El anhelo más oscuro - Gena Showalter - E-Book
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El anhelo más oscuro E-Book

Gena Showalter

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Beschreibung

Un guerrero atrapado en la oscuridad y una mujer empeñada en salvarlo que no sospechaba que también él quería salvarla a ella... Después de varias semanas de torturas en las entrañas del infierno, Kane no quería ni ver a Josephina Aisling, la bella mujer que lo había rescatado. Mitad mujer, mitad fae, Josephina había despertado a Desastre, el demonio que Kane llevaba dentro y con el que había decidido acabar al precio que fuera. Kane era el único que podía proteger a Josephina de sus crueles enemigos, su propia familia. Era el primer hombre al que había deseado en toda su vida y él también iba a sucumbir a dicho deseo. Pero mientras luchaban juntos en el reino de los fae, iban a verse obligados a elegir entre vivir separados... o morir juntos.

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Seitenzahl: 560

Veröffentlichungsjahr: 2013

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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2013 Gena Showalter. Todos los derechos reservados.

EL ANHELO MÁS OSCURO, Nº 42 - Septiembre 2013

Título original: The Darkest Craving

Publicada originalmente por Hqn™ Books

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-687-3529-0

Editor responsable: Luis Pugni

Conversión ebook: MT Color & Diseño

Lo primero, quiero dar las gracias a mi editora, Emily Ohanjanians. Tu perspicacia nunca deja de maravillarme. Muchísimas gracias por tu trabajo, tu constante esfuerzo y tu dedicación.

En segundo lugar, a mi agente, Deidre Knight. Es un privilegio contar contigo y que me ayudes siempre, te ponga en la situación que te ponga.

A Carla Gallway, por todo lo que haces. Eres tan generosa con tu tiempo y con tus recursos y tan increíblemente amable, que me siento muy agradecida de conocerte.

A Sabrina Collazo, Lizabel Rivera-Coriano, Charlayne Elizabeth Denney, Seemone Washington y Joni Payne, ganadoras del concurso del blog. Espero que la historia de Kane os guste tanto como a mí.

A Michelle Renaud y Lisa Wray, sois mis chicas y no podría pedir un equipo mejor.

A The Stuffed Olive, mi restaurante preferido, por alimentarme mientras trabajaba a contrarreloj.

Ningún agradecimiento estaría completo sin mencionar a mi amado Jill Monroe. ¡Te tengo atrapado y no te dejaré escapar!

«Dicen que soy casi tan peligroso como un tsunami»

Kane, Señor del Inframundo

Capítulo 1

Nueva York, en la actualidad

Josephina Aisling observó al hombre que había tendido en la cama de la habitación del motel, abierto de piernas y brazos. Era un guerrero inmortal con una belleza a la que jamás podría aspirar ningún mortal. El sedoso cabello de color negro azabache, castaño y dorado esparcido sobre la almohada formaba un precioso dibujo multicolor que atrapaba la mirada durante un minuto y luego otro... ¿por qué no para siempre?

Se llamaba Kane. Tenía las pestañas bastante largas, nariz contundente y mentón marcado. Debía de medir casi dos metros de estatura y tenía la clase de músculos que solo se obtenían en los campos de batalla más sangrientos. Aunque llevaba puestos unos pantalones llenos de manchas y polvo, sabía que tenía una gran mariposa tatuada en la cadera derecha, dibujada con gruesos trazos de tinta negra. Por la cinturilla del pantalón se asomaban las puntas de las alas y de vez en cuando algo parecía moverse bajo la tela, como si la mariposa intentase levantarse de la piel... o quizá enterrarse más en ella.

Cualquiera de las dos cosas era posible. Aquel tatuaje era la marca del mal absoluto, una señal visible del demonio que habitaba el cuerpo de Kane.

Un demonio... Josephina sintió un escalofrío. Los demonios eran los dueños del infierno. Mentirosos, ladrones, asesinos. Eran la oscuridad, sin el menor indicio de luz. Atrapaban a los demás con tentaciones y luego acababan con ellos, los torturaban hasta destrozarlos.

Pero Kane no era el demonio.

Al igual que todos los miembros de su raza, los poderosos fae, Josephina había pasado una buena parte de su vida observando a Kane y a sus amigos, los Señores del Inframundo. De hecho, el rey de los fae había ordenado hacía ya siglos que sus espías siguieran a los guerreros y lo informaran de todos sus movimientos. Se habían escrito libros con las historias y las ilustraciones de todo lo que habían presenciado dichos espías, libros que las madres habían comprado para leérselos a sus hijos. Después, cuando esos hijos habían crecido, habían seguido comprando libros para saber qué había sido de sus héroes.

Los Señores del Inframundo se habían convertido en protagonistas de las mejores y las peores telenovelas de Séduire, el reino de los fae.

Josephina conocía todos los detalles de aquellas historias, especialmente de las del sexy Paris y el solitario Torin. Y también de la hermosa tragedia de Kane, cuya vida conocía mejor que la suya propia.

Kane llevaba vivo miles de años y, en todo ese tiempo, solo había tenido tres relaciones serias, aunque durante un tiempo había tenido una serie de aventuras de una noche. Se había enfrentado con sus enemigos, los Cazadores, en una batalla tras otra y en tres ocasiones habían logrado capturarlo y torturarlo, momentos en los que Josephina había aguardado con impaciencia hasta enterarse de que había escapado.

Pero remontándose un poco más, hasta el comienzo, sus amigos y él habían robado y abierto la caja de Pandora, así había sido cómo habían liberado a todos los demonios que había dentro. En aquella época el mundo estaba en manos de los Griegos, que habían castigado a los guerreros convirtiendo sus cuerpos en el hogar de todo el mal que habían liberado. Kane portaba al demonio del Desastre. Los demás cargaban con Promiscuidad, Enfermedad, Desconfianza, Violencia, Muerte, Dolor, Ira, Duda, Mentiras, Tristeza, Secretos y Derrota. Cada una de esas criaturas conllevaba una maldición que debilitaba tremendamente a sus portadores.

Promiscuidad tenía que acostarse con una mujer diferente cada día, si no iba perdiendo fuerzas hasta morir.

Enfermedad no podía tocar a ningún otro ser sin provocar una verdadera plaga.

Desastre provocaba catástrofes allí donde iba Kane, algo que le rompía el corazón a Josephina y con lo que se sentía muy identificada porque su vida era un completo desastre.

–No me toques –murmuró Kane con una voz dura y despiadada al tiempo que apartaba las sábanas a patadas–. ¡Aparta las manos! ¡Para! ¡He dicho que pares!

Pobre Kane. Estaba teniendo otra pesadilla.

–Nadie te está tocando –le aseguró Josephina–. Estás a salvo.

Lo vio calmarse y respiró aliviada.

La primera vez que lo había visto lo había encontrado encadenado en el infierno, con el pecho abierto, las costillas a la vista y las manos y los pies colgando de unos frágiles tendones desgarrados.

Le había recordado a una ternera despedazada en una carnicería.

«Póngame un kilo de lomo y medio de carne picada».

«Qué desagradable. No sé cómo puedes pensar algo así». Pasaba tanto tiempo sola que, con el paso de los años, la única manera que había encontrado de entretenerse había sido hablar consigo misma, pues, lamentablemente, no tenía nadie más que le hiciera compañía. «Al menos podías pedir un buen solomillo».

A pesar de las condiciones en las que estaba, encontrar a Kane era lo mejor que le había pasado. Él era su única posibilidad de alcanzar la libertad... o quizá la aprobación.

La princesa Synda, su hermanastra, la chica fae más maravillosamente maravillosa, no era precisamente un señor del Inframundo, sin embargo estaba poseída por el demonio de la Irresponsabilidad. Por lo visto en la caja había habido más demonios que guerreros, por lo que los sobrantes se los habían entregado a los reclusos del Tártaro, una prisión subterránea para inmortales. El primer marido de Synda había sido uno de esos reclusos y, al morir él, el demonio había encontrado la manera de meterse en el cuerpo de Synda.

Cuando el rey de los fae se había enterado, había ordenado que su gente averiguara todos los detalles de lo ocurrido, pero hasta el momento, nadie había conseguido descubrir nada.

«Podría llevar a Kane a una reunión del Alto Tribunal Fae, presumir de él y que conteste a todas las preguntas que quieran hacerle. Quizá así mi padre me vea de verdad por primera vez en toda su vida».

Enseguida dejó caer los hombros.

«No, no pienso volver jamás».

Josephina siempre había sido y siempre sería el chivo expiatorio de la familia real, siempre recibiendo los castigos que merecía Synda la Adorada.

Que solo Synda merecía.

La semana anterior la princesa se había dejado llevar por un ataque de genio y había quemado las cuadras reales con todos los animales dentro. ¿Cuál había sido la condena para Josephina? Un viaje a lo Interminable, un portal que conducía al infierno.

En aquel lugar un día era como mil años y mil años como un día, así que había caído y caído durante lo que le había parecido una eternidad. Había gritado con todas sus fuerzas, pero nadie la había oído. Había suplicado un poco de compasión, pero a nadie le había importado. Había llorado sin consuelo, pero no había encontrado apoyo alguno.

Después otra muchacha y ella habían aterrizado en el mismo corazón del infierno.

Jamás habría esperado descubrir que en realidad no estaba sola.

Aquella chica era una fénix, una raza que descendía de los Griegos. Como cualquier otro guerrero al que le corriera sangre por las venas, poseía la capacidad de resurgir de entre los muertos una y otra vez y con cada resurrección se volvía más fuerte, hasta que llegaba la muerte definitiva y entonces no cabía la posibilidad de que su cuerpo se recuperase.

Kane empezó a retorcerse y a gemir de nuevo.

–No voy a permitir que te ocurra nada –le dijo Josephina.

Él volvió a quedarse inmóvil.

Ojalá la fénix hubiera respondido tan bien. Al verla por primera vez, había llegado hasta ella una oleada de odio que excedía cualquier odio que pudieran sentir los hijos de los Titanes como Josephina. Sin embargo, la fénix no había intentado matarla, sino que le había permitido que la siguiera por la cueva en busca de la salida sin tener que emplear la poca energía que le quedaba. Igual que Josephina, solo había querido salir de allí.

Habían pasado por paredes salpicadas de sangre, habían tenido que inhalar el fétido olor del azufre. El sonido de los gritos y gemidos de dolor les había retumbado en los oídos con una sinfonía para la que no estaban preparadas. Y entonces se habían topado con aquel guerrero mutilado al que Josephina había reconocido de inmediato a pesar del estado en el que se encontraba y se había detenido.

Se había quedado impresionada. ¡Tenía delante a uno de los implacables Señores del Inframundo! En aquel momento no había sabido cómo iba a poder ayudarlo, puesto que ni siquiera podía ayudarse a sí misma, pero había decidido intentarlo a toda costa. Estaba dispuesta a hacer todo lo que fuese necesario.

Y había sido necesario hacer mucho.

Lo miró fijamente.

–Eras mi primera y única oportunidad de hacer realidad mi mayor deseo –admitió–. Algo que no podía hacer sola. Y en cuanto despiertes, voy a necesitar que cumplas tu promesa.

Respiró hondo y se quedó inmóvil un instante antes de pasarle la mano por la frente.

Él se estremeció a pesar de estar dormido y protestó:

–No. Acabaré contigo y con toda tu familia sin dudarlo.

No estaba alardeando, aquello no era una promesa vacía. Era obvio que haría lo que decía y seguramente no dejaría de sonreír mientras lo hacía.

¿Seguramente? No había duda de que sería así. Lo típico en un Señor del Inframundo.

–Kane –susurró ella y, una vez más, él se calmó–. Puede que haya llegado el momento de despertarte. Mi familia quiere que vuelva. Aunque para mí hayan pasado mil años en este agujero, para ellos solo ha sido un día y, al ver que no volvía a Séduire, probablemente me estén buscando los soldados fae.

Y para añadir algo más a sus desgracias, también estaría buscándola la fénix con la intención de convertirla en su esclava y vengarse así de los inconvenientes que le había ocasionado Josephina durante la huida.

–Kane –le movió el codo suavemente. Tenía una piel sorprendentemente suave, pero también ardiendo y sus músculos estaban tensos, alerta–. Necesito que abras los ojos.

Sus párpados se abrieron de inmediato para revelar unos ojos de color esmeralda y oro. Un instante después, le echó una mano al cuello y la tiró hacia atrás sobre el colchón. Josephina no opuso resistencia cuando se sentó encima de ella. Pesaba mucho y la agarraba con tal fuerza que ni siquiera podía respirar, ni sentir el aroma a rosa que ya asociaba con él. Era una fragancia extraña para un hombre, algo que Josephina no comprendía.

–¿Quién eres? –le preguntó–. ¿Dónde estamos?

«¡Me está hablando a mí! ¡A mí!».

–Responde.

Intentó hacerlo, pero no podía.

Él aflojó un poco la mano.

Mejor así. Pudo tomar aire y soltarlo de nuevo.

–Para empezar, soy la maravillosa persona que te ha salvado –como los halagos dirigidos hacia ella habían acabado el mismo día que había muerto su madre, Josephina había decidido empezar a hacérselos a sí misma siempre que tuviera oportunidad–. Suéltame y te daré más detalles.

–Dilo –insistió él, apretándola con más fuerza.

A Josephina se le nubló la vista y sintió que le ardía el pecho por la necesidad de aire, pero, aun así, siguió sin ofrecer resistencia.

–Mujer –aflojó la mano de nuevo–. Responde. Ahora.

–Cavernícola. Suéltame. Ahora –replicó ella.

«Cuidado con lo que dices. No quieres asustarlo».

De pronto se apartó de ella y se quedó encogido a los pies de la cama, pero sin apartar la mirada de ella, observándola atentamente mientras se incorporaba. Josephina se fijó en que se le habían sonrojado las mejillas y se preguntó si se había avergonzado de lo que había hecho o simplemente trataba de ocultar lo débil que seguía estando.

–Tienes cinco segundos, mujer.

–¿Y qué harás entonces, guerrero? ¿Me torturarás?

–Sí –respondió sin titubear.

Qué tonto. ¿Sería muy horrible que le pidiera que le firmara la camiseta?

–¿No recuerdas lo que me prometiste?

–Yo no te he prometido nada –respondió y, aunque lo hizo con voz firme, su rostro mostró cierta confusión.

–Claro que lo hiciste. Acuérdate del último día que estuviste en el infierno. Estábamos tú y yo y varios miles de enemigos tuyos.

Él frunció el ceño y clavó la mirada en el vacío; recordó, comprendió... y se horrorizó. Después meneó la cabeza como si así pudiera apartar los pensamientos que le habían inundado la cabeza.

–No lo decías en serio. Es imposible que lo dijeras en serio.

–Claro que lo decía en serio.

Lo vio apretar los dientes y mirarla con frustración.

–¿Cómo te llamas?

–Es mejor que no lo sepas, así no habrá ningún tipo de vínculo entre nosotros y te resultará más fácil hacer lo que necesito que hagas.

–Nunca dije que fuera a hacerlo –protestó–. ¿Se puede saber por qué me miras así?

–¿Cómo?

–Como si fuera una enorme caja de bombones.

–He oído hablar de ti –se limitó a decirle. Era verdad, tampoco hacía falta explicar más.

–No lo creo. Si realmente hubieras oído hablar de mí, saldrías corriendo aterrorizada.

¿En serio?

–Sé que en todos los años que llevas luchando, tus amigos te han abandonado muchas veces por temor a que les ocasionaras algún problema. Sé que muchas veces te apartas por completo del mundo por el mismo temor. Sin embargo, a pesar de todo eso te las has arreglado para acabar con muchos.

Él se pasó la lengua por esos labios perfectos.

–¿Cómo sabes eso?

–Podemos decir que por... los chismorreos.

–Eso no siempre está bien –recorrió la habitación con la mirada y luego volvió a centrarla en ella.

Josephina también sabía que con los años había adquirido la costumbre de observarlo todo, lo que le permitía descubrir muchas cosas; accesos, salidas, armas que pudieran utilizar contra él o las que podría utilizar él.

Esa vez lo único que podría ver sería el papel amarillento de las paredes, la vieja mesilla de noche y la lámpara descascarillada, el renqueante aparato de aire acondicionado, la alfombra marrón y la papelera llena de gasas ensangrentadas y frascos de medicinas que Josephina había utilizado para curarlo.

–Ese día en el infierno –comenzó a decir– me dijiste lo que querías y luego cometiste el error de dar por hecho que a mí me parecía bien.

Daba la impresión de que la estaba rechazando, pero no podía ser. «No puede rechazarme. Ahora no».

–Tú asentiste y yo cumplí con mi parte. Ahora te toca a ti.

–No. Yo no te pedí que me ayudaras –su voz era como un látigo que la golpeaba, causándole un dolor innegable–. Nunca quise que lo hicieras.

–¡Claro que querías! Tus ojos me suplicaban que te ayudara y no puedes negarlo porque tú no podías verte los ojos.

Hubo una prolongada pausa tras la cual él afirmó:

–Es el argumento más ilógico que he escuchado en toda mi vida.

–No, es el más inteligente, lo que ocurre es que tienes el cerebro tan perjudicado que eres incapaz de asimilarlo.

–Yo no te supliqué nada con la mirada y no hay más que hablar.

–Sí que lo hiciste –insistió ella–. Y yo hice algo horrible para sacarte de allí –algo que, lamentablemente, no podría solucionar enviándole una disculpa formal a la fénix.

Estando Kane tan débil como había estado, Josephina había necesitado que alguien la ayudara con él, pero la fénix se había negado con tal vehemencia, le había dicho que se pudriera en el infierno y la había llamado zorra, que Josephina había sabido que no podría hacerle cambiar de opinión. Así pues, Josephina se había valido de un don que solo ella poseía, una maldición que la privaba de cualquier contacto físico. Con solo rozar a la fénix, le había arrebatado toda su fuerza y la había dejado reducida a un bulto sin vida y sin energía.

También era cierto que después se había echado al hombro a aquella guerrera y la había sacado del infierno igual que había hecho con Kane y para hacerlo había tenido que enfrentarse a todos los demonios que había encontrado a su paso, algo increíble teniendo en cuenta que nunca antes había luchado contra nadie. Por fin había encontrado la salida, pero eso no le importaría nada a la fénix. Había cometido un crimen y tendría que pagar un precio muy alto por ello.

–Yo no te pedí que hicieras esas cosas tan horribles –le dijo él a modo de advertencia.

Una advertencia que ella desoyó.

–Puede que no lo hicieras con palabras, pero de todas maneras estuve a punto de romperme la espalda para salvarte. Debes de pesar cien kilos, cien magníficos kilos –se apresuró a añadir.

Él la recorrió de arriba abajo con la mirada, pero no con la intensidad con la que antes había recorrido la habitación, aunque aun así tuvo la sensación de que pudiera tocarla. ¿Se habría dado cuenta de que le había erizado el vello de todo el cuerpo?

–¿Cómo pudo hacer algo así una chica como tú?

Una chica como ella. ¿Tan insignificante la veía? Lo miró a los ojos y levantó bien la cara.

–Esa información no es parte del trato.

–Por última vez te digo que no hay ningún trato.

El temor la sacudió por dentro, dejando de lado lo que Kane le había hecho sentir hasta el momento.

–Si no haces lo que me prometiste...

–¿Qué harás?

«Pasaré el resto de mi vida sufriendo».

–¿Qué tengo que hacer para que cambies de opinión y hagas lo que debes?

Siguió mirándola con una expresión misteriosa que ocultaba lo que estaba pensando.

–¿De qué especie eres?

La pregunta no venía en absoluto al caso, pero bueno. La mala reputación de los fae, cuyos hombres eran famosos por su falta de honor en la batalla y por su insaciable deseo de acostarse con todo lo que se moviera y a cuyas mujeres se las conocía por su costumbre de apuñalar a los demás por la espalda y sus escándalos, bueno, y porque eran magníficas costureras, sí, quizá pudiera hacerlo reaccionar.

–Soy mitad humana y mitad fae. ¿Lo ves? –se apartó el pelo para enseñarle que tenía las orejas de punta.

Él la miró fijamente.

–Los fae son descendientes de los Titanes, que son mitad ángeles caídos y mitad humanos. Ahora son ellos los que dirigen la parte más baja de los cielos –soltaba aquellos datos como si fueran balas.

–Gracias por la lección de historia.

Kane frunció el ceño.

–Eso te convierte en...

¿En mala? ¿En enemiga?

Meneó la cabeza como si no quisiera pensar lo que estaba pensando, después arrugó la nariz como si acabara de oler algo... no desagradable, pero tampoco agradable. Respiró hondo y frunció aún más el ceño.

–No te pareces en nada a la chica que me rescató... a las chicas... no, era solo una –corrigió con gesto de confusión–. No dejaba de cambiar de rasgos, pero ninguno de ellos se parecía a lo que ahora tengo delante. Sin embargo tu olor.

Era el mismo, sí.

–Tenía la capacidad de cambiar de aspecto.

–¿Tenías? ¿En pasado? –preguntó, enarcando una ceja.

–Así es. Ya no puedo hacerlo –podía disfrutar de la fuerza y los dones que robaba desde una hora hasta varias semanas, pero eso no dependía de ella. Todo lo que le había arrebatado a la fénix había desaparecido el día anterior.

–Mientes. Nadie tiene un poder un día y al siguiente no.

–Yo no miento, las pocas veces que lo hago no lo hago intencionadamente, pero ahora te estoy diciendo la verdad. Lo prometo.

Kane apretó los labios.

–¿Cuánto tiempo llevo aquí?

–Siete días.

–Siete días –repitió.

–Sí. La mayor parte del tiempo hemos estado jugando al médico incompetente y al paciente desagradecido.

Su mirada se oscureció de una manera escalofriante. Lo que había leído de él no le hacía justicia; en la realidad daba mucho más miedo.

–Siete días –dijo de nuevo.

–Te puedo asegurar que no me he equivocado al contarlos, he tachado un segundo tras otro en mi corazón.

Él le lanzó una mirada de reprobación.

–Eres muy lista, ¿no?

Josephina esbozó una enorme sonrisa.

–¿Tú crees? –era la primera vez que alguien le decía algo bueno desde la muerte de su madre, no lo olvidaría jamás–. Gracias. ¿Dirías que soy extremadamente inteligente, o solo un poco más de lo normal?

Él abrió la boca como si fuera a responder, pero no dijo nada. Empezó a abrir y cerrar los párpados y a tambalearse. Estaba a punto de venirse abajo y, si se caía al suelo, no podría volver a tumbarlo en la cama. Así pues, se lanzó sobre él para agarrarlo con las dos manos, cubiertas por guantes. Pero él se las apartó, huyendo de su contacto. Chico listo, ¿la consideraría a ella tan lista como lo era él?

Cayó a la alfombra con un sonido sordo.

Cuando estaba levantándose de la cama para acudir a su lado sin saber muy bien para qué, la puerta de la habitación saltó por los aires, lanzando astillas de madera por todas partes, y apareció un guerrero de cabello oscuro y mirada amenazante. El peligro era innegable... quizá por los dos puñales que llevaba en las manos, de cuyos filos goteaba ya la sangre.

Enseguida apareció un segundo guerrero, aquel era rubio y... «Dios, que alguien me ayude»... con tripas colgándole del pelo.

Los hombres de su padre la habían encontrado.

Capítulo 2

Kane luchó contra el dolor, la humillación y la sensación de fracaso que lo invadían. Había sido creado para ser un guerrero y, a lo largo de los siglos, había luchado en infinidad de guerras, había acabado con un enemigo tras otro y se había alejado con el cuerpo lleno de heridas sangrientas, pero siempre con una sonrisa en los labios. Había luchado y ganado y los demás habían sufrido por ir tras él. Sin embargo allí estaba ahora, en el suelo de una sucia habitación de motel, demasiado débil para moverse y a merced de una bella y frágil mujer que lo había visto en su peor momento: encadenado, violado y abierto en canal después de una nueva tortura.

Quería borrar aquellas imágenes de la mente de esa mujer, aunque para ello tuviera que entrar en ella y arrancárselas con un cuchillo.

Después las borraría también de su propia memoria. Los Cazadores, que lo culpaban de todos los desastres que habían sufrido. La bomba. El viaje al infierno. El ataque de una horda de siervas de los demonios que habían asesinado a los Cazadores y le habían encerrado para someterlo a un sinfín de torturas.

Los grilletes, la sangre goteando de su cuerpo, las sonrisas de satisfacción de sus torturadores, los dientes manchados de sangre. Las manos que lo sobaban por todas partes, sus bocas, sus lenguas.

Aún podía oír la banda sonora de su sufrimiento. Los gemidos de dolor que salían de su boca y los de placer que salían de todas las demás bocas. El chocar de la carne contra la carne. Las uñas que lo arañaban y se hundían en él. Las carcajadas.

Podía sentir todos aquellos terribles olores. El azufre, la excitación, el polvo, el cobre, el sudor y el hedor penetrante del miedo.

Se vio bombardeado por una dolorosa sucesión de emociones. Asco, rabia, indefensión, tristeza, humillación, pánico. Y más asco.

Gimió con un sentimiento trágico. Necesitaba huir desesperadamente, no podía derrumbarse, así que levantó un muro de piedra en su mente para frenar las peores emociones. «Ahora no puedo hacer frente a esto. No puedo». Al menos era libre. Eso no debía olvidarlo. Le habían rescatado.

Aunque en realidad los guerreros lo habían apartado de las siervas solo para someterlo a su propia tortura.

Después había aparecido la chica, exigiéndole que la ayudara de la manera más vil.

–¿Qué le has hecho? –preguntó una voz masculina–. ¿Qué hacían los soldados fae a punto de entrar en la habitación?

–Un momento. ¿Vosotros no sois fae? –preguntó ella.

–¿Quién eres tú, mujer?

Kane reconoció aquella voz masculina. Era Sabin, su líder, guardián del demonio de la Duda. Sabin era capaz de romperle el cuello a una mujer si creía que había hecho daño a cualquiera de sus soldados.

–¿Yo? –dijo la chica–. No soy nadie y no he hecho nada. De verdad.

–Mintiendo solo vas a conseguir empeorar tu situación –dijo una segunda voz.

Kane la reconoció de inmediato. Era Strider, guardián del demonio de la Derrota. Al igual que Sabin, Strider no dudaría en atacar a una mujer si con ello defendía a un amigo.

La presencia de sus compañeros debería haberlo reconfortado, pues eran dos hermanos, la familia que tanto necesitaba; sabía que ellos lo protegerían y harían todo lo que estuviera en su mano para que se recuperase. Pero se sentía tan expuesto emocionalmente a causa de las heridas y las humillaciones que había sufrido, que lo único que sentía era que había dos testigos más de su vergüenza.

–Madre mía. ¿Por qué no os habéis puesto antes a la luz? Ya sé quién sois –la chica parecía asombrada–. Sois... sois... vosotros.

–Sí y también somos los que van a acabar contigo –dijo Sabin.

El guerrero había dado por hecho que aquella chica de pelo negro era la responsable de la situación de Kane. Se equivocaba. Kane intentó incorporarse, pero los músculos del estómago no le respondían, aún no estaban unidos del todo.

–No te lo tomes a mal, por favor –respondió la chica–, pero debe de ser la amenaza más pobre que he oído en toda mi vida, y eso que Kane también me ha dicho unas cuantas. Sois dos guerreros conocidos y temidos en todo el mundo por vuestra fuerza y astucia; seguro que puedes decir algo más aterrador.

No era la primera vez que, a pesar del incesante dolor que sentía, le daban ganas de sonreír al oír las cosas que podían salir de esa boquita. Y lo cierto era que no comprendía cómo podía tener ganas de sonreír.

–¿Es posible no tomarse eso a mal? –replicó Sabin–. Vigila la puerta –le dijo a Strider–. Voy a descuartizar a esta listilla.

–No, jefe, yo también quiero hacerlo.

–¿Eso quiere decir que vamos a luchar a muerte? –preguntó ella sin el menor atisbo de preocupación.

–Sí –respondieron los dos hombres al unísono.

–Está bien. Entonces vamos allá, ¿no?

Kane se puso en tensión.

–¿Lo dice en serio? –le preguntó Sabin a Strider.

–No puede ser.

–Claro que lo digo en serio –aclaró ella–. Muy en serio.

Era mucho decir para una chica tan pequeña.

Una chica que no dejaba de confundir a Kane.

Lo había atendido con suavidad y ternura, pero sus heridas no eran solo físicas. Tenía otro dolor que le recordaba que seguía vivo, una punzada que le comía las entrañas como una enfermedad, como un temor que lo devoraba y le pedía a gritos que se alejara de aquella mujer cuanto antes. Pero en lo más profundo de su ser, donde residían sus instintos más primarios, lo consumía la necesidad de aferrarse a ella y no dejarla escapar jamás.

Era hermosa, divertida y dulce. Cada vez que la miraba oía en su cabeza una palabra. «Mía. Mía. MÍA».

Era un grito constante, innegable, imparable. Pero no estaba bien. Cada vez que había intentado mantener una relación, el mal que llevaba dentro se había encargado de destrozarla... y también a la mujer en cuestión. Ahora, después de todo lo que le había ocurrido...

Sintió unas náuseas tan poderosas que tuvo que apretar los puños. No, no quería hacer suya a ninguna mujer.

–¿Tienes ganas de morir? –le preguntó Strider a la chica, paseando a su alrededor.

–¿Intentas buscar excusas para no pelear? –respondió ella–. ¿No crees que puedas conmigo?

El guerrero respiró hondo.

La muchacha acababa de retarlo, no sabía si consciente o inconscientemente, y el demonio del guerrero había aceptado el desafío. Strider haría todo lo que estuviese en su mano para vencer y Kane no podía culparlo por ello porque cada vez que perdía un desafío, se veía sometido a un dolor agonizante durante días.

Todos los demonios llevaban consigo una maldición.

«Tengo que detenerlo». Le perteneciera o no aquella chica, Kane no quería que sufriera ningún daño. Sabía que se volvería loco si veía una sola magulladura en aquella piel bronceada y perfecta, ya podía sentir cómo crecía la oscuridad en su interior y cómo se le escapaba el control de las manos, dejando paso a la violencia.

Mientras intentaba de nuevo incorporarse, oyó unos pasos que hicieron temblar el suelo. Oyó también el roce de la ropa, después el de la carne y más tarde el de los metales.

Strider y Sabin no tardarían en acabar con ella.

–¿Eso es todo lo que podéis hacer? –los provocó la chica entre jadeos de cansancio–. Vamos, chicos. ¡Vamos a hacer que sea una lucha memorable, digna de aparecer en los libros de Historia!

–¡No! –intentó gritar Kane, pero ni siquiera él mismo lo oyó.

Strider pasó por encima de él. Volvió a oírse el choque de los metales.

–¿Cómo vamos a hacer algo memorable? –dijo Sabin–. Lo único que estás haciendo es esquivar nuestros golpes.

–Lo siento. No es mi intención, es el instinto el que me obliga a hacerlo.

Cualquiera que no conociera el secreto deseo de la chica como lo conocía Kane habría pensado que era una conversación muy extraña.

La lucha continuó, los dos hombres perseguían a la chica por la habitación, saltando sobre los muebles, chocando contra las paredes, lanzándole sus armas y fallando cada golpe porque ella siempre conseguía esquivarlos.

Las ansias de violencia eran cada vez más fuertes.

–No le hagáis daño –consiguió decir–. Todo lo que le hagáis a ella, os lo haré yo después a vosotros –haría cualquier cosa para protegerla.

«¿Incluso en este estado tan lamentable?».

Hizo caso omiso a la humillante pregunta.

Esa era la cuestión, aún tenía muchas preguntas que hacerle a aquella chica y esa vez iba a asegurarse de que respondiera de un modo satisfactorio, si no... no sabía qué haría si no lo hacía. En aquella cueva había perdido cualquier sentimiento de compasión y misericordia.

La amenaza de Kane bastó para que Sabin se detuviera en seco y bajara las armas.

Strider, sin embargo, no parecía tan dispuesto a rendirse y por fin acababa de conseguir agarrar a la chica del pelo. Ella chilló con todas sus fuerzas mientras el guerrero la apretaba contra sí.

Kane logró ponerse en pie, con la intención de hacer pedazos a los otros dos guerreros. «Mía». Apenas dio un paso se tropezó con algo gracias al demonio y cayó de bruces al suelo. El dolor era inaguantable.

Antes de que la chica tuviese ocasión de gritar o de maldecir a Strider, el guerrero la tumbó boca abajo en el suelo y la inmovilizó poniéndole una rodilla entre los hombros. Ella no dejó de forcejear, pero le resultaba imposible librarse del fuerte guerrero.

–He dicho que... no le hagáis daño –gritó Kane con la poca fuerza de la que disponía.

–Oye, que apenas la he tocado. Pero he ganado –anunció Strider con una enorme sonrisa en los labios.

Sabin se acercó hasta Kane, se arrodilló junto a él y lo ayudó a sentarse con increíble delicadeza, aunque aun así el dolor era desgarrador.

–No sabes cuánto tiempo llevamos buscándote –le dijo su amigo en un tono con el que pretendía hacerle sentir mejor, pero nada podría conseguirlo–. No pensábamos rendirnos hasta encontrarte.

–¿Cómo? –fue todo lo que consiguió decir mientras le suplicaba en silencio que lo soltara.

Sabin comprendió la pregunta, aunque no la súplica.

–Un periódico sensacionalista publicó que había una mujer llevando a hombros a un tipo enorme por las calles de Nueva York. Torin se sirvió de su magia para ver lo que habían grabado las cámaras de seguridad de la zona y ahí estabas tú.

La chica lo miró desde el suelo.

–Oye, ¿no te das cuenta de que no le está gustando que lo tengas agarrado? –le dijo a Sabin con la respiración entrecortada–. Suéltalo.

¿Cómo había podido darse cuenta ella y no uno de sus mejores amigos?

–Kane está bien –aseguró Strider–. ¿Por qué llevas guantes, mujer?

Pero ella no respondió a la pregunta, sino que hizo una ella:

–¿Vas a matarme ahora?

–¡No! –rugió Kane. «¡MÍA! ¡MÍA!

Strider se guardó los dos puñales y se puso en pie. La chica se levantó también en cuanto pudo. El pelo le caía sobre la frente y las mejillas, pero ella se lo apartó de inmediato y se puso los mechones detrás de las puntiagudas orejas.

La mayoría de los fae preferían no salir de su reino. No eran una raza muy querida y los inmortales primero atacaban y luego hacían preguntas. No obstante, Kane había conocido a algunos fae a lo largo de los siglos. Todos ellos habían tenido el cabello blanco y la piel pálida. Sin embargo aquella tenía una melena negra como el azabache, sin una sola ondulación, y la piel bronceada. ¿Sería porque era mitad humana?

Pero sus ojos sí eran los típicos de los fae. Grandes y azules como una extraña piedra preciosa cuyo color se aclaraba y oscurecía dependiendo de su estado de ánimo. En aquel momento eran cristalinos, casi sin color. ¿Estaría asustada?

Al demonio del Desastre parecía gustarle la idea, a juzgar por sus ronroneos de aprobación.

«Calla», le ordenó Kane. «Te mataré si no lo haces».

El ronroneo se convirtió en una carcajada. Kane tuvo que hacer un esfuerzo por seguir respirando, con calma y control. Habría deseado arrancarse las orejas para no escuchar aquella risa. Quería hacer pedazos la habitación, destrozar los muebles y tirar abajo las paredes. Quería... agarrar a la chica y llevársela de aquel terrible lugar.

La miró a los ojos y de pronto encontró en su rostro la sonrisa más dulce del mundo. Una sonrisa que parecía decirle que todo iba a salir bien.

Su furia disminuyó de golpe.

Así de simple.

¿Cómo lo había hecho?

De todas las imágenes que había adoptado, aquella era sin duda la más bella. Tenía las pestañas más largas que había visto nunca, los pómulos marcados, la nariz perfecta, los labios en forma de corazón y la barbilla ligeramente puntiaguda.

Era como una muñeca que hubiese cobrado vida. Olía a romero y hierbabuena, como un pan recién hecho tras el que se disfrutaba de un licor de menta. En otras palabras, olía a hogar.

«Mía».

«Jamás», el demonio se revolvió de golpe y empezó a temblar el suelo.

Estúpido demonio. Como cualquier otra criatura, Desastre sentía hambre de vez en cuando, pero a diferencia de cualquier otro ser, sus alimentos preferidos eran el miedo y la ira. Así pues, cuando deseaba comer algo, provocaba alguna catástrofe que siempre sufría Kane y aquel que se encontrase cerca de él.

A veces se trataba de pequeñas catástrofes, una bombilla que explotaba o un suelo que se abría bajo sus pies. Pero la mayoría de las veces, eran de proporciones mucho mayores; ramas que se desprendían de los árboles, coches que chocaban, edificios que se derrumbaban.

Sintió las garras del odio clavándosele en el pecho.

«Algún día me libraré de ti. Algún día conseguiré acabar contigo».

El demonio se echó a reír.

«Formo parte de ti, así que no podrás librarte de mí. Jamás».

Kane pegó un puñetazo al suelo. Hacía mucho tiempo le habían dicho los Griegos que solo la muerte lo apartaría de su demonio, su muerte, porque Desastre seguiría viviendo eternamente. Quizá fuera cierto. Pero quizá no. Los Griegos eran famosos por sus mentiras. En cualquier caso, Kane no quería arriesgarse a morir. Era tan retorcido que quería ver cómo Desastre caía derrotado y tan frío que quería ser él el que le asestara el último golpe.

Tenía que haber una manera de conseguirlo.

–¿Verdad? –estaba diciendo la chica.

Su voz lo llevó de vuelta al presente.

–Kane, ¿tú le has prometido eso? –le preguntó Sabin.

La chica le había estado hablando a él, así que podía imaginar lo que le había dicho.

–No, no le he prometido nada –respondió, negando con la cabeza a pesar de que el cuello apenas tenía fuerzas para sostenerla.

–Pero... pero... debe de fallarle la memoria –la chica miró a Strider con los ojos inundados de un intenso color azul cobalto que los convertía en dos océanos de furia–. ¿Y tú, qué? ¿Vas a cumplir tu parte del trato?

–¿Yo? –preguntó Strider.

–Sí, tú.

–¿Y qué es lo que quieres que haga?

Estaba visiblemente asustada, pero habló de todos modos:

–Quiero que... que agarres el puñal y... me lo claves en el corazón.

El guerrero parpadeó y meneó la cabeza.

–Lo dices en serio, ¿verdad? Realmente quieres morir.

–No, no quiero, pero necesito morir –susurró ella con gesto de fracaso más que de furia.

Kane se tragó las ganas de rugir al recordar lo que la chica le había dicho en la cueva:

«Te sacaré de aquí y te llevaré al mundo de los humanos, pero a cambio tú me matarás. Quiero que me lo prometas».

Quizá entonces no la hubiera creído, quizá había estado demasiado centrado en su propio dolor como para prestarle atención. Sin embargo, ahora no soportaba la idea de que quisiera morir... No, no. Antes moriría él.

–¿Entonces por qué has esquivado los golpes? –quiso saber Strider.

–Ya te lo he dicho. El instinto. Pero la próxima vez lo haré mejor, te lo prometo.

«Mía», Kane sintió de nuevo el rugido que crecía más y más en su interior... hasta escapar.

–¡Es mía! Si la tocas, te mataré.

Sabin y Strider lo miraron con asombro. Kane siempre había sido el guerrero tranquilo, jamás les había levantado la voz a sus amigos. Pero ya no era como antes, jamás volvería a ser ese hombre.

–Por favor –le suplicó ella al guerrero mientras sus ojos adquirían un tono más suave. Parecía muy desesperada.

La rabia de Kane crecía al mismo tiempo que la desesperación de ella.

Debía de haberle ocurrido algo terrible para que hubiese llegado a la conclusión de que la única opción que tenía era morir. ¿Acaso alguien la había...? ¿La habían forzado...? No podía ni pensarlo. Si lo hacía, estallaría. O se acurrucaría contra ella y se echaría a llorar.

Levantó la mirada hasta Strider. El corpulento y rubio guerrero, con sus ojos azules oscuros y su retorcido sentido del humor.

–Átala con suavidad y nos la llevaremos –así podría ayudarla.

–¿Qué? –preguntó ella levantando las manos–. De eso nada. A menos que pretendas llevarme a un lugar apartado donde nadie pueda ver la sangre.

Podría haberle mentido, pero lo que hizo fue quedarse callado mientras Sabin lo ayudaba a ponerse en pie. Los huesos rotos protestaron a gritos y las rodillas estuvieron a punto de fallarle, pero se mantuvo firme. No iba a derrumbarse otra vez. No delante de su... de la chica.

–Lo siento, guapa –dijo Strider–. Pero me temo que no eres tú la que decides. Vas a seguir viva, no a morir. Eso es todo.

–Pero... –la chica miró a Kane con gesto de súplica–. He perdido mucho tiempo contigo y no puedo pedir ayuda a nadie más.

–Mejor –cualquiera que intentase hacer lo que ella pedía sufriría una muerte muy dolorosa.

–¿Bien? ¡Pero bueno! –la ira pudo más que la desesperación–. ¡Eres un desalmado y un bruto!

–¿Porque no quiere matarte? Eso sí que es bueno –comentó Strider meneando la cabeza mientras la agarraba.

De pronto, la chica le pegó una patada entre las piernas y, cuando Strider se encogió de dolor, salió corriendo de la habitación, gritando.

–¡No sabes cuánto me has decepcionado, Kane!

Y desapareció en medio de la noche.

Kane intentó ir tras ella, pero fue entonces cuando le fallaron las rodillas.

–¡Vuelve aquí, mujer!

Pero no lo hizo.

Kane experimentó una furia que nada tenía que ver con lo que había sentido antes. Iba a encontrarla fuera como fuera. La buscaría por todas partes, hablaría con todos los que la hubiesen visto y aquel que no supiera decirle hacia dónde había ido, moriría entre sus manos. Dejaría un rastro de sangre a su paso y ella sería la única culpable. Iba a...

«No harás nada», dijo Desastre con una carcajada.

Una carcajada que dolía aún más porque Kane no podía levantarse del suelo.

–Tráemela –le gritó a Strider.

Pero el guerrero estaba sufriendo su propia agonía. Acababa de poder con él una chiquilla enclenque; su demonio iba a causarle mucho dolor durante días.

–¡Ve tú! –le ordenó Kane a Sabin.

–No, no pienso perderte de vista.

–¡Ve! –insistió él.

–No vas a conseguir que cambie de opinión por mucho que grites.

Kane intentó arrastrarse hasta la puerta, pero ni siquiera tenía fuerzas para eso. Soltó una retahíla de maldiciones.

¿Por qué nada podía salirle bien aunque fuera una vez?

Desastre se echó a reír de nuevo.

Capítulo 3

Reino de la Sangre y de las Sombras

Una semana después

Kane se levantó de la enorme cama y fue hasta el cuarto de baño, desnudo. Se metió en la ducha y dejó que el agua caliente cayera sobre su piel recién curada. Las magulladuras y contusiones habían desaparecido por fin, pero aún tenía los músculos agarrotados.

Todavía no se había disipado la furia que había sentido al perder a su salvadora y el odio que sentía hacia Desastre seguía consumiéndolo por dentro. Y los recuerdos... eso era lo peor.

Lo asediaban día y noche. A veces estaba en la cama, mirando al techo y de pronto se sentía transportado al infierno, volvía a estar encadenado de pies y manos. Otras veces estaba en la ducha, como ahora, con el agua cayéndole por el cuerpo y de repente volvía a ver la suciedad, la sangre y... las demás cosas que habían cubierto su piel después de la tortura y, por mucho que se frotara, no lograba limpiarse.

Tenía la clara impresión de que durante dicha tortura había ocurrido algo que le había cortado las conexiones del cerebro y, mientras se curaba físicamente, esas conexiones se habían unido de manera errónea. La oscuridad se había convertido en un perfume que expulsaba por todos los poros y la rabia habitaba dentro de él, ansiosa por encontrar un objetivo con el que estallar.

Nadie estaba a salvo.

Había perdido el apetito. Era incapaz de dormir porque cualquier ruido hacía que se sobresaltara y buscara rápidamente un arma.

En otro tiempo había hecho frente a todos los golpes que le daba la vida, amoldándose a la situación y era un tipo más amable. Pero ya no se amoldaría a nada, ahora era un animal herido y rabioso que a veces no podía contener tanta violencia. Tenía que castigar cualquier agravio de inmediato para que nadie volviera a creer nunca más que podía desafiarlo.

El desorden de su habitación era prueba de ello.

Se duchó rápidamente y luego se secó con movimientos rígidos y forzados. Después estudió la imagen que le ofrecía el espejo. Tenía la piel pálida y el agua del pelo le goteaba sobre los hombros y el pecho. Había perdido tanto peso que tenía la cara demacrada. Apretaba los labios como si jamás hubiera sonreído y quizá fuera así porque los pocos momentos de diversión que recordaba haber vivido ahora le resultaban ajenos, como si no le pertenecieran. Todo lo positivo le había sucedido a otro. No había duda.

Pero lo que más le preocupaba de su aspecto era que sus ojos ya no eran una mezcla de verde y marrón, sino de verde, marrón... y rojo. Rojo como el demonio.

Sintió repugnancia. Desastre trataba de controlarlo y lo cierto era que estaba consiguiéndolo a base de recordarle lo que había ocurrido en aquella cueva.

«Esas manos... esas bocas... y tú, completamente indefenso».

Se sentía tan sucio, tan contaminado.

«Un látigo en las piernas. Un puñal en las costillas».

Era un fracaso.

«El aliento caliente sobre la piel... los besos... las lenguas».

Mientras luchaba por respirar, Kane apoyó las manos en el lavabo y le dio igual sentir que se resquebrajaba la porcelana bajo su peso. Quería arrancarse a Desastre del pecho y estrangularlo con sus propias manos.

Sí. Así sería como moriría el culpable de su tormento.

Y sería pronto.

Si lograba pensar con claridad aunque solo fuera un momento, encontraría la manera de poder hacerlo. El problema era que las pocas veces que no estaba invadido por los recuerdos de la cueva, no podía dejar de pensar en la chica del motel. La fae. Sintió de pronto la misma tensión que cuando ella lo había tocado. Maldijo entre dientes.

Era deseo.

Recordó la adoración que había en su rostro mientras lo miraba, como si pensara que era especial. Una mirada que aún no comprendía... pero que quería volver a ver.

Recordó también las absurdas palabras que le había dicho:

«Yo no miento, las pocas veces que lo hago no lo hago intencionadamente, pero ahora te estoy diciendo la verdad. Lo prometo».

«Debes de pesar cien kilos, cien magníficos kilos».

«He tachado un segundo tras otro en mi corazón».

Tenía curiosidad por saber qué otras cosas le diría. ¿Quién era? ¿Dónde estaba?

¿Se vería atormentada por recuerdos que preferiría olvidar? ¿Estaría herida? ¿Sola? ¿Asustada?

Unas cuantas veces había visto en su rostro que el temor conseguía borrar su adoración y su descaro hasta hacerla estremecer.

Él comprendía perfectamente lo difícil y desesperante que era no poder escapar del pasado.

¿Habría encontrado a alguien que acabara con ella? ¿Lo habría hecho ella misma?

¿O seguiría viva?

Dejó caer los brazos, todavía con los puños apretados. Esa mujer era suya. No... no lo era.

De todos modos, sabía que no iba a ocuparse de su problema hasta que se hubiese ocupado de ella. No podía dejarla sola sabiendo que estaba desesperada, asustada y, probablemente, en peligro. Esa chica lo había salvado cuando se encontraba en la situación más horrible que había vivido nunca. Por mucho que hubiese salido huyendo, tenía que ir en su busca y salvarla, pues seguramente también ella estaba en la situación más horrible de su vida.

En realidad tenía razón. Estaba en deuda con ella e iba a pagar dicha deuda. Aunque no como ella esperaba. Lo que haría sería ayudarla como no podía ayudarse a sí mismo, así al menos uno de los dos podría ser feliz.

Ella merecía ser feliz.

Si es que seguía viva.

Respiró hondo. Más valía que siguiera vida, si no... Sin llegar a terminar el pensamiento, le pegó un puñetazo al espejo que lo rompió en mil pedazos. El ruido de cristales rotos retumbó en el diminuto cuarto de baño. Se le clavaron varios trozos en el muslo; seguro que era un regalo de Desastre. Apretó los dientes y se los quitó uno por uno.

Después de ayudar a la chica podría concentrarse en matar al demonio y no pensaba rendirse hasta conseguirlo. No podía aguantarlo más, ni quería que sus amigos tuvieran que seguir soportándolo también porque suponía un peligro demasiado grave para todos los que le rodeaban, entre los cuales había muchos inocentes.

Decidió que se iría ese mismo día y no volvería.

Sintió el peso de la tristeza sobre los hombros, aplastándolo. No podía contarles a sus amigos lo que había decidido porque no lo entenderían e intentarían convencerlo de que no lo hiciera. Quizá incluso intentaran encerrarlo por «su propio bien».

No sería la primera vez.

Kane no iba a esconderse, pero tampoco iba a decirles la verdad. Se despediría de ellos como si tuviera intención de volver después de ayudar a su salvadora. Solo él sabría que no sería así. En realidad estaría despidiéndose para siempre.

Con las mandíbulas apretadas, Kane se ató todas las armas al cuerpo. Llevaba varios puñales, dos pistolas Sig y varios cargadores. Se puso una camiseta negra, pantalones de camuflaje y sus botas militares y, ya vestido, salió del baño pisando los cristales mientras su mente se llenaba de risas perversas.

Ese estúpido demonio.

Durante su ausencia, los amigos de Kane se habían trasladado a una fortaleza situada en el Reino de Sangre y Sombras, un recóndito lugar entre la tierra y el nivel más bajo de los cielos. Recorrió el pasillo sin poder dejar de mirar las imágenes que llenaban las paredes y en las que se veía a una bella rubia en todo tipo de poses; reclinada sobre un sofá, de pie en medio de una rosaleda, bailando encima de una mesa, tirando un beso, guiñando un ojo.

Se llamaba Viola y era una diosa menor de algo, además de ser la portadora del Narcisismo. Kane no pudo evitar pensar que era como el esperma: tenía aproximadamente una posibilidad entre tres millones de convertirse en un ser humano con sentimientos. Esa mujer lo ponía tremendamente nervioso.

Bajó las escaleras y recorrió un nuevo pasillo, aquel lleno de absurdos retratos de los guerreros ataviados con lazos, encajes y sonrisas... y nada más. Los había pintado un muerto al que se los había encargado sin permiso Anya, prometida de Lucien y diosa de la anarquía.

Por fin llegó a su destino, la habitación de Maddox y Ashlyn. Primera parada del recorrido de despedida.

Maddox era el guardián de la Violencia y Ashlyn había dado a luz hacía poco a los hijos gemelos del guerrero.

Se quedó un rato observando a Ashlyn en silencio. Era una mujer de belleza delicada, con la piel y el cabello del color de la miel. Estaba sentada en una mecedora, cantando al pequeño que tenía en brazos. A su lado, Maddox ocupaba una segunda mecedora. Ver a un hombre tan bruto, de pelo negro y ojos violetas, besarle los deditos a un bebé le provocó una extraña sensación a Kane. Algo se le movió por dentro, como si se le hiciera un nudo, y sintió un dolor parecido al que le había provocado la chica de orejas puntiagudas.

¿Qué era?

Allí estaba también William el Cachondo, también conocido como el Caliente o Derrite Bragas, pensó Kane meneando la cabeza. Estaba sentado a los pies de la cama, con un edredón rosa alrededor de su cuerpo curtido en mil batallas. Ni siquiera algo tan femenino como aquel edredón conseguía restar intensidad a su fuerza. William no estaba poseído por ningún demonio, pero nadie comprendía bien su comportamiento. Lo único que sabían era que tenía un temperamento al que pocos eran capaces de enfrentarse y una crueldad que Kane no había visto en ningún otro ser. William sonreía cuando mataba a sus enemigos y se reía cuando apuñalaba a sus amigos.

–¿Cuándo me toca a mí? –protestó William–. Quiero agarrar a mis preciosidades. ¿He dicho preciosidades? Bueno, da igual. ¡Los quiero!

Vaya. Eso sí que era nuevo.

–No son tuyos –espetó Maddox tratando de no levantar la voz para no despertar a los pequeños.

–En cierto modo, sí. Yo los traje al mundo –le recordó William.

–Pero yo los engendré.

–Menudo mérito. La mayoría de los hombres son capaces de eso, pero no muchos saben abrir a una mujer de lado a lado para sacarle dos pequeños de... de donde sea –dijo William mientras Maddox empezaba a resoplar.

Kane entró en la habitación para agarrar al pequeño, seguro de que se avecinaba una pelea.

Fue en ese momento cuando William se percató de su presencia.

–Desastre. ¿No podrías haberte mantenido alejado de los bebés más bonitos del mundo? –miró a los pequeños–. Sí, sí, eso es lo que sois.

Era repugnante.

Se sorprendió a sí mismo al reaccionar de una manera tan negativa. En otro tiempo habría estado al lado de William, diciendo esas mismas cosas a los bebés. Por las noches solía soñar que también él tenía ese final feliz. Una mujer que lo quisiera y unos hijos preciosos. Hasta que las siervas habían intentado robarle la semilla y...

–No me llames por el nombre del demonio –dijo con una furia que sobresaltó a los pequeños y los hizo llorar. Se maldijo a sí mismo–. Lo siento. Pero yo no soy ese asqueroso... –volvió a gritar–. Perdón. Ten cuidado con lo que dices, ¿de acuerdo?

–Baja la voz –le dijo William en tono severo.

Todo el mundo guardó silencio.

Ashlyn miró a Kane y le dio la bienvenida con la mirada. No se parecía en nada a su chica, no, no era su chica, se corrigió de inmediato; sin embargo le recordó a ella. Quizá por la delicadeza de su rostro, o por el modo en que se preocupaba por los demás.

–¿Quieres agarrar a Urban?

–No, gracias –respondió Kane al mismo tiempo que Maddox decía:

–No, no quiere.

Kate prefirió no pensar en lo duro que era oír esas palabras, sabía que estaban justificadas porque era un peligro para todos los que estuvieran cerca de él.

–Solamente quería verlos un momento antes de... Me marcho dentro de unas horas, tengo que ayudar a una mujer –trató de tragar el nudo de emoción que tenía en la garganta.

–Entonces acércate –le pidió Ashlyn–. Sabin y Strider mencionaron a la mujer de orejas puntiagudas que estaba contigo en Nueva York. Me gustó lo que dijeron de ella.

–Es... –magnífica, preciosa, aguda–. Distinta –se le tensaron los músculos al acercarse a las mecedoras.

William se puso en pie y se acercó también para después quedarse junto a él, con la mano sobre la empuñadura del cuchillo. Probablemente quería proteger de Kane a los bebés.

No podía culparlo por ello.

–¿Te acercas tanto a mí porque quieres saber qué sabor tengo? –le preguntó al guerrero. Siempre era mejor bromear que ponerse furioso o, lo que sería mucho peor, llorar.

–Es posible –dio un paso atrás para darle un poco más de espacio–. Aunque la verdad es que, si hablas de sabores, debo decirte que me gusta tener amantes más maduros.

–Soy muy maduro. Tengo edad suficiente para tirarme a tu madre.

–Vamos, mi madre se comería tu hígado para desayunar y tus riñones para cenar.

–No podéis ser más desagradables –les pidió Ashlyn.

–Sí podemos –respondieron los dos al unísono.

Urban soltó una risilla como si entendiera lo que decían. El pequeño tenía la cabeza cubierta de pelo negro y los ojos del mismo color violeta que su padre, aunque tenía una mirada más seria e inteligente de lo que se podría esperar en un recién nacido. Mientras lo miraba, Kane vio que le aparecían dos cuernos en la cabeza y se le cubrían las manos de escamas negras.

–¿Un mecanismo de protección? –dedujo.

–Eso creemos –respondió Ashlyn, algo avergonzada–. No pretende ofenderte.

–Lo sé –apartó la mirada del pequeño.

Su hermana gemela, Ever, tenía el pelo de color miel como su madre, unos brillantes ojos casi dorados y una boca de la que asomaban unos dientes afilados.

Hacía poco más de un mes que habían nacido, pero parecían bastante más mayores.

La niña lo miró de arriba abajo y luego centró la mirada en William, a quien le echó los brazos de inmediato. El guerrero, encantado, agarró a la pequeña de los brazos de su padre y dejó que apoyara la cabecita en su hombro, tan satisfecha como él.

–¿No es la mejor? –dijo William con fascinación–. Nació con garras, pero han ido disminuyendo, ¿verdad, princesa? Seguro que vuelven a aparecer si algún imbécil intenta quitarte algo que no quieras darle, ¿a que sí?

Kane volvió a sentir ese dolor en el pecho.

–Son los dos preciosos –les dijo a los orgullosos padres con total sinceridad antes de sacar un puñal con el mango adornado con piedras preciosas–. Esto es para Ever –le dijo a Maddox–, de su tío Kane.

Maddox recibió el regalo con gesto de agradecimiento. Kane sacó el otro puñal gemelo y lo dejó en la mesa junto a Ashlyn.

–Y este es para Urban.

–Es un detalle precioso –respondió ella con una dulce sonrisa en los labios–. Seguro que les va a encantar.

–Pues a mí no me hace ninguna gracia –soltó William–. Aleja esas armas tan peligrosas. Mis niños no pueden jugar con cuchillos hasta dentro de un par de meses. ¿A qué viene darles ahora regalos? ¿Por qué no esperas hasta el momento adecuado y...? –de pronto clavó la mirada en Kane y apretó los labios.

¿Acaso sospechaba la verdad... que se iba para siempre?

No importaba. Kane hizo caso omiso a sus palabras y se dirigió a Maddox, poniéndole una mano en el hombro.

–Quería darte las gracias por todo lo que has hecho por mí. No sé cómo decirte con palabras lo importante que eres para mí –no esperó a que su amigo respondiera; no podía hacerlo. Le ardían los ojos. Seguramente se le había metido una mota de polvo.

Salió de la habitación con la intención de ir en busca de los demás guerreros, a los que quería más que a su propia vida. Torin, Lucien, Reyes, Paris, Aeron, Gideon, Amun, Sabin, Strider y Cameo. Llevaban siglos luchando juntos, salvándose los unos a los otros y vengándose de cualquier afrenta que sufriera alguno de ellos. Era cierto que durante muchos años se habían dividido en dos grupos, uno que luchaba contra los Cazadores y otro que pretendía vivir en paz. Pero en el fondo siempre habían estado juntos y cuando había estallado la guerra, habían vuelto a unirse con un solo propósito. Sobrevivir.

Sabía que todos los guerreros se quedarían destrozados con su marcha, porque en otra ocasión habían perdido a un compañero y lo habían llorado durante siglos. Ninguno de ellos se había recuperado aún de la muerte de Baden, guardián de la Desconfianza.

Pero Kane no tuvo oportunidad de encontrar a ninguno de ellos porque William se interpuso en su camino.

–Te marchas –le dijo el guerrero.

–Sí –eso ya se lo había dicho.

–Para siempre –era una afirmación, no una pregunta.

Quería mentir, pues sabía que William podría intentar detenerlo o decírselo a los demás y entonces ellos sin duda intentarían detenerlo. Sin embargo no lo hizo.

–Sí –dijo. A los demonios les encantaba mentir y, aunque solo fuera para negarle ese placer a Desastre, dijo la verdad.

–Entonces me voy contigo –anunció William.

Kane se detuvo en seco y miró al otro guerrero sin disimular su tensión.

«Respira».

–¿Por qué? –le preguntó con más fuerza de la que habría querido–. Ni siquiera sabes dónde voy ni lo que pretendo hacer.

–Puede que necesite un poco de distracción –respondió, encogiéndose de hombros–. Últimamente he estado persiguiendo a un Enviado, un pequeño matón llamado Axel, pero ha resultado ser muy astuto y está empezando a molestarme.

Los Enviados patrullaban por los cielos matando demonios. Tenían alas como los ángeles, pero eran tan vulnerables a las emociones como los humanos. En aquel momento los Señores y los Enviados estaban en el mismo equipo, pero todo el mundo sabía que podía dejar de ser así en cualquier instante.

Kane lo miró a los ojos fijamente.

–Puede que creas que necesito una niñera.

–Sí, eso también –como de costumbre, William hizo gala de no sentir la menor vergüenza.

–No te necesito y desde luego no quiero tenerte cerca, molestando.

William se llevó la mano al pecho como si lo hubiera ofendido.

–¿Qué te ha pasado? Antes eras mucho más amable.

–La gente cambia.