El chico de las musarañas - Ana Obregón - E-Book
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El chico de las musarañas E-Book

Ana Obregón

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Beschreibung

Ana Obregón, una de las mujeres más queridas y reconocidas de nuestro país, nos ofrece un desgarrador testimonio sobre la pérdida de su hijo Aless Lequio, tras una larga y dura enfermedad. El corazón de este libro es El chico de las musarañas, el texto que Aless empezó a escribir cuando le diagnosticaron cáncer. Un relato sincero, ácido, irónico, vibrante, con un sentido del humor único, que no pudo terminar, y que nos descubre el talento, el carisma y la personalidad de un joven que, sin duda, hubiera triunfado como escritor. A través de estas páginas, Ana se desnuda en un viaje de esperanza, lucha y fuerza, donde muestra un huracán de sentimientos y emociones sin filtro, en el que sumerge al lector en una experiencia inolvidable. La prueba de amor más bonita de una madre, una narración conmovedora, que sobrecogerá y en más de una ocasión despertará una sonrisa cómplice.

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por HarperCollins Ibérica, S. A.

Avenida de Burgos, 8B - Planta 18

28036 Madrid

www.harpercollinsiberica.com

 

 

El chico de las musarañas

© 2023, Ana Victoria García Obregón

© 2023, para esta edición HarperCollins Ibérica, S. A.

 

Todos los derechos están reservados, incluidos los de reproducción total o parcial en cualquier formato o soporte.

 

Diseño de cubierta: CalderónSTUDIO®

Foto de portada: Víctor Cucart / Hola

 

ISBN: 9788491399056

 

 

Los beneficios de los derechos de autor de esta obra serán donados a la Fundación Aless Lequio para la investigación contra el cáncer.

 

 

Conversión a ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portada

Créditos

Dedicatoria

1. Puto 23 de marzo

2. Prohibido llorar

3. Fuck cáncer

4. Mamá, quiero vivir

5.Aless escritor

El chico de las musarañas, por Aless Lequio

Capítulo primero. Valientes cabrones

Capítulo segundo .Nalgas y más nalgas

Capítulo tercero. El bache

A la atención de…

Empatía: la magia de existir

6.«Estás curado»

7.La última batalla

Epílogo

Agradecimientos

 

 

 

 

 

 

Para mi hijo Aless, el amor de mi vida

1PUTO 23 DE MARZO

 

 

El viaje más largo empieza por el primer paso.

Aless Lequio

 

 

Está amaneciendo en El Manantial, la casa que construyó mi padre en la Costa de los Pinos de Mallorca hace cincuenta años. Emerge majestuosa sobre una multitud de pinos centenarios, abrazando el mar con unainfinita terraza, y su suelo turquesa en los atardeceres de verano se fusiona con el azul del Mediterráneo y del cielo.

La casa de mis interminables vacaciones de adolescencia, mis primeros amores, besos y desamores. Siempre estaba abarrotada de diferentes tribus de todas las edades, que incluían a los amigos de mis cuatro hermanos y a los míos, rebosaba música, ilusión y juventud por cada esquina.

Hasta que llegaste tú, ese junio de 1992, inundando cada habitación con tus rizos rubios y tu risa que provocaba en mí ese sentimiento de amor puro desconocido hasta entonces, ese sentimiento que agrandó mi corazón hasta el infinito.

La misma casa donde pasaste tu primer y último verano. Tu padre y yo te trajimos con un mes recién cumplido, aquí dijiste tu primera palabra: «solito». Y solito hiciste todo en esta vida, siempre intentando mantenerte al margen de la fama de tus padres.

Tu segunda palabra también la pronunciaste aquí. Las horas de la comida eran una locura donde las mamás orgullosas poníamos la mesa de mármol que diseñó tu abuelo con una fuente en medio de caracolas. Allí, rodeado de tus primos —que apenas levantaban un palmo de estatura— y en el momento en que te estaba dando una papilla, pronunciaste esa segunda palabra: «papá».

Ese «papá» me cabreó mucho, muchísimo, tanto que te repetía constantemente como un mantra:

—Mamá, mamama…

Pero no hubo manera hasta meses más tarde a la hora del bañito. Rodeado de espuma y peces de mil colores, alzaste la vista y, mirándome dulcemente con esos inmensos ojos color avellana, me dijiste:

—Mamá, peciosa.

Sin la erre, que tardó un mes más en llegar. Y eso, te puedo asegurar, Aless, es lo más bonito que me han dicho y me dirán en mi vida.

Adorabas esta casa. Aquí me regalaste los momentos más felices: tus primeros chapuzones en el mar, los gateos a toda velocidad entre los naranjos del jardín, las infinitas travesuras y tus salidas a discotecas que me mantenían en vela hasta que llegabas con tus diez primos a altas horas de la madrugada, liándola parda, aunque gracias a Dios nunca despertabais a tus abuelos, que dormían como troncos gracias al Stilnox que incluían como postre en sus cenas. Lo cual no me extrañaba nada, teniendo las habitaciones llenas de cinco hijos con sus parejas y diez nietos.

En mi caso me hacía la dormida, pero cerraba los ojos tranquila sabiendo que ya estabas aquí. Tal vez esta sea la razón por la que no pueda dormir desde que te fuiste, porque no sé dónde estás, quizás al otro lado de esa tela sutil que bordo cada día con mi imaginación, en otra realidad, en algún paraíso eterno, en esa estrella lejana.

Eras tan feliz en esta casa que un día, con tan solo doce años, me dijiste:

—Mami, nunca la vendáis, pase lo que pase.

Cada verano desde que eras pequeño escribías una nota que escondías para leer el verano siguiente. Como si quisieras asegurarte de alguna forma volver cada año. Ayer las encontré todas en tu cuarto escondidas en un osito de peluche que te regalé de niño. No fui capaz de leerlas, solo el final de tu última carta que decía: «Hasta el año que viene, Manantial…».

Esta casa que respiraba amor por cada rincón ahora llora tu ausencia y la inunda un silencio insoportable. Está vacía de ti, de mamá, de todo…

Me siento como si flotara en un espacio sin tiempo donde los dos nos hemos instalado.

He coleccionado tantos momentos únicos de felicidad contigo que me dan un poquito de luz en esta oscuridad en la que intento vivir. Nunca me permitiría dar un consejo a nadie, pero a los que estáis leyendo estas palabras os diría lo que tú me ensañaste: coleccionad momentos, no cosas. Porque Dios no lo quiera, pero quizás algún día los necesitéis para seguir viviendo.

Tantos recuerdos se agolpan en mi memoria que no me he dado cuenta de que ya ha amanecido.

Desde mi habitación puedo ver cómo empieza a dibujarse la tenue línea que separa el mar del cielo.

A la vida de la muerte.

A ti de mí.

Algún día me gustaría perderme en ese mar turquesa en un alba silenciosa para estar más cerca de ti. Sin embargo, aquí sigo, mi tercer verano sin ti, mi segundo verano sin mi madre, cuidando de papá y escribiendo con letras rojas esta historia.

En estos dos años de duelo he aprendido que las lágrimas son el lenguaje silencioso del dolor. Y que son necesarias. Así que permitiré que corran por mis mejillas mientras escribo la historia de amor más bonita y cruel jamás contada. Nuestra historia.

 

 

Todo empezó un 23 de marzo hace cuatro años.

Pero no era un 23 de marzo cualquiera.

Era un «puto 23 de marzo de 2018», como lo bautizamos entre risas durante tu enfermedad, el día en el que sin saberlo empezamos a morir los dos.

El agua caliente resbalaba por mi cuerpo. Tenía exactamente treinta minutos para ducharme, maquillarme, vestirme y asistir a la fiesta de fin de rodaje de Paquita Salas, la serie que había rodado con mis queridos Javis. Se me había hecho tarde con los ensayos de la obra de teatro que estaba a punto de estrenar, aún no había leído los guiones que me habían mandado para mi próxima serie. Ni siquiera había sacado a pasear a nuestra perrita, Luna. La golden blanca, mamá de trece cachorros que nacieron en casa, tu mejor amiga y compañera de juegos desde muy pequeñito. La que ya de mayor dormía acurrucada a tu lado todas las noches. A pesar de que tenía quince años y estaba muy viejecita, te esperó en la puerta de casa los cuatro meses que estuvimos en el hospital. Cuando vio que regresaba sola, murió de pena solo seis días después de tu partida.

Me había quedado absorta bajo la ducha, llegaría tarde a la fiesta y, sin embargo, dejé que las gotas hirviendo cayeran por mi cara, cerré los ojos y pensé que era la mujer con más suerte de este mundo porque lo tenía todo. No sé por qué tengo ese momento grabado en la memoria.

En décimas de segundos analicé qué era «todo» para mí.

Curioso.

«Todo» no era la suerte y el privilegio de haber podido trabajar cuarenta años en mi pasión, ni siquiera haber conseguido mi sueño de ser actriz protagonizando series, películas, programas, portadas, alfombras rojas y demás coñazos, que son un efecto secundario de la fama.

«Todo» no era haber tenido historias de amor bonitas, apasionadas, jodidas, únicas.

«Todo» era tener un hijo que me hacía sentir no solamente la madre más orgullosa del mundo, sino la mujer más feliz sobre la tierra, interpretando el único papel que había dado sentido a mi vida: el de madre. Con mayúsculas.

«No puede ser que haya tenido tanta suerte en la vida», me dije. Ahora he aprendido que nunca hay que pensar esas cosas. Donde pones la atención, mandas la energía y consigues que lo que pensaste suceda. Sin darte cuenta, tú mismo creas tu propia realidad.

Maquillada y vestida de Ana Obregón con unos tacones bien altos, me dirigía a la fiesta con un precioso vestido midi ajustado palabra de honor. Entonces me vestía con muchos colores. El rojo siempre fue mi preferido. Si entrabais en mi clóset estaba lleno de cientos de trajes, zapatos, bolsos…, aunque nunca di la mayor importancia a cómo iba vestida ni a seguir tendencias. Sobre todo, desde que nació mi hijo, mi armario era mera necesidad por mi trabajo, trapitos para multitud de eventos, alfombras rojas y esos rollos que nunca me gustaron. Ahora mi armario se ha reducido a una silla en mi dormitorio con un montón de ropa blanca y negra apilada. Por mi luto.

A veces echaba en falta algún vestido bonito, pero lo achacaba a mi tremendo despiste —que tú heredaste— por haberlo olvidado en algún camerino al terminar la grabación. Hasta que un día descubrí a través de una amiga que lo vendías en eBay: «El vestido de Ana Obregón: sesenta euros». Sonreí. Tenías nueve años y ya empezabas a ser el gran emprendedor en el que te convertirías con veinticinco. Qué excelente empresario —como tu abuelo, al que admirabas tanto— hubieras llegado a ser si el maldito cáncer no te hubiera robado tu futuro.

Un día un vecino me contó que montabas un tenderete en la acera de la urbanización vendiendo fotos mías. Por cada una que te compraban regalabas un vaso de zumo de limón. En ese momento entendí por qué cada verano me pedías jarras y jarras de zumo de limón con azúcar y mucho hielo. Para poder irte a jugar a casa con la Play dejabas a Javi, tu amigo de la urba, al mando del tenderete. Al final del día le pagabas un euro de lo recaudado y se iba dando saltos de alegría. Todo un empresario de ocho años.

Tiempo más tarde me enteré de que todo lo que ganabas se lo dabas a una viejita que venía siempre a pedir dinero a la puerta de casa. Así eras tú desde pequeñito: ingenioso, generoso y solidario.

De camino a la fiesta miré el móvil que suelo llevar en silencio. Veinte llamadas perdidas: dieciocho de trabajo y dos de mi hijo. Esto último me sorprendió, mi hijo trabajaba tanto que era muy difícil que contestara mis llamadas durante el día. Es más, nunca me contestaba, pero, si había pasado un día sin hablar cada noche, recibía su mensaje de buenas noches con un «te quiero mucho, mamá». Y yo dormía como un bebé al escuchar lo más bonito que me han dicho en mi vida.

Reconozco que soy una madre pesada, una madre gallina que protege a su único polluelo, como me enseñó mi adorada madre, pero qué madre no se preocupa de su hijo, aunque tenga veinticinco años, se haya independizado y tenga novias.

—Mamá, me muero de dolor, me voy a urgencias —contestó al otro lado del teléfono con un hilo de voz.

No era su voz, su voz era siempre enérgica y dulce a la vez.

Y ahí entra en juego la intuición de una madre, de una mujer o ese sexto sentido que, aunque la ciencia no haya descubierto aún, estoy segura de que está en los genes. Esa llamada de mi hijo pidiendo ayuda, cosa que no hacía nunca, me activó como un clic interior de que algo no tan bueno iba a suceder.

Llevábamos casi tres meses en urgencias, viendo doctores por sus dolores terribles que me intentaba ocultar porque no le gustaba quejarse. Que si gastroenteritis, hemorroides, una cremita y a casa.

—Mi vida, no puedes seguir así. Voy a toda leche para allá y nos vamos al hospital que es el mejor —ordené casi gritando mientras le pedía al conductor que hiciera ungiro de ciento ochenta grados hacia nuestro nuevo destino.

Hacía mucho frío para ser marzo, llovía a cántaros y allí estaba de pie, con su metro noventa y seis de altura, sus vaqueros destrozados que no se quitaba de encima y sus preciosos rizos mojados que cubrían su cara de dolor.

Creo que llegamos al hospital en cero segundos. Durante el trayecto solo una frase mía, típica de madre:

—Tranquilo, que no va a ser nada.

Pero el dolor no le dejó ni contestarme. Quería llamar a su padre, pero esperé a hacerlo desde el hospital. Menos mal que a esas horas en urgencias no había nadie. Entramos corriendo. Aless encorvado y cojeando.

—¿Tanto te duele, hijo? —le pregunté.

—Me duele de cojones, mami, lo de cojear es porque me da más clase.

Nunca perdía su sentido del humor.

El doctor me pidió que saliera de la habitación mientras le examinaba y hacían las analíticas de sangre correspondientes.

No sé si os pasa a vosotros, pero siempre me había mareado ver cómo hacen una analítica de sangre. Cuando Aless era pequeño, le sujetaba en brazos y era incapaz de mirar.

—Mami, eres una cagada —me decía.

Quién me iba a decir que después de los cientos de analíticas, vías en las venas, quimios, dejaría de ser esa mamá cagada. Ojalá no hubieras tenido que vivir ese infierno, ojalá me hubiera pasado a mí.

—Voy a llamar a papá —le dije entrando en la habitación de urgencias.

Estaba muy nerviosa, pero hice un esfuerzo para transmitir calma.

—¡Sí, mamá, llámale ya! —me contestó más tranquilo porque los calmantes por vena habían empezado a hacer su efecto. Su padre siempre le daba seguridad.

Aless y su padre eran los mejores amigos del mundo. Me asustaba a veces su increíble complicidad, pero me hacía muy feliz no haber impedido que con las tonterías de padres separados estuviera cerca siempre de él.

El doctor se aproximó despacio, no sé si para tranquilizarme o para ponerme aún más nerviosa.

—Le he puesto calmantes en vena, pero en el tacto rectal he visto que tiene un absceso.

—Pero ¿qué es eso, es grave?

—No, pero tenemos que operar antes de que la infección provoque septicemia y tiene que ser ahora.

—¿Ahora al quirófano?

—Ahora mismo, ¿ha comido o bebido algo? —me preguntó el doctor.

—Ay, Dios, le he dado una Coca-Cola mientras esperábamos los resultados.

—Tendremos que esperar unas horas por la sedación, le operaremos a las diez de la noche —confirmó el doctor bastante serio.

De verdad, nunca entenderé por qué a los doctores se les pone esa cara de juez que va a sentenciar tu pena de muerte cuando te van a decir algo.

—No es nada, una idiotez de absceso que se quita y ya está —repetía una y otra vez en voz alta para tranquilizar a mi hijo y de paso a mí.

—Mami, llama a Il Capo, por favor.

Así llamaba Aless a su padre. Tuvo una creatividad enorme desde siempre para inventar apodos. Cuando era pequeño yo era mamá preciosa, pero en sus últimos años de enfermedad pasé a ser mamá biónica, me imagino que por la fortaleza de la que ahora carezco.

Llamé a su padre, pero con los nervios la vista se me nubla y mi miopía aumenta. Siri es siempre una buena aliada para llamar en esos momentos críticos.

—Siri, llama a papá… Llama a Alessandro —ordenaba a Siri intentando ocultar una voz temblorosa para que mi hijo no notara mi preocupación.

Alessandro me conoce muy bien, después de mi hijo es la persona que mejor me conoce.

—Estamos en el hospital en urgencias. Ven.

Nada más escucharme lo entendió todo. El tono de mis palabras bastó para que cogiera el coche y arreara a toda velocidad al hospital sin más explicaciones.

Entró como un vendaval en la habitación de urgencias.

—¡¡Mi vida, cazzo que cazzo!! ¿Estás bien?

—Me tienen que operar un absceso, no es nada, tranquilo, papá, hay que esperar unas horas —dijo tranquilizándole como siempre solía hacer.

—¿Operar? ¡Cazzo que cazzo, noooo! ¿Te han hecho la prueba de Willebrand? Que es hereditario y yo lo tengo.

Yo sabía que la enfermedad de Von Willebrand es parecida a la hemofilia, la sangre no coagula bien y podría tener una hemorragia durante la operación. De pequeño ya le hicimos la prueba de la hemofilia por sus genes Borbón. Hay que fastidiarse que los genes García fueran mejores que los de la realeza.

Enseguida llamamos al doctor para comunicárselo. Cancelaron la operación hasta tener los resultados a primera hora de la mañana siguiente y nos subieron a planta.

Habitación 221.

No me lo podía creer. La misma donde naciste.

La habitación que más he amado y odiado en mi vida.

Nos quedamos solos, eran las nueve de la noche, Alessandro padre se marchó a su casa para regresar a primera hora y estar en la operación.

No quise llamar a mis padres ni a mis hermanos, no quería preocupar a nadie. Desde pequeñita me bautizaron como el «cascabel de la casa», siempre estaba alegre, me encantaba que todos a mi alrededor estuvieran felices y rieran con mis payasadas, con un sentido del humor que ya he perdido, ese sentido del humor que heredó mi hijo, aunque no sería justa si no dijera que su padre lo tiene a raudales, uno de los motivos por los que me enamoré de él.

En la tele ponían Gladiator, tu película favorita, la que viste en el cine con tu padre por primera vez y luego un millón de veces más. La última película que vimos juntos en el hospital de Barcelona. Sabías de memoria los diálogos. Quién te iba a decir en ese momento que el coraje, valor y honestidad de su protagonista iban a ser la huella que dejaras en este mundo para que todos fuéramos mejores personas.

Desde la cama me sonreías para tranquilizarme. Me acurruqué en el sofá a tu lado aún vestida de fiesta, disponiéndome a pasar la que creí la noche más horrible de mi vida. Qué ilusa, todavía no sabía lo que de verdad eran noches en el infierno. Los calmantes en vena te habían quitado el dolor y observé más tranquila cómo poco a poco te quedabas dormidito.

Alguien me tiene que explicar alguna vez por qué una madre cuando ve a su hijo dormir tranquilo siente una paz infinita.

No habían pasado ni treinta minutos cuando entró el doctor. Hablaba de forma acelerada. No se podía esperar al resultado de la prueba de coagulación, había que operar ya, en la analítica los leucocitos estaban demasiado altos y era necesario extirpar el absceso.

—Doctor, son las doce de la noche, ¿nos vamos a arriesgar? ¿Y si le da una hemorragia? —alcancé a preguntar muy agobiada.

Intenté llamar a su padre, pero a esas horas había desconectado el móvil con la tranquilidad de que la operación sería a primera hora de la mañana.

Estaba claro que esta pequeña batalla la lucharíamos tú y yo solitos de la mano.

Acompañé a mi hijo hasta la puerta del quirófano. Él me miraba buscando seguridad. Ese día sin saberlo me convertí en el espejo que siempre miraba para tranquilizarse a lo largo de sus dos años de lucha.

Los minutos de espera en la habitación mientras le operaban se hicieron eternos, parecía como si se hubieran solidificado. Durante la primera media hora intenté calmarme. No es nada, como me dijo la enfermera que a su hermano le habían operado de lo mismo. Será una chorrada y mañana a casita. Más relajada me dirigí al fondo del pasillo buscando esas máquinas con comida asquerosa que tienen en los hospitales. No tenía hambre, pero la cabeza empezaba a darme vueltas.

A la una y media de la madrugada mi hijo llevaba casi dos en el quirófano, ni las enfermeras de planta ni nadie me decía nada. Notaba cómo las manos empezaban a temblar y ese optimismo que siempre me ha caracterizado se fue al carajo. Bajé a la zona de quirófanos. Conocer de memoria el hospital en el que estuve meses cuidando a mi madre cuando sufrió el derrame cerebral servía para algo.

—Todo bien, estamos terminando, ahora sube el doctor a la habitación, no puede estar aquí, por favor —me dijo amablemente una enfermera que salía del quirófano.

Respiré.

Di gracias a Dios, al universo o a quien fuera. Gracias, gracias… No paraba de gritar mientras me dirigía a la habitación dando saltos de alegría.

No habían pasado ni quince minutos cuando el doctor entró en la habitación con un gesto serio que no me gustó nada. Utilizando ese optimismo que me caracterizaba me adelanté:

—Ya sé que todo ha ido bien, doctor, gracias, ¿cuándo suben a mi hijo a la habitación?

—Siéntate, Ana.

Seguí de pie, más tiesa que nunca.

—Lo siento, no es un absceso como creímos, es un tumor…

—¿Qué? —pude preguntar con un hilo de voz después de una pausa interminable.

—Es grande, diez centímetros, hemos hecho una biopsia y lo subiremos a planta en breve. Pasará toda la noche dormido por la anestesia.

Mientras le escuchaba, las paredes de la habitación me empezaban a dar vueltas, su voz se volvía lejana como si las palabras se hubieran ralentizado y a cámara lenta fueran apuñalando mi corazón.

No es verdad, eso no estaba pasando, ese momento era fruto de mi imaginación desmesurada o estaba teniendo una pesadilla. Me pellizqué para despertarme.

—A ver, doctor, no estoy entendiendo nada. ¿Cómo que un tumor? Pero ¿cómo es posible si tiene solo veinticinco años? ¿Qué hacemos? ¡¡Me quiero morir!! ¿Es cáncer? Se han equivocado, joder. Dígame que esto no es verdad, se lo suplico —balbuceé compulsivamente sin esperar respuestas mientras las lágrimas rodaban irremediablemente por las mejillas y me derrumbaba en la silla como un peluche de algodón de azúcar.

Silencio. El aire se había vuelto tan denso que me costaba respirar. Hasta había desaparecido el repulsivo olor de los hospitales, ese olor a apósitos con alcohol, antisépticos, muerte y esperanza.

—Tenemos que esperar diez días al resultado de la biopsia. Lo siento de verdad, ahora traemos a tu hijo que dormirá toda la noche por la anestesia —me explicó, y con una palmadita en la espalda vi cómo se alejaba su bata blanca por el largo pasillo del hospital.

Eran casi las tres de la madrugada de un puto 23 de marzo, el día que tú y yo atravesamos un inquietante umbral demasiado oscuro.

La enfermera te trajo en tu cama del quirófano. Tenías una expresión tan dulce, una cara de bebé grande enfundado en un cuerpo de hombre. ¿Cómo te iba a decir que tenías un tumor? ¿Dios mío, qué hacía? ¿Te lo diría por la mañana al despertar? No podía ponerme de pie, las piernas se me doblaban.

Llamé a tu padre otra vez y esta vez contestó. Se había despertado justo en el momento en el que el doctor me comunicaba la terrible noticia. Así son las uniones de los padres con los hijos.

—Dado, nuestro hijo tiene un tumor. —Al otro lado del teléfono silencio. Es la única vez que Alessandro padre no ha podido hablar.

—A las siete de la mañana voy al hospital y se lo decimos juntos —fue capaz de decir entre lágrimas silenciosas que se escuchaban al otro lado.

A través del ventanal vi cómo volvía a llover torrencialmente, hasta la lluvia parecía cabreada con el universo, los truenos iluminaban intermitentemente la habitación.

Era la misma habitación en la que naciste hace veinticinco años. ¡Qué mierda de broma me estaba jugando el destino! Había juntado cruelmente el día más feliz de mi vida con el peor. O al menos eso creía entonces.

Mirando cómo dormías plácidamente ajeno a todo, recordé el momento en el que te pusieron en mis brazos y te vi por primera vez. Nunca te lo dije, pero el día que tú naciste volví a nacer. A lo mejor en realidad no había nacido hasta el día que llegaste. Diste a mi vida el significado que hasta entonces no había encontrado.

Lloramos mucho, tú a grito pelado por entrar en esta vida, yo de emoción por tenerte aquí. Y no dejamos de llorar hasta que te coloqué suavemente junto a mi corazón. Entonces de una manera mágica mis latidos se sincronizaron con los tuyos, y desde entonces laten juntos, y lo harán eternamente, aunque no estés aquí.

¿Sabes una cosa, hijo? Te revelaste en un sueño que tuve bastantes meses antes de venir a este mundo. Ni siquiera había conocido a tu padre. En el sueño tenías dos años, estabas al borde de mi cama sonriendo con tus rizos rubios y esa carita de pícaro. Me llamaste mamá.

Cuando conocí a tu padre sabía que sería él, fuiste tú quien nos eligió. Supe que venías en un viaje a París. Nos habíamos escapado huyendo de los paparazzi que no nos dejaban vivir en paz nuestra historia de amor. Probablemente estábamos intentando hacer caso al rey el día que llamó a casa y creí que era una broma.

—¿Está Dado? —preguntó educadamente.

—No está en casa, ¿de parte de quién? —respondí.

—Del rey.

—Ya, y yo soy Caperucita Roja —sentencié mientras colgaba.

Tu padre no tardó ni cinco minutos en llamarme al móvil muerto de risa.

—Has colgado a tío Juanito.

Le pidió que viviéramos nuestra historia sin hacer mucho ruido.

No sé por qué estoy escribiendo esto. Quizás porque el dolor a veces es tan intenso que necesito también recordar momentos bonitos y porque estoy segura de que donde estés, hijo mío, te gustará saber cómo viniste a este mundo.

En ese viaje a París me di cuenta de que llevaba bastante retraso, pero me parecía imposible que llegaras porque tenía puesto el diu.

Mandé a tu padre a la farmacia que estaba siempre abierta en los Campos Elíseos y al hacer la prueba y ver que sí, que iba a ser madre, me pareció imposible tanta felicidad, tanto que obligué a tu padre a hacer pipí en otra prueba pensando que esas pruebas de la farmacia estaban caducadas y daban un falso positivo. Al llegar a Madrid el ginecólogo lo confirmó:

—Te has quedado embarazada a pesar de tener el diu, pasa muy pocas veces.

—¿Y me lo tiene que quitar ahora?

—Claro, no querrás que tu hijo nazca con el diu de pendiente.

Tenías mucha prisa por venir a esta vida.

Naciste del amor. Y naciste en esta habitación muy entrada la noche, aunque con las primeras contracciones llegamos al hospital horas antes perseguidos por una fila de veinte paparazzi.

Llegué tirada en la parte de atrás del coche tapada con una colcha ese caluroso y bendito 23 de junio de 1992. Era la noche más mágica del año. Como no podía ser otra para traer a este mundo a la persona más mágica que he conocido en mi vida. Tu padre quiso entrar al quirófano para darme la mano. De poco sirvió, porque cayó al suelo desmayado de la emoción en el momento en el que empezaba a asomar tu cabecita con cinco rizos rubios. Esos mismos rizos que se oscurecieron con la edad y que veinticinco años más tarde asomaban entre las sábanas de la misma cama de hospital.

Había dejado de llover. Intenté lavarme la cara con agua, pero el rímel y el maquillaje que llevaba para la fiesta seguían ahí derretidos. No importaba.

Me miré en el espejo y no reconocí a esa mujer, esa que estaba enfrente no era yo. En una hora me había transformado, envejecido diez años. Ana Obregón se había esfumado. Ya no era la mujer que había conseguido con esfuerzo todo lo que quería en esta vida, de qué coño me servían todas las películas, las series, los premios, el éxito, las historias de amor, la fama, el dinero si no podía asegurarme que podría salvar tu vida.

Pasaría la noche con la esperanza de que la biopsia nos confirmara que era un tumor benigno. Pero algo premonitorio me decía que me iba a tocar ser fuerte.

Me acerqué a tu cama y te besé la frente muy despacio para no despertarte, y pasé mis dedos temblorosos entre tu pelo que amo. Se me escapó un te quiero muy bajito. Me permití llorar en silencio lágrimas que brotaban sin consuelo porque el corazón se me estaba derritiendo lentamente.

 

 

No me he dado cuenta y empieza a atardecer en Mallorca. Hay mucho silencio, ese silencio que estos dos años he aprendido que habla mil lenguas.

El mar se ha calmado y un sol tan rojo como mis lágrimas hace suavemente el amor con él. Los tímidos cantos de los mirlos despiden el día. Dos gaviotas llegan a mi terraza y se detienen mirándome fijamente, con mucha dulzura, se quedan inmóviles. Me recorre un escalofrío por todo el cuerpo. ¿Me las habéis mandado mamá y tú para darme las buenas noches?

Me está costando demasiado escribir estas páginas. He tardado más de dos años en poder recorrer de nuevo todos los momentos de este desolador viaje. Sé que lo que pongo en un papel no lo borra el tiempo. Y no quiero que jamás seas solo un recuerdo.

Ni siquiera ese puto 23 de marzo en que sin saberlo la vida empezó a detenerse para ti y para mí.

2 PROHIBIDO LLORAR

 

 

Colecciona momentos, no colecciones cosas, porque al final es lo único que te llevas.

Aless Lequio

 

 

Anoche volviste a visitarme a El Manantial. Es la segunda vez que sueño contigo desde que te fuiste hace dos años.

Cada noche te pido con los ojos humedecidos que vengas a verme, rezo intensamente al universo cuando tu ausencia se convierte en un abismo y el vértigo de vivir sin ti muerde sin piedad mi corazón.

Hace tiempo que no distingo bien las infinitas realidades que he tenido que crear en mi mente para seguir aquí, en esta vida, en este plano. Mi favorita es cerrar los ojos y quedarme dormida, porque es en ese momento cuando empiezo a vivir, mis ondas cerebrales se ralentizan, entro en la fase REM, donde no existe ni el espacio ni el tiempo, y te espero. Al despertar se activa el lóbulo frontal del cerebro, esa maldita parte que nos hace ser conscientes de lo que llamamos realidad, y entonces empiezo otra vez a morir lentamente.

Se llama duelo, porque es una lucha feroz contra una realidad tan brutal que no podemos soportar. Dicen que al final de esa batalla gana la realidad con la aceptación y que esa aceptación es la fase final del duelo, pero no es verdad, no se puede aplicar a todas las pérdidas de tus seres queridos.

Este es mi tercer duelo. Perdí a mi amor de pareja cuando era joven, y después a mi madre y a mi hijo en menos de un año. Decir adiós para siempre a tu hijo hace que te sientas como esa barquita de pescadores que veo desde mi ventana sorteando las olas, hundiéndome lentamente por exceso de dolor en un mar de pena hasta lo más profundo de un océano donde reina un vacío absoluto. La aceptación no es el final del duelo cuando pierdes un hijo. Cuando tu hijo muere, lo que puedes llegar algún día es a «aceptar que no lo aceptarás jamás».

En el sueño abrías despacito la puerta de la habitación y te sentabas al borde de mi cama. Ya lo hacías desde muy pequeño por tus constantes pesadillas nocturnas. Primero fue por culpa del lobo feroz del cuento de los tres cerditos, que a buena hora se me ocurrió contarte. Años más tarde por El exorcista, la película que viste con unos amigos del cole a escondidas en tu cuarto mientras yo estaba trabajando. Por la noche me encantaba hacerme la dormida mientras escuchaba tus pasitos aproximándote para meterte en mi cama, lo hacías sigilosamente, en silencio, para no despertarme. Tan pequeño ya querías respetar mi sueño porque sabías que mamá trabajaba muy temprano.

Siempre cuidaste de mí, me protegías. Y con menos de tres años te convertiste en el hombrecito de la casa cuando me separé de tu padre. Tanto era así que para defenderme ante las persecuciones constantes de los paparazzi, que sin ningún pudor te acosaban poniéndote los micrófonos en la boca, los mordías con ganas. Luego venía el cachondeo que tanto daño me hacía de algunos medios de comunicación acusándote de morder los micrófonos. ¿Qué se espera que haga un niño de esa edad ante tal situación? ¿Morder el micrófono para defender a su madre o contestar recitando de memoria la hipótesis de los agujeros negros de Stephen Hawking?

Esas noches de tu infancia en las que buscabas mi protección acurrucándote a mi lado en la cama fueron las únicas de mi vida en las que dormí de verdad, profundamente y en paz. Pero qué madre no duerme tranquila sabiendo que su hijo está cerca y está bien. No me digáis que no os habéis levantado alguna vez en mitad de la noche para ver si vuestros hijos respiraban cuando eran bebés.

En el sueño estabas guapísimo, vestías los pantalones de chándal grises que no te quitabas de encima en los años de quimios, una camiseta blanca, tu inseparable gorra azul que siempre te ponías hacia atrás con el nombre de Duke, tu universidad americana, y una sonrisa preciosa dibujada en una cara que irradiaba salud. Ya no tenías el enjambre de tubos y vías clavadas en las venas de tus últimos meses que te tenían postrado sin poderte mover de la cama del hospital, una imagen que intento borrar de mi mente, sobre todo para poder seguir respirando.

—Mamá, no llores más, por favor, estoy aquí a tu lado, ¡lo estoy cada segundo, nunca me he separado de ti, he vuelto! ¡En verdad nunca me he ido! —me dijo cogiéndome de la mano con una ternura infinita.

Nos abrazamos con tal amor que sentí como si volviera a nacer, aunque fuera solamente unos instantes dentro de ese sueño tan real.

—¿Mami, te acuerdas de lo que te decía en el hospital las últimas semanas?

Cómo no me iba a acordar, si llevo tatuado con sangre en mi alma cada segundo de ese infierno.

—Te dije que nunca olvidaras que somos energía, que la energía no desaparece solo se transforma.

Lo recordaba, pero en ese momento no lo entendí.

—La muerte es solo un umbral, como el nacimiento. Vivimos en realidades paralelas que coexisten en el mismo tiempo y espacio. Somos energía que vibra en una frecuencia diferente, separados de una delicada tela —me dijo mientras me abrazaba.

—¡Pero yo quiero que vivas, que vuelvas, que estés aquí! Voy a llamar a papá y a todos para decirles que has resucitado. Te estoy tocando, eres real, puedo verte, ¡qué feliz soy! Sabía que esos putos cuatro años habían sido una pesadilla —grité de alegría.

—Te quiero, mamá —susurraste dulcemente en mi oído mientras tu voz se alejaba poco a poco hacia otra dimensión.

—Y yo, eres el amor de mi vida —pude decir sintiendo un río de lágrimas caer por mis mejillas, esta vez de emoción y felicidad.

Abrí los ojos muy despacito con la esperanza de que todo estuviera sucediendo de verdad, y grité tu nombre, una y otra vez, cada vez más alto, pero ya no estabas.

Eran las tres de la mañana de un caluroso mes de junio en Mallorca, y en mi cama se había marcado el hueco donde habías estado sentado.

Me levanté envuelta en una capa de sudor frío, me quité el camisón blanco que estaba empapado y salí desnuda de mi habitación hacia la inmensa terraza que bordea el mar. La oscuridad la cubría un silencio mágico, solo podía escuchar las tímidas olas que se fundían en la arena. La luna llena marcaba un río de plata sobre el mar en calma hasta donde me encontraba.

Me acerqué a la barandilla del acantilado que rodea la casa. A lo lejos vi las lucecitas de los barcos que dormían en la bahía, sus mástiles tintineaban llamándome, como si fuera el canto de las sirenas y yo me hubiera convertido de repente en Ulises. Sentí una infinita atracción hacia esas luces que flotaban en el vacío. Un salto y acabaría mi pesadilla. Un solo salto y estaríamos juntos eternamente. ¿Te encontraría al otro lado de esa sutil tela que separa la vida de la muerte? ¿Y si ya te has olvidado de mí? ¿Sabrás que soy tu madre?

Solo lo sentía por mi padre al que cuido cada día con el mismo amor y cariño que hubiera hecho mi madre. También por la fundación que creé con tu nombre para investigar el cáncer como me pediste en tus últimos días. Sentía como si mi misión en esta vida ya hubiera terminado, y me llenaba de una felicidad inmensa ese saltito hacia ti.

Ya nada quedaba de la Ana alegre, la Anita Dinamita como me llamaban en la facultad, aquella que amaba intensamente la vida; la Ana de los posados dando la bienvenida al verano a toda España, la que se duchaba en programas míticos de televisión cantando, de esa niñera de siete niños maravillosos que encandiló a millones de espectadores, y lo que es peor, ya nada quedaba de la Ana madre, el único papel que había dado significado a mi vida. No quería vivir más estando muerta por dentro.

Me empiné sobre la barandilla del acantilado, podía ver diez metros más abajo las rocas y el azul oscuro del mar iluminado por la luna, mi cuerpo estaba lleno de un amor infinito que me impulsaba irremediablemente hacia el vacío, hacia ti. No tenía miedo a la muerte, y esa ausencia absoluta de miedo a todo me hacía experimentar por primera vez la verdadera libertad.

De repente pasó una estrella fugaz, se levantó un viento huracanado que salió de la nada, el mar en calma se transformó en aguas revueltas y su oleaje golpeó furiosamente contra las rocas.

¿Era tu señal, hijo mío?

Qué cobarde era.

Me perdoné la vida otra vez con la valentía que tú me enseñaste.

Si tuviste el valor de morir con una sonrisa, cómo no iba a intentar vivir. Además me dejaste la misión de cumplir nuestro pacto secreto.

Llevo desde que amaneció sentada ante este papel intentando escribir nuestra historia, pretendiendo desgranar este sueño contigo. Ha sido tan real. Las personas no creen en la escondida realidad de los sueños porque no los pueden tocar, ni oler, ni saborear, luego para ellos no existen. Solamente creemos que es real lo que nuestro cerebro interpreta en tres dimensiones, lo que recibimos a través de los cinco sentidos: lo que podemos tocar, ver, oír, escuchar y saborear. Siempre les digo, ¿puedes tocar el amor?, ¿puedes verlo? Y, sin embargo, el amor existe, todos creemos en el amor porque es la energía que vibra con más fuerza, la más elevada. Cuántas veces he escuchado la frase: «Ver para creer». Qué equivocación. Es justamente lo contrario: «Creer para ver». Nos han educado en una cultura occidental donde no vamos más allá de lo físico, lo material, olvidándonos que nuestro cuerpo es energía como me revelaste en el sueño, porque nuestra verdadera naturaleza es el alma, no el cuerpo. Tan solo despertando nuestra consciencia o el alma, ese lugar que es una energía eterna que sobrevive a la muerte, donde no hay espacio-tiempo consigues desconectar de tu realidad tridimensional y estar en un eterno ahora con infinitas posibilidades. Venimos a la vida a aprender que solo el amor y nuestra alma es real, todo lo demás es una ilusión.

Vivimos en la cultura del envase que desprecia el contenido. Damos más importancia a la boda que al amor, al físico que a la esencia, y a lo material que a lo espiritual. Sin