El autobús de la miel - Meredith May - E-Book
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El autobús de la miel E-Book

Meredith May

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Beschreibung

La historia arranca el día en que, tras una pelea brutal entre sus padres, deciden separarse y la madre se va a casa del abuelo, descendiente de una tribu india. El libro es el viaje real de la autora, May, llegando al corazón de una colmena para encontrarse a sí misma y la idea de familia, trabajo, esfuerzo y la colectividad que le negaron sus padres, siempre peleándose. Ella terminará aprendiendo la generosidad y la resistencia de una fuente bastante inesperada: las abejas que su abuelo y líder guarda en Big Sur. Estas memorias revelan las lecciones, treinta años después, de vida que aprendió con su abuelo.

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«Así trabajan las abejas, criaturas que por ley natural le enseñan el arte del orden a los reinos de la gente.»William Shakespeare, Enrique V

Prólogo

Enjambres

1980

La temporada de enjambres siempre llega por teléfono. El teléfono rojo de disco cobraba vida todas las primaveras cada vez que las personas llamaban frenéticas para reportar abejas en sus paredes, en sus chimeneas o en sus árboles.

Vertía la miel del abuelo sobre mi pan de maíz cuando él salió de la cocina con esa sonrisa pícara que indicaba que otra vez habríamos de dejar enfriar nuestro desayuno. Yo tenía diez años y había atrapado enjambres con él por casi media vida, así que sabía lo que seguiría a continuación. Engulló su café de un sorbo y se limpió el bigote con el brazo.

—Nos conseguí uno más —dijo.

Esta vez la llamada provenía de un racho de tenis privado, aproximadamente a kilómetro y medio de Camel Valley Road. Al sentarme en el asiento del copiloto en su camioneta destartalada, pisó ligeramente el pedal para darle aliento y revivirla. El motor al final encendió y salimos rechinando de la cochera, revolviendo una nube de terracería detrás de nosotros. Zumbó al pasar por los letreros del límite de velocidad, los cuales, me enteré al viajar con la abuela, indicaban que debía ir a cua­renta. Debíamos darnos prisa para atrapar la plaga, pues a las abejas podía ocurrírseles volar hacia otro lugar.

El abuelo bajó al club de tenis y se detuvo derrapando cerca de una barda de ganado. Recargó su hombro contra la puerta cerrada y la abrió con un rechinido. Nos acercamos hacia un pequeño ciclón de abejas, una mancha de tinta que rugía en el cielo, que se mecía de izquierda a derecha como una bandada. Mi corazón se aceleró con ellas, aterrado y absorto por igual. Parecía que el aire latía.

—¿Por qué hacen eso? —grité por encima del ruido.

Mi abuelo se arrodilló y se inclinó hacia mi oreja.

—La reina dejó la colmena porque estaba demasiado llena por dentro —me explicó—. Las abejas la siguieron porque no pueden vivir sin ella. Es la única en la colonia que pone huevos.

Asentí para mostrarle al abuelo que había entendido.

El enjambre ahora volaba cerca de un castaño. Cada tantos segundos un puñado de abejas salía disparado del grupo y desaparecía entre las hojas. Me acerqué y miré hacia arriba para observar cómo se juntaban en una rama, junto a una pelota del tamaño de una naranja. Más abejas se unieron al racimo hasta que creció para formar un balón de básquet que palpitaba como un corazón.

—La reina se detuvo ahí —dijo el abuelo—. Las abejas la protegen.

Cuando las últimas abejas llegaron al grupo, el aire nuevamente se quedó quieto.

—Ve y espérame cerca de la camioneta —susurró. Me recargué en la defensa delantera y lo vi subir por una escalera hasta que quedó cara a cara con las abejas. Docenas de ellas caminaron por sus brazos desnudos mientras él serruchaba la rama con una sierra. Justo en ese momento un jardinero encendió una podadora, espantó a las abejas y volvieron a volar aterrorizadas. El zumbido ascendió a un quejido punzante y las abejas se juntaron en un círculo más estrecho y más rápido.

—¡Maldita sea! —escuché al abuelo quejarse.

Le gritó al jardinero y la podadora lentamente se apagó. Mientras mi abuelo esperaba a que el enjambre regresara al árbol, sentí que algo se arrastraba en mi cabeza. Levanté el brazo y toqué pelusa, y luego sentí que unas alas y unas piernas diminutas golpeteaban mi cabello. Me sacudí para espantar a la abeja pero solo se enredaba y alebrestaba más, su zumbido subió al alto tono de un taladro de dentista. Tomé mucho aire para prepararme para lo que sabía que vendría. Cuando la abeja hundió su aguijón en mi piel, el ardor corrió en línea recta de mi cuero cabelludo hasta mis molares, lo que me hizo apretar la quijada. Frenética, volví a buscar en mi cabello, y ahogué un grito al descubrir que otra abeja paseaba en mi cabeza, luego otra; mi alarma formaba, desde mis costillas, un radio externo cada vez más amplio conforme sentía más bultos peludos que los que lograba contar, un pequeño escuadrón de abejas luchando con un terror equivalente al mío.

Luego percibí el aroma a plátanos, aroma que emiten las abejas para pedir refuerzos, y supe que me encontraba bajo ataque. Sentí otra aguda punzada en mi cabeza seguida de un piquete atrás de mi oreja, y me puse de rodillas. Me desmayaba o quizá rezaba. Creía que moría. En cuestión de segundos, el abuelo tenía mi cabeza en sus manos.

—Intenta no moverte —dijo—. Tienes unas cinco más ahí. Las sacaré todas pero es posible que te piquen de nuevo.

Otra abeja me apuñaló. Cada punzada magnificaba el dolor hasta el punto de sentir que mi cabeza se incendiaba, pero sujeté la llanta de la camioneta y me aferré a ella.

—¿Cuántas más? —susurré.

—Solo una más —respondió.

Cuando todo acabó, el abuelo me cargó en sus brazos. Descansé mi cabeza palpitante en su pecho musculoso, resultado de toda una vida de cargar cajas de veintitrés kilos de colmenas llenas de miel. Colocó suavemente su mano callosa sobre mi cuello.

—¿Se te está cerrando la garganta?

Le demostré cuánto podía inhalar y exhalar. Sentía mis labios extrañamente tintineantes.

—¿Por qué no me gritaste? —preguntó.

No tenía una respuesta. No sabía.

Las piernas me temblaban, y dejé que el abuelo me cargara a la camio­neta y me colocara en el asiento de atrás. Las abejas me habían picado antes, pero nunca tantas al mismo tiempo, y el abuelo se preocupó por que mi cuerpo entrara en shock. Si mi rostro se hinchaba, me dijo, tendría que acudir a la sala de emergencias. Esperé con instrucciones de tocar el claxon si no lograba respirar. Mientras tanto él terminaría de serruchar la rama. Sacudió a las abejas para que se metieran a una caja blanca de madera y las llevó a la plataforma de la camioneta mientras yo tocaba y revisaba los bultos ardientes de mi cabeza. Estaban apretados y duros y parecía que se estaban agrandando. Me preocupaba que muy pronto toda mi cabeza se hinchara como una calabaza.

El abuelo se apresuró hacia la camioneta y encendió el motor.

—Solo un minuto —dijo poniendo mi cabeza en sus manos y explorando mi cuero cabelludo con sus dedos. Hice gestos por el dolor, segura de que me apretaba la cabeza con canicas.

—Faltó una —dijo, pasando su uña sucia de lado a lado por mi cabeza para remover el aguijón. El abuelo siempre decía que sacar el aguijón al apretar el pulgar y el dedo índice era la peor forma de hacerlo, pues empuja todo el veneno hacia dentro de ti. Extendió la palma para mostrarme el aguijón adherido y una bolsa de veneno del tamaño de un alfiler—. Y sigue —dijo apuntando al órgano blanco que se doblaba y bombeaba veneno sin percatarse de que ya no se requerían sus servicios. Era asqueroso y me hizo pensar en los pollos que corren sin cabeza, y arrugué la nariz. Lo sacó por la ventana con su dedo y luego volteó hacia mí con una mirada satisfecha, como si acabara de mostrarle mi boleta de calificaciones con puros dieces.

—Fuiste valiente. No entraste en pánico ni nada.

Mi corazón se volcaba en mi pecho, orgullosa de mí por haber dejado que me picaran las abejas sin gritar como una niña.

Ya en casa, mi abuelo añadió la caja de abejas a su colección de media docena de colmenas a lo largo de la cerca trasera. El enjambre ahora era nuestro, y pronto se establecería en su nueva casa. Ya las abejas salían disparadas de la entrada y volaban en círculos pequeños para explorar los alrededores, para aprenderse de memoria los puntos de referencia. Al cabo de unos cuantos días producirían miel.

Al ver a mi abuelo verter agua azucarada en un frasco para ellas, pensé en lo que dijo sobre las abejas que persiguen a la reina porque no pueden vivir sin ella. Hasta las abejas necesitan a su madre.

Las abejas del club de tenis me atacaron porque la reina había huido de la colmena. Se encontraba vulnerable e intentaban protegerla. Mortificadas hasta la locura, se lanzaron contra lo más cercano que pudieron encontrar: yo.

Quizá por eso fue que no grité. Porque lo entendí. Las abejas a veces actúan como las personas. Tienen sentimientos y se asustan. Puedes ver que esto es cierto si te quedas muy quieta y observas cómo se mueven, date cuenta si fluyen juntas, suaves como el agua, o si corren por la colmena temblorosas como si sintieran comezón por doquier. Las abejas necesitan el calor familiar; sola, una abeja seguramente no sobreviviría la noche. Si su reina muere, las abejas obreras corren frenéticas por la colmena, buscándola. La colonia se mengua y las abejas se desaniman y se deprimen. Merodean por la colmena lentamente en vez de recolectar néctar. Matan el tiempo antes de que el tiempo las mate a ellas.

Yo reconocía esa persistente necesidad de una familia. Un día tuve una pero de la noche a la mañana se había ido.

Poco antes de cumplir los cinco, mis padres se divorciaron y de pronto me encontraba en la costa opuesta, en California, arrinconada en una habitación con mi madre y mi hermano menor en la casita de mis abuelos. Mi madre se metió bajo las cobijas hacia un maratón de me­lancolía mientras que mi padre nunca más fue mencionado. En el silencio vacío que le siguió, yo luchaba por entender lo que había sucedido. Conforme crecía mi lista de preguntas, me preocupaba saber quién me las respondería.

Comencé a seguir a mi abuelo por todos lados, me subía a su camioneta por las mañanas y lo acompañaba a trabajar. Así comencé mi formación en los patios de abejas de Big Sur, donde aprendí que una colmena giraba en torno a un principio: la familia. El abuelo me enseñó el idioma secreto de las abejas, cómo interpretar sus movimientos y sus sonidos, y a reconocer los diferentes aromas que lanzan para comunicarse con sus compañeras. Sus cuentos sobre las conjuras shakespearianas de las colonias para derrocar a la reina y a su jerarquía de puestos de trabajo me transportaron a un reino secreto cuando el mío se volvía demasiado difícil.

Con el tiempo, entre más descubría del íntimo mundo de las abejas, más sentido le dotaba al mundo exterior de las personas. Conforme mi madre se hundía cada vez más en la desesperación, mi relación con la naturaleza se hacía más profunda. Aprendí que las abejas se cuidan unas a otras y que trabajan duro, que toman decisiones democráticas sobre dónde buscar alimento y cuándo formar un enjambre, y que hacen planes. Hasta sus aguijones me enseñaron a ser valiente.

Gravité hacia las abejas porque sentí que una colmena contenía sabiduría antigua para enseñarme las cosas que mis padres no podían. Es de la abeja, una especie que ha sobrevivido los últimos cien millones de años, de quien aprendí a perseverar.

Uno

CAMINO DEL VUELO

Febrero de 1975

No alcancé a ver quién lo lanzó.

El molinillo de pimienta voló de un extremo a otro de la mesa del comedor formando un arco fatal hasta aterrizar en el piso de la cocina con una explosión de balines negros. O mi madre intentaba matar a mi padre o viceversa. Con una mejor puntería hubieran podido lograrlo, pues era uno de esos molinillos pesados de madera, más largo que mi antebrazo.

Si tuviera que adivinar, diría que fue Mamá. Ya no lograba soportar el silencio de su matrimonio, así que llamó la atención de Papá lanzando lo que tuviera a su alcance. Arrancó las cortinas de las varillas, lanzó los bloquecitos de Matthew hacia las paredes y azotó los platos contra el piso para asegurarse de que supiéramos que iba en serio. Era su manera de rehusarse a ser invisible. Funcionó. Aprendí a mantener la espalda contra el muro y a tener los ojos sobre ella en todo momento.

Esta noche, su furia contenida radiaba de su cuerpo en ondas, convertía su piel de alabastro en un rosa brillante. Un miedo conocido se asentó en mi estómago mientras contenía la respiración y estudiaba el patrón del papel tapiz de hojas de hiedra enrolladas en ollas de cobre y rodillos, temeroso de que el más mínimo ruido que yo provocara redirigiera el ardiente rayo blanco invisible entre mis padres y dejara una bola de humo donde antes estaba una niña de cinco años. Reconocí la calma antes de la tormenta, la pausa momentánea de utensilios levantados antes del encontronazo verbal. Nadie se movía, ni siquiera mi hermano de dos años, congelado a medio cereal en una silla alta. Papá bajó su tenedor con tranquilidad y le preguntó a Mamá si pensaba recoger el de­sorden.

Mamá soltó su servilleta sobre la comida que seguía sin tocar; otra vez cenábamos chop suey americano: una mezcolanza económica de sopa de coditos, carne molida y cualquier vegetal enlatado que tuviéramos, revueltos con salsa de tomate. Ella prendió un cigarro, larga y lentamente, y luego echó el humo en dirección a Papá. Yo esperaba que él tomara un curso normal de la acción, que desdoblara su largo cuerpo de la silla y desapareciera hacia la sala de estar y le subiera tan alto a los Beatles que ya no pudiera escucharla. Pero esta noche simplemente se quedó sentado, con los brazos cruzados, sus ojos negros viendo hacia Mamá a través del humo. Ella dejó caer las cenizas a su plato sin interrumpir su mirada. Él la vio, el asco se dibujó en su rostro.

—Prometiste dejarlo.

—Cambié de opinión —dijo, inhalando con tanta fuerza que podía escuchar crujir el tabaco.

Papá golpeó la mesa y los cubiertos resonaron. Mi hermano se sobresaltó, luego su labio inferior se enrolló hacia abajo y su respiración se agitó mientras se preparaba para un llanto de cuerpo completo. Mamá de nuevo exhaló en dirección a Papá y entrecerró los ojos. Mis nervios saltaron como una gota de agua en un sartén mientras bajo la mesa yo golpeaba nerviosamente los dedos contra mis muslos, contando los segundos mientras esperaba que uno de ellos se abalanzara. Cuando conté hasta siete, noté el comienzo de una sonrisa sarcástica en las comisuras de la boca de Mamá. Apagó el cigarro en su plato, se levantó y esquivó los granos de pimienta, luego entró en la cocina. La oí golpear las ollas, y luego una tapa cayó al suelo, sonando unas cuantas veces antes de que se detuviera. Algo tramaba, y eso nunca fue bueno.

Mamá regresó a la mesa con una olla, aún caliente, de la estufa. La levantó por encima de la cabeza de Papá y yo grité, consternada por que fuera a matarlo. Él se hizo hacia atrás y su silla chirrió, se levantó y la retó a que la lanzara. Mi estómago se sacudió, como si la mesa y las sillas repentinamente se hubieran levantado del suelo y me hubieran dado vueltas demasiado rápido, como uno de esos juegos mecánicos de tazas de té.

Cerré los ojos y deseé tener una máquina del tiempo para poder volver al año anterior, cuando mis padres todavía se hablaban. Si pudiera regresar al momento justo antes de que todo saliera mal, de alguna manera podría arreglarlo y evitar que este día sucediera. Tal vez les mostraría la olvidada caja de diapositivas de Kodachrome en el sótano, evidencia de que alguna vez se amaron. Cuando sostuve por primera vez los cuadros de papel contra la luz del sol, descubrí que la cara de Mamá alguna vez estuvo llena de risas, que solía usar vestidos cortos y botas blancas brillantes y que fumaba cigarros por un palillo largo como las estrellas de cine. Ella aún lucía el mismo corte de cabello, corto como de niño, pero en ese entonces era un tono de rojo más brillante, y sus ojos parecían más esmeralda. En cada diapositiva, Mamá sonreía o le guiñaba a Papá por encima del hombro. Tomó las fotos poco después de haberla visto inscribirse a las clases en el Monterey Peninsula College, y de invitarla a dar un paseo por la costa a Big Sur.

La había reconocido en algunas fiestas de verano. Ella había sido la que reía a carcajadas, la simpática con un público natural que siempre la seguía. Se dio cuenta de lo fácil que fluía entre una multitud de extraños, lo que sacó a mi tranquilo padre de los rincones. Lo educaron para no hablar nunca a menos de que se le hablara, y le gustaba estudiar a las personas antes de decidir hablar con ellas. Esto lo volvió un poco misterioso ante mi madre, quien se sintió atraída por el desafío de conseguir que se abriera este extraño alto con entradas pronunciadas y los ojos ahumados. Cuando él le contó su plan de unirse a la Armada y viajar al extranjero después de la universidad, Mamá, que nunca había estado fuera de California, cayó rendida.

Se casaron en 1966, y al cabo de cuatro años, la Armada los trasladó a Newport, Rhode Island, donde nacimos Matthew y yo. Después de su servicio, Papá trabajó como ingeniero eléctrico haciendo máquinas que calibraban otras máquinas. Mamá nos llevaba a la carnicería y al supermercado, y se aseguraba de que la cena estuviera en la mesa a las cinco. Desde afuera nuestras vidas parecían pulcras, organizadas, bien encaminadas. Vivíamos en un edificio multifamiliar con tejas de madera, y mi hermano y yo teníamos nuestras propias habitaciones en el segundo piso, conectadas por un rastro de juguetes de Lincoln Logs y piezas de Lite-Brite y plastilina que dejábamos donde fuera que los hubiéramos usado por última vez. Papá instaló un columpio en el porche delantero y jugamos con los vecinos que vivían en las tres casas idénticas al lado de la nuestra. En las mañanas de los fines de semana, Papá entraba a mi habitación e identificábamos las formas en las nubes que pasaban por la ventana, señalando los dinosaurios, los hongos y los platillos. Antes de irse a dormir, me leía cuentos de los hermanos Grimm y, aunque cada historia terminaba con alguna especie de muerte violenta, nunca dijo que era demasiado pequeña para escuchar esas cosas.

Parecía que éramos felices, pero el matrimonio de mis padres ya se estaba estropeando.

Me imagino que al principio intentaron lidiar con sus disputas, pero al final sus desacuerdos se multiplicaron y se extendieron como cáncer hasta que se envolvieron a sí mismos en una gran discusión. Ahora los gritos de Mamá atravesaban continuamente las paredes que compartíamos con los vecinos, por lo que sus problemas sin duda se habían vuelto públicos.

Abrí los ojos y vi a Mamá de pie allí en posición, lista para lanzar la olla de chop suey americano. Sus amenazas iban y venían adelante y atrás, adelante y atrás, el monótono contenido de Papá se combinaba con el falsete ascendente de Mamá hasta que sus palabras se mezclaron en un sonido agudo dentro de mis oídos. Intenté hacerlo desaparecer al tararear «Yellow Submarine» suavemente. Es la canción que Papá y yo solíamos cantar juntos usando cucharas de madera como micrófonos. Cuando la música llenaba nuestra casa. Papá grabó todas las canciones de los Beatles desde la radio o desde discos de vinilo en carretes de cinta, que guardó en cajas de plástico color hueso en la estantería, alineadas como dientes. Escuchaba las cintas en su magnetófono y, últimamente, prefería «Maxwell’s Silver Hammer» —la del hombre que mata a sus enemigos a golpes— a todo volumen desde la sala hasta que Mamá inevitablemente le decía que le bajara al escándalo.

Yo me encontraba en algún punto del segundo verso cuando la vi levantar el brazo, y el asa de la olla se soltó de su mano en lo que parecía cámara lenta. Papá se agachó, y nuestras sobras de la cena volaron por el aire hasta chocar contra la pared, donde se deslizaron hacia el suelo, lo que dejó una mancha tras de sí mientras se juntaban con los granos de pimienta. Papá recogió la olla que cayó cerca de su pie y se levantó, todo su cuerpo temblaba de rabia silenciosa. Con un ruido sordo dejó caer la olla sobre la mesa, sin molestarse siquiera en ponerla sobre una tabla como debía. Matthew ya estaba llorando, levantaba los brazos para que lo cargaran, y Mamá fue hacia él, como si nada hubiera pasado. Ella mecía a Matthew, susurrando suavemente a su oído para calmarlo, de espaldas hacia Papá y hacia mí. Papá giró sobre sus talones y escapó al ático, donde pasaría la noche tecleando en código Morse en su equipo de radioafición mientras conversaba con amables extraños.

No me molesté en pedir permiso para abandonar la mesa. Corrí hacia la escalera, subí hasta mi habitación y cerré la puerta. Quité la colcha de los Picapiedra y la arrastré debajo de mi caballo inflable. Se trataba de un caballo de plástico sostenido por cuatro resortes enrollados, uno en cada pata unida a un marco de metal. Puse mis pies debajo de su barriga de fieltro y lo empujé arriba y abajo hasta que logré un ritmo relajante. Me tapé los ojos con mi cabello, que llegaba hasta los hombros, borrando la realidad para que casi pudiera creer que estaba a salvo dentro de un submarino amarillo, debajo de la superficie, sola, y tan profundo que no lograra escuchar absolutamente ninguna voz.

Aunque no entendía por qué mis padres peleaban tanto, en el fondo entendí que algo significativo cambiaba dentro de nuestra casa. Papá había dejado de hablarle y Mamá había comenzado a hablar demasiado. Traté de entenderlo recopilando información que escuchaba por casualidad cada vez que mi madrina, Betty, pasaba mientras Papá se encontraba en el trabajo. Mamá y Betty se sentaban en el sofá y hablaban de todo tipo de cosas mientras Betty jugaba con mi pelo. Matthew bajaría para su siesta, y me sentaría en la alfombra, entre sus piernas, donde Betty podría estirarse y distraídamente enrollar por sus dedos mechones de mi cabello castaño. Torcía mis mechones como serpientes enredadas y luego dejaba que se estiraran, una y otra vez, mientras ella y Mamá resolvían sus problemas. Enrollaba y apretaba mi cabello, y luego lo soltaba. Giraba, tiraba, soltaba. Giraba, tiraba, soltaba. Se sentía como rascarse una picazón profunda, un masaje de cosquillas en el cuero cabelludo que podía durar lo que les tomara fumar una cajetilla entera.

Hablaron por muchas tardes, y me quedaba tan callada que se olvidaban de mí y discutían cosas que probablemente no debí haber escuchado. Principalmente aprendí que los hombres son una decepción. Que prometen la luna, pero luego no traen a casa el suficiente dinero ni para la despensa. Escuché a Mamá decir que Papá podría perder su trabajo porque su jefe estaba haciendo algo llamado «reducción de personal».

—¿Despidos? —preguntó Betty. Girar, tirar, soltar, girar.

—Eso parece —respondió Mamá—. Están dejando ir a todos los ingenieros menores.

—Que se vayan al carajo.

—Tú lo has dicho.

—¿Qué vas a hacer? —Giro, tirón.

—Diablos, no lo sé.

Betty tiró de mi cabello una vez más y dejó que se desenrollara de su dedo índice. Me quedé como estatua en silencio, oreja atenta. Guardaron silencio por unos minutos, y Betty empezó a rascarme el cuero cabelludo, enviando como renacuajos de éxtasis que se deslizaban por mi cuello. Mamá se levantó y sacó dos refrescos de la nevera y los abrió, entregándole uno a Betty. Se dejó caer de nuevo en el sofá y apoyó los pies en la otomana hundida. Suspiró tan fuerte que sonaba como si se estuviera desinflando.

—Honestamente, Betty, no creo que el matrimonio sea todo lo que se ha creído. Tengo veintinueve años y me siento como de noventa y dos.

Betty movió sus piernas pesadas, despegándolas del cuero sintético y estirándolas por el largo del sillón. Intentó inclinarse hacia adelante, pero no pudo alcanzar con sus manos más allá de sus rodillas. Gruñó con esfuerzo y volvió a sentarse. Apartó las cortinas y miró por la ventana.

—¿Crees que la soltería es de arcoíris y de unicornios?

Mamá soltó una cuña de humo por un lado de su boca y dejó caer la colilla en una lata de refresco rosa vacía mientras susurraba:

—Al ritmo que voy, con gusto cambiaría de lugar.

Betty volteó y miró directamente a Mamá, para asegurarse de que tenía toda su atención.

—A veces una se siente sola.

—Es mejor estar sola sola que sola casada.

Betty levantó una ceja como pidiéndole evidencias. Mamá se lanzó a la Prueba A, la hora en que regresaba de un paseo conmigo en el coche­cito, y Papá la saludó desde la ventana del piso de arriba y se acercó rápi­damente. Aterrada de que le hubiera pasado algo a Matthew, me dejó en el cochecito sobre la acera, entró en la casa y subió las escaleras, solo para descubrir que la crisis era un pañal que debía cambiarse.

La voz de Mamá se volvió indignada.

—¿No se supone que la crianza de los hijos era cincuenta y cincuenta?

Betty dejó escapar un bajo silbido de conmiseración. Yo quería preguntarle si ella regresó a buscarme en el cochecito, pero sabía que no era el momento de recordarles que las escuchaba.

—Betty, escúchame. No te cases sin primero hacerte una pregunta crucial.

Los dedos de Betty se congelaron por un momento en mi cabello, esperando el secreto de la felicidad conyugal.

—Pregúntale si está dispuesto a cambiar pañales. Dependiendo de su respuesta, te tratará a ti como a su igual, o como a su empleada.

Levanté la cabeza como un gato para tocar los dedos de Betty y recordarle su tarea. Sus dedos automáticamente engancharon un mechón de mi cabello y comenzaron a enrollar un nudo. Sabía que yo no debía repetir nada de lo que se decía en el sofá. Me sentí un poco perversa al escucharlas, pero me gustaba demasiado que me rascara la cabeza como para alejarme.

Debí haberme quedado dormida bajo el caballo inflable, pues no recordaba cómo me había metido a la cama cuando Mamá abrió la puerta de mi habitación con tanta fuerza que se estrelló contra la pared y me despertó. Abrió los cajones de la cómoda y arrojó pilas de ropa en una maleta blanca con forro naranja satinado. Me senté e intenté enfocar bien, pero ella se movía tan rápido que todo se mantuvo borroso.

—Cinco minutos —dijo ella, de pie por un segundo—. Voy a buscar a tu hermano. Debes estar vestida para cuando regrese.

Mamá salió de mi habitación. Afuera estaba oscuro. Mi cuerpo me pesaba como concreto, y no quería salir al frío. Mamá había hecho esto antes. Nos sacudía para despertarnos en medio de la noche, nos apuraba para ponernos pantalones, gorros y guantes para el invierno, y bajaba apresuradamente las escaleras gritando que iba a huir. Papá la dejaba correr por toda la casa empacando hasta que se cansaba, y finalmente la hacía sentarse a su lado en el sofá para hablar. Él tenía una voz baja y suave, y ella era como una televisión con el volumen demasiado fuerte. Desde lo alto de la escalera, escuché hasta que ya no hubo más gritos y oí que sollozaba, la señal de que la discusión había terminado y que era hora de que todos volvieran a dormir.

Decidí esperar a Mamá esta vez. Cuando reapareció en el marco de mi puerta con Matthew sobre su cadera, todavía estaba sentada como un signo de interrogación en la cama.

—¿A dónde vamos?

—Ahora no, Meredith. No estoy de humor.

Cargando a mi hermano en un brazo, me quitó la pijama y me puso la ropa de día. Mamá me arrastraba hacia la puerta cuando me di la vuelta.

—¿Puedo traer a Morris?

Morris era un gato de peluche rosa con falda que mis padres compraron en una farmacia de camino a casa, desde la enfermería del hospital de la Marina, el día que yo nací. Le puse Morris por el gato del comercial de televisión, y era mi tesoro más preciado. Me había vuelto tan dependiente de él, en especial en los últimos días, pues no lograba dormirme sin tenerlo metido bajo el brazo. Mamá asintió para darme permiso, y busqué entre mis sábanas, agarrándolo solo unos segundos antes de que Mamá me sacara de la habitación jalándome de la muñeca.

Mientras ella me ayudaba a ponerme el abrigo en el pasillo, Papá pasó y sus hombros cayeron derrotados. Abrió la puerta principal y salió al aire frío. Corrí hacia la ventana de la sala y observé cómo encendía el Volvo a la luz del porche. Se quedó sin aliento mientras raspaba el hielo del parabrisas. Lo vi acomodar la maleta en la cajuela y meterse en el asiento del conductor, mientras que Mamá sujetó a Matthew en el asiento del auto y luego volvió a entrar por mí. Sostuve a Morris más cerca de mi pecho, y froté mi barbilla hacia adelante y hacia atrás contra la suave punta de sus orejas rosas.

—¿A dónde vamos? —pregunté de nuevo, esta vez de manera más suave. Mamá subió el cierre de mi chamarra y me puso las manos en los hombros.

—A California. A visitar a la abuela y al abuelo.

Su voz se quebró, pero forzó una sonrisa y me iluminé un poco. El verano pasado, la abuela y el abuelo vinieron de visita y, como eran invitados, no hubo peleas en nuestra casa por toda esa semana. El abuelo y mi Papá me llevaron a la playa y me enseñaron a surfear, dejando que las olas me levantaran y me tiraran dentro de la espuma siseante hasta que me detuve bocabajo en la arena. El abuelo me puso sobre sus hombros y sacó almejas del lodo con los dedos de los pies, enseñándome cómo detectar chorros de agua de donde salían las almejas. Trajimos a casa toda una cubeta y las envolvimos en la cocina para la cena. Tal vez habría almejas en California.

Dentro del auto, Mamá le dio la espalda a Papá y con el dedo dibujó líneas húmedas en la ventana helada. Matthew se quedó dormido recargando su cabeza en mí, su cabello castaño claro cayó sobre sus ojos y sus pequeños labios rojos emitieron un soplido en lugar de un ronquido de verdad. A diferencia de mí, que vine al mundo gritando, mi hermano llegó, parpadeó dos veces y sonrió. A Mamá le gustaba decir que parecía que yo me había llevado todo el fastidio y no le había dejado nada. Eso era cierto; Matthew tenía el alma tranquila y confiada. Era un niño que se ganaba la bondad de todos. ¿Qué niño de tres años sonreía mientras le quitabas un caramelo de la mano, confiando en que el juego terminaría con cambiárselo por algo mejor? Podía sentir la confianza de Matthew en la humanidad cuando él envolvió mi dedo índice con su mano y caminó hacia mí, seguro de que no lo dejaría caer. Me seguía a todas partes, arrancando palabras de mis oraciones y repitiéndolas como mi propio corista. Fue por ese tipo de cosas que lo amé intensamente, a pesar de que no era un gran conversador. Pero sabía una palabra que me unía a él de por vida. Cada vez que se despertaba de una siesta y me veía entrar a su habitación, se ponía de pie y me alcanzaba con las regordetas manos como estrella de mar.

—¡Mere-dis! —gritaba.

Tenía un superseguidor, y su idolatría me daba un profundo sentido de distinción.

Papá cambió de velocidad con la fuerza de un puñetazo, y yo apoyé las rodillas contra el pecho y me mecí en el asiento trasero, en si­lencio, deseando que alguien hablara. Mamá habló solo una vez en el viaje de noventa minutos al aeropuerto de Boston; le pidió a Papá que se desviara hacia Fall River para detenerse en la casa de un amigo y despedirse rápidamente. Cuando por fin llegamos al estacionamiento del aeropuerto, de pronto todo se movía muy rápido. Las puertas se abrieron y se cerraron de golpe. Los cuatro caminamos en silencio a toda velocidad. Cuando los paneles de cristal de la puerta giratoria dieron vueltas a nuestro alrededor, sentí como si me cayera en un pozo. No entendía lo que sucedía, además de que se trataba de algo grande, y se suponía que no debía preguntar sobre el tema. Me aferré a la mano de Mamá.

Papá compró nuestros boletos y entregó nuestro maletín a la mujer que se encontraba detrás del mostrador, y vi cómo se deslizaba en una cinta transportadora y desaparecía por una abertura en la pared. Cuando llegamos a la puerta, Papá me llevó a la ventana y señaló el avión que abordaríamos para visitar a la abuela y al abuelo. Relucía a la luz de la mañana, un ave elegante con las alas hacia arriba, y sentí un revoloteo por dentro al imaginarme volar en ella. Bombardeé a Papá con preguntas: ¿qué tan alto volaría el avión?, ¿cómo se mantendría en el aire?, ¿se sentaría junto a mí? Cuando llegó el momento de abordar, Papá se arrodilló y me apretó tan fuerte que lo sentí temblar.

—Pórtate bien, pequeña —dijo, forzando una sonrisa—. Te amo.

De pronto se me heló el cuerpo. Sentí que algo me desgarraba el estómago cuando Papá se hundió en una silla del aeropuerto y Mamá me empujó hacia la puerta que nos llevaría al avión. Esto no estaba bien. Se suponía que Papá vendría con nosotros. Mamá me tomó del brazo mientras yo me inclinaba en la dirección opuesta, sin querer dar otro paso sin Papá.

—Vamos —resopló ella.

—¿Qué hay de Papá? —pregunté, enterrando mis talones. Pero ella era más fuerte y me obligó a saltar en su dirección mientras luchaba contra su peso.

—No hagas una escenita.

Me puse floja. La conversación a mi alrededor se ahogó, como si me encontrara bajo el agua. Me quedé en silencio, sintiéndome arrastrada por el pasillo, y cuando miré hacia atrás para encontrar a Papá, había demasiada gente detrás de mí, bloqueando mi vista. Mi mente se arremolinó cuando dejé que Mamá me guiara por el pasillo hasta un asiento de la ventana, donde presioné la cabeza contra el cristal frío hasta que vi una figura alta de pie con el cabello negro y pantalones a cuadros detrás del cristal de la terminal. Papá lucía como si estuviera en un televisor. Levanté la mano, pero no me vio. No se movió de su lugar cuando el avión se apartó de la puerta. Fijé mis ojos en él hasta que se hizo cada vez más pequeño, hasta que el avión se alejó.

Durante el vuelo, Mamá se apoyó en la bandeja plegable frente a ella y se puso su esmalte de uñas color cobre con las manos temblorosas. Parecía desmoronarse. La miré furtivamente mientras fingía dibujar en el libro de colores que la azafata me había obsequiado. Mamá aún se veía bonita, pero su piel lucía más grisácea bajo la luz del avión. En casa, cuidaba cómo se veía y nunca salía sin cubrirse primero las pecas con una crema beige y ponerse una sombra azul brillante en sus ojos. Me gustaba ver su ritual y todas las herramientas que utilizaba: una secadora para hacer que su cabello corto y rizado se alzara más, cepillos gruesos para po­ner un polvo rosado en sus mejillas, y esas pinzas que apretaba en sus pestañas para rizarlas. A veces me dejaba elegir su lápiz labial de entre docenas de tubos que tenía en el baño. El toque final era una nube de aerosol maloliente por toda su cabeza, para que su cabello se quedara en su lugar.

—No importa si eres un poco gordita, siempre y cuando tengas una cara bonita —decía, pasando los aros dorados por sus orejas. Nunca salía de casa sin sus gafas de sol de estrella de cine, dos grandes círculos cafés tan grandes como los portavasos.

Mamá tenía algunos rollitos en el abdomen, pero sus piernas eran delgadas, por lo que cubría su forma con vestidos que tenían diseños abigarrados y colores fuertes. Los vestidos le llegaban hasta la rodilla, lo que la hacía lucir como un ramo de flores en dos tallos. Me parecía hermosa. Mi parte favorita al verla vestirse era cuando escogía sus zapatos. Tenía una fila de tacones en una línea perfecta en su armario, con los dedos de los pies hacia adentro, en todos los colores del arcoíris. No me permitía tocar sus cosas, pero admiraba su calzado, me imaginaba de adulta como una dama caminando por la acera hacia mi trabajo. Una vez que se ponía su atuendo, giraba a la izquierda y a la derecha en el espejo y me preguntaba si se veía gorda. Nunca lo pensé, pero ella siempre se veía decepcionada cuando miraba su reflejo.

Al menos una vez al mes se vestía para ir a la mansión Vanderbilt. La imponente «cabaña de verano» de piedra caliza tenía setenta habitaciones y parecía seis casas juntas, ubicada en un acantilado que dominaba el Atlántico. Quedaba a cinco minutos en coche de nuestro apartamento, y entrábamos por las puertas de hierro forjado; el vestido de Mamá crujía suavemente y su perfume Charlie flotaba tras ella, mientras empujaba a Matthew en el cochecito por las topiarias cortadas con precisión científica en triángulos; el camino de grava sonaba bajo los pies. Nunca hicimos el tour, pero teníamos nuestra banca favorita donde Mamá lograba una vista a las ventanas superiores. Mi hermano recogía piedras para que yo las arrojara a las fuentes del jardín mientras ella vigilaba las ventanas, esperando ver a uno de los herederos que, según los informes, vivían en el apartamento del ático.

Mamá se quedaba completamente abstraída durante sus visitas a la mansión, como si se familiarizara con la opulencia para quedar lista cuando la prosperidad viniera por ella. Leía libros con tramas como la de Pigmalión, sobre personas comunes que son sacadas de la oscuridad hacia la grandeza, gravitaba hacia películas sobre el descubrimiento de tesoros ocultos y espectáculos de todo tipo. Mamá era una soñadora sin un plan y, a medida que los años se acumulaban sin transformarla en Cenicienta, se sentía más y más engañada por la grandeza a la que tenía derecho, y cada vez más decepcionada por mi padre, que no se la proporcionaba. Esperó por siempre a que llegara esa vida y cada vez se aturdía más de que no llegara.

El avión dio un pequeño salto al encontrarse con alguna corriente, y eché otra mirada hacia Mamá. Parecía tener sueño, con los ojos abiertos pero sin una expresión tras ellos. Tenía un pañuelo en su regazo y el maquillaje negro corría por sus mejillas, manchadas en los lugares donde había tratado de limpiarlo, por lo que parecían moretones. De vez en cuando soltaba un largo suspiro que hundía su cuerpo, que sonaba como si todo el aire saliera de ella. Le di un golpecito en el brazo, y ella puso su mano sobre la mía distraídamente. Deseaba preguntar por qué Papá no venía con nosotros, pero sabía que no obtendría una respuesta. A pesar de que su cuerpo estaba en el asiento de al lado, su mente se encontraba en otro lugar. Movía la tapa de metal del cenicero incrustado en el descansabrazos (abierto, cerrado, abierto, cerrado) con la esperanza de que el ruido fuera tan irritante que tuviera que hablar, para decirme que lo dejara en paz.

Si tan solo Mamá dijera algo. Quería que ella llorara, que gritara o que lanzara algo para enviarme una señal de que las cosas seguían igual. Pero ella estaba inquietantemente tranquila, y eso me aterraba. Al menos con un arrebato podía decir lo que tenía en mente. El silencio no era su estilo, eso significaba que algo serio sucedía. El miedo goteaba en la parte posterior de mi garganta, un sabor acre como de nueces quemadas.

Traté de mantenerme despierta para observarla, pero finalmente el zumbido del motor dentro de la cabina me arrulló hasta que me dormí. Soñé que había un pequeño depósito en el suelo del avión cerca de mis pies, con una larga palanca que salía de él. Desabroché el cinturón de seguridad de Matthew, lo metí en el agujero y tiré de la palanca. Se levantó un vapor con un susurro, y cuando solté la palanca, Matthew se había convertido en un tótem de cristal azul, del tamaño de una lata de refresco. Estaba atrapado en el cristal, y podía oírlo gritar para que lo dejaran salir. Lo metí en mi bolsillo, prometiéndole que lo convertiría de nuevo en niño, pero por ahora, esta era la mejor manera de mantenerlo a salvo hasta que llegáramos a la casa de la abuela y el abuelo.

Mi intuición me decía que necesitaba proteger a mi hermano pequeño. Durante el vuelo, pude sentir que Mamá se alejaba de nosotros. Sentí que se me escapaba algo que no podía expresar, un cambio tan sutil como el de crecer, que no puede percibirse hasta que ya ha ocurrido. Para cuando aterrizamos, sus ojos se encontraban vacíos y miraban directamente a través de mí. En algún lugar, treinta mil pies por encima del centro de Estados Unidos, ella había renunciado a la maternidad.

Dos

EL AUTOBÚS DE LA MIEL

Al día siguiente-1975

La abuela nos esperaba en el Aeropuerto de la Península de Monterey, con los brazos cruzados, un vestido de lana y una blusa de cuello de tortuga y mangas abultadas. Su peinado leonado lo habían esculpido en un salón, con forma de olas congeladas y protegido por un pañuelo de plástico transparente que ató debajo de la barbilla para resguardar su arreglo de los elementos. Ella era un signo de exclamación de una postura perfecta, sobresalía por encima de la aglomeración de los viajeros menos refinados que besaban a sus parientes en público. Al acercarnos nos examinó a través de sus lentes de ojos de gato, con los labios fruncidos en una línea delgada.

Cuando Mamá la vio, dejó escapar un grito lastimoso y se acercó a darle un abrazo justo cuando la abuela sacó un pañuelo de su manga y se lo tendió para evitar una escena bochornosa. Mamá lo tomó y se quedó allí, sin saber qué hacer. La abuela cuidaba los modales, y una no lloraba en público.

—Sentémonos —susurró la abuela, tomando el codo de Mamá y guiándola hacia la fila de sillas de plástico. Mamá se limpió la nariz y tragó saliva sollozando mientras la abuela hacía ruidos suaves y frotaba su espalda. Me quedé allí torpemente, mirando mientras intentaba no mirar. La abuela nos entregó a Matthew y a mí dos monedas de veinticinco centavos de su monedero y señaló hacia una fila de sillas con pequeños televisores en blanco y negro montados en los descansabrazos. Corrimos con gusto hacia las sillas para ver un programa de televisión mientras Mamá y la abuela sostenían una conversación muy importante. Matthew y yo nos apretamos en una de las sillas, dejamos caer las monedas y giramos el marcador hasta que encontramos una caricatura.

Cuando Mamá y la abuela por fin se levantaron para marcharnos, éramos las últimas personas que quedaban en el área de embarque. La abuela se acercó e instintivamente dejé de encorvarme.

—Tu madre está cansada —dijo, inclinándose para besarme la me­jilla. Olía a jabón de lavanda.

Matthew y yo nos subimos a la caja de la camioneta amarillo-mostaza de la abuela, bastante lejos de la abuela y de Mamá para que no pudiéramos escuchar qué decían. Miré por la ventana trasera para examinar cómo se alejaba California. Era febrero, pero extrañamente no había nieve. Condujimos sobre colinas cafés con caballerizas y subimos una pendiente empinada con curvas cerradas, subiendo cada vez más. El auto gimió por el esfuerzo y se me revolvió el estómago al darme cuenta de que nos encontrábamos en la cima de un anillo de montañas, como si estuviéramos conduciendo en el borde de un tazón gigantesco. Por debajo de nosotros, la tierra caía en pliegues profundos y surcos que llegaban hasta el valle, y me imaginé que seguramente conducíamos sobre los dinosaurios, cuyos cuerpos se habían convertido en montañas tras su muerte.

También reparé en que los árboles en California eran diferentes: robles solitarios y macizos con tentáculos extendidos que se torcían a unos pocos centímetros sobre el suelo, nada como los arces ardientes o los bos­ques atestados de abedules delgados de casa. Cuando finalmente comenzamos a descender, pude ver todo Carmel Valley bajo nosotros, una vasta cuenca verde con un río plateado que serpenteaba a lo largo de uno de sus lados. Mis oídos se destapaban camino abajo hasta que llegamos al fondo del tazón; las montañas ahora eran una fortaleza imponente que nos envolvía. Carmel Valley parecía un jardín secreto de uno de mis cuentos de hadas, aislado del resto del universo. Aquí hacía más calor, y el sol parecía frenarlo todo: las camionetas, los cuervos dormidos, el río sin prisas.

Pasamos por un parque comunitario y una piscina pública, luego giramos a la derecha en Vía Contenta y pasamos una escuela primaria con canchas de tenis. El resto de la calle residencial estaba bordeado de casas de un piso separadas por setos de enebro y robles para su priva­cidad. La abuela disminuyó la velocidad frente a una estación de bom­beros donde algunos hombres lavaban los motores rojos, pasó por una pequeña calle cerrada con un puñado de idénticos bungalows con tejas de madera, y luego llegó a su destino: una pequeña casa roja encaramada en medio de un acre de tierra, delimitada de los cuatro lados por árboles crecidos.

La abuela se saltó el camino de grava y tomó el camino trasero hacia la casa, girando sobre una pequeña vereda de terracería que recorría su cerca y que se encontraba cubierta por una hilera de nogales gigantes con ramas que llegaban hasta el suelo para envolvernos en un túnel de hojas verdes. Cáscaras de nogal tronaban por debajo de las llantas mientras seguíamos el camino curvo hacia el patio trasero. Se estacionó junto a un tendedero, donde sus enaguas bailaban con el viento.

La abuela se ufanaba de vivir en uno de los lotes más grandes de su calle, y si alguien lo olvidaba, ella le recordaba rápidamente que había sido uno de los primeros residentes de Carmel Valley Village, al haber llegado en 1931 desde Pensilvania a los ocho años con su madre. Habían cruzado el país en un Nash Coupe convertible después de que su padre muriera inesperadamente de un ataque al corazón; su madre deseaba escapar de la tragedia en un lugar más cálido donde pudiera dar una buena nadada. Esta historia, creía la abuela, le confirió un pedigrí que le permitía quejarse de la llegada de gente nueva por los siguientes cuarenta años. Sin embargo, le reconfortaba que los robles, nogales y eucaliptos que demarcaban su propiedad habían crecido para bloquear la vista de los vecinos. Y los vecinos, a su vez, se salvaron de ver los montones de basura acumulados por el abuelo que ahora invadían el lote king-size.

Bajé de la camioneta y vi varios montones de adornos de árboles del tamaño de un pajar, al menos tres cobertizos para herramientas, mon­tículos de grava y de ladrillos, dos jeeps militares oxidados, un remolque con plataforma, una retroexcavadora y dos camionetas aplastadas. Una hilera de vides dirigía en una línea inclinada desde la lavandería hasta la cerca trasera, donde había una pequeña ciudad de colmenas amonto­nadas que descansaban sobre bloques de cemento, cada uno de entre cuatro y cinco cajas de madera de alto. Desde esa distancia, parecía una minimetrópolis de archivadores blancos.

Algo me llamó la atención a través de la ropa colgada. Caminé por el arcoíris de las faldas en el torbellino para acercarme, y me encontré de pie ante un autobús militar de un verde descolorido. La lluvia había desgastado un anillo de agujeros de óxido alrededor del techo, dejando rayas cafés por los lados. La maleza sepultó los neumáticos, su parabrisas estaba roto y turbio, y un arbusto de ruibarbo brotaba de debajo de la defensa delantera. Parecía que había salido de la Segunda Guerra Mundial y había jadeado hasta detenerse junto al huerto del abuelo, de una época en que los vehículos eran todo curvas gruesas en lugar de bordes elegantes, haciendo que el autobús pareciera más animal que máquina. El cofre redondeado estaba esculpido como el hocico de un león, con orificios de ventilación como fosas nasales y ojos de faros que me devolvían la mirada. Bajo su nariz había una fila de dientes de rejilla sonriente, y debajo de eso, una defensa de metal abollada que se parecía muchísimo a un labio inferior. La pintura blanca pelada sobre el parabrisas decía ejército de ee.uu. 20930527. Cautivada por la incongruencia del asunto, me sentí obligada a investigar.

Caminé por un sendero que cruzaba las hierbas, que me llegaban hasta la cintura, traté de ver hacia dentro, pero las ventanas eran demasiado altas. Fui hacia la parte trasera del autobús y cerca del tubo de escape encontré una pila torcida de palés de madera que funcionaban como escaleras improvisadas que conducían a una puerta estrecha. Me levanté, la escalera improvisada se tambaleó debajo de mí, y presioné mi nariz contra el cristal.