E-Pack Gena Showalter 1 julio 2021 - Gena Showalter - E-Book

E-Pack Gena Showalter 1 julio 2021 E-Book

Gena Showalter

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Beschreibung

El secreto más oscuro Amun, el inmortal guardián del demonio de los Secretos, podía manipular los pensamientos más oscuros de quienes lo rodeaban. Por eso tuvo que ser encadenado y aislado para seguridad de aquéllos a quienes quería. Entonces, su única esperanza de liberación pasó a ser la muerte. Hasta que conoció a Haidee, una prisionera como él, cuya belleza y vulnerabilidad oculta lo obligaron a pasar una prueba de lealtad hacia sus amigos… Haidee era una asesina de demonios que había sido educada para despreciar a la raza de Amun. Sin embargo, ¿cómo iba a odiar al hombre que la hacía arder con sus caricias? Para salvarlo, debía entregarse en cuerpo y alma… y enfrentarse a la ira de un poderoso adversario que había jurado destruirla. La rendición más oscura Strider estaba poseído por el demonio de la Derrota y, si perdía un solo desafío, sufría un dolor inimaginable. Para él, nada podía interponerse en el camino a la victoria. Hasta que Kaia, una encantadora Arpía, lo tentó y lo condujo al límite de la rendición. Entre su gente, Kaia tenía el apodo de "La Decepción", y debía ganar el oro en los Juegos de las Arpías, o morir. No podía distraerse con Strider, porque él tenía sus propios planes. El Inmortal quería robar el primer premio, un artefacto fabricado por los dioses, antes de que pudiera llevárselo el ganador. Sin embargo, a medida que avanzaba la competición, a los dos empezó a importarles únicamente un premio, y era un amor que nunca hubieran creído posible… La seducción más oscura Paris era un guerrero inmortal poseído por el demonio de la Promiscuidad y con un atractivo irresistible que también suponía una pesada carga. Cada noche debía acostarse con alguien nuevo si no quería debilitarse hasta morir. Y la mujer a la que deseaba más que a ninguna otra estaba completamente fuera de su alcance… o eso había creído hasta ese momento. Sienna Blackstone había llevado en su interior hasta hacía muy poco el demonio de la Ira, que la atormentaba con la constante necesidad de castigar a todos los que la rodeaban. Sin embargo, entre los brazos de Paris, aquella joven vulnerable e insegura iba a encontrar una pasión y una paz desconocidas para ella. Hasta que estalló una batalla entre los dioses, los ángeles y las criaturas del Inframundo que podría separarlos para siempre… El anhelo más oscuro Un guerrero atrapado en la oscuridad y una mujer empeñada en salvarlo que no sospechaba que también él quería salvarla a ella... Después de varias semanas de torturas en las entrañas del infierno, Kane no quería ni ver a Josephina Aisling, la bella mujer que lo había rescatado. Mitad mujer, mitad fae, Josephina había despertado a Desastre, el demonio que Kane llevaba dentro y con el que había decidido acabar al precio que fuera. Kane era el único que podía proteger a Josephina de sus crueles enemigos, su propia familia. Era el primer hombre al que había deseado en toda su vida y él también iba a sucumbir a dicho deseo. Pero mientras luchaban juntos en el reino de los fae, iban a verse obligados a elegir entre vivir separados... o morir juntos.

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Seitenzahl: 2234

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www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2021 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

E-pack HQN Gena Showalter, n.º 267 - Julio 2021

I.S.B.N.: 978-84-1105-100-2

Table of Content

Créditos

Secreto más oscuro

Dedicatoria

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Capítulo 26

Capítulo 27

Capítulo 28

Capítulo 29

Capítulo 30

Glosario de personajes y términos

Promoción

La rendición más oscura

Nota de los editores

Dedicatoria

Prólogo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Capítulo 26

Capítulo 27

Capítulo 28

Capítulo 29

Capítulo 30

Capítulo 31

Capítulo 32

Epílogo

Glosario

Promoción

El anhelo más oscuro

Agradecimientos

Cita

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Capítulo 26

Capítulo 27

Capítulo 28

Capítulo 29

Capítulo 30

Capítulo 31

Capítulo 32

Capítulo 33

Capítulo 34

Capítulo 35

Capítulo 36

Capítulo 37

Glosario de personajes y términos de los Señores del Inframundo

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La seducción más oscura

Citas

Prólogo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Capítulo 26

Capítulo 27

Capítulo 28

Capítulo 29

Capítulo 30

Capítulo 31

Capítulo 32

Capítulo 33

Capítulo 34

Capítulo 35

Capítulo 36

Capítulo 37

Capítulo 38

Capítulo 39

Capítulo 40

Capítulo 41

Capítulo 42

Capítulo 43

Capítulo 44

Capítulo 45

Capítulo 46

Capítulo 47

Capítulo 48

Capítulo 49

Capítulo 50

Capítulo 51

Capítulo 52

Epílogo

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Estaba escribiendo este libro cuando murió mi querida amiga, Donnell Epperson. Era una mujer con una fe inquebrantable y una enorme capacidad de amar, que soñaba con convertirse en una autora con publicaciones. Por desgracia, murió antes de que su sueño se hiciera realidad. Y eso es una pena, o una «Desgracia Gloriosa», como habría dicho ella con una preciosa sonrisa de picardía. Tenía verdadero talento, y se entregaba completamente al trabajo.

Por eso, éste es para ti, amiga mía. Y cuando Jill, Sheila y yo vayamos al Cielo, me da la sensación de que estaremos hablando de dónde están situadas nuestras mansiones. Me pido la de en medio. Hasta entonces, seguiré echándote de menos con todo mi corazón. Resérvame un abrazo, y dile al Gran Jefe que no soy tan mala. Algunas veces. Mientras, no es ningún secreto que siempre te querré.

Capítulo 1

Strider, el Guardián del Demonio de la Derrota, atravesó las imponentes puertas de la fortaleza de Budapest, una fortaleza que compartía con un grupo de amigos cada vez más grande. O más bien, con hermanos y hermanas, más por las circunstancias que por los lazos de sangre.

Tenía un gran sentimiento de placer. Lo había conseguido. Después de perseguir a su enemigo por otros continentes y de haber echado por la borda una de las cuatro reliquias necesarias para encontrar y destruir la caja de Pandora, cosa por la que le iban a dar una buena paliza, después de que lo devoraran vivo los insectos y después de que le hubieran clavado un cuchillo, había vencido por fin. Y estaba dispuesto a celebrarlo.

–Soy el rey del mundo, tíos. Venid aquí a admirar mi gloria −dijo en el vestíbulo, con expectación, con impaciencia.

Nadie le devolvió el saludo.

Daba igual. Con una sonrisa, se colocó más cómodamente a la mujer inconsciente que llevaba sobre el hombro. Más cómodamente para él. Era la enemiga a la que había estado persiguiendo, y la chica que le había clavado un cuchillo en el páncreas. Estaba ansioso por contarle a todo el mundo lo que había conseguido: atraparla.

−¡Ya he llegado! ¿Hay alguien en casa?

Tampoco hubo respuesta. Su sonrisa se apagó un poco. Demonios. Cuando perdía una batalla tenía que soportar un dolor atroz durante días. Cuando ganaba, sin embargo… Sentía una energía vibrante y caliente en las venas, un entusiasmo que quería compartir con amigos. Y, demonios, si allí vivían doce guerreros y sus compañeras, ¿no había nadie cerca para darle la bienvenida?

En realidad, se lo merecía, porque llevaba siete días sin llamar ni mandar un mensaje, aunque no hubiera sido culpa suya. Había tenido que ocuparse de su prisionera, y además, en su última llamada le habían dicho que había pasado el peligro y que todo el mundo podía volver a casa, así que había podido dejar de preocuparse por cómo estaban los demás.

Así que, bueno… Era mejor que nadie quisiera celebrarlo con él. Así podía ocuparse mejor de sus asuntos.

−Gracias, tíos. Sois los mejores, de verdad.

Siguió hacia delante, y para consolarse, imaginó cuál iba a ser la expresión de su prisionera cuando despertara y se viera encerrada en una jaula. Sin embargo, la sonrisa acabó de borrársele de los labios cuando vio que estaba rodeado por cosas muy poco familiares.

Sólo había estado fuera unas cuantas semanas, y creía que los demás también, pero en ese tiempo, alguien se las había arreglado para convertir aquella monstruosidad que ellos llamaban «hogar» en un escaparate. El suelo, que era de losas de piedra rotas y cemento, había pasado a ser de mármol blanco con venas ámbar. Las paredes, igualmente deterioradas, estaban cubiertas de madera de palisandro bien encerada.

Antes, la escalera de caracol estaba agrietada; ahora brillaba sin un solo defecto y tenía una barandilla dorada. En la esquina había una butaca tapizada de terciopelo blanco, y más allá, vitrinas de cristal que contenían jarrones de colores, cajas con piedras incrustadas y puntas de lanza antiguas.

Todo aquello era nuevo.

¿Tantos cambios en menos de un mes? Parecía imposible, ni siquiera con los Titanes apareciendo y desapareciendo a su libre albedrío. Tal vez porque a aquellos dioses les interesaba más el caos que la decoración de interiores. Sin embargo, quizá mientras se congratulaba de haber hecho bien su trabajo, se había metido en la casa equivocada. Le había ocurrido más veces.

No. Era su casa. Tenía que serlo. En la pared que había junto a la escalera estaba colgado el retrato de Sabin, el Guardián de la Duda. Desnudo. Sólo una persona tenía arrestos para tomarle el pelo por ello: Anya, la diosa de la Anarquía, que se había unido a Lucien, el Guardián de la Muerte. Una pareja rara, en opinión suya. Aunque era mejor reservársela; mejor guardar silencio que perder un miembro del cuerpo. A Anya no le gustaba que nadie la cuestionara. Sobre nada.

−Hola, Tor Tor −gritó.

Torin, el Guardián del Demonio de la Enfermedad. Nunca salía de la fortaleza. Siempre estaba allí, observando las imágenes de las cámaras que había por toda la finca en los monitores de la sala de seguridad.

Tampoco hubo respuesta, y Strider comenzó a preocuparse. ¿Había sucedido alguna catástrofe? ¿Alguien había borrado del mapa a todos los demonios? Entonces, ¿por qué seguía él allí?

Oyó unos pasos y sintió alivio. Miró hacia la parte superior de la escalera y vio a Torin, con la melena blanca alrededor de la cara, y sus ojos verdes, tan brillantes como esmeraldas.

−Bienvenido a casa −le dijo Torin, y añadió−: Capullo.

−Gracias por el saludo.

−No llamas y no escribes, ¿y quieres un abrazo?

−Pues sí.

−Era de esperar.

Torin iba vestido de negro de pies a cabeza y llevaba las manos enguantadas. Con respecto a la moda, aquellos guantes eran una exageración. Sin embargo, eran necesarios para proteger a la humanidad. Con un simple roce de la piel de Torin se desencadenaba la peste. El demonio de Torin transmitía aquella enfermedad, y aunque a Strider, como inmortal no conseguiría matarlo, sólo causarle tos, fiebre y vómitos de sangre, a la raza humana la aniquilaría. Una vez que comenzaba, la epidemia era imparable.

−Bueno, ¿y andan bien las cosas por aquí? ¿Qué tal están todos? −le preguntó a Torin.

−¿Y ahora quieres saberlo?

−Sí.

−Era de esperar. Bueno, en general las cosas marchan bien. La mayoría de los chicos están fuera, escondiendo los artefactos y buscando el último. Los que no están haciendo eso están buscando a Galen.

Torin bajó el resto de las escaleras y se detuvo. Permaneció a distancia, como siempre. Miró a la mujer con una expresión divertida.

−Entonces, ¿tú también te has enamorado? ¡Qué decepción! Creía que tendrías más sentido común.

−Por favor. Yo no quiero tener nada que ver con esta bruja −respondió, aunque no fuera cierto. Durante su viaje, que le había parecido eterno, la había deseado más y más, aunque se odiara por ello. Tal vez ella fuera puro sexo, pero también era mortal.

Torin sonrió.

−Eso es lo que dijo Maddox de Ashlyn. Y Lucien sobre Anya. Y Reyes sobre Danika. Y Sabin sobre…

−De acuerdo, de acuerdo. Lo he entendido. Ya puedes callarte.

Torin se cruzó de brazos.

−¿Y quién es? ¿Una humana con habilidades sobrenaturales? ¿Una diosa? ¿Una arpía?

Los chicos tenían tendencia a elegir mujeres de mito y leyenda. Mujeres que eran más poderosas que sus demonios. Ashlyn podía oír voces del pasado. Anya podía encender fuegos con la mente, entre otras cosas. Danika podía ver en el cielo y el infierno, y la esposa de Sabin, Gwen… bueno, ella tenía un lado oscuro que uno sólo veía antes de morir. Dolorosamente.

−Amigo, lo que tenemos aquí es una Cazadora hecha y derecha −dijo Strider, dándole unas palmadas en el trasero, como si quisiera recordarse que no significaba nada para él.

La chica no reaccionó, pero era de esperar. La había drogado repetidamente mientras la arrastraba de un extremo del mundo al otro. De Roma a Grecia, de Nueva York a Los Ángeles, y finalmente, a Budapest. Para intentar salvarla, sus compañeros los habían seguido durante todo aquel itinerario.

Pero no iban a conseguirlo.

«¡Hemos ganado!», dijo su demonio entre risas.

«Claro que sí». Strider se estremeció de gozo.

−¿Una Cazadora? −preguntó Torin, y la diversión se le borró de la cara. Sus ojos verdes se convirtieron en dos cuchillas afiladas.

−Eso me temo.

Los Cazadores. Sus peores enemigos. Los fanáticos que querían destruirlos. Los consideraban perversos más allá de toda redención. Una escoria. Los culpaban por todos los males del mundo. Eran individuos a quienes Strider iba a mandar al infierno, uno detrás de otro. O, con granadas, varios a la vez. Dependía de su estado de ánimo.

−Deberías haberla matado ya −dijo Torin−. Ahora, Sabin querrá hablar con ella.

Para Sabin, hablar era lo mismo que torturar.

−Ya lo sé. Por eso todavía sigue viva.

Ella sabía cosas sobre los dioses, y podía hacer cosas imposibles, como por ejemplo, hacer que aparecieran armas como por arte de magia. Eso era algo que sólo podían hacer los ángeles guerreros. O eso pensaba él. El problema era que ella no era un ángel. Y no sólo porque le faltaran las alas. Aquella chica tenía mal genio.

Él quería saber cuánto sabía ella, y cómo sabía lo que sabía.

Además, no había sido capaz de deshacerse de aquella Cazadora durante todo el tiempo que había estado a solas con ella. Cada vez que lo había intentado, había visto su preciosa cara y había vacilado. La vacilación había dejado paso al deseo, y él había tenido que contener las ganas de besarla en vez de terminar con ella.

Sabin no le dejaría que lo evitara. Sabin le obligaría a actuar. A Strider no le quedaba más remedio que cumplir con su obligación. Porque… Apretó los puños. Porque aquella mujer, aquella atrocidad andante…

Apretó también la mandíbula, con tanta fuerza que sintió una punzada de dolor en las sienes. Experimentaba la misma sensación siempre que pensaba en lo que había hecho aquella mujer mucho tiempo atrás. Había ayudado a decapitar a su amigo Baden, el Guardián del Demonio de la Desconfianza.

Strider nunca podría perdonárselo, ni olvidarlo.

Aquella decapitación había sucedido miles de años antes, pero para él seguía siendo algo tan doloroso como si hubiera ocurrido aquella misma mañana. Junto a su amigo, aquel día había muerto una parte de su alma, y tal y como aquella chica había podido aprender durante su viaje de vuelta a la fortaleza, también se le había marchitado una buena parte del corazón.

La misericordia no estaba entre sus cualidades. Ya no. Y menos para ella.

Strider pensaba que ya la había matado, por venganza, todos aquellos siglos antes. Recordaba la cuchillada de su espada, la marea roja de su sangre y el olor metálico de la muerte. El sonido de su cuerpo cayendo sobre las rocas, y su último aliento. Sin embargo, allí estaba, viva, coleando, volviéndolo loco.

Tal vez la hubiera matado. Tal vez ella había renacido. O tal vez su alma había ocupado otro cuerpo. O tal vez aquella mujer fuera una inmortal y se había curado después de la decapitación. Él no lo sabía, y tampoco le importaba.

Lo único importante para Strider era su identidad. Se trataba de Hadiee, de la antigua Grecia. Bueno, en la actualidad, ella se llamaba Haidee. Evidentemente, había cambiado la pronunciación de su nombre para modernizarlo. A él no le importaba. Para él siempre sería Ex, siempre sería la Ejecutante de Demonios, y eso era todo.

La prueba de sus crímenes podía leerse en sus ojos fríos de color gris. En su tono de orgullo cada vez que hablaba de aquella noche: «Me encantó cómo rodó su cabeza, ¿a ti no?». Y en los tatuajes que llevaba en la espalda: Haidee 1. Señores 4.

Se merecía todo lo que le hicieran Sabin y él.

−Voy a llevarla a las mazmorras. Si no te importa, dile a Sabin que…

−No, Strider. Primero tienes que ver una cosa…

Strider se detuvo con un pie a medio paso al percibir algo parecido al miedo en la voz de su amigo.

−Has dicho que todo iba bien. ¿Qué sucede?

Torin agitó la cabeza.

−No puedo explicártelo hasta que lo hayas visto. Y yo he dicho que las cosas iban bien en general, no completamente. Vamos, ven y…

−La chica…

−Tráela.

Torin comenzó a subir las escaleras de dos en dos, y Strider lo siguió con la Cazadora al hombro. ¿Qué era tan importante como para que Torin no le diera tiempo ni siquiera para encerrarla en el calabozo?

En cuanto llegó al piso superior, se quedó boquiabierto. Ángeles. Muchos ángeles. Por eso la casa tenía una decoración nueva; era la intervención divina, y todo eso. A los ángeles les gustaban las cosas bonitas.

Estaban alineados junto a la pared. Tenían las alas de plumas blancas y doradas, pero eran alas de guerrero. Su olor perfumaba el aire con aromas de orquídea, champán, chocolate y rocío matinal. Tenían estaturas diferentes, aunque ninguno medía menos de dos metros y medio. Todos llevaban túnicas femeninas de color blanco, pero su musculatura no tenía nada que envidiarle a la de los Señores.

Casi todos eran seres masculinos, pero todos ellos eran asesinos de demonios, entrenados para perseguir y destruir, o para proteger cuando se les encomendaba la tarea. Como no se abalanzaron sobre él blandiendo sus espadas de fuego, Strider supuso que estaban allí para lo último.

Los estudió atentamente, intentando conseguir respuestas. Eran veintitrés en total, pero ni uno solo de ellos lo miró. Mantuvieron la vista al frente, el cuerpo erguido y las manos a la espalda. No hicieron ni un solo sonido.

Físicamente, le causaron embeleso. Era vergonzoso admitirlo, pero tenían un magnetismo increíble e hipnótico. Eran como una droga para los ojos.

Tenían el pelo de colores distintos, desde el negro de la medianoche hasta el blanco de la nieve, pero el favorito de Strider era el dorado. Tan puro, tan fluido… Casi parecía que tenía vida. Aunque a él no iba a ocurrírsele decirles nada jocoso sobre aquellos rizos tan remilgados.

Tal vez no estuvieran atacándolo, tal vez ni siquiera lo miraran, pero irradiaban muerte.

Alguien carraspeó. Strider pestañeó y recordó que estaba con Torin.

−¿Por qué? −le preguntó.

−Aeron y William se llevaron a Amun al infierno en misión de rescate. Consiguieron sacar a Legion de allí. Está viva, y se está curando, pero Amun…

Strider comprendió el resto de la frase, y tuvo ganas de dar un puñetazo en la pared. El guardián de los Secretos tenía voces nuevas en la mente.

Él había estado junto a Amun durante miles de años. Sabía que el demonio del guerrero absorbía los pensamientos más oscuros de cualquiera que estuviera cerca. Cosas enterradas, horribles, truculentas, humillantes. Cosas que podían cambiar un alma. Y si Amun había estado en el infierno, donde los demonios campaban en sus formas más puras, tendría la cabeza llena de toda clase de susurros malevolentes y de imágenes pervertidas que estarían ahogando la esencia de lo que él era en realidad.

O más bien, de quien había sido.

−¿Y los ángeles? −preguntó Strider.

−Querían matar a Amun, pero…

−¡No! −rugió Strider. Cualquiera que tocara a su amigo perdería las manos, los miembros, los órganos y la vida.

Dejó a Ex en el suelo y dio un paso hacia delante mientras echaba mano de su cuchillo.

Derrota sintió su necesidad de destruir y se echó a reír.

«¡Ganar!».

−Alto −dijo Torin, y alzó un brazo para detenerlo−. Deja que termine de explicártelo. Querían matarlo, pero no lo van a hacer.

Strider se detuvo en seco, con un sudor frío de toda la rabia que había sentido.

«¿Ganar?», gimoteó su demonio.

«Nadie nos ha desafiado», respondió él. Por lo tanto, podía retirarse sin consecuencias.

«Oh», respondió el demonio en tono de desilusión.

−Entonces, ¿por qué están aquí? −preguntó.

A Torin se le ensombreció la mirada.

−Amun no sólo absorbió nuevos recuerdos. Absorbió sirvientes demonios.

−¿Cómo es posible? Yo he vivido con él durante siglos y nunca ha absorbido a mi demonio.

−Ni el mío. Pero los nuestros son Señores que pueden vincularse a los humanos. Éstos eran meros subordinados, y como sabes, sólo pueden vincularse a Señores. ¿Y qué hicieron? Vincularse al de Amun. Ahora está… contaminado, y es más peligroso que un solo roce de mi piel. Los ángeles lo están custodiando. Están limitando el contacto que tiene con los demás para asegurarse de que no se haga daño a sí mismo, ni tampoco a los demás.

Strider puso mala cara. Amun rara vez hablaba, porque contenía los secretos que robaba sin saberlo para que nadie más tuviera que enfrentarse a ellos, ni temerlos, ni ponerse enfermos. Era una carga espantosa que pocos podrían soportar. Y, sin embargo, lo hacía porque no había nadie que estuviera más preocupado que él por el bienestar de los demás. Así pues, no era ningún peligro. Strider se negaba a pensarlo.

−Explícate mejor −le dijo a Torin.

−Irradia maldad. Si entras en su habitación sentirás esa oscuridad. Querrás cosas malvadas, y no podrás zafarte de ese deseo. Tendrás que aguantarlo durante días.

A Strider no le importaba. Y además, todavía no podía creerlo.

−Quiero verlo.

Torin vaciló un instante, pero después asintió.

−¿Y la chica…?

Tras él hubo un ruido de ropa al moverse, y un gemido femenino. Strider se dio la vuelta y vio que uno de los ángeles había tomado a Ex en brazos y la llevaba hacia la habitación contigua a la de Amun.

Estuvo a punto de arrebatársela a aquella criatura celestial, pero se contuvo. Los ángeles no entenderían la profundidad del odio que sentía por ella. Verían a Haidee como una humana inocente que necesitaba cuidados. Sin embargo, Amun era mucho más importante que cualquier Cazador, así que Strider no se movió.

−Para que lo sepas, es peor que un demonio −le dijo al ángel−, así que si quieres proteger a los tuyos, lo mejor será que la custodiéis como estáis custodiando a Amun. Pero no la matéis. Tiene… información que necesitamos.

El ángel se detuvo y miró a Strider. Tenía los ojos verdes, como Torin. Pero al contrario que Torin, en ellos no había sombras. Sólo llamas claras, intensas… casi como si estuvieran preparadas para lanzar un relámpago.

−Siento su infección −dijo el ángel con una voz grave−. Me cercioraré de que no salga de la fortaleza. Y de que continúe con vida por ahora.

¿Infección? Strider no sabía nada de ninguna infección, pero tampoco le importaba.

−Gracias −dijo.

Y, demonios, nunca hubiera pensado que tuviera que darle las gracias a un asesino de demonios. Bueno, aparte de a Olivia, la compañera de Aeron.

Se apartó todo aquello de la cabeza y siguió a Torin, que se detuvo ante la última puerta del pasillo, a la derecha. Tomó aire con tristeza y giró el pomo.

−Ten cuidado ahí dentro −le dijo a Strider. Después se apartó para cederle el paso.

Lo primero que notó Strider fue algo en el aire… Era algo espeso y oscuro, casi como si pudiera oler el azufre… Los cuerpos quemados y reducidos a ceniza. Y los sonidos… Oh, por los dioses, los sonidos. Eran gritos que le arañaban los oídos aunque no sonaran. Era algo inolvidable. Miles y miles de demonios danzaban juntos y creaban un coro de agonía.

Se detuvo a los pies de la cama para mirar a Amun. Su amigo se estaba retorciendo sobre el colchón, tapándose los oídos, gruñendo y gimiendo. No, en realidad, no era su amigo quien emitía aquellos sonidos. Amun estaba en silencio, con la boca abierta, intentando liberar un grito interminable, aunque sin conseguirlo.

Tenía la piel hecha jirones y llena se sangre fresca, y también seca. Era un guerrero inmortal y sanaba rápidamente. Pero aquellas heridas… parecía como si hubieran cicatrizado y después se hubieran abierto de nuevo, una y otra vez. Y su tatuaje de mariposa, la marca de su demonio, que normalmente ocupaba su pantorrilla derecha, se le estaba moviendo por la pierna, hacia arriba, y por el estómago, rompiéndose en cientos de mariposas y uniéndose otra vez en una, y después, desapareciendo hacia su espalda.

¿Cómo? ¿Por qué?

Strider se echó a temblar y estudió el rostro de su amigo. Tenía los párpados pegados, y las cuencas de los ojos hinchadas. A Strider se le encogió el estómago y se le subió la bilis por la garganta. Sabía lo que significaba aquella hinchazón, y los arañazos que tenía en la piel.

Amun había intentado sacarse los ojos.

¿Para no ver las imágenes que se reproducían detrás?

Aquél fue el último pensamiento coherente que tuvo Strider.

La oscuridad se apoderó de él y llenó su mente. Recordó que llevaba muchos cuchillos atados al cuerpo. Debería usarlos para cortar. Para cortarse a sí mismo y para cortar a Amun. Para cortar a los ángeles y después a todo el mundo. Para hacer correr una riada de sangre roja. Para beber sangre y comer huesos y para deleitarse con los gritos que provocarían sus acciones. Se bañaría en el terror, sentiría euforia al causar terror y se reiría.

En aquel mismo instante se echó a reír, y sus carcajadas le parecieron música.

Derrota no sabía cómo reaccionar. El demonio se rió, pero después gimió y se acurrucó al fondo de la mente de Strider. ¿Miedo? Tenía miedo.

Strider notó que algo lo atrapaba por los antebrazos con fuerza y lo arrastraba hacia atrás, pese a sus gritos y sus forcejeos. Salió de la oscuridad a la luz. Notó una quemazón en los ojos, y comenzó a llorar a causa de aquella luminosidad tan brillante. Sin embargo, con las lágrimas se lavaron las imágenes de su mente, y desaparecieron. En cierto modo.

Pestañeó para enfocar la mirada. Estaba temblando violentamente y tenía el cuerpo empapado en sudor. Las palmas de las manos le sangraban porque había agarrado sus cuchillos por las hojas y se las había clavado en la carne, hasta los huesos. Sentía dolor, pero era más o menos soportable. Abrió las manos y soltó los cuchillos, que cayeron al suelo.

Uno de los ángeles estaba frente a él y otro detrás. Cuando intentó respirar, Strider ya no percibió el olor a azufre ni a ceniza, sino a rocío. Y odió aquel olor puro, porque con su limpieza y su frescura le llegó también la realidad.

¿Aquello era lo que tenía que soportar Amun?

Strider sólo había probado un poco del sufrimiento de su amigo, y supo que nadie podría conservar la cordura si tenía que enfrentarse constantemente a aquella maldad. Ni siquiera Amun.

−¿Guerrero? −le dijo el ángel que tenía frente a sí.

−Ya soy yo mismo −respondió con la voz ronca. Pero no era cierto. Tal vez nunca volviera a ser él mismo.

Miró por encima del hombro del ángel y vio a Torin, con quien compartió una mirada de horror y entendimiento. Después volvió a mirar al ángel.

−¿Por qué demonios estáis ahí parados? −preguntó−. Que alguien lo encadene. Se está destrozando. Y que le pongan un suero. Necesita alimento. Y medicinas.

Los dos ángeles se miraron también, y uno de ellos respondió:

−Ya ha tenido una vía para el suero. En realidad, varias. Pero no le duran. Siempre se zafa de las agujas, con o sin su ayuda. Aunque sí podemos encadenarlo. Y antes que nos pidan que lo limpiemos y lo cuidemos, te diré que ya lo hacemos. Le lavamos los dientes. Lo bañamos. Le limpiamos las heridas. Lo alimentamos a la fuerza. Lo cuidamos de todas las maneras posibles.

−Pues lo que estáis haciendo no es suficiente −replicó Strider.

−Aceptamos cualquier sugerencia que puedas hacernos.

No tenía respuesta para eso. Tal vez hubiera recuperado el control de su pensamiento, pero tal y como le había dicho Torin, no se había liberado de la necesidad de matar y de herir a los inocentes. Seguía allí, pegada a su piel, como si fuera una película de suciedad.

Y tuvo la sensación de que no iba a poder despojarse de ella ni aunque se liberara de todas las capas de carne de su cuerpo.

¿Cómo iba a sobrevivir Amun a aquello?

Capítulo 2

En los breves momentos de lucidez, Amun sabía quién era y quién había sido. También era consciente de que se había convertido en un monstruo. Quería morir, pero nadie iba a apiadarse de él para darle el golpe de gracia. Y, por mucho que lo intentara, no conseguía hacerse daño suficiente como para matarse a sí mismo.

Así que luchaba para suprimir las imágenes negras y los impulsos repugnantes que lo asaltaban constantemente y al mismo tiempo para contenerlos dentro de sí. Era un desafío imposible y sabía que iba a perder pronto. Eran demasiados y demasiado fuertes, y ya habían quemado su alma inmortal, la última atadura que lo sometía a su control. Aunque nunca lo había tenido por completo, en realidad.

Sin embargo, iba a resistirse con todas las fuerzas que le quedaran, hasta el final. Porque cuando aquellas imágenes y aquellos impulsos, aquellos demonios, quedaran libres entre los humanos…

Amun se estremeció. Se desataría la destrucción, la devastación. Sentía su sabor.

Era dulce… Sí.

Y así, aquel momento de claridad mental terminó. Su mente quedó invadida por miles de imágenes, y él ya no sabía cuáles eran suyas, cuáles eran de los demonios y cuáles eran de las víctimas de los demonios. Palizas, violaciones. Asesinatos. Dolor, trauma, muerte. Terror.

En aquel momento sólo sabía que el fuego ardía a su alrededor, que le derretía la piel y le quemaba la garganta. Tenía cientos de bichos diminutos en las venas, y estaban comiéndolo por dentro. Tenía las fosas nasales llenas de olor a podredumbre, y…

Había cientos de cadáveres apilados sobre él, y se dio cuenta de que estaba enterrado entre carne podrida, ahogándose.

Pidió ayuda, pero no acudió nadie, y pasaron horas, o tal vez días. Siguió pidiendo socorro, pero nadie fue a rescatarlo. Aquél era su castigo: morir allí. Por pura desesperación intentó liberarse a sí mismo, pero con su lucha sólo consiguió empeorar la situación. Había demasiados cadáveres y él se estaba ahogando en un mar de sangre, de putrefacción y de desesperación. No había esperanza de huir. Iba a morir allí, sí.

Entonces, su entorno cambió de nuevo, y estaba sobre aquel montón de carne muerta y podrida, observándolo todo con una sonrisa mientras lanzaba otro cuerpo a la montaña.

Pensó que aquélla había muerto demasiado pronto, y observó un alma inmóvil que llevaba en los brazos retorcidos y cubiertos de escamas. Las almas eran tan reales y corpóreas allí abajo como los humanos de arriba, y él había mantenido encadenada a aquélla durante setenta y dos años. Ella no podía hacer nada mientras iba cortándola pedazo a pedazo. A él le hacía gracia que le pidiera misericordia y se reía, y la revivía cuando ella pensaba que había conseguido la misericordia a través del sueño, y la obligaba a mirar mientras les hacía lo mismo a dos amados miembros de su familia que también le pertenecían.

Era muy divertido.

Nunca le habían satisfecho tanto las lágrimas de una mujer, y hubiera querido disfrutar de ellas durante otros setenta años. Sin embargo, aquella mañana se había dejado llevar y había hundido demasiado las garras…

Bah.

Él era Tormento, y había otras mil almas esperándolo. ¿Por qué iba a lamentar la pérdida de una sola?

Se deshizo de aquélla lanzándola a los pies de la montaña y, cuando el alma aterrizó, él esperó con impaciencia. Pronto obtuvo su recompensa: uno de sus subalternos, hambriento como todos los demás, se acercó y comenzó a darse un festín con ella, lanzando dentelladas y amenazas a las otras criaturas que intentaban robarle pedazos de la deliciosa comida.

Componían una bella imagen, el demonio de ojos rojos y escamas y la estúpida humana que había osado morir antes de que él hubiera terminado con ella. Bueno, su alma volvería a materializarse en cualquier lugar de aquel pozo interminable, y si era él quien la encontraba, podría volver a torturarla.

Silbando entre dientes, se dio la vuelta y se alejó.

Al instante siguiente, Amun ya no era Tormento, sino una mujer humana de unos doce años que estaba acurrucada en un rincón, y que lloraba con el miedo instalado en el pecho. Estaba sucia y pálida sobre un jergón de paja.

−¿Has olvidado que te salvé? −le preguntó una voz masculina y áspera. En griego. En griego antiguo.

Era un hombre que caminaba frente a ella, de un lado para otro. Era bajo, fornido y tenía la cara marcada de viruela. Se llamaba Marcus, pero ella le llamaba el Hombre Malo. Sí, la había salvado, pero también la había pegado. Cuando lo que ella decía le agradaba, le daba comida y refugio. Cuando no le agradaba, la olvidaba allí encerrada, y ella temía que la vendiera como esclava.

Ya no quería tener más miedo.

Él la había sacado del chamizo en el que vivía. Hasta que él había llegado, ella tenía demasiado miedo como para salir, aunque ya no quedaba nadie que pudiera cuidarla. Y él, de alguna manera, conocía cuáles eran los terrores que poblaban sus sueños, recuerdos que no debería tener ninguna niña, y menos revivirlos una y otra vez, despierta y dormida. Le había dicho que la ayudaría.

Y ella, por algún motivo, lo había odiado a primera vista, tal y como había empezado a odiarlo todo, a sí misma, a su cabaña y al mundo. Sin embargo, en su desesperación lo había creído. En aquel momento lamentaba no haber salido corriendo.

−¿Has olvidado que te salvé de ese malvado que quería matarte y que te saqué de allí antes de que volviera? No me obligues a preguntártelo de nuevo.

−No, no lo he olvidado −respondió ella, en aquel lenguaje olvidado, con la voz temblorosa.

−Bien. Ni olvidarás que el malvado te infectó. Ni tampoco lo que es el malvado.

Ella no entendió aquella parte sobre estar infectada, pero el resto se lo había grabado a fuego en la cabeza.

−Es un Señor.

−¿Y quién mató a tu familia?

−Un Señor −respondió ella con más fuerza. La imagen de los cuerpos mutilados se le cruzó por la mente.

Otro recuerdo apareció rápidamente, y el Hombre Malo desapareció. Un recuerdo de tan sólo tres semanas antes, pero que parecía de una eternidad antes.

−Estabas prometida a una persona −le dijo el asesino de sus padres, con su voz extraña y antinatural, mientras pasaba chapoteando por encima del charco rojo de la sangre que había entre los cuerpos. Él era el malvado, pero no tenía cara, y sus pies no tocaban el suelo. Era alto, delgado y llevaba una túnica negra−. Deberían haber cumplido su promesa.

−¿Quién eres? −preguntó ella, sin asimilar lo que veía.

−Eso no importa. Lo importante es quién eres tú −dijo aquel ser sin rostro. Entonces la tomó en brazos, con intención de llevársela, pero ella se resistió con todas sus fuerzas. Al ver que no podía dominarla, el ser la apuñaló una vez en el costado, y no le atravesó por poco los órganos vitales.

El dolor fue insoportable. Y, sin embargo, con aquel sufrimiento, sintió un frío que se convirtió en una tormenta dentro de ella.

Entonces, el hielo le salió por los poros de la piel y cristalizó sobre su cuerpo. Lo que estaba viendo no podía ser real.

Cuando la criatura salía de la cabaña, con ella en brazos, ella le tocó la cara, una cara que todavía no podía ver, y cuando la piel rozó la piel, él aulló de dolor, de una agonía tan grande que igualaba la suya.

Durante varios segundos, ninguno pudo apartarse. Tal vez se habían quedado adheridos por el hielo. Entonces, él la dejó caer, y ella se arrastró hacia atrás, sangrando. Él desapareció sin dejar de aullar. La dejó allí, sin que ella supiera qué había ocurrido, ni cómo había hecho lo que había hecho.

−¿Cómo vas a vengarte de esos Señores, mi querida Hadiee? −le preguntó el Hombre Malo, devolviéndola al presente.

Le habían grabado a fuego otra respuesta en la cabeza. Una respuesta que ella no podía olvidar, que era parte de sí misma, como los brazos y las piernas.

−Los mataré a todos.

Después de todo, eran asesinos, y se merecían la muerte.

Una pausa, un silencio y después una caricia en el pelo.

−Buena chica. Yo te enseñaré.

Un segundo más tarde, la imagen de la cabeza de Amun cambió. Se dio cuenta de que ya no estaba reviviendo un recuerdo, sino que estaba mirando a la niña. La niña se había convertido en una mujer y estaba bañada en luz, durmiendo inocentemente en una cama plateada.

Su nombre le resultaba familiar, aunque sabía que se lo había cambiado. Hadiee entonces, Haidee ahora. También su entorno le resultaba familiar, pero su mente se negaba a vincular las preguntas con las respuestas.

Ella tenía una melena rubia que le llegaba por los hombros. Se había teñido algunos mechones de rosa. Tenía una cara muy femenina, aunque llevaba un piercing en una ceja. Cejas rubio oscuro, curvadas como el arco de Cupido.

Tenía unas pestañas muy espesas. En aquel momento abrió los párpados y las pestañas le acariciaron los pómulos, perfectamente esculpidos. Sus ojos eran grises como una perla, pero Amun no pudo verlos más, porque ella no consiguió mantenerlos abiertos. Era como si hubiera sentido su escrutinio pero no pudiera resistirse a él. Le permitió seguir.

Su nariz delicada daba paso a unos labios que le recordaron a una rosa recién florecida. Tenía la piel rosada, dorada, como si estuviera iluminada por dentro. Aquella mujer, Haidee, era la belleza personificada.

Él habría podido quedarse mirándola para siempre. Era la primera visión del paraíso en lo que parecía una pesadilla interminable. Pero, por supuesto, incluso aquello iban a arrebatárselo.

Aunque él se resistió, la imagen volvió a cambiar y de repente se llenó de fuego. Había llamas y volutas de humo negro, y el aire tenía un olor acre.

Había una ciudad incendiada ante él. Las cabañas ardían, la madera se desplomaba y la hierba se desintegraba. Las madres gritaban el nombre de sus hijos y los padres estaban muertos en el suelo con armas clavadas en la espalda. Todos ellos llevaban el mismo tipo de ropa que la pequeña Hadiee. Ropa de lino oscuro y tosco.

Él no era el único que observaba la destrucción. Había once guerreros junto a él, con los ojos rojos y brillantes. Su piel sólo era una capa que rodeaba a unos monstruos espantosos. Eran demonios, con cuernos afilados, colmillos venenosos, escamas.

Los guerreros tenían el pecho cubierto de sangre ajena y la respiración acelerada. Tenían las espadas agarradas con fuerza por la empuñadura y sus pensamientos invadieron la mente de Amun. Querían más. Necesitaban más. Más llamas, más gritos, más muerte. Sólo quedarían satisfechos cuando todo el mundo fuera anegado con la sangre y los huesos de esos valiosos mortales.

Pero Amun no quería matar en aquel momento. Quería volver con la niña, abrazarla y decirle que todo iba a ir bien, y que él volvería para salvarla del Hombre Malo. Quería volver con la mujer. Quería acurrucarse a su lado, que ella le dijera que todo iba a ir bien, que ella lo salvaría de los demonios.

Y volvería. Él volvería.

Intentó alcanzarla. La piel se le rasgó y los huesos se le partieron, pero él agradeció aquel dolor. No le importó que las llamas lo abrasaran como cientos de lenguas puntiagudas que soltaban ácido. Agradeció aquellas picaduras porque, a través de las heridas nuevas, los bichos que le recorrían las venas quedaron libres. Salieron corriendo, arrastrándose por su cuerpo, por la cama.

La cama. Sí, estaba tendido en una cama.

De repente sintió las sábanas destrozadas bajo su espalda y todos los cortes de sus músculos. El dolor era mucho mayor, y ya no lo agradecía tanto. Además, tenía encadenados los tobillos y las muñecas, y no podía taparse las heridas para taponar la hemorragia, ni darles patadas a los bichos para apartarlos de sí.

Aunque el instinto le decía que continuara luchando, se obligó a detener sus forcejeos. Respiró profundamente, dándose cuenta de que el aire estaba impregnado de putrefacción. Sin embargo, percibió algo más… un olor fresco, como el de la tierra. Algo vibrante, un pulso de vida.

Y bajo las llamas, sintió también un hielo invernal que calmó sus heridas, que le dio algo de fuerza. ¿Quién era el responsable?

Intentó abrir los ojos, pero tenía los párpados sellados. Frunció el ceño. ¿Por qué? Y las cadenas… Lo tenían prisionero. ¿Por qué?

Tuvo un asombroso momento de lucidez.

Supo que era Amun, el guardián del Demonio de los Secretos. Había amado, y había perdido. Había matado, pero también había salvado. No era un animal ni un asesino brutal. Ya no. Era un hombre. Un guerrero inmortal que protegía lo suyo.

Había entrado en el infierno, pese a que sabía cuáles eran las consecuencias. Sin embargo, no podía soportar ver sufrir a su amigo Aeron, cuya hija adoptiva estaba atrapada en las llamas del infierno. Así que había ido allí y había salido con el cuerpo lleno de demonios y almas que se retorcían y que gritaban en su desesperación por escapar.

Pero estaba en casa y necesitaba morir. Tenía que morir. Era un peligro para sus amigos y para todo el mundo. Moriría.

No podría consolar a Haidee, ni tampoco aceptar su consuelo, porque nunca saldría de aquella habitación. Era su refugio y su ataúd.

Aquél era el final.

Llamas.

Gritos.

Maldad.

De nuevo, todos los demonios comenzaron a exigir su atención, abrumándolo.

Amun sabía que no podría mantenerlos a raya durante mucho tiempo, e intentó concentrarse en aquel perfume térreo y en la brisa fresca, y automáticamente giró la cabeza hacia la izquierda, siguiendo aquellos hilos invisibles que se extendían por el aire. Lo llevaban desde su habitación… ¿a la habitación contigua?

Poder.

Paz.

Salvación.

Tal vez sí pudiera salir de aquella habitación, pensó entonces. Tal vez pudiera salvarse. Tenía que… llamas, gritos, maldad… llegar allí. Debía… luchar. Llamas. Entre la oscuridad creciente de su cabeza, Amun tiró de sus cadenas. Gritos. La carne rasgada se rindió y los huesos se convirtieron en polvo. Maldad. Sin embargo, no podía liberarse. Ya no tenía fuerzas. No le quedaba nada.

Llamas, gritos, maldad.

Y mientras volvía a desplomarse sobre el colchón, se rió con amargura. Había perdido. Ni siquiera podía llamar a sus amigos. Si decía una sola palabra, si hacía un solo sonido, todo lo que tenía dentro se escaparía, y su choque contra la maldad no serviría de nada.

Llamas, gritos, maldad.

Más cerca… Más cerca…

Sintió un increíble arrebato de esperanza.

No. Si él no podía llegar a lo que había en la otra habitación, tal vez él… ella… o ellos… pudieran llegar a él.

Cuando la maldad volvió a engullirlo, Amun gritó tan silenciosamente como había reído.

«¡Ven conmigo!».

Capítulo 3

«¡Ven conmigo!».

Aquella voz masculina y desesperada invadió la mente de Haidee Alexander, despertándola. Se incorporó de golpe, jadeando y mirando a su alrededor de manera frenética. Su mente catalogó en segundos las opciones que tenía. Se vio en una habitación extraña con una ventana y una puerta: dos posibles vías de escape.

Seguramente, la puerta estaría cerrada con llave. La ventana era de cristal grueso, pero estaba muy limpia. Entonces no podía estar sellada, puesto que no sería posible mantener aquel nivel de limpieza.

La mejor opción era la ventana.

Estaba sola. Tenía que actuar rápidamente.

Saltó de la cama, pero, al instante, las rodillas le fallaron. Aquello no era normal. Generalmente, podía despertar y, a los cinco segundos, estar lista para correr un maratón. Aquella debilidad… ¿Cuánto tiempo había pasado sin conocimiento en aquella ocasión?

Se puso en pie temblorosamente y, mientras intentaba mantener el equilibrio, revisó lo que había ocurrido durante las últimas semanas. Derrota, el demonio al que estaba persiguiendo, la había capturado y la había llevado a mil sitios diferentes, intentando zafarse de la persecución de su novio, Micah, y de su grupo de cuatro. Todos ellos Cazadores.

«No pienses en eso ahora. Perderás la concentración».

Lo más importante era escapar.

Fue hacia la ventana, pero de camino se quedó inmóvil. Derrota no se había separado de ella ni un instante durante todos los días que habían pasado juntos. Ni siquiera para permitir que fuera al baño, ni a la ducha. Y sin embargo, en aquel momento sí estaba sola.

Entonces, ¿dónde estaba él?

Había dos posibilidades: o el demonio había llegado a su destino final, y confiaba lo suficiente en la seguridad del entorno como para dejarla sin vigilancia, o alguien la había rescatado de sus garras.

Pero, si alguien la había rescatado, no la habría dejado sola. Habrían querido que ella conociera sus intenciones, buenas o malas.

Así pues, Derrota la tenía donde quería tenerla. La puerta y la ventana tendrían sensores, así que en cuanto tocara alguna de las dos cosas, sonaría la alarma.

¿Y acudiría un ejército de demonios para matarla?

Seguramente. Pero no le importaba. Tenía que intentarlo. El hecho de rendirse no formaba parte de su naturaleza.

Haidee empujó el borde de la ventana. Soltó una maldición. No consiguió ni el más mínimo movimiento. La ventana sí estaba sellada. Se había equivocado en cuanto a la limpieza, pero, por lo menos, también se había equivocado en cuanto a la alarma.

Sin embargo, tenía que encontrar un medio para salir. Y lo encontraría. Se había visto en situaciones peores que aquélla y había sobrevivido.

Miró hacia fuera para ver lo que tendría que superar cuando saliera de aquel sitio. El sol brillaba con fuerza, y los ojos se le llenaron de lágrimas. Se las enjugó con la mano y se dio cuenta de que su prisión estaba en la cima de una montaña. El perímetro de la finca estaba rodeado con una altísima valla de alambre de espino. Se había encontrado barreras similares en el pasado, y sabía que al trepar por ella sufriría heridas que podrían causarle la muerte al otro lado. Sin embargo, era mejor morir que ser torturada por un demonio.

Así pues, miró a su alrededor en busca de algo con lo que romper el cristal. La espaciosa habitación estaba ocupada por una enorme cama con dosel y en uno de los rincones había una butaca con una tapicería de flores y una mesita de cristal. A la izquierda, un escritorio con su silla. Registró los cajones, pero no encontró pisapapeles, ni nada que pudiera arrojar contra la ventana. A la derecha había un espejo de cuerpo entero con un marco de ébano, pero estaba clavado a la pared. Trató de abrir la puerta, pero tal y como había sospechado, estaba cerrada con llave.

Entre jadeos de furia, dio una patada al banco que había a los pies de la cama. La pesada madera no se movió ni un centímetro, y ella emitió un grito de dolor mientras se agarraba los dedos del pie. Alguien le había quitado los zapatos, dejándola descalza. Ni siquiera se había dado cuenta.

En aquella habitación tan lujosa no había nada que pudiera usar para escapar. ¿Qué iba a hacer?

«¡Ven conmigo!».

Aquella voz atormentada y llena de dolor invadió su pensamiento. Las palabras eran como llamas. ¿Era posible que una voz le diera calor? Podría ser una alucinación, sí, pero ella había experimentado tantas cosas extrañas durante su vida, que aquello no podía desdeñarlo como si no fuera nada.

−¿Quién ha dicho eso?

«Ven… conmigo».

Aquella vez, la petición fue más débil, desesperada.

Entonces, no era una alucinación. No podía serlo. Aquel calor… ¿Quién era aquel hombre? ¿Un prisionero como ella? Su voz le resultaba vagamente familiar. ¿Era otro Cazador? ¿Se habían conocido durante el adiestramiento, o alguna de las veces que ella había ido a dar cuentas de sus misiones?

«Ven…».

Haidee sintió un cosquilleo en los oídos, y se dio la vuelta. Decidió que lo ayudaría, por si acaso era un Cazador, tal y como ella había pensado.

«Ven… por favor».

Allí. Frunció el ceño. Una pared. ¿Qué había al otro lado? El hecho de haberlo oído le daba a entender que él estaba cerca.

Se aproximó lentamente a la pared. Pasó las manos por el papel delicado y suave, pero no encontró ni rastro de un vano, y sin embargo… Se arrodilló y fijó la vista en una grieta diminuta que había entre la moldura y el suelo. Se veía un ligerísimo rayo de luz que la atravesaba.

No, no era luz. No completamente. Entrelazado con aquel rayo, entre las motas de polvo, había algo como un hilo negro, un fantasma que se retorcía hacia ella.

Haidee dio un grito y saltó hacia atrás. Aquel hilo negro la siguió y le rodeó la muñeca. Sin embargo, cuando la tocó, se oyó un chillido, y la… cosa se escabulló de nuevo por la grieta, hacia la otra habitación.

¿Qué era aquello?

¿Acababa de tener un encuentro con uno de los demonios, que se había despojado de su cuerpo humano? ¿Era eso lo que atormentaba al hombre que la estaba llamando? Seguramente.

Con los dientes apretados, comenzó a arañar la pared con las uñas hasta que hubo arrancado el papel suficiente como para distinguir la forma de la puerta. Por supuesto, no tenía pomo.

Por las marcas ligeras que había en el suelo de madera, se dio cuenta de que una vez aquella puerta se abrió hacia la derecha. Eso significaba que alguna vez tuvo un pomo, y ella debía encontrar el agujero. Arañó la zona central de la parte derecha de la puerta hasta que encontró pedacitos de tiza blanca. Entonces, clavó las uñas con más fuerza y siguió trabajando hasta que, media hora después, llegó al otro lado. Para entonces estaba sudando. Su sudor era hielo.

Metió los dedos por el agujero y tiró. La puerta se abrió un centímetro. Aunque estaba muy débil, siguió tirando, entre jadeos, hasta que finalmente consiguió moverla lo suficiente como para poder pasar por el hueco. Se preparó para encontrarse cualquier cosa en la mezcla de luz y oscuridad que reinaba en el otro dormitorio. Había un hombre que se convulsionaba violentamente sobre una cama, y del cual salían volutas de humo.

Haidee se quedó mirando el humo. Era tan bello como espantoso. Un océano de diamantes negros entre los que de vez en cuando brillaban unas chispas rojas como rubíes, unos ojos que observaban con intenciones letales, y destellos blancos y agudos como colmillos.

Por algún motivo, Haidee sintió dolor al apartar la vista, una punzada que le recorrió desde las sienes al vientre. Sin embargo, volvió a concentrarse en el hombre y se acercó a la cama. En cuanto llegó a su lado, sintió náuseas, y tuvo el sabor de la bilis en la garganta. Estuvo a punto de vomitar lo último que había comido, fruta y pan que le había dado Derrota. El hombre estaba lleno de heridas.

¿Eso era lo que le habían hecho los demonios? ¿Lo habían desollado? ¿Lo habían quemado? Él era…

Oh, Dios. Dios. Haidee abrió mucho los ojos y se cubrió la boca con la mano temblorosa. ¡No!

Pese a los destrozos de su cuerpo y a que tenía el rostro embotado y casi irreconocible, ella sabía quién era aquel hombre: Micah, su novio. La misma piel oscura, o lo que quedaba de ella, y el mismo cuerpo musculoso. El mismo pelo negro que él se apartaba constantemente de la frente. No era de extrañar que su voz le hubiera resultado familiar.

Oh, Dios. El demonio debía de haberlo atrapado mientras Micah los seguía para rescatarla a ella.

Se le cayeron las lágrimas por las mejillas, convirtiéndose en hielo prácticamente al instante. Ella estuvo a punto de desmoronarse en el suelo. Había soñado con aquel hombre mucho antes de conocerlo. Lo había amado mucho antes de conocerlo. Creía que era un recuerdo que no había perdido después de…

«No. No pienses en eso». Aquellos pensamientos no conseguían más que paralizarla. Micah. En aquel momento debía pensar sólo en Micah. Él la necesitaba.

Siete meses antes, ella había descubierto que él no era sólo un recuerdo, ni un producto de su imaginación. Era un hombre real. Y ella había pensado que, seguramente, aquél era un signo que indicaba que tenían que estar juntos. Eso se había confirmado cuando les habían encargado la misma misión de caza de demonios en Roma, y después, cuando él le había pedido que salieran juntos. Se sentía atraído hacia ella, como ella por él. Le había dicho que sí sin dudarlo.

Sin embargo, aquel hombre no estaba a la altura de su imaginación.

No había habido entre ellos una conexión profunda, ni una atracción trascendental. Ella se echaba la culpa a sí misma, e intentaba fortalecer sus vínculos. Porque en sus visiones, ella sabía que él era quien la haría feliz. Que era su futuro. Que él podía derretir aquel hielo antinatural que tenía por dentro.

Así que se había quedado con él, pensando que la chispa de la conexión se encendería pronto. No había ocurrido. Y aunque seguían saliendo juntos, ella todavía mantenía una barrera: no se habían acostado todavía. Pero en aquel momento… la conexión ardía. Y aquello era lo que ella esperaba sentir por él.

En aquel momento, pensó que nunca podría estar completa sin él. Que por fin había encontrado la última pieza del rompecabezas.

De repente sintió una punzada de culpabilidad. Ella no había sido una buena novia al protegerse como lo había hecho, pero él había ido a buscarla de todos modos, y se había enfrentado a un Señor del Inframundo por ella. Y ahora podía morir por ella.

−Oh, cariño. ¿Qué te han hecho?

Cuando estiró el brazo, las sombras silbaron y retrocedieron, y se alejaron de ellos dos. Ella no les hizo caso. Con todo el cuidado posible, sacó una de las manos destrozadas de Micah de las esposas con las que lo habían atado. Tenía los huesos rotos y la carne ensangrentada, así que se deslizó con facilidad. Ella tuvo que tragar saliva.

¿Podría recuperarse de aquello?

Afortunadamente, parecía que al tocarlo lo calmaba, en vez de hacerle más daño. Las convulsiones se hicieron menos violentas y, finalmente, él se relajó sobre el colchón. Haidee pasó al otro lado de la cama y le liberó la otra muñeca. Para cuando le hubo liberado también los tobillos, él tenía una sonrisa en la cara.

Al verlo, a ella se le encogió el corazón, tanto de dolor como de alivio. Él estaba gravemente herido, pero estaba vivo. Sin embargo, ¿sentiría gratitud por ello? Tal vez nunca pudiera luchar de nuevo.

No importaba. Tenía que salvarlo.

El problema era que no podía trasladarlo, porque pesaba demasiado. Claramente, él no iba a poder caminar, porque era evidente que tenía rotos la mitad de los huesos del cuerpo. Al examinar su cuerpo con más detenimiento, a Haidee se le escapó un jadeo de indignación. De todas las cosas crueles que le habían hecho, la peor de todas era que le habían tatuado una mariposa en la pantorrilla. Lo habían marcado con la señal de los demonios, sólo para provocarlo.

−Haré que lo paguen muy caro, mi amor −dijo ella mientras apretaba los puños−. Te lo juro.

Al oír su voz, él se movió y se acercó a ella. Incluso intentó tocarla. Sin embargo, era un esfuerzo demasiado grande para él, y el brazo cayó de nuevo al colchón. Un segundo después, las convulsiones comenzaron de nuevo.

Haidee lo arrulló suavemente, se tendió a su lado y le apartó el pelo de la frente del modo en que a él le gustaba. En cuanto hubo contacto entre ellos, experimentó una ráfaga de calor. El hielo era su compañero fiel, y parte de lo que ella era, pero en aquel momento se agrietó. Se derritió y comenzó a gotear. Micah se calmó al instante, como si hubiera absorbido su frío.

Nunca había ocurrido nada parecido a aquello, y Haidee se quedó desconcertada. ¿Tal vez era un efecto secundario de lo que le habían hecho?

«Canallas», pensó, apretando los dientes. Tenía intención de castigarlos, en aquella vida o en la siguiente.

«¿Haidee?».

Su voz la sobresaltó, pero se recuperó rápidamente.

−Estoy aquí, cariño. Estoy aquí.

Él emitió un suspiro, un susurro de placidez. Aquel sonido fue como una caricia para ella, aunque él no movió la boca, ni abrió los labios. Imposible. ¿Verdad?

−¿Micah? ¿Cómo estás hablando conmigo?

«Dulce Haidee».

Tampoco en aquella ocasión se había movido su boca, pero ella lo oyó de nuevo. Y supo que no estaba imaginándose su voz. No era posible; lo había oído incluso antes de entrar en aquel dormitorio. Él le había estado hablando mentalmente todo el tiempo. Aquello también era nuevo para ellos, y más desconcertante que el calor.

¿Cómo lo hacía? ¿Cómo podían los Señores haber causado aquello?

«Piénsalo después».

−Voy a buscar armas, ¿de acuerdo? Cualquier cosa. Y después daré con la forma de…

«¡No! No te marches». Hubo una pausa de pánico. «Te necesito. Por favor».

−No voy a salir de la habitación, te lo juro. Sin ti no. Pero tengo que…

«¡No! ¡No, no, no! Tienes que quedarte».

−De acuerdo, está bien. Estoy aquí. Me quedo. No me voy a mover de aquí, te lo prometo.

«Te necesito», repitió él.

−Me tienes. Siempre me has tenido −dijo ella. Se tendió a su lado, con cuidado de no hacerle daño, acurrucándose contra su frágil cuerpo para darle todo el consuelo que pudiera. Sabía lo que era sufrir a solas, y no quería eso para él. Nunca.

Tal vez aquello fuera una bendición. Seguramente, Micah no sobreviviría a sus lesiones si se levantaba de aquella cama pronto. Y así, cuando los demonios volvieran, ella estaría allí para luchar contra ellos, para evitar que le hicieran más daño.

Seguramente, ellos la matarían, y ella sabía lo que ocurriría después de la muerte. Su destino sería peor que sufrir un apuñalamiento, o recibir un disparo, o morir quemada en una hoguera. Y ya había experimentado todas aquellas cosas.

Se había repetido muchas veces que no debía reflexionar sobre lo que la ocurriría después de morir, pero en aquella ocasión no iba a detenerse, ni siquiera aunque el miedo se apoderara de ella.

Si conseguía matar a alguno de los Señores, o a varios, se perderían eternamente, pero ella sería reformada, volvería a la edad que tenía en aquel momento, aunque sin los recuerdos buenos que había acumulado durante su vida, consumida sólo por los malos y por el odio. Era un proceso agonizante que la hacía gritar y rogar una muerte eterna.

Un proceso que la había enseñado a evitar la muerte a toda costa. Sin embargo, aquella vez estaba dispuesta a morir y a llevarse consigo a todos los Señores que pudiera. Y después podría volver por el resto.

Podría vengar a Micah.

Capítulo 4

Amun intentó abrir los ojos, pero era como si tuviera los párpados pegados con pegamentos. Siguió tirando hasta que, por fin, consiguió separarlos. De inmediato, notó un ardor intenso en los ojos. Se le llenaron de lágrimas, y sólo consiguió ver las cosas de forma borrosa.

La luz que entraba a través de la única ventana de la habitación era como un rayo láser para sus retinas, así que volvió la cabeza hacia el lado contrario a la ventana e intentó observar su entorno.

Frunció el ceño, y aquel gesto le causó dolor, porque tiró de la piel y se le abrieron los cortes de los labios. Estaba en su habitación, pero había un agujero en la pared. Era un agujero que comunicaba con la habitación contigua. Sin embargo, él no lo había hecho. Y que supiera, sus amigos tampoco. Le habrían pedido permiso para rediseñar su dormitorio.

¿Y cómo era posible que estuviera allí, de todos modos?

Lo último que recordaba era que estaba en el infierno, rodeado de llamas y luchando contra espíritus malvados, mientras los pensamientos de los demonios, y los recuerdos humanos lo bombardeaban como bombas que entraban en su cabeza y…

Que todavía estaban allí. Aquellos pensamientos oscuros y aquellos recuerdos todavía estaban allí, pero aunque estaban revolviéndose agitadamente, se mantenían a distancia, como si temieran llamar su atención. ¿Por qué?

Sintió la caricia de un gemido femenino en los oídos, y se asombró tanto que se concentró de nuevo en su entorno.

Se puso rígido y miró el colchón. A su lado había una mujer muy bella que tenía uno de los brazos sobre su estómago, como si no soportara separarse de él, y había posado una mano en su corazón.

Aquel brazo tenía tatuajes desde la muñeca al hombro. Amun vio caras humanas, todas ellas brillando de amor y de vida. También números; ¿tal vez fechas? De ser fechas, algunas de ellas eran realmente antiguas. También había nombres: Micah, Viola, Skye. Y frases: La oscuridad siempre pierde ante la luz. Has amado y has sido amada.

La conocía. La conocía… ¿Cómo?

Entonces supo la respuesta. Haidee, la mujer de sus visiones. La niña a la que él quería consolar, y la mujer a la que había querido acariciar. Estaba allí.

¿Cómo era posible?