El capitán Veneno - Pedro Antonio de Alarcón - E-Book

El capitán Veneno E-Book

Pedro Antonio de Alarcón

0,0

Beschreibung

En El capitán Veneno Pedro Antonio de Alarcón relata la convalecencia del monárquico Capitán Veneno con doña Teresa Carrillo de Albornoz, viuda; Angustias, su hija, y una criada gallega, tras ser herido en un enfrentamiento entre el Ejército Monárquico y el Republicano en una calle de Madrid. Tras el primer mes de convalecencia el capitán no oculta su odio a las mujeres que lo cuidan, pero Angustias (quien está a su cargo), intenta sobrellevar la situación con enorme tolerancia… En El capitán Veneno se mezclan elementos humorísticos y sentimentales.

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern

Seitenzahl: 160

Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:

Android
iOS
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



Pedro Antonio de Alarcón

El capitán Veneno

Barcelona 2024

Linkgua-ediciones.com

Créditos

Título original: El capitán Veneno.

© 2024, Red ediciones S.L.

e-mail: [email protected]

Diseño de cubierta: Michel Mallard.

ISBN rústica ilustrada: 978-84-9897-406-5.

ISBN tapa dura: 978-84-1126-687-1.

ISBN ebook: 978-84-9897-195-8.

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar, escanear o hacer copias digitales de algún fragmento de esta obra.

Sumario

Créditos 4

Brevísima presentación 9

La vida 9

La trama 9

Al señor don Manuel Tamayo Baus 11

Parte I. Heridas en el cuerpo 13

I. Un poco de historia política 15

II. Nuestra heroína 15

III. Nuestro héroe 16

IV. El pellejo propio y el ajeno 19

V. Trabucazo 21

VI. Diagnóstico y pronóstico 22

VII. Expectación 23

VIII. Inconvenientes de la «Guía de Forasteros» 24

IX. Más inconvenientes de la «Guía de Forasteros» 26

X. El capitán se defiende a sí propio 28

Parte II. Vida del hombre malo 33

I. La segunda cura 35

II. Iris de paz 38

III. Poder de la elocuencia 39

IV. Preámbulos indispensables 41

V. Historia del capitán 42

VI. La viuda del cabecilla 46

VII. Los pretendientes de Angustias 47

Parte III. Heridas en el alma 51

I. Escaramuzas 53

II. Se plantea la cuestión 55

III. La convalecencia 58

IV. Mirada retrospectiva 59

V. Peripecia 62

VI. Catástrofe 65

VII. Milagros del dolor 71

Parte IV. De potencia a potencia 73

I. De cómo el capitán llegó a hablar solo 75

II. Batalla campal 77

III. Etiamsi omnes 94

Historia de mis libros 97

I. Explicación 97

II. Poesías 98

III. El final de Norma 103

IV. Novelas cortas 106

V. Cosas que fueron 116

VI. El hijo pródigo 118

VII. Viajes por España 122

VIII. Juicios literarios y artísticos 122

IX. Diario de un testigo de la guerra de África 124

X. De Madrid a Nápoles 126

Libros a la carta 131

Brevísima presentación

La vida

Pedro Antonio de Alarcón (Guadix, Granada, 1833-Madrid, 1891). España.

Hizo periodismo y literatura. Su actividad antimonárquica lo llevó a participar en el grupo revolucionario granadino «la cuerda floja».

Intervino en un levantamiento liberal en Vicálvaro, en 1854, y —además de distribuir armas entre la población y ocupar el Ayuntamiento y la Capitanía general— fundó el periódico La Redención, con una actitud hostil al clero y al ejército. Tras el fracaso del levantamiento, se fue a Madrid y dirigió El Látigo, periódico de carácter satírico que se distinguió por sus ataques a la reina Isabel II.

Sus convicciones republicanas lo implicaron en un duelo que trastornó su vida, desde entonces adoptó posiciones conservadoras.

La trama

Esta novela relata la convalecencia del monárquico capitán Veneno con doña Teresa Carrillo de Albornoz, viuda; Angustias, su hija, y una criada gallega, tras ser herido en un enfrentamiento entre el Ejército Monárquico y el Republicano en una calle de Madrid.

Tras el primer mes de convalecencia el capitán no oculta su odio a las mujeres que lo cuidan, pero Angustias (quien está a su cargo), intenta sobrellevar la situación con enorme tolerancia...

Al señor don Manuel Tamayo Baus

Secretario perpetuo de la Real Academia Española.

Mi muy querido Manuel:

Hace algunas semanas que, entreteniendo nuestros ocios caniculares en esta sosegada villa de Valdemoro, de donde ya vamos a regresar a la vecina corte, hube de referirte la historia de El capitán Veneno, tal y como vivía inédita en el archivo de mi imaginación; y recordarás que, muy prendado del asunto, me excitaste con vivas instancias a que la escribiese, en la seguridad (fueron tus bondadosas palabras) de que me daría materia para una interesante obra.

Ya está la obra escrita, y hasta impresa; y ahí te la envío. Celebraré no haber defraudado tus esperanzas; y, por sí o por no, te la dedico estratégicamente, poniendo bajo el amparo de tu glorioso nombre, ya que no la forma literaria, el fondo, que tan bueno te pareció, de la historia de mi capitán Veneno.

Adiós, generoso hermano. Sabes cuánto te quiere y te admira tu afectísimo hermano menor,

Pedro

Valdemoro, 20 de septiembre de 1881

Parte I. Heridas en el cuerpoI. Un poco de historia política

La tarde del 26 de marzo de 1848 hubo tiros y cuchilladas en Madrid entre un puñado de paisanos que, al expirar, lanzaban el hasta entonces extranjero grito de ¡Viva la República!, y el Ejército de la Monarquía española (traído o creado por Ataulfo, reconstituído por don Pelayo y reformado por Trastamara), de que a la sazón era jefe visible, en nombre de Doña Isabel II, el Presidente del Consejo de Ministros y Ministro de la Guerra, don Ramón María Narváez...

Y basta con esto de historia y de política, y pasemos a hablar de cosas menos sabidas y más amenas, a que dieron origen o coyuntura aquellos lamentables acontecimientos.

II. Nuestra heroína

En el piso bajo de la izquierda de una humilde pero graciosa y limpia casa de la calle de Preciados, calle muy estrecha y retorcida en aquel entonces, y teatro de la refriega en tal momento, vivían solas, esto es, sin la compañía de hombre ninguno, tres buenas y piadosas mujeres, que mucho se diferenciaban entre sí en cuanto al sér físico y estado social, puesto que éranse que se eran una señora mayor, viuda, guipuzcoana, de aspecto grave y distinguido; una hija suya, joven, soltera, natural de Madrid y bastante guapa, aunque de tipo diferente al de la madre (lo cual daba a entender que había salido en todo a su padre); y una doméstica, imposible de filiar o describir, sin edad, figura ni casi sexo determinables, bautizada, hasta cierto punto, en Mondoñedo, y a la cual ya hemos hecho demasiado favor (como también se lo hizo aquel señor Cura) con reconocer que pertenecía a la especie humana...

La mencionada joven parecía el símbolo o representación, viva y con faldas, del sentido común: tal equilibrio había entre su hermosura y su naturalidad, entre su elegancia y sencillez, entre su gracia y modestia. Facilísimo era que pasase inadvertida por la vía pública, sin alborotar a los galanteadores de oficio, pero imposible que nadie dejara de admirarla y prendarse de sus múltiples encantos, luego que fijase en ella la atención. No era, no (ó, por mejor decir, no quería ser), una de esas beldades llamativas aparatosas, fulminantes, que atraen todas las miradas no bien se presentan en un salón, teatro o paseo y que comprometen o anulan al pobrete que las acompaña, sea novio, sea marido, sea padre, sea el mismísimo preste Juan de las Indias... Era un conjunto sabio y armónico, de perfecciones físicas y morales, cuya prodigiosa regularidad no entusiasmaba al pronto, como no entusiasman la paz ni el orden; o como acontece con los monumentos bien proporcionados, donde nada nos choca ni maravilla hasta que formamos juicio de que, si todo resulta llano, fácil y natural, consiste en que todo es igualmente bello. Dijérase que aquella diosa honrada de la clase media había estudiado su modo de vestirse, de peinarse, de mirar, de moverse, de conllevar, en fin, los tesoros de su espléndida juventud en tal forma y manera, que no se la creyese pagada de sí misma, ni presuntuosa ni incitante, sino muy diferente de las deidades por casar que hacen feria de sus hechizos y van por esas calles de Dios diciendo a todo el mundo: Esta casa se vende... o se alquila.

Pero no nos detengamos en floreos ni dibujos, que es mucho lo que tenemos que referir, y poquísimo el tiempo de que disponemos.

III. Nuestro héroe

Los republicanos disparaban contra la tropa desde la esquina de la calle de Peregrinos, y la tropa disparaba contra los republicanos desde la Puerta del Sol, de modo y forma que las balas de una y otra procedencia pasaban por delante de las ventanas del referido piso bajo, si ya no era que iban a dar en los hierros de sus rejas, haciéndolos vibrar con estridente ruido e hiriendo de rechazo persianas, maderas y cristales.

Igualmente profundo, aunque vario en su naturaleza y expresión, era el terror que sentían la madre... y la criada. Temía la noble viuda, primero por su hija, después por el resto del género humano, y en último término por sí propia; y temía la gallega, ante todo, por su querido pellejo; en segundo lugar, por su estómago y por el de sus amas, pues la tinaja de agua estaba casi vacía y el panadero no había aparecido con el pan de la tarde, y en tercer lugar, un poquitillo por los soldados o paisanos hijos de Galicia que pudieran morir o perder algo en la contienda. Y no hablamos del terror de la hija, porque, ya lo neutralizase la curiosidad, ya no tuviese acceso en su alma, más varonil que femenina, era el caso que la gentil doncella, desoyendo consejos y órdenes de su madre, y lamentos o aullidos de la criada, ambas escondidas en los aposentos interiores, se escurría de vez en cuando a las habitaciones que daban a la calle, y hasta abría las maderas de alguna reja, para formar exacto juicio del ser y estado de la lucha.

En una de esas asomadas, peligrosas por todo extremo, vio que las tropas habían avanzado hasta la puerta de aquella casa, mientras que los sediciosos retrocedían hasta la plaza de Santo Domingo, no sin continuar haciendo fuego por escalones con admirable serenidad y bravura. Y vio asimismo que a la cabeza de los soldados, y aun de los oficiales y jefes, se distinguía por su enérgica y denodada actitud y por las ardorosas frases con que los arengaba a todos, un hombre como de cuarenta años, de porte fino y elegante, y delicada y bella, aunque dura, fisonomía; delgado y fuerte como un manojo de nervios; más bien alto que bajo, y vestido medio de paisano, medio de militar. Queremos decir que llevaba gorra de cuartel con los tres galoncillos de la insignia de capitán; levita y pantalón civiles, de paño negro; sable de oficial de infantería y canana y escopeta de cazador... no del ejército, sino de conejos y perdices.

Mirando y admirando estaba precisamente la madrileña a tan singular personaje, cuando los republicanos hicieron una descarga sobre él, por considerarlo sin duda más temible que todos los otros, o suponerlo general, ministro o cosa así, y el pobre capitán, o lo que fuera, cayó al suelo, como herido de un rayo y con la faz bañada en sangre, en tanto que los revoltosos huían alegremente, muy satisfechos de su hazaña, y que los soldados echaban a correr detrás de ellos anhelando vengar al infortunado caudillo...

Quedó, pues, la calle sola y muda, y en medio de ella, tendido y desangrándose, aquel buen caballero, que acaso no había expirado todavía, y a quien manos solícitas y piadosas pudieran tal vez librar de la muerte... La joven no vaciló un punto: corrió adonde estaban su madre y la doméstica; explicóles el caso; díjoles que en la calle de Preciados no había ya tiros; tuvo que batallar, no tanto con los prudentísimos reparos de la generosa guipuzcoana, como con el miedo puramente animal de la informe gallega, y a los pocos minutos las tres mujeres transportaban en peso a su honesta casa, y colocaban en la alcoba de honor de la salita principal, sobre la lujosa cama de la viuda, el insensible cuerpo de aquel que, si no fue el verdadero protagonista de la jornada del 26 de marzo, va a serlo de nuestra particular historia.

IV. El pellejo propio y el ajeno

Poco tardaron en conocer las caritativas hembras que el gallardo capitán no estaba muerto, sino meramente privado del conocimiento y sentidos por resultas de un balazo que le había dado de refilón en la frente, sin profundizar casi nada en ella. Conocieron también que tenía atravesada y acaso fracturada la pierna derecha, y que no debía descuidarse ni por un momento aquella herida, de la cual fluía mucha sangre. Conocieron, en fin, que lo único verdaderamente útil y eficaz que podían hacer por el desventurado era llamar en seguida a un facultativo.

—Mamá —dijo la valerosa joven—, a dos pasos de acá, en la acera de enfrente, vive el doctor Sánchez... ¡Que Rosa vaya y lo haga venir! Todo es asunto de un momento, y sin que en ello se corra ningún peligro...

En eso sonó un tiro muy próximo, al que siguieron cuatro o seis, disparados a un tiempo y a mayor distancia. Después volvió a reinar profundo silencio.

—¡Yo no voy! —gruñó la criada—. Esos que oyéronse ahora fueron también tiros, y las señoras no querrán que me fusilen al cruzar la calle.

—¡Tonta! ¡En la calle no ocurre nada! —replicó la joven, quien acababa de asomarse a una de las rejas.

—¡Quítate de ahí, Angustias! —gritó la madre, reparando en ello.

—El tiro que sonó primero —prosiguió diciendo la llamada Angustias— y a quien han contestado las tropas de la Puerta del Sol, debió de dispararlo desde la guardilla del número 19 un hombre muy feo, a quien estoy viendo volver a cargar el trabuco... Las balas, por consiguiente, pasan ahora muy altas y no hay peligro ninguno en atravesar la calle. ¡En cambio, fuera la mayor de las infamias que dejáramos morir a este desgraciado por ahorrarnos una ligera molestia!

—Yo iré a llamar al médico —dijo la madre, acabando de vendar a su modo la pierna rota del capitán.

—¡Eso no! —gritó la hija, entrando en la alcoba—. ¿Qué se diría de mí? ¡Iré yo, que soy más joven y ando más de prisa! ¡Bastante has padecido tú ya en este mundo con las dichosas guerras!

—Pues, sin embargo, ¡tú no vas! —repitió imperiosamente la madre.

—¡Ni yo tampoco! —añadió la criada.

—¡Mamá, déjame ir! ¡Te lo pido por la memoria de mi padre! ¡Yo no tengo alma para ver desangrarse a este valiente, cuando podemos salvarlo! ¡Mira, mira de qué poco le sirven tus vendas!... La sangre gotea ya por debajo de los colchones.

—¡Angustias! ¡Te he dicho que no vayas!

—No iré, si no quieres; pero madre mía, piensa en que mi pobre padre, tu noble y valeroso marido, no habría muerto, cuando murió, desangrado, en medio de un bosque, la noche de una acción, si alguna mano misericordiosa hubiese restañado la sangre de sus heridas...

—¡Angustias!

—Mamá... ¡Déjame! ¡Yo soy tan aragonesa como mi padre, aunque he nacido en este pícaro Madrid! Además, no creo que a las mujeres se nos haya otorgado ninguna bula, dispensándonos de tener tanta vergüenza y tanto valor como los hombres.

Así dijo aquella buena moza; y no se había repuesto su madre de asombro, acompañado de sumisión moral o involuntario aplauso, que le produjo tan soberano arranque, cuando Angustias estaba ya cruzando impávidamente la calle de Preciados.

V. Trabucazo

—Mire usted, señora! ¡Mire qué hermosa va! —exclamó la gallega, batiendo palmas y contemplando desde la reja a nuestra heroína...

Pero ¡ay!, en aquel mismo instante sonó un tiro muy próximo; y como la pobre viuda, que también se había acercado a la ventana, viera a su hija detenerse y tentarse la ropa, lanzó un grito desgarrador y cayó de rodillas, casi privada de sentido.

—¡No diéronle! ¡No diéronle! —gritaba en tanto la sirvienta—. ¡Ya entra en la casa de enfrente! Repórtese la señora...

Pero ésta no la oía. Pálida como una difunta, luchaba con su abatimiento, hasta que, hallando fuerzas en el propio dolor, alzóse medio loca y corrió a la calle..., en medio de la cual se encontró con la impertérrita Angustias, que ya regresaba seguida del médico.

Con verdadero delirio se abrazaron y besaron madre e hija, precisamente sobre el arroyo de sangre vertida por el capitán, y entraron al fin en la casa, sin que en aquellos primeros momentos se enterase nadie de que las faldas de la joven estaban agujereadas por el alevoso trabucazo que le disparó el hombre de la guardilla al verla atravesar la calle...

La gallega fue quien, no solo reparó en ello, sino que tuvo la crueldad de pregonarlo.

—¡Diéronle! ¡Diéronle! —exclamó con su gramática de Mondoñedo—. ¡Bien hice yo en no salir! ¡Buenos forados habrían abierto las balas en mis tres refajos!

Imaginémonos un punto el renovado terror de la pobre madre, hasta que Angustias la convenció de que estaba ilesa. Básteos saber que, según iremos viendo, la infeliz guipuzcoana no había de gozar hora de salud desde aquel espantoso día... Y acudamos ahora al malparado capitán, a ver qué juicio forma de sus heridas el diligente y experto doctor Sánchez.

VI. Diagnóstico y pronóstico

Envidiable reputación tenía aquel facultativo, y justificóla de nuevo en la rápida y feliz primera cura que hizo a nuestro héroe, restañando la sangre de sus heridas con medicinas caseras, y reduciéndole y entablillándole la fractura de la pierna sin más auxiliares que las tres mujeres. Pero como expositor de su ciencia, no se lució tanto, pues el buen hombre adolecía del vicio oratorio de Pero Grullo.

Desde luego respondió que el capitán no moriría, «dado que saliese antes de veinticuatro horas de aquel profundo amodorramiento», indicio de una grave conmoción cerebral, causada por la lesión que en la frente le había producido un proyectil oblicuo (disparado con arma de fuego, sin quebrantarle, aunque sí contundiéndole, el hueso frontal), «precisamente en el sitio en que tenía la herida, a consecuencia de nuestras desgraciadas discordias civiles y de haberse mezclado aquel hombre en ellas»; añadiendo en seguida, por vía de glosa, que si la susodicha conmoción cerebral no cesaba dentro del plazo marcado, el capitán moriría sin remedio, «en señal de haber sido demasiado fuerte el golpe del proyectil; y que, respecto a si cesaría o no cesaría la tal conmoción antes de las veinticuatro horas, se reservaba su pronóstico hasta la tarde siguiente».

Dichas estas verdades de a folio, recomendó muchísimo, y hasta con pesadez (sin duda por conocer bien a las hijas de Eva), que cuando el herido recobrase el conocimiento no le permitieran hablar, ni le hablaran ellas de cosa alguna, por urgente que les pareciese entrar en conversación con él; dejó instrucciones verbales y recetas escritas para todos los casos y accidentes que pudieran sobrevenir; quedó en volver al otro día, aunque también hubiese tiros, a fuer de hombre tan cabal como buen médico y como inocente orador, y se marchó a su casa, por si le llamaban para otro apuro semejante; no, empero, sin aconsejar a la conturbada viuda que se acostara temprano, pues no tenía el pulso en caja, y era muy posible que le entrase una poca fiebre al llegar la noche... (que ya había llegado).

VII. Expectación

Serían las tres de la madrugada, y la noble señora, aunque, en efecto, se sentía muy mal, continuaba a la cabecera de su enfermo huésped, desatendiendo los ruegos de la infatigable Angustias, quien, no solo velaba también, sino que todavía no se había sentado en toda la noche.

Erguida y quieta como una estatua, permanecía la joven al pie del ensangrentado lecho, con los ojos fijos en el rostro blanco y afilado, semejante al de un Cristo de marfil, de aquel valeroso guerrero a quien tanto admiró por la tarde, y de esta manera esperaba con visible zozobra a que el sin ventura despertara de aquel profundo letargo, que podía terminar en la muerte.

La dichosísima gallega era quien roncaba, si había que roncar, en la mejor butaca de la sala, con la vacía frente clavada en las rodillas, por no haber caído en la cuenta de que aquella butaca tenía un espaldar muy a propósito para reclinar en él el occipucio.