El bosque - Harlan Coben - E-Book

El bosque E-Book

Harlan Coben

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  • Herausgeber: RBA Libros
  • Kategorie: Krimi
  • Sprache: Spanisch
  • Veröffentlichungsjahr: 2013
Beschreibung

«La gente suele pensar que la muerte es lo más cruel. Pero no lo es. Al cabo de un tiempo, la esperanza es un sentimiento mucho más doloroso».Durante un campamento de verano, cuatro adolescentes se adentraron de noche en El bosque: dos fueron asesinados, y los otros dos desaparecieron para siempre. La vida de sus cuatro familias cambió radicalmente y, dos décadas después, volverá a dar un vuelco ante las nuevas revelaciones.

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Título original: The Woods

© Harlan Coben, 2007

© de esta edición digital: RBA Libros, S.A., 2013.

Avda. Diagonal, 189 - 08018 Barcelona.

www.rbalibros.com

REF: OEBO308

ISBN: 978-84-9006-781-9

Conversión a libro electrónico: Víctor Igual, S. L.

Queda rigurosamente prohibida sin autorización por escrito del editor cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra, que será sometida a las sanciones establecidas por la ley. Todos los derechos reservados.

Índice

Dedicatoria

PRÓLOGO

1

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5

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EPÍLOGO

AGRADECIMIENTOS

Notas

Este libro está dedicado a

Alek Coben

Thomas Bradbeer

Annie van der Heide

PRÓLOGO

Veo a mi padre con aquella pala.

Las lágrimas le resbalan por las mejillas. Un sollozo horrible y gutural surge del fondo de sus pulmones y se escapa entre sus labios. Levanta la pala y la hunde en la tierra. La hoja desgarra la tierra como si se tratara de carne húmeda.

Tengo dieciocho años, y este es mi recuerdo más vivo de mi padre: él, en el bosque, con aquella pala. No sabe que estoy mirando. Me escondo tras un árbol mientras él cava. Lo hace con rabia, como si la tierra le hubiera enfurecido y buscara venganza.

Nunca había visto llorar a mi padre, ni cuando murió su padre, ni cuando mi madre se marchó y nos abandonó, ni cuando se enteró de lo de mi hermana, Camille. Pero ahora está llorando. Llora sin ninguna vergüenza. Las lágrimas le resbalan en cascada por la cara. Los sollozos resuenan entre los árboles.

Es la primera vez que le espío de esta manera. Casi todos los sábados finge que se va de pesca, pero yo nunca me lo he creído. Creo que siempre supe que este lugar, este horrible lugar, era su destino secreto.

Porque a veces también es el mío.

Me quedo detrás de los árboles observándolo. Lo haré ocho veces más. Nunca le interrumpo. Nunca me dejo ver. Creo que no sabe que estoy aquí. De hecho, estoy seguro. Y entonces un día, cuando se va a coger el coche, mi padre me mira con los ojos secos y dice:

—Hoy no, Paul. Hoy voy yo solo.

Le miro alejarse. Es la última vez que va al bosque.

Dos décadas después, en su lecho de muerte, mi padre coge mi mano. Está muy medicado. Tiene las manos ásperas y callosas. Ha trabajado con ellas toda la vida, incluso en los años más prósperos en un país que ya no existe. Tiene uno de esos exteriores endurecidos en los que toda la piel parece quemada y dura, casi como su propio caparazón de tortuga. Ha sufrido un dolor físico inmenso, pero no tiene lágrimas.

Sólo cierra los ojos y aguanta.

Mi padre siempre me ha hecho sentir seguro, incluso ahora, que ya soy un adulto con una hija. Hace tres meses fuimos a un bar, cuando él todavía tenía fuerzas para ello. Se montó una pelea. Mi padre se colocó frente a mí, dispuesto a detener a cualquiera que se me acercara. Todavía. Así es como es.

Le miro en la cama. Pienso en aquellos días en el bosque. Pienso en cómo cavaba, en cómo lo dejó por fin, en que pensé que se había rendido después de que mi madre se fuera.

—¿Paul?

Mi padre se agita de repente.

Quiero suplicarle que no se muera, pero no estaría bien. Ya he pasado por esto. Las cosas no mejoran, para nadie.

—Tranquilo, papá —digo—. Todo se arreglará.

No se tranquiliza. Intenta incorporarse. Quiero ayudarle, pero me aparta. Me mira fijamente a los ojos y veo claridad, o tal vez sea una de esas cosas que deseamos creer al final. Un último falso consuelo.

Se le escapa una lágrima. La veo resbalar lentamente por su mejilla.

—Paul —dice mi padre, todavía con un fuerte acento ruso—. Todavía necesitamos encontrarla.

—La encontraremos, papá.

Me mira fijamente otra vez. Asiento con la cabeza para calmarlo. Pero no creo que quiera que le tranquilice. Creo que, por primera vez, busca culpabilidad.

—¿Lo sabías? —pregunta, con una voz apenas audible.

Siento que todo mi cuerpo se estremece, pero no parpadeo, no aparto la mirada. Me pregunto qué ve, qué cree. Pero nunca lo sabré.

Porque entonces, justo entonces, mi padre cierra los ojos y muere.

1

Tres meses después

Estaba sentado en el gimnasio de una escuela elemental, observando a Cara, mi hija de seis años, que se desliza nerviosamente por una barra de equilibrio que está a unos diez centímetros del suelo, pero en menos de una hora estaré mirando la cara de un hombre que ha sido perversamente asesinado.

Eso no debería sorprender a nadie.

Con los años —y de las formas más horribles que se pueda imaginar— he aprendido que la pared que separa la vida de la muerte, la belleza extraordinaria de la fealdad apabullante, es tenue. Sólo se necesita un segundo para atravesarla. Durante un momento la vida parece idílica. Estás en un lugar tan casto como el gimnasio de una escuela elemental. Tu hijita está haciendo piruetas. Su voz es atolondrada. Tiene los ojos cerrados. Ves la cara de su madre en ella, su madre solía cerrar los ojos y sonreír así, y recuerdas lo endeble que es esa pared.

—¿Cope?

Era mi cuñada, Greta. Me volví a mirarla. Como siempre, Greta me miró con cariño. Le sonreí.

—¿En qué piensas? —susurró.

Ya lo sabía. Mentí de todos modos.

—En las cámaras de vídeo —dije.

—¿Qué?

Todas las sillas plegables estaban ocupadas por otros padres. Yo estaba de pie atrás, con los brazos cruzados, apoyado en la pared de cemento. Había reglamentos pegados en la puerta y esa clase de aforismos supuestamente estimulantes, pero tan irritantes, como «No me digas que el cielo es el límite cuando hay huellas en la luna» por todas partes. Las mesas del almuerzo estaban plegadas. Me apoyé en una, sintiendo el frío del acero y el metal. Nosotros envejecemos, pero los gimnasios de escuela elemental no cambian. Sólo parecen empequeñecer.

Hice un gesto hacia los padres.

—Hay más cámaras de vídeo que niños.

Greta asintió.

—Los padres lo filman todo. Absolutamente todo. ¿Qué harán con todo eso? ¿Es posible que alguien vuelva a mirarlo todo de principio a fin?

—¿Tú no?

—Preferiría parir.

Sonrió.

—No —dijo—, seguro que no.

—Vale, no, puede que no, pero ¿no crecimos todos con la generación MTV? Tomas cortas. Muchos ángulos. Pero filmar esto tal cual, someter a un inocente amigo o a un familiar a este…

Se abrió la puerta. En cuanto los dos hombres entraron en el gimnasio, supe que eran policías. Aunque no hubiera tenido mucha experiencia —soy fiscal del condado de Essex, que incluye la ciudad más violenta de Newark—, me habría dado cuenta. Al menos en esto la televisión acierta. La forma como se visten los policías, por ejemplo, no es la forma como se visten los padres de una urbanización de lujo como Ridgewood. No nos ponemos traje cuando vamos a ver a nuestros hijos haciendo gimnasia. Nos ponemos pantalones de pana o vaqueros con un jersey de cuello de pico o una camiseta. Esos dos hombres llevaban trajes de mala confección de un tono marrón que me recordó las astillas de madera después de una tormenta.

No sonreían. Sus ojos repasaron la habitación. Conozco a casi todos los policías de la zona, pero a esos dos no los conocía. Eso me preocupó. Algo me olía mal. Sabía que yo no había hecho nada, por supuesto, pero seguía sintiendo un hormigueo del tipo «soy inocente pero me siento culpable en el estómago».

Mi cuñada Greta y su marido Bob tienen tres hijos. La pequeña, Madison, tenía seis años e iba a la misma clase que Cara. Greta y Bob han sido una inmensa ayuda para mí. Tras la muerte de Jane, mi esposa y hermana de Greta, se mudaron a Ridgewood. Greta asegura que ya tenían pensado hacerlo. Lo dudo. Pero estoy tan agradecido que no me lo cuestiono. No puedo imaginar cómo sería mi vida sin ellos.

Normalmente, los otros padres se quedan atrás conmigo, pero como este acontecimiento era en horario diurno, había muy pocos. Las madres —excepto la que me estaba mirando furiosamente a través de su videocámara porque había oído mi diatriba antivideocámara— me adoran. No es por mí, evidentemente, sino por mi historial. Mi esposa murió hace cinco años, y estoy criando solo a mi hija. Hay otros progenitores solos en la ciudad, básicamente madres divorciadas, pero yo soy la estrella. Si me olvido de escribir una nota o me retraso para recoger a mi hija o me olvido su almuerzo en la cocina, las otras madres o el personal de la escuela intervienen y me echan una mano. Mi indefensión masculina les parece encantadora. Si alguna madre sola hace una de estas cosas, se la acusa de negligente y recibe todo el peso del sarcasmo de las demás madres.

Los niños seguían saltando o tropezando, dependiendo del punto de vista. Miré a Cara. Estaba muy concentrada y lo hacía bien, pero me dio la sensación de que había heredado la falta de coordinación de su padre. Había algunas chicas del equipo de gimnasia del instituto ayudando. Las chicas ya eran mayores, probablemente tenían diecisiete o dieciocho años. La que recogió a Cara durante su intento de salto mortal me recordaba a mi hermana. Mi hermana, Camille, murió cuando tenía más o menos la edad de esta chica, y los medios de comunicación nunca me permiten olvidarlo. Pero tal vez eso no sea tan malo.

Ahora mi hermana se acercaría a los cuarenta, la misma edad que cualquiera de estas madres. Es raro pensar en ella así. Yo siempre recordaré a Camille como una adolescente. Es difícil imaginar qué estaría haciendo ahora, dónde estaría, sentada en una de esas sillas, con esa sonrisa tonta-feliz-preocupada de «ante todo soy madre», filmando sin parar a su retoño. Me pregunto qué aspecto tendría ahora, pero lo que veo siempre es a la adolescente que murió.

Puede parecer que estoy obsesionado con la muerte, pero hay una diferencia enorme entre el asesinato de mi hermana y la muerte prematura de mi esposa. El primero, el de mi hermana, me empujó hacia el trabajo que hago ahora y a mi proyecto de carrera. Puedo luchar contra esa injusticia en los tribunales. Y lo hago. Intento que el mundo sea más seguro, intento meter entre rejas a las personas que podrían hacer daño a otras, intento que otras familias tengan lo que la mía nunca llegó a tener, una conclusión.

Frente a la segunda muerte, la de mi esposa, me sentí indefenso y estafado y, por mucho que me esfuerce, nunca llegaré a asumirla.

La directora de la escuela se colocó la sonrisa de falsa preocupación en su boca excesivamente pintada y se dirigió hacia los dos policías. Se puso a hablar con ellos, pero ninguno de los dos se molestó ni siquiera en mirarla. Observé sus ojos. Cuando el policía alto, sin duda el jefe, vio mi cara, se detuvo. Ninguno de los dos se movió durante un segundo. Ladeó muy ligeramente la cabeza, convocándome fuera de aquel paraíso seguro de risas y volteretas. Mi asentimiento fue igual de insignificante.

—¿A dónde vas? —preguntó Greta.

No quiero parecer desagradecido, pero Greta es la hermana fea. Ella y mi amada y difunta esposa se parecían. Saltaba a la vista que eran familia. Pero todo lo que funcionaba físicamente en Jane no lograba el mismo resultado en Greta. Mi esposa tenía una nariz prominente que la hacía parecer sexy. Greta tiene una nariz prominente que sólo parece eso, grande. Los ojos de mi esposa, bastante separados, le daban un atractivo exótico. En Greta, tanta separación la hace parecerse a un reptil.

—No estoy seguro —dije.

—¿Trabajo?

—Podría ser.

Echó un vistazo a los probables policías y después me miró.

—Iba a llevar a Madison a almorzar a Friendly’s. ¿Quieres que me lleve a Cara?

—Sí, le encantará.

—También puedo recogerla de la escuela.

—Sería de gran ayuda —contesté.

Greta me besó suavemente en la mejilla, algo que hace muy pocas veces. Me marché. Las carcajadas infantiles salieron conmigo. Abrí la puerta y salí al pasillo. Los dos policías me siguieron. Los pasillos de las escuelas tampoco cambian nunca. Tienen una especie de eco de casa encantada, un extraño semisilencio y un vago pero perceptible olor que al mismo tiempo calma y enerva.

—¿Es usted Paul Copeland? —preguntó el alto.

—Sí.

Miró a su compañero, más bajo, que era robusto y no tenía cuello. Tenía una cabeza en forma de ladrillo. Su piel también era curtida, lo que redondeaba el conjunto. Una clase que podía ser de cuarto dobló una esquina. Estaban todos rojos de hacer ejercicio. Probablemente venían del patio. Pasaron junto a nosotros, seguidos por la agobiada maestra que nos dirigió una sonrisa forzada.

—Quizá sea mejor que hablemos fuera —dijo el alto.

Me encogí de hombros. No tenía ni idea de sobre qué quería hablar. Tenía de mi parte la inocencia, pero la experiencia me decía que con la policía nada es lo que parece. No querían hablar del gran caso en el que trabajaba, que ocupaba los titulares. De haber sido eso, me habrían llamado a la oficina. Me habrían avisado al móvil o la BlackBerry.

No, estaban allí por otra cosa, por algo personal.

Insisto en que era consciente de no haber hecho nada malo. Pero he visto a toda clase de sospechosos y toda clase de reacciones. Les sorprendería. Por ejemplo, cuando la policía tiene bajo custodia a alguien que considera un sospechoso razonable, a menudo lo dejan horas encerrado en la sala de interrogatorios. Sería de esperar que los culpables se subieran por las paredes, pero en general sucede precisamente lo contrario. Son los inocentes los que se ponen más nerviosos y se angustian. No tienen ni idea de por qué están allí o qué cree erróneamente la policía que han hecho. Los culpables a menudo se duermen.

Salimos fuera. El sol caía de lleno. El alto entornó los ojos y levantó una mano a modo de pantalla. Ladrillo no pensaba dar esa satisfacción a nadie.

—Soy el detective Tucker York —dijo el alto. Sacó la placa y después señaló a Ladrillo—. Él es el detective Don Dillon.

Dillon también sacó su identificación. Me las mostraron. No sé por qué lo hacen. ¿Cuánto puede costar conseguir identificaciones falsas?

—¿En qué puedo ayudarles? —pregunté.

—¿Le importaría decirnos dónde estuvo anoche? —preguntó York.

Ante una pregunta como ésta deberían haber sonado sirenas. Debería haberles recordado inmediatamente quien era yo y que no respondería a ninguna pregunta sin un abogado presente. Pero yo soy abogado. Un abogado muy bueno. Y evidentemente eso hace que hagas más el tonto cuando te representas a ti mismo. También era humano. Cuando la policía te acosa, lo sé por experiencia, tu reacción es desear complacerlos. No lo puedes evitar.

—Estaba en casa.

—¿Puede confirmarlo alguien?

—Mi hija.

York y Dillon miraron hacia la escuela.

—¿La niña que daba volteretas ahí dentro?

—Sí.

—¿Alguien más?

—No lo creo. ¿De qué se trata?

York era el que llevaba la voz cantante. Ignoró mi pregunta.

—¿Conoce a un hombre llamado Manolo Santiago?

—No.

—¿Está seguro?

—Bastante seguro.

—¿Por qué sólo bastante seguro?

—¿Sabe quién soy?

—Sí —dijo York. Tosió tapándose la boca con el puño—. ¿Quiere que nos arrodillemos o le besemos el anillo?

—No quería decir eso.

—Bien, entonces estamos en la misma onda. —No me gustó su actitud, pero lo dejé pasar—. ¿Por qué está sólo bastante seguro de no conocer a Manolo Santiago?

—El nombre no me suena. Creo que no le conozco. Pero podría ser alguien a quien he procesado o un testigo en uno de mis casos, o yo qué sé, puedo haberlo conocido en alguna asociación benéfica hace diez años.

York asintió, animándome a seguir hablando. No lo hice.

—¿Le importa acompañarnos?

—¿A dónde?

—No tardaremos mucho.

—No tardaremos mucho —repetí—. No parece un sitio.

Los dos policías intercambiaron una mirada. Intenté que diera la impresión de que no pensaba ceder.

—Anoche fue asesinado un hombre llamado Manolo Santiago.

—¿Dónde?

—Su cadáver se encontró en Manhattan. En la zona de Washington Heights.

—¿Y qué tiene que ver eso conmigo?

—Creemos que puede ayudarnos.

—¿Ayudar cómo? Ya se lo he dicho, no le conozco.

—Ha dicho... —York llegó a consultar su cuaderno, pero era sólo teatro, porque no había escrito nada mientras yo hablaba— que estaba «bastante seguro» de no conocerle.

—Pues estoy seguro. ¿Vale? Estoy seguro.

Cerró de golpe el cuaderno con un gesto teatral.

—El señor Santiago sí le conocía.

—¿Cómo lo sabe?

—Preferiríamos que lo viera.

—Y yo prefiero que me lo digan.

—El señor Santiago —York vaciló como si eligiera sus siguientes palabras— llevaba algunos objetos encima.

—¿Objetos?

—Sí.

—¿Puede ser más concreto?

—Objetos —dijo—, que lo señalan a usted.

—¿Me señalan como qué?

—¿Es fiscal del distrito?

Por fin Dillon, el Ladrillo, había hablado.

—Soy fiscal del condado —dije.

—Lo que sea. —Adelantó el cuello y señaló mi pecho—. Empieza a tocarme las pelotas.

—¿Disculpe?

Dillon se acercó a mi cara.

—¿Le parece que estamos aquí para una lección de semántica o qué?

Creí que se trataba de una pregunta retórica, pero él esperó. Finalmente dije:

—No.

—Pues escuche. Tenemos un cadáver. El tipo está relacionado con usted de una forma consistente. ¿Quiere venir y ayudarnos a aclarar esto o quiere seguir con los juegos de palabras que le hacen parecer tan sospechoso?

—¿Con quién cree que está hablando exactamente, detective?

—Con alguien que se presenta a las elecciones y no desearía que nosotros fuéramos con esto directamente a la prensa.

—¿Me está amenazando?

York intervino.

—Nadie está amenazando a nadie.

Pero Dillon había dado en el clavo. La verdad era que mi designación en el cargo sólo era temporal. Mi amigo, el actual gobernador de Nueva Jersey, me había nombrado fiscal en funciones del condado. También se hablaba en serio de que me presentara al Congreso, tal vez incluso a un escaño vacante en el Senado. Mentiría si dijera que no tenía ambiciones políticas. Un escándalo, aunque sólo fuera la percepción de un escándalo, no me ayudaría en absoluto.

—No sé en qué puedo ayudar —dije.

—Tal vez no pueda o tal vez sí. —Dillon hizo rotar el ladrillo—. Pero desea ayudar si puede, ¿no?

—Por supuesto —dije—. Vaya, no deseo tocarle las pelotas más de lo estrictamente necesario.

Casi le hizo sonreír.

—Pues suba al coche.

—Esta tarde tengo una reunión importante.

—Ya habrá vuelto para entonces.

Esperaba encontrarme un Chevy Caprice desvencijado, pero el coche era un Ford nuevo. Me senté detrás. Mis dos nuevos amigos se sentaron delante. No hablamos en todo el trayecto. Había tráfico en el puente George Washington, pero encendimos la sirena y nos colamos entre los coches. Al cruzar al lado de Manhattan, York habló.

—Creemos que Manolo Santiago podría ser un alias.

—Ya —dije, porque no se me ocurrió nada mejor que decir.

—La verdad es que no tenemos una identificación positiva de la víctima. Le encontramos anoche. En su permiso de conducir dice Manolo Santiago. Lo hemos investigado. No parece ser su nombre auténtico. Hemos buscado sus huellas dactilares. Nada. Así que no sabemos quién es.

—¿Pero creen que yo sí?

No se molestaron en responder.

La voz de York era tan informal como un día de primavera.

—¿Es usted viudo, señor Copeland?

—Sí —dije.

—Debe ser difícil criar a una hija solo.

No dije nada.

—Sabemos que su esposa murió de cáncer y que usted ha creado una fundación para promover la investigación de esa enfermedad.

—Ajá.

—Admirable.

Como si pudieran saberlo.

—¿Debe sentirse raro? —dijo York.

—¿Por qué?

—Por lo de estar al otro lado. Normalmente es usted el que hace las preguntas, no el que las responde. Tiene que parecerle raro.

Me sonrió por el retrovisor.

—¿Eh, York? —dije.

—¿Qué?

—¿Tiene un cartel o un programa? —pregunté.

—¿Un qué?

—Un cartel —dije—. Para que vea sus anteriores papeles, sabe, antes de que le tocara el codiciado papel de «poli bueno».

York soltó una risita.

—Sólo digo que es raro. ¿Le ha interrogado alguna vez la policía?

Era una pregunta con trampa. Debían saberlo. Cuando tenía dieciocho años, trabajé como monitor en un campamento de verano. Cuatro campistas —Gil Pérez y su novia, Margot Green, Doug Billingham y su novia, Camille Copeland (es decir, mi hermana)— se adentraron en el bosque una noche.

Nunca volvieron a verles.

Sólo se hallaron dos de los cuatro cadáveres. Margot Green, de diecisiete años, fue hallada degollada a cien metros del campamento. Doug Billingham, también de diecisiete, apareció a un kilómetro de distancia. Tenía varias puñaladas, pero la causa de la muerte era el degollamiento. Los cadáveres de los otros dos —Gil Pérez y mi hermana, Camille— nunca aparecieron.

El caso salió en los titulares. Wayne Steubens, un monitor de buena familia del campamento, fue arrestado dos años más tarde —tras su tercer verano de terror—, pero no hasta que hubo asesinado a cuatro adolescentes más. Le bautizaron como «Monitor Degollador» y otras tonterías por el estilo. Las siguientes dos víctimas de Wayne fueron halladas cerca de un campamento de exploradores en Muncie, Indiana. Otra de las víctimas estaba en uno de esos campamentos omnipresentes cerca de Vienna, Virginia. Su última víctima había estado en un campo de deportes de Poconos. Casi todas las víctimas fueron degolladas. A todas las habían enterrado en el bosque, a algunas antes de morir. Sí, enterradas vivas. Se tardó mucho en localizar los cadáveres. Al chico de Poconos, por ejemplo, tardaron seis meses en encontrarlo. Los expertos creen que en las profundidades del bosque pueden haber todavía más enterrados.

Como mi hermana.

Wayne no ha confesado nunca, y a pesar de estar en una cárcel de máxima seguridad desde hace dieciocho años, insiste en que no tuvo nada que ver con los cuatro asesinatos que fueron el principio de todo.

Yo no le creo. El que todavía quedaran dos cadáveres por descubrir daba pie a especulaciones y a un halo de misterio. Daba más protagonismo a Wayne. Creo que le gusta. Pero esa incertidumbre, ese atisbo de esperanza, duele una barbaridad.

Quería a mi hermana. Todos la queríamos. La gente suele pensar que la muerte es lo más cruel. Pero no lo es. Al cabo de un tiempo, la esperanza es un sentimiento mucho más doloroso. Cuando se lleva tanto tiempo conviviendo con ella, con el cuello todo el tiempo en la tabla de cortar, con el hacha levantada sobre ti desde hace días, después meses, y luego años, anhelas que caiga y te seccione la cabeza. Todos creen que mi madre se marchó porque mi hermana fue asesinada. Pero la verdad es precisamente lo contrario. Mi madre nos dejó porque nunca pudimos probarlo.

Deseaba que Wayne Steubens nos dijera qué había hecho con ella. No sólo para darle sepultura como es debido y todo eso. Estaría bien, pero aparte de esto, la muerte es una pura y destructiva bola de demolición. Te golpea, te aplasta y empiezas a reconstruir.Pero no saber —esa duda, ese rayo de esperanza— convierte a la muerte en algo parecido a las termitas o a alguna clase de germen implacable. Te devora desde dentro. No puedes detener la podredumbre. No puedes reconstruir porque la duda sigue consumiéndote.

Creo que a mí todavía me consume.

Esa parte de mi vida, por mucho que quiera mantenerla en privado, siempre ha sido tema para los medios. Incluso una somera búsqueda en Google haría figurar mi nombre en relación con «el misterio de los campistas desaparecidos», como lo bautizaron inmediatamente. Vaya, la historia todavía aparecía en esos programas de «crímenes reales» del Discovery o de la Court TV. Yo estaba aquella noche en ese bosque. Mi nombre estaba allí, a la vista de todos. Fui interrogado por la policía. Incluso fui sospechoso.

Así que tenían que saberlo.

Decidí no contestar. York y Dillon no insistieron.

Cuando llegamos al depósito, me guiaron por un largo pasillo. Nadie habló. No sabía qué conclusión sacar de eso. Ahora cobraba sentido lo que había dicho York. Yo estaba en el otro lado. Había observado a muchos testigos haciendo este recorrido. Había visto toda clase de reacciones en el depósito. Normalmente los identificadores se muestran estoicos. No sé exactamente por qué. ¿Se están preparando para lo peor? O todavía existe una pizca de esperanza, otra vez esa palabra. En todo caso, la esperanza se desvanece enseguida. No nos equivocamos jamás con las identificaciones. Si creemos que es su ser querido, lo es. El depósito no es lugar para milagros de última hora. Nunca.

Sabía que me estaban observando, que estudiaban mi reacción. Tomé conciencia de mis pasos, mi postura, mi expresión facial. Me esforcé por parecer neutral y después me pregunté porqué.

Me acercaron a una ventana. No se entra en la habitación. Se ve desde detrás de un cristal. La sala estaba embaldosada para poder limpiarla a manguerazos; no había necesidad de gastar en decoración o servicios de limpieza. Todas las camillas estaban vacías, menos una. El cadáver estaba tapado con una sábana, pero se veía la etiqueta colgada del dedo del pie. Es verdad que las usan. Miré el gran dedo gordo asomando por debajo de la sábana, totalmente desconocido. Eso es lo que pensé. No reconozco el dedo gordo de este hombre.

Con la tensión la mente te juega malas pasadas.

Una mujer con mascarilla empujó la camilla acercándola a la ventana. Entonces me acordé del día que mi hermana nació. Recordé la maternidad del hospital. La vidriera era más o menos igual, con tiras finas de hojas en forma de diamante. La enfermera, una mujer con una constitución parecida a la mujer del depósito, empujó el carrito con mi hermanita hacia la ventana. Igual que ahora. Es de suponer que en circunstancias normales habría pensado en algo conmovedor como el principio y el final de la vida, pero no pensé nada de eso.

La mujer levantó el extremo de la sábana. Miré la cara. Todos los ojos estaban posados en mí. Lo sabía. El difunto tenía más o menos mi edad, treinta y tantos. Llevaba barba. La cabeza afeitada. Tenía puesto un gorro de ducha que me pareció un poco grotesco, pero sabía para qué lo llevaba.

—¿Un disparo en la cabeza? —pregunté.

—Sí.

—¿Cuántas veces?

—Dos.

—¿Calibre?

York se aclaró la garganta, como si intentara recordarme que no se trataba de un caso mío.

—¿Le conoce?

Volví a mirar.

—No —dije.

—¿Está seguro?

Estaba a punto de confirmarlo. Pero algo me detuvo.

—¿Qué pasa? —preguntó York.

—¿Por qué estoy aquí?

—Queríamos saber si le conocía...

—Ya, pero ¿qué les hizo pensar que podía conocerle?

Desvié la mirada a un lado y vi que York y Dillon intercambiaban una ojeada. Dillon se encogió de hombros y York recogió el testigo.

—Llevaba su dirección en el bolsillo —dijo York—. Y llevaba un puñado de recortes sobre usted.

—Soy un personaje público.

—Sí, lo sabemos.

Se calló. Me volví a mirarlo.

—¿Qué pasa?

—Los recortes no hablaban de usted. En realidad, no.

—¿De qué hablaban entonces?

—De su hermana —dijo—. Y de lo que pasó en el bosque.

La temperatura de la sala bajó diez grados, pero estábamos en el depósito. Intenté mantener la calma.

—Puede que fuera un fanático de los crímenes. Hay muchos de estos.

York vaciló. Vi que volvía a intercambiar una mirada con su compañero.

—¿Qué pasa? —pregunté.

—¿A qué se refiere?

—¿Qué más llevaba encima?

York se volvió hacia un empleado del que yo ni siquiera había advertido la presencia y dijo:

—¿Puede mostrar al señor Copeland los efectos personales?

Seguí mirando la cara del difunto. Tenía marcas de viruela y arrugas. Intenté imaginármelo sin ellas. No le conocía. Manolo Santiago era un desconocido para mí.

Alguien trajo una bolsa de pruebas de plástico rojo. La vaciaron sobre una mesa. Desde lejos distinguí unos vaqueros y una camisa de franela. Había una cartera y un móvil.

—¿Han mirado el móvil? —pregunté.

—Sí. Es desechable. El directorio está vacío.

Aparté la mirada de la cara del difunto y me acerqué a la mesa. Las piernas me temblaban.

Había hojas de papel dobladas. Desdoblé una con cuidado. El artículo del Newsweek. La foto de los cuatro adolescentes muertos, las primeras víctimas del «Monitor Degollador». Siempre empezaban con Margot Green porque su cuerpo fue localizado enseguida. Se tardó un día más en localizar a Doug Billingham. Pero el interés de verdad estaba en los otros dos. Se había encontrado sangre y ropa desgarrada perteneciente tanto a Gil Pérez como a mi hermana, pero no los cuerpos.

¿Por qué no?

Es sencillo. Los bosques son inmensos. Wayne Steubens los había escondido bien. Pero algunas personas, esas que aman las conspiraciones, no lo creían así. ¿Por qué sólo no habían localizado a dos? ¿Cómo podía Steubens haber trasladado y enterrado los cuerpos tan rápidamente? ¿Tenía un cómplice? ¿Cómo lo había hecho? ¿Qué estaban haciendo esos cuatro en el bosque?

Incluso ahora, dieciocho años después de que arrestaran a Wayne, la gente habla de los «fantasmas» del bosque, o de que hay una secta secreta viviendo en una cabaña abandonada o de pacientes escapados de un sanatorio u hombres con garfios en vez de manos o extraños experimentos médicos que salieron mal. Hablan del coco y de los restos de su campamento, todavía con los restos de huesos de los niños que se ha comido. Dicen que de noche todavía pueden oír aullar a Gil Pérez y a mi hermana, Camille, buscando venganza.

Pasé muchas noches solo en ese bosque. Nunca oí aullar a nadie.

Mis ojos pasaron de la foto de Margot Green a la de Doug Billingham. La fotografía de mi hermana era la siguiente. Había visto esa foto millones de veces. Los medios la adoraban porque en ella mi hermana parecía maravillosamente normal. Era una chica cualquiera, la canguro favorita, la adolescente encantadora que vivía a una manzana. Camille no era así. Era maliciosa, tenía unos ojos vivos y una sonrisa de niña mala que hacía perder la cabeza a los chicos. Esa foto no era ella. Ella era mucho más. Y tal vez eso le había costado la vida.

Iba a coger la última fotografía, la de Gil Pérez, pero algo hizo que me detuviera.

Se me detuvo el corazón.

Sé que suena dramático, pero fue lo que sentí. Miré el montón de monedas que Manolo Santiago tenía en el bolsillo y lo vi, y fue como si una mano se introdujera en mi pecho y me estrujara el corazón tan fuerte que no le permitiera latir.

Retrocedí.

—Señor Copeland.

Mi mano avanzó como si tuviera vida propia. Vi que mis dedos lo cogían y lo acercaban a mis ojos.

Era un anillo. Un anillo de chica.

Miré la foto de Gil Pérez, el chico que había sido asesinado junto a mi hermana en el bosque. Volví atrás veinte años. Y recordé la cicatriz.

—¿Señor Copeland?

—Enséñeme su brazo —dije.

—¿Cómo dice?

—El brazo. —Me volví hacia el cristal y señalé el cadáver—. Enséñeme su brazo, maldita sea.

York hizo una seña a Dillon. Éste apretó el intercomunicador.

—Quiere ver el brazo del fallecido.

—¿Cuál? —preguntó la mujer del depósito.

Me miraron.

—No lo sé —dije—. Los dos, supongo.

Parecían confundidos, pero la mujer obedeció. Bajó la sábana.

Ahora su torso era peludo. Estaba más gordo, al menos catorce kilos más que en aquella época, pero eso no era sorprendente. Había cambiado. Todos habíamos cambiado. Pero no era eso lo que buscaba. Yo miraba el brazo en busca de una cicatriz irregular.

Estaba allí.

En el brazo izquierdo. No me sobresalté ni nada parecido. Era como si me hubieran despojado de parte de mi realidad y estuviera demasiado entumecido para hacer nada al respecto. Me quedé allí quieto.

—¿Señor Copeland?

—Le conozco —dije.

—¿Quién es?

Señalé la foto de la revista.

—Se llama Gil Pérez.

2

Hubo una época en la que a la profesora Lucy Gold, doctora en Lengua y Psicología, le gustaban las horas de consulta.

Era una oportunidad para hablar con los alumnos y llegar a conocerlos. Le gustaba que los más callados, que se sentaban al fondo con la cabeza baja, tomando notas como si se tratara de un dictado, los que llevaban los cabellos en la cara como si fueran una cortina protectora, llamaran a su puerta, levantaran la cabeza y le contaran lo que pensaban.

Pero casi todo el tiempo los alumnos que iban a verla eran los lameculos, los que creían que sus notas dependían únicamente del entusiasmo que mostraran, que cuanto más se hicieran ver más alta sería su calificación, como si ser extrovertido no estuviera ya suficientemente recompensado en ese país.

—Profesora Gold —dijo la chica llamada Sylvia Potter.

Lucy se la imaginó de niña, en el instituto. Debía de ser la alumna insufrible que los días de examen llegaba a la escuela gimoteando porque no sabía nada y acababa siendo la primera en entregarlo, después de ser la primera en presentar su trabajo de sobresaliente, y utilizaría el resto de la clase para revisar sus apuntes.

—Sí, Sylvia.

—Hoy, cuando ha leído ese fragmento de Yeats, me ha conmovido mucho. Entre las palabras en sí y la forma como usted las declama, parece una actriz profesional…

Lucy Gold estaba a punto de decir: «Hazme un favor y prepárame unos brownies», pero en cambio sonrió. Y no le fue fácil. Miró el reloj y después se sintió fatal por haber hecho eso. Sylvia era una alumna que se esforzaba mucho. Nada más. Cada uno hace lo que puede para adaptarse y sobrevivir. El estilo de Sylvia probablemente era más prudente y menos autodestructivo que el de la mayoría.

—Lo pasé bien escribiendo ese artículo —dijo.

—Me alegro.

—Trataba de… bueno, de mi primera vez, usted ya me entiende.

Lucy asintió.

—Tranquila, todos son confidenciales y anónimos.

—Sí, ya.

Miró al suelo. Lucy se preguntó por qué. Sylvia nunca hacía eso.

—Cuando haya terminado de leerlos todos —dijo Lucy— quizá podríamos hablar del tuyo si quieres. En privado.

Seguía con la cabeza baja.

—¿Sylvia?

La voz de la chica era muy baja.

—Vale.

El horario de consulta había terminado. Lucy deseaba irse a casa. Intentó no parecer desinteresada cuando preguntó.

—¿Quieres hablar de él ahora?

—No.

Sylvia seguía cabizbaja.

—Bien, pues —dijo Lucy, mirando descaradamente el reloj—, porque tengo una reunión dentro de diez minutos.

Sylvia se puso de pie.

—Gracias por recibirme.

—Es un placer, Sylvia.

Parecía que Sylvia quisiera decir algo más. Pero no lo hizo. Cinco minutos después, Lucy estaba de pie junto a la ventana mirando hacia la explanada. Sylvia salió por la puerta, se secó las lágrimas, levantó la cabeza y se obligó a sonreír. Comenzó a cruzar el campus esquivando a la gente. Lucy vio que saludaba a algunos compañeros, se unía a un grupo y se mezclaba con otros hasta que Sylvia fue un punto borroso entre la masa.

Lucy se volvió. Se vio reflejada en el espejo y no le gustó lo que vio. ¿La chica le estaba pidiendo ayuda?

Probablemente, Lucy, y no has respondido. Muy bonito, superestrella.

Se sentó a la mesa y abrió el cajón de abajo. El vodka estaba ahí guardado. El vodka estaba bien. No se podía oler, el vodka.

La puerta del despacho se abrió. El hombre que entró llevaba los cabellos largos recogidos detrás de las orejas y varios pendientes. Iba sin afeitar, a la moda, y era guapo con un estilo «chico enrollado madurito». Llevaba la perilla canosa, un detalle que desvirtuaba su look, pantalones bajos que se sostenían apenas con un cinturón de tachuelas y un tatuaje en el cuello que decía: «Engendra a menudo».

—Hoy estás como un queso —dijo el chico, lanzando su mejor sonrisa en dirección a Lucy.

—Gracias, Lonnie.

—No, en serio, como un quesazo.

Lonnie Berger era su ayudante a pesar de tener la misma edad que Lucy. Estaba atrapado permanentemente en la trampa de la educación, sacándose otro título, moviéndose por el campus, con la señal delatora de la edad en sus ojos. Lonnie estaba más que harto de la tontería de lo políticamente correcto que reinaba en el campus y hacía lo que podía para poner a prueba sus límites y meterse con todas las mujeres que se le ponían a tiro.

—Deberías ponerte algo que enseñara más el escote, con uno de esos sostenes que levantan —añadió Lonnie—. Así los chicos te prestarían más atención en clase.

—Sí, eso es precisamente lo que necesito.

—En serio, jefa, ¿cuándo fue la última vez que lo hiciste?

—Hace ocho meses, seis días y… —Lucy miró el reloj— cuatro horas.

Él se rió.

—Me tomas el pelo, ¿no?

Ella se limitó a mirarle.

—He impreso los diarios —dijo.

Los diarios confidenciales y anónimos.

Lucy daba una clase que la universidad había bautizado como Razonamiento Creativo, una combinación de trauma psicológico avanzado y escritura creativa y filosofía. A decir verdad, a Lucy le encantaba. Tarea actual: cada estudiante debía escribir sobre un suceso traumático de su vida, algo que normalmente no contaría a nadie. No se darían nombres. No se puntuaría. Si el alumno anónimo daba su permiso en el pie de página, Lucy podría leer alguno en voz alta para la clase con la intención de discutirlo, siempre manteniendo en el anonimato al autor.

—¿Has empezado a leerlos? —preguntó.

Lonnie asintió y se sentó en la silla que ocupaba Sylvia hacía unos minutos. Apoyó los pies sobre la mesa.

—Lo de siempre —dijo.

—¿Erótica mala?

—Yo diría más bien porno suave.

—¿Qué diferencia hay?

—Y yo qué sé. ¿Te he hablado de mi nueva novia?

—No.

—Es una delicia.

—Ya.

—En serio. Es camarera. La tía más enrollada con la que he salido hasta ahora.

—¿Y a mí me interesa por?

—¿Celos?

—Sí —dijo Lucy—. Será eso. Dame los diarios, por favor.

Lonnie le entregó un puñado. Los dos se pusieron a hojearlos. Cinco minutos después, Lonnie meneó la cabeza.

—¿Qué? —dijo Lucy.

—¿Cuántos años tienen estos chicos? —preguntó Lonnie—. Veinte, ¿no?

—Sí.

—Y sus escapadas sexuales duran... ¿cuánto? ¿Dos horas?

Lucy sonrió.

—Una imaginación activa.

—¿Duraban tanto los chicos cuando eras joven?

—No duran tanto ahora —dijo ella.

Lonnie arqueó una ceja.

—Eso es porque estás muy buena. No pueden controlarse. En el fondo es culpa tuya.

—Ya. —Se golpeó el labio inferior con la goma del lápiz—. ¿No es la primera vez que usas esa frase, no?

—¿Crees que necesito otra? ¿Qué te parece: «Es la primera vez que me pasa, lo juro»?

Lucy soltó un bufido.

—Lo siento, inténtalo de nuevo.

—Mierda.

Leyeron un rato más. Lonnie silbó y meneó la cabeza.

—Puede que creciéramos en una época equivocada.

—Está clarísimo.

—¿Luce? —Levantó la cabeza de los papeles—. De verdad necesitas hacerlo.

—Ya.

—Estoy dispuesto a echarte una mano. Sin ataduras.

—¿Qué le parecería a la Deliciosa Camarera?

—No somos exclusivos.

—Claro.

—Lo que yo te propongo es algo puramente físico. Una limpieza de tuberías mutua, por decirlo gráficamente.

—Calla, que estoy leyendo.

Entendió la indirecta. Media hora después, Lonnie se echó un poco hacia delante y la miró.

—¿Qué?

—Lee este —dijo.

—¿Por qué?

—Tú lee, ¿vale?

Ella se encogió de hombros, dejó el diario que estaba leyendo, una historia más de una chica que se había emborrachado con su nuevo novio y había acabado haciendo un trío. Lucy había leído muchas historias de tríos. Ninguna parecía producirse sin ingesta de alcohol.

Pero un minuto después se había olvidado de todo. Había olvidado que vivía sola y que no le quedaba familia y que era profesora de universidad o que estaba en su despacho con vistas al patio o que Lonnie seguía sentado frente a ella. Lucy Gold se había esfumado. Y en su lugar había una mujer joven, de hecho una chica, con un nombre diferente, una adolescente a punto de entrar en la edad adulta, pero todavía con mucho de adolescente:

Esto sucedió cuando yo tenía diecisiete años. Estaba en un campamento de verano. Trabajaba de CIT, que es un monitor en prácticas. No me costó mucho encontrar el trabajo porque mi padre era el dueño del campamento...

Lucy paró. Miró la primera página. No había nombre, evidentemente. Los estudiantes mandaban los diarios por correo electrónico. Lonnie los había impreso. No debía haber forma de identificar a la persona que lo había mandado. Era necesario para que los alumnos estuvieran cómodos. Ni siquiera te arriesgabas a dejar tus huellas dactilares en el papel. Sólo tenías que apretar la tecla «Enviar»:

Fue el mejor verano de mi vida. Al menos lo fue hasta aquella última noche. Incluso ahora creo que nunca volveré a vivir algo así. Es raro, ¿no? Sé que nunca, jamás, volveré a ser tan feliz. Nunca. Ahora mi sonrisa es diferente. Es más triste, como si estuviera rota y no pudiera arreglarse.

Aquel verano estaba enamorada de un chico. Le llamaré P para este relato. Era un año mayor que yo y era monitor junior. Toda su familia estaba en el campamento. Su hermana trabajaba allí y su padre era el médico del campamento. Pero yo apenas les frecuenté porque en cuanto conocí a P, se me encogió el estómago.

Sé lo que estaréis pensando. Que sólo fue un romance tonto de verano. Pero no lo fue. Y ahora me da miedo no volver a amar a nadie como le amé a él. Parece una tontería. Es lo que piensa todo el mundo. Puede que tengan razón. No lo sé. Soy tan joven todavía. Pero no me siento así. Me siento como si hubiera tenido una oportunidad de ser feliz y lo hubiera estropeado.

Un agujero en el corazón de Lucy empezó a abrirse, a expandirse.

Una noche fuimos al bosque. No debíamos hacerlo. Había normas estrictas sobre eso. Nadie conocía esas normas mejor que yo. Había pasado los veranos allí desde que tenía nueve años. Fue entonces cuando mi padre compró el campamento. Pero P hacia el turno de «noche». Y como mi padre era el dueño del campamento, yo podía entrar en todas partes. Qué bien pensado, ¿no? Dos chicos enamorados encargados de vigilar a los demás campistas. ¡Por favor!

Él no quería ir porque creía que debía vigilar, pero vaya, yo sabía cómo tentarlo. Ahora me arrepiento, por supuesto. Pero lo hice. Así que nos adentramos en el bosque, los dos solos. Solos. El bosque es enorme. Si coges un desvío equivocado, te puedes perder para siempre. Había oído cuentos de niños que habían entrado allí y no habían vuelto nunca. Algunos dicen que todavía merodean por allí, viviendo como animales. Algunos dicen que han muerto o algo peor. Bueno, lo típico de las historias alrededor de la hoguera del campamento.

Yo me reía de estas historias. Nunca me habían dado miedo. Ahora me estremezco sólo de pensarlo.

Caminamos. Yo conocía el camino. P me cogía la mano. El bosque estaba muy oscuro. No se podía ver más allá de tres metros delante de ti. Oímos un crujido y nos dimos cuenta de que había alguien más en el bosque. De repente me detuve, pero recuerdo a P sonriendo en la oscuridad y meneando la cabeza burlonamente. Bueno, la única razón de que los campistas se adentraran en el bosque era que se trataba de un campamento mixto. Había un lado para los chicos y un lado para las chicas y esa franja de bosque nos separaba. Ya os lo podéis imaginar.

P suspiró. «Vamos a ver qué pasa», dijo. O algo parecido. No recuerdo sus palabras exactas.

Pero yo no quería. Quería estar a solas con él.

Mi linterna estaba baja de pilas. Todavía recuerdo cómo me latía el corazón al entrar en el bosque. Allí estaba yo, en la oscuridad, cogida de la mano del chico que amaba. Me tocaría y yo me derretiría. ¿Conocéis esa sensación? Cuando no puedes soportar separarte de un chico ni cinco minutos. Cuando todo existe en función de él. Haces lo que sea, cualquier cosa, y te preguntas «¿Qué pensará de esto?». Es una sensación increíble. Es maravillosa, pero al mismo tiempo duele. Eres vulnerable y estás al desnudo, y eso te aterra.

—Chitón —susurra él—. Para.

Lo hacemos. Nos paramos.

P me arrastra detrás de un árbol. Me coge la cara con ambas manos. Tiene unas manos grandes y me encanta su contacto. Me levanta la cabeza y me besa. Lo siento por todas partes, un aleteo que empieza en el centro de mi corazón y después se difumina. Aparta la mano de mi cara. La pone sobre mi caja torácica, justo al lado de mi pecho. Estoy expectante. Gimo.

Seguimos besándonos. Fue tan apasionado. No podíamos estar más cerca el uno del otro. Sentía que me ardía todo el cuerpo. Me metió la mano por debajo de la blusa. No diré más sobre esto. Me olvidé del crujido en el bosque. Pero ahora lo sé. Deberíamos haber avisado a alguien. Entonces deberíamos haber dejado de adentrarnos en el bosque. Pero no lo hicimos. En lugar de eso, hicimos el amor.

Estaba tan perdida en nuestro mundo, en lo que estábamos haciendo, que al principio ni siquiera oí los gritos. Creo que P tampoco los oyó.

Pero los gritos siguieron y ¿sabéis cómo describe la gente las experiencias cercanas a la muerte? Pues fue algo así, pero al revés. Era como si los dos nos dirigiéramos hacia una luz maravillosa y los gritos fueran una cuerda que tirara de nosotros de vuelta, a pesar de que no deseábamos volver.

Dejó de besarme. Y esto es lo terrible.

Ya no volvió a besarme.

Lucy volvió la página, pero no había más. Levantó la cabeza de golpe.

—¿Y el resto?

—No hay más. Dijiste que lo mandaran por partes, ¿te acuerdas? No hay más.

Lucy volvió a mirar las páginas.

—¿Estás bien, Luce?

—¿Entiendes de ordenadores, no es así Lonnie?

Él volvió a arquear la ceja.

—Soy mejor con las mujeres.

—¿Te parece que estoy de humor?

—Vale, vale, sí, entiendo de ordenadores. ¿Por qué?

—Necesito saber quién ha escrito esto.

—Pero...

—Necesito —repitió— saber quién ha escrito esto.

Él la miró fijamente un segundo. Lucy sabía lo que quería decirle. Era ir en contra de todo lo que predicaban. Habían leído historias horribles en esa habitación, ese mismo año incluso una de un incesto padre-hija y nunca habían intentado identificar a la persona que lo había escrito.

—¿Quieres explicarme de qué va esto?

—No.

—Pero quieres que me cargue toda la confianza que hemos conseguido construir.

—Sí.

—¿Tan grave es?

Ella se limitó a mirarle.

—Ah, bueno —dijo Lonnie—. Haré lo que pueda.

3

—Se lo aseguro —repetí—. Es Gil Pérez.

—El chico que murió con su hermana hace veinte años.

—Evidentemente, no murió —dije.

No creo que me creyeran.

—Puede que sea su hermano —dijo York.

—¿Con el anillo de mi hermana?

—Ese anillo es muy común —dijo Dillon—. Hace veinte años estaban de moda. Creo que mi hermana tenía uno. Se lo regalaron al cumplir los diecisiete, creo. ¿Estaba grabado el de su hermana?

—No.

—Pues no podemos estar seguros.

Hablamos un rato, pero no había mucho más que añadir. La verdad es que yo no sabía nada.

Dijeron que estarían en contacto. Localizarían a la familia de Gil Pérez, para que hicieran una identificación positiva. No sabía qué hacer. Me sentía perdido, atontado y confundido.

Mi BlackBerry y mi móvil estaban enloquecidos. Ya llegaba tarde a una cita con el equipo de la defensa en el caso más importante de mi carrera.

Dos universitarios ricos y jugadores de tenis de la lujosa población de Short Hills acusados de violar a una afroamericana de dieciséis años de Irvington llamada —no, su nombre no ayudaba nada— Chamique Johnson. El juicio ya había empezado, se había aplazado y ahora esperaba poder cerrar un trato de condena en prisión antes de que volviera a empezar.

Los policías me acompañaron a mi oficina en Newark. Sabía que los abogados de la defensa pensarían que mi retraso no era más que una táctica, pero no podía remediarlo. Cuando entré en el despacho, los dos abogados de la defensa ya estaban sentados.

Uno de ellos, Mort Pubin, se levantó y se puso a aullar.

—¡Hijo de puta! ¿Sabes la hora que es? ¿Lo sabes?

—Mort, ¿has adelgazado?

—No me vengas con esa mierda.

—Espera. No, no es eso. Estás más alto. Has crecido. Como un chico de verdad.

—Ya está bien, Cope. ¡Llevamos una hora esperando!

El otro abogado, Flair Hickory, siguió sentado, con las piernas cruzadas, como si no tuviera ninguna preocupación en la vida. Era de Flair de quien yo estaba pendiente. Mort era ruidoso, mal hablado y exagerado. Flair era el abogado defensor que yo más temía. No era lo que uno esperaba. De entrada, Flair (juraba que era su nombre real, aunque yo tenía mis dudas) era gay. Vale, no es para tanto. Hay muchos abogados gays, pero Flair era gay gay, como el hijo natural de Liberace y Liza Minnelli, criado sólo con Streisand y musicales.

Flair no lo disimulaba en los juzgados, más bien le sacaba partido.

Flair dejó que Mort se desahogara un rato, flexionó los dedos y se miró las uñas. Pareció satisfecho. Después levantó la mano e hizo callar a Mort con un gesto elegante.

—Ya está bien —dijo Flair.

Llevaba una camisa de color púrpura. O puede que fuera berenjena o vincapervinca, un color de esos. No entiendo mucho de colores. La camisa era del mismo color que el traje. El mismo que la gran corbata. El mismo que el pañuelo de bolsillo. El mismo —Dios nos ampare— de los zapatos. Flair reparó en que me estaba fijando en su ropa.

—¿Te gusta? —preguntó Flair.

—El dinosaurio Barney imita a Village People —dije.

Flair hizo una mueca.

—¿Qué pasa?

—Barney y Village People —dijo, apretando los labios—. ¿No se te ha ocurrido una referencia pop más anticuada y sudada?

—Iba a decir el teletubbie púrpura, pero no recordaba el nombre.

—Tinky Winky, y también está anticuado. —Se cruzó de brazos y suspiró—. Bueno, ahora que estamos todos en este despacho con decoración tan hetero, ¿podemos dejar marchar a nuestros clientes y acabar de una vez?

Le miré a los ojos.

—Lo hicieron, Flair.

No me lo negó.

—¿De verdad vas a subir a declarar a esa estríper combinada con prostituta trastornada?

Iba a defenderla pero él sabía de lo que hablaba.

—Sí.

Flair intentó no sonreír.

—La destruiré —dijo.

No dije nada.

La destruiría y yo lo sabía. Y eso era lo que tenía su forma de actuar. Podía seccionar y desmenuzar y seguía cayéndote bien. Yo le había visto hacerlo. Se podría pensar que algunos miembros del jurado serían homófobos y que le odiarían o le temerían. Pero con Flair no funcionaba así. Las mujeres juristas querían ir de compras con él y hablarle de los fallos de sus maridos. Los hombres no le consideraban un peligro y creían que no podía hacerles ningún daño.

Esto lo convertía en un defensor letal.

—¿Qué estás buscando? —pregunté.

Flair sonrió.

—Estás nervioso, ¿no?

—Sólo quiero ahorrarle tu acoso a una víctima de violación.

—¿Moi? —Se llevó una mano al pecho—. Me siento insultado.

Sólo lo miré. Mientras lo hacía se abrió la puerta. Entró Loren Muse, mi investigadora jefe. Muse tenía mi edad, treinta y tantos, y ya era investigadora de homicidios con mi predecesor, Ed Steinberg.

Muse se sentó sin decir palabra, ni siquiera un gesto.

Me volví a mirar a Flair.

—¿Qué quieres? —volví a preguntar.

—Para empezar —dijo Flair—, quiero que la señora Chamique Johnson se disculpe por destruir la reputación de dos chicos estupendos.

Le miré un rato más.

—Pero nos conformaremos con que se retiren los cargos inmediatamente.

—Sigue soñando.

—Cope, Cope, Cope. —Flair meneó la cabeza y emitió ruiditos tranquilizadores con la boca.

—He dicho que no.

—Eres encantador cuando te pones macho, pero eso ya lo sabes, ¿no? —Flair miró a Loren Muse. Una expresión afligida cruzó su cara.

—Cielos, ¿qué llevas puesto?

Muse se incorporó un poco.

—¿Qué?

—Tu ropa. Es como un programa de telerrealidad de la Fox. Cuando las policías se visten ellas mismas. Por Dios. Y esos zapatos...

—Son prácticos —dijo Muse.

—Cariño, regla de moda número uno: Las palabras «zapatos» y «prácticos» nunca deben encontrarse en la misma frase. —Sin parpadear, Flair se volvió hacia mí—: Nuestros clientes se declaran culpables de falta y salen libres con la condicional.

—No.

—¿Puedo decirte dos palabras?

—Esas dos palabras no serán «zapatos» y «prácticos», ¿verdad?

—No, algo bastante más calamitoso para ti, me temo: Cal y Jim.

Calló. Miré a Muse. Ella se agitó en la silla.

—Esos dos nombrecitos —siguió Flair con un tonillo en la voz—, Cal y Jim. Música para mis oídos. ¿Sabes a qué me refiero, Cope?

No mordí el anzuelo.

—En la declaración de la supuesta víctima... has leído su declaración, supongo... en su declaración ella afirma claramente que sus violadores se llamaban Cal y Jim.

—No significa nada —dije.

—Verás, cielo, e intenta prestar atención ahora porque creo que esto podría ser importante para tu caso: nuestros clientes se llaman Barry Marantz y Edward Jenrette. Ni Cal ni Jim. Barry y Edward. Repetid conmigo. Venga, adelante. Barry y Edward. A ver, ¿esos nombres se parecen en algo a Cal y Jim?

Mort Pubin respondió a la pregunta. Sonrió y dijo:

—No, no se parecen, Flair.

Seguí callado.

—Y ya ves, esa es la declaración de tu víctima —siguió Flair—. Es maravilloso, ¿no crees? Espera que te lo busco. Me encanta leerlo. Mort, ¿lo tienes? Espera, aquí está. —Flair llevaba puestas gafas de lectura de medialuna. Se aclaró la garganta y cambió de voz—. Los dos chicos que lo hicieron. Se llamaban Cal y Jim.

Dejó el papel y nos miró como si esperara un aplauso.

—Se encontró el semen de Barry Marantz en ella —dije.

—Ah, sí, pero Barry era un chico guapo, todo hay que decirlo, y los dos sabemos que eso influye, admite un acto sexual consensuado con tu joven y ansiosa señora Johnson aquella tarde. Todos sabemos que Chamique estuvo en su fraternidad, eso no se discute, ¿no?

No me gustó, pero dije:

—No, eso no se discute.

—De hecho, los dos sabemos que Chamique Johnson había trabajado allí como estríper la semana anterior.

—Bailarina exótica —corregí.

Sólo me miró.

—Y por eso volvió. Sin que hubiera intercambio de dinero. En eso también estamos de acuerdo, ¿no? —No se molestó en esperar que contestara—. Y puedo presentar cinco o seis chicos que dirán que se comportó afectuosamente con Barry. Vamos, Cope. Tú ya has pasado por esto. Es una estríper. Es menor. Se coló en una fiesta de una fraternidad. Se ligó al chico rico y guapo. Él se la quitó de encima, no la llamó o lo que fuera. Y se enfadó.

—Y muchas abrasiones —dije.

Mort pegó contra la mesa con un puño que parecía capaz de aplastar un animal.

—Sólo busca ganar dinero —dijo Mort.

—Ahora no, Mort —dijo Flair.

—¡Cómo que no! Todos sabemos de qué va esto. Les está acosando porque están forrados. —Mort me dedicó su mejor mirada pétrea—. Sabes que la puta tiene antecedentes, ¿no? Chamique —alargó su nombre de una forma burlona que me sacó de quicio— también tiene su abogado para exprimir a nuestros chicos. Para esa zorra esto sólo es día de cobro. Nada más. Un puto día de cobro.

—¿Mort? —dije.

—¿Qué?

—Calla y deja que hablen los adultos.

Mort me miró despreciativamente.

—No eres mejor, Cope.

Esperé.

—La única razón de que los proceses es que son ricos. Y lo sabes. Estás jugando a esa mierda de ricos contra pobres ante los medios. No finjas que no lo haces. ¿Sabes lo que da más asco? ¿Sabes lo que realmente me jode?

Ya había tocado unas pelotas aquella mañana y ahora había jodido a un abogado. Menudo día llevaba.

—Dime, Mort.

—Que nuestra sociedad lo acepta —dijo.

—¿Qué?

—Odiar a los ricos. —Mort levantó las manos, indignado—. No paro de oírlo. «Le odio, es tan rico.» Fíjate en Enron y todos esos escándalos. Ahora es un prejuicio fomentado, odiar a los ricos. Si yo dijera que odio a los pobres, me lincharían. Pero ¿insultar a los ricos? Adelante, vía libre. Todo el mundo es bienvenido para odiar a los ricos.

Le miré.

—Tal vez deberían crear un grupo de apoyo.

—A la mierda, Cope.

—No, en serio. Trump, los chicos de Halliburton. El mundo no ha sido justo con ellos, caramba. Un grupo de apoyo. Eso es lo que se merecen. Tal vez un maratón televisivo o algo así.

Flair Hickory se levantó. Teatralmente por supuesto. Casi me esperaba que hiciera una reverencia.

—Creo que hemos terminado. Nos vemos mañana, guapo. Y tú —miró a Loren Muse, abrió la boca, la cerró, se estremeció.

—¿Flair?

Me miró.

—Eso de Cal y Jim —dije—. Sólo demuestra que dice la verdad.

Flair sonrió.

—¿Cómo es eso, exactamente?

—Tus chicos fueron listos. Se llamaron a sí mismos Cal y Jim, para que ella dijera eso.

Arqueó una ceja.

—¿Crees que colará?

—¿Por qué iba a decirlo ella si no, Flair?

—¿Disculpa?

—A ver, si Chamique deseaba jugársela a tus clientes, ¿por qué no utilizar los nombres correctos? ¿Para qué se iba a inventar el diálogo con Cal y Jim? Ya has leído su declaración: «Dale la vuelta hacia aquí, Cal», «Dóblala hacia allá, Jim», «Uau, Cal, le encanta». ¿Para qué iba a inventarse eso?

Mort me respondió:

—Porque es una zorra sedienta de dinero y encima es estúpida.

Pero me di cuenta de que le había metido un gol a Flair.

—No tiene sentido —dije.

Flair se inclinó hacia mí.

—La cuestión, Cope, es que no tiene que tenerlo. Y tú lo sabes. Puede que lleves razón. Puede que no tenga sentido. Pero eso da lugar a confusión. Y la confusión me da muchos puntos para mi táctica favorita: la duda razonable. —Sonrió—. Puede que tengas algunas pruebas físicas. Pero si haces subir a esa chica a declarar, no me reprimiré. Será pan comido. Los dos lo sabemos.

Se fueron hacia la puerta.

—Nos vemos en el juzgado, colega.

4

Muse y yo permanecimos un rato callados.

Cal y Jim. Esos nombres nos desanimaban.

El puesto de investigador jefe normalmente lo ostentaba algún hombre de por vida, un tipo brusco, que soltaba suspiros profundos y bastante quemado por todo lo que había visto con los años, con un buen barrigón y un abrigo gastado. Era tarea de ese hombre ayudar al candoroso fiscal del condado, un cargo político como yo, a esquivar los escollos del sistema legal del condado de Essex.

Loren Muse medía metro y medio y pesaba como un alumno normal de cuarto. Mi elección de Muse había causado bastante conmoción entre los veteranos, pero yo tenía mis propios prejuicios: prefiero contratar a mujeres solteras de cierta edad. Trabajan más y son más leales. Lo sé, lo sé, pero he descubierto que casi siempre es cierto. Encuentras a una mujer soltera de, digamos, más de treinta y cinco años y vive para su carrera y te dedicará horas y la devoción que las casadas con hijos nunca te darán.

Para ser justo, Muse era también una investigadora increíblemente preparada. Me gustaba discutir los casos con ella. Diría que los «musitábamos» juntos, pero es malísimo. En ese momento estaba mirando fijamente el suelo.

—¿Qué estás pensando? —pregunté.

—¿Tan feos son mis zapatos?

La miré y esperé.

—En resumidas cuentas —dijo—, si no encontramos una forma de explicar lo de Cal y Jim, estamos jodidos.

Miré al techo.

—¿Qué? —dijo Muse.

—Esos dos hombres.

—¿Qué pasa?