Erhalten Sie Zugang zu diesem und mehr als 300000 Büchern ab EUR 5,99 monatlich.
Avery Mason es la presentadora de Eventos Nacionales y acaba de recibir una noticia que será historia: por primera vez en veinte años y, gracias a una nueva tecnología, han identificado los huesos de una víctima del atentado a las Torres Gemelas del 11 de septiembre. La víctima es Victoria Ford, quien había sido acusada del espantoso asesinato de su amante casado, al que encontraron colgado del balcón de su mansión. Toda la escena del crimen estaba cubierta con el ADN de Victoria. En una última y desesperada llamada a su hermana, le ruega que demuestre su inocencia. Para Avery, investigar este caso y presentarlo en su programa es la excusa perfecta para volver a Nueva York. Necesita llevar adelante otra misión: deberá volver a su pasado, a su verdadera identidad y hacer pagar a quien arruinó su vida. Pero no sabe que hay personas que la están siguiendo, que están obligadas a desentrañar esa misma verdad, cueste lo que cueste. Las historias se entrelazan en esta astuta trama: los secretos que todos han mantenido ocultos durante los últimos veinte años están a punto de ser descubiertos, pero los engaños han sido perfectos.
Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:
Seitenzahl: 514
Veröffentlichungsjahr: 2024
Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:
engaño perfecto
Charlie Donlea
Traducción: Constanza Fantin Bellocq
Título original: Twenty Years Later
Edición original: Kensington Publishing Corp. Derechos de traducción gestionados por Sandra Bruna Agencia Literaria, SL
© 2021 Charlie Donlea
© 2024 Trini Vergara Ediciones
www.trinivergaraediciones.com
© 2024 Motus Thriller
www.motus-thriller.com
España · México · Argentina
ISBN: 978-84-19767-21-9
De la invención nace el progreso.De la reinvención nace la libertad.Anónimo
15 de julio de 2001
Dos meses antes del 11S
La muerte estaba en el aire.
Pudo olerla en cuanto pasó por debajo de la cinta policial y entró en el jardín delantero de la palaciega finca. Las montañas de Catskill se elevaban por encima del perfil del tejado en la luz matutina que alargaba las sombras de los árboles. La brisa bajaba desde las estribaciones de las montañas, trayendo un olor a putrefacción que le provocó un movimiento involuntario del labio superior cuando el hedor le llegó a la nariz. El olor a muerte lo entusiasmaba. Quería creer que era porque se trataba de su primer caso como flamante detective de homicidios y no por alguna perversa obsesión.
Un agente de policía lo guio por el jardín hasta la parte posterior de la finca. Allí se encontró con la fuente del hedor. La víctima colgaba, desnuda, del balcón del primer piso; con los pies suspendidos a la altura de los ojos y la cuerda blanca alrededor del cuello que hacía que su cabeza pareciera una piruleta a la que se le había roto el palo. La cuerda colgaba por encima de la reja, tensa por el peso del cuerpo, y desaparecía por los ventanales que daban a lo que supuso que sería el dormitorio.
El detective concluyó que la víctima seguramente habría estado girando durante gran parte de la noche y, desafortunadamente, había quedado mirando hacia la casa. Desafortunadamente porque lo primero que el detective vio mientras caminaba por el césped del jardín fue el trasero desnudo del hombre. Cuando se acercó al cadáver, vio los moratones en el glúteo y el muslo derechos. Las marcas violáceas contrastaban con la lividez del muerto.
El detective sacó un par de guantes de látex del bolsillo de la chaqueta y se los puso. El cadáver estaba tan hinchado que parecía a punto de reventar. Las extremidades parecían rellenas con masa. La víctima tenía las manos atadas detrás de la espalda con una cuerda, lo que impedía que los brazos rígidos e hinchados colgaran a los lados del torso. Si cortaban esa cuerda, imaginó el detective, el sujeto se desplegaría como un espantapájaros.
Le hizo una señal al fotógrafo forense, que esperaba en la periferia del jardín.
—Adelante.
—Sí, señor —respondió el fotógrafo.
La unidad de criminalística ya había recorrido la finca tomando fotografías y grabando vídeo para registrar la escena tal como la habían encontrado. Ahora lo harían por segunda vez después de que el detective hubiera hecho su recorrida inicial. El fotógrafo levantó la cámara y miró por el visor.
—Entonces, ¿cuál es la primera conclusión? —preguntó el fotógrafo, disparando el obturador repetidas veces para tomar una serie de fotografías—. ¿Alguien ató al tipo y lo tiró por el balcón?
El detective levantó la mirada hacia el primer piso.
—Es posible. O tal vez él mismo se ató la cuerda al cuello y saltó.
El fotógrafo se detuvo y apartó lentamente la cara de la cámara.
—Sucede más a menudo de lo que creerías —dijo el detective—. De ese modo, si se arrepienten, no pueden salvarse a sí mismos. —El detective señaló la cara del muerto—. Tómale unas fotos a la mordaza que tiene en la boca.
El fotógrafo entornó los ojos mientras rodeaba el cadáver para mirar dentro de la boca de la víctima.
—¿Qué es esa mordaza de bola que tiene dentro de la boca? ¿Algo relacionado con sadomasoquismo?
—Sin duda iría de la mano de las marcas de látigo en el trasero. Subiré al primer piso para ver qué es lo que mantiene a este sujeto en su sitio.
Además de cubrirse las manos con guantes, el detective se calzó cubrezapatos desechables para entrar en el dormitorio. Las puertas dobles de cristal que daban al balcón se abrían hacia adentro, permitiendo que la brisa con olor a muerte entrara en la habitación. El penetrante hedor era menos notorio allí, un piso más arriba de donde el muerto colgaba en el aire matinal. El detective se paró en el umbral y recorrió el dormitorio con la mirada. Era la suite principal, sin duda alguna. El techo abovedado tenía una altura de seis metros. En el centro del dormitorio había una cama de matrimonio extragrande con dosel; a cada lado, una mesa de noche. Contra la pared vio una cómoda cuyo espejo reflejaba su imagen. La cuerda subía por encima de la reja del balcón, entraba por las puertas dobles y seguía a la altura de la cintura por la habitación, hasta desaparecer dentro del vestidor.
Entró en el dormitorio y siguió la cuerda. El vestidor no tenía puerta, la abertura era un arco. Cuando se acercó, vio un espacio ordenado en el que las prendas colgaban de perchas idénticas. En la pared del fondo se veían zapatos dispuestos en pequeños compartimentos de madera de pino. Entre estos se elevaba una caja fuerte negra de alrededor de un metro cincuenta de alto, que parecía pesar una tonelada. El extremo de la cuerda estaba atado con un nudo complicado a una de las patas de la caja fuerte. El detective sabía que el otro extremo estaba anudado alrededor del cuello del hombre, y que, ya fuera que lo hubieran empujado o se hubiera tirado solo, la caja fuerte había hecho su trabajo. Las cuatro patas estaban hundidas en la alfombra sin marcas adyacentes que sugirieran que el peso del cuerpo las hubiera movido ni un centímetro.
En el suelo, junto a la caja fuerte, había un cuchillo de cocina de gran tamaño. El sol de la mañana entraba por las puertas dobles del balcón e iluminaba el vestidor, dibujando la sombra del detective en el suelo y en la pared posterior. Sacó una linterna del bolsillo e iluminó las pequeñas fibras que estaban junto al cuchillo sobre la alfombra. En cuclillas, las examinó a la luz de la linterna. Parecían ser hebras de nailon de cuando habían cortado la cuerda. Sobre la alfombra había un pequeño charco de sangre; unas gotas habían caído sobre el mango del cuchillo. Colocó un cono de señalización amarillo sobre la sangre y las fibras, para indicar que se trataba de pruebas, y otro junto al cuchillo.
Al salir del vestidor, vio una copa de vino casi vacía sobre la mesilla de noche. Colocó otro cono de señalización junto a ella. El borde estaba manchado con pintalabios. Pasó por encima de la cuerda tensa, junto a la cómoda con espejo y entró en el baño. Miró a su alrededor lentamente, pero no vio nada fuera de lugar. Muy pronto el equipo de criminalística revisaría el sitio con luminol y luces negras. De momento, al detective le interesaba tener una primera impresión del lugar. La tapa del inodoro estaba levantada, pero el asiento estaba bajado y seco. El agua que había dentro se veía amarilla y sintió el penetrante olor a orina cuando su olfato se alineó con su vista. Alguien había utilizado el inodoro y había olvidado tirar la cadena. Un solitario trozo de papel higiénico flotaba en el interior. Colocó otro pequeño cono de señalización junto al inodoro.
Salió nuevamente al dormitorio y volvió a pasear la mirada por la habitación. Siguió la cuerda hasta el balcón y observó el cadáver que colgaba del extremo. En la distancia, la niebla de la mañana cubría las montañas de Catskill como una capa. Era la casa de un hombre muy rico y al detective lo habían seleccionado especialmente para que descubriera qué le había sucedido. En pocos minutos había identificado manchas de sangre, huellas sobre una copa de vino y una muestra de orina que probablemente pertenecía al asesino.
En aquel momento, no tenía ni idea de que todo eso llevaría a identificar a una mujer llamada Victoria Ford. Tampoco podría haber predicho que dos meses después, justo cuando tuviera todas las pruebas organizadas y estuviera muy cerca de obtener una condena, dos aviones de línea —el vuelo 11 de American Airlines y el vuelo 175 de United Airlines— se estrellarían contra las Torres Gemelas del World Trade Center. En una soleada mañana de cielos azules, morirían tres mil hombres y mujeres, y el caso del detective se desvanecería en el aire.
11 de septiembre de 2001
Hasta donde llegaba la vista, era una diáfana mañana de cielo despejado. Cualquier otro día, a Victoria Ford le habría parecido hermosa. Pero ese día, la mañana fresca y el cielo límpido pasaron inadvertidos. Las cosas habían salido muy mal y ella luchaba por su vida. Desde hacía varias semanas. Tras coger el metro desde Brooklyn, subió las escaleras y salió a la luminosa mañana. Debido a la hora temprana, las calles estaban menos atestadas de lo normal. Era el primer día de clase, y muchos padres no habían hecho el viaje habitual a su trabajo para poder dejar a sus hijos en el colegio y hacerse las fotos del primer día. Victoria aprovechó que las aceras estaban vacías y caminó con paso rápido por el distrito financiero hacia el despacho de su abogado. Empujó las puertas del vestíbulo y entró en el ascensor, que tardó cuarenta y cinco segundos en subirla al piso setenta y ocho. Allí, subió dos plantas más por la escalera mecánica y entró en las oficinas. Un instante más tarde estaba sentada frente al escritorio de su abogado.
—Sin ningún rodeo —dijo Roman Manchester en cuanto Victoria se hubo sentado—. Así es como suelo dar las noticias.
Victoria asintió. Roman Manchester era uno de los abogados defensores más conocidos del país. También era uno de los más caros. Pero ahora que las cosas se habían descarrilado, Victoria había decidido que Manchester era su mejor opción. Era alto y tenía un abundante pelo castaño; en un extraño momento de surrealismo, Victoria lo miró y recordó las veces que lo había visto por televisión, respondiendo preguntas de los periodistas o dando una conferencia de prensa para proclamar la inocencia de su cliente. El nombre de ella pronto estaría en la misma categoría que los otros hombres y mujeres a quienes Roman Manchester había defendido. Pero si eso significaba que evitaría una condena que la enviaría a la cárcel, a Victoria no le importaba. Desde el principio había sabido que sería así.
—La fiscal de distrito me llamó anoche para informarme que han convocado a un gran jurado.
—¿Y eso qué significa? —preguntó Victoria.
—En breve, posiblemente esta semana, presentarán ante un jurado de veintitrés ciudadanos todas las pruebas que tienen en tu contra. No se me permite estar presente y tampoco es un procedimiento abierto al público. La fiscal de distrito no está intentando demostrar culpabilidad más allá de una duda razonable. Su objetivo es mostrar al jurado las pruebas que tiene hasta el momento para determinar si es necesario emitir una acusación formal.
Victoria asintió.
—Usted y yo ya hemos hablado de esto, pero permítame resumirle rápidamente lo que tienen en su contra. Las pruebas físicas son sustanciales. En la escena del crimen encontraron sus huellas, su ADN en rastros de sangre y de orina. Todo eso es incuestionable, ya que se siguieron todos los procedimientos con las órdenes de registro. La cuerda que estaba alrededor del cuello de la víctima coincide con la cuerda que los investigadores encontraron en su coche. Hay otras pruebas físicas menores, además de una gran cantidad de pruebas circunstanciales que se presentarán ante el gran jurado.
—¿No puede cuestionarlas como parte de mi defensa?
—La defenderé, pero no ante el gran jurado. Nuestro momento llegará cuando el caso vaya a juicio. Y habrá que trabajar mucho para llegar a ese punto. Podré cuestionar gran parte de las pruebas circunstanciales, pero, francamente, las pruebas físicas son un obstáculo difícil de superar.
—Ya se lo he dicho —dijo Victoria—. No estuve en esa casa la noche en que murió Cameron. No puedo explicar cómo mi sangre y mi orina aparecieron allí. Ese es su trabajo. ¿Acaso no es por lo que le pago?
—En algún momento podré ver todas las pruebas y analizarlas en detalle para saber lo contundentes que son. Pero todavía no hemos llegado a eso. De momento, creo que el gran jurado fallará a favor de una acusación formal.
—¿Cuándo?
—Esta semana.
Victoria negó con la cabeza.
—¿Qué debería hacer?
—Lo más importante es calcular de cuánto dinero dispone y cuánto más puede obtener de familiares y amigos. Lo necesitará para la fianza.
—¿Cuánto dinero sería?
—Es difícil decirle una cantidad exacta. Argumentaré que no tiene antecedentes penales y que no existe riesgo de fuga. Pero la fiscal de distrito está buscando una acusación de homicidio premeditado y eso ya implica una fianza mínima de un millón. Es probable que sea más. Además, queda el resto de mi anticipo.
Victoria miró por la ventana del despacho de su abogado y contempló los edificios de Nueva York. Hizo una lista mental de sus bienes. Tenía poco más de diez mil dólares en una cuenta de ahorro conjunta con su marido. Inversiones por unos ochenta mil dólares, aunque tendría que pelear con uñas y dientes por cada centavo, puesto que la cuenta estaba a nombre de ambos. No se hablaban desde que surgieron los detalles de su aventura durante la investigación, cosa que ella sabía que sería inevitable. Los medios se habían regodeado con todos los detalles escabrosos difundiéndolos por todas partes. Poco tiempo después, su marido se había ido de casa.
Podría pedir un préstamo respaldado por su plan de jubilación personal, donde tenía otros cien mil dólares. La plusvalía de su casa podría superar las cinco cifras. Aun con todo eso, le seguiría faltando dinero. Podría pedirles a sus padres y a su hermana, pero Victoria sabía que eso no cambiaría demasiado la situación. Su mejor amiga tenía todo el dinero del mundo y un millón de dólares no le haría mella a Natalie Ratcliff. Era la única opción que le quedaba. El peso de la situación hizo que se le encorvaran los hombros y se le llenaran los ojos de lágrimas. Eso no tendría que estar pasando. Hacía solo dos meses, Cameron y ella habían sido felices. Planeaban un futuro juntos. Pero luego todo cambió. El embarazo, el aborto y todo lo que siguió. Los celos y el odio. Todo había sucedido tan rápido que Victoria casi no había tenido tiempo de digerirlo. Y ahora estaba en el medio de una pesadilla sin salida. Apartó la mirada de la ventana y la fijó en su abogado.
—¿Qué pasa si no consigo el dinero?
Roman Manchester frunció los labios, se llevó la taza de café a la boca y bebió un sorbo lento antes de volver a dejarla cuidadosamente sobre el escritorio.
—Creo que debería encontrar la forma de asegurarse ese dinero; dejémoslo así. Será mucho más fácil montar una defensa viable si no la envían a prisión preventiva antes del juicio. No digo que sea imposible, solo más fácil.
Victoria sentía un zumbido en la mente. Una vibración real, audible. Imaginó que eran las neuronas de su cerebro tratando de asimilar la gravedad del momento, hasta que comprendió que se trataba de otra cosa. La vibración era real, algo que hacía temblar la silla y el escritorio. El sonido que la acompañaba fue cambiando de un zumbido lejano a un chillido ensordecedor. De pronto, un objeto pasó como un rayo por su visión periférica, pero desapareció antes de que ella pudiera mirar hacia la ventana. Entonces, el despacho de su abogado tembló y osciló. Se cayeron los cuadros de la pared y estallaron los cristales justo cuando el ruido de una explosión le inundó los oídos. Las luces parpadearon y los paneles del techo le cayeron encima. Fuera, el cielo azul de un instante atrás había desaparecido. En su lugar se veía una pared de humo negro que borraba el brillante sol matinal. Esa misma humareda negra se enroscaba por los conductos de ventilación, y un olor inquietante le llenó las fosas nasales. Reconoció el olor, aunque no pudo ubicarlo de inmediato. No era exactamente igual, pero lo encontró parecido a la gasolina.
Veinte años después
La Jefatura de Medicina Forense de la ciudad de Nueva York estaba situada en un edificio blanco de ladrillo, sin ningún rasgo distintivo, en Kips Bay, en la calle 26 Este y la Primera Avenida. Si hubieran ocupado los dos pisos más altos, habrían tenido vistas al East River y al extremo norte de Brooklyn. Pero las plantas superiores no estaban destinadas a los científicos y médicos que deambulaban por el edificio. Se reservaban, en cambio, para los sistemas de purificación de agua y de aire. El aire que circulaba dentro del laboratorio forense más grande del mundo era limpio, puro y seco. Muy muy seco. La humedad era mala para el ADN y la extracción de ADN era uno de los fuertes del laboratorio forense.
En el frío y húmedo sótano se encontraba el laboratorio de procesamiento de huesos. Un técnico abrió la tapa hermética del tanque criogénico, liberando niebla de nitrógeno líquido en el aire. Tres capas de guantes de látex protegían las manos del técnico. Su cara estaba a salvo detrás de una máscara de plástico. El técnico metió unas pinzas en el tanque y levantó el tubo de ensayo de la niebla. Estaba lleno de un polvo blanco que minutos antes había sido una pequeña muestra ósea. El hueso se había congelado con nitrógeno y luego se había agitado enérgicamente la muestra dentro del tubo de ensayo a prueba de balas. El resultado era la pulverización del hueso original, que se había convertido en un fino polvo. La técnica permitía a los científicos acceder a la parte más interna del hueso, lo que aumentaba las posibilidades de extraer ADN utilizable. El concepto era extraordinariamente simple y había sido desarrollado sobre la base de dos de los conceptos básicos de la física: la ley de movimiento y la termodinámica. Si se arrojaba una manzana contra una pared, se partía en muchos pedazos. Pero si la misma manzana se congelaba con nitrógeno líquido y después se la arrojaba contra la pared, se deshacía en millones de partes. Cuando se trataba de extraer ADN del hueso, en cuantas más partes se pudiera partir el hueso, mejor. Cuanto más fino el polvo, mejor.
El técnico colocó el tubo dentro de un soporte con una docena de tubos que contenían hueso pulverizado. Mientras una niebla de nitrógeno seguía elevándose desde el tubo, sumergió una jeringuilla de precisión en un vaso de líquido, extrajo diez centímetros cúbicos y los añadió al hueso pulverizado. Al día siguiente, en lugar de polvo de huesos, los tubos contendrían un líquido rosa. De ese líquido se obtendría un código genético, una secuencia de veintitrés números única para cada ser humano del planeta. Su perfil de ADN.
En el salón contiguo al laboratorio de procesamiento de huesos, una hilera de ordenadores ocupaba las cuatro paredes. Allí era donde los científicos tomaban los perfiles de ADN generados a partir de muestras óseas e intentaban hacerlos coincidir con los perfiles almacenados en la base de datos del Sistema de Índice Combinado de ADN conocido como CODIS. Pero ese no era el banco de datos nacional que utilizaba el FBI para comparar perfiles de ADN recogidos en escenas del crimen con criminales condenados previamente. Esta base de datos era un archivo independiente de perfiles de ADN proporcionados por las familias de las víctimas del 11S que nunca fueron identificadas después de la caída de las Torres.
Hacía tres años que Greg Norton trabajaba en las oficinas de la Jefatura de Medicina Forense, conocida como OCME. Gran parte de esos años los había pasado en el laboratorio de informática. Todas las mañanas se encontraba con una cantidad de perfiles de ADN secuenciados a partir de fragmentos óseos que habían sido recogidos entre los escombros de las Torres Gemelas. Cargaba cada secuencia en la base del CODIS y buscaba coincidencias. En los tres años que llevaba allí, nunca había encontrado ni una sola. Pero esa mañana, cuando se sentó con la segunda taza de café delante del teclado, una luz indicadora verde parpadeaba en la pantalla.
“¿Verde?”.
Una luz roja significaba que no se habían encontrado coincidencias para las secuencias cargadas, y Greg se había acostumbrado tanto a eso que no esperaba otra cosa que la luz roja. Desde que trabajaba en la OCME, jamás había visto una luz indicadora verde. Clicó en el icono y aparecieron dos perfiles de ADN en el monitor: números blancos contra un fondo negro. Eran idénticos.
—Hum, ¿jefe? —dijo en tono cauteloso, con los ojos fijos en los veintitrés números que tenía delante de él para cerciorarse de que no cambiaran.
—¿Qué pasa? —preguntó el doctor Trudeau, haciendo volar los dedos sobre un teclado del otro lado de la habitación.
Como jefe de Biología Forense, Arthur Trudeau estaba a cargo de identificar los restos de víctimas de muertes masivas en el estado de Nueva York. Durante casi veinte años había estado dedicado a identificar las muestras recogidas de los muertos durante el ataque al World Trade Center.
—Tenemos una coincidencia.
Trudeau dejó de teclear y lentamente miró hacia el ordenador de Greg Norton.
—¿Cómo dices? Repítelo.
El técnico asintió y sonrió, sin dejar de mirar los números en su pantalla.
—Tenemos una coincidencia. ¡Tenemos una coincidencia, joder!
El doctor Trudeau se puso de pie y cruzó el laboratorio.
—¿Paciente?
—Uno, uno, cuatro, cinco, cero.
Trudeau se dirigió a un ordenador que había sobre un soporte alto, atrajo el teclado hacia sí y tecleó los números.
—¿Quién es? —preguntó Greg.
Otros técnicos habían oído la noticia de una identificación confirmada y se habían reunido alrededor de ellos. Trudeau miraba el monitor y el pequeño reloj de arena que giraba mientras el ordenador buscaba. Finalmente, apareció un nombre en la pantalla.
—Victoria Ford —dijo.
—¿Familiar más cercano? —quiso saber Greg.
Trudeau negó con la cabeza.
—Los padres, pero han muerto.
—¿Algún otro contacto?
—Sí —respondió Trudeau, desplazando la pantalla hacia abajo—. Una hermana. Con domicilio en el estado de Nueva York.
—¿Quiere que la llame?
—No. Volvamos a repetir el proceso para asegurarnos. De principio a fin. Si vuelve a mostrar coincidencia, la llamaré.
—Es la primera en… ¿cuánto tiempo, jefe?
El doctor Trudeau miró al joven técnico.
—En años. Bien, ahora repite el proceso.
Los Ángeles, California
Viernes, 4 de mayo de 2021
Avery Mason no buscaba la fama. Con un cementerio de secretos en su pasado, lo que menos quería era fama. Con todo, la había encontrado. Si había sido por casualidad o intencionadamente, era una pregunta que solo la terapia podría responder. Requeriría de una zambullida en profundidad dentro de su tumultuosa crianza, un examen de la complicada relación con su padre y abundante introspección y reflexión. Avery no tenía tiempo para nada de eso. Porque cualquiera que fuera el motivo, lo que Avery sabía con certeza sobre la fama era que se cernía como una ola colosal sobre la arena. O la cabalgas, o permites que te ahogue. Ella eligió cabalgarla y de una manera espectacular.
Avery Mason tenía treinta y dos años y era la mujer más joven que había conducido Eventos Nacionales, el programa vespertino más visto de la televisión. Su ascenso a la cumbre de los índices de audiencia era improbable, estadísticamente insólito y algo que Avery jamás había esperado. Mack Carter había sido el presentador histórico y popular de Eventos Nacionales. Su muerte, ocurrida el año anterior mientras cubría los asesinatos del instituto privado Westmont, había sacudido a la industria periodística de la televisión. También había dejado una vacante en la cima de Eventos Nacionales. En medio del pánico, la cadena televisiva eligió a Avery para que llenara el enorme hueco que había dejado Mack hasta que pudieran encontrar a un presentador permanente. Como colaboradora frecuente del programa, Avery había presentado secciones que siempre habían obtenido altos índices de audiencia. De hecho, eran tan altos que Avery fue nombrada como la primera copresentadora en la historia legendaria del programa. Hacía exactamente un mes que ocupaba ese puesto cuando murió Mack Carter. La habían lanzado al centro del escenario, bajo los focos más intensos, esperando que fracasara, pero Avery Mason había tomado el papel de presentadora principal el otoño anterior y fue un éxito. Eventos Nacionales no solo permaneció en la cima de los programas más vistos, sino que incrementó su audiencia en un veinte por ciento.
Los críticos explicaban el éxito de Avery como una carambola de morbosa curiosidad. Según argumentaban, la gente sintonizaba el canal para ver cómo esa mujer sin experiencia manejaría la aplastante presión de reemplazar a uno de los presentadores más queridos de Estados Unidos en el programa de noticias y actualidad más antiguo de la televisión. El problema con ese argumento era que los índices de audiencia de Avery no bajaban nunca. Que ella fuera joven y atractiva ciertamente no perjudicaba a su estrella ascendente, y Avery admitía que era probable que su aspecto atrajera a un cierto público de hombres que tal vez no solían ver un programa de actualidad y noticias. Pero su aspecto no era la única razón de su éxito. Lo que mantenía altos los índices de audiencia era su talento, su carisma y el contenido del programa. La gran repercusión mediática tampoco le había venido mal. En el último año había estado en las portadas de las revistas de ocio, había dado incontables entrevistas y posado para sesiones de fotos; también se había publicado un artículo en la revista Eventos Magazine sobre sus habilidades naturales frente a la cámara y su ascenso a la cima de las noticias por cable. Y a pesar de todo, había logrado mantener oculto su pasado.
El fuerte de Avery eran los crímenes reales: encontrar un misterio sin resolver y analizarlo minuciosamente con su público de una manera que los enganchaba y no los soltaba. Se forjó un nombre gracias a su incursión oscura y atrevida en algunos de los crímenes más sórdidos del país. Pero, para contrarrestar las historias siniestras que cubría, Avery también contaba historias de supervivencia y esperanza. La gente veía el programa para ser testigo de esas historias de milagros y de superación. No pasaba una semana sin que Avery presentara algún tipo de historia real, sacada del centro de Estados Unidos, que hacía sentir bien al público. Como la de Kelly Rosenstein, la mujer que se cayó con el monovolumen familiar en el embalse Devil's Gate de Pasadena después de que un conductor borracho la sacase de la carretera. La indómita madre de cuatro hijos no solo había logrado escapar del vehículo hundido, sino que milagrosamente lo había hecho con todos sus hijos tras ella. Avery entrevistó a la mujer una semana después del accidente. Cuando en Estados Unidos morían unas seiscientas personas por año debido a hundimiento de vehículos, ¿cómo había hecho esa madre entregada para escapar? Muy simple. Años atrás, Mack Carter había demostrado la mejor manera de escapar de un coche caído al fondo de un lago. Kelly Rosenstein había visto aquel episodio y se acordó de lo que había que hacer.
Conmovida por la historia, Avery decidió buscar la antigua grabación. Fue así como terminó esa misma tarde detrás del volante dentro de un monovolumen aparcado junto a la piscina cubierta de un instituto, con un equipo de televisión listo para grabar la acción. Ese día, una grúa gigante levantaría el coche y lo dejaría caer —con Avery dentro— al fondo de la piscina. Cámaras situadas debajo del agua captarían el intento de Avery de escapar del vehículo sumergido. Estaba —sin duda ni vergüenza alguna— muerta de miedo.
Todo el país adoraba a Mack Carter por las escenas de riesgo que hacía, y a Avery no se le ocurría mejor manera de terminar su primera temporada completa como presentadora de Eventos Nacionales que con un guiño a su predecesor. La grabación de hoy era su rito de iniciación. Ese sería su último episodio antes de las vacaciones de verano. Un verano que sin duda sería el más difícil de su vida. Seguiría un caso de Nueva York que, a su juicio, tenía potencial: los restos de una víctima de los atentados del 11S acababan de ser identificados por medio de prometedoras técnicas relacionadas con el ADN, y Avery quería contar la historia. Si sobrevivía a la prueba de hoy, partiría a Nueva York a seguir algunas pistas.
Por lo menos, esa era su historia. Se le antojaba como una tapadera perfecta.
Los Ángeles, California
Viernes, 14 de mayo de 2021
El monovolumen Honda estaba aparcado sobre un elevador hidráulico a un lado de la piscina cubierta del instituto de Los Ángeles. Avery había elegido la marca y el modelo por su conexión con la clase media. El monovolumen era uno de los vehículos más utilizados en Estados Unidos. Sumergir un BMW de sesenta mil dólares en la piscina de un instituto podía ser emocionante de ver, pero demostrarles a las madres que se quedaban en casa a criar a sus hijos cómo escapar de su vehículo hundido se lograba mucho mejor con un coche común y corriente.
Avery revisó el anclaje del cinturón de seguridad por tercera vez en menos de un minuto. Christine Swanson, su productora ejecutiva, se asomó por la ventanilla abierta del lado del conductor.
—¿Todo bien? —preguntó.
Avery asintió.
—Hazme otra vez la señal de corte —le indicó Christine.
Avery colocó los cuatro dedos de la mano derecha delante de su cuello y los movió de un lado a otro.
—Si sientes pánico o no recuerdas qué hacer, das la señal de corte y los buzos te sacarán en segundos. ¿Entendido?
Avery asintió.
—¡Dilo, Avery! Necesito oír tu voz.
—¡Sí, Christine! Lo he entendido, por Dios. Empecemos.
—Estamos a punto de hundir este coche al fondo de una piscina —dijo Christine con voz serena, tratando de controlar el momento de pánico—. Quiero asegurarme de que tu cabeza esté donde tiene que estar.
—Claro que no está donde tiene que estar, Chris. Si lo estuviera, yo no me encontraría aquí. Y si no hacemos esto pronto, perderé el valor. Vamos, que empiece el espectáculo de una vez.
Christine asintió.
—De acuerdo. Lo harás muy bien.
Christine se alejó del monovolumen, se llevó los dedos a los labios y silbó. Fue un pitido agudo y estridente que retumbó en las paredes del cavernoso centro acuático.
—¡Grabamos!
Un zumbido sonoro llenó el patio interior cuando se activó el sistema hidráulico de la grúa y se elevó la plataforma sobre la que estaba el monovolumen. Avery se aferró al volante con fuerza como si estuviera conduciendo bajo una lluvia torrencial. Subió la ventanilla y el ruido exterior —los gritos de los productores que daban órdenes, de los ingenieros que guiaban al operador de la grúa, del sonido del sistema hidráulico y los murmullos de los trescientos espectadores que ocupaban las tribunas— se acalló por completo. Lo único que oía ahora era su propia respiración acelerada. Hasta el olor a cloro había desaparecido.
El ascenso finalizó por fin y luego el monovolumen se volvió a sacudir cuando la parte posterior de la plataforma empezó a elevarse, inclinando el morro del vehículo hacia abajo, hacia el agua. El grupo de ingenieros a los que habían consultado sobre la prueba decidió que treinta y ocho grados era el ángulo más adecuado para representar a un coche que se salía de la carretera y caía al agua. Para Avery fue como si estuviera colgando verticalmente desde un acantilado. El cinturón de seguridad la sujetó cuando la gravedad la lanzó hacia delante. Afirmó las piernas contra el suelo para mantener su posición en el asiento del conductor.
Cuando el monovolumen se inclinó hacia delante, Avery pudo ver por el parabrisas toda la piscina olímpica con sus ocho calles. La superficie del agua reflejaba las luces del escenario que se habían montado alrededor de la piscina. Las marcas rojas de las calles del fondo de la piscina oscilaban en imágenes ondulantes, iluminadas por reflectores sumergibles. Vio a los buzos de rescate en posición, cerca del fondo; las burbujas de sus tanques de oxígeno subían a la superficie mientras esperaban la llegada de Avery a los más de cuatro metros de profundidad. En la etapa de planificación, ella había imaginado que la presencia de los buzos la tranquilizaría. Que el hecho de saber que el rescate estaba a unos pocos metros de distancia le brindaría una sensación de seguridad mientras el monovolumen se hundía. Que sabiendo que solo necesitaba hacer la señal de corte para que los buzos la sacaran inmediatamente del coche le calmaría los nervios y le daría confianza. Pero ahora, colgando sobre la piscina con el peso de su cuerpo contra el cinturón de seguridad, no sentía ni tranquilidad ni confianza. Las cosas podían salir mal. ¿Y si no lograba utilizar las técnicas que le habían enseñado los expertos en supervivencia? ¿Y si su mente se paralizaba y sencillamente no recordaba lo que debía hacer? ¿Y si se atascaba el cinturón de seguridad debido a la fuerza del impacto? ¿Y si no se rompía el cristal de la ventanilla como se suponía que debía suceder? ¿Y si los buzos no veían su señal? ¿Y si…?
La sensación de caída interrumpió súbitamente sus pensamientos. El arnés que sostenía el vehículo se soltó. Estaba en caída libre. La sintió mucho más larga que los tres segundos que supuestamente llevaba caer del borde de la plataforma los cuatro metros y medio hasta impactar contra el agua. Durante esos segundos congelados, Avery vio la cámara de televisión al otro lado de la piscina, una de las ocho que estaban posicionadas alrededor del centro acuático. Otras cuatro cámaras GoPro estaban montadas dentro del vehículo, con sus luces rojas repentinamente brillantes y vigilantes. Justo antes del impacto, Avery tuvo un atisbo de la pantalla tamaño cine que mostraría su progreso al público cautivo que llenaba las gradas junto a la piscina. Y luego, hubo un choque.
El impacto fue fuerte. El cinturón de seguridad se le clavó contra el esternón mientras su cabeza se lanzaba hacia delante. El monovolumen se hundió de morro y luego, como si una goma estuviera atada a su parachoques trasero, empezó a retroceder cuando la flotabilidad natural del aire atrapado dentro del vehículo lo llevó de vuelta a la superficie. El vehículo se balanceó y se movió hasta que la madre naturaleza encontró el centro de gravedad y lo hundió lentamente desde el motor. El agua entraba por agujeros invisibles y empezaba a llenar el interior. Avery luchó por controlar el pánico que crecía con cada segundo. El pánico, sin embargo, era bueno. Significaba que tenía conciencia de lo que sucedía y no había sucumbido a la “inacción conductual”, un síntoma descrito por los expertos en supervivencia que habían sido consultados para el episodio. También llamado “desajuste de la expectativa”, era la respuesta de la mente a una situación traumática. El cerebro intenta correlacionar la situación actual con una experiencia conocida del pasado. Mientras el lóbulo frontal queda preso en círculos repetitivos, tratando infructuosamente de encontrar una situación similar desde la cual trabajar, el cuerpo se paraliza y espera instrucciones de la mente. Se trata de la ciencia detrás del proverbial fenómeno del “ciervo frente a las luces de un coche”.
Por fortuna, Avery no padecía ningún desajuste de su entorno. La sinapsis de su cerebro se disparó hacia una experiencia previa cuando había luchado contra el agua inexorable que intentaba ahogarla. Recordó el día que su velero se hundió frente a la costa de Manhattan y ella estuvo a un centímetro de perder la vida. Era imposible recordar aquel día y no pensar en su hermano. Y ahora, esos pensamientos sobre Christopher la trajeron de vuelta a su situación actual. La camioneta se hundía y el agua llenaba rápidamente el interior del vehículo. Pensó en mover los dedos delante de la garganta y poner fin a esa locura. Pero luego recordó a Kelly Rosenstein, la madre que no había tenido la opción de cortar la acción cuando su coche, en el que viajaba con sus cuatro hijos, se hundió hasta el fondo del embalse Devil’s Gate. Era un milagro que Kelly hubiera mantenido la calma el tiempo suficiente como para salvarse a sí misma y a sus hijos. Más asombroso aún era que atribuyera su supervivencia a haber visto un episodio de Eventos Nacionales. Si lo que Avery había aprendido de los expertos en supervivencia durante la última semana podía utilizarse ahora para mostrarle a alguien cómo salvar su vida, merecía, como mínimo, su mayor esfuerzo.
Mientras el coche se llenaba de agua, Avery se desabrochó el cinturón de seguridad. Se giró hacia un lado en el asiento, sacó las piernas fuera del agua que se acumulaba en el suelo y colocó los pies frente a la puerta. Apoyándose en la consola central, apuntó con el talón hacia la esquina de la ventana del lado del conductor. El ángulo inferior derecho de la ventana era clave, le habían dicho los expertos. La unión donde el vidrio templado se encontraba con el marco representaba la parte más débil de la ventana. Golpeándola adecuadamente, podría sacar la ventana del marco de la puerta en una sola pieza. Si, en cambio, golpeaba el centro de la ventana, perforaría el vidrio templado y se cortaría el pie en pedazos. Abrir la puerta sería imposible, puesto que el agua ya llegaba hasta la mitad de la ventana y la presión exterior sería demasiada.
Avery flexionó la pierna, llevando la rodilla hacia su cara, se aferró al volante con la mano derecha y al apoyacabeza con la izquierda y pateó la esquina de la ventana. Cerró los ojos en el momento del impacto y esperó a que entrara el agua por la abertura. Cuando no pasó nada, abrió los ojos. La patada no había logrado nada. El monovolumen seguía hundiéndose en la piscina; la línea de agua ya estaba más arriba de la ventana del conductor. Cerró los ojos y volvió a patear. Esta vez una rotura en forma de telaraña se retorció desde la esquina de la ventana. Intuyendo todos los objetivos que la rodeaban, desde las cámaras GoPro montadas dentro del coche hasta las cámaras sumergibles situadas en la piscina y enfocadas hacia ella, llevó otra vez la pierna hacia sí y pateó con todas sus fuerzas. De inmediato sintió la oleada de agua. Estaba más fría de lo que imaginaba y la fuerza era tan grande que en un instante le cubrió la cabeza.
Mientras el monovolumen completaba su descenso de más de cuatro metros hasta el fondo de la piscina, Avery cerró los ojos y permitió que sus oídos se adaptaran a la presión. Cuando el vehículo tocó fondo con un impacto mucho más suave que unos segundos antes cuando lo había hecho contra la superficie del agua, abrió los ojos y vio al cámara apuntando con el objetivo por el hueco de la ventana que faltaba. Vio también a los buzos de rescate vigilando con atención por si ella daba la señal de emergencia. Avery sacó las piernas por el marco de la ventana, cerró los dedos de la mano derecha alrededor de la manija que estaba por encima de la puerta y se lanzó por la abertura hacia la piscina. Luego se enderezó en posición vertical, levantó un pulgar en dirección a la cámara y se impulsó con las piernas hacia la superficie.
La filmación submarina resultó espectacular. Christine hizo una producción fabulosa y la cadena televisiva filtró en las redes sociales avances del episodio antes de la fecha de emisión, que sería durante la semana de medición de audiencia de mayo. Cuando se emitió “El monovolumen”, como se tituló el episodio, Avery Mason y Eventos Nacionales obtuvieron los índices de audiencia más altos de la historia del programa.
Playa del Rey, California
Sábado, 5 de junio de 2021
El jardín de Mosley Germaine era el océano Pacífico. En realidad, era una llamativa extensión de playa además del océano, pero lo primero que notaba cualquier persona al entrar en la casa de Playa del Rey eran las magníficas vistas del agua a través de los enormes ventanales. El diseño de concepto abierto incluía una isla en la cocina que se extendía hasta la vasta sala. Las puertas correderas de cristal que daban al patio estaban abiertas esa noche; habían desaparecido dentro de las paredes como si nunca hubieran existido, permitiendo que la brisa del océano soplara por la casa. La terraza trasera estaba compuesta por varios niveles y construida con piedra italiana importada. Una larga mesa rectangular, que parecía sacada de una sala de juntas, dominaba el centro de la terraza, a pocos pasos de la piscina. Estaba puesta para cuarenta invitados y cada lugar estaba meticulosamente dispuesto con dos platos, tres copas, cubiertos en perfecto ángulo de noventa grados y una tarjeta de identificación que indicaba la ubicación dispuesta por el propio señor Germaine.
Esa noche era la reunión anual de fin de temporada de los rostros públicos de la cadena HAP News, que lideraba las mediciones actuales de audiencia. No había competidores cercanos. Al frente del gigante de los medios estaba Mosley Germaine. Había estado al mando de HAP News desde los años noventa, contratado cuando la programación estelar la encabezaban personalidades desconocidas, los índices de audiencia estaban por los suelos y la cadena de noticias casi ni figuraba en el radar. Pero Germaine poseía un enfoque especial para transmitir las noticias. Elegía a las personalidades y decidía sobre el contenido. Si un programa no lograba atraer a la audiencia adecuada, cambiaba a los presentadores por alguien nuevo. Si una hora de noticias serias no lograba competir con los telediarios vespertinos de las principales cadenas, reemplazaba al presentador por una cara nueva. Lo hacía con la suficiente frecuencia como para mantener a su gente alineada y alerta, para hacerles saber a todos que la gente sintonizaba HAP News, no a una personalidad individual. Pero cuando un programa tenía éxito y se destacaba del resto, se aseguraba de mantener feliz al presentador, acorralado y sin otras opciones, pero feliz de todas formas. Mosley Germaine era el maestro titiritero que controlaba todo lo que sucedía en la cadena de televisión. Esa noche celebraba otra temporada más en la cima de las noticias por cable. Era una gala anual en la impresionante finca frente al mar del jefe, donde se celebraba el éxito, se ostentaba la riqueza y se difundía la idea de que con dedicación, trabajo duro y lealtad, todo era posible para los pocos y selectos invitados. Avery Mason odiaba cada minuto de esa fiesta.
Llegó sola. No tenía pareja —otro tema para analizar con su terapeuta— y aunque la hubiera tenido, llevar a un novio a ese suplicio anual era mala idea. Necesitaba estar concentrada. Necesitaba estar en su mejor forma. No podía permitirse ninguna distracción cuando entrara en la guarida del león. El señor Germaine era conocido por acorralar a sus empleados con más talento y coaccionarlos para que aceptaran acuerdos con los que no habían planeado comprometerse. Su contrato expiraría en pocas semanas, y solo había habido vagas negociaciones al respecto sobre su futuro en HAP News y como presentadora de Eventos Nacionales. Avery había rechazado la extensión del contrato que le habían ofrecido unas semanas atrás. Fue una oferta para probar con qué tipo de resistencia se encontrarían. Avery, con ayuda de su agente, la rechazó de plano, argumentando que quería concentrarse en los dos últimos meses de Eventos Nacionales y mantener el alto nivel de audiencia antes de preocuparse por algo tan pueril como el dinero y el futuro de su carrera. Era un disparate. Lo sabía ella, lo sabía Mosley Germaine y todos los demás ejecutivos de la cadena. Pero Avery había expresado su rechazo de una manera que hacía difícil que el señor Germaine la presionara. Así que no lo había hecho. Pero esta noche, en su casa, seguramente lo haría.
En cuanto a obtener ventaja, la jugada había sido de oro. Ella terminaba la temporada en la cima y ahora podía volver a la mesa de negociación con bastantes municiones. Avery y su agente estaban trabajando sobre una contraoferta, pero hasta el momento, habían dejado a la cadena en ascuas. Ahora, mientras se dirigía a la casa de su jefe sobre la playa, estaba nerviosa. Su presencia en la casa de Mosley Germaine seguramente llevaría a una discusión con él sobre su futuro. La noche se anunciaba como una celebración, un momento para dejar los negocios de lado y disfrutar del éxito que todos habían encontrado en HAP News. Pero Avery sabía que no era así. Esta noche era una emboscada muy bien coreografiada y ella tenía que estar preparada.
Condujo su Range Rover rojo a través del portón hasta la entrada circular. Germaine había contratado un servicio de aparcacoches para comodidad de sus invitados y Avery entregó su vehículo —un regalo que se había hecho a sí misma después de firmar contrato para ser presentadora de Eventos Nacionales— a un amable joven que le entregó una ficha a cambio. Avery se había vestido estratégicamente para la ocasión de esa noche. Llevaba pantalones estrechos que acentuaban sus largas piernas. Con su metro setenta y siete de estatura no necesitaba demasiada ayuda. Una blusa blanca sin mangas mostraba sus brazos tonificados y emitía un aura de fuerza, algo que siempre necesitaba para tratar con Mosley Germaine. Su cabello castaño rojizo estaba recogido en una elegante cola de caballo para mantenerlo fuera de su cara cuando se levantara el viento de Playa del Rey. Estar delante del señor Germaine y tener que llevarse constantemente mechones rebeldes detrás de las orejas era una desventaja que no se iba a permitir. Subió los escalones taconeando sobre la piedra; otra jugada táctica. Con tacones medía tranquilamente un metro ochenta. Cuando Germaine lograra encontrarla, estaría a su misma altura.
Una recepcionista la recibió en la puerta principal con una bandeja con copas de champán. Avery tomó una y bebió un sorbo. Como de costumbre, era de lo mejor que había probado. Germaine no escatimaba gastos en esas galas anuales, a las que Avery había sido invitada ya en dos ocasiones anteriores.
Acababa de cruzar el vestíbulo y estaba llegando al extremo de la cocina cuando vio a Christine Swanson.
—Ay, ¡por fin has llegado! —dijo Christine.
—Gracias a Dios. —Avery le cogió la mano con fuerza—. Hazme un resumen rápido. Información necesaria sobre el terreno.
—Vaya, veo que estás en modo pelea. Me encanta.
—Debería haberme vestido con ropa de camuflaje.
—Germaine está en la terraza, en plan festivo. Y el señor Hillary también nos ha honrado con su presencia.
—¿Hillary?
David Hillary era el multimillonario dueño del conglomerado de comunicaciones HAP Media, del cual HAP News era uno de los muchos afiliados. Como presidente ejecutivo, casi todo lo que sucedía en la compañía llevaba su sello de aprobación.
—Sí. Lleva un traje blanco de algodón y parece que acabara de salir de una cabina de bronceado; la que lleva del brazo es su quinta mujer, que parece recién graduada en la universidad.
—Con un título en comunicaciones, seguramente.
Christine se rio.
—No necesitará un título. Si es inteligente, se divorciará dentro de un par de años y se llevará cien millones a su casa.
—Me encanta cuando una de sus ex se lleva otro pedazo de su fortuna —dijo Avery.
Ya había sucedido dos veces en el breve lapso en el que ella había trabajado para HAP News.
—¿Por qué los hombres inmensamente ricos son tan estúpidos cuando se trata de mujeres? —comentó Christine.
—Porque piensan con sus genitales y no pueden evitarlo.
Una repentina imagen de su padre cruzó por la mente de Avery. La apartó de inmediato. No podía permitirse pensamientos dispersos esa noche y el odio que albergaba por su padre era el más grande de todos. Su padre era otro tema que tendría que analizar con el terapeuta que algún día contrataría. Pero esa noche necesitaba mantenerse centrada y ser calculadora. Avery bebió un sorbo largo de champaña mientras observaba a la gente. Se permitiría solamente una copa antes de pasar a agua con gas con limón. Quería mezclarse con los invitados, pero necesitaba mantener la mente despejada. El champán era la bebida que elegía para ese tipo de situaciones. Le hacía sentirse más relajada que el vodka y el vino, y no tenía que tomar más que una copa para eso.
—¿Cuál es el plan? —quiso saber Christine.
—Bajemos a la playa y escondámonos hasta la cena.
También eso era una estrategia. Avery quería que tanto el señor Germaine como el señor Hillary supieran que había llegado. Pero también quería mantenerse fuera de la vista. Los evitaría durante todo el tiempo posible. El tiempo necesario para que bebieran mucho y perdieran su ventaja. Más tarde, cuando sirvieran la cena, buscaría su sitio asignado en la mesa larga, luciría una gran sonrisa y se sentaría junto a todas las otras personalidades que conformaban el equipo de HAP News. Fuera de su alcance e intocable. Al menos por esa noche. Mañana sería otro día.
—Escondernos en la playa me parece genial —dijo Christine—. Robaré una botella de Dom o lo que sea este glorioso brebaje y nos encontraremos allí.
Se dieron un rápido beso en la mejilla antes de partir en direcciones opuestas. Avery empezó su cauteloso avance por el campo minado que era la fiesta, esforzándose por esquivar los explosivos que acechaban.
Playa del Rey, California
Sábado, 5 de junio de 2021
Además de a su productora ejecutiva, Avery también había reclutado a Katelyn Carson, presentadora de un programa matutino, para que se escondiera con ella en la playa. El mar rompía en robustas olas que se estrellaban contra la playa antes de dispersarse a pocos pasos de donde estaban ellas. El rugido del océano complementaba las armonías acústicas que fluían desde la terraza de Mosley Germaine, donde una banda de tres músicos tocaba música folk, quizás una versión de Lumineers o de Mumford and Sons. El ambiente tentaba a Avery a tomar otra copa de champán, pero se resistió.
Vista desde la playa, la casa era una magnífica construcción con techo de pizarra y paredes de estuco iluminadas por la puesta de sol. Los troncos rectos de las palmeras pintaban largas sombras que flanqueaban la finca. Una pasarela de madera atravesaba una zona de piedras y juncos que separaban la casa de la playa. Con todas las ventanas y la puerta abiertas, el interior de la casa se fundía con la terraza, poblada por los presentadores de HAP News de los programas matutinos, de medio día, vespertinos y de fin de semana.
—Tu episodio final fue demencial —dijo Katelyn Carson—. No tengo ni idea de cómo lo hiciste. Estaba muerta de miedo por lo que te pudiera pasar.
El episodio del monovolumen hundido, que Avery había dedicado a su predecesor, seguía siendo popular. No solo fue la hora con más audiencia de la temporada, sino que también había acumulado millones de vistas en el servicio de streaming de la cadena de noticias.
—Lo que no se vio en la televisión —dijo Avery— fueron los buzos que rodeaban el vehículo, listos para salvarme si tenía alguna dificultad.
—No me importa si Aquaman estaba en esa piscina, yo jamás me habría atrevido a hacerlo. Todos aquí estaban hablando de eso hace un rato.
—Christine fue la que hizo que quedara tan bien.
Christine negó con la cabeza.
—No tuve que hacer mucho más que filmar. El resto lo hiciste tú.
—Oí que la audiencia estuvo por las nubes —dijo Katelyn.
—Por las nubes, exactamente —dijo una voz profunda detrás de ellas.
Avery sintió que se le desarmaba la sonrisa cuando miró por encima de su hombro y vio no solo a Mosley Germaine, sino también a David Hillary. Se recuperó de inmediato y obligó a sus labios a curvarse nuevamente.
—Eventos Nacionales realmente le ha dado brillo a tu estrella —observó Mosley.
El dardo sutil, que el programa había creado la popularidad de Avery, no pasó inadvertido. Tampoco lo hizo el hecho de que ella se había quitado los tacones para caminar por la arena. Ahora necesitaba esos centímetros mientras Mosley Germaine se le aproximaba.
—Mosley —dijo Avery, sin dejar de sonreír—. La casa tiene un aspecto fabuloso, como siempre.
—Gracias. Por eso me pregunto por qué te estás escondiendo aquí abajo en la playa.
—Escondiendo no. Solo disfrutando del entorno. Debe de ser increíble tener al océano de vecino.
—Teníamos la esperanza de que te tomaras unas copas con nosotros antes de la cena —dijo David Hillary, dirigiendo la conversación a pesar de los esfuerzos de Avery por mantenerse en las banalidades.
—No te vi cuando llegué —dijo Avery a Germaine—. Y no sabía que usted estaba aquí, señor Hillary. Qué lujo. Me encanta su traje.
—Van a servir la cena —dijo Mosley—. Así que creo que no habrá tiempo para copas.
—¿Ya? Parece como si acabara de llegar. Christine y yo estábamos poniéndonos al día con Katelyn. Últimamente, casi no la hemos visto.
Mosley sonrió. Miró a Katelyn y a Christine.
—¿Os molestaría dejarnos a David y a mí unos minutos a solas con Avery?
—No, claro —dijo Katelyn.
Christine asintió.
—Por supuesto.
—Ya están todos sentándose en su sitio —dijo Mosley—. No tardaremos más que un minuto.
A pesar de sus esfuerzos por evitar esa situación, Avery se encontró a solas no solo con su jefe, sino también con el jefe de su jefe.
—Avery —dijo David, una vez que Katelyn y Christine se hubieron marchado—, quería dedicarte un momento en privado para decirte que lo que has hecho en Eventos Nacionales ha sido increíble. Lo has dado todo en el programa y has permitido que mostrara tus fortalezas como periodista.
Avery sonrió. Otro cumplido ambiguo. No respondió. Si no se cuidaba, esto podía ponerse feo muy rápidamente.
—Mosley y yo no entendemos por qué has rechazado la ampliación del contrato.
—Sí, eso. Junto con mi agente estamos preparando una contraoferta, pero todavía no tenemos nada finalizado.
—Pero te ofrecimos la ampliación hace varias semanas.
—Sí, lo sé. Es que estaba concentrada en terminar los últimos episodios de Eventos Nacionales y lamentablemente no he podido pensar en otra cosa.
—Es comprensible —dijo David—. Pero la temporada ha terminado y necesitamos una respuesta de tu parte. O estás dentro o estás fuera. Por algo dirigimos una de las cadenas más exitosas de la televisión. Planeamos el futuro y no nos gustan las sorpresas. Estamos tratando de cerrar el equipo de otoño y necesitamos saber si te incluye a ti o no.
—Por supuesto. Me reuniré con Dwight esta semana.
—¿Qué problema tenía la oferta? Solo nos enteramos de que la habías rechazado, pero no nos dijeron las razones —dijo Mosley.
—Pues… —Avery vaciló—. No estoy preparada para hablar de esto esta noche, ¿sabes? Tal vez podríamos dejarlo para la semana que viene, así Dwight puede participar de la conversación.
—El tiempo es esencial —dijo Mosley—. Estamos trabajando con una fecha límite ajustada para tener todo organizado antes del otoño. Tal vez podrías darnos una idea de a qué se debe el retraso.
Era más una afirmación que una pregunta.
—A Dwight no le convencía el aspecto monetario.
—¿A Dwight Corey no le convencía? —preguntó David.
—A primera vista, no. Pero él y yo vamos a reescribir los números ahora que el programa ha terminado.
—La compensación anual ofrecida es alta y te alinea con tus colegas. Después de solamente un año como presentadora, creemos que es muy generosa.
Avery sintió un deseo abrumador de señalarle que “alinearla” con la competencia era un insulto. Le había ganado a la competencia en índices de audiencia semana tras semana durante el último año, por lo que la cadena debería compensarla no por estar “a la par” de otras personalidades, sino por estar por encima de todos ellos en todos los grupos demográficos. También quería mencionar lo inadecuado que era que estos dos ególatras pomposos la aislaran en la playa y utilizaran sus posiciones de poder para intimidarla y llevarla a negociar un contrato sin la presencia de su agente. Pero se tragó las ansias y esbozó una sonrisa falsa que les dijo sin palabras lo que ella pensaba de la oferta.
—Como dije, os prometo que esta semana estudiaré el contrato con atención, ahora que tengo algo de tiempo libre. Y Dwight se pondrá en contacto con vosotros de inmediato para transmitiros nuestras ideas.
—Sí, hazlo —dijo David—. Nos gustaría escuchar tus ideas. Eventos Nacionales está en la pausa del verano, pero no podemos permitir que el programa siga demasiado tiempo en el limbo. Terminamos primero en índices de audiencia y queremos empezar en el otoño en el mismo lugar donde lo dejamos. Si por algún motivo decides no ser parte de ese esfuerzo, nos gustaría tener tiempo para elegir a tu sucesor.
—La lista es larga —dijo Mosley—. De posibles candidatos, digo. Eventos Nacionales tiene la capacidad de convertir en estrella a cualquiera que lo conduzca. Si decides seguir tu camino, nos vendría bien tener tiempo para preparar al nuevo presentador o presentadora en cuanto a lo que significa el puesto.
Reemplazarla ahora, tras la temporada más exitosa del programa, sería suicida. Pero les siguió la corriente.
—Llamaré a Dwight mañana mismo —dijo—. Y nos pondremos a ello enseguida.
Los dos hombres asintieron como si la conversación hubiera seguido el curso esperado, luego dieron media vuelta en la arena y se dirigieron hacia la casa. A Avery le llevó un par de minutos dejar de temblar después de que se marcharan. Finalmente, atravesó la playa y subió por la pasarela. Los restos del atardecer arrojaban su sombra como una delgada silueta delante de ella. La brisa era fresca y la hizo caer en la cuenta de cómo había estado sudando. Cuando llegó a la terraza, volvió a colocarse los tacones y rodeó la piscina, que resplandecía con luces subacuáticas rosadas, pasando luego junto a las antorchas que marcaban el perímetro del patio, y alrededor de mesas con estufas de propano en el centro que despedían suficiente calor como para combatir el frío de la brisa marina. El personal de servicio empujaba carros con la cena de la noche: pato asado con verduras variadas, y se pusieron a servir. Justo cuando Avery se sentaba, Mosley Germaine se puso de pie desde su trono de la cabecera y utilizó un tenedor para golpear suavemente su copa y llamar la atención de los demás.