El abominable hombre de Säffle - Maj Sjöwall - E-Book
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El abominable hombre de Säffle E-Book

Maj Sjöwall

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Beschreibung

Un veterano comisario de la policía muere brutalmente asesinado en un hospital. El inspector martin Beck cree, en un principio, que se trata de un caso más, uno de tantos. No sospecha que lo que oculta el comisario muerto es un pasado violento, donde sus abusos como agente de la ley exceden todo lo imaginable. Ante todas las evidencias, solo cabe preguntarse ¿quién es la víctima y quién es el verdugo?

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Seitenzahl: 301

Veröffentlichungsjahr: 2013

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Título original: Den vedervärdige mannen från Säffle

© Maj Sjöwall y Per Wahlöö, 1971.

© de la traducción: Elda García-Posada y Martin Lexell, 2011.

© de esta edición digital: RBA Libros, S.A., 2016. Diagonal, 189 - 08018 Barcelona.

www.rbalibros.com

CODI SAP: OEBO262

ISBN: 9788490067130

Composición digital: Newcomlab, S.L.L.

Queda rigurosamente prohibida sin autorización por escrito del editor cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra, que será sometida a las sanciones establecidas por la ley. Todos los derechos reservados.

Índice

1

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5

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1

Poco después de medianoche, dejó de pensar.

Antes había estado escribiendo algo, pero ahora el bolígrafo azul yacía sobre la revista que tenía ante sí, bordeando con precisión la columna derecha del crucigrama. Se hallaba en el cuartucho del desván, sentado en una desgastada silla de madera, frente a una mesa baja, con la espalda recta y completamente inmóvil. Sobre su cabeza colgaba una pantalla redonda de color amarillento con largos flecos. La tela se había descolorido por el paso de los años, y la luz de la débil bombilla era vacilante y difusa.

En la casa reinaba el silencio. Pero se trataba de un silencio relativo, pues en el interior se oía la respiración de tres personas y de fuera llegaba un rumor inaprensible, una especie de latido apenas apreciable, como el del tráfico de una autopista distante o del mar que bate en la lejanía. El ruido causado por un millón de personas. Por una gran ciudad en angustiosa calma.

El hombre del desván llevaba una zamarra de color beige, un pantalón gris, un jersey negro de cuello vuelto y botas marrones. Tenía un bigote largo aunque bien arreglado, de un tono más claro que su liso cabello, peinado con raya a un lado y hacia atrás. Su rostro era delgado, de perfil nítido y facciones finamente cinceladas, y tras esta pétrea máscara —insatisfecha, acusadora y de inquebrantable obstinación—, se ocultaban unos rasgos casi infantiles, tiernos, desconcertados y suplicantes, si bien un tanto calculadores.

La mirada de aquellos ojos azul claro era firme, pero vacía.

Parecía un niño pequeño que de repente se hubiera hecho muy viejo.

El hombre permaneció sin moverse durante casi una hora, con las palmas de las manos descansando sobre los muslos y la mirada perdida en un punto fijo del desvaído estampado de flores del papel pintado.

Luego se levantó, cruzó la habitación, abrió el armario, alargó el brazo izquierdo y cogió algo del estante para los sombreros. Un objeto largo y delgado, envuelto en un paño de cocina blanco con ribetes rojos.

Era la bayoneta de una carabina.

La sacó y limpió con esmero la grasa amarilla que recubría el arma antes de encajar la hoja en la vaina color azul acerado.

A pesar de que era alto y bastante fornido, sus movimientos eran rápidos, ágiles y eficaces, y sus manos, tan firmes como la mirada.

Se desabrochó el cinturón y lo insertó en la trabilla de cuero de la bayoneta. A continuación se cerró la cremallera de la zamarra, se puso unos guantes y una gorra de tweed a cuadros y salió.

La escalera de madera crujió bajo su peso, pero los pasos en sí resultaban inaudibles.

La casa, pequeña y vieja, se erigía sobre un cerro al lado de la carretera. La noche era fresca y estrellada.

El hombre de la gorra de tweed dio la vuelta a la esquina y se dirigió con la determinación de un sonámbulo a la parte posterior de la casa, donde estaba aparcado su Volkswagen negro.

Abrió la puerta delantera izquierda del coche, se sentó al volante y se ajustó la bayoneta, que descansaba contra su cadera derecha.

Tras poner en marcha el motor y encender las luces, dio marcha atrás para salir a la carretera y dirigirse hacia la zona norte de la ciudad.

La noche impulsaba el pequeño coche negro, inexorablemente y con precisión, como si fuese un vehículo ingrávido que se abriera camino a través del espacio.

A medida que avanzaba, proliferaban los edificios: la ciudad iba creciendo bajo su cúpula de luz, grande, fría y desolada, despojada de todo excepto de desnudas y duras superficies de metal, vidrio y hormigón.

No había ni un alma en la calle a esas horas, ni siquiera en el centro de la ciudad; con la excepción de algún que otro taxi, de dos ambulancias y un furgón de policía, estaba todo muerto. El vehículo de policía era negro con los guardabarros blancos y pasaba a toda velocidad dejando una estela de ruido de sirenas tras de sí.

Los semáforos cambiaban de rojo a amarillo y a verde, y de nuevo a amarillo y a rojo, con una absurda monotonía mecánica.

El Volkswagen negro se desplazaba ajustándose estrictamente a las normas de tráfico, sin exceder nunca los límites de velocidad; aminoraba la marcha en los cruces y se detenía en cada semáforo en rojo.

Ahora recorría Vasagatan, pasando por delante del recién construido hotel Sheraton y la estación central. Al llegar a Norra Bantorget, giró a la izquierda para seguir subiendo por Torsgatan.

En la plaza había un árbol iluminado y el autobús 591 estaba detenido en la parada. La luna creciente se cernía sobre Sankt Eriksplan, donde el reloj de la torre Bonnier, con sus manecillas de neón azules, indicaba la hora: las dos menos veinte.

En ese momento, el hombre del coche tenía exactamente treinta y seis años.

Luego enfiló Odengatan en dirección este y pasó por delante del desierto Vasaparken. Las blancas y frías farolas del parque proyectaban las espesas y venosas sombras de miles de ramas desnudas.

El coche negro giró de nuevo a la derecha, siguió por Dalagatan ciento veinticinco metros en dirección sur, frenó y se detuvo.

El hombre de la zamarra y la gorra de tweed aparcó con estudiado descuido, dejando dos ruedas en la acera, enfrente de las escaleras del instituto Eastman.

Cerrando la puerta del vehículo tras de sí, salió a la noche.

Era sábado, 3 de abril de 1971.

Solo había pasado una hora y cuarenta minutos desde que comenzara el día, sin que aún hubiera ocurrido nada de particular.

2

A las dos menos cuarto la morfina dejó de hacer efecto.

Había recibido la última inyección justo antes de las diez, de modo que la anestesia no había durado ni cuatro horas.

El dolor volvía de forma selectiva, primero en el lado izquierdo del estómago y, unos minutos más tarde, también en el derecho. A continuación, irradiaba hacia la espalda y se extendía a sacudidas por todo el cuerpo, tan cruel y punzante como si unos buitres hambrientos le estuvieran desgarrando las entrañas.

Estaba tendido de espaldas en la alta y estrecha cama de metal, con la mirada fija en el techo encalado, donde el tenue resplandor de la lámpara de noche y los reflejos que provenían de fuera dibujaban un entramado de sombras angulosas y estáticas, imposible de descifrar, y que resultaba tan frío y repulsivo como toda la habitación en su conjunto.

El techo —que no era plano, sino curvo, con dos arcos poco pronunciados— le daba una sensación de lejanía. Tenía una altura de casi cuatro metros y un aspecto anticuado, como todo en aquel edificio. La cama se alzaba en el centro de la habitación embaldosada, en la que solo había otros dos muebles: la mesilla de noche y una silla de madera de respaldo recto.

Las cortinas no estaban completamente echadas y la ventana se hallaba entreabierta. Por la fina abertura de no más de cinco centímetros se colaba el frío aire de la noche de primavera temprana, pero a pesar de la sensación de frescura, le molestaba hasta la náusea el putrefacto hedor que desprendían tanto las flores que había en la mesa como su propio cuerpo devastado.

No había dormido, sino que había permanecido despierto, quieto, pensando precisamente en que el efecto de la anestesia pronto se pasaría.

Hacía tal vez una hora que había oído a la enfermera de noche atravesar con sus zuecos las puertas dobles del pasillo. Después, el único ruido que pudo percibir fue el silbido de su propia respiración y tal vez el rumor de la sangre que, con pesados latidos y a un ritmo irregular, circulaba por su organismo. Pero no se trataba de sonidos bien definidos, sino más bien de productos de su imaginación: acompañantes oportunos para ese temor a la agonía que pronto iba a asaltarle y para el pávido horror hacia la muerte.

El paciente había sido siempre un tipo duro, alguien poco dado a tolerar errores o debilidades en los demás, y nunca había querido admitir que él mismo podía fallar, ya fuera física o mentalmente.

Ahora sufría y tenía miedo; se sentía traicionado, sobrecogido. Durante aquellas semanas en el hospital todos sus sentidos se habían aguzado, y se había vuelto en extremo sensible a cualquier forma de dolor físico: incluso le horrorizaban las agujas de las inyecciones y el pinchazo diario en el pliegue del codo, cuando las enfermeras le sacaban una muestra de sangre. Además, le asustaba la oscuridad, no soportaba estar solo y, para más inri, había empezado a percibir sonidos que nunca antes había notado.

Los reconocimientos, o «las investigaciones», como de forma paródica las llamaban los médicos, le agotaban y le hacían sentirse peor. Y cuanto más enfermo se sentía, más se intensificaba el terror a la muerte, hasta que invadía todos sus pensamientos y lo dejaba absolutamente expuesto, en un estado de desnudez mental y de egoísmo casi obsceno.

Se oyó un crujido procedente de la ventana. Un animal, sin duda, que se movía sigilosamente por el parterre de rosas marchitas. Un ratón de campo o un erizo; tal vez un gato. Pero ¿los erizos no hibernaban?

«Tiene que ser un animal», concluyó, mientras, incapaz de controlar sus movimientos, levantaba la mano izquierda hacia el timbre eléctrico que cómodamente colgaba a su alcance, con el cable enrollado una vuelta en torno al barrote de la cama.

Pero cuando sus dedos rozaron el frío metal, un estremecimiento le recorrió la mano, una contracción involuntaria, de modo que el cable se desenroscó y el interruptor cayó al suelo produciendo un pequeño pero estridente ruido.

La disonancia le hizo volver en sí.

Si hubiera logrado agarrar el timbre y apretar el botón blanco, una luz roja se habría encendido en el pasillo, encima de su puerta, y la enfermera de noche habría acudido al trote, con sus ruidosos zuecos, desde su cuarto.

Dado que no solo tenía miedo, sino también una gran vanidad, pensó que casi era bueno que no hubiera llegado a llamar.

La enfermera de noche habría entrado en la habitación, encendido la luz del techo y le habría lanzado una mirada inquisitiva mientras él yacía en la miseria y la desgracia.

Se quedó quieto un momento y sintió cómo el dolor se alejaba y se acercaba de nuevo en sacudidas instantáneas, como si se tratara de un tren desbocado en manos de un maquinista demente.

A continuación una nueva necesidad hizo acto de presencia. Tenía que orinar.

Había una botella a su alcance, dentro de la papelera amarilla de plástico situada detrás de la mesita de noche. Pero no quería usarla. Le estaba permitido levantarse si quería. Uno de los médicos le había dicho incluso que era bueno que se moviera un poco.

Así que decidió salir de la cama, abrir las puertas dobles e ir al baño que estaba justo enfrente, en el pasillo. Eso lo distraería: una tarea práctica que por un momento podría canalizar sus pensamientos por otros derroteros.

Apartó la manta y la sábana, se incorporó y se quedó sentado unos segundos al borde de la cama, con las piernas colgando. Al estirar del camisón blanco para cubrirse mejor, oyó cómo el protector de plástico crujía sobre el colchón.

Luego se deslizó hacia abajo con suavidad hasta que sintió las frías baldosas en las húmedas plantas de los pies. Trató de enderezarse y, en efecto, lo consiguió, a pesar de las anchas vendas que le apretaban la entrepierna y los muslos. Aún conservaba el vendaje compresivo de espuma en la ingle tras la aortografía del día anterior.

Las zapatillas estaban debajo de la mesa: introdujo los pies en ellas y se fue con cuidado y a tientas hacia la salida. Abrió la primera puerta hacia dentro y la segunda hacia fuera, para, acto seguido, cruzar el oscuro pasillo y entrar en el cuarto de baño. De regreso, tras orinar y enjuagarse las manos con agua fría, se detuvo en el pasillo y se quedó escuchando. El sonido amortiguado de la radio de la enfermera de noche se oía muy a lo lejos. El dolor había vuelto y comenzaba a asustarse, por lo que se le ocurrió que podía ir a pedirle a la enfermera un par de analgésicos. No le harían nada del otro mundo, pero en cualquier caso esta se vería obligada a abrir el botiquín, sacar el frasco de las pastillas y darle algo de beber: por lo menos de esa manera alguien se ocuparía de él durante un rato.

Había unos veinte metros de distancia hasta la salita de guardia, y se lo tomó con calma. Fue arrastrando los pies, con el camisón sudado enredándosele en las pantorrillas.

La luz en la salita estaba encendida, pero no había nadie. Lo único que había era el aparato de radio, que sonaba solo entre dos tazas de café medio vacías.

Al parecer, la enfermera de noche y la auxiliar estaban ocupadas en algún otro lugar de la planta.

De pronto se le nubló la vista y tuvo que apoyarse en el quicio de la puerta. Al cabo de unos minutos se sintió un poco mejor y con paso lento regresó, por el oscuro pasillo, hasta su habitación.

Las puertas estaban como él las había dejado, entreabiertas. Tras cerrarlas bien, avanzó los pocos pasos que le separaban de la cama. Una vez allí se quitó las zapatillas, se echó boca arriba y, con un escalofrío, tiró de la manta para cubrirse hasta el mentón. Permaneció quieto con los ojos muy abiertos, mientras notaba cómo el tren desbocado le recorría el cuerpo.

Había algo raro. El entramado de sombras del techo se había desplazado un poco.

De eso se dio cuenta casi al instante.

Pero ¿qué era lo que había hecho que las sombras y los reflejos cambiaran de lugar?

Recorrió con la vista las paredes desnudas, giró la cabeza a la derecha y miró hacia la ventana.

Al salir de la habitación, la ventana se había quedado abierta; de eso estaba seguro.

Ahora alguien la había cerrado.

El miedo le sobrecogió de inmediato y levantó la mano buscando el timbre. Pero ya no se hallaba en su sitio. Se había olvidado de recoger el cable y el interruptor del suelo.

Mantuvo los dedos aferrados al barrote de hierro de donde el timbre debería haber pendido, al tiempo que clavaba la vista en la ventana.

La abertura que había entre las espesas cortinas seguía siendo de unos cinco centímetros, pero estas ya no colgaban exactamente del mismo modo que antes, y la ventana estaba cerrada.

¿Podría haber entrado en la habitación alguien de la clínica?

Le parecía poco probable.

El sudor le brotaba de los poros y sintió cómo el frío camisón se le pegaba a la sensible piel.

Desamparado, abandonado a sus temores y sin poder apartar los ojos de la ventana, comenzó a incorporarse.

Las cortinas no se movían lo más mínimo, y sin embargo estaba convencido de que había alguien detrás.

«¿Quién?», pensó.

«¿Quién?».

Y, luego, con un último resquicio de sentido común: «Debe de ser una alucinación».

Ahora el paciente se hallaba al lado de la cama, de pie, en el frío suelo embaldosado, temblando. Dio dos pasos vacilantes hacia la ventana, para acto seguido detenerse, encogido y con los labios trémulos.

El hombre de la ventana apartó las cortinas con la mano derecha mientras con la izquierda empuñaba una bayoneta.

La hoja de metal, larga y ancha, brillaba a la luz de la habitación.

El hombre de la zamarra y de la gorra de tweed a cuadros dio dos pasos rápidos hacia delante y se plantó, alto y erguido, frente al enfermo, con el arma levantada.

El paciente lo reconoció de inmediato y empezó a abrir la boca para dar un alarido.

Cuando el pesado mango de la bayoneta lo golpeó, notó cómo se le partían los labios y la dentadura postiza se le rompía.

Eso fue lo último que sintió.

Todo lo demás ocurrió demasiado rápido. El tiempo se le fue de las manos.

La primera cuchillada le hirió en el lado derecho del diafragma, justo debajo de las costillas, donde la bayoneta se hundió hasta la empuñadura.

El enfermo todavía estaba de pie, con la cabeza echada hacia atrás, cuando el hombre de la zamarra levantó el arma por tercera vez y le cortó el cuello, de la oreja izquierda a la derecha.

De la tráquea abierta salió un débil silbido burbujeante.

Nada más.

3

Era viernes por la noche y los bares de Estocolmo deberían haber estado llenos de gente alegre que salía a divertirse después de una semana de duro trabajo. Sin embargo, no era así, y no resultaba difícil entender por qué. Durante los últimos cinco años, los precios en los restaurantes prácticamente se habían duplicado y no había muchos trabajadores que pudieran permitirse el lujo de salir, ni siquiera una sola vez al mes. Los hosteleros se quejaban y hablaban de crisis, pero los que no habían convertido sus locales en pubs o discotecas para atraer a los jóvenes adinerados se mantenían a flote gracias al creciente número de ejecutivos poseedores de tarjetas de crédito para sus gastos, que preferían atender sus negocios compartiendo mesa y mantel.

Situado en el casco antiguo, Den Gyldene Freden no constituía una excepción. Es cierto que era ya tarde y el viernes se había convertido en sábado, pero el comedor de arriba solo había estado ocupado en la última hora por dos comensales: un hombre y una mujer. Tras cenar un steak tartar, estaban tomando café y una copita de punsch mientras hablaban en voz baja.

Dos camareras, sentadas a una mesa pequeña enfrente de la puerta principal, doblaban unas servilletas. La más joven, que era pelirroja y parecía cansada, se levantó y lanzó una mirada al reloj que había encima del bar. Bostezó, cogió una servilleta y se dirigió hacia los clientes.

—¿Desean pedir algo más antes de que el bar cierre? —preguntó, mientras con la servilleta barría algunas briznas de tabaco que habían caído al mantel—. Señor comisario, ¿un poco más de café?

Para su asombro, Martin Beck se dio cuenta de que se sentía halagado al ser reconocido por la camarera. Normalmente solía irritarle que se le recordara que, como jefe de la Brigada Nacional de Homicidios, se había convertido en una figura más o menos pública, pero ya hacía mucho tiempo desde la última vez que había salido en la televisión o que su fotografía había aparecido en los periódicos, y se tomó el hecho de que la camarera lo hubiera reconocido más bien como una señal de que se le consideraba un cliente habitual de Den Gyldene Freden. Y, por cierto, con razón: desde hacía dos años vivía bastante cerca y las veces que salía a cenar, acudía allí con más frecuencia que a ningún otro sitio. En cambio, que tuviera compañía, como ocurría esa noche, era inusual.

La chica que se sentaba frente a él era su hija. Se llamaba Ingrid, tenía diecinueve años y, si se pasaba por alto el contraste entre su rubio cabello y el pelo oscuro de Martin Beck, ambos guardaban un notorio parecido.

—¿Quieres más café? —preguntó Martin Beck.

Ingrid negó con la cabeza y la camarera se retiró a preparar la cuenta. Martin Beck sacó la pequeña botella de punsch del cubo de hielo y sirvió lo que quedaba en las dos copitas. Ingrid bebió un sorbo.

—Deberíamos hacer esto más a menudo —dijo ella.

—¿Beber punsch?

—Mmm, no estaría mal. No, me refiero a que quedemos. La próxima vez te invitaré yo a cenar. Pero en mi casa, en Klostervägen; aún no la conoces.

Ingrid se había ido de casa tres meses antes de que sus padres se separaran. A veces Martin Beck se preguntaba si habría sido capaz de poner fin a su estancado matrimonio con Inga si su hija no le hubiera animado a hacerlo. Ella misma no se sentía a gusto en casa y se había ido a vivir con una amiga incluso antes de terminar el instituto. Ahora que estaba estudiando sociología en la universidad acababa de mudarse a un estudio en Stocksund. De momento lo subarrendaba, aunque albergaba esperanzas de que le traspasaran la titularidad del contrato en un futuro no muy lejano.

—Mamá y Rolf estuvieron anteayer —comentó—. Quería invitarte a ti también, pero no pude localizarte.

—No, estuve en Örebro un par de días. ¿Qué tal están?

—Bien. Mamá trajo una maleta llena de cosas. Toallas y servilletas y el juego de café de porcelana azul y no sé qué más. Por cierto, hablamos sobre el cumpleaños de Rolf. Mamá quiere que salgamos a cenar todos juntos. Si tú puedes.

Rolf tenía tres años menos que Ingrid. Eran todo lo diferentes que pueden ser dos hermanos, pero siempre se habían llevado bien.

La pelirroja se acercó con la cuenta. Martin Beck pagó y apuró su copita. Miró el reloj. Faltaban dos minutos para la una.

—¿Nos vamos? —dijo Ingrid antes de tomarse el último trago de punsch.

Pasearon tranquilamente por Österlånggatan en dirección norte. El cielo estaba estrellado y hacía bastante fresco. Un par de jóvenes borrachos salieron del callejón de Draken, dando voces que resonaban entre las vetustas fachadas.

Ingrid se asió del brazo de su padre y acompasó sus pasos a los de él. Tenía las piernas largas y era esbelta, casi demasiado delgada, opinaba Martin Beck, pero ella siempre decía que debía ponerse a dieta.

—¿Subes conmigo? —le preguntó él mientras iban por la cuesta hacia la plaza de Köpmantorget.

—Sí, pero solo para pedir un taxi. Es tarde y tienes que dormir.

Martin Beck bostezó.

—La verdad es que estoy muy cansado —dijo.

En el pedestal de la estatua de San Jorge y el dragón había un hombre acurrucado: tenía la frente apoyada en las rodillas y parecía estar dormido.

Cuando Ingrid y Martin Beck pasaron por delante, levantó la cabeza y balbuceó en alto algunos sonidos incomprensibles. Acto seguido estiró las piernas y se quedó dormido de nuevo con el mentón en el pecho.

—¿No debería irse a dormir la mona al albergue de Sankt Nikolai? —observó Ingrid—. Debe de estar pasando frío aquí fuera.

—Tarde o temprano acabará allí —repuso Martin Beck—. Si tienen sitio. En cualquier caso, hace tiempo que los borrachos no son asunto mío.

Prosiguieron en silencio por Köpmangatan.

Martin Beck evocó aquel verano, veintidós años atrás, cuando patrullaba el distrito de Nikolai. Estocolmo había cambiado mucho desde entonces. El casco antiguo era idílico, un auténtico pueblo. Naturalmente, con más borrachos, pobreza y miseria, porque aquello fue antes de que se pusieran a rehabilitar y restaurar los edificios, al tiempo que subieron tanto los alquileres que los viejos inquilinos ya no pudieron seguir viviendo allí por falta de medios. Gamla Stan se había convertido en un barrio fino, y ahora él mismo se contaba entre el selecto grupo de privilegiados residentes.

Subieron a la última planta en el ascensor, instalado durante la reforma, y que seguía siendo uno de los pocos que había en el casco antiguo. El piso estaba completamente renovado: se componía de un vestíbulo, una pequeña cocina, un cuarto de baño y dos habitaciones contiguas cuyas ventanas daban a un gran patio abierto orientado al este. Las habitaciones eran acogedoras y asimétricas, con hondos vanos de ventana y techos bajos. La primera de ellas, amueblada con cómodos sillones y mesas bajas, contaba con una chimenea. En la segunda había una amplia cama enmarcada por estanterías de obra y armarios empotrados y, junto a la ventana, un gran escritorio con cajones.

Ingrid entró y, sin quitarse el abrigo, se sentó al escritorio, levantó el auricular y marcó el número para pedir un taxi.

—¿No te quedas un ratito? —le preguntó Martin Beck desde la cocina.

—No, tengo que irme a casa y dormir. Estoy muerta de cansancio. Y tú también, por cierto.

Martin Beck no protestó. De repente no tenía nada de sueño, aunque se había pasado toda la noche bostezando, y en el cine, donde habían visto Los cuatrocientos golpes, de Truffaut, había estado a punto de quedarse dormido varias veces.

Ingrid consiguió finalmente un taxi, fue hacia la cocina y le dio un beso en la mejilla a su padre.

—Gracias por la velada. Nos vemos en el cumpleaños de Rolf, si no antes. Que descanses.

Martin Beck la acompañó hasta el ascensor y le susurró un buenas noches. Cerró entonces la puerta y entró de nuevo en casa.

Se sirvió la cerveza que acababa de sacar de la nevera en un vaso grande, que colocó sobre el escritorio. Luego se dirigió al gramófono situado junto a la chimenea, buscó entre sus vinilos y puso el de los Conciertos de Brandenburgo, de Bach, en el plato giradiscos. La casa estaba bien insonorizada, por lo que podía poner la música bastante alta sin molestar a los vecinos. Se sentó a la mesa y se bebió la fría y refrescante cerveza para quitarse el empalagoso sabor del punsch. Tras presionar la boquilla de un cigarro Florida, se lo puso entre los dientes y encendió un fósforo. Luego apoyó el mentón en las manos y miró por la ventana.

El cielo primaveral formaba una bóveda estrellada color azul profundo sobre el tejado que se veía iluminado por la luna al otro lado del patio. Mientras escuchaba la música, Martin Beck dejó que sus pensamientos vagaran a su antojo. Se sentía a gusto, totalmente relajado.

Tras cambiar de cara el disco, fue hasta la estantería que había encima de la cama y cogió una maqueta a medio terminar del clíper Flying Cloud. Durante casi una hora estuvo montando los mástiles y las vergas, y después colocó de nuevo la maqueta en el estante.

Mientras se desvestía observó, con orgullo, las maquetas terminadas del Cutty Sark y del buque escuela Danmark. Dentro de poco lo único que le faltaría por montar del Flying Cloud serían las jarcias, el trabajo más difícil y el que más paciencia requería.

Se dirigió desnudo a la cocina para dejar el cenicero y el vaso de cerveza en el fregadero. Luego apagó todas las luces, salvo la de la lámpara de encima de la cama, entreabrió la ventana del dormitorio y se acostó. Dio cuerda al reloj, que marcaba las dos y veinticinco, y comprobó que la alarma estaba desactivada. Tenía, o al menos eso esperaba, un día libre por delante y podría dormir todo el tiempo que quisiera.

Sobre la mesilla de noche había un ejemplar de Los barcos al archipiélago, de Kurt Bergengren; lo hojeó al azar, miró las imágenes que en repetidas ocasiones había estudiado con tanto detenimiento y leyó algún que otro párrafo con un fuerte sentimiento de nostalgia. El libro era grande y pesado, no muy adecuado como lectura para la cama, de manera que enseguida se cansó de sostenerlo. Lo dejó a un lado y alargó el brazo para apagar la lámpara de noche.

Entonces sonó el teléfono.

4

Einar Rönn estaba muerto de cansancio. Llevaba más de diecisiete horas trabajando de un tirón. Ahora se hallaba en la sala de guardia de la policía criminal, en la sede central de la policía en Kungsholmsgatan, viendo cómo lloraba un hombre que le había puesto la mano encima a un prójimo.

Por cierto, eso de «hombre» tal vez resultara exagerado, pues el detenido era en buena medida solo un niño. Un muchacho de dieciocho años con una melena rubia hasta los hombros, vaqueros de color rojo vivo y una cazadora de ante marrón con flecos que llevaba la palabra LOVE en la espalda. Las letras estaban rodeadas de flores en rosa, violeta y azul claro, a modo de primorosos arabescos. En las cañas de sus botas también se entremezclaban flores y caracteres, que en concreto formaban las palabras: PEACE y MAGGAN. Unos largos mechones de pelo humano, suave y ondulado, estaban ingeniosamente cosidos a las mangas.

Era como para preguntarse si le habría arrancado a alguien el cuero cabelludo.

También Rönn tenía ganas de llorar. En parte por el agotamiento, pero sobre todo porque sentía más pena por el criminal que por la víctima, y esto era algo que le ocurría cada vez más a menudo.

El joven de la hermosa cabellera había intentado matar a un camello. El intento no le había salido muy bien, pero lo llevó lo suficientemente lejos como para que se le pudiera acusar, y con fundamento, de tentativa de homicidio.

Rönn había estado persiguiéndole desde las cinco de la tarde, cosa que le obligó a localizar y registrar no menos que dieciocho antros de drogadictos, a cada cual más sucio y repugnante, en diferentes partes de su bella ciudad.

Y todo porque a un canalla que vendía hachís mezclado con opio a escolares en Mariatorget le habían hecho un chichón en la cabeza. Bien era cierto que la agresión se realizó con una barra de hierro y que obedeció a que su autor estaba sin blanca. Pero aun así, tampoco era para tanto, pensaba Rönn.

Y además había hecho nueve horas extras, que serían diez antes de que llegara a su piso en el barrio de Vällingby, a las afueras de la ciudad. Pero no hay mal que por bien no venga. El bien, en este caso, lo constituía el salario.

Rönn era de Laponia, oriundo de Arjeplog, y estaba casado con una mujer sami. Vällingby no le entusiasmaba demasiado, pero sí le gustaba que la calle donde vivía, Vittangigatan, llevara el nombre de un pueblo de su tierra.

Contempló cómo uno de sus jóvenes compañeros, que estaba de guardia en el turno de noche, redactaba a máquina un recibo para la transferencia del prisionero y entregaba a aquel fetichista del cabello a dos agentes, que a su vez lo empujaron al ascensor para su remisión a la horrible sección de arrestos, tres pisos más arriba.

Un recibo de transferencia es un papel no vinculante con el nombre de la persona arrestada. En el reverso, el jefe de guardia suele anotar las observaciones pertinentes. Por ejemplo: «Muy salvaje, se ha arrojado repetidamente contra las paredes, lastimándose». O bien: «Indomable, se ha abalanzado contra una puerta, lastimándose». O tal vez simplemente: «Se ha dado un golpe al desplomarse».

Etcétera, etcétera.

La puerta del patio se abrió y dos agentes del coche radiopatrulla entraron llevando a rastras a un anciano de espesa barba gris. Justo al traspasar el umbral, uno de los policías propinó al detenido un puñetazo en el bajo vientre. El hombre se dobló y profirió un grito ahogado, parecido al aullido de un perro. Los dos oficiales de guardia siguieron ocupados con sus papeles, impertérritos.

Rönn lanzó una mirada cansada al agente, pero no dijo nada.

Luego bostezó y miró el reloj.

Las dos y diecisiete.

El teléfono sonó. Uno de los oficiales respondió.

—Es la policía criminal, sí. Gustavsson al habla.

Rönn se puso el gorro de piel y se dirigió hacia la puerta. Ya tenía los dedos en el pomo cuando el hombre llamado Gustavsson dijo:

—¿Qué? Espera un momento. ¡Oye, Rönn!

—¿Sí?

—Hay una cosa para ti.

—¿El qué?

—Algo en el hospital de Sabbatsberg. Le han pegado un tiro a alguien o algo por el estilo. El chico que llama parece muy confuso.

Rönn suspiró y dio media vuelta. Gustavsson quitó la mano que tapaba el auricular y continuó:

—Uno de los colegas de la brigada antiviolencia está aquí. Uno de los sabuesos, un tío que es la bomba. ¿Cómo?

Y poco después:

—Sí, sí, te oigo. Es espantoso, sí. ¿Dónde te encuentras, exactamente?

Gustavsson era un tipo flaco de unos treinta años, caracterizado por una expresión dura e indiferente. Escuchó, volvió a tapar el auricular con la mano y dijo:

—Está en la entrada principal del pabellón central de Sabbatsberg. Es evidente que necesita ayuda. ¿Vas tú para allá?

—Pues sí —dijo Rönn—. Supongo que sí.

—¿Quieres que te lleven? Este coche radiopatrulla parece que está disponible.

Rönn miró desalentado a los dos agentes y negó con la cabeza. Eran grandes y fuertes e iban armados con pistolas y porras de funda blanca. El detenido se había desplomado como un saco de patatas y yacía gimoteante a sus pies. Ellos a su vez lanzaron embobadas miradas de envidia a Rönn con sus superficiales ojos azules llenos de esperanzas de ascender.

—No, cogeré mi propio coche —dijo, y se marchó.

Einar Rönn no era en absoluto la bomba, pero en estos momentos ni siquiera llegaba a sentirse como un mísero petardo. Algunas personas pensaban que era muy buen policía, mientras que otros le consideraban mediocre. En cualquier caso, tras permanecer mucho tiempo fiel al servicio, había llegado a ser subinspector primero en la brigada antiviolencia. Un cazador de asesinos, en los términos de la prensa sensacionalista. En lo que todo el mundo sí estaba de acuerdo era en que se trataba de un tipo apacible y de mediana edad, de nariz amoratada y un tanto corpulento a causa de su excesivo sedentarismo.

Tardó cuatro minutos y doce segundos en llegar a la dirección indicada.

El hospital de Sabbatsberg se extiende sobre un terreno accidentado y casi triangular, con la base del triángulo orientada al norte, donde limita con Vasaparken, mientras que al este limita con Dalagatan y al oeste con Torsgatan; su vértice está abruptamente cortado por la vía de acceso a la nueva carretera sobre el canal de Barnhusviken. Un gran edificio de ladrillo perteneciente a la fábrica de gas sobresale desde Torsgatan, mellando el borde del triángulo.

El hospital adoptó el nombre del mesonero Vallentin Sabbath, que a principios del siglo XVIII era el dueño de las tabernas Rostock y Lejonet en el casco antiguo. Sabbath compró aquí tierras, se dedicó a la piscifactoría de carpas en estanques que ahora se han secado o han sido taponados, y todavía tuvo tiempo de regentar una fonda en la propiedad durante tres años, antes de fallecer en 1720.

Una década más tarde se abrió un balneario, o unas «termas», como también se las llamaba. El hotel del balneario, de doscientos años de antigüedad y que con el curso de los años no solo ha desempeñado la función de hospital, sino también de hospicio, se halla ahora agazapado a la sombra de una residencia geriátrica de ocho plantas.

El primer hospital fue construido hace algo más de cien años sobre los peñascos que bordean Dalagatan y estaba integrado por varios pabellones conectados por largos pasajes cubiertos. Algunos de los viejos pabellones están todavía en uso, pero otros acaban de demolerse para ser reemplazados por otros nuevos, y los pasajes son ahora subterráneos.

En el extremo más alejado del parque, algunos edificios antiguos albergan la residencia de ancianos. Hay allí una pequeña capilla, y en un jardín con césped, setos y senderos de grava, se erige un cenador amarillo con travesaños en blanco y un techo circular coronado por una aguja. Un paseo va desde la capilla hasta una antigua garita a pie de calle. Detrás de la capilla el terreno se hace cada vez más elevado, para terminar abruptamente encima de Torsgatan, calle que describe una curva entre la pared rocosa y la torre Bonnier. Esta es la parte más tranquila y menos transitada del recinto. Al igual que hace cien años, la entrada principal se halla en Dalagatan, donde también se levanta el nuevo pabellón central.