El final de Norma - Pedro Antonio de Alarcón - E-Book

El final de Norma E-Book

Pedro Antonio de Alarcón

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Beschreibung

Primera novela de Pedro Antonio de Alarcón en la que el escritor nos narra el viaje a través de media Europa por parte de su protagonista en pos de un amor que quiere recuperar.-

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Pedro Antonio de Alarcón

El final de Norma

 

Saga

El final de Norma

 

Cover image: Shutterstock

Copyright © 1861, 2021 SAGA Egmont

 

All rights reserved

 

ISBN: 9788726550931

 

1st ebook edition

Format: EPUB 3.0

 

No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

This work is republished as a historical document. It contains contemporary use of language.

 

www.sagaegmont.com

Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com

A Mr. Charles d'Iriarte.

Mi querido Carlos:

Honraste hace algunos años mi pobre novela EL FINAL DE NORMA traduciéndola al francés y publicándola en elegantísimo volumen, que figuró pomposamente en los escaparates de tu espléndido París. No es mucho, por tanto, que, agradecido yo a aquella merced, con que me acreditaste el cariño que ya me tenías demostrado, te dé hoy público testimonio de mi gratitud dedicándote esta nueva edición de tan afortunado libro.

Afortunado, sí; pues te confieso francamente que no acierto a explicarme por qué mis compatriotas, después de haber agotado cuatro copiosas ediciones de él (aparte de las muchísimas que se han hecho, aquí y en América, en folletines de periódicos), siguen yendo a buscarlo a las librerías. -Escribí EL FINAL DE NORMA en muy temprana edad, cuando sólo conocía del mundo y de los hombres lo que me habían enseñado mapas y libros. Carece, pues, juntamente esta novela de realidad y de filosofía, de cuerpo y alma, de verosimilitud y de trascendencia. Es una obra de pura imaginación, inocente, pueril, fantástica, de obvia y vulgarísima moraleja, y más a propósito, sin duda alguna, para entretenimiento de niños que para aleccionamiento de hombres, circunstancias todas que no la recomiendan grandemente citando el siglo y yo estamos tan maduros. -En resumen: aunque soy su padre, no me alegro ni ufano de haber escrito EL FINAL DE NORMA.

Pero me objetarás. -Pues ¿por qué vuelves a autorizar su publicación?

-Te lo diré: la autorizo porque, a lo menos, es obra que no hace daño, y, no haciéndolo, creo que no debo llevar mi conciencia literaria hasta el extremo de prohibir la reimpresión de una inocentísima muchachada, sobre todo cuando los libreros me aseguraron que el público la solicita, y citando, en prueba de ello, los editores me dan un buen puñado de aquel precioso metal de que todos los poetas y no poetas tenemos sacra... vel non sacra fames...

De muy distinto modo obrara si mi propia censura se refiriese, no ya a la enunciada insignificancia, sino a tal o cual significación perniciosa de esta novela; pues, en tal caso, no sacrificaría en aras del éxito ni del interés mi conciencia moral tan humildemente como sacrifico mi conciencia literaria... Pero, gracias a Dios, EL FINAL DE NORMA, a juicio de varios honradísimos padres de familia, puede muy bien servir de recreo y pasatiempo a la juventud, sin peligro alguno para la fe o para la inocencia de los afortunados que poseen estos riquísimos tesoros. -¡Y es que en EL FINAL DE NORMA no se dan a nadie malas noticias, ni se levantan falsos testimonios al alma humana!...

Salgan, por consiguiente, a luz nuevas ediciones de esta obrilla hasta que el público no quiera más; y pues que he confesado mis culpas, absuélvanme, por Dios, los señores críticos y no me impongan mucha penitencia.

Adiós, Carlos; y con dulces, indelebles recuerdos de aquellos días que pasamos juntos en África y en Italia, cuando subíamos esta cuesta de la vida, que ya vamos bajando, recibe un apretón de manos de tu mejor amigo.

P. A. DE ALARCÓN.

Parte I

La hija del cielo

- I -

El autor y el lector viajan gratis

El día 15 de Abril de uno de estos últimos años avanzaba por el Guadalquivir, con dirección a Sevilla, El Rápido, paquete de vapor que había salido de Cádiz a las seis de la mañana. A la sazón eran las seis de la tarde.

La Naturaleza ostentaba aquella letárgica tranquilidad que sigue a los días serenos y esplendorosos, como a las felicidades de nuestra vida sucede siempre el sueño, hermano menor de la infalible muerte.

El sol caía a Poniente con su eterna majestad.

Que también hay majestades eternas.

El viento dormía yo no sé dónde, como un niño cansado de correr y hacer travesuras duerme en el regazo de su madre, si la tiene.

En fin; el cielo privilegiado de aquella región constantemente habitada por Flora, parecía reflejar en su bóveda infinita todas las sonrisas de la nueva primavera, que jugueteaba por los campos...

¡Hermosa tarde para ser amado y tener mucho dinero!

El Rápido atravesaba velozmente la soledad grandiosa de aquel paisaje, turbando las mansas ondas del venerable Betis y no dejando en pos de sí más que dos huellas fugitivas...: un penacho de humo en el viento, y una estela de espuma en el río.

Aun restaba una hora de navegación, y ya se advertía sobre cubierta aquella alegre inquietud con que los pasajeros saludan el término de todo viaje...

Y era que la brisa les había traído una ráfaga embriagadora, penetrante, cargada de esencias de rosa, laurel y azahar, en que reconocieron el aliento de la diosa a cuyo seno volaban.

Poco a poco fueron elevándose las márgenes del río, sirviendo de cimiento a quintas, caseríos, cabañas y paseos...

Al fin apareció a lo lejos una torre dorada por el crepúsculo, luego otra más elevada, después ciento de distintas formas, y al cabo mil, todas esbeltas y dibujadas sobre el cielo.

¡Sevilla!...

Este grito arrojaron los viajeros con una especie de veneración.

Y ya todo fueron despedidas, buscar equipajes, agruparse por familias, arreglarse los vestidos, y preguntarse unos a otros adónde se iban a hospedar...

Un solo individuo de los que hay a bordo merece nuestra atención, pues es el único de ellos que tiene papel en esta obra...

Aprovechemos para conocerlo los pocos minutos que tardará en anclar El Rápido, no sea que después lo perdamos de vista en las tortuosas calles de la arábiga capital.

Acerquémonos a él, ahora que está solo y parado sobre el alcázar de popa.

- II -

Nuestro héroe

Pero mejor será que prestemos oído a lo que dicen con relación a su persona algunos viajeros y viajeras...

-¿Quién es -pregunta uno- aquel gallardo y elegante joven de ojos negros, cuya fisonomía noble, inteligente y simpática recuerdo haber visto en alguna parte?

-¡Y tanto como la habrá usted visto! -responde otro-. Ese joven es Serafín Arellano, el primer violinista de España, hoy director de orquesta del Teatro Principal de Cádiz.

-Tiene usted razón ¡Anoche precisamente le oí tocar el violín en La Favorita!... Por cierto que me pareció de más edad que ahora.

-Pues no tiene ni la que representa... -agregó un tercero-. Con todo ese aire reflexivo y grave, no ha cumplido todavía los veinticinco años...

-Diga usted... Y ¿de dónde es?

-Vascongado: creo que de Guipúzcoa.

-¡Tierra de grandes músicos!

- Éste ha resucitado la antigua buena práctica de que el director de orquesta no sea una especie de telégrafo óptico, sino un distinguido violinista que acompañe a la voz cantante en los pasos de mayor empeño; que ejecute los preludios de todos los cantos, y que inspire, por decirlo así, al resto de los instrumentistas el sentimiento de su genio, no por medio de mudas señas, trazadas en el aire con el arco o con la batuta, sino haciendo cantar a su violín, y compartiendo, como anoche compartió él mismo, los aplausos de los cantantes...

-Pues añadan ustedes que Serafín Arellano es excelente compositor. Yo conozco unos valses suyos muy bonitos...

-Y ¿a qué vendrá a Sevilla?

-No lo sé... La temporada lírica de Cádiz terminó anoche... Podrá ser que se vuelva a su tierra, o que vaya a Madrid...

-A mí me han dicho que va a Italia...

-Y ¡qué presumido es! -exclamó una señora de cierta edad-. Mirad cómo luce la blancura de su mano, acariciándose esa barba negra... demasiado larga para mi gusto... -¡Oh! Es un guapo chico...

-Diga usted, caballero... -preguntó una joven-, y ¿está casado?

-Perdone usted, señorita: oigo que preparan el ancla... y tengo que cuidar de mi equipaje... -respondió el interrogado, girando sobre los talones.

Y con esto terminó la conversación, y se disolvió el grupo para siempre.

- III -

Aventuras del sobrino de un canónigo

Llegó El Rápido a Sevilla, y como de costumbre, ancló cerca de la Torre del Oro. La orilla izquierda del río es un magnífico paseo, adornado por esta parte con extensísimo balcón de hierro, al cual se agolpa de ordinario mucha gente a ver la entrada y salida de los buques. Serafín Arellano paseó la vista por la multitud, sin encontrar persona conocida. Saltó a tierra, y dijo a un mozo, designándole su equipaje: -Plaza del Duque, número...

Saludó nuestro músico la soberbia catedral con el respeto y entusiasmo propios de un artista, y entró en la calle de las Sierpes, notable por su riquísimo comercio.

No había andado en ella quince pasos, cuando oyó una voz que gritaba cerca de él: -¡Serafín, querido Serafín!

Volviose, y vino a dar de cara con un joven de su misma edad, vestido con elegancia, pero con cierto no sé qué de ultramarino, de transatlántico, de indiano... El pantalón, el chaleco, el gabán y la corbata eran de dril blanco y azul, y completaban su traje camisa de color, escotado zapato de cabritilla y ancho sombrero de jipijapa.

Este vestido, asaz anchuroso y artísticamente desaliñado, cuadraba a las mil maravillas a una elevada estatura, a una complexión fina y bien proporcionada, y sobre todo, a una fisonomía enérgica, tostada por el sol, adornada de largo y retorcido bigote, y llena de movilidad, de gracia, de travesura.

Serafín permaneció un instante, sólo un instante, con los ojos clavados en el joven, como queriendo reconocerlo, hasta que exclamó de pronto, arrojándose en sus brazos:

-¡Alberto, querido Alberto!

-¡Si tardas un minuto..., ¿qué digo? un segundo más en decir esas palabras..., te mato, y muero en seguida de remordimientos!

Soltaron ambos amigos la carcajada, y volvieron a abrazarse con más ternura.

-¿Tú aquí? -exclamó Serafín, transportado de alegría-. ¿De dónde sales?... ¡Estás desconocido!... ¿Por qué no me has escrito en tres años?... ¡Oh! ¡Te has puesto guapísimo!

-¡Alto ahí! Suprime unos piropos y requiebros que tú te mereces, y explícame este encuentro...

-¡Explícamelo tú! Y, ante todas cosas..., dime por qué no me has escrito en tantos años...

-¡Eh! -replicó Alberto-. ¡No parece sino que en todas partes hay correo para Guipúzcoa, y papel y tintero para escribir! Pero tú... ¿Qué te has hecho en este tiempo? ¿Por qué te hallas en Sevilla? ¿De dónde vienes? ¿Adónde vas? Y, sobre todo, Caín, ¿qué has hecho de tu hermana?

-Yo salí hace un año de San Sebastián, y no he vuelto todavía.

-¡Cómo! ¿Has dejado el puesto de primer violín de aquel teatro?

-Sí; pero me he colocado en el Principal de Cádiz.

-¡Ah! ¡Diablo! ¡Me alegro mucho! ¿Y tu hermana? ¿Vive contigo?

¿Quién?... ¿Matilde?... -balbuceó Serafín algo turbado. -Justamente, Matilde. ¿Por qué hermana te he de preguntar, si no tienes otra? -Matilde... -replicó el músico- vive aquí con mi tía, porque a esta señora le perjudica el clima de Cádiz.

-Por supuesto, sigue tan hermosa...

Serafín calló un momento, y luego tartamudeó:

-Se ha casado...

Alberto dio un paso atrás y dijo:

-¡Dos veces diablo! ¡Matilde casada! ¡Ahora que pensaba yo en casarme con ella! ¡Matilde casada con otro hombre!... ¡Verdaderamente, nací con mal sino! Serafín se puso ligeramente pálido, y exclamó: -¿Cómo? ¿Amabas a Matilde?

Alberto procuró calmarse, y respondió, fingiendo que se reía:

-Hombre... Si ya se ha casado... Pero... la verdad... ¡era tan bonita tu hermana! ¡Vamos!... Me habría convenido tal boda... En fin, ¡paciencia!

-Tú hubieras hecho infeliz a Matilde... -exclamó gravemente el artista. -¿Por qué?

-Porque amas cada día a una mujer diferente; porque eres muy frívolo; porque no tienes formalidad para nada.

-¡Dices bien! ¡Dices bien!... -respondió Alberto, afectando más ligereza que la natural en él-. Yo soy un aturdido, un calavera..., y puedes descuidar respecto de tu señor cuñado. Todas mis emociones suelen ser muy fugitivas... Casualmente, anoche mismo volví a enamorarme... Ya te contaré esto... En cuanto a tu hermana, cree que la hubiera querido con formalidad, como tú dices... Pero ¡qué diablo! El día que me presentaste a ella, hace cuatro años, me advertiste que estaba prometida su mano, no sé a quién, y que, por tanto, no la galantease. Yo te obedecí, mal que me pesara... Y dime: ¿se casó con el mismo?

-¿Con quién? -preguntó Serafín distraídamente.

-¡Yo no sé! ¡Nunca me dijiste quién era mi rival!...

-No... Aquello se deshizo... Se ha casado con otro. Pero esto es un secreto.

-¡Diablo!... De cualquier modo, si alguna mujer me ha interesado en el mundo, es Matilde.

-¡Alberto!

-Descuida, hombre. ¡No la miraré siquiera!

-¡No te será difícil, pues que, según parece, te acometió anoche el milésimo amor! Pero hablemos de otra cosa. ¿Por qué no me has escrito? Respóndeme seriamente.

-Verdad es que tratábamos de eso. Pues, señor, al mes de separarnos murió mi tío el Canónigo. ¡Pobre tío! Entre metálico y fincas, doscientos mil duros. ¡Bien los había yo ganado!

-¿Te los dejó?

-¡Tutti!

-¡Bravo!

-Como te figurarás, tiré el Charmes: desgarré la sotana que iba a servirme de mortaja; di a la Biblia un tierno beso de despedida; arreglé mis asuntos; llené de onzas los rincones de mis maletas, y eché a volar... ¡Cuánto he corrido!... Cuando menos, he visto ya dos terceras partes del mundo. He estado en América, en Egipto, en Grecia, en la India, en Alemania... ¡Qué sé yo! ¡Y todo así, sin método, de paso, como las águilas! ¡Qué tres años, amigo mío! ¡Oh, qué grande es Dios y qué mundo tan hermoso ha hecho! ¿Dónde dirás que voy ahora?

-Dímelo.

-Voy... ¡Atiende, voto a bríos, y asústate sobre todo! Voy... ¡al Polo boreal!

Imposible fuera describir el tono con que dijo Alberto estas palabras, y el asombro con que las oyó Serafín, el cual, luego que se repuso, exclamó con tierno interés: -¡Desventurado, te vas a helar!...

-¡Bah, pardiez! -interrumpió Alberto-. ¿Me he derretido acaso en el Desierto de Barca, donde he vivido quince días? ¿Me he frito en el Ecuador, en la Península de Malaca? ¡Yo soy de hierro! Me he propuesto gastar mi vida y mi dinero en ver todo el mundo, y lo he de conseguir, Dios mediante!

-Al menos has adelantado algo en materia religiosa... -dijo Serafín, tratando de disimular su disgusto-. Antes no citabas más que al diablo, y ahora, en lo que va de conversación, has nombrado ya dos veces a Dios...

Alberto meditó, y dijo en seguida:

-Te advierto que todo el que viaja mucho deja de creer en el diablo y vuelve a creer en Dios. Yo, sin embargo, conservo un buen afecto a Satanás. ¡Diablo! Es tan hermoso decir «¡diablo!» -Y ¿cuándo partes? -preguntó Serafín. -Mañana a la tarde. -¿En qué buque?

-En un bergantín sueco que fondeó en Cádiz hace cuatro días, si no mienten los periódicos, y sale pasado mañana para Laponia. Mañana me voy a Cádiz: llego, entro en el bergantín, y ¡al Norte! Luego que estemos en Laponia, que será a mediados de Mayo, paso a bordo del primer groenlandero que vaya a Spitzberg a la pesca de la ballena. Una vez en Spitzberg, puedo decir que he avanzado hacia el Polo tanto como el más atrevido navegante... Sin embargo, si queda verano... Pero no, ¡diablo!... ¡Entonces pudiera helarme, como tú dices!

-Pues ¿qué pensabas?

-Ir al Polo.

-¡Jesús!

- No... no... Conozco que es imposible... Pero le andaré muy cerca. -¡Buen viaje! -dijo Serafín.

-Ahora -continuó Alberto- dime algo de tu persona... ¿Qué haces en Sevilla?

-Es muy sencillo. No hago nada.

-¿Cómo?

-Llego en este momento. Y ¿qué proyectas? -Partir contigo inmediatamente. -¿Adónde? ¿Al Polo? -¡Qué disparate! A Cádiz. -Pero ¿a qué has venido?

-A despedirme de mi hermana, pues yo también pienso emprender un largo viaje...

-¡Tú!

-Yo.

-Y ¿adónde vas?

-¡A Italia! ¡A realizar el sueño de toda mi vida! He ahorrado de mi sueldo lo suficiente para hacer una visita a la patria de la música, a la región donde todos se inspiran, donde todos cantan; a esa península...

-¡A esa península -interrumpió Alberto, parodiando el ardor de Serafín-; a esa península hecha por un zapatero, la cual, según cierto geógrafo, está dando un puntapié a la Sicilia para echarla al África!...

-¡No te burles de mi más hermosa, de mi única ilusión!

-La respeto por ser tuya; pero prefiero mi Polo. Conque vamos a ver a tu hermana... (¡te he dicho que descuides!), y mañana a las siete nos volveremos a Cádiz en El Rápido. Allí nos separaremos, tú con dirección al Mediodía, y yo con rumbo al Norte... y, por tanto nos encontraremos en los antípodas, en el Estrecho de Cook.

En esto llegaron a la plaza del Duque, frente a una bonita casa, en la cual penetraron, no sin que antes Serafín dijese a Alberto:

-¡No olvides que mi hermana... es mi hermana!

Alberto se encogió de hombros, y lanzó un profundo suspiro.

- IV -

Dónde se habla de las mujeres en general y de una mujer en particular

La hermana de Serafín Arellano hubiera agradado mucho al lector.

Ojos hermosos, llenos de graves sentimientos; cara noble y simpática; formas esculturales, que la vista se complacía en acariciar; veintidós años; aire melancólico, pero dulce... He aquí a Matilde, tal como se precipitó en brazos de Serafín en la primera meseta o descansillo de la escalera de su casa.

-¿Quién viene contigo? -preguntó la joven después de abrazar a su hermano.

-Es Alberto... -tartamudeó Serafín.

-¡Alberto!... -repitió Matilde, perdiendo el color.

-¡Que no te vea... -añadió Serafín hasta que tú y yo hablemos un poco!

E introdujo a su hermana en la sala principal, mientras que Alberto, que se había detenido, por indicación de Serafín, a esperar el equipaje de éste, subía ya la escalera... tarareando.

Alberto fue conducido a un gabinete, donde encontró a la tía de sus amigos, anciana respetable que pasaba la vida en la cama o en un sillón.

Alegrose la enferma de ver al jovial camarada de su sobrino; pero no bien habían hablado cuatro palabras, cuando apareció Serafín con Matilde.

-¡Me lo has prometido! -murmuró el artista al oído de su hermana al tiempo de entrar en el gabinete-. ¡Cuidado!

Matilde bajó la cabeza en señal de sumisión y conformidad.

-Aquí tienes a Matilde... -dijo entonces Serafín en voz alta.

Alberto se volvió con los brazos abiertos.

La joven le tendió la mano.

El amigo de Serafín quedó desconcertado por un momento: luego, recobrándose, estrechó aquella mano con efusión.

Matilde se esforzó para sonreír. Serafín, entretanto, abrazaba a su tía.

-¿Y tu esposo? -preguntó Alberto a la joven, procurando dar a su voz el tono más indiferente.

-Está en Madrid... -respondió ella.

-¿Supongo que serás dichosa?...

Serafín tosió.

-¡Mucho! -contestó Matilde, alejándose de Alberto para tirar de la campanilla.

Alberto se pasó la mano por la frente, y su fisonomía volvió a ostentar el acostumbrado atolondramiento.

-Os advierto -dijo- que me estoy cayendo de hambre.

-Y yo de sed... -añadió Serafín.

-¡Yo de ambas cosas! -repuso Alberto.

-Acabo de pedir la comida... -murmuró Matilde.

Y los tres jóvenes se dirigieron al comedor.

La anciana había comido ya.

-Conque vamos a ver, Serafín -exclamó Alberto, luego que despachó los primeros platos y apuró cerca de una botella-. ¿Cómo te va de amores? ¿Sigues tan excéntrico en materia de mujeres? ¿No has encontrado todavía quien te trastorne la cabeza? ¿Estás enamorado?

-No, amigo; no lo estoy, a Dios gracias, por la presente, y su Divina Majestad me libre de estarlo en lo sucesivo...

-¡Zape! -replicó Alberto-. O eres de estuco, o me engañas. Con tus ojos árabes y tu tez morena es imposible vivir así...

-¡Qué quieres! Le temo mucho al amor.

-Y ¿por qué? Si nunca has estado enamorado, ¿cómo es que le temes? ¿No sabes que nuestro santo padre San Agustín ha dicho: Ignoti nulla cupido? -Dímelo más claro, porque el latín...

-Yo traduzco: «Lo que no se conoce no se teme»; pero el Santo quiso decir que lo desconocido no se desea.

-Pues entonces San Agustín me da la razón.

Matilde no levantaba a todo esto los ojos fijos en su plato...

Se conocía que llevaba muy a mal la alegría de Alberto.

-Por lo demás -añadió Serafín-, no me es tan desconocido clamor como tú te figuras. Yo estuve enamorado... allá... cuando todos los hombres somos ángeles. Había leído dos o tres novelas del Vizconde d'Arlincourt, y me empeñé en encontrar alguna Isolina, alguna Yola. Y ¿sabes lo que encontré? Vanidad, mentira o materialismo y prosa. Entonces tomé el violín y me dediqué exclusivamente a la música. Hoy vivo enamorado de la Julieta de Bellini, de la Linda de Donizetti, de Desdémona, de Lucía...

Matilde miró a Serafín de una manera inexplicable.

Alberto soltó la carcajada.

-¡No te rías! -continuó el artista-. Es que yo necesito una mujer que comprenda mis desvaríos y alimente mis ilusiones, en lugar de marchitarlas... Matilde suspiró.

-Mereces una contestación seria -dijo Alberto- y voy a dártela. Veo que no vas tan descaminado como creí al principio... ¡Hasta me parece que convenimos en ideas! Sin embargo, estableceré la diferencia que hay entre nosotros. Ésta consiste en que, aunque yo no amo a esas mujeres que tú detestas, porque, como a ti, me es imposible amarlas, les hago la corte a todas horas. ¿Sabes tú lo que es hacer la corte? Pues tomar las mujeres a beneficio de inventario; quererlas sin apreciarlas, y... todas las consecuencias de esto.

-Pero ¡esto es horroroso! -exclamó Matilde.

-¡Y necesario! -añadió Alberto.

-¡Alberto, tú no tienes corazón! -replicó la joven con indecible amargura. Serafín volvió a toser.

-¡Mi corazón! -dijo Alberto-. Por aquí debe de andar... -Y se metió una mano entre el chaleco y la camisa-. Yo también he amado; yo también amo de otro modo... Pero es menester olvidarlo y aturdirse con amores de cabeza...

Los ojos de Matilde se encontraron con los de Alberto.

Serafín sorprendió esta mirada, y dijo en seguida:

-Matilde, ¿te hubieras tú casado con Alberto?

-¡Nunca! -respondió la joven con voz solemne y dolorosa.

Alberto se rió estrepitosamente.

-¡Me place! -exclamó-. ¡Me place tu franqueza!...

-Convéncete, Alberto... -dijo Serafín-. Tú harías muy infeliz a tu esposa. ¡Vives demasiado, o demasiado poco!

-Pues es menester que sepas... -exclamó Alberto.

-¡Ya lo sé! -replicó Serafín Arellano-: que has amado a mi hermana tanto como yo a ti. Matilde lo sabía también; mas como juzgaba que no podía amarte, me suplicó que te quitase esta idea de la cabeza, a fin de no disgustarte con una negativa. Yo, que no quería perder tu amistad, como indudablemente la hubiera perdido al verte afligir a mi hermana, te distraje de tu propósito, y, a Dios gracias, hoy ha pasado tu capricho, y Matilde se ha casado. ¡Seamos hermanos!

La joven llenó de vino tres copas, y repitió: ¡Seamos hermanos!

Bebieron, y Alberto, ahogando un suspiro volvió a sonreír jovialmente.

Luego exclamó:

-¡Ahora caigo en que se me había olvidado entristecerme! -¡Deseo extravagante! -dijo Matilde.

-¡Ay, amigos míos! -gimió Alberto con afectada melancolía-. ¡Estoy enamorado! -Ya me lo has dicho esta tarde: cuéntame eso.

-Escuchad. Hace cinco días... (¡Porque yo llevo cinco días de estancia en Sevilla, sin sospechar que Matilde vivía también aquí!)

Hace cinco días que el empresario de este Teatro Principal, donde, como sabéis, tenemos compañía de ópera, recibió una carta de su amigo el empresario del Teatro de San Carlos, de Lisboa, concebida, sobre poco más o menos, en los términos siguientes:

«Querido amigo: Al mismo tiempo que esta carta habrá llegado a Sevilla una misteriosa mujer, cuyo nombre y origen ignoramos, pero cantatriz tan sublime, que ha vuelto loco a este público por espacio de tres noches. Canta por pura afición, y siempre a beneficio de los pobres. Hasta ahora sólo se ha dejado oír en Viena, Londres y Lisboa, arrebatando a cuantos la han escuchado: porque os repito que es una maravilla del arte. -En los periódicos la citan con el nombre de la Hija del Cielo. -Si aprovecháis su permanencia en esa capital (que será breve según dice), pasaréis unos ratos divinos. No puedo daros otras noticias sobre la Hija del Cielo, por más que corran varios rumores acerca de ella. Quién dice que es una princesa escandinava; quién afirma que es nieta de Beethoven; pero todos ignoran la verdad. El hecho es que ha cantado aquí La Sonámbula, Beatrice y Lucía de un modo inimitable, sobrenatural, indescriptible. -Tuyo, etc.»

Figuraos el efecto que esta carta le haría al empresario. Ello es que buscó a la desconocida, y le suplicó tanto, que anoche se presentó en escena a debutar con Lucrecia.

-¿Fuiste, por supuesto? -preguntó Serafín, que escuchaba a su amigo con un interés extraordinario.

-Fui.

-Y ¿canta esta noche? -Canta.

-¡Oh! ¡Es preciso ir!

-Iremos. Tengo tomado un palco. Siéntate, y proseguiré. -Dime antes: ¿qué canta esta noche?

-La Norma.

-¡Magnífico! -exclamó Serafín, batiendo palmas-. ¡Cuenta! ¡Cuenta, Alberto mío! ¡Cuéntamelo todo!

-Pues, señor, llegó la hora deseada: el teatro estaba lleno hasta los topes, y yo me agitaba impaciente en una butaca de primera fila. Nuestro amigo José Mazzetti dirigía la orquesta. Me puse a hablar con él mientras principiaba la ópera, y me hizo notar en un palco del proscenio a dos personas que lo ocupaban.

-¿Quiénes son? -le pregunté con indiferencia.