El crimen del lago (versión española) - Charlie Donlea - E-Book

El crimen del lago (versión española) E-Book

Charlie Donlea

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Beschreibung

Algunos lugares parecen demasiado hermosos para ser tocados por el horror. Summit Lake, ubicado en las montañas de Carolina del Norte, es ese tipo de lugar con atractivas casas a lo largo de la costa al borde de un lago de agua prístina.    Pero hace dos semanas, Becca Eckersley, una joven estudiante de derecho fue brutalmente asesinada en una de esas casas. Hija de un poderoso abogado, Becca era una chica brillante y ambiciosa. Ahora, mientras la ciudad se tambalea por el dolor y los conmocionados residentes especulan e intercambian sus teorías, la policía se encuentra perdida. La periodista Kelsey Castle, encargada de la investigación, piensa que su tarea tiene poca importancia. Pero lo salvaje del crimen y el silencio férreo de los vecinos apuntan a algo mucho peor que solo el ataque impulsivo de un extraño.    A medida que Kelsey profundiza en el caso, avanzando a pesar del peligro y las advertencias, siente una conexión cada vez mayor con la chica muerta. Y cuanto más aprende sobre las amistades de Becca, su vida amorosa y los secretos que escondía, más se convence de que conocer la verdad sobre ella podría ser la clave para superar su propio y oscuro pasado.   

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EL CRIMEN DEL LAGO

Charlie Donlea

Traducción: Constanza Fantin Bellocq

Título original: Summit Lake Edición original: Kensington Publishing Corp. Derechos de traducción gestionados por Sandra Bruna Agencia Literaria, SL © 2016 Charlie Donlea

© 2022 Trini Vergara Ediciones

www.trinivergaraediciones.com

© 2022 Motus Thriller

www.motus-thriller.com

España · México · Argentina

ISBN: 978-84-18711-75-6

Índice de contenidos
Portadilla
Legales
Dedicatoria
Parte I
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Parte II
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Parte III
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
Capítulo 31
Capítulo 32
Capítulo 33
Capítulo 34
Parte IV
Capítulo 35
Capítulo 36
Capítulo 37
Capítulo 38
Capítulo 39
Capítulo 40
Capítulo 41
Capítulo 42
Capítulo 43
Capítulo 44
Capítulo 45
Capítulo 46
Capítulo 47
Capítulo 48
Capítulo 49
Capítulo 50
Capítulo 51
Agradecimientos
Preguntas para el club de lectura de El crimen del lago
Si te ha gustado esta novela...
Charlie Donlea
Manifiesto MOTUS

Para Amy.Los mejores momentos de mi vida han sido contigo a mi lado.

Y si todos tus sueños se hacen realidad,¿tus recuerdos te acosan igual? ¿Se puede realmente abrirse paso a otro día y a un azul de verdad? Christine KaneShe Don't Like Roses

PARTE I

LA CASCADA MATINAL

CAPÍTULO 1

Becca Eckersley

Summit Lake

17 de febrero de 2012

La noche de su muerte

La noche invernal se había tragado el cielo negro cuando ella salió del café. Caminó por las calles oscuras de Summit Lake ajustándose la bufanda para protegerse del frío. La decisión de contárselo finalmente a alguien la hacía sentirse bien. Lo tornaba real. Confesar su secreto la liberaba de una carga de mucho tiempo, y Becca Eckersley se relajó. Creyó que por fin todo saldría bien.

Cuando llegó al lago, caminó por el muelle y lo sintió crujir debajo de sus pies hasta que pasó a la galería de madera del palafito de sus padres. Tras las horas pasadas en el Café de Millie, Becca se sentía despreocupada y liberada, y en ningún momento percibió su presencia. No advirtió que se hallaba en las sombras, escondido en la oscuridad. Abrió la puerta que daba al recibidor, la cerró con llave y se quitó la bufanda y el abrigo. Conectó la alarma, se dirigió al baño y se metió debajo del agua caliente de la ducha, dejando que se llevara la tensión de su cuerpo. Su confesión en el café había sido una prueba. Un ensayo. Durante el último año había guardado demasiados secretos, y ese era el más grande y estúpido de todos. Los otros podían considerarse secretos de juventud, producto de la inexperiencia. Pero ocultar la parte más reciente de su vida era pura inmadurez, solo explicable por miedo e ingenuidad. El alivio que sentía por haber podido contárselo a alguien confirmaba su decisión. Sus padres tenían que saberlo. Había llegado el momento.

Exhausta como estaba por la facultad de Derecho y el ritmo frenético de su vida, le habría resultado fácil deslizarse debajo del edredón y dormir hasta la mañana siguiente. Pero había llegado a Summit Lake para cumplir con su propósito. Para encarrilar su vida. Dormir no era una opción. Le llevó diez minutos secarse el pelo y ponerse ropa de deporte cómoda y calcetines de lana gruesa. Encendió el iPod, abrió el libro de texto, los apuntes, su portátil, y se dispuso a trabajar sobre la isla de la cocina.

Minutos antes, la ducha y el secador habían ahogado el ruido del picaporte de la puerta y los dos golpes con el hombro que habían puesto a prueba la resistencia del cerrojo. Pero entonces, tras haber pasado una hora estudiando Derecho Constitucional, Becca lo oyó. Un ruido o una vibración en la puerta. Bajó el volumen del iPod y escuchó con atención. Pasó medio minuto de silencio y luego escuchó unos golpes a la puerta. Tres potentes golpes de nudillos en la madera la hicieron sobresaltarse. Miró su reloj y se paralizó por la expectación; sabía que él no llegaría hasta el día siguiente. A menos que quisiera sorprenderla, cosa muy común en él.

Becca fue al recibidor y corrió las cortinas. Lo que vio la confundió y esa confusión no le permitió pensar con lógica. La emoción se le agarró a las entrañas y el entusiasmo le aceleró el corazón, lo que le nubló la mente de tal manera que ningún pensamiento pudo hacerse oír lo suficiente como para detenerla. Los ojos se le llenaron de lágrimas y una sonrisa se dibujó en su cara. Pulsó el código de la alarma hasta que la luz cambió de rojo a verde, corrió el cerrojo y giró el picaporte. Se sorprendió cuando él empujó la puerta e irrumpió en el recibidor con la fuerza del agua acumulada detrás de una compuerta. Más sorprendente aún le resultó su agresividad. Desprevenida ante el ataque, sintió que sus talones resbalaban sobre el suelo hasta que él la estrelló contra la pared. La agarró primero por los hombros y luego por el pelo de la nuca para llevarla a empellones desde el recibidor hasta la cocina.

El pánico le dejó la mente en blanco; las imágenes y las ideas que habían estado presentes segundos atrás desaparecieron dominadas por un instinto primitivo. Becca Eckersley luchó por su vida.

El frenesí de violencia continuó en la cocina. Becca asía o pateaba cualquier cosa que pudiera ayudarla. Vio el libro y el portátil caer al suelo mientras trataba de no resbalar con los calcetines de lana sobre las losas frías. Mientras él la arrastraba por la cocina, Becca movía frenéticamente las piernas. Una fuerte patada dio de lleno en un armario y la vajilla se desparramó por el suelo. Rodaron platos y taburetes por la cocina y, en el caos, Becca notó que ya estaba pisando la alfombra de la sala de estar. Eso le dio más estabilidad y la aprovechó para intentar liberarse de sus manos, pero esa resistencia no hizo más que alimentar la furia de su atacante. Tiró de su cabeza hacia atrás con tanta fuerza que le arrancó un mechón de pelo y la hizo caer al suelo. Becca sintió que su cabeza golpeaba contra el armazón de madera del sofá; él se abalanzó sobre ella. El dolor del golpe le recorrió toda la columna. Se le nubló la vista y los ruidos del mundo exterior comenzaron a desaparecer, hasta el momento en que sintió que él introducía las manos heladas dentro de su pantalón. Al instante recuperó la conciencia. Con todo el peso de él encima, lo golpeó y arañó hasta que le dolieron los nudillos y las uñas se le llenaron de piel y de sangre.

Cuando sintió que él le arrancaba la ropa interior lanzó un grito agudo y desgarrador que solo duró unos segundos; él la agarró del cuello y la voz de Becca se quebró en ásperos susurros. Feroz y despiadado, como poseído, le apretó el cuello para acallarla. En vano, Becca intentó respirar, pero el aire no llegaba y muy pronto dejó caer los brazos a los lados, como si se hubieran desinflado. A pesar de que su cuerpo no respondía a los gritos desesperados de su mente, en ningún momento dejó de mirarlo a los ojos. Hasta que su vista se apagó igual que su voz.

Rota y sangrante, quedó tendida allí; su pecho casi no se movía, con una débil respiración. Entraba y salía del estado de conciencia, despertaba cada vez que él la sometía en violentas oleadas. El ataque se prolongó durante una eternidad, hasta que él la soltó y escapó por la puerta corredera de cristal, dejando que el aire frío de la noche llenara la habitación y se deslizara sobre el cuerpo desnudo de Becca; ella tenía los ojos entrecerrados. Solo quedaba el reflejo halógeno de la luz de la puerta contra la oscuridad de la noche. Inmóvil, Becca era incapaz de parpadear o apartar la mirada, aun si hubiera tenido la voluntad de hacerlo. No la tenía. Se sentía extrañamente contenta en esa parálisis. Las lágrimas le rodaban por las mejillas, recorrían los lóbulos de las orejas y caían, silenciosas, al suelo. Había pasado lo peor. Ya no sentía dolor. La lluvia de golpes había cesado y su garganta estaba libre de esa presión demoledora. Ya no tenía su aliento caliente sobre la cara, no estaba sobre ella y su ausencia era todo lo que necesitaba para sentirse libre.

Tendida con las piernas abiertas y los brazos como ramas quebradas a los lados del cuerpo, vio que la puerta que daba a la galería estaba totalmente abierta. En la distancia, el faro que, con su luz brillante, orientaba los barcos perdidos en la noche era lo único que reconocía y necesitaba. El faro representaba la vida y Becca se aferró a esa imagen oscilante.

A lo lejos, el ruido de una sirena rebotó por el aire nocturno, bajo al principio y luego cada vez más sonoro. Llegaba la ayuda, aunque Becca sabía que era demasiado tarde. De todos modos, la sirena y el auxilio que traería le resultaron reconfortantes. No era a sí misma a quien esperaba salvar.

CAPÍTULO 2

Kelsey Castle

Revista Events

1 de marzo de 2012

Dos semanas después de la muerte de Becca

El regreso al trabajo de Kelsey Castle fue sin aspavientos ni ceremonias, justo como ella quería. Aparcó en la parte posterior para que nadie viera su coche y, como no deseaba arriesgarse a utilizar el ascensor, entró sigilosamente por la puerta trasera y subió por la escalera. Todavía era temprano y la mayoría del personal estaba batallando contra la hora punta o robándole minutos al despertador. No podría mantenerse invisible para siempre. Iba a tener que hablar con alguien. Pero Kelsey esperaba mantener la puerta de su despacho cerrada y poder ponerse al día durante unas horas, sin que la interrumpieran sonrisas tristes ni miradas que preguntaran cómo estaba.

Cuando asomó la cabeza desde la escalera, vio que los cubículos estaban vacíos. Caminó con paso liviano por el corredor, manteniendo la mirada fija en la puerta de su despacho: un caballo de carrera con anteojeras. La puerta del despacho de su editor estaba abierta y las luces, encendidas. Kelsey sabía que no había forma de llegar antes que él a la redacción, nunca lo había hecho. Tras varios pasos más, llegó a su despacho, se deslizó por la puerta y la cerró de inmediato tras ella.

—¿Qué haces aquí? —preguntó Penn Courtney con una mirada reprobadora—. No tienes que volver hasta dentro de dos semanas.

Estaba sentado sobre el sofá de Kelsey, con los pies sobre la mesa baja, hojeando borradores de artículos que se publicarían en la edición de esa semana.

Kelsey respiró hondo y se volvió.

—¿Por qué estás en mi despacho? Cada vez que necesitas algo esperas aquí.

—Yo también me alegro de verte.

Kelsey fue hasta el escritorio y guardó el bolso en el último cajón.

—Lo siento. —Volvió a inspirar profundamente y sonrió—. Me alegro de verte, Penn. Y gracias por todo lo que has hecho por mí. Eres un buen amigo.

—De nada. —Tras una pausa, continuó—: ¿Cómo estás?

—Por Dios, acabo de pasar por la puerta y ya empezamos con eso. Ya hemos hablado del tema. No quiero que todos vengan corriendo cada dos minutos a preguntarme cómo estoy.

—¿Por eso el regreso sigiloso antes de que lleguen las tropas? Apuesto a que has subido por la escalera.

—Me viene bien hacer ejercicio.

—Seguro que has aparcado detrás del edificio.

Ella se quedó mirándolo.

—No puedes esconderte de todo el mundo. Todos se preocupan por ti.

—Lo comprendo. Es que no quiero nada de sensiblería, ¿sabes?

Penn hizo un movimiento con la mano.

—No volveré a preguntártelo. —Ordenó los papeles delante de él para mantener las manos ocupadas—. Pero, de verdad, ¿qué haces aquí?

—En casa me estoy volviendo loca sin hacer nada, así que no voy a tomarme seis semanas. He aguantado un mes y ya es bastante. Entonces, volvamos a mi pregunta original: ¿por qué estás en mi despacho?

Penn se puso de pie, con el montón de papeles en las manos, y fue hasta el escritorio.

—Pensaba hacerlo dentro de dos semanas, pero supongo que puedo pedírtelo ahora.

Kelsey se sentó detrás del escritorio. La pantalla del ordenador ya había captado su atención; desplazó el cursor por el correo electrónico.

—Mira todos estos mensajes. Cientos de ellos. ¿Ves? Por eso quería adelantar algo de trabajo desde casa.

—Olvídate de los mensajes —dijo Penn—. Son pura basura. —Le permitió leerlos durante un minuto antes de continuar—: ¿Has oído hablar de Summit Lake?

—No. ¿Qué es?

—Un pueblecito en las montañas Blue Ridge. Es muy pintoresco. Hay mucha gente de fuera que tiene allí su casa de fin de semana. Deportes acuáticos cuando hace calor, esquí y vehículos de nieve cuando hace frío.

Kelsey le dirigió una mirada, luego volvió a fijar la vista en el ordenador.

—¿Necesitas un crecepelos? Tengo como cincuenta mensajes de publicidad.

Penn se pasó una mano por la cabeza calva.

—Creo que es demasiado tarde para eso.

—¿Viagra? ¿Estos idiotas no saben que soy una mujer? Sí, casi todos estos correos son basura.

—Quiero que vayas allí —dijo Penn, y dejó caer las páginas sobre el escritorio de Kelsey.

Ella dejó de mover el cursor. Su mirada pasó de la pantalla a los papeles y luego a los ojos de su editor.

—¿Qué vaya a dónde?

—A Summit Lake.

—¿Por qué?

—Por una historia.

—No empieces con esto, Penn. Acabo de decírtelo.

—No empiezo con nada. Hay una historia allí y quiero que la cubras.

—¿Qué historia podría haber en un pequeño pueblo turístico?

—Una importante.

—Pésima respuesta —dijo ella—. Quieres deshacerte de mí porque piensas que no estoy preparada para volver.

—No es cierto. —Hizo una pausa—. Quiero deshacerme de ti porque pienso que lo necesitas.

—¡Joder, Penn! —Kelsey también se puso de pie—. ¿Así es como va a ser de ahora en adelante? ¿Vas a andar de puntillas a mi alrededor como si fuera una muñeca de porcelana, me vas a dar historias bobas y vacaciones porque piensas que no puedo hacer mi trabajo?

—Para ser franco, no creo que puedas hacer tu trabajo en este momento y tampoco pienso que debas volver tan pronto. Y no, no va a ser así de ahora en adelante. —Penn bajó la voz, apoyó las palmas sobre el escritorio y se acercó para mirarla directamente a los ojos. La doblaba en edad, tenía dos hijos varones y una vasectomía, por lo que Kelsey Castle era lo más parecido a una hija que tendría en su vida—. Pero así es como va a ser en este momento. Hay una historia en Summit Lake. Quiero que la investigues. ¿Es casual que la ciudad tenga una vista magnífica de las montañas y un hermoso lago azul? No. ¿La revista normalmente te mandaría a un hotel cinco estrellas con todos los gastos pagos? Ni de coña. Pero soy el dueño de la revista, tú has ayudado a construirla y quiero que esta historia salga bien. Irás a Summit Lake durante el tiempo que te lleve descifrarla. —Penn se sentó en una silla delante del escritorio de Kelsey y soltó un largo suspiro para calmarse.

Kelsey cerró los ojos y se dejó caer en su asiento.

—¿Resolver qué? ¿Sobre qué es la historia?

—Sobre una chica muerta.

Ella levantó las cejas y lo miró con sus grandes ojos castaños.

—Continúa.

—Es el único homicidio registrado en la historia de Summit Lake y actualmente es de lo único que se habla allí. Sucedió hace un par de semanas y comienza a aparecer en los titulares nacionales. El padre de la chica es un famoso abogado. Familia adinerada. La policía no tiene pistas todavía. No hay sospechosos. Solo una chica que un día estaba con vida y al día siguiente estaba muerta. Algo no cuadra. Quiero que hagas ruido y remuevas el avispero. Que descubras lo que todos están pasando por alto. Y que después escribas un artículo que la gente quiera leer. Quiero la cara de esta pobre chica sobre la portada de Events, no solo con una historia sobre su muerte, sino también con la verdad. Y quiero hacerlo antes de que los otros buitres la huelan e invadan Summit Lake. Una vez que ese pueblo se llene de reporteros y de prensa sensacionalista, nadie va a querer hablar.

Kelsey recogió las páginas que Penn había dejado caer sobre su escritorio y las hojeó.

—Pues no es tan tonta la historia como pensaba.

Penn puso cara de fastidio.

—¿Crees que enviaría a mi mejor periodista de noticias policiales a escribir sobre tiendas y galerías pintorescas? —Se puso de pie—. Investiga aquí el asunto un par de días y luego te marchas. Averigua si hay una historia interesante detrás de los sucesos, y si la hay, escríbeme un artículo fabuloso. No necesito que vuelvas pronto. La quiero para la edición de mayo. Eso significa que, aunque descubras toda la historia y la escribas el día que llegues, el hotel está pagado todo el mes.

Kelsey sonrió.

—Gracias, Penn.

CAPÍTULO 3

Becca Eckersley

Universidad George Washington

30 de noviembre de 2010

Catorce meses antes de su muerte

En los recovecos de labiblioteca de la Universidad George Washington, Becca Eckersley se encontraba sentada con sus tres amigos. Las lámparas de escritorio iluminaban la mesa, les daban brillo a los libros y papeles, y hacían resaltar sus caras en la penumbra. Tres años antes, Becca había llegado a la universidad sola, sin amigos del bachillerato, pero no tuvo problemas de adaptación. En el primer año compartió dormitorio con Gail Moss y se hicieron amigas enseguida. Cuando terminaran sus estudios de grado, Becca y Gail, al igual que sus amigos Jack y Brad, pensaban matricularse en la facultad de Derecho. Siempre estudiaban juntos y formaban un cuarteto inusual.

—Lo dicen todo el tiempo —dijo Gail.

—¿Quiénes? —preguntó Brad—. ¿Quién habla tanto de nosotros?

—No lo sé —respondió Gail—. Los otros chicos. Escuché a unas chicas decirlo.

—¿Y cuál es el problema?

—Que piensan que somos raros.

—¿A quién le importa lo que piensen? —agregó Brad—. En serio, está todo en tu imaginación.

—No es mi imaginación —dijo Gail—. Bien, pondré sobre la mesa la pregunta: ¿por qué somos amigos?

—¿Qué quieres decir? —preguntó Becca—. Porque lo pasamos bien juntos. Nos llevamos bien, tenemos cosas en común. Por eso las personas se hacen amigas.

—Está hablando de sexo o, mejor dicho, de la falta de sexo entre nosotros —dijo Brad—. No se atreve a decirlo. —Miró a Gail—. Más vale que encuentres una manera mejor de expresarte si quieres ser abogada litigante.

—Muy bien —dijo Gail, y cerró los ojos por un instante para evitar mirarlos—. ¿No os parece raro que, siendo amigos desde el primer año, no hayamos tenido una relación, que no nos hayamos acostado y no haya habido problemas entre nosotros?

—Tú tenías un novio en primer año, cuando nos conocimos —dijo Jack.

—¿Cómo se llamaba el chico?

—Gene.

Jack se rio y señaló a Gail.

—Exacto, lo llamábamos Euge. Me caía bien ese tipo. Era un poco tonto, pero tenía algo de friki que lo hacía entretenido.

Brad también se rio.

—Me había olvidado de él. Detestaba que lo llamáramos Euge. “Gene, nada más”, decía todo el tiempo. ¿Os acordáis de ese fin de semana?

Becca también se rio.

—El fin de semana de “Gene, nada más”. Por Dios, eso fue hace más de tres años.

Gail se esforzó por disimular la sonrisa.

—Sí, muy divertido. ¿Os disteis cuenta de que no regresó a Washington después de aquel fin de semana?

—Cortó contigo unas pocas semanas después, ¿no? —preguntó Jack.

—Sí, por culpa de ese fin de semana.

—Ay, vamos —dijo Jack—. ¿Solo porque lo llamábamos Euge?

—Olvídalo —respondió Gail—. Lo que quiero decir es que el cuarteto que formamos es único. Dos chicas y dos chicos, todos mejores amigos en la universidad, sin ninguno de los condimentos que pueden estropearlo.

Jack cerró el libro de Derecho Comercial. Palmeó la espalda de Brad.

—Brad llegará a ser el senador más poderoso del Congreso, vosotras dos seréis las abogadas bobas que trabajarán para él. Y yo, el lobista que le conseguirá todo el dinero a Brad, y siempre seremos amigos. ¿A quién le importan nuestros motivos y qué importa si los demás no los entienden? —Guardó los libros en la mochila—. Ya he tenido suficiente por hoy. Vayamos a tomarnos unas cervezas al Diecinueve.

—Amén—aseveró Brad.

Guardaron sus cosas y se prepararon para salir. Becca miró a Jack.

—¿A ninguno os preocupa el examen final con el profesor Morton? —preguntó.

—A mí, sí —respondió Jack—, pero estoy en un proceso de absorción lenta que me permite digerir a cucharaditas sus clases terriblemente aburridas y abstractas. Si lo estudio de manera intensiva, la mayor parte se me escapa.

—Claro —dijo Becca—. Es un buen plan para alguien que se mantuvo al día con las lecturas durante todo el semestre. Pero nosotras tenemos que estudiar intensivamente. Chicos, id vosotros, Gail y yo nos quedaremos.

—Vamos, no seáis aburridas —dijo Jack.

—Los finales son dentro de dos semanas —le recordó Becca.

—Dejadlo todo por hoy y mañana le dedicaremos más tiempo —propuso Jack.

Brad puso de pie y levantó las manos.

—Señoras y señores, Bradley Jefferson Reynolds tiene la solución. Esto iba a ser una sorpresa, pero veo que lo necesitáis ya. La semana que viene conseguiré una copia del examen final de Derecho Comercial del profesor Morton. Para que hagáis con ella lo que queráis.

Becca frunció los labios.

—Chorradas.

—No son chorradas —aseguró Brad—. Tengo un contacto, es todo lo que os puedo contar por ahora. Así que vayamos a celebrarlo con unas cervezas.

Becca miró a Jack, que se encogió de hombros y dijo:

—¿Quiénes somos para desconfiar de nuestro amigo?

A regañadientes, Becca guardó sus libros y miró a Gail.

—Esto será como cuando nos prometió los ensayos completos de Historia de Asia para el examen de primer año y terminamos quedándonos hasta las cinco de la mañana para terminarle su trabajo porque se había “bloqueado”. —Flexionó los dedos en el aire haciendo comillas mientras miraba a Brad—. ¿Lo recuerdas?

—Esto es diferente —dijo él.

—Seguro que sí. —Becca se colgó la mochila, tomó a Brad del brazo y le apoyó la cabeza sobre el hombro mientras salían de la biblioteca—. Pero seguiré queriéndote de todas maneras, aunque nos falles y yo obtenga un cinco o un seis, lo que estropeará mi media.

Los dos siguieron caminando; Brad le dio unas palmaditas en la cabeza.

—Ninguna universidad prestigiosa de la Ivy League te aceptará con un cinco o un seis de media. Me parece que esta vez no voy a poder fallar.

El bar Diecinueve del barrio Foggy Bottom de Washington, con la clientela habitual de un martes, desbordaba de estudiantes universitarios que se sentían en el apogeo de su existencia. La mayoría provenía de familias acaudaladas de la Costa Este y planeaba seguir carreras políticas o Derecho. Algunos querían dedicarse a otras cosas, pero eran minoría.

Los cuatro amigos encontraron una mesa libre cerca de un enorme ventanal de cristal a través del cual los transeúntes podían mirar con envidia la vida de esos estudiantes encaminados al éxito. Pidieron cervezas de barril y cayeron en su rutina habitual de hablar de política. Tras unas cuantas cervezas, Brad comenzó con su diatriba habitual, colmada de palabrotas, sobre el hecho de que ningún presidente de los Estados Unidos hubiera sido fiel a sus principios y hubiera gobernado conforme a ellos.

—Siempre terminan cayendo en las garras de la política de Washington, siempre se rinden ante intereses específicos. ¿Quién puede nombrarme un presidente que durante su mandato haya tenido en cuenta a los ciudadanos en la mayoría de sus decisiones? Ninguno lo ha hecho, y el actual tampoco lo hace. Todo se trata de poder: de mantenerlo y repartirlo entre los que más dinero les ofrecen.

—¡Así se habla, Bradley! —lo arengó Becca—. Y tú serás el que ponga fin a todo eso, ¿no es así?

—O moriré en el intento. Y empezaré por el corrupto hijo de puta que se hace llamar mi padre. —Bebió un trago de cerveza—. En cuanto tenga el título.

—Yo conseguiría algunos contactos y algo de apoyo antes de ir tras tu padre. O tras el derecho de responsabilidad extracontractual en general.

—Buena idea —dijo Brad señalando a Becca. Luego bebió su cerveza como si estuviera en un pub irlandés a punto de echar un pulso. Se limpió la boca con el antebrazo con un ademán teatral y contempló el techo. Los demás rieron ante la escena—. Tiene que ser un ataque sorpresa, totalmente imprevisto. Sí. Voy a armar una coalición, y cuando el viejo piense que lo tiene todo cubierto, lo derribaré como el alcalde Giuliani al mafioso Teflon Don.

—Ni siquiera ha sido admitido en una universidad de prestigio y el tío ya se compara con Giuliani. —Jack se rio—. Me encanta tu confianza.

A Becca y sus amigos les fascinaban las diatribas de Brad. Jack y Gail escuchaban entretenidos, pero Becca tenía un oído más perspicaz. Era la que mejor conocía a Brad, sus secretos, sus deseos y sus luchas. Comprendía que sus opiniones eran producto de la rebeldía. Un padre autoritario, que había amasado una fortuna dirigiendo uno de los bufetes especializados en derecho de responsabilidad extracontractual más importantes de la Costa Este, trataba incansablemente de encaminar la vida de su hijo en una dirección que él no quería tomar. Fingiendo rendirse y planeando a la vez vengarse en secreto, Brad aceptó asistir a la Universidad George Washington y luego obtener el título de abogado en una de las universidades más prestigiosas. Pero en lugar de unirse a su padre para robar, como él mismo decía, utilizaría su título y la educación que le había pagado para combatir a los buitres carroñeros que practicaban derecho de responsabilidad extracontractual y defenestrar a su padre. Ese era su plan, al menos.

En los tres años de amistad con Brad, Becca había estado con el señor Reynolds en varias ocasiones. El padre de la propia Becca también lo conocía, pues ambos tenían relación profesional. Todos los años, el padre de Brad organizaba un fin de semana de caza en la cabaña que poseía, en el que una docena de abogados ricos cazaban alces, fumaban cigarros y hablaban de negocios. El año anterior, el padre de Becca había sido invitado y volvió con historias sobre lo exigente que era Reynolds. Un hombre frío, severo, que presionaba a sus hijos de manera enfermiza; por eso, Becca entendía el resentimiento de Brad. Él quería utilizar la voluntad de su padre para castigarlo por haber estado ausente de los torneos infantiles de béisbol, de las prácticas de fútbol, de los partidos de los Orioles de Baltimore, de todo menos de algunos debates en el bachillerato en los que había aparecido por poco tiempo para marcarle las deficiencias a su hijo. Llevar a cabo ese insidioso plan le llevaría años, y aun si lo lograba (siempre y cuando la madurez no borrase su resentimiento y sus intereses no cambiaran), Becca pensaba que no podría haber peor bofetada para un padre que el hecho de que su hijo utilizara la educación por la que él había pagado para embarcarse en una carrera que perjudicaría la suya. De manera que Becca hacía más que escucharlo en sus diatribas. Sabía que había algo detrás de las palabras de Brad: a él le resultaba terapéutico tramar esta larga rebelión contra su padre. Era su forma de descargar la frustración que sentía sin tener que hacerlo delante de él y dañar una relación que tal vez pudiera recomponerse en la madurez.

Cuando Brad se calmó, pidieron más cerveza.

—¿Vais a volver todos a casa para Navidad? —preguntó Gail—. Porque nosotros iremos a la casa de Florida. Y mi madre dijo que podíais venir.

—Si no vuelvo a casa, mis padres me matan —respondió Becca.

—Sí —concordó Jack—. A mi madre no le gustaría la idea. La Navidad es demasiado importante.

—Podría ser —dijo Brad.

—¿De verdad? —preguntó Gail.

Brad se encogió de hombros.

—Sí, tal vez por unos días. Mi viejo se pone pesadísimo después de cuarenta y ocho horas. Nochebuena y Navidad es todo lo que aguanto con él. Tal vez vaya a Florida unos días después de Navidad. Si no, regresaré aquí, a este sitio muerto, hasta que estéis todos de regreso.

—Iremos a la playa y pensaremos en Jack congelándose en Wisconsin.

—No os privéis de recordármelo —se quejó Jack.

—Sería muy divertido —dijo Gail—. Vosotros dos deberíais pensároslo.

Jack bebió otro poco de cerveza, miró a Becca y luego a Gail.

—Quizá para las vacaciones de primavera, pero en Navidad es imposible.

Gail abrió los ojos como platos.

—¡Las vacaciones de primavera! Mis padres se van a Europa. Tendremos la casa toda para nosotros.

—A menos que ellos dos prefieran ir a South Beach a conquistar a las chicas de la Universidad de Miami —dijo Becca.

Brad y Jack se miraron y brindaron con sus cervezas.

—Bueno, ya os contaremos nuestros planes para esos días. Quizá tengamos que pasar unos días en el sur, sí —bromeó Jack.

—Idiotas —respondió Gail.

Rieron y pidieron unas cervezas más. Faltaban dos semanas para los finales. Se sentían inmortales.

CAPÍTULO 4

Kelsey Castle

Summit Lake

5 de marzo de 2012

Día 1

En la cima de unacantilado en las montañas de Summit Lake, Kelsey Castle contemplaba cómo el sol del amanecer hacía arder el horizonte rojo y convertía las nubes finas en trozos de algodón de azúcar rosado. Hacia el centro del lago se formaban nubes más oscuras. Se acercaba una tormenta y a Kelsey le hizo recordar su infancia. Los aguaceros con sol que siempre se sucedían en su cumpleaños y la risa profunda de su abuelo cuando veía llegar las nubes. El aguacero caía súbitamente de las nubes recién formadas y, mientras el agua les corría por la cara y les pegaba la ropa al cuerpo, su abuelo le susurraba al oído: “Feliz cumpleaños para la reina de la lluvia”. Todos corrían a protegerse, cubriéndose la cabeza con periódicos o chaquetas. Kelsey y su abuelo bailaban y pisaban charcos bajo la lluvia, mientras un cielo azul, justo más allá de las nubes, arrojaba haces de luz sobre la tierra y hacía brillar las gotas como diamantes. Y, con la misma velocidad con que empezaba, la tormenta se disipaba y pasaba, dejando árboles que chorreaban y charcos que reflejaban el cielo azul. Era un fenómeno curioso que Kelsey había aprendido a amar. El hecho de que se diera todos los años en su cumpleaños era una marca especial en su vida que decía que alguien, en alguna parte, la estaba mirando en ese día especial. Al menos, eso era lo que siempre le decía su abuelo.

Caminó hasta el borde del acantilado e inspiró profundamente para controlar la respiración. Tras haber llegado a Summit Lake la noche anterior, Kelsey había salido a correr por el pueblo temprano por la mañana. En el silencio del amanecer, se tomó veinte minutos para recorrer el centro del pueblo; pasó corriendo delante de las tiendas y galerías, y exploró las calles laterales para hacerse una idea del sitio. Dio dos vueltas a la plaza y siguió hacia la siguiente parada: la cascada. Además del lago en sí, la cascada era el punto de referencia más famoso que ofrecía ese pequeño pueblo. Y en ese momento, de pie sobre el risco donde se originaba la cascada y mirando hacia el horizonte y el pueblo, Kelsey sintió deseos de llamar a Penn Courtney y agradecerle que la hubiera sacado de la ciudad y la hubiera sacado de su casa. Quería darle las gracias por haberle dado tiempo que no quería admitir que necesitaba. Los libros y los expertos seguramente podían ser de utilidad, pero Kelsey no era la clase de persona que confía en esas ayudas estructuradas. Siempre había dependido de su fuerza interna para pasar por momentos difíciles en su vida, y ese no iba a ser diferente.

La cascada caía unos treinta metros por la montaña antes de estrellarse en la laguna debajo. A los lados se elevaban pinos que cubrían las montañas, formando un bosque denso que aislaba la laguna. Hacia un extremo del bosque se divisaba el pueblo de Summit Lake. Desde el punto panorámico donde se encontraba Kelsey, en la cima del risco, el pueblo parecía una postal. La calle principal, Maple Street, corría por el centro del pueblo, atravesada por cinco calles sobre las que se agolpaban comercios, restaurantes y galerías que Kelsey había inspeccionado mientras corría. En el extremo norte se encontraba el Hotel Winchester, una antigua construcción de estilo victoriano que había alojado a los visitantes durante décadas y donde Penn Courtney le había pagado la estancia. A cinco calles del Winchester, en el extremo sur de la calle Maple, la iglesia de San Patricio era una estructura majestuosa construida en piedra blanca, decorada con puertas góticas de madera y un campanario alto que parecía una aguja con la que pinchar el cielo. Hacia el este se veía el vasto lago que le daba el nombre al pueblo y que, junto con las montañas donde se encontraba Kelsey, delimitaba Summit Lake, hospitalario, conocido por sus casas de verano y el turismo de fin de semana.

Las casas estaban desparramadas por las laderas y alrededor del lago. Algunas estaban construidas sobre pilotes dentro del agua. Estas casas, con techos de tejas y grandes ventanales, estaban dispuestas en dos hileras largas y curvas, lo que permitía que cada casa tuviera una magnífica vista del lago. Esa mañana, el sol se reflejaba en los ventanales y los hacía brillar. Kelsey contempló el panorama. En algún lugar de ese pintoresco pueblo turístico habían asesinado a una chica. Parecía ser un sitio demasiado bonito como para que pudiera suceder algo así.

Mientras contemplaba el paisaje desde el risco, Kelsey sintió que establecía una conexión con el pueblo. El lugar tenía una historia para contarle. Y aunque Penn Courtney la había enviado allí para que se recuperara, para hacerla volver poco a poco a la profesión que en un tiempo había dominado, Kelsey no tenía intención de tomarse las cosas con tranquilidad. Tenía entrevistas que llevar a cabo, datos que investigar y pruebas que descubrir. Penn sabía lo que hacía: Kelsey había pasado el fin de semana en Miami investigando el caso Eckersley y leyendo los pocos detalles que había disponibles sobre cómo había muerto la chica. Ya en Summit Lake, recorría el pueblo, buscaba perspectivas y trazaba el camino hacia el descubrimiento de la verdad. Se estaba sumergiendo en un mundo diferente, en un ambiente desconocido. Volvía a tener una misión y, por primera vez en cinco semanas, se sintió viva.

Kelsey sabía, sin embargo, que la distracción no duraría para siempre. Estaba en Summit Lake para escribir la historia de un asesinato, pero también para deshacerse de sus demonios. Eso requeriría de introspección, algo que no se le daba bien. Sentada sobre una roca, inspiró profundamente. El arroyo borboteaba cerca de ella; la corriente incesante hacía fluir el agua transparente por entre las rocas y por encima de troncos sumergidos, hasta el borde del acantilado por donde el agua caía rugiendo. Mientras Kelsey observaba la cascada, una gota de lluvia cayó sobre su nariz. Luego otra y otra más. Un minuto después, una llovizna espesa caía sobre el peñasco, y se intensificó hasta convertirse en un aguacero que se desató con fuerza sobre el arroyo y agitó la superficie. Kelsey sonrió mientras el agua la empapaba y le apelmazaba la ropa y el pelo. Miró hacia Summit Lake. Los palafitos seguían brillando bajo la luz del amanecer.

Una tormenta con sol, y ni siquiera era su cumpleaños.

CAPÍTULO 5

Becca Eckersley

Universidad George Washington

2 de diciembre de 2010

Catorce meses antes de su muerte

Becca estaba acostada en lacama de Brad, con la cabeza sobre el brazo de él. Eran pasadas las tres de la mañana y no era raro que ambos llenaran las horas vacías de la noche conversando hasta tarde. Hablaban sobre sus sueños de convertirse en abogados, de llegar a litigar casos ante la Corte Suprema y de poder cambiar el funcionamiento de Washington. Hablaban sobre las facultades de Derecho que elegirían, si fuera posible elegirlas y no que sucediera al revés. Hablaban del amor y de qué buscaba cada uno en la pareja ideal. Esas conversaciones nocturnas, que a veces se tornaban casi íntimas, aunque sin llegar a entrar en ese territorio, no se las ocultaban adrede a Gail y a Jack. Era algo que simplemente sucedía. Sin discutir el porqué, nunca las compartían con ellos. Existían solamente entre Becca y Brad.

—Muy bien —dijo él—. Dime una cosa que sería motivo de ruptura inmediata con la persona con quien estuvieras saliendo.

Becca respondió enseguida.

—Vello en la espalda.

—¿Vello en la espalda? —exclamó Brad—. Vamos, ¿cómo hace un chico para evitar el vello en la espalda?

—Pues que se lo depile o se lo afeite, pero que no lo enseñe. Me provoca rechazo.

—¿Qué sucedería si después de salir con un tío que realmente te gusta, descubres que tiene una espalda que parece un suéter?

—Fin de la relación —dijo ella.

—¿Así, sin más?

—Bueno, esa situación la has inventado tú. No se daría, pues nunca llegaría a gustarme mucho un chico con la espalda cubierta de vello.

—Pero ¿cómo lo sabrías? Imagina que es pleno invierno y nunca lo has visto sin camisa. ¿No deberías hablarlo con el pobre chaval antes de dejarlo plantado? Es una cuestión menor.

—Comer con la boca abierta es una cuestión menor. Tener vello en la espalda es mucho peor.

Brad se puso de lado, apoyó la cabeza sobre el codo flexionado y quedaron frente a frente.

—¿Qué aspecto tiene mi espalda?

—¿Qué es esto, un examen?

—Solo quiero saber si realmente le prestas atención a algo que te molesta tanto.

—De acuerdo —dijo ella—. Tienes unos folículos nada amenazantes en los omóplatos y un mechón discreto en la parte inferior. Con todo, una espalda perfectamente aceptable.

—Vaya, eres realmente maniática, ¿no? Has hecho una descripción muy fiel.

—Hemos pasado cientos de noches tendidos uno junto al otro, hablando hasta el amanecer. Creo que ya sé cómo es tu espalda. Además, os he visto jugar al vóley a ti y a Jack a principios de año. Los dos tenéis unas espaldas aceptables.

Becca se tendió boca arriba y se colocó las manos debajo de la cabeza. Llevaba una camiseta rosa ajustada en el pecho que, cuando levantaba los brazos, trepaba por su abdomen y dejaba al descubierto los huesos de la pelvis justo por encima del borde elástico del pantalón. Brad siempre había pensado que era hermosa, con su cabello rubio, la piel aceitunada y los dientes perfectos. Dondequiera que fuera, Becca llamaba la atención y atraía la mirada de todos los tíos. Pero, para él, los mejores momentos eran esos. Cuando ella era toda suya y nadie podía robarle su atención. Le resultaba más bella en contexto íntimo, tendida en la cama, relajada y contenta, sin sentir que debía mostrarse espléndida. Brad era consciente de que esos fragmentos de tiempo duraban hasta la primera luz de la mañana, por eso los saboreaba tanto. Ya llegaría el momento de decirle lo que sentía, pero quería que las cosas sucedieran naturalmente, sin forzarlas. Él sabía que era la mejor forma de comenzar una relación duradera. Y, por algún motivo, ese muchacho de veintiún años, rebosante de testosterona, no se desesperaba por tener sexo cuando pasaba la noche tendido junto a Becca. Se conformaba simplemente con hablar y explorar la mente de ella, y escuchar su respiración cuando se quedaba dormida.

Por supuesto, hubo una vez durante el primer año de universidad en que volvieron tarde de una fiesta, entonados a causa del ponche de vodka, y terminaron besándose en el dormitorio de él hasta que cayeron desmayados. Nunca hablaron de aquella noche, ni se dijeron si había surgido algún sentimiento. Por el contrario, lo ocultaron bajo la excusa fácil de una borrachera y ambos simularon no recordar el incidente. Eso había sido tres años antes y, desde entonces, no habían vuelto a intimar, lo que solo hizo que Brad se enamorara aún más de ella. Esperaba desde hacía casi cuatro años que sucediera algo entre ellos y sabía que así sería. Tal vez después de graduarse, cuando estuvieran fuera del ambiente universitario y lejos de Jack y Gail. Quizás entonces ya no les resultaría incómodo. Todo iba bien, él podía esperar.

Escuchó el ritmo lento y profundo de la respiración de Becca, que se había quedado dormida. Brad acomodó la cabeza sobre la almohada, apoyó la frente contra la sien de Becca y el brazo sobre las salientes gemelas de su hueso pélvico. Cerró los ojos.

En esas noches, el sol siempre salía demasiado temprano.

Becca no acostumbraba quedarse hasta la mañana siguiente y, cuando él despertaba, la cama ya estaba vacía. Era una corredora ávida y se obsesionaba con el estudio, por lo que Brad sabía que estaría corriendo por el campus con los auriculares en las orejas o ya en la biblioteca, con gafas en lugar de lentillas y una gran taza de café, que siempre tenía cerca cuando estudiaba. Derecho Comercial, seguramente. Faltaban dos semanas para los exámenes finales y Brad sabía que a ella no le resultaba fácil.

Vio que le había dejado un mensaje en la almohada, donde siempre los dejaba. No eran gran cosa. Una nota autoadhesiva o un trocito de papel cortado. A veces una servilleta. Sin embargo, a él le encantaban esas notas porque contenían sus palabras. Eran la clase de mensajes que se leen y se tiran sin pensarlo. Pero Brad no podía deshacerse de ellos. Leyó el que tenía en la mano:

B: Me divertí anoche. Gracias por compartir tu almohada. No te preocupes, ¡creo que tu espalda está muy bien! B.

Brad dobló la nota autoadhesiva y la dejó caer en la caja de zapatos que tenía debajo de la cama, donde guardaba todas las otras que ella le había escrito en los últimos años.

Luego se dio una ducha y dedicó todo el día a su plan. Becca no estaba bien preparada para los finales, y esa era la motivación que él necesitaba. Tenía que acudir en su ayuda.

Lograr su cometido le llevó la mayor parte del día y algunas intrigas, pero cuando llegó a la biblioteca esa noche tenía una expresión de satisfacción. Era tarde. Gail y Becca ya se habían retirado. Solo quedaba Jack, delante de un escritorio, leyendo un libro con suma concentración, rodeado por hojas con apuntes.

—Ya lo tengo —dijo Brad al ingresar en el rincón poco iluminado que utilizaban como lugar de estudio.

El cubículo donde estaba el escritorio de Jack estaba iluminado por una lámpara empotrada cuya luz contrastaba fríamente con la oscuridad del ambiente de la biblioteca. Solían estudiar allí, en un sector del primer piso con estantes de metal oscuros llenos de periódicos viejos. En el primer año encontraron allí cuatro escritorios abandonados, los colocaron frente a frente, los limpiaron y les instalaron bombillas nuevas. Cuando era necesario estudiar intensamente, los utilizaban porque les daban privacidad, y cuando resultaba mejor estudiar en grupo, se sentaban en una mesa larga provista de lámparas verdes con pantallas. No había movimiento en esa parte abandonada de la biblioteca, por lo que no era necesario preocuparse por no hablar en voz alta. Solían abrir unas latas de cerveza Newcastle tras finalizar una buena sesión de estudio o después de los finales, cuando sabían que no volverían a la biblioteca durante varias semanas. Brad se las había arreglado para desconectar la alarma de una puerta de emergencia poco utilizada, lo que la convertía en ruta de escape cuando la biblioteca se cerraba y ellos se quedaban estudiando una hora más.

—¿Qué es lo que tienes? —preguntó Jack, aprovechando para echarse hacia atrás y aliviar la rigidez de sus hombros.

Brad sonrió y agitó la llave que tenía entre el pulgar y el índice.

—Acceso a la oficina de Milford Morton y al examen final de Derecho Comercial.

—Sí, claro —dijo Jack en tono despectivo.

—Nada de “sí, claro”. He conseguido la llave de la oficina de Morton.

—¿Cómo?

Brad se le acercó.

—Me la dio Mike Swagger. Me dijo que se la había dado alguien el año pasado, pero, como el profesor Morton se había cogido un año de excedencia, nunca la utilizó. También me dijo que si alguien importante se enteraba de que él me la había conseguido, me cortaría las pelotas, palabras textuales.

Jack cogió la llave y la examinó. Entre los miembros de la fraternidad y por el campus, sobre todo entre el centenar de alumnos de Derecho Comercial del profesor Morton, circulaba un mito, una historia inventada que sostenía que alguien, en algún sitio, tenía una llave de su despacho. En años anteriores, se habían planeado operaciones furtivas para robar el examen final. Jack siempre había pensado que las historias eran exageradas, fantasiosas y seguramente mentira. Hasta ese momento. Hasta que tuvo en sus manos lo que supuestamente era la llave del despacho del profesor.

Jack la miró con atención durante unos segundos más.

—No —dijo por fin—. Es todo parte del mito.

—¿Qué quieres decir?

—Brad, no vas a ser tan ingenuo el día que tu adversario te arrincone en una sala del tribunal, ¿no? Piensa un poco: la llave aparece justo un año después del año de excedencia de Morton, por lo que nadie puede confirmar que realmente sirva. Nosotros dos seguimos todos los pasos necesarios para utilizarla, hasta irrumpimos en el edificio, y luego quedamos como dos idiotas, en medio de la noche, frente a la puerta de la oficina del profe Morton, forcejeando con una llave que no funciona.

—Swagger me contó que a él se la había dado un alumno del último año que entró en la oficina de Morton el año anterior y consiguió una copia del examen. El mismísimo examen final, palabra por palabra.

—Sí, claro. Un amigo de un amigo, y hace tres años. Como el chico que tiene un primo que conoce a un tipo al que le robaron un riñón.

—¿De qué mierda estás hablando?

—El tipo que conoce a una chica y va con ella a un hotel. No tiene idea de qué sucedió, pero se despierta en una bañera llena de hielo y con una nota que dice que debe llamar al 911 inmediatamente porque le han robado un riñón para venderlo en el mercado negro.

—Cállate, Jack. Esta llave es de verdad.

—Igual que el cuento del amigo del primo del tipo. Se despertó y no tenía un riñón.

Brad le arrebató la llave de la mano.

—Confía en mí. Es auténtica.

—Según Mike Swagger, que está en la universidad hace siete años.

—¿Tienes miedo, pequeño Jackie?

—¿Y por qué necesitas una copia del examen? —preguntó Jack—. Creía que te iba de maravilla en esa asignatura.

—Sí, la tengo bajo control, pero el profe Morton es famoso por lo aburrido e impreciso que es, por lo que ¿a quién no le vendría bien un poco de ayuda? —Se hizo un silencio—. Sé que a Becca le serviría. Se le está haciendo muy difícil.

—Que a nuestra querida amiguita le cueste significa que tal vez no logre obtener un diez y que la alumna perfecta tendrá un ocho por primera vez en su vida.

—Ella habla de un seis o peor, si la cosa va mal.

—Becca siempre dice que sacará un seis y luego llegan los resultados y mantiene el promedio sobresaliente que ha tenido siempre desde primero. Es un jueguecito muy de ella, logra llamar la atención y después todo el mundo la felicita por haber superado las dificultades y haber obtenido un nueve o un diez. No te dejes engañar.

—No te vas a escapar de esta, Jack.

—¿Escapar de qué?

—Vamos a abrir esa maldita puerta y entrar.

—Si nos atrapan, nos expulsan.

Brad levantó las cejas.

—Entonces, que no nos atrapen.

CAPÍTULO 6

Kelsey Castle

Summit Lake

6 de marzo de 2012

Día 2

En su segunda mañana enSummit Lake, Kelsey despertó bajo un edredón de plumas en el Hotel Winchester, envuelta en sábanas de mejor calidad que las que podía permitirse. Levantarse de la cama no era tarea fácil, pero había ido a Summit Lake para perseguir una historia y ese día comenzaba la carrera. También había ido allí para sanarse, y en las últimas semanas el ejercicio no había sido parte de su rutina. Solía correr por las mañanas y el sendero de diez kilómetros que bordeaba la playa de Miami era un recorrido que hacía algunas veces por semana. Los médicos le habían restringido la actividad durante las primeras dos semanas de recuperación; después de eso, había sucumbido a la falta de motivación y al miedo. Pero ese día despertó con deseos de moverse, sudar y ser exigente con sus pulmones.

Era una mañana fresca en Summit Lake cuando Kelsey comenzó a correr por el sendero que zigzagueaba por el bosque y llevaba a la cascada. Vaciló un instante justo antes de adentrarse en el bosque. Abandonar la zona abierta del centro del pueblo, por donde se veía gente caminar y comprar, haciendo sentir su presencia, para entrar en el bosque oscuro y desierto le aceleró el corazón. Haber estado sola en su casa durante el último mes era una cosa. Allí podía echarle llave a la puerta y cerrar las ventanas. Era el sitio donde se sentía más cómoda. Pero correr sola por el bosque le hacía experimentar otra vez el miedo del que estaba intentando liberarse. El miedo que comenzaba a detestar.

"No. No voy a permitir que te hagas esto a ti misma, Castle."