algún día.
Su cuerpo se tensó al oír aquella voz que le había calado hasta los huesos con un calor embriagador y delicioso.
Una mano apareció frente a ella, con la palma hacia arriba y una moneda en medio.
¿Cuántas veces había tomado esa mano de niña, aferrándose a ella mientras él la guiaba por un sendero montañoso o bajo las enredaderas del viñedo, ofreciéndole un respiro de los confines asfixiantes de su hogar adoptivo?
O la última vez que la vio, cuando él retiró su mano y se alejó de ella…
–Roma es hermosa –respondió ella, lamentando internamente el tono tembloroso de su voz–. Pero ¿por qué volver a un lugar que ya has visto cuando el mundo tiene tantos sitios interesantes por descubrir?
Por un momento, él no dijo nada. Luego, con un movimiento despreocupado de sus dedos, la moneda trazó una parábola en el aire nocturno antes de caer al agua.
«Puedes hacerlo».
Tomándose un momento para armarse de valor, se enfrentó a Antonio Cabrera por segunda vez esa noche. Las mariposas regresaron con venganza, revoloteando locamente en su pecho mientras su corazón se aceleraba.
Sexi. Esa era la mejor palabra para describir al hombre alto y pensativo que estaba a solo unos pasos de distancia. Llevaba un traje negro, era de Armani, a juzgar por el corte y el atisbo que captó del forro de seda sin adornos. El material se adhería a sus anchos hombros, hecho a medida para su cuerpo musculoso. Aunque era algo más bajo que sus hermanos, seguía siendo más alto que ella. Debería haberse dejado los tacones puestos. Así no tendría que inclinar la cabeza hacia atrás para encontrarse con su mirada.
Una mirada color caoba que encendió una chispa en lo más profundo de ella. Una que ardía con más intensidad a medida que sus ojos se deslizaban sobre él, captando tanto lo familiar como lo nuevo. Su mandíbula cuadrada y los pómulos afilados, ahora salpicados de una sombra oscura que debería haber parecido descuidada, pero que en él irradiaba una masculinidad pícara. El cabello castaño, ahora recortado en los lados y grueso y ondulado en la parte superior.
Y su boca… Que ahora se curvaba en una sonrisa sensual y pensativa que avivaba las llamas que ardían dentro de ella.
–Hola, Anna –dijo él con una voz que resonaba con una calidez inesperada.
EL deseo se apoderó de él con una intensidad inesperada mientras observaba a Anna.
Había perfeccionado sus habilidades en los últimos años como jefe de Propiedades Cabrera, sobre todo con sus tres hoteles de lujo. Había lidiado con intensas negociaciones, ventas y el desenmascaramiento de un socio comercial poco fiable. Su reputación de ser duro pero justo había sido ganada a pulso.
¿Qué dirían sus asociados si pudieran leer su mente en ese momento? Había pensado que su sueño de cuando tenía diecinueve años, de Anna y él en la cama, había sido malo; un sueño que había sucedido días después de la ruptura de su amistad. Pero su fantasía adolescente no era nada comparada con el deseo que había surgido en él cuando Anna había pisado por primera vez esa pasarela enfundada en un vestido dorado. Su mirada se había visto atraída de inmediato hacia el escote pronunciado que casi la llegaba a la cintura. Dos paneles de gasa cubrían sus pechos, pero dejaban una tentadora extensión de piel desnuda a la vista. El atisbo de una sonrisa tímida en sus labios, combinada con una fuerza que nunca le había visto y la inclinación de su barbilla, habían incrementado el calor que hervía en sus venas.
Un calor que casi le había hecho perder el control cuando ella había aterrizado en su regazo.
Respiró hondo por la nariz.
«Está prohibida para ti», tuvo que recordarse. Pero no pudo evitar echar un vistazo a las increíbles piernas largas de ella. Anna Vega se había convertido en una mujer impresionante. Aún era esbelta, pero ya no tan delgada como había sido de niña. No, había notado la curva de sus caderas y su cintura estrecha cuando la había abrazado brevemente. El cabello castaño oscuro le había crecido hasta la cintura. Sus labios seguían siendo voluminosos y sus ojos tan hipnóticos como los recordaba; uno del color del ámbar y el otro de un azul pálido.
Poseía una sensualidad que podría haber atribuido a la mera atracción física hacia una mujer si no fuera porque ella había vuelto a subir a la pasarela y terminado su desfile. No podía imaginar a la antigua Anna enfrentándose al mundo después de un incidente embarazoso. Pero esa nueva Anna, la que lucía vestidos llamativos y modelaba, era una mujer completamente diferente y muy atractiva.
Diego no le había mencionado nada sobre el modelaje, pensó con irritación. Solo que una amiga de Anna la había convencido de mostrar sus diseños en un desfile de moda en Roma.