El camino hacia tu corazón - Peggy Moreland - E-Book
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El camino hacia tu corazón E-Book

Peggy Moreland

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Beschreibung

Para un vaquero duro como Jase Rawley, las chicas jóvenes e inocentes eran un problema. Por eso Jase quería esquivar a la nueva niñera de sus hijos, Annie Baxter. Pero no era fácil negar la atracción que sentía por la preciosa muchacha. Ella llenaba de risas y cariño su casa... así como su profundo y solitario corazón. Sus besos inocentes, pero tremendamente sensuales, eran razón suficiente para que un hombre se preguntara si ciertas reglas no se habían hecho para ser incumplidas...

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Seitenzahl: 185

Veröffentlichungsjahr: 2018

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2001 Peggy Bozeman Morse

© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

El camino hacia tu corazón, n.º 1055 - diciembre 2018

Título original: The Way to a Rancher’s Heart

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1307-049-0

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Si te ha gustado este libro…

Capítulo Uno

 

 

 

 

 

 

Jase Rawley había dormido muy poco y trabajado mucho durante los últimos días. De manera que estaba completamente agotado.

Después de aparcar su camioneta, en cuyo remolque llevaba un cargamento de terneros que había comprado en Texas, se encaminó penosamente hacia su casa, sumida en la más absoluta oscuridad. Una vez dentro, se quitó sus botas camperas y las dejó al lado de la puerta para volver a ponérselas por la mañana. Se desabrochó el cinturón y se dirigió hacia el dormitorio principal mientras se desabotonaba la camisa. Al lado de la cama, se desnudó, preparó el despertador para las seis de la mañana y se dejó caer sobre la cama de matrimonio. Se quedó dormido inmediatamente.

Lo despertó, tres horas después, el irritante sonido del despertador. Lo apagó con el puño y enterró el rostro de nuevo en el colchón. Dio un suspiro profundo, sopesando los pros y los contras de dejar unas horas más a los terneros en el remolque. Pero el aroma de café recién hecho le hizo levantar la cabeza.

–Hermanita –murmuró casi con admiración mientras se incorporaba–, eres una santa.

Todavía con los vaqueros y los calcetines con los que había dormido, entró bostezando en la cocina y cerró los ojos para disfrutar mejor del aroma que desprendía el café.

–Buenos días –fue su saludo mientras agarraba la cafetera.

–Buenos días. ¿Quieres los huevos fritos o escalfados?

Le sorprendió la pregunta, de manera que, sin decir nada, se volvió hacia la mujer que estaba al otro lado de la cocina, dando forma a la masa de harina que tenía sobre una bandeja.

Lo miraron dos ojos verdes y alegres sobre una naricilla impertinente, cubierta ligeramente de pecas. Luego se fijó en que una boca de labios carnosos le sonreía de una manera inhabitual para aquellas horas de la mañana mientras una melena castaña, del color de las avellanas, se derramaba sobre unos hombros estrechos y enmarcaban un rostro ovalado y juvenil… un rostro que no se parecía nada al de su hermana.

–¿Quién demonios eres tú? –preguntó él.

La mujer se limpió la mano en el delantal mientras su sonrisa se hacía más amplia.

–Annie Baster. Soy tu nueva ama de llaves y también la niñera de tus hijos –respondió, extendiendo una mano hacia él.

El hombre, sin aceptar la mano que le ofreció ella, miró a la mujer de arriba abajo. Iba descalza y llevaba las uñas de los pies pintadas de color azul.

–¿Ama de llaves? –preguntó finalmente.

–Sí, tu hermana me ha contratado. Sabías que pensaba contratar a alguien, ¿no es así? –contestó con una sonrisa que delataba su curiosidad.

Él tragó saliva mientras intentaba recordar una conversación que había tenido con su hermana dos semanas antes. Recordó que le había dicho que pensaba marcharse y, efectivamente, que pensaba contratar a alguien para sustituirla. Pero él había creído que su hermana estaba fanfarroneando como había hecho muchas veces anteriormente. Penny siempre había vivido con él desde que sus padres habían muerto, quince años atrás. Así que él jamás había pensado en la posibilidad de que pudiera marcharse. Además, Penny había sido un gran apoyo para él desde que muriera su mujer, dos años atrás.

–Sí, claro. Ahora recuerdo que me dijo algo al respecto –comentó él, estrechándole por fin la mano.

–¡Es un alivio! Pensé, por un momento, que o tú o yo estábamos en la casa equivocada. Penny me dijo que volverías hoy, aunque no imaginaba que fuera tan temprano.

–Decidí venir directamente –murmuró, esforzándose por asumir el hecho de que Penny se había ido y había dejado alguien en su lugar–. ¿Cuánto tiempo llevas aquí?

–Seis días. Penny me contrató el lunes y se quedó hasta el jueves para asegurarse de que yo me sentía a gusto y que los niños me aceptaban.

–¿Te dijo dónde iba?

–Claro que sí –replicó, sorprendida por la pregunta y dándose la vuelta para seguir preparando las pastas que estaba haciendo–. Me dijo que se quedaría con Suzy dos días. Conoces a Suzy, ¿verdad?

Jase frunció el ceño.

–Sí, la conozco.

–No me has dicho cómo querías los huevos. ¿Fritos o escalfados?

Jase llenó una taza de café y se dio la vuelta, rezando por que la cafeína le aclarara la mente y todo aquello fuera un mal sueño.

Pero la desconocida no desapareció como había esperado, sino que continuó cortando la masa en trozos redondos y poniéndolos en la bandeja del horno.

–Fritos. Y ahora, perdona, tengo que llamar por teléfono –añadió, saliendo de la cocina.

 

 

Jase fue a llamar inmediatamente a casa de Suzy.

–¿Hola? –le contestó la voz soñolienta de la muchacha.

–Dile a Penny que se ponga al teléfono.

–Buenos días, Jase –contestó la chica, dejando el auricular–. ¡Penny, te llaman al teléfono! Es el «Oso».

Jase frunció el ceño al oír el apodo con que Suzy lo llamaba desde hacía ya muchos años.

–¿Jase?

–¿Cómo demonios te vas así y dejas a los niños con una desconocida?

–Annie no es ninguna desconocida. O no exactamente. Le hice una entrevista y revisé sus referencias antes de ofrecerle el puesto. Es una persona honrada y es capaz de cuidar de los niños.

–Me importa un comino quien sea. Tú te vienes ahora mismo aquí, a tu casa, ¿me oyes?

–No voy a ir, Jase. Ya he aceptado el trabajo en Austin.

–¿Qué?

–He aceptado un puesto de trabajo en Austin. Y uno muy bueno. Seré la secretaria del director de una empresa importante de informática.

–Déjalo. Firma tu dimisión o haz lo que quieras, pero vuelve a casa inmediatamente. No quiero que mis hijos se críen con una desconocida.

–¡Entonces críalos tú!

Jase se apartó el auricular del oído y se quedó mirándolo unos segundos, asombrado por el modo en que le había contestado su hermana. Con el rostro muy serio, volvió a colocarse el auricular al oído.

–¿Está Suzy detrás de todo esto?

–No, Jase. Suzy no tiene nada que ver con mi decisión de dejar el rancho.

–De acuerdo, Jase, échame la culpa a mí de todo –se oyó que decía Suzy.

–Ella es la que normalmente te llena la cabeza de tonterías –replicó irritado–. Tú no eres así, Penny. Tú no te escaparías de repente ni dejarías a los niños con una desconocida. ¿Y si esta chica no trabaja bien o si decide marcharse? ¿Quién va a cuidar entonces de los chicos?

–Tú. Son tus hijos y es hora de que asumas tu responsabilidad como padre.

–¡Nunca he dejado de asumir mi responsabilidad! Trabajo para ellos, ¿no es así? Tienen todo lo que necesitan.

–Les das todo, menos tu compañía. Oh, Jase –su voz tembló como si estuviera a punto de echarse a llorar–. ¿No te das cuenta? No solo han perdido a su madre, sino también a su padre.

 

 

Después de darse una ducha y vestirse, Jase se dirigió a la cocina, todavía enfadado con su hermana. Antes de abrir la puerta, oyó la risa de su hija de seis años.

–¿Qué es tan gracioso? –preguntó.

Cuatro cabezas se volvieron hacia él desde la mesa.

–¡Papá! –gritó Rachel, levantándose y arrojándose a sus brazos.

–Hola, tesoro –respondió, todavía serio.

La niña le agarró una mano.

–Tenemos una nueva niñera. Es guay.

Jase frunció el ceño al oír la palabra que, seguramente, la niña había aprendido de sus hermanos mayores.

–Sí, eso he oído.

Luego dio una palmada en el hombro a su hijo de trece años, Clay, y se sentó en la silla que presidía la mesa. Hizo un gesto a Tara, la hermana gemela de Clay, y colocó la servilleta sobre el plato.

–¿No deberíais de prepararos para ir el colegio?

Tara hizo un gesto de dramatismo.

–No son todavía las siete, papá. Hay tiempo de sobra.

Jase agarró la cesta de galletas.

–No quiero que perdáis el autobús. Tengo el remolque lleno de terneros que he de descargar y no tengo tiempo de llevaros al colegio.

–Nunca tienes tiempo de llevarnos a ningún sitio –dijo la adolescente, levantándose y saliendo de la cocina como una exhalación.

Jase se quedó mirándola de arriba abajo, dándose cuenta del minúsculo top que llevaba junto con unos vaqueros rotos.

–¡Y ponte algo decente! Ninguna hija mía va a ir al colegio vestida como una cualquiera.

Oyó que la chica le contestaba algo, pero no entendió las palabras. Frunciendo el ceño, se extendió una buena capa de mantequilla sobre la galleta y recordó el comentario de su hermana acerca de su dejadez en el papel de padre de los chicos.

–¿Habéis hecho los deberes?

–Sí, papá –contestó Rachel en seguida.

Al morder la galleta, Jase miró a Clay, que permaneció en silencio.

–¿Y tú? ¿También los has hecho?

–No tenía –murmuró el chico, levantándose y dirigiéndose a la puerta.

–Espero que no me llamen de la escuela diciéndome lo contrario –amenazó Jase. Luego miró a Rachel, que lo estaba observando con los ojos muy abiertos–. ¿Y bien? ¿Tienes pensado ir a la escuela o no?

–Sí –replicó, levantándose apresuradamente–. Gracias por el desayuno, Annie. Estaba muy bueno.

Annie esbozó una sonrisa radiante a la niña.

–Me alegro de que te haya gustado. No te olvides de la comida.

Rachel se acercó a la silla de Annie.

–¿Me has puesto una sorpresa como el viernes pasado? –preguntó la pequeña, jugando con una de sus trenzas.

Annie pasó un brazo alrededor de la cintura de la niña y la apretó contra sí.

–Claro que sí, pero no puedes mirar. Si lo haces, no será ninguna sorpresa.

–No miraré –prometió la niña, recogiendo el paquete que había sobre la encimera–. Hasta la tarde, Annie.

–Hasta la tarde –respondió Annie, despidiéndola con la mano.

Jase frunció el ceño, sorprendido ante la gran aceptación que había tenido la niñera por parte de sus hijos. Lo que en cierta medida, le hizo sentir celos de ella, pero nunca admitiría nada parecido.

Una vez que sus hijos se hubieron ido y se quedó a solas con la niñera, deseó no haberles mandado al colegio con tanta prisa.

–Me imagino que Penny te habrá informado de tus tareas –dijo, tratando de romper el incómodo silencio.

–Sí, me lo explicó todo.

–Yo suelo estar fuera la mayor parte del tiempo, pero si necesitas algo, me puedes llamar al móvil. El número está en el salón, al lado del teléfono fijo –añadió, haciendo un gesto con la galleta.

–Penny me explicó todo –contestó ella–. Por cierto, los niños te han echado mucho de menos estos días.

–Casi nunca me voy fuera. Y si lo hago, nunca estoy más de una semana.

–Eso da igual. Es normal que los niños echen de menos a sus padres.

Jase se aclaró la garganta y agarró su taza, bebiéndose el café de un trago. Luego se levantó.

–Tengo que descargar los terneros.

–¿Vas a venir a comer?

Jase estuvo tentado de decirle que no para evitar coincidir con ella a solas, pero faltaba demasiado tiempo para la cena.

–Sí, pero no es necesario que prepares nada. Puedo hacerme un sándwich o algo así.

Ella también se levantó y comenzó a llevar los platos al fregadero.

–No me importa cocinar. De hecho, me gusta mucho. ¿Quieres que te prepare algo en especial?

Jase se puso el sombrero que había dejado la noche anterior sobre una silla y la miró. No pudo evitar, a pesar del delantal que llevaba puesto la mujer, darse cuenta de que tenía un cuerpo bonito y sensual. Al ver de nuevo sus pies descalzos, se aclaró la garganta.

–Me gusta todo –respondió, apartando la mirada–. Me parecerá bien cualquier cosa.

–Estupendo –la mujer esbozó una sonrisa que le hizo sentir calor en las mejillas–. Te sorprenderé entonces. ¿Te parece que lo tengo todo preparado hacia las doce?

–De acuerdo, hacia las doce –respondió él.

 

 

Annie había decidido dar un paseo por el jardín para disfrutar del sol. «Un huerto», se dijo en voz baja. Se imaginó matas de tomates llenas de frutos y vides cargadas de uvas. ¡Cómo le gustaría tener un huerto!, pensó, dando un suspiro. Hacía mucho tiempo que no plantaba y cuidaba sus propias hortalizas. Exactamente desde el verano anterior a la muerte de su madre.

Siguió caminando, entristecida por el recuerdo de aquel tiempo, y decidió que pediría permiso a su jefe para limpiar aquella zona de malas hierbas y plantar una pequeña cosecha.

Al recordar a su nuevo jefe frunció el ceño. Penny Rawley no había exagerado cuando le había dicho que su hermano era un poco reservado, incluso un poco brusco. «¿Brusco?», se dijo, sonriendo. Ese hombre estaba amargado. Estaba todo el tiempo con el ceño fruncido y no hacía más que regañar a sus hijos.

Pero eso sí, era… terriblemente guapo.

Annie notó cómo un escalofrío le recorría la espalda al recordar el modo en que el hombre había entrado a la cocina aquella mañana, con el pecho desnudo y el botón de los pantalones sin abrochar. Se preguntó si él se habría dado cuenta de lo sexy que a ella le había parecido su ombligo, cubierto de una mancha de vello oscuro que desaparecía bajo el vaquero gastado.

Con un delicioso estremecimiento, se agachó para recoger una flor que se colocó detrás de la oreja.

–¿Qué haces?

La muchacha dio un respingo y, sorprendida, se dio la vuelta para encontrarse con su jefe, que la estaba mirando con los brazos cruzados sobre el pecho y el sombrero ladeado sobre los ojos.

–¡Qué susto! ¡Me has quitado diez años de vida!

–A propósito de eso, ¿cuántos años tienes?

Ella se quitó la flor de detrás de la oreja, creyendo que aquel detalle había sido una estupidez.

–Veintiséis.

–Inténtalo otra vez.

–Tengo veintiséis. Si no me crees, puedo enseñarte mi permiso de conducir –replicó, llegando a la verja y abriendo la puerta.

El hombre dio un paso hacia atrás y la miró con suspicacia.

–No parece que tengas más de dieciocho.

Ella soltó una carcajada, sin saber con seguridad si tenía que sentirse halagada o molesta.

–Gracias –dijo, apartándose el pelo hacia atrás y sonriéndole–. ¿Y tú cuántos tienes?

Jase la miró durante unos segundos y la hizo ser consciente del diminuto top que llevaba, junto con los pantalones cortos y sus pies descalzos.

–Lo suficientemente mayor como para mantenerme alejado de las niñas como tú –respondió, dirigiéndose hacia la casa.

Ella soltó otra carcajada.

–¿Niñas como yo? –comentó ella, siguiéndolo–. ¿Qué quieres decir con eso?

Jase abrió la puerta de la casa y se echó a un lado para dejarla pasar primero.

–Bueno, sencillamente que no quiero meterme en problemas.

–¿Problemas? –repitió ella, cruzándose de brazos.

–Sí, problemas.

–De acuerdo. Debo ser más joven que tú, claro. ¿Pero qué hay de malo en ser una mujer joven? ¿Por qué crees que te puedo causar algún problema?

–¿Mujer? He dicho niña. Me costaría bastante llamarte mujer.

Entraron en la cocina y ella se dirigió al fregadero para lavarse las manos. Luego se las secó, volviéndose de nuevo hacia Jase.

–¿Y qué tiene que hacer una niña, en opinión tuya, para que la llamen mujer?

Jase la apartó a un lado y también él se lavó las manos.

–Vivir. Tener experiencia.

Ella estaba disfrutado de la conversación, aunque no sabía si debía sentirse molesta por su actitud machista.

–¿Y a qué le llames tú experiencia?

Jase frunció el ceño y cerró el grifo. Luego permaneció al lado del fregadero, agitando las manos, y Annie le ofreció la toalla. Él la miró y se puso más serio todavía.

–A vivir –repitió–. La vida te da experiencia y te moldea.

–¿De veras?

–Sí, de veras –contestó él, abriendo la nevera.

Sacó una jarra de leche, cerró la puerta y bebió un trago directamente de la jarra.

Annie sacó un vaso del armario, se acercó a él y le quitó la jarra de las manos.

–¿Por qué me la quitas? Tengo sed.

Ella le llenó un vaso y se lo dio.

–No es higiénico beber directamente de la jarra. Además, es un mal ejemplo para los niños. Ya sé por qué Clay lo hace. Espero que te guste la pasta, porque es lo que he preparado para comer.

Sin dejar de fruncir el ceño, Jase la siguió y se sentó en una de las sillas. Ella sacó un recipiente de la nevera y lo colocó sobre la mesa.

–¿Qué es?

–Espaguetis, verdura al horno y especias con un poco de aceite de oliva y vinagre de manzana.

Él se apartó y miró el recipiente con desagrado.

–Hubiera preferido unas patatas fritas y un filete.

–¿De verdad? Yo creía que después de haber estado toda la mañana con esos terneros malolientes, te habría dejado de gustar la carne.

Jase levantó la vista y la miró fijamente a los ojos.

–Te diré que esos terneros que huelen tan mal son los que ayudan a pagar las facturas de esta casa.

Ella sirvió un generoso plato de pasta a Jase.

–Si no te comes la mercancía que vendes, ganarás más, ¿no te parece?

–¿Qué demonios quiere decir eso?

Ella se sirvió su plato.

–Es simple lógica. Cuanta menos carne comas, más terneros tendrás para vender. A mí me parece sensato.

Él resopló y sacudió la cabeza.

–Sí, supongo que a una niña como tú debe parecerle sensato.

Ella soltó un suspiro resignado.

–¿Ya vuelves a empezar con los tópicos?

–Sí, eso parece.

Ella agarró la cesta del pan y tomó dos trozos. Dejó uno en el plato de él y otro en el suyo.

–Pues si eso es de lo único que sabes hablar, me parece que no tienes una gran capacidad de oratoria.

–A mi capacidad de oratoria no le ocurre nada –aseguró él–. Lo que pasa es que estás enfadada conmigo, porque te he llamado niña.

Ella sacudió la cabeza mientras le observaba devorar el plato de pasta. Y eso que había dicho que era un hombre de filete y patatas fritas…

–No me molesta que me llames niña por mi sexo. Estoy orgullosa de ser mujer, pero lo que no me gusta es que presupongas que me falta experiencia. Especialmente, considerando que no me conoces en absoluto.

–De acuerdo, admito que tienes razón. ¿Por qué no me hablas de ti?

Ella bebió un trago de agua y luego se encogió de hombros.

–Soy licenciada en Magisterio y en Bellas Artes por la Universidad de Texas.

–¿Con que eres licenciada, eh? –preguntó él, evidentemente impresionado–. ¿Y qué hace una mujer educada como tú trabajando como ama de llaves y niñera?

–Tengo que comer. Como me he licenciado en diciembre, no he podido encontrar ningún trabajo como profesora.

–¿Quieres ser profesora?

–Sí y también me gustaría trabajar como fotógrafa de reportajes para revistas o periódicos.

–Parece que has pensado en todo.

–Así es. ¿No te parece ahora que tengo suficiente experiencia como para que me consideres una mujer, en vez de una niña?

Él soltó un bufido y dejó el tenedor sobre la mesa. Luego se recostó en la silla y la miró fijamente.

–La experiencia se obtiene a base de golpes. Así es cómo me he licenciado yo. A base de golpes.

–¿A qué clase de golpes te refieres?

Los ojos grises de él la miraron como tratando de ocultar sus emociones. Luego se levantó y llevó su vaso a la pila, donde lo enjuagó antes de llenarlo de agua. Finalmente, se quedó allí de pie con la mirada fija en la ventana.

–Mis padres murieron en un accidente de tráfico cuando yo tenía diecinueve años –dijo con voz ronca–. Yo entonces estaba estudiando el primer curso en Texas A&M. Pero tuve que volver a casa para ocuparme del rancho. Mi hermana Penny tenía entonces trece años y las autoridades me nombraron su tutor.

Él hizo una pausa y luego se giró hacia ella.

–Por otra parte, mi mujer murió hace un par de años de un aneurisma cerebral. Fue una muerte repentina y me dejó solo con tres hijos. Los gemelos, que son los mayores, tenían entonces once años.

–Pero al menos has tenido a Penny a tu lado.

–Sí, pero ya ves que también se ha ido –afirmó él con el ceño fruncido.

–Pero no para siempre. Lo único que busca ella es poder labrarse un futuro.

–¿Estás segura de que no me has mentido y tu licenciatura no ha sido en psicología?

–Lo que pasa es que me gusta observar a la gente. Por cierto, ¿sabes lo que pensé de ti nada más verte?

–¿El qué?

–Que eras un hombre que sentía pena de sí mismo.

Él dejó el vaso en la encimera con tanta fuerza, que se derramó bastante agua. Luego se volvió hacia ella con el rostro lleno de ira.

–No siento pena de mí mismo. He aceptado las cosas tal como son y he salido adelante. Nadie puede quitarme eso. Y menos aún tú.

–Quizá no tenga derecho a juzgarte –dijo ella, poniéndose en pie y acercándose a él–, pero estoy segura de que sientes pena de ti mismo. Y por lo único que estás enfadado con tu hermana es porque tendrás que cuidar tú solo de tus tres hijos.

–Escúchame, niña –dijo él, agarrándola por los hombros–, por lo único que estoy enfadado con Penny es por marcharse sin avisarme antes.

–Sí que te advirtió que se iba a ir. Eso es lo que me dijiste antes, al menos.

Él la soltó y luego se giró de nuevo hacia la ventana.

–Pero no la creí. Ya había dicho alguna vez que iba a marcharse, pero nunca lo había hecho.