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Confina-dos Anna Garcia Silvia está divorciada y ahora le toca quedarse con su hija de 14 años. No es fácil cumplir el encierro con una adolescente que solo quiere salir de casa, por eso sube al terrado del edificio a tomar el aire. Allí se encuentra con Héctor, quien también necesita un respiro después de su trabajo en el hospital. Piluca y el síndrome de Willy Fog Carla Crespo Puede que Piluca sea una cabecita loca, pero liarse con el exprometido de su mejor amiga es demasiado hasta para ella. Cuando él se muda a su edificio, trata de evitarlo, al fin y al cabo, se pasa la vida volando por su trabajo. Todo se complica cuando una de sus compañeras da positivo en coronavirus y ella tiene que guardar cuarentena. ¿Qué debe hacer cuando el único que puede ayudarla es el hombre del que siempre ha tratado de alejarse? Conversaciones con un extraño Erika Fiorucci Carolina lleva la cuarentena lo mejor que puede, una inmigrante mexicana en Madrid. Hace rutinas y las cumple para mantenerse ocupada, hasta que un día el sonido de un violín acompaña su soledad de forma inesperada y, de un balcón a otro, comienza a sostener conversaciones con el hombre que produce esa música, un alemán varado en la ciudad durante el confinamiento. Nuestra luz Arwen Grey Estrafalario y amante de lo clásico, tiene su vida planeada al milímetro. Ahora ha encontrado el apartamento perfecto, y tal vez a la vecina perfecta. Elsa es alocada y lo ve todo con un matiz algo distinto al resto del mundo. Le gustan sus limoneros, la luz dorada de su patio, y también su nuevo vecino. Doce horas Mayte Esteban En un rincón de una ciudad, doce horas son suficientes para demostrar que hace falta mucho más que un virus para detener la vida. Ni aun en la primavera más extraña han dejado de cantar los pájaros. Pongamos que hablo de Madrid…
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Veröffentlichungsjahr: 2020
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra. www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47
Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
©
2020 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Historias del confinamiento, n.º 13 - junio 2020
© 2020 Anna García
Confina-dos
© 2020 Carla Crespo Usó
Piluca y el síndrome de Willy Fog
© 2020 Erika Fiorucci
Conversaciones con un extraño
© 2020 Macarena Sánchez Ferro
Nuestra luz
© 2020 Mayte Esteban
Doce horas
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A. Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia. ® Harlequin, HQÑ y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited. ® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países. Imagen de cubierta utilizada con permiso de Dreamstime.com.
I.S.B.N.: 978-84-1348-786-1
Índice
Portada
Confinados
Parte 1: Silvia y Alex. 6º 2º
Parte 2: Héctor. 4º 1º
Parte 3: Confraternizando con el enemigo
Parte 4: Todo saldrá bien
Piluca y el síndrome de Willy Fog
Dedicatoria
Cita
Prólogo
Capítulo 1 #yomequedoencasa
Capítulo 2 #vísteteparalacuarentena
Capítulo 3 #resistiré
Capítulo 4 #supéralosipuedes
Capítulo 5 #cuantomástemiromásmeenamoro
Capítulo 6 #nosinmivinonisinmivecino
Capítulo 7 #seacabólacuarentena
Epílogo
Reconocimiento
Conversaciones con un extraño
Uno
Dos
Tres
Cuatro
Cinco
Seis
Nuestra luz
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Doce horas
Doce horas
Adrián
Sofía
María Jesús
Sofía
Miguel
Asunción
Adrián
Rosario
Manuel
Ana y Miguel
María Jesús
Otra vez, la vida
“Estiramos… Mantenemos durante diez segundos… No os olvidéis de la respiración… Utkatasana…”
—¿Qué haces?
—Yoga.
—¿Eso es yoga? Parece que le estés gritando a la vecina mientras tienes retortijones.
—Shhhh. Por favor. Que me desconcentras.
—¿Desde cuándo practicas yoga?
—Desde hoy mismo, y pienso hacerlo todos los días.
—Ya. Claro.
—Vete. No me hagas hablar, que me tengo que concentrar en respirar.
—¿Desde cuándo te tienes que concentrar en…?
—Alex, ya. ¿No tienes nada que hacer en vez de molestarme?
—Uy, sí. Un montón —contesta con sarcasmo—. Quedaría con mis amigas, pero resulta que me obligas a quedarme en casa…
—Claro. Porque el virus este lo he creado yo en la Thermomix, ¡no te fastidia! Que no lo digo yo, Alex, que lo dice el gobierno. Que no podemos salir. Ni tú, ni yo, ni nadie.
—La vecina de enfrente sale. —Muy seria, dejo de mirar la pantalla de mi Tablet para centrarme en mi hija—. La vi anoche.
—Estaría sacando la basura…
Alex me mira enarcando una ceja mientras niega con la cabeza.
—Y no tiene perro —insiste—. Y no eran horas para ir a la farmacia o al médico.
No me extrañaría que esa loca estuviera pasándose por el arco del triunfo la prohibición de salir. Es la misma que pone la música de Raphael y el Puma a todo trapo todos los domingos por la mañana. La misma que vive asomada a la mirilla y no duda en abrir la puerta en cuanto ve algo que no le agrada. La misma que se queja constantemente de que sus vecinas de arriba, un grupo de estudiantes, pisan muy fuerte en el suelo y hacen un ruido infernal. La que tiene frita a la cartera, que en breve se negará a repartirnos más cartas. E incluso tengo grandes sospechas de que es ella la que roba ropa de los tendederos del terrado.
—El friky ese ha cambiado de postura hace rato… —dice Alex, señalando la pantalla de mi Tablet con un dedo y devolviéndome al presente de golpe.
Chasco la lengua y me doy por vencida.
—¿Y deberes? ¿No tienes?
—Ya los he hecho todos.
—Ni de coña.
—¿Por qué nunca me crees?
—Porque tu fama te precede.
—Te lo juro, mamá.
—De acuerdo. Te creo. Sígueme.
Por el rabillo del ojo la veo caminar detrás de mí con expresión satisfecha por haberse salido con la suya. O eso le hago creer el tiempo que tardo en ponerle en la mano un trapo y un bote de limpia muebles.
—¿Qué es esto?
—Esto es un trapo y esto… —Giro el envase para que pueda leer la etiqueta, pero ella me corta antes.
—¡Ya sé lo que es! ¡Me refería a por qué tengo que hacerlo yo!
—Porque yo tengo que bajar a comprar y así te mantienes ocupada.
—Prefiero bajar yo a comprar.
—No puedes.
—¡¿Por qué?!
—Porque los niños sois los que más lo…
—Mamá, no soy una niña —me corta—. Tengo catorce años.
—Lo que tú digas. Mi respuesta sigue siendo no.
—¡Esto es muy injusto! ¡Me haces parecer una apestada! ¡Encerrada en esta mierda de piso! ¡A ver si viene ya papá a buscarme!
—Pues siento comunicarte que han recomendado que los hijos de padres separados pasen el confinamiento con el progenitor con el que lo hayan empezado.
—¡¿Qué?!
—Yo tampoco estoy entusiasmada con la idea, así que menos dramas.
—Fantástico… —resopla, dándome la espalda con el teléfono ya en la mano—. Esto no se va a quedar así. Voy a hablar con papá y seguro que vendrá a por mí, aunque tenga que infringir la ley.
—Sí, seguro que sí. Dejará a su amiguita en casa y vendrá corriendo a buscarte —susurro, justo antes de salir de casa.
Apoyo la espalda en la puerta, cierro los ojos y respiro profundamente.
Esta mañana ha salido un psicólogo en la televisión explicando los posibles efectos negativos que esta situación podría provocar. Decía que el confinamiento podría llevar al enfado, a la frustración, al miedo o a la locura, y que todo eso podría ir a más con el paso de los días. Yo llevo solo tres días confinada en casa con mi hija y puedo asegurar que he pasado ya por todos los estadios.
El psicólogo daba algunos consejos para poder sobrellevarlo más o menos bien, tales como marcarse una rutina, hacer algo de deporte y hablar con amigos y familiares, ya sea en persona o por teléfono.
Nosotras, hablar, hablamos. Y nos gritamos también. A veces incluso nos insultamos un poco. También hablo por teléfono con mi familia, aunque a mi padre aún le cueste un poco hacerse con las nuevas tecnologías, con amigos e incluso realizo videoconferencias con mis alumnos del instituto. Así que esa parte la cumplo.
¿Deporte? Si soy sincera, nunca he sido amante del deporte. Tampoco es que mi horario en el instituto y la preparación en casa de las clases me dejaran mucho tiempo para practicarlo, pero me he propuesto que el confinamiento no me lleve al sobrepeso, así que pongo todo de mi parte para lograrlo. Si no me interrumpen como hoy, claro está. Ya sé que mi estilo no es el más depurado, y quizá mis mallas tienen más años que Alex, pero el mérito está en intentarlo, ¿no?
—¡¿Qué estás haciendo tanto rato en el rellano?!
La voz de la vieja loca me sobresalta, y clavo la mirada en la puerta de delante.
—Señora, métase en sus asuntos.
—¡Voy a llamar a la policía!
—¿Y por qué motivo, si se puede saber?
—¡Porque solo se puede salir de casa para comprar bienes de primera necesidad e ir al médico!
—¡Y a eso voy, señora!
—¡Sin entretenerse por el camino!
Resoplando y fulminando su puerta con la mirada, empiezo a alejarme hacia las escaleras. Al llegar a la calle, aún maldiciendo a la vieja, me tapo la boca y la nariz con el pañuelo que llevo anudado al cuello y me dirijo al supermercado situado al final de la calle. Con el paso acelerado y la cabeza agachada, miro por el rabillo del ojo a un lado y a otro. Me siento como si estuviera haciendo algo ilegal, como si me estuviera escondiendo. Me consuela que el comportamiento de la poca gente con la que me cruzo sea igual que el mío. Un señor mayor incluso ha cruzado de acera para no tener que pasar cerca de mí. Lo entiendo, aunque no puedo evitar sentirme algo mal por ello.
Una vez dentro del supermercado, me sorprende ver que reina el caos absoluto. Hay pasillos enteros con estanterías totalmente vacías. Algunos clientes corren empujando un carrito, mirando a un lado y a otro, sucumbiendo al pánico por no encontrar lo que buscan. Un par de agentes de seguridad intentan que mantengan la calma, sin éxito alguno.
—La gente está fatal… —susurro mientras camino hasta el pasillo de los lácteos. Cuando llego, me quedo totalmente en shock—. ¿Dónde…?
Giro sobre mí misma, algo desubicada. Un carrito me golpea por la espalda. Dolorida, me doy la vuelta en busca de una explicación o disculpa, pero a la señora parece importarle bien poco mi estado, y enseguida se pierde por otro pasillo.
—Perdone… ¿dónde está la leche? —le pregunto a una empleada del súper, que me mira con expresión de agobio antes de contestar.
—Estaba ahí.
—¿Estaba?
Vuelvo a mirar hacia las estanterías vacías, atando cabos, de repente consciente de que las imágenes de supermercados desabastecidos, con interminables colas de clientes, son la cruda realidad.
Empiezo a sentir agobio al imaginarme abriendo la nevera y encontrándola vacía, teniéndome que conformar con una rama de apio mojada en hummus. Presa del pánico, acelero el paso y recorro los pasillos a la carrera, llenando el cesto sin ningún criterio específico.
—Mantengan la distancia —me pide la cajera una vez me pongo en la cola y yo la miro recelosa, agarrando mi cesta de la compra como si temiera que alguien me la fuera a robar.
En el fondo, no respiro tranquila hasta que salgo de nuevo a la calle, con una extraña sensación de victoria, como si hubiera conseguido pasar una prueba. Con mi bolsa colgada al hombro, de nuevo con la boca y la nariz tapadas, corro hacia casa.
Una vez en el ascensor, resoplo agotada y miro mi reflejo en el espejo. Empiezo a tener un color cetrino nada favorecedor. Quizá podría subir al terrado la hamaca de playa y aprovechar para tomar el sol. Así también podría vigilar que nadie hurte ropa ajena. Con esa idea aún en la cabeza, meto la mano dentro de la bolsa. Saco una botella de horchata y la miro detenidamente. No es que me guste especialmente y creo que es la primera vez que la compro. En realidad, empiezo a preguntarme por qué lo he hecho. Y sigo con la misma sensación cuando echo un vistazo dentro de la bolsa y veo la coliflor, la lata de melocotón en almíbar, la caja de conos de fresa y las toallitas de bebé.
—Ni siquiera me gusta demasiado la fresa —susurro con la caja en la mano mientras se abre la puerta del ascensor y salgo al rellano.
—¡¿Eso es un bien de primera necesidad?! —Escucho a la vieja gritar, consiguiendo asustarme de nuevo.
No me lo puedo creer…
—¡Señora, por favor! ¡Háganos un favor a todos y céntrese en Qué bello es vivir!
—¡Voy a llamar a la policía!
—¡Y yo al asilo! ¡A ver si le hacen un hueco!
En cuanto cierro la puerta de casa a mi espalda, descubro a Alex al final del pasillo, de brazos cruzados y con gesto de reproche.
—¿Haciendo amigas? —me pregunta.
—Esa mujer es insufrible —digo, camino a la cocina.
—¡Hostias, helado! ¡Genial! —grita ella al ver la caja en mi mano, siguiéndome con la clara intención de abrirla y llevarse uno.
—Ni hablar. Hay que racionar la comida, que no puedo estar saliendo cada día a comprar.
—¿Coliflor? ¡Joder, qué asco! ¿Esto qué es? ¿Alcachofas en vinagre? Mamá, ¿qué mierda has comprado?
—Pues… —Rápido, que no te vea dudar. Con convicción. No puede saber que entraste en pánico y compraste lo primero que viste en las estanterías del supermercado—. Tienes que comer más verdura, Alex. ¿Has limpiado?
Intento mantenerme firme y aguanto su mirada de brazos cruzados, impertérrita. Ella me mira durante unos segundos más con una mueca extraña dibujada en la boca, hasta que se da por vencida.
—Sí.
—¿Seguro? —Enarca una ceja dándome a entender que no piensa contestarme—. ¿Y has hablado con tu padre?
Sé la respuesta nada más verle la cara, y también puedo adivinar cómo ha ido la conversación a tenor de su comportamiento esquivo.
—Sí…
—¿Y va a venir a rescatarte? —insisto, cada vez más convencida de la respuesta de su padre, mascando esta pequeña victoria con deleite.
—No. Me ha dicho que tengo que quedarme aquí por mi bien —contesta de forma esquiva, sin mirarme a los ojos—. Y además tiene mucho trabajo…
—Ya. Bueno. Lo siento por ti, entonces —digo mientras me doy la vuelta para intentar que no vea la sonrisa de satisfacción que se ha dibujado en mi cara.
Cuando acabo de guardar todos los deliciosos manjares que he comprado, abro la caja de los helados y le tiendo uno a Alex. Ella lo coge y me sonríe de medio lado. Al ir a guardar el resto en el congelador, veo una luz de esperanza en el horizonte materializada en una pizza sabor barbacoa. La saco con orgullo, consciente de que será el golpe definitivo para meterme a mi hija en el bolsillo.
Me quito el casco de la moto y me peino el pelo con los dedos de la mano, de forma perezosa. Luego me froto la cara y bostezo de forma prolongada. Al principio fui reacio a marcharme el hospital, desoyendo a todos los compañeros que insistían para convencerme. Me negaba a irme porque sentía como si, al hacerlo, les estuviera abandonando en la estacada.
—Héctor, por favor… Vete a casa a descansar. ¿Cuántas horas llevas currando?
—Estoy bien.
—Imposible. Llevas más de cuarenta y ocho horas sin parar. Vete a casa. —Desoyendo sus palabras, cojo el historial de otro de los pacientes postrados en una camilla en mitad del pasillo del hospital. Las Urgencias están tan colapsadas que colocamos a los pacientes donde podemos, a la espera de ser atendidos. Dani pone una mano encima del historial para impedirme leerlo y me lo quita al rato—. Vete. A. Casa. Ahora. Es cierto que te necesitamos, pero descansado y en plenitud de facultades. Ahora mismo, eres más peligroso que útil.
Así que, después de hacerme de rogar, le hice caso y aquí estoy, sentado sobre mi moto, con los brazos apoyados en el casco, intentando poner en orden mis pensamientos. Aún me cuesta creer que todo esto esté pasando en realidad. Las calles desiertas, los hospitales colapsados y los supermercados vacíos son más propios de una película apocalíptica.
Antes de subir a casa, entro en el colmado de Hamza para comprar algo de pan.
—Hola, Héctor. ¿Cómo estás?
—Bien. ¿Y tú?
—Bien también.
—¿Y tu mujer y los niños?
—Bien. Asustados, pero bien.
—Cualquier cosa, ya sabes dónde vivo.
—Gracias —me responde con una sonrisa agradecida.
—¿Te queda algo de pan? —le pregunto.
—Creo que al fondo hay pan para hamburguesas…
—Bueno. Menos es nada —contesto, encogiéndome de hombros.
—Tienes aspecto de cansado —comenta cuando estoy de nuevo frente a él—. ¿Mucho trabajo en el hospital?
—Sí.
—Es más grave de lo que nos hacen creer, ¿verdad?
Le miro durante unos segundos, valorando si decirle la verdad o engañarle.
—Saldremos de esta —opto por contestar, guiñándole un ojo para infundirle confianza y afianzar mis palabras.
Parece funcionar, porque él sonríe abiertamente, asintiendo a la vez con la cabeza. Levanto la palma de la mano para despedirme al tiempo que salgo de la tienda y camino hacia mi portal. Normalmente subo por las escaleras, corriendo y retándome a mí mismo para hacerlo cada vez en menos tiempo. Hoy no. Hoy subo en el ascensor. Apoyado en una de las paredes, observo mi reflejo en el espejo. Realmente no tengo buen aspecto. Si un paciente me viera acercarme con estas pintas, no creo que creyera que está en buenas manos.
Lo primero que hago al entrar en casa es quitarme la ropa y meterla dentro de la lavadora. Luego, dejo las zapatillas de deporte en el lavadero y me dirijo hacia el baño para pegarme una ducha. Toda precaución es poca cuando vengo de un sitio tan contagioso como un hospital.
Pierdo la noción del tiempo. Plantado bajo el chorro de agua, dejo que esta golpee suavemente mi cabeza y mis hombros mientras apoyo las palmas de las manos en las baldosas.
Cuando salgo, me visto con un pantalón corto y una camiseta vieja, cojo una cerveza y un par de los panecillos que he comprado antes, que pienso zamparme sin molestarme siquiera en rellenarlos con alguna loncha de embutido, y me dejo caer en el sofá. Cojo el móvil y busco el teléfono de mi padre.
—Hola, hijo —me responde al primer tono.
—Vaya. Qué rápido —comento.
—Es que estaba haciendo un Sudoku.
—Ah, muy bien. ¿Cómo estáis?
—Bastante bien, teniendo en cuenta las circunstancias. ¿Y tú?
—Ya sabes… cansado, pero bien.
—¿Estás en casa?
—Sí. Me han… obligado a tomarme un descanso.
—Me alegro. ¿Cómo están las cosas por el hospital?
—Bien.
—No hace falta que me mientas. Soy viejo, pero tengo televisión y tu madre me obliga a ver todos los programas especiales acerca del Coronavirus. Es lo único que se ve en casa, aparte de los gemelos esos que tiran paredes. —Se me escapa la risa—. Yo no me río. Ahora no para de imaginar cómo quedaría el comedor si tiráramos la pared que lo separa de la cocina. Concepto abierto, lo llama ella. Si no me mata el colesterol, lo harán tu madre y sus ideas de bombero. —Resopla de forma prolongada antes de continuar—: ¿Y bien?
—No es fácil, papá, pero vamos haciendo progresos.
Decidí parecer algo más optimista de lo que ahora mismo me siento.
—Eso es bueno, ¿no?
—Sí.
—Vale. —Le escucho hablar con mi madre de fondo—. No se lo voy a preguntar. No. Porque no hace falta. Me vas a volver loco… Está bien. Espera. Hijo.
—¿Sí?
—¿A que no está permitido ir a la peluquería?
—¿A la…? ¿Mamá tiene intención de ir a la peluquería?
—Dice que tapar sus canas es cuestión de primera necesidad.
—¡No puede hacerlo!
—Gracias. Dice que no puedes hacerlo. —Los escucho discutir durante unos minutos en los que yo intento meter baza, sin éxito. La voz de mi madre se vuelve cada vez más débil, y entonces mi padre vuelve a hablarme—: Cualquier día la tienes que ir a buscar al cuartelillo. O eso, o acaba conmigo.
—No la dejes salir. Dile que haga una lista de lo que necesitáis del supermercado y mañana os lo voy a buscar yo.
—Ya la ha hecho. ¿Le hago una foto y te la envío al móvil?
—Ajá.
—No sé si lo encontrarás todo. La vecina nos ha dicho que faltan muchas cosas en los supermercados. Al menos, verdura no hace falta que nos compres, porque la iré a coger yo mañana al huerto.
—¡¿Qué?! ¡No! ¡Por supuesto que no!
—¿Hay escasez?
—¡No! ¡Me refiero a que no puedes ir al huerto, papá!
—¿No? ¿Por qué no? Voy a por verdura. Es como ir al supermercado.
—No, papá. No puedes.
—Pues no lo entiendo.
De fondo escucho a mi madre.
—Si yo no puedo ir a la pelu, tú tampoco al huerto.
—Mari Carmen, no me calientes —se queja mi padre.
—Papá.
—¡No es lo mismo!
—Papá, por favor.
—¡Porque lo que yo hago en el huerto es cultivar un bien de primera necesidad! ¡Tú te haces el tinte!
—¡Papá! —Me froto el puente de la nariz con dos dedos, recostando la espalda en el respaldo del sofá—. ¡Papá!
—Dime, hijo —dice al fin, prestándome atención.
—Yo os compro las verduras, ¿vale?
—Está bien. Tranquilo. No saldremos. Confía en mí.
—De acuerdo. Mañana hablamos. Voy a intentar dormir un poco.
—Vale. Descansa, hijo. Mamá te manda besos y dice que te ha preparado unas lentejas. Dice que te las meterá en el ascensor cuando nos traigas la compra.
—Genial. Dale las gracias.
—Parece que estemos haciendo contrabando con las legumbres —ríe mi padre, contagiándome su risa, que mantengo incluso un rato después de colgar, camino del dormitorio.
Estoy tan cansado que pensaba que me dormiría nada más tumbarme en la cama, pero media hora más tarde sigo dando vueltas sobre el colchón buscando la postura. Aburrido, decido darme por vencido y ponerme en pie. Voy hacia la cocina, abro la nevera y cojo otra cerveza. Me acerco a la ventana del salón y miro al cielo oscuro.
Necesito aire. Necesito respirar.
Decidido, salgo de casa con las llaves en el bolsillo. Subo los escalones de dos en dos, como si estuviera en una contrarreloj hacia mi objetivo. Abro la puerta del terrado como si me faltara el aire y camino de forma precipitada hasta la balaustrada de ladrillo. Apoyo las palmas de las manos en ella mientras lleno mis pulmones de aire. A mis pies, las luces de la ciudad resplandecen llenas de vida. Desde aquí, todo parece normal. La oscuridad de la noche lo camufla todo. Pero, en el fondo, todo ha cambiado. Y dudo mucho que nuestra vidas vuelvan a ser como antes: desde nuestra manera de relacionarnos hasta nuestros hábitos de consumo.
—¡Oh, joder! ¡Menos mal! ¡Aire! —Me doy la vuelta, sobresaltado. A unos metros de mí, una mujer en chándal empieza a dar pequeños saltos desacompasados, estirando los brazos al aire—. Uno, dos. Uno, dos. Rodillas arriba. Uno, dos. Uno, dos. Talones contra el culo. Uno, dos. Uno, dos.
Carraspeo varias veces para intentar llamar su atención, pero parece tan concentrada que no repara en mí.
—Disculpa… ¿Hola?
—¡Ah, joder, qué susto! ¡¿Qué cojones haces aquí?! ¡¿No estarás robando ropa?! ¡¿Eres tú el que roba mis tangas?!
—¿Qué? ¡No! Yo solo… —Confundido, extiendo los brazos y miro alrededor—. No puedes…
—¡Te lo advierto! ¡No tiene gracia! ¡Y me gustaría recuperar mi ropa interior y…!
—¡Espera, espera, espera! Yo no te he robado la ropa. No he robado nada de nada.
—Y entonces, ¿qué haces aquí? —me pregunta.
—Respirar. Simplemente.
—Ah —responde, puede que incluso algo decepcionada—. Siento haberte acusado.
—¿Insinúas que hay un ladrón de lencería en el bloque?
—Sí. Aunque no solo de lencería. Me han desaparecido un par de tangas, la parte de arriba de un pijama y un vaquero.
—Vaya —digo, levantando las cejas—. Todo un profesional del crimen. ¿Y tratabas de espantarle con esos… movimientos?
—¿Perdona? —Me mira como ofendida, cruzando los brazos sobre el pecho—. Estaba haciendo gimnasia.
—¿Eso era…? —Cuando la veo enarcar una ceja, decido modificar mis palabras—. No puedes hacer ejercicio en zonas comunes.
—¿Y eso quién lo dice?
—¿Quién lo…? ¿El gobierno? ¿Las autoridades? ¡Todo el mundo lo dice! Subir aquí arriba a hacer deporte es como si hicieras footing alrededor del bloque.
—Pues entonces, si nos ponemos así, subir aquí arriba a tomarse una cerveza es como si bajaras al bar de la esquina a beber. Y eso, que yo sepa, también está prohibido.
Nos mantenemos la mirada durante unos segundos, como si nos estuviéramos retando.
—Necesitaba… un respiro —susurra ella finalmente.
Y de repente la tensión se diluye. La entiendo, porque es justamente para lo que yo he subido: para respirar.
—¿Día duro? —le pregunto.
—Días. En plural. Tengo que lidiar con una hija de catorce años que se piensa que todo esto lo he orquestado yo para impedirle salir con las amigas, con ciento cuarenta alumnos a los que tengo que mantener ocupados de lunes a viernes y con una vecina loca que me vigila y me hace la vida imposible.
La miro frunciendo el ceño.
—¿En qué piso vives?
—En el… sexto segunda… —me contesta con tiento.
—No está loca. Tiene demencia. —Me mira con expresión sorprendida—. La he tratado alguna vez en el hospital. Soy médico.
—Ah… Vaya… Ahora me siento algo… cabrona.
—No pasa nada. No podías saberlo.
—No solo por lo de la vecina, sino también por… reprocharte que estuvieras aquí arriba. Creo que necesitabas respirar más que yo.
—Bueno. Cada uno soporta lo suyo.
—No te quites méritos —dice, acercándose también hacia la balaustrada y apoyando los antebrazos en ella—. ¿A esta distancia estoy bien?
Asiento con la cabeza y ella pierde la mirada en el horizonte, dejándome unos segundos para observarla detenidamente.
—¿Vives… solo?
—Ajá —respondo de forma distraída, centrándome en ella.
Lleva el pelo recogido en una cola descuidada de la que cuelgan varios mechones de pelo sueltos y viste con un chándal raído que seguro que vivió sus días gloriosos durante el mundial de fútbol del ochenta y dos. Sin pretenderlo, me quedo un rato mirando su trasero respingón.
—¿Soltero? ¿Divorciado?
—Lo segundo. Pero no llegamos a tener hijos, así que supongo que es más fácil pasar página.
—¿En serio?
—Eso dicen. Aunque, entre tú y yo, te deja igual de jodido.
—Ya me parecía a mí. ¿En qué hospital trabajas?
—En el Clínico.
—Bueno es saberlo… Nunca se sabe cuándo te voy a necesitar. ¿Especialidad?
—Normalmente, fisioterapeuta. Estos días, lo que haga falta. ¿Y la tuya? Apostaría lo que fuera a que no es la Educación Física.
—¿Algo que objetar a mi perfectos y coordinados movimientos? —Se me escapa la risa al ver que ella también sonríe y se lo toma en broma—. Matemáticas.
—¿En serio? Siempre las he odiado.
—Porque no las has entendido. Como todo en esta vida. Tendemos a odiar lo que no entendemos.
—Supongo que tienes razón —comento, valorando sus palabras hasta el punto de darme cuenta de que no le falta razón.
—La tengo. Siempre —añade—. Vete acostumbrando a ello.
—¿Insinúas que vamos a seguir viéndonos?
—Algo me dice que vamos a seguir necesitando subir a respirar durante unos días más.
—Mañana tengo guardia de nuevo.
—Bueno, cuando no la tengas, aquí estaré. Soy Silvia, por cierto. Tu vecina del sexto segunda.
—Héctor. Cuarto primera.
Ella empieza a alejarse, asintiendo con la cabeza.
—¿Qué haces? —me pregunta Alex, dejándose caer a mi lado en el sofá.
—Trabajar.
—¿Otra vez?
La miro con las cejas levantadas mientras ella resopla de forma sonora para demostrarme su aburrimiento, como si no me hubiera dado cuenta de ello yo solita.
—Otra vez, sí. Tengo que trabajar todos los días. ¿Te lo puedes creer? —comento en tono sarcástico mientras ella pone los ojos en blanco—. Bienvenida al mundo real, cariño.
—Ya me entiendes…
—Tengo que mantener entretenidos a mis alumnos para que dejen en paz un rato a sus padres. ¿Te suena? Tus profesores habrán hecho lo mismo. ¿Has comprobado tu correo electrónico?
—Paso.
—Gracias, pero yo no paso. Me parece que me has entendido mal. No era una sugerencia, sino una exigencia.
—Joder, mamá… —se queja, poniéndose en pie—. Te prefería cuando salías más de casa.
—Créeme, el sentimiento es mutuo —digo mientras la veo perderse por el pasillo, justo antes de centrarme de nuevo en la pantalla de mi portátil para seguir contestando los correos electrónicos de mis alumnos. Algunos de ellos no pueden disimular su alegría por el hecho de no ir a clase, mientras que otros empiezan a agobiarse por los exámenes y las pruebas de selectividad.
—¡Serán negreros! —Escucho quejarse a Alex a lo lejos, al tiempo que se me dibuja una sonrisa maléfica en el rostro, agradeciendo a sus profesores que me quiten de vez en cuando el título honorífico de “persona a la que más odia Alex”.
Agotada después de varias horas frente al portátil, desesperada con algún alumno, me froto la cara con ambas manos y me peino el pelo hacia atrás. Miro el techo durante unos segundos, intentando dejar la mente en blanco.
El problema con eso es que, últimamente, mi mente me juega malas pasadas y se resiste a quedarse tranquila. La muy perversa se entretiene colándome a Héctor en todos y cada uno de mis pensamientos. Da igual lo que esté haciendo, siempre consigue que su imagen aparezca en mi cabeza.
—Voy a… ver la tele —digo con decisión, cogiendo el mando a distancia y encendiéndola.
Enseguida aparece la imagen de un colapsado hospital de Madrid donde los pacientes se amontonan en los pasillos. No me ayuda. Cambio de canal.
Programa de cotilleo. No los soportaba antes, así que no creo que eso haya cambiado en estos días. Cambio de canal.
Más noticias y programas especiales acerca del virus. Cambio de canal. Varias veces.
Programa de reformas. Van a reformar un baño con menos de doscientos dólares. ¿En serio? ¿Cómo quedarían las baldosas del baño si las pinto? Creo que sobró algo de pintura del salón hace un par de años. ¿Servirá la misma? ¿Y si tiro la pared y lo agrando un poco? Vale. Suficiente. Cambio de canal.
Telenovela turca. El chico está bien. Tiene pelazo y un mentón prominente. Mira, se va a quitar la camiseta. ¿Pero esto qué es? Si tiene más tetas que