El diamante olvidado - Emmy Grayson - E-Book

El diamante olvidado E-Book

Emmy Grayson

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Beschreibung

Lo ha olvidado todo... excepto el deseo que siente por ella. Julius se despierta en un hotel sin recordar qué le ha pasado ni quién es. Solo cuenta con dos pistas sobre su identidad: un precioso anillo de compromiso y el nombre de Esmeralda Clark. La sigue hasta su escondite caribeño y allí descubre que ella era su guardaespaldas. ¡Y que él es un príncipe heredero! Esme huyó del reino de Julius, convencida de que el siempre obediente príncipe estaba destinado a una esposa más adecuada. Aparentemente, él no recuerda la noche de pasión que pasó con ella en París. Sin embargo, la ardiente mirada de Julius le dice que su deseo sigue vivo. Pero... los príncipes no se casan con sus guardaespaldas, ¿o sí?

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Seitenzahl: 204

Veröffentlichungsjahr: 2025

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Portadilla

Créditos

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Avenida de Burgos, 8B - Planta 18

28036 Madrid

www.harlequiniberica.com

 

© 2024 Emmy Grayson

© 2025 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

El diamante olvidado, n.º 225 - julio 2025

Título original: Prince’s Forgotten Diamond

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

Sin limitar los derechos exclusivos del autor y del editor, queda expresamente prohibido cualquier uso no autorizado de esta edición para entrenar a tecnologías de inteligencia artificial (IA) generativa.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 9791370008185

 

Conversión a ebook: MT Color & Diseño, S.L.

 

Índice

 

Portadilla

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

Se despertó de golpe y muy agitado. La habitación giraba y tenía dificultad para respirar. Le estallaba la cabeza. Apretó los dientes y cerró los ojos, esperó, y luego los abrió lentamente. El mundo se ralentizó lo suficiente como para poder evaluar su entorno. Con cautela, giró la cabeza. Estaba sentado en un sofá de cuero. A su izquierda había una chimenea de mármol con un cuadro de la Abadía de Westminster en la repisa. A la derecha, una cama grande sobre una plataforma, cubierta con un edredón negro.

El ruido lejano de una bocina de coche le hizo estremecerse. Fuera lo que fuese por lo que había pasado, le había dejado no solo con dolor en el pecho, sino con una jaqueca monstruosa. Deslizó los dedos por su cabello, deteniéndose al localizar un bulto en la base del cráneo.

«¿Qué demonios ha pasado?».

Se levantó y se dirigió al baño. Abrió el grifo y se refrescó la cara.

Levantó la mirada hacia el espejo, sintiendo cómo la confusión lo dominaba. Pronto, esa confusión se transformó en shock.

La cara que veía era la de alguien que no reconocía.

Alzó una mano para trazar con los dedos el largo corte que recorría su mandíbula bajo la barba. El hombre del espejo reflejó sus movimientos. Unos ojos marrones le devolvían la mirada, fatigados y rodeados de sombras.

Desconocidos.

«¿Quién soy?».

La pregunta se deslizó por su mente, pero solo encontró silencio y un vacío abismal. No recordaba nada.

Sintió una repentina oleada de pavor, pero inmediatamente la contuvo. No podía permitirse entrar en pánico.

Llenó sus pulmones con una respiración profunda antes de volver al dormitorio. Buscó por todas partes, pero no encontró ni cartera ni móvil. El único equipaje era una bolsa de lona con correas de cuero. La ropa en su interior era sencilla pero de buena calidad, las etiquetas mostraban marcas de lujo que sí reconocía, aunque ni siquiera podía recordar su propio nombre. Un grueso sobre blanco, oculto en un bolsillo lateral, contenía casi diez mil euros. Quienquiera que fuese, parecía tener dinero.

O se lo había quitado a alguien que lo tenía.

Incómodo con ese pensamiento, volvió a tocar la herida de la cara con la mano. El pinchazo de dolor fue tan agudo que se olvidó de hacer más especulaciones inútiles.

Un vistazo por la ventana reveló elegantes edificios de ladrillo y piedra blanca. Algunos eran tiendas, mientras que otros parecían oficinas. Taxis, autobuses rojos de dos pisos y peatones se apresuraban bajo un cielo oscurecido.

«Londres».

Estaba en Londres. Algo más pasó por su mente, pero se desvaneció antes de que pudiera atraparlo.

«Un paso a la vez», se dijo. «Comprueba si hay alguien más aquí».

Se alejó de la ventana hacia las puertas dobles. Escuchó durante un minuto antes de abrir cuidadosamente la puerta que daba a un amplio pasillo con cuadros de aspecto caro colgados entre puertas marcadas con números de habitación.

Un hotel. ¿Lo habían atacado en la habitación? No, eso no tenía sentido. Si lo hubieran atacado allí, su agresor se habría llevado la bolsa o al menos la habría registrado.

El dolor de cabeza regresó con fuerza. Veinte minutos después, tras tomar unos analgésicos y descansar en el sofá, se sintió mejor para seguir indagando.

En el suelo, debajo del sofá, encontró una tarjeta de visita. Al arrodillarse para alcanzarla, algo se removió en su pecho.

Le resultaba familiar. En un lado simplemente ponía Smythe’s. En el otro había una dirección con una serie de números en la esquina inferior izquierda. Alguien había escrito Sábado, 7:30 con tinta plateada en la esquina derecha.

De repente, una sensación de urgencia lo invadió. Esa tarjeta y la cita eran importantes. Miró su muñeca, solo para encontrar la piel pálida donde debería haber un reloj. Tomó el teléfono junto a la cama.

–Buenas noches, gracias por llamar a The Bancroft, le habla Anthony.

Mentalmente, anotó el nombre del hotel.

–Hola, Anthony. ¿Podría decirme la fecha y la hora?

–Por supuesto, señor. Hoy es cinco de abril, y son casi las siete de la tarde.

–¿Hoy es sábado?

–Sí, señor.

–Gracias, Anthony. Una última pregunta, ¿a qué nombre figura la reserva de la habitación en la que me encuentro?

–El nombre que tenemos registrado es John Adamos.

Un apellido griego. Uno que no le resultaba familiar.

–Gracias.

Colgó el teléfono.

«John Adamos».

Dijo el nombre en voz alta, lo repitió varias veces. Pero seguía sonando igual de extraño que la primera vez.

Sus ojos volvieron a la tarjeta. Tenía treinta minutos antes de la cita. Podía llamar a la policía o ir a un hospital. La visita al hospital podría llevar horas de exámenes. Aunque necesitaría ver a un médico, las pastillas que había tomado habían aliviado bastante su dolor. La policía lo entrevistaría, tomaría una foto y luego la distribuiría mientras investigaban. También llevaría tiempo.

Jugó con la tarjeta en sus manos. Si acudía a esa cita, tal vez pudiera tener respuestas en menos de una hora.

Tomó el teléfono y marcó de nuevo.

–Buenas noches y gracias por…

–Anthony, soy… soy John otra vez.

–Sí, señor.

–¿Podrías tener un taxi listo para mí en diez minutos?

 

 

Quince minutos después, John se encontraba en la acera junto a una hilera de elegantes casas adosadas. La que aparecía en la dirección de la tarjeta era similar a las otras, con ladrillos blancos, ventanas arqueadas y columnas que flanqueaban la entrada. Sin embargo, destacaba por sus puertas de color negro, en contraste con las de caoba de las demás.

No había ningún letrero que indicara que la casa fuera algo más que una residencia. Subió las escaleras y pulsó el timbre. La puerta se abrió casi de inmediato para revelar a un hombre muy alto que parecía haber sido embutido en el traje negro que llevaba.

–Buenas noches.

El hombre no dijo nada.

–Tengo una cita. –John sacó la tarjeta de su bolsillo.

El rostro del hombre sufrió una sorprendente transformación. Una sonrisa surcó su cara mientras sus hombros se relajaban.

–Mis disculpas, señor. Solo se permite la entrada cuando se muestra la tarjeta. –Se apartó–. Bienvenido a Smythe’s.

John dudó un momento. Un recuerdo apareció en su mente. La imagen de una lámpara de araña, diamantes… Una voz femenina y seductora.

Luego se desvaneció.

Entró, cuidando de mantener el rostro inexpresivo incluso cuando la sorpresa lo invadía. El vestíbulo era impresionante, con una barandilla de hierro forjado que se curvaba alrededor de una escalera circular, suelos de mármol reluciente y cuadros expuestos en la pared. Se dio cuenta de que no eran cuadros cualquiera. Renoir, Monet, Kahlo y Rembrandt. Si eran auténticos, podrían alcanzar millones en una subasta.

Sin embargo, no fue el arte lo que lo dejó paralizado. Fue la resplandeciente lámpara de araña sobre su cabeza.

Una oleada de satisfacción lo recorrió. Había estado allí antes.

–El ascensor le llevará arriba. –El guardia pulsó un botón y la puerta se abrió–. Disfrute de su visita.

El viaje fue corto. Cuando John llegó a su destino, se tomó unos segundos para evaluar lo que tenía ante él.

Un pequeño tramo de escaleras conducía al suelo embaldosado, flanqueado por columnas de mármol aguamarina pálido. Espejos con marcos dorados cubrían la sala, haciéndola parecer el doble de grande. Vitrinas de cristal se alzaban a lo largo del perímetro.

Vitrinas de joyas, se dio cuenta mientras bajaba las escaleras. Cada una contenía joyas artísticamente dispuestas, desde piedras sueltas hasta collares elegantemente engarzados, pulseras, pendientes y anillos que resplandecían con rubíes, Esmereldas, zafiros y diamantes.

–Hola de nuevo.

Era la misma voz seductora de su memoria. Pero, a pesar del innegable atractivo de su tono, solo experimentó un breve destello de interés.

Una mujer con un vestido negro ceñido sin mangas aguardaba en lo alto de la escalera. Su brillante cabello de ébano estaba cortado en forma de media melena, con un flequillo recto que acentuaba sus impresionantes pómulos y sus grandes ojos.

–Bienvenido de nuevo, señor Adamos.

–Gracias.

Ella ladeó la cabeza. Una sonrisa coqueta revoloteó en sus labios, pero su mirada era perspicaz.

–¿Va todo bien?

John se quedó en silencio unos segundos. Una parte de él quería lanzarse directamente a las preguntas. Pero un sexto sentido le instó a proceder con cautela.

–Sí, por supuesto. –Levantó la tarjeta–. El sábado a las siete y media, ¿verdad?

Ella lo observó durante un largo momento antes de bajar las escaleras. Cada paso era sensual, con las caderas balanceándose. Sin embargo, cuando sus miradas se encontraron, él vio a una mujer fuerte y calculadora detrás de aquella teatralidad.

–¿Champán?

–No, gracias.

Ella señaló hacia un escritorio de caoba con un espejo de suelo a techo detrás y sillones de cuero delante. Él esperó hasta que ella se sentó antes de tomar asiento. Abrió un cajón y tecleó un código. Se oyó un clic, seguido del susurro de una puerta. Alcanzó algo y colocó una caja negra sobre el escritorio.

–Como prometí.

John miró fijamente la caja. Luego, lentamente, levantó la tapa.

El diamante brillaba sobre un lecho de seda negra. Era diferente a cualquiera que hubiera visto antes. Puntos negros salpicaban el interior de la joya, algunos eran pinceladas de color, otros se arremolinaban en diminutos patrones que le recordaban a un cielo nocturno. Pequeñas piedras aguamarina lo rodeaban, todo montado sobre una banda de plata pulida.

Era clásico y elegante. Romántico…

De repente, el color rojo vino a su mente. Un cabello sedoso y del color del fuego deslizándose entre sus dedos. Una risa que revolucionaba su cuerpo y al mismo tiempo calmaba su alma. Y luego un nombre, susurrado con cariño. «Julius…».

–Es impresionante.

Una sonrisa genuina destelló en los labios rojo rubí de la señorita Smythe.

–Gracias. No tengo muchos clientes que soliciten un diamante sal y pimienta. Fue un desafío que disfruté enormemente.

–¿Diamante sal y pimienta?

Una ceja perfectamente esculpida se arqueó.

–Sí. Como hablamos en su última cita. –Ella tomó el anillo y lo sostuvo en alto–. También conocidos como diamantes galácticos, los diamantes sal y pimienta solían considerarse defectuosos. Los puntos negros son carbono o minerales que no cristalizaron. Pero ahora son muy apreciados por su singularidad. –Inclinó el anillo–. A diferencia de un diamante tradicional, este te atrae hacia dentro. Te anima a mirarlo una segunda vez.

Intentó aferrarse al recuerdo de la mujer pelirroja. Evocar la imagen de alguien a quien aparentemente había considerado pedir matrimonio.

Pero una oscuridad interminable frustró sus esfuerzos. Enfadado, lo intentó con más ahínco.

Un dolor abrasador atravesó su cabeza. Cerró los ojos mientras reprimía un gemido.

–¿Señor Adamos?

–Un momento.

Cuando abrió los ojos, vio una botella de agua frente a él.

–Tiene cinco minutos para explicarme qué está pasando o marcharse.

Respiró profundamente y tomó un sorbo de agua.

–Un dolor de cabeza, señorita Smythe.

Ella entrecerró los ojos.

–Si está consumiendo alguna sustancia ilícita…

–Borre ese pensamiento de su mente.

La señorita Smythe no se inmutó.

–Mis disculpas. Pero sigue sin decirme la verdad.

–Es usted una mujer muy guapa, pero hará falta algo más que un poco de escote para que le revele mis secretos.

Ella dejó escapar una risita.

–Valía la pena intentarlo. –Su expresión se tornó seria–. Señor Adamos, nuestros tratos han sido profesionales. Usted pagó puntualmente. Pero algo ha cambiado desde nuestro último encuentro. Si afecta a mi empresa, tengo derecho a saberlo.

Él la miró fijamente. Su instinto le decía que no debía revelar su secreto, pero necesitaba recabar información.

–Me desperté hace una hora sin recordar quién soy.

–¿Disculpe?

–Me desperté en el hotel The Bancroft con un dolor de cabeza insoportable y el pecho ardiendo. No recuerdo quién soy, no tengo cartera, ni teléfono, ni reloj. Solo encontré su tarjeta de visita, un equipaje caro y un sobre lleno de dinero.

–¿No tiene recuerdos en absoluto?

–Algún destello. Nada sustancial.

–¿Por qué no ha ido a la policía o al hospital?

–Porque eso me llevaría mucho tiempo. Pensé que venir aquí sería la manera más rápida de descubrir quién soy.

Ella golpeó con un dedo sobre el escritorio.

–El nombre que proporcionó fue John Adamos.

–Un nombre que no reconozco.

–No me sorprendería que fuera falso. Smythe’s prospera gracias a la exclusividad. No preguntamos detalles a nuestros clientes.

Él se levantó.

–¿Cuándo concerté la cita?

–Hace tres semanas, cuando presentó la solicitud y el depósito.

–¿Depósito?

–Usted pagó la totalidad. Un millón de euros.

–¿Un millón?

–Somos los mejores.

–¿Y no dije nada sobre la mujer para quien es este anillo?

–No. Pero conozco la diferencia entre clientes que quieren impresionar y clientes que buscan algo más profundo.

–¿A qué se refiere?

–Smythe’s es solo para la élite, se llega por recomendación. El arte de abajo sirve como excusa si alguien pregunta. Sin la tarjeta negra, lo habrían rechazado. Es increíble cuánto está dispuesta a pagar alguna gente solo por poseer una de nuestras joyas.

–¿Me presenté aquí como un rico caprichoso?

–No. La mujer para la que compró esta pieza es afortunada. Usted rechazó el champán. Tuvo mucho cuidado al examinar las joyas. Quería algo hermoso pero también único, enigmático.

–¿Hay algo más que pueda decirme?

–Programó su cita para dentro de dos semanas. Vino la semana pasada, eligió este diamante y organizó volver hoy.

–¿Dejé información de contacto?

–Una dirección en la isla de Granada, a nombre de Esmerelda Clark.

«Esmerelda». El nombre lo atravesó. Conocía ese nombre. Labios carnosos, ojos verdes con motas doradas y rizos rojos enmarcando un rostro con pecas.

–¿Sabe quién es ella?

–No. Respetamos la privacidad de nuestros clientes.

Una energía repentina lo instaba a levantarse para ir en busca de Esmerelda Clark.

La encontraría. Sin duda, no habría puesto el nombre de una mujer cualquiera para una transacción tan importante. Como mínimo, ella tendría algunas respuestas sobre quién era él.

Sentía que Esmerelda Clark era alguien importante. Quizás incluso la mujer a quien había planeado entregarle aquel anillo.

–¿Podría anotarme la dirección?

La señorita Smythe escribió en un papel y se lo entregó.

–Tengo una petición, señor Adamos.

–Usted me ha dado respuestas y un anillo invaluable. Dígame qué quiere.

–Que me llame y me cuente cómo termina la historia –dijo la mujer con una sonrisa.

Capítulo 2

 

 

 

 

 

Para cualquiera que paseara por la arena blanca de la playa Little Cove, la mujer que descansaba en la hamaca estaba disfrutando de sus vacaciones. El sol se filtraba entre las palmeras y calentaba su piel. Una suave brisa llegaba desde las olas de un azul intenso, trayendo el fresco y salado aroma del mar Caribe. A su lado, un vaso de ponche de ron de Granada aguardaba, al alcance de su mano, completando la escena perfecta de tranquilidad tropical.

Esme Clark suspiró. Era difícil disfrutar de sus vacaciones cuando, apenas un mes atrás, había sido despedida por su antiguo jefe y examante. Que su despido hubiera sido comunicado con tanta frialdad por el hombre que solo una semana antes le había hecho el amor durante una noche mágica en París lo hacía aún más humillante.

«Sexo», se recordó con amargura. «Solo tuvimos sexo. Eso es todo».

Por un momento, realmente se había imaginado enamorada de su jefe. Sabía que nada podría surgir de aquello. Él era un príncipe. El heredero al trono de una pequeña nación insular cerca de la costa de Portugal. A pesar de las bonitas historias que de vez en cuando aparecían en las noticias o en las novelas románticas que le gustaba leer en la cama a altas horas de la noche, la realidad era mucho más cruel. Los príncipes no se casaban con sus guardaespaldas.

Pero, por primera vez en su vida, había dejado de lado la cautela y sucumbido a sus propios deseos. Deseos que la habían atormentado durante el último año desde que resultó herida protegiendo al príncipe Julius durante un desfile. Había intentado levantarse cuando él la visitó en el hospital. Él la había empujado suavemente hacia atrás, se había sentado junto a su cama y había charlado con ella, incluso le había regalado un ejemplar de uno de sus libros favoritos. La había hecho reír. Y cuando le había mirado a los ojos, había visto un destello especial en ellos, una conciencia de ella como mujer, no como empleada.

Durante meses, había resistido la tentación de entregarse a algo físico. Lástima que no pudiera decir lo mismo de sus emociones. Algo había cambiado entre ellos después de aquella mañana en el hospital. Al principio fueron pequeñas cosas, como que él apareciera en su sesión de fisioterapia. Se había convencido a sí misma de que era algo que habría hecho por cualquiera de su equipo de seguridad. A pesar de los rumores sobre la forma fría con la que el príncipe desempeñaba su papel, él se preocupaba por su gente.

Pero había sido algo más. Durante más de un año había resistido la atracción entre ellos, las miradas ardientes, las sonrisas cuando estaban a solas.

Hasta París. Hasta aquella noche en la que finalmente se rindió y se acostaron. Menos de una semana después, él la llamó a su despacho para anunciarle, con la fría determinación de quien anuncia una sentencia, que debía buscar una prometida por mandato de su padre, el rey. Aún sentía aquel escalofrío en el pecho cada vez que recordaba cómo lo miró en ese instante, luchando por no dejar que la incredulidad se reflejara en su rostro. Sabía desde el principio que aquello no sería más que una aventura breve, un instante robado al tiempo. Pero lo que no había previsto era la profundidad de las emociones que surgirían: celos que ardían, un dolor que cortaba y una sensación de pérdida que parecía no tener fin.

Y luego él provocó su indignación al afirmar que, dadas las circunstancias, sería preferible reasignarla.

La ira la invadió. Momentáneamente la abrazó, saboreó el destello de fuego en sus venas. La ira era poderosa. La ira la alejaba del oscuro pozo de tristeza y autocompasión.

Y del deseo. Lo mantenía enterrado la mayor parte del tiempo. Pero aún había momentos, especialmente por la noche, en que se deslizaba por su cuerpo, colándose en sus sueños y despertando ardientes recuerdos de cómo él le había bajado la blusa por los hombros, recorriendo con sus labios la nuca mientras sus manos acariciaban sus pechos…

«Basta». Había confundido la seducción con la ternura, el sexo con el amor. Sí, Julius había sido el mejor amante que había tenido. «Hasta ahora», se recordó firmemente. «El mejor amante hasta ahora». Aunque ni siquiera podía contemplar la posibilidad de tener una relación en aquel momento, decirse a sí misma que seguiría adelante era de gran ayuda.

Eso y la ira. La ira era lo que más la ayudaba.

Afortunadamente, había conseguido canalizar parte de su ira aquel día. Esa furia le había impedido llorar y le había dado la firmeza necesaria para que su voz no temblara cuando, con una inclinación de cabeza, respondió: «Sí, alteza». Y luego disfrutó del fugaz destello de sorpresa en los ojos de él antes de darse media vuelta y marcharse sin mirar atrás.

En lugar de presentarse en la Oficina de Seguridad Real, donde habría tenido que enfrentarse a sus compañeros y a su padre, el jefe del equipo de seguridad de la familia real, fue directamente a su apartamento en el ala reservada para los empleados del palacio. Había recogido sus pertenencias, comprado un billete a Escocia y redactado una carta de dimisión en menos de una hora. Había enviado el correo electrónico nada más llegar al aeropuerto. Su padre la había llamado menos de cinco minutos después, y desde entonces lo había seguido haciendo casi todos los días.

Tiempo atrás, habría valorado su atención. Pero su interés no era realmente por ella. Lo que motivaba sus llamadas era la preocupación por el impacto que su abrupta partida podría tener en su carrera. No era ella lo que le importaba. Nunca lo había sido.

Había desviado todas las llamadas al buzón de voz.

Un suspiro escapó de sus labios. El dolor se filtró por las grietas de su corazón, extendiéndose y oprimiéndola.

¿Estaba destinada a pasar toda su vida siendo alguien a quien nadie deseaba? Su madre se había divorciado de su padre y había regresado a Escocia cuando Esme tenía diez años, solo para cruzar el océano rumbo a Nueva York siguiendo a un cirujano tres años después. Mientras tanto, su padre había estado demasiado ocupado enfocándose en su propia ambición: ascender de guardia en las puertas del palacio a jefe de seguridad de la familia real. Ninguno de los dos había mostrado demasiado interés en la hija que juntos habían traído al mundo.

Su indiferencia la había endurecido. Nunca se había permitido ser vulnerable de nuevo, incluyendo a los pocos hombres con los que había salido, a dos de los cuales les había permitido compartir su cama. A ninguno le había concedido el acceso a su corazón.

Hasta Julius. Hasta que él la miró como si, por primera vez, alguien realmente la hubiera visto, y logró atravesar todas las barreras que había construido a su alrededor.

Se incorporó con un bufido de frustración y salió de la hamaca. ¿Por qué demonios estaba perdiendo el tiempo dándole vueltas al pasado y pensando en personas que la habían abandonado? Estaba en Granada, en las primeras vacaciones que había tomado en su vida. Sí, su corazón seguía roto. Sí, cuando cerraba los ojos por la noche todavía veía el rostro de Julius, lo escuchaba susurrar su nombre en la oscuridad mientras amaba su cuerpo.

Y sí, cuando pensaba en lo frío que se había mostrado al decirle que sería reasignada, con qué despreocupación le había comunicado la noticia de su próximo compromiso, sentía como si alguien la hubiera golpeado en el estómago dejándola sin aliento.

Pero cada día lejos del momento más angustioso de su vida era un paso hacia su futuro. Lo único bueno que había surgido de su aventura con Julius fue aquel paseo por París, pocas horas antes de que ambos sucumbieran a sus deseos. Él le había contado que la había visto en un café el día anterior, lo tranquila que se veía, como si el peso del mundo no estuviera sobre sus hombros.

–Sentí como si estuviera viendo a la verdadera tú por primera vez.

–Ni siquiera sé quién es la verdadera yo.

La honestidad de su declaración los sorprendió a ambos. Qué terrible era llegar a los veintiséis años y darse cuenta de que había vivido persiguiendo cosas que otros querían para ella.

–Mírame.