La casa de los suicidios - Charlie Donlea - E-Book

La casa de los suicidios E-Book

Charlie Donlea

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La novela más oscura del autor best seller internacional de thrillers El internado Westmont es un prestigioso instituto en el que las expectativas son altas y las reglas, estrictas. Pero en el extremo más alejado del bosque que rodea al edificio principal se encuentra una residencia abandonada, conocida entre los estudiantes como punto de encuentro nocturno. Allí solo hay una regla: no dejes que tu vela se apague, a menos que quieras que el "Hombre del Espejo" te encuentre. Hace un año, dos estudiantes fueron brutalmente asesinados en ese lugar. Desde entonces, el caso se ha convertido en el elemento principal de un exitoso pódcast, La casa de los suicidios. Todavía quedan muchas preguntas por contestar. ¿Por qué algunos estudiantes que sobrevivieron a esa noche han vuelto al lugar para suicidarse? La investigadora Rory Moore, especialista en casos sin resolver, y su compañero Lane Phillips, reconocido psicólogo forense, inician una apasionante investigación que les conducirá por caminos mucho más siniestros y terroríficos de los que en un principio habían sospechado.

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Seitenzahl: 468

Veröffentlichungsjahr: 2023

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La casa de los suicidios

Charlie Donlea

Traducción: Constanza Fantin Bellocq

Título original: The suicide house

Edición original: Kensington Publishing Corp.Derechos de traducción gestionados por Sandra Bruna Agencia Literaria, SL

© 2020 2020 Charlie Donlea

© 2023 Trini Vergara Ediciones

www.trinivergaraediciones.com

© 2023 Motus Thriller

www.motus-thriller.com

España · México · Argentina

ISBN: 978-84-18711-68-8

Índice de contenidos
Portadilla
Legales
Sesión 1
Instituto Westmont
Ciudad de Peppermill, en el estado de Indiana
PARTE I. Agosto de 2020
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
PARTE II. Agosto de 2020
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Instituto Westmont Verano de 2019
Sesión 2
Capítulo 13
Capítulo 14
PARTE III. Agosto de 2020
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Instituto Westmont Verano de 2019
Sesión 3
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
Capítulo 31
PARTE IV. Agosto de 2020
Capítulo 32
Capítulo 33
Capítulo 34
Capítulo 35
Capítulo 36
Instituto Westmont Verano de 2019
Sesión 4
Capítulo 37
Capítulo 38
Capítulo 39
Capítulo 40
PARTE V. Agosto de 2020
Capítulo 41
Capítulo 42
Capítulo 43
Capítulo 44
Capítulo 45
Capítulo 46
Instituto Westmont Verano de 2019
Sesión 5
Capítulo 47
Capítulo 48
PARTE VI. Agosto de 2020
Capítulo 49
Capítulo 50
Capítulo 51
Capítulo 52
Capítulo 53
Capítulo 54
Capítulo 55
Capítulo 56
Capítulo 57
INSTITUTO WESTMONT Verano de 2019
Capítulo 58
Capítulo 59
Capítulo 60
PARTE VII. Agosto de 2020
Capítulo 61
Capítulo 62
Capítulo 63
Capítulo 64
INSTITUTO WESTMONT Verano de 2019
Capítulo 65
Capítulo 66
PARTE VIII. Agosto de 2020
Capítulo 67
Capítulo 68
EL Bronx, Nueva York
Capítulo 69
Capítulo 70
Barrio del Bronx, Nueva York
Capítulo 71
Capítulo 72
Capítulo 73
INSTITUTO WESTMONT Verano de 2019
Capítulo 74
Capítulo 75
Capítulo 76
PARTE IX. Agosto de 2020
Capítulo 77
Capítulo 78
Capítulo 79
Capítulo 80
Capítulo 81
Instituto Westmont Verano de 2019
Capítulo 82
PARTE X. Agosto de 2020
Capítulo 83
Capítulo 84
Capítulo 85
Capítulo 86
Capítulo 87
Capítulo 88
Capítulo 89
Capítulo 90
Capítulo 91
Capítulo 92
Capítulo 93
Capítulo 94
Capítulo 95
Capítulo 96
Capítulo 97
Sesión 6
Capítulo 98
Capítulo 99
Capítulo 100
Capítulo 101
Capítulo 102
Capítulo 103
Capítulo 104
NOTA DEL AUTOR
AGRADECIMIENTOS
Si te ha gustado esta novela...

Para Fred y Sue.Padres, amantes de la isla Sanibel, amigos.

El descubrimiento consiste en ver lo que han visto todos los demás y pensar lo que nadie más ha pensado.

Albert Szent-Györgyi

Sesión 1

Del diario personal: Las vías

Maté a mi hermano con una moneda de un centavo. Simple, benévolo y perfectamente creíble.

Sucedió en las vías del ferrocarril. Porque, tal como me enseñaría la vida en los años que vendrían, un tren a toda velocidad era muchas cosas. Majestuoso, cuando pasaba desdibujado, demasiado rápido como para que los ojos pudieran registrar algo más que franjas de color. Poderoso, cuando retumbaba bajo los pies como un terremoto inminente. Ensordecedor, cuando rugía por las vías como una tormenta caída del firmamento. Un tren a toda velocidad era todas estas cosas y más. Un tren a toda velocidad era letal.

La grava que llevaba hasta las vías estaba suelta y nuestros pies resbalaban al trepar. Eran casi las seis de la tarde, la hora habitual en la que el tren pasaba por la ciudad. El sol que caía en el horizonte teñía de un rojo moribundo los bordes inferiores de las nubes. El crepúsculo era el mejor momento para ir a las vías. De día, corríamos el riesgo de que nos viera el maquinista y llamara a la policía para informar que había dos chicos jugando peligrosamente cerca de las vías. Por supuesto, me aseguré de que esa situación ya hubiera sucedido. Era esencial para mi plan. Si hubiera matado a mi hermano la primera vez que lo traje hasta aquí, mi anonimato en esta tragedia habría sido frágil como una hoja de papel. Necesitaba municiones para cuando la policía viniera a interrogarme. Tenía que crear una historia irrefutable sobre el tiempo que pasábamos en las vías. Habíamos estado aquí antes. Nos habían visto. Nos habían atrapado. Habían informado a nuestros padres y ellos nos habían castigado. Se había establecido un patrón. Pero esta vez, les diría yo, las cosas habían salido mal. Éramos chicos. Éramos estúpidos. El relato era impecable y más adelante yo aprendería que era necesario que así lo fuera. El detective que investigaría la muerte de mi hermano era una fuerza onerosa. Desde el principio sospechó de mi historia y nunca se sintió completamente satisfecho por mi explicación de los hechos. Hasta el día de hoy, estoy seguro de que no lo está. Pero mi versión de aquel día y la historia que inventé resultaron irrefutables. A pesar de sus esfuerzos, el detective no encontró fisuras.

Una vez que subimos a la cima del terraplén y estuvimos junto a las vías, saqué dos monedas de un centavo del bolsillo y le entregué una a mi hermano. Eran brillantes y no tenían marcas, pero pronto quedarían delgadas y lisas, una vez que las colocáramos sobre las vías para que el tren rugiente las aplastara. Poner monedas sobre las vías era un momento emocionante para mi hermano, que nunca había escuchado algo así antes de que yo se lo contase. En mi dormitorio tenía un bol con docenas de monedas de un centavo aplanadas. Las necesitaba. Cuando viniera la policía a hacer preguntas, la colección de monedas serviría como prueba de que ya lo habíamos hecho antes.

Lejos en el crepúsculo, oí el silbido. El leve sonido parecía atrapado en las nubes encima de nosotros y retumbaba en esas bolas de algodón carmesí. Estaba más oscuro entonces que el sol se derretía, granulado y opalescente. Justo la mezcla ideal de luz y sombra para permitirnos ver lo que hacíamos, pero no dar indicios de nuestra presencia. Me agaché y coloqué mi moneda sobre el raíl. Mi hermano hizo lo mismo. Esperamos. Las primeras veces que habíamos ido, dejamos las monedas sobre los raíles y bajamos corriendo el terraplén para ocultarnos en las sombras. Pero pronto descubrimos que en el anochecer nadie nos veía. Con cada excursión a las vías, fuimos dejando de huir cuando el tren se acercaba. De hecho, comenzamos a quedarnos cada vez más cerca. ¿Qué tenía esa cercanía con el peligro que nos llenaba de adrenalina? Mi hermano no tenía idea. Yo lo sabía con plena certeza. Con cada escapada, él se tornaba más fácil de manipular. Por un instante, me pareció injusto: como si yo hubiera adoptado el papel de matón, papel que mi hermano dominaba a la perfección. Pero me recordé que no debía confundir eficiencia con simplicidad. Esto me resultaba fácil solamente gracias a mi diligencia. Me resultaba fácil solo porque yo había trabajado para que así lo fuera.

Las luces del tren se hicieron visibles a medida que se acercaba: primero la luz superior y luego las dos luces inferiores. Me acerqué a los raíles. Él estaba a mi lado, a mi derecha. Yo tenía que mirar por encima de él para ver cómo se acercaba el tren. Me di cuenta de que él sentía mi presencia, porque cuando yo me acerqué a las vías, él imitó mis movimientos. No quería perderse nada. No quería permitirme más derechos de ufanarme ni una inyección más poderosa de adrenalina. No podía permitir que yo tuviera nada que él no pudiera jactarse de poseer. Era su naturaleza. La naturaleza de todos los matones.

El tren ya casi estaba sobre nosotros.

—Tu moneda —dije.

—¿Qué? —preguntó mi hermano.

—Tu moneda. No está bien colocada.

Miró hacia abajo, inclinándose levemente sobre las vías. El tren rugía a toda velocidad hacia nosotros. Di un paso atrás y lo empujé. Todo terminó en un instante. En un segundo, ya no estaba allí. El tren pasó rugiendo, llenándome los oídos de estruendo y distorsionándome la visión a una mancha de colores oxidados. Produjo una corriente de aire que me tiró dos pasos hacia la izquierda y me succionó hacia delante, invitándome a unirme a mi hermano. Afirmé los pies en la grava para resistir la tracción.

Cuando pasó el último vagón, la fuerza invisible me soltó. Caí hacia atrás. Recuperé la visión y el silencio me llenó los oídos. Miré hacia las vías y lo único que quedaba de mi hermano era su zapatilla derecha, en una extraña posición vertical, como si él se la hubiera quitado y la hubiera colocado sobre los raíles.

Me aseguré de dejarlo intacto. Pero recogí mi moneda. Estaba plana y delgada y ancha. La dejé caer dentro del bolsillo y eché a andar hacia mi casa para agregarla a mi colección. Y para contarles a mis padres la terrible noticia.

Cerré el diario con cubiertas de cuero. Una tira larga con una borla colgaba de la parte inferior, marcando la página para la próxima vez que lo leyera durante una sesión. La habitación estaba en silencio.

—¿Estás escandalizada? —pregunté por fin.

La mujer frente a mí negó con la cabeza. Su actitud no había cambiado durante el transcurso de mi confesión.

—En absoluto.

—Qué bien. Vengo aquí en busca de terapia, no de juicios. —Levanté el diario personal—. Me gustaría hablarte sobre los otros.

Esperé. La mujer se quedó mirándome.

—Hay más. No dejé de hacerlo, después de mi hermano.

Hice otra pausa. La mujer seguía mirándome.

—¿Te molesta que te hable sobre los otros?

Ella volvió a negar con la cabeza.

—En absoluto.

Asentí.

—Excelente. Entonces, lo haré.

Instituto Westmont

Viernes, 21 de junio de 2019 23.54

Una luna como una uña flotaba en el cielo de la medianoche; su brillo empañado se hacía visible intermitentemente entre el follaje. La presencia errática de la luna penetraba entre las ramas entrelazadas, con un brillo pálido que pintaba el suelo del bosque con el lustre barnizado de una película en blanco y negro. La visibilidad provenía de la vela que él llevaba, cuya llama moría cada vez que aceleraba el paso e intentaba trotar por el bosque. Trató de aminorar la marcha, de andar lentamente y con cuidado, pero caminar no era una opción. Tenía que apresurarse. Tenía que ser el primero en llegar. Tenía que adelantarse a los demás.

Ahuecó la mano delante de la vela para proteger la llama, lo que le dio unos minutos para escudriñar el bosque. Siguió caminando unos metros hasta llegar a una hilera de árboles de aspecto sospechoso. Se detuvo para estudiar los troncos, buscando la llave que necesitaba con tanta desesperación; la llama de la vela se extinguió. No había viento. La llama simplemente murió, dejando un hilo de humo que le llenó las fosas nasales de olor a cera quemada. El repentino e inexplicable eclipse de la vela significaba que el Hombre del Espejo estaba cerca. Según las reglas —reglas que nadie rompía jamás— tenía diez segundos para volver a encender la vela.

Tras buscar a tientas las cerillas —las reglas permitían solamente cerillas, no mecheros— intentó encender una contra la tira de fósforo del lateral de la caja. Nada. Con manos temblorosas, lo volvió a intentar. La cerilla se partió en dos y cayó al suelo oscuro del bosque. Abrió la caja, dejando caer varias cerillas más en el proceso.

—Mierda —susurró.

No podía permitirse perder cerillas. Volvería a necesitarlas si lograba llegar a la casa y a la habitación segura. Pero en ese momento estaba solo en el bosque oscuro con una vela apagada y en gran peligro, si decidía creer los rumores y las leyendas. Los temblores que sacudían su cuerpo sugerían que los creía. Estabilizó las manos lo suficiente como para deslizar con firmeza la cerilla contra el rascador, lo que hizo que se encendiera en una llamarada inestable. La erupción liberó una nube de humo con olor a azufre antes de convertirse en una llama controlada. Acercó el fósforo al pabilo de la vela, feliz ante la luz que le brindó. Calmó su respiración y observó el bosque en sombras a su alrededor. Escuchó y esperó, y cuando tuvo la certeza de que había derrotado al reloj, volvió a concentrar la atención en la hilera de árboles que tenía delante. Avanzó lentamente, protegiendo con esmero la llama mientras caminaba; una vela encendida era la única forma de mantener lejos al Hombre del Espejo.

Llegó hasta el roble gigantesco y vio una caja de madera junto a la base. Se arrodilló y abrió la tapa. En el interior descansaba una llave. El corazón le latía con contracciones poderosas que enviaban un torrente de sangre por los vasos sanguíneos dilatados de su cuello. Inspiró profundamente para calmarse y luego sopló para apagar la vela: las reglas establecían que las velas de guía solo podían mantenerse encendidas hasta que se encontrara la llave. Emprendió la marcha por el bosque. En la distancia, el silbido de un tren en la noche le alimentó el caudal de adrenalina. La carrera seguía. Mientras corría por el bosque, tratando infructuosamente de protegerse la cara de las ramas que lo azotaban como látigos, se torció un tobillo. Siguió su camino, sintiendo bajo sus pies el temblor de la tierra producido por el paso del tren. La vibración le hizo acelerar los pasos.

Cuando llegó al extremo del bosque, el tren pasó rugiendo por las vías a su izquierda; un borroso resplandor metálico que cada tanto captaba el reflejo de la luna. Emergió del follaje oscuro y se dirigió a la casa; el rugido del tren apagaba el sonido de sus gruñidos y jadeos. Llegó a la puerta y entró.

—Felicitaciones —le dijo una voz en cuanto traspuso el umbral—. Eres el primero.

—Genial —masculló sin aliento.

—¿Encontraste la llave?

Él la levantó para mostrársela.

—Sí.

—Sígueme.

Caminaron por los corredores oscuros de la casa hasta llegar a la puerta de la habitación segura. Insertó la llave en la cerradura y la giró. La cerradura cedió y la puerta se abrió. Entraron y cerraron la puerta. La oscuridad era absoluta, mucho peor que en el bosque.

—Date prisa.

Se arrodilló y avanzó, gateando, por el suelo de madera hasta que sus dedos se encontraron con la fila de velas que estaban delante de un alto espejo de pie. Buscó en el bolsillo y sacó la cajita de cerillas. Le quedaban tres. Deslizó una contra el costado de la caja y la punta se prendió. Encendió una de las velas y se plantó, de pie, frente al espejo, que estaba cubierto por una lona pesada.

Inspiró hondo y le hizo un gesto de asentimiento a quien lo había recibido en la puerta. Juntos quitaron la lona que recubría el espejo. Su imagen estaba ensombrecida por la penumbra de la vela, pero notó las laceraciones que le cortaban las mejillas y la sangre que chorreaba de ellas. Tenía un aspecto espectral y como si acabara de salir de una batalla, pero lo había logrado. El ruido del tren se apagó cuando el último vagón pasó junto a la casa y siguió hacia el este. La habitación quedó en silencio.

Con la vista fija en el espejo, inspiró por última vez. Luego, juntos, susurraron:

—El Hombre del Espejo. El Hombre del Espejo. El Hombre del Espejo.

Transcurrieron unos segundos, en los que ninguno de los dos parpadeó ni respiró. Luego algo relampagueó tras ellos. Una mancha borrosa en el espejo entre las imágenes de ambos. De pronto, una cara se materializó de la oscuridad y se enfocó, un par de ojos iluminados por el reflejo de la llama de la vela. Antes de que alguno de los dos pudiera volverse, o gritar o defenderse, la llama se apagó.

Ciudad de Peppermill, en el estado de Indiana

Sábado, 22 de junio de 201903.33

El detective condujo el coche más allá de la cinta policial amarilla que ya marcaba el perímetro de la escena del crimen y se adentró en el caos de luces rojas y azules. Coches patrulla, ambulancias y camiones de bomberos estaban estacionados en ángulos extraños delante de los pilares de ladrillo que marcaban la entrada al Instituto Westmont, un internado privado.

—Qué desastre.

El agente policial al mando no había abundado en detalles, solo le había dicho que un par de muchachos habían muerto en el bosque que bordeaba el campus. La situación era ideal para reacciones exageradas. De ahí la presencia de toda la fuerza policial y de los bomberos de la pequeña ciudad. Y por lo que se veía, también de la mitad de los empleados del hospital. Médicos con uniforme y enfermeros de chaqueta blanca resplandecían al pasar delante de las luces de la ambulancia. Los agentes de policía hablaban con alumnos y profesores que salían por las puertas hacia el circo de luces parpadeantes. Vio que había una furgoneta del Canal 6 aparcada fuera del perímetro demarcado por la cinta policial. A pesar de la hora, no dudaba que habría más en camino.

El detective Henry Ott descendió del coche mientras que el policía a cargo le resumía los hechos.

—La primera llamada al 911 llegó a las doce y veinticinco. Le siguieron varias más, y todas hablaban de que algo había ocurrido en el bosque.

—¿Dónde? —preguntó Ott.

—En una casa abandonada donde termina el campus.

—¿Abandonada?

—Por lo que he podido averiguar hasta el momento —explicó el policía—, solía ser una casa donde residían los profesores, pero ha estado vacía durante varios años, desde que se construyó un ramal de ferrocarril de la línea Canadian National que envía trenes diarios de carga por esa parte del campus. Había demasiado ruido, por lo que se construyeron las viviendas para profesores sobre el campus principal. La escuela tenía planeado destinar esas tierras a un campo de fútbol americano y una pista de atletismo. Pero por ahora, solo está la casa abandonada en el bosque. Hemos hablado con algunos alumnos. Parece que era el sitio preferido para las fiestas nocturnas.

El detective Ott se dirigió a la cancela del Instituto Westmont y entró. Había un coche de golf aparcado delante del edificio principal; cuatro columnas gigantes se elevaban para sostener el gablete triangular que resplandecía a la luz de los reflectores. El lema de la escuela estaba grabado en la piedra.

—Veniam solum, relinquatis et —leyó el detective, arqueando el cuello hacia atrás para contemplar el edificio. “Vendrán solos, se marcharán juntos.”

—¿Qué significa eso?

El detective Ott miró al policía.

—En realidad, no me interesa una mierda. ¿Adónde vamos?

—Suba —dijo el policía, señalando el coche de golf—. La casa queda en las afueras del campus, a unos veinte minutos de caminata por el bosque. Esto será más rápido.

El detective subió al coche y unos instantes después se adentraba a los saltos por el bosque sobre un estrecho sendero de tierra. Los troncos de los abedules altos eran una mancha borrosa en su visión periférica; la luz de la luna se había apagado y, a medida que se adentraban más en el bosque, solo las luces del coche de golf les permitían vislumbrar hacia dónde se dirigían.

—Madre mía —dijo el detective Ott al cabo de unos minutos—. ¿Esto sigue siendo parte del campus?

—Así es, señor. La casa se construyó antiguamente lejos de la parte principal para que los profesores tuvieran privacidad.

Más adelante, el detective vio movimiento al final del estrecho sendero. Había reflectores para iluminar la zona, y cuando llegaron al final del oscuro túnel del bosque, fue como salir de la boca de una gigantesca criatura prehistórica.

El policía aminoró la marcha antes de emerger del bosque.

—Señor, una cosa más antes de que lleguemos a la escena.

El detective lo miró.

—¿De qué se trata?

El policía tragó saliva.

—Es sumamente gráfico. Peor que todo lo que he visto hasta ahora.

El detective Ott, a quien habían despertado en medio de la noche y se encontraba atascado en algún sitio entre el sueño y la resaca que le esperaba, andaba corto de paciencia y carecía de gusto por lo dramático. Señaló el extremo del bosque.

—Vamos.

El policía condujo el coche fuera de las sombras del sendero, hacia la luz de los reflectores halógenos. El grupo presente allí era más reducido, menos caótico y más organizado. Los agentes que habían llegado primero habían tenido el sentido común de mantener a la horda de policías, sanitarios y bomberos al mínimo en la escena del crimen para reducir las posibilidades de contaminación de la zona.

El agente detuvo el coche justo fuera de la cancela de la casa.

—Santo cielo —masculló el detective Ott al bajar. Todos los ojos estaban puestos sobre él; los presentes observaban su reacción y esperaban indicaciones.

Delante de él se elevaba una gran casa colonial que parecía salida de siglos pasados. Entre las luces y sombras de los reflectores, se destacaba la enredadera que trepaba por el exterior. Una verja de hierro forjado limitaba el perímetro de la casa y los altos robles se elevaban hacia la noche. El primer cadáver que vio el detective Ott fue el de un alumno que había sido empalado sobre una de las puntas de hierro de la verja. No había sido un accidente. No era que hubiera tratado de trepar y se hubiera caído sobre uno de los hierros puntiagudos. No, eso era intencionado. Había sido levantado con cuidado y luego lo habían dejado caer para que la punta afilada del barrote le atravesara el mentón y la cara y saliera por la parte superior del cráneo.

El detective Ott sacó una pequeña linterna del bolsillo y avanzó hacia la casa. Fue entonces cuando vio a la chica sentada en el suelo, a un lado. Estaba cubierta de sangre y tenía los brazos alrededor de las rodillas; se mecía sin cesar, enajenada por el estado de shock.

—No estamos ante las fechorías de un par de muchachos. Esto ha sido una puta masacre.

PARTE I Agosto de 2020

CAPÍTULO 1

El tercer episodio del pódcastse había publicado más temprano ese día y en solo cinco horas lo habían descargado casi trescientas mil veces. En los días que seguirían, millones más escucharían ese episodio de La casa de los suicidios. Muchos de esos oyentes inundarían después internet y las redes sociales para debatir teorías y conclusiones sobre los descubrimientos realizados durante el episodio. La conversación generaría más interés y nuevos oyentes descargarían episodios anteriores. Pronto, Mack Carter tendría entre manos el próximo exitazo de la cultura popular.

Este hecho inevitable molestaba a Ryder Hillier de formas que eran imposibles de describir. Durante el último año, ella había hecho la investigación, ella había hecho sonar las alarmas y ella había estado indagando sobre los asesinatos en el Instituto Westmont, registrando todo lo que averiguaba y publicándolo en su blog sobre crímenes reales. Su canal de YouTube tenía 250.000 suscriptores y millones de vistas. Pero en la actualidad, todo su arduo trabajo iba quedando relegado por el pódcastde Mack Carter.

Ella había reconocido de inmediato la importancia y el potencial de la historia del Instituto Westmont, se había dado cuenta de que la versión oficial de lo sucedido era demasiado simple y conveniente, y que los hechos presentados por la policía eran, en el mejor de los casos, selectivos, y en el peor, engañosos. Ryder sabía que con el respaldo adecuado y un trabajo de periodismo de investigación inteligente, la historia atraería a un público muy numeroso. El año anterior, después de que el caso llegase a los titulares nacionales y se cerrase antes de que se hubieran obtenido respuestas verdaderas, ella les había vendido la idea a diferentes estudios, pero Ryder Hillier era solo una periodista de poca monta, no una auténtica estrella como Mack Carter. No tenía la cara típica de las estadounidenses ni cuerdas vocales poderosas, por lo que ninguno de los estudios le había prestado atención a su idea. Era una periodista de treinta y cinco años a la que nadie conocía fuera del estado de Indiana. Pero estaba segura de que sus artículos sobre el caso, que habían sido publicados en la primera plana del Indianapolis Star y utilizados como fuente en varios otros medios, como también la popularidad de su canal de YouTube habían tenido algo que ver con el repentino interés en el Instituto Westmont. Mack Carter no había pasado del horario principal de televisión a una pequeña ciudad de mala muerte en Indiana por mera casualidad. Alguien, en algún sitio, había estado prestando atención a lo que ella había descubierto y había visto una oportunidad y el símbolo del dólar. Mack Carter —el presentador de Eventos, un programa vespertino diario de análisis de noticias— había sido elegido para realizar una investigación superficial y producir un pódcast sobre sus hallazgos. Su nombre llamaría la atención y el pódcastatraería a millones de oyentes con la promesa de que el gran Mack Carter, con su reconocida capacidad de investigación y actitud frontal, encontraría respuestas para el caso de los asesinatos del Instituto Westmont, que había sido cerrado demasiado pronto. Pero al final, él no iba a demostrar nada excepto el hecho de que con los patrocinadores adecuados y toneladas de dinero, un pódcast podía elevarse de las cenizas de la tragedia y convertirse en una empresa lucrativa para todos los involucrados. Siempre y cuando esa tragedia fuera lo suficientemente perturbadora y morbosa como para atraer al público. Los asesinatos del Instituto Westmont cumplían con los requisitos.

Ryder no iba a permitir que la realidad del mundo de los grandes negocios la desalentara. Todo lo contrario. Había trabajado demasiado como para darse por vencida a estas alturas. Pensaba aprovecharse del éxito del pódcast. Quería incluir a Mack Carter, mostrarle los naipes que tenía en la mano. Atraer su interés y obligarlo a prestarle atención. Su canal de YouTube le proporcionaba unos ingresos decentes de anunciantes, y su trabajo en el periódico pagaba las cuentas. Pero a los treinta y cinco años, Ryder Hillier quería sacarle más provecho a su carrera. Quería destacar, y unir su nombre al pódcast sobre crímenes reales más popular de la historia la llevaría a otro nivel. Y lo cierto era que Mack Carter la necesitaba. Ella sabía más que nadie sobre los asesinatos del Instituto Westmont, incluso más que los detectives que los habían investigado. Solo tenía que encontrar el modo de llegar a Mack.

Como cientos de miles de otras personas, había descargado el episodio más reciente del pódcast. Se puso los auriculares, pulsó la pantalla del teléfono y comenzó a correr por el camino mientras la voz impostada de Mack Carter sonaba en sus oídos:

El Instituto Westmont es un reconocido internado ubicado a orillas del lago Míchigan en la ciudad de Peppermill, en el estado de Indiana. Prepara a los adolescentes no solo para el rigor de la universidad, sino para los desafíos de la vida. El Instituto Westmont tiene ochenta años de antigüedad y su rica historia promete que la institución seguirá aquí mucho después de que los oyentes de este pódcast hayan desaparecido. Pero además de los honores y galardones, el instituto tiene una cicatriz. Una mancha desagradable e irregular que también seguirá presente durante años.

Este pódcast narra la tragedia que ocurrió en este prestigioso establecimiento educativo durante el verano de 2019, cuando las reglas que por lo general definen la conducta del internado se relajaron ligeramente para aquellos alumnos que permanecían allí durante los meses de verano. Es la historia de un juego oscuro y peligroso que salió mal, del asesinato brutal de dos alumnos y de la acusación de un profesor. Pero esta historia también se trata de sobrevivientes, de los alumnos que trataban desesperadamente de seguir con sus vidas, pero que han sido misteriosamente empujados hacia una noche que no pueden olvidar.

Durante este pódcast exploraremos los detalles de aquella noche fatídica. Nos enteraremos de cómo eran las víctimas y de cómo era el juego peligroso que se llevaba a cabo en el bosque. Entraremos en la casa abandonada donde se llevaron a cabo los asesinatos. Conoceremos a los sobrevivientes del ataque y miraremos más de cerca la vida dentro de los muros de este internado de élite. Revisaremos informes policiales, entrevistas a testigos, apuntes de trabajadores sociales y evaluaciones psicológicas de los alumnos involucrados. Profundizaremos con el detective que estuvo a cargo de la investigación. Finalmente, nos introduciremos en la mente de Charles Gorman, el profesor del Instituto Westmont acusado de los asesinatos. Durante este viaje espero tropezar con algo nuevo. Algo que nadie más haya descubierto, tal vez alguna prueba que arroje luz sobre el secreto que muchos de nosotros creemos que sigue oculto tras los muros del internado. Un secreto que explique por qué los alumnos siguen regresando a esa casa abandonada para quitarse la vida.

Soy Mack Carter. Bienvenidos… a La casa de los suicidios.

Ryder sacudió la cabeza mientras corría. La maldita introducción ya la tenía enganchada.

Soy Mack Carter, y en el tercer episodio de La casa de los suicidios conoceremos a uno de los sobrevivientes de los asesinatos del Instituto Westmont, un alumno llamado Theo Compton que estaba presente en la casa abandonada la noche del 21 de junio. Theo nunca antes ha dado entrevistas a los medios, pero ha accedido a hablar conmigo de manera exclusiva sobre lo que sucedió la noche en la que dos de sus compañeros de clase fueron asesinados. Se comunicó conmigo a través del foro de la web de La casa de los suicidios. A petición suya, nos reunimos en el McDonald’s de Peppermill.

Nos sentamos en un compartimento del fondo, donde habló en un susurro durante la mayor parte de nuestra conversación. Me tomó algo de tiempo lograr que hablara, por lo que he editado la conversación, dejando solamente el último tercio. Lo que escucharán es una grabación de la entrevista, con mis comentarios en off a lo largo de esta.

—¿Así que estabas presente la noche en la que mataron a tus compañeros?

Theo asiente y se rasca la barba incipiente de la mejilla.

—Sí, estaba allí.

—Háblame de la casa abandonada. ¿Por qué los atraía?

—¿Por qué nos atraía? Somos un grupo de adolescentes atrapados en un internado con reglas estrictas y uniforme para asistir a clase. La casa del bosque representaba una escapatoria.

—¿Una escapatoria de qué?

—De las reglas. De los profesores. De los psicólogos y los orientadores y las sesiones de terapia. Representaba la libertad. Íbamos allí para huir de la escuela, para pasarlo bien y tratar de disfrutar del verano.

—Vas a comenzar tu último año en Westmont, ¿no es así?

—Sí.

—Pero ahora, este verano, ni tú ni tus amigos vais a la casa.

—Ya nadie va allí.

—El verano pasado, la noche de los asesinatos, tú y tus amigos os visteis envueltos en un juego oscuro y secreto. Háblame de eso.

Los ojos de Theo parecen enloquecidos cuando me mira, desvía la vista y luego mira por la ventana hacia el aparcamiento. Su reacción me da a entender que piensa que sé más de lo que digo. Ha pasado un año desde que el Instituto Westmont se volvió tristemente célebre por los asesinatos sucedidos dentro de sus muros y los estudiantes que sobrevivieron a aquella noche van a comenzar su último año. La policía se ha negado a responder preguntas sobre la investigación y el silencio ha alimentado las llamas de los rumores. Uno de ellos sostiene que los estudiantes estaban jugando a un juego peligroso la noche en la que asesinaron a dos de ellos.

—Háblame de esa noche. ¿Qué estabais haciendo en la casa?

Theo desvía la vista del aparcamiento y me mira.

—No estábamos en la casa. Estábamos en el bosque.

—El bosque que rodea la casa.

Theo asiente.

—Estabais jugando a un juego.

—No.

Lo dice con aspereza, como si lo hubiera insultado.

—No se trata del juego, entonces.

Espero, pero no dice nada más, por lo que prosigo.

—Muchos han sugerido que tú y tus compañeros estabais jugando a un juego llamado el Hombre del Espejo. Y que lo que llevó a los sucesos atroces de aquella noche fueron las exigencias y las reglas del juego.

Theo niega con la cabeza y vuelve a mirar por la ventana.

—Metimos la pata, ¿vale? Es hora de decir la verdad.

Asiento y trato de no mostrar mi desesperación por saber.

—La verdad. De acuerdo, cuéntame lo que sabes.

Respira hondo. Varias veces, hasta que parece al borde de la hiperventilación.

—No le hemos contado todo a la policía.

—¿Sobre qué?

—Sobre aquella noche. Sobre muchas cosas.

—¿Cómo qué?

Theo hace una larga pausa. Espero ansiosamente a que continúe. Por fin, sigue hablando.

—Como las cosas que sabíamos sobre el señor Gorman.

Me quedo sin aire y por un instante no puedo hablar. Charles Gorman es el profesor del Instituto Westmont acusado de asesinar a los compañeros de Theo Compton. De masacrarlos, en realidad, y empalar a uno de ellos en un hierro de la verja. La acusación contra él es grave y en ningún momento hubo otro sospechoso. Pero a pesar de las pruebas en contra de Gorman, muchos creen que hay más detrás de los asesinatos del Instituto Westmont que lo que el público conoce actualmente. Theo Compton parece listo para hacer aparecer las piezas faltantes de un rompecabezas muy complicado.

—¿Qué cosas?

Hay desesperación en mi voz y Theo la reconoce.

—Ay, mierda. No puedo.

Theo se mueve en el asiento y comienza a deslizarse fuera del compartimento.

—¡Espera! Háblame de Charles Gorman. ¿Sabes por qué lo hizo?

De repente, Theo me mira directamente a los ojos.

—No lo hizo.

Me quedo mirando sin parpadear al joven que tengo delante de mí. Meneo la cabeza.

—¿Por qué dices eso?

Theo se pone de pie súbitamente.

—Tengo que irme. Si el grupo supiera que estoy hablando con usted, les daría un ataque.

—¿Qué grupo?

Le da la espalda a la mesa y desaparece en un instante por las puertas del McDonald’s dejándome solo en el compartimento del fondo.

Me quedo sentado unos minutos, haciéndome la misma pregunta una y otra vez.

“¿Qué grupo?”.

CAPÍTULO 2

Ryder oyó hasta la mitad del episodio durante el tiempo que estuvo corriendo. Estaba ansiosa por terminarlo, pero tenía que entregar un artículo al día siguiente. Escribía una columna semanal sobre crímenes reales para la edición dominical del Indianapolis Star. Era una de las columnas más populares del periódico, y siempre generaba largos hilos de comentarios en la edición online, y las webs de noticias más populares generalmente incluían enlaces que llevaban a la columna.

Tras darse una ducha, se enfundó en unos vaqueros y en una camiseta de tirantes, se sentó a la mesa de la cocina y abrió el portátil. Escribió durante una hora, hasta las 22.40, y le dio los toques finales a un artículo sobre un hombre que había desaparecido en South Bend. Había habido noticias recientes del caso que tenían que ver con la póliza del seguro de vida del hombre, lo que había echado un manto de sospecha sobre su esposa. Ryder estaba tratando por todos los medios de terminar el artículo, pero escribía despacio y se sentía frustrada por la falta de concentración. La voz profunda y engolada de Mack Carter le retumbaba en la cabeza, y lo único que deseaba hacer era seguir escuchando el pódcast. Finalmente, cedió a la tentación, hizo a un lado el ordenador y tocó la pantalla del teléfono para reanudar el episodio.

Digamos que mi entrevista con Theo Compton fue lo que los chicos llamarían un “fracaso épico”. Épico, pero no absoluto. Nuestra breve conversación fue curiosa. Los asesinatos del Instituto Westmont ocurrieron el 21 de junio. Charles Gorman se convirtió en sospechoso después de que los detectives encontraran un manifiesto especificando con detalles explícitos cómo pensaba matar a los alumnos, con detalles sobre cortarles la yugular y utilizar los hierros puntiagudos de la reja para empalarlos. Tras delinear los planes en su diario, Gorman cumplió al pie de la letra lo que prometían sus palabras.

De ahí que Theo Compton me haya dejado completamente confundido. Con tantas pruebas contra Charles Gorman, siento curiosidad por saber si Theo o cualquier otro alumno tiene información que tal vez refute esa evidencia. Desde luego, si los oyentes tienen alguna pista, los invito a dirigirse al foro de la página web para compartirla conmigo y con el resto de la comunidad del pódcast. Por ahora concentrémonos en Gorman y volvamos donde dejamos el final del episodio de la semana pasada. Les conté que se me había otorgado acceso exclusivo al campus del instituto y, en particular, a la casa de Charles Gorman. Lo retomaremos ahora con mi visita, que fue guiada por la directora de asuntos estudiantiles, la doctora Gabriella Hanover. A continuación escucharán una grabación de la entrevista, con mis comentarios en off a lo largo de esta.

El campus del Instituto Westmont es a la vez impresionante y siniestro. Los edificios son estructuras góticas de piedra blanca, cubiertos por enredaderas que llegan hasta las vigas. Es mediodía de un sábado de verano y el instituto está en silencio. Solamente unos pocos alumnos caminan por los jardines mientras la doctora Hanover conduce el coche de golf por los sinuosos senderos del campus.

—La casa donde se cometieron los asesinatos… ¿sigue teniendo el acceso prohibido?

Intuyo inmediatamente que a la doctora Hanover no le agrada la pregunta. Me dirige una mirada de soslayo que por un segundo se encuentra con la mía. Es como si nuestros dedos se tocaran y soltaran chispas de electricidad estática. La mirada alcanza para decirme que no insista. Junto con los abogados de la escuela, ella me explicó, durante las negociaciones previas a esta visita guiada, que la parte del campus donde habían sucedido los asesinatos no solamente tenía el acceso prohibido para mí, sino para el cuerpo estudiantil también. La zona había sido aislada por un alto paredón de ladrillos. Lo veo en la distancia mientras la doctora Hanover me hace un recorrido por el campus. Para mentes curiosas como la mía, la pared de ladrillos no funciona como advertencia de que no me acerque, sino todo lo contrario. Me pide que descubra lo que hay del otro lado. Me grita que está ocultando algo siniestro. Tras esa pared está el bosque y en ese bosque hay un sendero olvidado que lleva a la tristemente célebre casa donde solían alojarse los profesores.

Durante muchos años, antes de los asesinatos, el plan del instituto había sido demoler la casa y deforestar parte del bosque para construir un campo de fútbol americano, una pista de atletismo, un campo de béisbol y otro de fútbol. En los últimos meses, el instituto ha reunido los fondos y planea comenzar con las obras en cuanto la policía de Peppermill determine que no quedan pruebas por recoger en la escena del crimen.

A pesar de la celeridad con la que se resolvió el caso, una orden ejecutiva del gobernador ha impedido la demolición de la casa. El año pasado, el gobernador recibió presiones de la oficina del fiscal de distrito, que a su vez fue presionado por el Departamento de Policía de Peppermill para frenar la obra. Alguien del Departamento de Policía sigue convencido de que dentro de las paredes de esa casa quedan preguntas sin responder sobre aquella noche. Por ese motivo, la demolición ha estado parada hasta ahora. Pero las autoridades escolares —los miembros del consejo de administración y aquellos cuyo dinero está ligado al éxito de la escuela— ansían la llegada del día en el que la casa se reduzca a escombros. Es una desagradable cicatriz en la historia del instituto y la mejor forma de que desaparezca es que la casa sea destruida. Aunque de momento, sigue en pie. Y yo tengo toda la intención de llegar hasta ella.

Hoy, sin embargo, decido dejar sin respuesta mi pregunta antes que presionar a la doctora Hanover al respecto y correr el riesgo de que termine la visita guiada. Sabía que no vería la casa abandonada hoy mismo, pero me habían prometido acceso a la vivienda de Gorman. Y ahora estamos llegando. Nos acercamos a la zona donde se alojan los profesores: una extensión de casas conectadas entre sí llamada Paseo de los Docentes. Aquí, en el número 14, vivió Gorman durante sus ocho años como titular en el Instituto Westmont. Profesor ejemplar de química, solo exhibe las más altas calificaciones en cuanto a sus logros y los máximos elogios en sus evaluaciones de rendimiento profesional. Evaluaciones que desde la noche del 21 de junio han quedado bajo la lupa.

Nos detenemos en el número 14. Es un adosado pequeño, económico, hecho de ladrillos color burdeos y cemento. Pasadizos estrechos conectan con las viviendas adyacentes y están rodeados de hortensias y arbustos con flores. El frente está ocupado por dos entradas, una para el número 14, la otra para el 15. Son casas bonitas, cómodas para el alojamiento de profesores. Es difícil creer que aquí vivía semejante monstruo.

Las llaves tintinean cuando la directora abre la puerta del número 14. Entramos en una casa que está vacía salvo por algunos muebles que han estado sin uso durante el último año. La doctora Hanover me guía por la sala principal, la cocina y un único dormitorio. Mientras pasamos por un pequeño despacho, suena su teléfono. La doctora Hanover se disculpa y sale para atender la llamada. De repente, estoy solo en la casa de Charles Gorman. El silencio es inquietante. Hay algo inquietante en mi solitaria presencia aquí y comprendo que debe de haber una razón lógica para que esta casa no haya sido reasignada, y probablemente nunca lo sea. Hace más de un año que está vacía porque Gorman llevaba una vida secreta dentro de las paredes de esta casa y cualquier miembro del cuerpo docente que se atreviera a tomar este sitio como propio estaría caminando en las pisadas de un asesino y lidiando con los espíritus de los alumnos que asesinó. Espíritus que seguramente vagan por esta casa vacía buscando respuestas y pasar página a sus vidas.

Ahora los siento. Estoy buscando lo mismo que ellos. Pero me sacudo el escalofrío de la nuca. Sé que no tengo demasiado tiempo. También sé que no debería hacer lo que estoy pensando, pero mis instintos de periodista de investigación están desbocados. Entro rápidamente en el pequeño despacho. Está vacío. Las marcas en la alfombra me indican dónde hubo un escritorio una vez, en el centro de la habitación. Seguramente Gorman se sentó ante él para escribir su manifiesto. Todo lo que queda de la habitación es una librería vacía, una silla torcida a la que le falta una rueda y una lámina de la tabla periódica de los elementos colgada de la pared. Sé lo que hay detrás.

Me aseguro con una rápida mirada de que la doctora Hanover sigue fuera. Luego quito la lámina. Detrás hay una caja fuerte empotrada en el yeso. Fue aquí donde los detectives descubrieron el manifiesto de Gorman.

Giro la manilla de la caja fuerte y abro la puerta.

—Cierre eso inmediatamente.

La voz de la doctora Hanover no suena fuerte ni presa del pánico. Solo firme y directa. Doy media vuelta. Está de pie en la puerta y sé que me han descubierto.

Una música de misterio sonó en el teléfono y trajo a Ryder de vuelta al presente, lejos de la casa de Charles Gorman, donde Mack Carter la había transportado con su voz seductora y sus descripciones vívidas. La música se hizo más suave y volvió a oír la voz de Mack Carter.

En el próximo episodio de La casa de los suicidios, se enterarán de lo que descubrí en la casa de Charles Gorman. No se lo pierdan. Hasta entonces… Soy Mack Carter.

CAPÍTULO 3

Un anuncio atronó desde el teléfono y Ryder tocó la pantalla con impaciencia para silenciarlo. Estaba a punto de arrojar el teléfono al otro extremo de la habitación. Mack Carter no había descubierto una puta mierda en esa caja fuerte y Ryder no tenía que esperar al siguiente episodio para escuchar cómo lo admitía. Era un señuelo barato y engañoso, una forma vergonzosa de promocionar sus habilidades como periodista de investigación. Cualquiera que supiera algo sobre los asesinatos del Instituto Westmont sabía que los detectives habían encontrado el manifiesto de Gorman en la caja fuerte. No había nada de extraordinario en el descubrimiento de Mack Carter; sin embargo, Ryder estaba segura de que los oyentes poco informados estarían babeando con la idea de que Mack hubiera sido atrapado con las manos en la masa justo cuando estaba por resolver el caso con el contenido de la caja fuerte. Ella sabía que la web de La casa de los suicidios recibiría muchas visitas de oyentes del pódcast que revisaban ansiosamente las páginas buscando fotografías del campus del Instituto Westmont y de la casa de Charles Gorman, como también las imágenes de la caja fuerte tomadas con el teléfono móvil de Mack Carter.

En el blog y el canal de YouTube de Ryder, gran parte de esta información había estado disponible desde poco después de los asesinatos. Ella había conseguido las imágenes de recortes de periódicos y registros públicos del campus y del Paseo de los Docentes. Hasta había logrado obtener una fotografía de la casa de Gorman, rodeada de cinta policial amarilla el día después de los asesinatos, que un alumno había subido a sus redes sociales antes de que obligaran a eliminarla. Pero la treta de Mack Carter, quitar la lámina de la pared susurrando e hiperventilar mientras describía la caja fuerte que había detrás, sin duda atraería hordas de oyentes al pódcast. Ryder estaba enfadada consigo misma por caer en la trampa, por sentir el mismo interés que todos los demás. Maldijo mientras revisaba la web de Mack, tras morder el anzuelo como tantos otros. El foro ya estaba inundado de hilos donde se intercambiaban opiniones sobre los hallazgos de Mack, teorías sobre la críptica insinuación de Theo Compton en cuanto a que Charles Gorman era inocente y sobre lo que Mack podía haber encontrado dentro de la caja fuerte.

—¡Está vacía, pedazo de ignorantes! —chilló Ryder dirigiéndose al ordenador—. ¿Por qué iban a quedar pruebas en la escena del crimen un año después del suceso?

Tras pasar media hora leyendo los hilos, Ryder no pudo aguantar más. Se dispuso a pasar a su propio blog para publicar una actualización en la que les diría a sus seguidores que ella seguía siendo el verdadero e intrépido paladín de la verdad tras los asesinatos del Instituto Westmont y que ellos no debían abandonarla y dejarse engañar por un pódcast tan obviamente fraudulento. Pero justo antes de pulsar para abandonar el sitio web de Mack Carter, vio un vídeo que se repetía de manera constante en la sección de comentarios. Reconoció la filmación de inmediato porque la había realizado ella misma. Era de cuando se había adentrado sigilosamente en el bosque detrás del instituto unas semanas después de los asesinatos y había podido filmar temblorosamente la casa. Había sido toda una hazaña, pues en aquel entonces la zona seguía delimitada por cinta policial y la policía ponía empeño en mantener alejados a los curiosos. Debajo del vídeo había un comentario breve y críptico.

MC, 13:3:5. Esta noche. Te contaré la verdad. Luego, que suceda lo que tenga que suceder. Estoy preparado para enfrentarme a las consecuencias.

Ryder vio que el comentario, dirigido a Mack Carter, había sido publicado a las 22.55. Hacía media hora.

Cogió las llaves del coche y marcó un número en el teléfono mientras salía corriendo de la casa.

CAPÍTULO 4

Redujo la velocidad del coche cuando llegó al punto kilométrico 13 y luego pulsó el botón para poner el cuentakilómetros a cero. Continuó a baja velocidad, observando cómo subía el cuentakilómetros. Todos los sobrevivientes conocían los números: 13:3:5. Así era como había comenzado todo. Qué distintas habrían sido las cosas si jamás hubiesen escuchado esos números, si nunca se hubieran dejado atraer hacia ese sitio con la promesa de aventuras y aceptación. Pero no podía alterar el pasado. Solamente podía controlar el presente con la esperanza de cambiar el futuro.

Cuando apareció el número tres en el cuentakilómetros, indicando que había conducido un tercio de kilómetro más allá del kilómetro trece, aparcó el coche en el arcén y apagó las luces. La noche oscura se tragó el vehículo. Se había convertido en invisible y deseaba continuar así. Deseaba colocarse una capa y ocultarse del mundo. De sus pensamientos. De sus recuerdos. De sus pecados y de su culpa. Pero sabía que no era tan fácil. Si solo se tratara de desaparecer, hacía tiempo que se habría marchado de allí dejando atrás todos los fantasmas. Qué agradable sería comenzar de nuevo en otro sitio, tal vez en otro instituto, donde podría volver a ser como antes y dejar atrás el pasado. Pero los demonios se habían apoderado de él y huir no iba a hacer que lo liberaran de sus garras. De haber habido suficientes kilómetros en la tierra como para huir de esa noche, los demás habrían corrido y corrido sin parar. Pero no lo hicieron, sino que acudieron a ese mismo sitio.

Abrió la puerta del coche y descendió del asiento del conductor. Levantó la mirada al cielo nocturno mientras caminaba hacia el centro de la carretera. El día había transcurrido con cielo cubierto y la inminente tormenta hacía que el aire oliera a humedad. Las nubes ocultaban las estrellas, recordándole que estaba completamente solo. Ni siquiera el firmamento podía posar su mirada en él esta noche.

El silencio nocturno le llenaba los oídos, pero él deseaba escuchar el rugido de un tráiler acercándose con un chillido de neumáticos. Cuánto más fácil sería simplemente quedarse allí, mirando las luces. Cerraría los ojos y todo acabaría en un instante. Se preguntó, no por primera vez, si las consecuencias que esperaban más allá de la muerte eran menores que aquellas a las que se enfrentaba aquí en la tierra.

Finalmente, se alejó de la carretera y comenzó su travesía. Dejando la puerta abierta, pasó por delante del coche para adentrarse en el bosque. Trece, tres, cinco. Kilómetro trece, trescientos metros más y una caminata de quinientos metros por el bosque. El camino era fácil de distinguir, pero la vegetación había crecido en el sendero del bosque desde la última vez que lo había recorrido. Eso había ocurrido el verano anterior, la noche de la masacre, y eran tantas las cosas sucedidas desde entonces que casi no reconocía su propia vida. Caminó los quinientos metros en diez minutos y llegó al extremo del sendero boscoso donde una cadena —oxidada y corroída— colgaba entre dos postes. Una placa cubierta de musgo decía “propiedad privada” y funcionaba como un débil último intento de mantener alejados a los merodeadores.

Pasó por encima del letrero y luego tuvo la casa de triste fama delante de sus ojos. Antes de que aquella terrible noche les hubiera arruinado la vida, sus compañeros y él habían ido allí a menudo. Todos los fines de semana. El uso que le daban a la casa abandonada la había mantenido viva. Pero ahora, tras un año de vacío absoluto, la casa estaba moribunda. No como en la masacre que se había llevado a cabo allí, en la que la muerte llegó rápido y de manera inesperada. No, la casa se moría más lentamente. Poco a poco. Los ladrillos se desmoronaban y los marcos de madera de las puertas y las ventanas estaban deformados. Las vigas se pudrían y los canalones asomaban del borde del tejado como padrastros. El sitio tenía aspecto fantasmagórico en la oscuridad; la descolorida cinta policial amarilla seguía adherida a la verja y flameaba en la brisa nocturna. Él no había vuelto desde aquella noche. Cuando junto con los demás, habían ido a mostrarle a la policía qué había sucedido exactamente. Lo que estaban dispuestos a contar, claro.

Entró en el claro y avanzó hacia la casa. La cancela de hierro forjado era como el foso alrededor de un castillo. Oxidadas y decrépitas, las bisagras gimieron en la noche cuando la abrió y los extremos de las púas inferiores trazaron semicírculos en el barro. Recordó el aspecto que había tenido esta cancela la noche de los asesinatos. Parpadeó, pero la imagen se mantuvo fija en su visión.

Su mente estaba fija en las imágenes de aquella noche: sangre y muerte. Pensó en los secretos que habían guardado, las cosas que habían ocultado. Experimentó un vértigo mental que lo hizo sentirse mareado hasta que el ruido del tren de carga lo trajo de nuevo al presente. Sacudió la cabeza para aclararse la mente, luego echó a andar con prisa por el lateral de la casa hasta donde el sendero giraba y llevaba a las vías. Las decisiones que todos habían tomado aquella noche lo llevaban ese sitio —el mismo adonde había acudido también el señor Gorman— y era allí donde comenzaría el resto de su existencia. Allí se enfrentaría a sus demonios y, por fin, sería libre.

El silbido del tren iba llenando la noche a medida que la locomotora se acercaba. Solamente escuchaba el rugido de los vagones sobre los raíles. Mientras esperaba junto a las vías, hundió las manos en los bolsillos y cogió el objeto que estaba allí. Como un niño que succiona un chupete, la sensación del objeto contra sus dedos lo calmó. Siempre lo calmaba.

Cuando el tren se acercó, con la luz superior como un faro en la noche, no intentó protegerse los oídos del rugido atronador. Deseaba escuchar el tren. Quería sentirlo, olerlo, saborearlo. Quería que el tren se llevara para siempre sus demonios.

Cerró los ojos. El rugido era ensordecedor.

CAPÍTULO 5

Mack Carter estaba sentado en la casa que había alquilado en Peppermill, en el estado de Indiana; abrió una cerveza y releyó sus notas una última vez. Bebió un sorbo para humedecerse la garganta, se ajustó los auriculares que cancelaban los ruidos, se acercó el micrófono a los labios y comenzó a hablar.

—Los asesinatos del Instituto Westmont dejaron a la nación entristecida y pasmada ante el hecho de que una tragedia tan terrible pudiera suceder dentro del santuario protegido de un internado privado. Hasta ahora hemos echado un vistazo a algunos de los detalles de aquella noche fatídica. Durante el próximo episodio, tendremos más información sobre los dos alumnos que murieron y nos zambulliremos dentro del peligroso juego en el que participaban. Para hacerlo, observaremos de cerca cómo era la vida dentro de este internado de élite y analizaremos a los adolescentes que conformaban el cuerpo estudiantil. Como siempre, espero descubrir algo nuevo. Algo que nadie más haya descubierto, un secreto que muchos de nosotros creemos que sigue oculto dentro de las paredes del Instituto Westmont. Soy Mack Carter y esto es… La casa de los suicidios.

Mack tocó la pantalla táctil del ordenador para detener la grabación. Escuchó la promo mientras terminaba la cerveza, retocando segmentos y mejorando el ritmo y la cadencia de su voz. Cuando se sintió satisfecho, lo envió por correo electrónico a su productora. Ya era el pódcast que más veces había sido descargado en la temporada. El caso del Instituto Westmont era tremendamente popular entre la comunidad amante de los crímenes reales y la historia seguía presente en los principales medios.

El canal que transmitía su programa de análisis de noticias cinco noches por semana apoyaba la producción, y los jugosos acuerdos con patrocinadores que habían firmado eran un buen augurio. La casa de los suicidios era el próximo gran éxito.

Pasó una hora en el pequeño estudio de grabación que le había montado el canal en la casa de alquiler en Peppermill. En el ordenador que tenía delante estaban todas las grabaciones que había creado durante la última semana. Su productora las había retocado y condensado y en ese momento esperaban la revisión y aprobación de Mack antes de que el equipo comenzara a darle forma a un episodio coherente. Muchos de los fragmentos estaban marcados en rojo, lo que indicaba que era Mack quien debía añadir más comentarios.