El carácter inglés - Alberto Nin Frías - E-Book

El carácter inglés E-Book

Alberto Nin Frías

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«El carácter inglés: Sus relaciones con la novela contemporánea» (1924) es un ensayo de Alberto Nin Frías sobre crítica literaria donde el autor analiza diferentes obras inglesas y las relaciona entre sí para componer y describir el carácter literario inglés.

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Seitenzahl: 331

Veröffentlichungsjahr: 2022

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Alberto Nin Frías

El carácter inglés

Sus relaciones con la Novela Contemporánea

Saga

El carácter inglés

 

Copyright © 1924, 2021 SAGA Egmont

 

All rights reserved

 

ISBN: 9788726642452

 

1st ebook edition

Format: EPUB 3.0

 

No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

This work is republished as a historical document. It contains contemporary use of language.

 

www.sagaegmont.com

Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com

PREFACIO

Malgrado lo mucho, mucho que me atrae el tema, le dediqué mi atención a pesar mío. Este libro obedece al empeño de presentar una monografía al Honorable Consejo de la Facultad de Filosofía y Letras para optar a la cátedra de Literaturas del Norte de Europa.

Conozco la lengua de Inglaterra como el español y tengo por su literatura marcada preferencia. Esa interesante comarca ha sido ya muy explorada por los más altos y peregrinos ingenios, pero siempre en sus ciencias o en sus artes, queda un rinconcito por descubrir para el espíritu observador y curioso. Empecé a estudiar las novelas inglesas y poco a poco se me fué haciendo más claro y seductor el carácter singular de los ingleses. Todo se me allanó para que viera a través de la arrobadora y maravillosa luz de sus escritores novelescos, la enjundia íntima de ese pueblo memorable.

Conquistado por la emoción de su espléndida poesía de la vida, me puse a escribir este libro en días de angustiosa enfermedad ya en horas de sol. Llvará el sello de la serenidad espiritual con que fué concebido como el tributo a un alto amor por mis ideas predilectas. Existen obras excelsas y numerosas por demás que describen todo cuanto es dable decir sobre Inglaterra, pero acaso no abunden mucho las de la especie de la que me ocupó durante meses las facultades intelectuales. Con el encanto de una disciplina semejante, el lector puede caprichosamente huir a menudo del bajo y monótono mundo de las miserias humanas, para instalarse frente a una ventana; desde donde divisa el mundo encantador de los ensueños mejores.

La realidad daña a menudo, cuando no mata nuestra sensibilidad.

Necesitamos salir de las preocupaciones; de las ansiedades de los recuerdos dolorosos: en fin olvidar las traiciones de los seres que una y otra vez, nos han sido muy queridos, habemos menester de horas de olvido. Cuán venturoso, me estimaría yo, caro lector, si te hubiese podido proporcionar algunos momentos de perezoso encantamiento.

Si mi vano empeño no me condujera a otra cosa, que una grande y honda delectación del espíritu, siempre tendría por bien empleado el tiempo que invertí, en la realización de estas páginas.

Esta labor dióme a conocer tres almas y tres corazones, cuya amistad pongo entre las cosas que más aprecio.

La dedico a los esposos Soto y Calvo y a otra persona cuyo nombre reservaré, dama principal y de elevados pensamientos, cuya cordial e inteligente atención a las conferencias que di sobre este asunto en la Biblioteca del Consejo Nacional de Mujeres, admirable institución que acoge con entusiasmo cuanto pueda levantar el alma de la nación, ha sido un estímulo para proseguir sin desmayo mis estudios sobre la nación inglesa y su literatura.

El autor de este libro lega al lector lo más fino de las inspiraciones, de las ideas, de los análisis a que le ha prestado el estudio de la novela inglesa.

Siguiendo una costumbre que tenía el maestro Cervantes de consignar en sus obras, opiniones sobre ellas que la casualidad le hacía conocer, te diré, lector atento, lo que he oído respecto al libro que vas a leer:

Rico es él en ejemplos bellos, oportuna erudición y raciocinios atrayentes; abunda en ideas, en variedad de tono y tema y sobre todo ello, señala levantados sentimientos y brinda respeto nunca desmentido a las leyes ineludibles de la moral.

No se ha de ocultar jamás lo que de verás y con pureza se ama.

A. N. F.

CAPÍTULO I

CONSIDERACIONES GENERALES SOBRE EL MEDIO AMBIENTE, LA RAZA Y EL CARACTER

El arte es el término y la más alta expresión de la vida.

A. N. F.

La solidaridad del pensamiento internacional es la sola salvación posible del mundo.

Thomas Hardy.

Para los hombres libres, — ciudadanos del mundo, — que escriben en la jornada otoñal de su vida, como lo hiciera Eliseo Reclús, después de luengos años de provechoso vagar par la tierra, donde hallaron siempre corazones fraternos, es una necesidad imperiosa, la elección de una patria espiritual. Este fenómeno mental resulta todavía más evidente en los países latinoamericanos, que mal conocidos y peor estudiados no satisfacen plenamente al pristino entendimiento del estudio. Sólo la libertad de la inteligencia puede garantizarnos la verdad. La belleza de un objeto no es susceptible de medirse por su tamaño.

Fueron en todo tiempo, las comarcas reducidas, las más propicias al cultivo intenso de la civilización.

El archipiélago más extendido de Europa nos atrae. Nos ha atraído siempre. Es ello una pasión de niño y son esas vehemencias de la edad primera, las más tenaces.

En los efluvios del océano que envuelve a Inglaterra por todos lados como un velo inconmensurable, hemos de hallar el origen de su “clima nebuloso, húmedo y variable”.

Fijémonos un momento en Inglaterra, el hogar por excelencia de la novela. Esta forma literaria es en último término, la descripción de un pueblo, su historia anónima, y de ella resulta el conocer la fisonomía de la casa en cuyo ámbito se desarrolla el drama o la comedia social, según el caso.

Una vasta red de vías navegables atraviesa la isla privilegiada; su subsuelo está repleto de hulla, su clima es nebuloso y triste e incita a la acción, al esfuerzo para evitar el terrible spleen; tiene costas propicias, por sus innumerables refugios, para desarrollo de una gran marina mercante; tiene un territorio limitado por pérfidos mares, más allá de cuyas aguas hay tierras más fértiles y hermosas que tientan a la gente intrépida y ambiciosa a las expediciones lejanas. Esto en cuanto a lo físico.

En lo moral, un gran amor por el orden establecido, un respeto rayano en veneración por el pasado; una noción fuerte de la familia y del hogar.

En lo político: una monarquía con todas las prerrogativas medioevales y sin embargo la más liberal de todas, pudiendo decir de su funcionamiento constitucional que es una democracia tan perfecta cuanto es humanamente posible.

Este sistema del que toda la historia de Inglaterra da tan notables ejemplos, forma caracteres sumisos a la ley, a la justicia, e indomables ante lo arbitrario.

En tiempos remotos, en el Siglo XV, el eminente legista Sir John Fortescue, comparó la ley romana con la inglesa. Halló en una la obra de principios absolutos, tendientes a ahogar la individualidad; en la otra, la resultante de la libertad común y encaminada a proteger la personalidad: el mínimum de gobierno con el máximum de iniciativa personal.

El decantado egoísmo de este pueblo, en su más alta acepción, por el hecho de ser un extremo, se torna una variedad del altruísmo, que en la práctica de la vida es mucho más benéfico que la generosidad latina. Acéptase, en este sentido, el egoísmo, el orgullo, la independencia en la palabra y en los actos, la confianza en sí como formas ineludibles de la fuerza del individuo para el bien social.

Nada más honroso ni más moralmente ejemplar, que el caso del colegial inglés, entregado a sí mismo, desde los principios de su adolescencia, aprendiendo al través de luchas y experiencias a conducirse solo; adquiriendo la honda convicción de que nadie se ocupará más eficazmente de su suerte que él mismo.

El carácter es una de las fuerzas motrices del mundo.

Los rasgos señalados los sorprenderá bien pronto el viajero: verá además hasta qué punto es llevado, aún en la arquitectura de los más modestos cottages, el amor a la independencia, el anhelo de vivir libre del esfuerzo de los demás. El solar inglés, sea en el hall ancestral de palaciegas proporciones, planeadas por Wren o decoradas por Iñigo Jones, o la más humilde vivienda obrera, demuestran cuán al abrigo de inmiscuirse unos con otros están sus habitantes. El hogar inglés, entre todos es amable. Es el efecto de una larga cuanto paciente civilización y de una aspiración perseguida con suma perseverancia. ¿Cuál es ese ideal en cuyo huso se ha hilado esta realidad del home insular, tranquilo, sencillo y sano en sus manifestaciones; maestro lleno de saber práctico y de encanto para el que crezca en su atmósfera noble?

El respeto de sí mismo y de los demás, es la palabra de orden en este templo. No se puede vivir en él sin ajustarse a esos principios. Los hijos respetan y reverencian a sus padres; cada cual conserva su lugar, instituido por el imperio del deber.

El hogar inglés es un microcosmos; no necesita sino de sí mismo para desenvolverse. La idea del deber, constituye su Sol, y el espíritu de juiciosa reserva y el imperio sobre sí mismo son sus satélites.

¡Qué felices los niños desarrollados en este medio sonriente, disciplinado, donde son siempre huéspedes gratos, la confianza mutua y la lealtad!

Al pasar revista retrospectiva de nuestra vida, vemos cuánta cosa hemos cesado de amar en el camino. Lo que ayer nos arrancó lágrimas y tiranizaba nuestra ternura, hoy nos hace sonreir, y puede que ni aún estremezca una fibra de nuestro corazón. Conforta y es prenda de nuestra individualidad permanente en un mundo de apariencias que cambian sin cesar, el encontrar que mantenemos en lo más recóndito de nuestros recuerdos amados, una predilección, una pasión a la cual podríamos todavía ceder. Me regocijo de haber amado siempre a Inglaterra y su vida de familia. Quiero mucho a mi infancia, que en la poesía de la existencia pasé allí sereno y gozoso. Acaso en esta anglofilia vaya envuelto su aureo recuerdo. Si no fuera por él, no me detendría quizá a tratar este tema, entretejido de esas reminiscencias de una familia feliz en un hogar encantador.

¡Ah. . . Si pudiera mi pluma emular alguna de maestro: la del Taine de las Notes sur l’Angleterre, o la de Anatole France de la Vie en Fleur o del Pierre Nozièrre. . .!

“El arpa de la noche tenía cuerdas de argento,

La luna descendía a su ocaso, las estrellas se desvanecían,

Cuando a través del pinar venían como traídas en alas

Los frescos rayos de una aurora más. . .”

No me imagino una literatura que merezca mejor el calificativo de la más rica del mundo. En todos los géneros y en particular, en la novela, presenta la más lujosa variedad de formas.

Quién conceptúe prosaica, práctica en extremo, o positiva, en demasía a esta nación, debe estudiar el carácter impresionabilísimo y hondo de sus cultores de las letras.

¿Dónde tienen ellos más fuerza y más originalidad?

No obstante su reputación de pueblo industrial y comerciante por excelencia, ninguno los de la tierra, cultiva tanto la poesía ni tiene por la genialidad literaria, una reverencia tan afectuosa. Es quizá su modalidad más simpática entre los grandes pueblos de la época moderna.

Infiérese sin mucho esfuerzo de las ideas expuestas, que por los días actuales, repletos de preocupaciones sociales y políticas, sea la novela el género literario más en boga y el más gustado. No discurre ya el artista en su existir, en un Olimpo sereno, más allá del bien y del mal; hase estremecido su psique al contacto de las multitudes, que pugnan hoy tanto por su emancipación política y moral.

Las ideas generales, tan caras al espíritu francés del Antiguo Régimen; la exquisitez concentrada de mentalidades como las de Bossuet o de Buffon, ya no mueven a las gentes. El escritor moderno procura ser de su tiempo, e identificarse con el torbellino de sus luchas.

De esa suerte, es el relato bien documentado e inquietamente sentido, —donde el lector pueda orientarse entre las corrientes tan diversas y opuestas de la vida colectiva contemporánea,— el preferido por el público.

Contrariamente a lo que ocurre con otros pueblos, han valido a la raza inglesa, tanto sus yerros como sus aciertos. Suyo ha sido el más glorioso de los éxitos como poder político y prepotencia mundial. Ello lo debe en conclusión, tanto a su perseverancia, energía y sagacidad por un lado, como a su decantado egoísmo nacional y orgullo de origen, por otro. La emigración enorme de ingleses,—a esa sola condición es posible la opulencia de las grandes familias,— ha valido al país no solo la ausencia de movimientos revolucionarios, sino la fundación de nuevas Inglaterras, más allá de sus hostiles mares. El número de lectores para las obras de sus poetas y sus prosadores, se multiplica por esa razón más allá de todo cálculo.

Un gran porvenir aguarda a este idioma inglés, conciso, poético, sencillo y enérgico. La América del Norte, por el Canadá y los Estados Unidos, son de su dominio; todo el continente Australiano le pertenece y el Africa del Sur no conoce otro verbo. También es la lengua de Shakespeare el nexo de todos los pueblos del Asia.

Es no solo esta literatura la más fuerte, sino quizá, en último análisis, la mejor.

Generoso ha sido el destino con ella y sobre su portada podría incribirse la máxima que ostenta el portal de la torre de Coarraze, frente a los soberbios Pirineos: “Lo que ha de ser, no ha de faltar”.

Cuánto nos fué querido hoy nos es más querido;

Canta más dulce el pájaro en la inglesa heredad:

La nobleza más noble, el goce más sentido

Inglaterra, son tuyos: y más feliz ahora

Eres, con los que venciste con angustia opresora

Llena el alma de orgullo, los ojos de humedad!

Ningún poder político europeo desde la serenísima época romana deja como Inglaterra, una huella más indeleble en el alma de los pueblos que gobierna o haya hecho suyos por derecho de conquista.

Por doquier tremole el estandarte azul y rojo de San Jorge, han llevado los ejércitos o los colonos ingleses, sus artes mecánicas, la forma peculiarísima del gobierno y su lengua nativa, maravilloso instrumento de progreso. La influencia progresista de la isla podemos seguirla aun paso a paso, en los países neutrales donde sus hijos han extendido los rieles de hierro, constituído las primeras usinas de gas y de aguas corrientes y sentado el plantel de las razas animales domésticas.

Con el espíritu de libertad individual ha ido aparejajado el afán comercial y porqué no también, a mayor abundamiento, el poético idealismo de un alma fuerte.

Si alguna vez los gestos del mentado egoísmo insular o los defectos de su sistema político u organización social, chocan al que recorra sus colonias o dependencias de antaño, aprende al propio tiempo a medir y apreciar la extensión de su grandeza.

En consonancia con estos razgos de sabiduría política, la literatura del pueblo anglo-celta, refleja más la vida que la belleza; se presenta a nosotros más en forma de pensamiento original que como obra de arte, propiamente dicha.

CAPÍTULO II

LA EPOCA VICTORIANA

La muerte de Guillermo IV de Inglaterra cierra en verdad una era para el arte literario inglés. Su enfermedad había sido corta y apenas pisaba los umbrales de la muerte, cuando ya mensajeros de alta jerarquía se dirigían al Palacio de Kensington donde residía la flamante reina. “¡El Rey ha muerto!” “¡Viva el Rey!”.

La tímida doncella de diez y ocho años, que debía presidir los destinos más altos de su país, no estaría en condiciones de darse cuenta, que a semejanza de sus ilustres predecesoras Isabel Tudor y Ana Estuardo, debía legar su nombre a una época extraordinaria.

Un reinado tan largo que abarcó en su enorme lapso de tiempo dos jubileos, debía tener una literatura propia, como la tuvo Francia, bajo Luis XIV. No tiene el período que nos ocupa la grandeza literaria del reinado de Isabel, ni del de Ana; pero en lo que respecta a la novela, la supera. Al ceñirse la corona, la Reina Victoria, en 1837, habíase extinguido una raza de gigantes literarios: Scott, Byron, Coleridge, Shelley, Keats, y si bien vivían todavía, Wordsworth, Southey, Moore y Savage Landor, no agregaron después de esa fecha ni un ápice a su gloria poética.

Una inspiración nueva y original libertada por completo del período anterior, anima a los espíritus. En ningún momento de su desenvolvimiento, ha tenido la literatura insular, un desarrollo tan notable en la novela. No cabía otra cosa, ya que en momentos en que la sociedad se transforma a paso acelerado sale de la meditación donde se forjan, al decir de Goethe, los talentos, y entra de lleno en el tumulto mundanal, adquiriendo así su carácter y su voluntad.

La prosa de la vida, intensificada por el desarrollo de las artes mecánicas y los descubrimientos científicos, ahuyenta en cierto modo, la poesía de la misma. Fácil entonces es el auge de un género literario que estudia las costumbres, los cambios en el individuo, sus situaciones de pensamiento y de sentir. La difusión grandísima dada a la enseñanza en las masas populares, ha aumentado el número de lectores y aguijoneado nuestro deseo de escapar a la vida real, a la monotonía, a las horas vividas con el buen sentido cotidiano. Todos vamos en pos de utopías, a sabiendas o no; esto constituye una imperiosa necesidad de la naturaleza humana; es como el retiro a un ideal fuera del círculo de la realidad positiva. El momento histórico es de intenso individualismo.

Modalidad literaria alguna se presta más a revelar las almas; se adapta más a la ciencia, a la religión, a la sociología, sirviendo de vehículo, a toda idea y a todo sentimiento.

Puede la novela ser didáctica o impersonal, como la quería Gustave Flaubert, épica cual en Zola, el Homero de una época batalladora; disquisición fina de nuestro modo de simpatizar con cuanto hiere nuestro sentido crítico, como en Anatole France y, en un sentido más burdo, Bernard Shaw; un compendio del arte de conducirse en la vida, como en Thackeray; o un monumento de todo ello, lleno de ciencia, cultura y observación perspicaz, cual en las novelas de George Elliot, temperamento goethiano, que participa tanto del arte del bien decir como de la ciencia de razonar con lógica sobre lo visto y sentido.

El novelista debe vivir preocupado de tornar sensible al vulgo la complejidad y el mecanismo de la vida. El realismo considerado cual una abstracción, no puede existir, puesto que cada uno de nosotros ve el mundo exterior con ojos distintos, dado su grado de inteligencia y de su cultura. Flaubert, a todas luces un maestro de la concepción y del arte técnico de la novela, quería en el artista una actitud científica e impávida, donde no entrara para nada su sensibilidad personal, su temperamento. Tal doctrina, inspirada en la rigurosidad experimental de las ciencias, es una quimera, si se la trasporta al terreno de la psicología, donde son más las excepciones que las leyes.

La novela, en Inglaterra, ha seguido el temperamento general de la nación: inverosímil, moralizadora, falsa, azucarada, llena de chaturas en épocas de puritanismo intenso; en períodos de libertad, por lo contrario, ha sido riquísima en observación exacta en sus pinturas, y pródiga en decirlo todo minuciosamente en volúmenes cuyo contenido pasa en general de doscientas mil palabras.

Hay novelas filosóficas a semejanza del Wilhelm Meister, mitad tratado de opiniones del autor, de omnia res scibili, mitad vívido cuadro de la Alemania de principios del siglo XIX; políticas, menos interesantes, como las de Lord Beaconsfield, pongo por punto, sólo inteligibles para los conocedores profundos de las personalidades políticas; las tenemos con un propósito, preconcebido como la Cabaña del Tío Tom o Bleack House o Hard Cash, de Carlos Reade, exponiendo, respectivamente las penurias de la esclavitud, el infamante sistema carcelario y la prisión por deudas.

Existen aún, novelas cuya narración está mal hilvanada, como ocurre a menudo en George Meredith, mas cuanto delecta su humour, sus giros exquisitos de lenguaje y alusiones al gayo pensar de Grecia y Roma.

En las de Thackeray, el realismo, prudente todavía, sugiere las sordideces humanas, sin deleitarse en su pintura; Dickens se ocupa de las clases bajas cuyas miseria scompartió con el corazón desbordante de simpatía por su suerte.

Inglaterra aparece como el emporio por excelencia de la novela, si consideramos el número de talentos superiores que allí le han dedicado su poder creador. A su desarrollo contribuye la mujer, colaboradora eficaz del hombre de letras.

Para la comprensión de nuestra revista, cabe dividir la época victoriana en dos períodos; uno anterior a la guerra de Crimea, en 1854, y otro, que se cierra con la extinción de Tennyson. La primera etapa es la más rica en talentos literarios sobresalientes, así como en la segunda se destacan más los hombres de ciencia y los filósofos, los nombres augustos de Grote el historiador de la Hélade, Macaulay y Carlyle, bastan por sí solos para ilustrar una edad. A ese trío genial agrégase más tarde Stuart Mill, el apóstol de la libertad.

Es una atmósfera de renovación de valores morales y estéticos; la novela que habían creado los escritores del siglo XVIII, prodigiosamente difundida por la popularidad de Walter Scott, llegó a absorver todas las actividades literarias con Charles Dickens y Thackeray, las hermanas Brontë y George Elliot, George Meredith y Hardy, Anthony Trollope, Charles Reade y Blackmore.

La novela inglesa de esta época fecunda, se cuida de la tendencia moral, analiza filosóficamente la vida y exalta el dramático desenvolvimiento de los caracteres. Su característica más notable es hacer la apología del deber oponiéndolo a la furia de las pasiones.

§ 2. —

En el mismo año de la ascensión al trono de la joven augusta, aparecieron los Pickwick Papers de Dickens. Tenía a la sazón veinticinco años el autor. Su éxito fué repentino, e insuperado en los anales de la novela inglesa. Dentro de las reglas establecidas por la educación moral británica, inclinada a la reserva, la obra de Dickens es una protesta contra el egoísmo de las instituciones para con los desheredados, de la baja maldad de éstos entre si, y del embrutecimiento en que las leyes y costumbres mantenían a las clases inferiores en Londres y otras ciudades industriales. Sus cuadros de miseria no se borran fácilmente de la memoria, ni tampoco la patética figura de algunas de las víctimas de la torpeza humana.

A pesar de ello, una filosofía optimista en sus novelas, colora y surge cual nimbo de paz de los cuadros sombríos. Posee la fertilidad de inventiva de Honoré de Balzac y su fidelidad de observación. Su realismo pertenece al admirable Zola, altamente imaginativo, a pesar de todo. En su poder descriptivo está la facultad de hacer factibles sus cuentos de hadas. Sabe con una maestría singular, rodear de misterio al ambiente y a los seres, dándoles una intensidad tal de existencia, que es imposible olvidarlos. El cómico Mr. Pickwick, el botones (o Mensajero) del célebre club, la vieja y vanidosa solterona, genio de lo cursi amoroso; la pequeña Nell y su enigmático abuelo; los traperos londinenses; los matones; Oliver Twist, para no citar sino unos pocos entre los cientos de criaturas que desbordan del marco áureo de la ficción del artista para vivir con nosotros mentalmente.

El Londres de los bajos fondos donde todo sentimiento puro o de honor es sin piedad hollado, pero donde también existen nobles protectores, vive en las novelas del hijo del pobre empleado de Portsmouth. Había perfecta concordancia entre su propia vida, modesta y humildísima, y la de las míseras clases sociales hasta cuya desgracia quería hacer llegar el rayo de sol de su corazón tierno hasta la sensiblería. Inmensa era su simpatía por la emancipación de sórdidas actitvidades. Sabe del secreto del llanto y de la risa; no es hombre de cultura, ni la ciencia le preocupa: observa, simpatiza, enternece, indigna contra la injusticia, hace abominar del egoísmo. Con estricta veracidad describe en Oliver Twist la casa de expósitos y la maldad de los encargados de la infancia desvalida. Nos conduce luego, al ambiente terrífico. de los ladrones y de su sociedad de aprendizaje. Allí es donde naufraga para siempre la virtud de tanto inocente. Síguense en rápida sucesión las obras maestras, cuyos nombres son tan familiares para los que hablan el inglés. Son esos títulos household words, palabras hogareñas, si he de emplear un anglicismo, para caracterizarlas. Nicolás Nickleby (1838); Barnaby Rudge (1840); Old Curiosity Shop (1840); Martin Chuzzlewitt (1843). El romance autobiográfico ( 1 ) David Copperfield (1843), es acaso la más armoniosa y reposada de sus concepciones. En esta obra, el artista se enseñorea del mundo vivido e imaginado de su infancia y nos da en una copiosa novela, lo mejor de su corazón más cándido que hipócrita, más noble que calculador.

Sobre toda la obra se cierne un hilo conductor que le presta unidad psicológica y bien pudiera condensarse en la decisión del personaje central a vencerse a sí mismo, en la determinación de alcanzar la victoria por dura que fuere. Sólo en las cumbres se respira. El precio de toda superioridad es sufrir despiadadamente por ella.

David Copperfield es la historia de un huérfano, que a través de vicisitudes sin fin, tramas insidiosas y experiencias amargas, llega a congraciarse con la felicidad.

Enlázase el relato con los más íntimos recuerdos del novelista y éstos le conducen a hacer un paralelo entre la virtud y el desenfreno en la juventud. Junto al dulce David, tierno y de mesurada conducta, hallamos a su camarada Sanford, guapo mozo, de bizarro porte, de seductor lenguaje, brioso en el amor, brillando, ante todo en el mundo, por la varonil belleza de su figura. No tiene éste el bello ideal de su amigo ni se distinguen sus sentimientos por lo enérgicos. Tiene en el alma la condición de rebelde a todo lo establecido. Muy otro es David que vive con claridad y precisión, sencillez y energía. No conoce el apuesto mancebo Sanford, la cortesanía del caballero en el trato con la mujer y arrastra a su ruina moral a una joven, nacida para esposa por las reales prendas de su alma delicada y honorable. Las indómitas pasiones han engendrado el despecho, endurecido el corazón y reducido a la impotencia, la íntima y perdurable felicidad. Este episodio de los amores de Little Emily con Sanford dan su nota trágica al romance, que también abunda en notas de extremado vis cómico.

Bien acierta quien al escribir ficciones de la vida, mezcla los deseos contumaces con los anhelos ideales, la virtud con el vicio, la hermosura física con el alma ruin, los rasgos apacibles y serenos del visaje con un espíritu docto y ordenado.

Casi en todos los personajes de la trama despunta alguna calidad simbólica. Mrs. Trotwood, la tía de David presenta bajo aspectos desconcertantes, un corazón recto y una conciencia áspera, pero intachable. Pegotty, revela la fidelidad a toda prueba de la sirvienta, que habiendo envejecido en un hogar de su gusto, se identifica con cuanto le conmueve o perturba.

Agnes Wickfield es el tipo ideal de la compañera del hombre; encanta y seduce su actitud de ángel custodio del ser a quien ha entregado su corazón. Encarna toda ella la poesía del hogar y de los afectos tranquilos y puros. Dora, la primera esposa de David, apunta con su temperamento inconsciente e infantil, la veleidosa condición del ser humano.

Los esposos Micawber, son la jocosa representación de la terquedad británica, esperanzada siempre y jamás vencida.

Uriah Heep tiene todos los contornos de un personaje de Molière: es la hipocresia encarnada en un alma profundamente perversa.

Ham y Traddles ocultan con cuidado la turbación de sus almas al sobrellevar las pruebas injustas a que les somete un hado adverso.

Firme en su voluntad de corresponder al cariño de su tía y a la elevada idea que tenía de su propio espíritu caballeresco, David es el alma de la narración conservando siempre para sí, el prestigio de sus sólidas virtudes.

Ni los lauros del talento ornan su frente ni esconde sus pensamientos tras las flores de la retórica, empero vive siempre en nuestro recuerdo sereno, con el hechizo del hombre bueno y justo. Hay allí materia para un tratado que colocaría a nuestro David Copperfield entre los modelos del perfecto caballero.

Elevada era el alma de Carlos Dickens, generoso su corazón y amaba todo lo que era bello y cordial. Sus libros, se colige de su autobiografía romanesca, están en harmonía perfecta con su carácter. No cabe dudar de que sus mejores inspiraciones las recibía el novelador de su propia naturaleza, que llevaba en sí algo del aurea mediocritas tan celebrada por Horacio en la séptima de sus odas.

La expresión donosa del poeta latino ha sido vertida al idioma moderno por un espíritu afin que acaso lo hubiere sido también del autor de David Copperfield:

Cheris plus qu’un trésor la médiocrité;

L’indigence humilie, et la grandeur enivre:

Loin du chaume et des cours la sagesse aime à vivre

Et vit en surête.

Sucedieron a esta obra: Bleak House; Little Dorritt (1855); Hard Times (1854); The tale of two cities (1859), melodrama novelesco de la revolución francesa. La más bella y fina de las narraciones de Dickens es The Cricket on the hearth (1845) (El grillo del hogar), donde esplende toda la ingenua poesía del hogar inglés. Es un rincón para el espíritu que ama el fuego hogareño junto al agua que borbolla en la caldera, que gusta del grillo en las tradiciones legendarias del hogar, y del símbolo y talismán de la felicidad doméstica. Todo en este cuento es serenidad, recogimiento e íntimo encanto. De súbito, esta asoleada faz del home, es interrumpida por un drama de dolor que apaga el ritmo de la existencia cotidiana. Pronto se esfuma entre las cosas del pasado el mal momento; y vuelven, el borbollar del agua que hierve y la melodía del grillo, a acompañar con su hermoso compás la ventura tácita de las buenas almas de los protagonistas que han recobrado de nuevo su paz de amor.

¡Cuán sano el humorismo de este relato tan poético y delicado! Fina y cordial se muestra aquí la sensibilidad de Dickens.

El don de la caricatura, ora antipática, ora simpática; la exageración de lo real: he ahí, si nos sometemos a la teoría de la facultad dominante, el talento superior de Dickens.

Se ha comparado a menudo a Dickens con Thackeray: ambos tienen en común que buscaron desenmascarar falsas virtudes, abusos sociales, hipocresías solapadas y las ridiculeces de los pseudo aristócratas. Carlos Dickens empero se deja dominar por la simpatía y por la cordialidad, sustituyendo la ironía por la piedad. El autor de Esmond, por el contrario, oculta bajo expresiones sarcásticas, la generosidad de sus sentires. Evidencia en sus disgresiones morales, la amargura del corazón.

Descubre Dickens algo de la ingenuidad de Töpper; hermana como el jocundo ginebrino los sentiimentos delicados al ensueño poético.

El lenguaje del escritor es gráfico y colorido parecido al de la gente común que suele distinguirse por lo pintoresco y preciso. Abunda en neologismos que asombran por lo bien colocados.

El rasgo más saliente y enjundioso del popular historiador del corazón humano, es sin duda el ingenio zumbón, el humour más patente en él, que otro alguno de sus compatriotas. Esta índole cómica sin llegar jamás a lo chocarrero, es una modalidad muy característica del espíritu inglés, algo difícil de definir y menos aun de precisar con exactitud. Participa el humour de la sátira y de una percepción habilísima del matiz en las ideas, en las palabras o en las situaciones humanas. Se tacha a la novela de Dickens de ser larga y difusa y de carecer de euritmia y de coordinación lógica, los acontecimientos narrados.

No obedece precisamente su concepción novelesca por entero a las leyes, sobre las cuales descansa la novela moderna, que podría reducirse en síntesis a un relato en que la observación fisio-psicológica se alía a la finura de la percepción y a un estilo claro y exacto.

La gloria no obstante ha venido a buscar a Dickens; sus imperfecicones no le han privado de insignes admiradores a la vez que de consecuentes lectores entre todas las clases sociales de Francia e Inglaterra. Como Alphonse Daudet, el impresionista conmovedor, es Dickens un autor con quien uno se encariña para siempre.

§ 3. —

Menos popular, pero tenido en mayor estima por la aristocracia intelectual, hallamos a Thackeray, cuyo nombre siempre va hermanado con el de Dickens, como el de Goethe con el de Schiller. Tenía, en la época cenital de la gloria de su rival veinte y seis años. Su carrera literaria fué más lenta que la de Dickens, si es posible compararlos aunque sea sólo a título de contraste. Salía de una clase social afortunada. Hijo de un oficial del ejército, fué dotado de educación universitaria y heredó una cuantiosa fortuna, de la cual se vió muy pronto desprovisto. Su esposa perdió la razón. Tuvo él que reconstruir, como coresponsal de diario, su perdida posición social. Empezó, a la par de Dickens, por el diario de sus viajes, género literario muy gustado en Inglaterra. Sus excursiones por el continente, le llevaron a escribir The Luck of Barry Lyndon, sátira del carácter jactancioso del irlandés. Es una novela picaresca, de índole moderna y ambiente continental. El medio histórico está perfectamente estudiado y son las numerosas fechorías del caballero aventurero, muy interesantes.

La educación superior de Thackeray, su conocimiento de idiomas extranjeros y de extrañas literaturas; sus gustos artísticos contrastan con la sencillez franciscana de Dickens. Su campo psicológico fueron las altas clases londinenses y aquellas que se esfuerzan torpemente en imitar sus maneras.

Por ese entonces vió la luz el Punch, el célebre diario satírico inglés del cual nuestro autor fué asiduo colaborador desde 1843 a 1853. Publicó en él, su Book of Snobs donde culmina su filosofía de la vida.

Abunda esta obra que hizo época, en el despliegue del humour que significa en la rica lengua de Ben Jonson, una alegría sui generis que se oculta en las apariencias de la seriedad y de la reconvención, y cuyos rasgos particulares son la ironía profunda y la rapidez de la observación. Hólgase en él, el temperamento pensativo y melancólico del inglés, tanto en los momentos adversos, como en los prósperos.

Entiende Thackeray por snob al que admira bajamente las cosas bajas.

Toda su labor está penetrada del culto por lo respetable, por lo comme il faut que aprisiona en sus redes a tanto petulante simulador.

Siempre encontramos dispuesto a este filósofo moral para atacar a la hipocresía, al cant, tan maldecido por Lord Byron, que fué una de sus víctimas más encumbradas.

En 1847 aparece su obra capital: Vanity Fair: una novela sin héroe; ella le consagra maestro. Es un pretexto para una galería de anormales, cuyo amor propio reside en la vanidad, sin duda, de juzgarse superiores a sí mismos. El mundo, la sociedad, es el tinglado de la farsa social, y como en las ferias, cada cual pregona su ilusoria mercancía. La fábula es débil. Ella existe tan sólo lo suficiente para permitir exhibirse a cada uno de los componentes de la procesión de hipócritas, más o menos solapados.

Esta obra marca una etapa en el aspecto de la novela del siglo diez y nueve. He aquí su argumento que ha apasionado a tantas generaciones de lectores. Dos jóvenes van a hacer su entrada en sociedad a la que el autor denomina feria de las vanidades, por estar allí todo calculado y meditado hasta el exceso. Una de ellas, Amelia Sedley es hija de un acaudalado comerciante y se casa contra su voluntad con el teniente George Osborne; la otra, Becky Sharp, huérfana, une sus destinos secretamente a los del capitán Crawley, que imbuído de falsas ideas sociales, no quiere que se sepa su enlace con la institutriz de sus hermanas. Estos dos camaradas de armas toman parte en la célebre batalla de Waterloo. El teniente Osborne muere en ella; su esposa Amelia lleva desde ese momento una existencia de privaciones. Su padre, que la mantenía en una vida opulenta, se ha arruinado.

El capitán Crawley sobrevive, pero se halla frente a una situación desastrosa: su familia le desconoce, y se ve privado de su legítima herencia. Encuentra en esta emergencia el cínico oficial, un auxiliar poderoso en el ingenio desembarazado de su esposa, que le ayuda eficazmente a engañar a sus amigos y acreedores.

Bajo tales auspicios Rebecca y Crawley, ricos en engaños, viven alegremente hasta que el capitán es sentenciado a prisión por deudas. Becky, precaviendo la catástrofe de su vida, se vuelve la amiga íntima del acaudalado Lord Steyne. Sorprendida por su esposo en flagrante delito de adulterio, provoca este último al seductor a duelo, que no se lleva a efecto, por la habilidad de Becky, que hace dar a Crawley, un destino político en una isla lejana. Dejada Rebecca a su albedrío, se dedica a viajar y con más amor al deliquio que a la prudencia de una mujer fuerte, goza de la vida a todo sabor. Con los amaños de la astucia se apodera la audaz aventurera del corazón de Joseph Sedley, hermano de Amelia, personaje grotesco e intensamente egoísta. Cae enfermo de muerte y da sus últimos suspiros en brazos de Becky a quien lega todos sus bienes. Con pie ligero y sereno rostro regresa a Inglaterra la fatal mujer y vive allí tranquila hasta el fin de sus días.

Todos los hilos de los seres más venales, de los más engañadores de la vida, están en el telar donde teje su visión desapasionada de la humanidad, el artista: allí no hay héroes, ni traidores que concentren en absoluto toda la atención del lector. La virtud no es una línea recta, ni es el vicio, siempre un camino tortuoso sin salida. Existe un perfecto equilibrio entre las partes componentes de esta novela que casi iguala en extensión a Los Miserables. Sin llegar a la antítesis hugueana, Thackeray destaca admirablemente todos los pequeños miserables que intervienen en la farsa del mundo.

Preside este sabbath de truhanes, Becky Sharp, arquitecto de artificios e intrigas, que mueve el decurso de la acción, como las funestas parcas, se pasaban unas a otras los hilos de las vidas humanas. Aquí y acullá, traspasa la atmósfera de cinismo con algunos rayos de generosidad o de terneza: ellos por momentos retardan el crepúsculo de estos dioses falsos de la vanidad. Thackeray insinúa tan sólo el vicio con sutileza; pero lo hace al mismo tiempo con vigor. En el prólogo de Pendennis (1850), romance autobiográfico, apunta que el hombre y la mujer no deben ser descritos sino dentro de las reservas que los ajusten a la etiqueta convencional. Las pasiones elementales, fondo común de todos los hombres y de cuyo juego depende el mecanismo de la vida, están ausentes de la obra de Thackeray, como de la de Dickens. La diferencia que media entre sus métodos de observación y de composición y los nuestros, recuerda la distancia recorrida entre Rafael y el impresionismo de Courbet. Ambos pintan, describen, anotan con meticulosidad los pequeños detalles a lo Meissonnier, mientras los modernísimos, con Marcel Proust a la cabeza, sienten, ellos mismos, las impresiones de sus muñecos espirituales. Abordó el género histórico en Henry Esmond (1852), pintura a lo Velázquez de los tiempos de la buena Reina Ana. Sólo un gran artista literario, un Flaubert, puede así volver a la vida a un pasado, que los hombres de hoy día nimban de oro. Calmadas las pasiones partidarias, y suprimidas las rebeliones, la sociedad busca en los ideales de la paz un consuelo y un estímulo. Es una época de grandes pintores, de exquisitos modeladores en madera, de almas vigorosas en el escribir. Reproduce esta época la leyenda de la historia de Enrique IV de Francia, de los días venturosos que distinguieron el reinado de Ana, bondadosa y sencilla. Todo ello es iluminado por la gentil figura del Pretendiente, hermoso y romántico con toda la petulancia de un rey destronado, que consigue fidelidades, apenas concebidas en nuestros tiempos de egoísmo y falsía.

Esta novela pasa a justo título por la más artística del autor. Toma su sitio en la serie de novelas, no muy numerosas por cierto, que reproducen a la manera de una memoria, la impresión fresca y directa de una época notable.

Hacia el fin de su aventurada vida, el noble guerrero Esmond se dedica con amore a referir sus episodios más interesantes. La acción transcurre durante parte de los siglos xvii y xviii ; refleja fielmente la existencia llevada por los castellanos de entonces. Por lealtad a antecedentes de familia, conspira Esmond a favor del Caballero de San Jorge, cuyas locuras y extravagancias acaban por alejarlo para siempre del trono de sus mayores.