La chica que se llevaron (versión latinoamericana) - Charlie Donlea - E-Book

La chica que se llevaron (versión latinoamericana) E-Book

Charlie Donlea

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Beschreibung

Ella no recuerda nada. Mejor así. Su verdad era solo la mitad de la historia. Megan McDonald está terminando el bachillerato, es popular, carismática, y tiene un futuro increíble por delante. En una de sus últimas noches en Emerson Bay, la secuestran. Megan está dos semanas en cautiverio hasta que escapa, y pasa a ser conocida como "la chica que se llevaron". Pero esa noche también desapareció Nicole Cutty y de ella nadie sabe nada. Megan escribe su libro, que se convierte en un bestseller, pero ella no está bien. Recuerda muy poco de lo que ocurrió y necesita saberlo. Livia, médica forense, es la hermana mayor de Nicole. Todavía se siente culpable por no haber contestado el teléfono cuando Nicole la llamó la noche en que desapareció. Megan y Livia deciden investigar qué pasó con Nicole. Cuanto más profundizan se dan cuenta de que el verdadero terror reside en encontrar exactamente lo que estabas buscando.

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Veröffentlichungsjahr: 2021

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LA CHICA QUE SE LLEVARON

Charlie Donlea

Traducción: Constanza Fantin Bellocq

“Donlea mantiene a sus lectores adivinando todo el tiempo. Las vueltas de la historia son inteligentes y atrapantes, para fans que disfrutan de las historias de misterios con giros inesperados”.

—Library Journal.

“Un excelente libro con todos los ingredientes necesarios, cautivante desde la primera a la última página. Charlie Donlea tiene un talento para no perder de vista dentro del género de thrillers”.

—Steve Berry, bestseller de The New York Times.

“Los fans del suspenso contemporáneo disfrutarán de esta lectura vertiginosa”.

—Booklist.

“Como desafío personal me gusta adivinar quién es el asesino en cada thriller que leo, imagina mi sorpresa cuando todo lo que había pensado estaba mal. El libro de Donlea es un placer para todos los que disfrutamos de las buenas historias que son más de lo que aparentan”.

—Lucila Quintana, editora.

“Esta es una historia con un misterio fabuloso, de esos que se deben saborear. Una intriga contada en dos tiempos, desde la refrescante perspectiva de una médica forense, que llega a un punto donde dejar de leer no es una opción”.

—Chelsea Humphrey, Goodreads.

Donlea, Charlie

La chica que se llevaron / Charlie Donlea. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Trini Vergara Ediciones, 2021.

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: descarga y online

Traducción de: Constanza Fantin de Bellocq.

ISBN 978-987-47931-1-9

1. Narrativa Estadounidense. 2. Novelas de Suspenso. 3. Novelas de Misterio. I. Fantin de Bellocq, Constanza, trad. II. Título.

CDD 813

Título original: The Girl Who Was Taken

Edición original: Kensington Publishing Corp.

Derechos de traducción gestionados por Sandra Bruna Agencia Literaria SL

© 2017 Charlie Donlea

© 2021 Trini Vergara Ediciones

www.trinivergaraediciones.com

© 2021 Motus Thriller

www.motus-thriller.com

España · México · Argentina

ISBN: 978-987-47931-1-9

Índice de contenido
Portadilla
Citas elogiosas
Legales
La Chica que se Llevaron
El Rapto
La Huida
La gira de presentación del libro
Parte I
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Verano de 2016
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Parte II
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Verano de 2016
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Parte III
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Verano de 2016
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Parte IV
CAPÍTUL0 28
Capítulo 29
Capítulo 30
Capítulo 31
Capítulo 32
Verano de 2016
Capítulo 33
Parte V
Capítulo 34
Capítulo 35
Capítulo 36
Capítulo 37
Capítulo 38
Capítulo 39
Capítulo 40
Capítulo 41
Capítulo 42
Parte VI
Capítulo 43
Capítulo 44
Capítulo 45
Capítulo 46
Capítulo 47
Capítulo 48
Capítulo 49
Capítulo 50
Capítulo 51
Capítulo 52
Capítulo 53
Capítulo 54
Capítulo 55
Capítulo 56
Capítulo 57
Capítulo 58
Capítulo 59
Capítulo 60
Capítulo 61
Capítulo 62
Capítulo 63
Capítulo 64
Capítulo 65
Agradecimientos
Si te ha gustado esta novela...
Charlie Donlea
Sinopsis
Motus

Para MaryHermana, entusiasta, amiga.

Amazing grace how sweet the sound That saved a wretch like meI once was lost but now I’m foundWas blind but now I see.

Amazing Grace

Sublime gracia, cuán dulce el sonidoQue salvó a una desdichada como yoEstuve perdida, pero ahora me he encontradoEstuve ciega, pero ahora veo.

Himno Amazing Grace / Sublime Graciade John Newton, 1779

EL RAPTO

Emerson Bay,Carolina del Norte20 de agosto de 201623:22 horas

LA OSCURIDAD FUE SIEMPRE PARTE de su vida.

La buscaba y coqueteaba con ella. Le resultaba pintoresca y encantadora, algo que a la mayoría le parecía incomprensible. Últimamente se había convencido, con algo de morbosidad, de las bondades de su compañía, de que prefería la negrura de la muerte a la luz de la existencia. Hasta esta noche. Hasta que se encontró de pie frente a un precipicio de muerte y vacío como nunca había conocido, ante una noche sin estrellas. Cuando Nicole Cutty se vio ante ese abismo entre la vida y la muerte, eligió la vida. Y corrió como si la persiguiera el demonio.

Sin linterna, cegada por la noche, atravesó la entrada principal. Él estaba a un brazo de distancia detrás de ella, lo que hizo que la adrenalina la inundara; corrió unos pasos en la dirección equivocada hasta que su vista se adaptó al brillo empañado de la luna. Divisó su automóvil, se orientó y corrió hacia él; buscó a tientas la manija y abrió la puerta con desesperación. Las llaves colgaban del encendido; Nicole puso en marcha el motor, movió la palanca de cambios y pisó el acelerador. La excesiva inyección de gasolina en el motor estuvo a punto de hacerla embestir de costado el vehículo que tenía por delante. Las luces dieron vida a la noche cerrada y por el rabillo del ojo vio brillar el color de la camisa de él cuando apareció por delante del capó del auto estacionado. No tuvo tiempo de reaccionar. Sintió el impacto sordo y el atroz balanceo de la suspensión: las ruedas registraron los desniveles del cuerpo de él antes de recuperar la tracción sobre el camino de grava. De manera instintiva, pisó el acelerador a fondo y giró apretadamente en U, para huir luego a toda velocidad por el camino angosto, dejando todo detrás de sí.

Nicole giró el volante y derrapó al ingresar en la ruta principal, sacudiéndose en el asiento hasta que el coche se estabilizó; el velocímetro trepaba por encima de los ciento veinte kilómetros por hora, pero no le prestó atención. Flexionó el brazo del que él la había sujetado; ya se le estaba formando un magullón violeta. Sus ojos pasaban del parabrisas al espejo retrovisor. Transcurrieron más de tres kilómetros antes de que aflojara el pie sobre el acelerador y el motor de cuatro cilindros se aquietara. Estar libre no la aliviaba. Habían sucedido demasiadas cosas como para creer que el hecho de haber escapado pudiera hacer desaparecer los problemas de esa noche. Necesitaba ayuda.

Al tomar la ruta de acceso que llevaba de nuevo hacia la playa, Nicole repasó mentalmente las personas a las que no podía pedir ayuda. Su mente funcionaba así, en negativo. Antes de decidir quién podía ayudarla, descartó a aquellos que no la comprenderían. Sus padres estaban en primer lugar. La policía, inmediatamente después. Sus amigas eran una posibilidad, pero eran débiles e histéricas y Nicole sabía que entrarían en pánico antes de que les explicara siquiera una fracción de lo que había sucedido. Su mente dio vueltas y vueltas, pasando por alto la única posibilidad real hasta que hubo descartado todas las demás.

Nicole se detuvo en la señal de alto y retomó la marcha mientras buscaba su teléfono. Necesitaba a su hermana. Livia era mayor y más sabia. Racional de un modo en que Nicole no lo era. Si dejaba de lado la última parte de sus vidas y pasaba por alto la distancia entre ellas, sabía que podía confiarle su vida a Livia. Y aunque no estuviera segura de ello, no tenía otras opciones.

Se llevó el teléfono a la oreja y lo escuchó sonar, con lágrimas cayéndole por las mejillas. Era casi medianoche. Estaba a una cuadra de la fiesta en la playa.

—Responde, responde, responde. ¡Por favor, Livia!

LA HUIDA

Dos semanas más tarde

Bosque de Emerson Bay 3 de septiembre de 201623:54 horas

SE QUITÓ LA BOLSA DE arpillera de la cabeza y respiró a bocanadas. Le tomó unos minutos a su vista adaptarse y que dejaran de bailarle siluetas amorfas delante de los ojos, que retrocediera la oscuridad. Escuchó, buscando la presencia de él, pero solo oyó el repiqueteo de la lluvia afuera. Dejó caer la bolsa de arpillera al suelo y caminó de puntillas hasta la puerta de la cabaña. Sorprendida al ver que estaba entreabierta, acercó el rostro a la ranura entre la puerta y el marco, y espió el bosque oscuro castigado por la lluvia. Imaginó la lente de una cámara en su pupila mientras espiaba por la hendija: el foco achicándose y retrocediendo lentamente para capturar primero la puerta, luego la cabaña, luego los árboles, hasta llegar a un panorama satelital del bosque entero. Se sintió pequeña y débil por esa imagen mental de sí misma, sola en una cabaña perdida en medio del bosque.

Se preguntó si esto era una prueba. Si salía por la puerta y se adentraba en el bosque, existía la posibilidad de que él la estuviera esperando. Pero si la puerta abierta y el hecho de haber podido liberarse momentáneamente del grillete constituían un error, era el primero que él cometía y esta era la única oportunidad que ella había tenido en las últimas dos semanas. El primer momento en que no estaba encadenada a la pared del sótano.

Maniatada y con las manos temblorosas, empujó la puerta y la abrió. Las bisagras chirriaron en la noche antes de que su quejido se aplacara bajo el abofeteo de la lluvia. Aguardó un instante, inmovilizada por el miedo. Cerró los ojos con fuerza y se obligó a pensar, tratando de sobreponerse al sopor de los sedantes. Las horas de oscuridad del sótano le atravesaron la mente como un relámpago en una tormenta. También, la promesa que se había hecho de que, si surgía la oportunidad de escapar, la tomaría. Había decidido días atrás que prefería morir luchando por su libertad antes que entregarse como oveja al matadero.

Dio un paso vacilante fuera de la cabaña y salió a la lluvia espesa y pesada que le corrió en chorros fríos por la cara. Se tomó un momento para bañarse en ella, para dejar que el agua le lavara la niebla de la mente. Luego, echó a correr.

El bosque estaba oscuro y la lluvia caía como una catarata. Con las manos atadas con cinta adhesiva, trató de desviar las ramas que le azotaban el rostro. Tropezó con un tronco y cayó sobre hojas resbaladizas; se obligó a incorporarse de nuevo. Había contado los días y creía haber desaparecido hacía doce. Tal vez trece. Aislada en un sótano donde su secuestrador la mantenía encerrada y la alimentaba, podía haberse salteado un día cuando el cansancio la hundía en un largo sopor. La había trasladado al bosque esa misma noche. El miedo se había apoderado de ella cuando, rebotando dentro de la cajuela del coche, presa de náuseas, imaginó que se acercaba el fin. Pero ahora tenía por delante la libertad; en algún lugar más allá del bosque, de la lluvia y de la noche, podía encontrar el camino a casa.

Corrió a ciegas, de manera errática y perdiendo todo sentido de orientación. Por fin oyó el rugido de un camión que rodaba por el pavimento mojado. Respirando agitada, corrió a toda velocidad hacia el ruido y trepó un terraplén que llevaba a la ruta. Las luces traseras del camión se desvanecían a medida que se alejaba, con cada segundo.

Se tambaleó hasta el centro de la carretera y, con las piernas temblorosas, corrió tras las luces como si pudiera alcanzarlas. La lluvia le pegaba en el rostro, apelmazándole el cabello y empapándole la ropa andrajosa. Descalza, continuó impulsándose hacia adelante con pasos irregulares por el corte profundo que tenía en el pie derecho, producto de su desesperada huida por el bosque. Iba dejando una línea sinuosa de sangre detrás de ella, que enseguida la tormenta se encargaba de borrar. Presa de pánico de que él pudiera emerger del bosque, se obligó a avanzar con la sensación de que él estaba cerca, listo para alcanzarla, cubrirle la cabeza con la bolsa de arpillera y llevarla de nuevo al sótano sin ventanas.

Deshidratada, creyó estar sufriendo alucinaciones cuando la distinguió: una pequeña luz blanca a lo lejos. Se tambaleó hacia ella hasta que la vio dividirse en dos y agrandarse. Permaneció en el medio de la ruta, agitando las manos atadas por encima de la cabeza.

El automóvil aminoró al acercarse y encendió las luces altas para iluminarla, de pie sobre la ruta, empapada, descalza, con rasguños en la cara y la sangre que le corría por el cuello y teñía de rojo la camiseta.

El coche se detuvo; los limpiaparabrisas salpicaban agua hacia cada lado. Se abrió la puerta del lado del conductor.

—¿Te encuentras bien? —gritó el hombre por encima del rugido de la tormenta.

—¡Necesito ayuda! —respondió ella.

Eran las primeras palabras que pronunciaba en varios días y la voz le salió rasposa y seca. La lluvia, notó por fin, tenía un sabor maravilloso.

El hombre la miró con más atención y la reconoció.

—¡Dios mío! ¡Todo el estado te está buscando! —La rodeó con el brazo, la llevó hasta el coche y la ayudó con cuidado a sentarse en el asiento delantero.

—¡Vámonos! —exclamó ella—. ¡Está por venir, lo sé!

El hombre corrió al otro lado del automóvil y lo puso en movimiento antes de cerrar la puerta. Condujo a gran velocidad por la carretera 57 mientras llamaba al 911.

—¿Dónde está tu amiga? —preguntó. La joven se quedó mirándolo.

—¿Quién?

—Nicole Cutty. La otra chica que fue secuestrada.

LA GIRA DE PRESENTACIÓN DEL LIBRO

Doce meses después

Nueva YorkSeptiembre de 201708:32 horas

SENTADA ERGUIDA EN LA SILLA, Megan McDonald observó a Dana Campbell leer las notas de la entrevista, mientras una maquilladora le empolvaba la nariz y a su alrededor se desplegaba un caos general de productores vociferando órdenes y cambios de luz durante el tiempo restante de la pausa comercial. Los movimientos de hombros y las inspiraciones profundas no habían servido de nada; de hecho, se le había formado un nudo en el trapecio que sentía tensarse. Megan se sobresaltó y dio un respingo cuando otra maquilladora le tocó la mejilla con un pincel.

—Perdón, tesoro; estás demasiado brillosa. Cierra los ojos.

Megan cerró los ojos mientras la mujer le pasaba el pincel por la cara. Una voz en la oscuridad, al otro lado de las cámaras televisivas, comenzó una cuenta regresiva. Megan sintió la boca como si estuviera llena de algodón seco y las manos comenzaron a temblarle. Los maquilladores desaparecieron y de pronto quedó sola frente a Dana Campbell, bajo las luces potentes.

—Cinco, cuatro, tres, dos… estamos en vivo.

Megan escondió las manos temblorosas debajo de los muslos. Dana Campbell miró a la cámara y habló con el tono y la cadencia ensayados y perfeccionados de los anfitriones de programas televisivos matutinos, entre los cuales el suyo se destacaba por su gran audiencia.

—Todos conocemos la horrorosa historia de Megan McDonald. Una típica joven estadounidense, hija del alguacil de Emerson Bay, raptada en el verano de 2016. Un año después, Megan ha publicado su libro, Perdida, el relato verídico de su secuestro y valiente huida. —Dana Campbell apartó los ojos de la cámara y sonrió a su invitada—. Megan, bienvenida al programa.

Megan inspiró una bocanada seca y vacía que casi la hizo atragantarse.

—Gracias —respondió.

—El país entero y, por supuesto, Emerson Bay, han querido conocer tu historia desde hace más de un año. ¿Qué te inspiró para finalmente compartirla?

Desde que había pactado la entrevista, Megan se debatía con las respuestas que daría. No podía contarle la verdad a la gran Dana Campbell: que escribir el libro era la forma más sencilla de aplacar el dolor de su madre y procurarse algo de espacio para respirar. Era una forma de quitarse de encima por unos meses a su madre, neurótica por la preocupación y la angustia.

—Fue tiempo, nada más —dijo Megan, eligiendo por fin las respuestas que la sacarían de los potentes focos de luz—. Necesitaba procesar todo antes de poder contárselo a la gente. He tenido la oportunidad de hacerlo y ahora ya estoy lista para relatar mi historia.

—Tiempo para procesar y para sanar, seguramente —añadió Dana Campbell. Por supuesto, pensó Megan. Porque, al fin y al cabo, había pasado un año y ese lapso era sin duda suficiente para sanar. En un año había vuelto a ser una persona completa. Porque, si Megan no daba la impresión de estar sana, feliz y recuperada, Dana Campbell, la reina de los programas matutinos de televisión, quedaría como una malvada por bucear en busca de información. Por favor, pensó Megan, cuéntale a tu audiencia cuán recuperada y sana estoy.

—Eso también, sí —respondió Megan.

—Debe de tomar mucho tiempo reponerse de algo así y, de alguna manera, documentar los acontecimientos te habrá resultado terapéutico.

Megan se esforzó porque sus ojos no delataran su irritación. Tenía muchos adjetivos para describir el proceso que había dado nacimiento al libro. Terapéutico no era uno de ellos.

—Lo fue. —Megan sonrió con los labios apretados. Era su nueva sonrisa, la mejor que podía ofrecer, tan distinta de aquella resplandeciente que había visto hacía unos días al hojear el anuario de su último año escolar. Allí se la veía con una sonrisa ancha y dientes alineados y brillantes que llenaban el espacio entre la curva de los labios. Lo había intentado al principio, pero le resultaba demasiado difícil fingirla, por lo que comenzó a utilizar esta versión: labios juntos, comisuras curvadas hacia arriba. Feliz. La gente se lo creía.

—¿Qué puede esperar el público al leer tu libro?

Megan no estaba del todo segura, pues había escrito muy poco de él; todo el mérito era de su psicoanalista, que apenas había conseguido que lo nombraran en la portada.

—Bien… ejem, veamos… cubre la noche en que sucedió.

—La noche en que te raptaron —aclaró Dana.

—Sí. Y las dos semanas que pasé en cautiverio. Una gran parte son pensamientos que tuve mientras estuve encerrada. Sobre dónde me tenían prisionera y mis intentos fallidos de huir. Y luego sobre la noche en que… en que escapé corriendo del bosque.

—La noche en que huiste.

Megan vaciló.

—Sí. El libro documenta mi huida. —De nuevo la sonrisita apretada—.Y hay un capítulo entero sobre el señor Steinman.

Dana Campbell también sonrió y habló con voz suave:

—El hombre que te encontró en la ruta 57.

—Sí. Es mi héroe. Y el de mi padre, también.

—Seguro. Tuvimos al señor Steinman aquí en el programa, poco tiempo después de tu terrible experiencia.

—Sí, lo vi, y me alegró que tuviera el reconocimiento que merece. Me salvó la vida esa noche.

—Así es. —Dana bajó la mirada a sus anotaciones antes de volver a sonreír—. No es ningún secreto que el país entero se ha enamorado de ti. Hay tanta gente que quiere saber cómo estás y cómo sigue tu vida ahora. ¿Encontrarán algo de eso en el libro? ¿Algo sobre tus planes para el futuro?

Megan quitó la mano de debajo del muslo y la movió en el aire para ayudarse a pensar.

—Hay mucho sobre lo que ha sucedido desde aquella noche, sí.

—¿Contigo y tu familia?

—Sí.

—¿Y en cuanto a la investigación que se lleva a cabo?

—Lo que sabemos hasta ahora, sí.

—¿Es muy difícil para ti saber que tu secuestrador sigue libre?

—Es duro, pero sé que la policía está haciendo todo lo posible para encontrarlo. —Megan se dijo que recordaría agradecerle a su padre esa respuesta. Se la había brindado la noche anterior.

—Antes de que sucediera todo esto, estabas por comenzar los estudios en la Universidad Duke. Todos queremos saber si sigues con ese plan.

Megan se pasó la lengua por el interior de los labios ásperos como papel de lija.

—Emm… me tomé un año después de lo sucedido. Pensaba comenzar este otoño, pero no resultó. No pude… no pude organizar las cosas a tiempo.

—Debe de ser difícil volver a la normalidad, desde luego. Pero entiendo que la universidad te ha dejado una invitación abierta para cuando estés preparada, ¿verdad?

Hacía tiempo que Megan había dejado de cuestionarse la fascinación de la gente con su secuestro y su sed por conocer los datos escabrosos del cautiverio. Y ahora, ese deseo lujurioso de que prosiguiera su vida como si nada hubiera sucedido. Dejó de cuestionárselo cuando por fin comprendió el razonamiento que había detrás. Ingresar en la Universidad Duke y llevar una vida normal permitiría a todos los que saboreaban los detalles morbosos de su cautiverio sentirse bien consigo mismos. Para ellos, la normalidad de ella los alejaba de su propio pecado. Porque si ella se mostraba desequilibrada por lo sucedido, ¿cómo podían ellos o Dana Campbell desear tan intensamente adentrarse en los detalles perturbadores del secuestro? Si ella fuese una joven quebrada, con una vida hecha pedazos que nunca volvería a ser igual, la sed de ellos por su historia resultaría sencillamente inaceptable. No podían permitirse esa atracción por su relato si terminaba de algún modo que no fuera feliz. Sin embargo, si ella había sanado, si se veía que avanzaba gracias a su libro terapéutico y ocupaba un asiento reluciente en el aula de primer año de la Universidad Duke, y si se la veía exitosa… entonces todos podían retorcerse como gusanos en la suculenta carne de su perturbadora historia y alejarse volando limpios y perlados como mariposas.

Era necesario que Megan McDonald fuera una historia de éxito: tan simple como eso.

—Sí —dijo Megan por fin—. Duke me ha brindado muchas opciones para el próximo semestre, o aun para dentro de un año.

Dana Campbell volvió a sonreír con mirada suave.

—Bien, sé que has pasado por muchas cosas y que eres una inspiración para sobrevivientes de raptos en todas partes. Y no dudo que este libro será un faro de esperanza para ellos. ¿Vendrás a conversar con nosotros de nuevo más adelante? ¿A ponernos al tanto sobre tu vida?

—Por supuesto. —Sonrisa apretada.

—Megan McDonald, mucha suerte.

—Gracias.

Después de repetir para la audiencia dónde podía adquirirse el libro Perdida, la señora Campbell pasó a una pausa comercial y el estudio volvió a llenarse de voces provenientes de la zona a oscuras detrás de las cámaras.

—Estuviste muy bien —dijo a Megan.

—No me preguntaste sobre Nicole.

—No hubo tiempo, querida, estábamos retrasados. Pero pondremos un enlace sobre Nicole en el sitio web.

Y sin más, Dana Campbell se puso de pie y se alejó, palmeándole el hombro al pasar. Megan asintió, a solas en el sillón del estudio. Esto también lo comprendía. La entrevista de hoy solamente podía incluir los detalles agradables. Las partes inspiradoras. La huida heroica, el futuro auspicioso y las jóvenes a quienes el libro sin duda ayudaría. La entrevista matutina era la conclusión del melodrama de Megan McDonald, que debía terminar exitosamente. No podía incluir ninguno de los elementos repugnantes de ese verano que todavía flotaban en el aire. En especial sobre Nicole.

Nicole Cutty ya no estaba. Nicole Cutty no era una historia de éxito.

PARTE I

“Una vida puede terminar pero, en ocasiones, el caso vive para siempre…”-Gerald Colt, médico

CAPÍTULO 1

Septiembre de 2017Doce meses después de la huida de Megan

¿POR QUÉ PATOLOGÍA FORENSE?

Era una pregunta que le hacían a Livia Cutty en todas las entrevistas para becaria. Generalmente mencionaba el deseo de ayudar a las familias a cerrar su duelo, el amor por la ciencia y el deseo de encontrar respuestas donde otros veían preguntas.

Todas estas frases estaban muy bien y seguramente eran las que daban muchos de los colegas becarios como ella. Pero, a juicio de Livia, su respuesta era diferente de todas las demás. Existía una razón por la que Livia Cutty era tan buscada. Una explicación por la que había sido aceptada en todos los programas para los que se había postulado. Tenía las calificaciones requeridas en la carrera de Medicina y el desempeño requerido como residente. Sus trabajos habían sido publicados y venían altamente recomendados por sus superiores. Pero estos logros por sí mismos no la hacían destacarse; muchos colegas ostentaban currículums similares. Livia Cutty era diferente por otra razón. Tenía una historia.

—Mi hermana desapareció el año pasado —decía Livia en cada entrevista—. Elegí la medicina forense porque algún día mis padres y yo recibiremos una llamada diciendo que hallaron su cuerpo. Tendremos muchas preguntas sobre lo que le sucedió. Quién la raptó y qué le hicieron. Quiero que esas respuestas las dé alguien a quien ella le importe, alguien que sienta compasión. Alguien que tenga las habilidades necesarias para leer la historia que contará el cuerpo de mi hermana. Con mis estudios, yo quiero ser esa persona. Cuando recibo un cuerpo alrededor del cual hay preguntas, quiero responderlas para la familia con el mismo cuidado, compasión y conocimiento que espero recibir algún día de la persona que me llame por mi hermana.

Cuando comenzó a recibir ofertas, Livia analizó las opciones. Cuanto más lo pensaba, más evidente se le tornaba su elección: Raleigh, en Carolina del Norte, quedaba cerca de Emerson Bay, donde había crecido. Era un programa prestigioso y con fondos sólidos, y lo dirigía el doctor Gerald Colt, considerado como un pionero en el mundo de la medicina forense. Livia se sentía feliz de poder ser parte de su equipo.

La otra ventaja —aunque le resultaba torturante pensar en ella— era que, con la promesa de realizar entre 250 y 300 autopsias durante su año de entrenamiento como becaria, Livia sabía que había bastantes posibilidades de que algún corredor, en alguna parte, tropezara con una fosa poco profunda y encontrara los restos de su hermana. Cada vez que una NN llegaba a la morgue, Livia se preguntaba si sería Nicole. Por lo general, solo necesitaba abrir la bolsa negra de plástico y echarle una mirada rápida al cadáver para aplacar sus miedos. En los dos meses que llevaba en la Jefatura de Medicina Forense (JEMEFO), muchas NN habían llegado, pero ninguna había salido de allí con esas iniciales anónimas. Todas habían sido identificadas y ninguna era su hermana. Livia sabía que podía pasarse toda su carrera esperando la llegada de Nicole a la morgue, pero ese día aún no había llegado. Era un momento suspendido en el tiempo al que perseguiría sin alcanzarlo nunca.

Capturar ese momento era menos importante que la persecución en sí. Para Livia, buscar un momento ficticio del futuro era suficiente para aplacar sus remordimientos. Limarles los bordes como para poder vivir consigo misma. La búsqueda le otorgaba un propósito. Le permitía sentir que estaba haciendo algo por su hermana menor, sabiendo que no había hecho lo suficiente cuando sus esfuerzos podrían haber sido notados. Livia aún soñaba vívidamente con su teléfono celular iluminado, vibrando y sonando una y otra vez con el nombre de Nicole en la pantalla. Aquella noche había tenido en la mano el celular, pero había decidido no responder. La medianoche de un sábado no era nunca un buen momento para hablar con Nicole y Livia había decidido evitar cualquier drama que estuviera aguardando al otro lado de la llamada.

Ahora, viviría sin saber si aceptar esa llamada cuando Nicole desapareció hubiera significado una diferencia para su hermana menor. Por todo esto, imaginar un momento del futuro en el que podría redimirse y ayudarla con los dones de sus manos y su mente era el combustible que necesitaba para avanzar por la vida.

Una vez terminadas las rondas matutinas con el doctor Colt y los otros becarios, Livia se concentró en la autopsia individual que le habían asignado ese día. Un claro caso de drogadicción y muerte por sobredosis. El cadáver yacía sobre la mesa de Livia y los tubos con los que los paramédicos habían tratado de salvarlo aún le colgaban de la boca. El doctor Colt requería que una autopsia de rutina —entre las que se incluían aquellas por sobredosis— se completara en cuarenta y cinco minutos. A dos meses del comienzo de su período como becaria, Livia había disminuido su tiempo de dos horas a una hora y media. Lo único que el doctor Colt exigía a sus becarios era que progresaran y Livia Cutty lo estaba logrando.

Hoy le había llevado una hora y veintidós minutos realizar el examen interno y externo del caso de sobredosis que tenía frente a ella; determinó que la causa de muerte había sido una falla cardíaca debido a intoxicación aguda con opiáceos. Forma de muerte: accidental.

Livia se encontraba terminando con el papeleo en la oficina de los becarios cuando el doctor Colt golpeó la puerta abierta.

—¿Cómo estuvo tu mañana?

—Sobredosis de heroína, nada fuera de lo común —respondió Livia desde detrás del escritorio.

—¿Tiempo?

—Una hora veintidós.

El doctor Colt frunció el labio inferior.

—Con solo dos meses aquí, está muy bien. Mejor que los demás becarios.

—Usted dijo que no se trataba de una competencia.

—No lo es —respondió el doctor Colt—; pero hasta el momento, vas ganando. ¿Puedes hacer otra hoy?

La rutina de los médicos supervisores incluía realizar múltiples autopsias a diario y se esperaba que los becarios aumentaran la carga una vez que reducían su tiempo y aprendían a lidiar con la abrumadora montaña de papeles que representaba cada cadáver.

El año de Livia como becaria corría de julio a julio, trabajando cinco días a la semana con períodos fuera de la sala de autopsias observando otras especialidades relacionadas, dos semanas acompañando a los investigadores médico-legales, más días pasados en los tribunales o participando de simulacros de juicios con estudiantes de Derecho. Livia tenía claro que, para llegar al número mágico de 250 autopsias que prometía el programa, con el tiempo iba a tener que realizar más de un caso individual por día.

—Por supuesto —respondió sin vacilar.

—Bien. Está por ingresar un flotante. Un par de pescadores encontraron el cuerpo en los bajos esta mañana.

—Termino con los papeles y comienzo en cuanto ingrese.

—Informarás los resultados en las rondas de la tarde —le indicó el doctor Colt. Extrajo una libretita del bolsillo a la altura del pecho y anotó un recordatorio mientras abandonaba la oficina.

CAPÍTULO 2

EL CUERPO INGRESÓ A LA UNA de la tarde, lo que le daba a Livia dos horas para realizar la autopsia, limpiar todo y preparar las notas antes de las rondas de las tres. Estas eran el evento más interesante del día, cuando los becarios presentaban los casos al personal de la Jefatura. El público incluía al doctor Colt y a otros médicos que entrenaban a los becarios, a los especialistas en patología que colaboraban con los casos, a estudiantes de medicina visitantes y a residentes de patología. En una de esas tardes, Livia podía tener treinta personas observándola presentar su caso.

Si los becarios no estaban seguros de los detalles de los casos que presentaban, se tornaba dolorosamente obvio y muy desagradable. No había forma de disimularlo. Era imposible ocultarse estando en la jaula, como llamaban a la sala de presentación donde se llevaban a cabo las rondas de la tarde. Rodeada por una cerca de alambre que más que allí merecía estar en el jardín trasero de alguna casa de la década de 1970, la jaula era un lugar temido por los becarios nuevos. Estar frente a toda esa gente resultaba un desafío estresante. Pero se suponía que, a medida que avanzaba el año, se tornaría más fácil.

—No te preocupes —le dijo un becario recién graduado cuando Livia tomó su lugar en julio—. Odiarás la jaula al principio, pero después te encantará. Terminas por encariñarte con ella.

Después de dos meses trabajando allí, no había indicio alguno de una incipiente relación de afecto entre ambas.

Livia terminó el papeleo relativo al caso por sobredosis de heroína y regresó a la sala de autopsias. Se cubrió el uniforme con una bata azul descartable, se protegió las manos con guantes triples y se calzó la máscara por encima del rostro mientras los investigadores entraban con la camilla por la puerta trasera de la morgue y la estacionaban junto a la mesa de autopsias. En un quirófano estéril, la ropa quirúrgica protege al paciente del médico. En la morgue, sucede lo contrario. Algodón, látex y plástico eran todo lo que había entre Livia y cualquier enfermedad o infección que aguardara dentro de los cadáveres que diseccionaba.

Los investigadores de la escena del crimen levantaron el cuerpo —que estaba dentro de la característica bolsa plástica negra— sosteniéndolo de la cabeza y de los pies para transferirlo a la mesa de autopsias. Livia se acercó mientras recibía los detalles de boca de los investigadores: un cadáver masculino flotante descubierto por dos pescadores a las siete de la mañana. Descomposición avanzada y una fractura de pierna muy evidente, producida por haberse arrojado desde algún sitio.

—¿A qué distancia está el puente más cercano al sitio donde encontraron el cuerpo? —preguntó Livia.

—Ocho kilómetros —respondió Kent Chapple, uno de los investigadores.

—Mucha distancia para flotar.

—El estado avanzado sugiere que estuvo mucho tiempo en el agua —dijo Kent—. Así que Colt te ha dado a ti el caso, ¿eh?

Desde la bolsa negra chorreaba agua que caía por los orificios sobre la mesa y se juntaba en el recipiente inferior. Un cuerpo extraído del agua salada nunca es un espectáculo agradable. Los suicidas, por lo general, mueren con el impacto y más tarde se hunden. Se los llama flotantes solo después de que comienza el proceso de descomposición, en el que las bacterias intestinales fermentan y se alimentan de las entrañas, liberando gases nocivos dentro de la cavidad abdominal, lo que literalmente levanta a los muertos. Este proceso puede llevar de horas a días y, cuanto más tiempo pasa el cuerpo sumergido antes de emerger, en peores condiciones está cuando finalmente ingresa en la morgue.

Livia sonrió detrás de la máscara plástica transparente.

—Qué afortunada soy —bromeó. Abrió el cierre y observó mientras Kent y su acompañante apartaban la bolsa negra. Notó de inmediato que el cuerpo estaba muy descompuesto, más que cualquier flotante que hubiera visto antes. Le faltaba gran parte de la epidermis y, en algunas zonas, todo el grosor del sistema tegumentario, lo que dejaba solo músculos, tendones y huesos a la vista.

Los investigadores colocaron la bolsa chorreante sobre la camilla.

—Suerte —le deseó Kent.

Livia saludó con la mano, sin apartar la vista del cadáver.

—Lo veo todos los años, doctora —dijo Kent al llegar a la puerta—. Empieza en septiembre. Primero les dan los borrachos y las sobredosis, a modo de bautismo. Después les dan lo feo: descomposiciones y niños. No paran hasta alrededor de enero. Colt se lo hace a todos los becarios para ver de qué están hechos. Con el tiempo les adjudicarán homicidios jugosos, que sé que es lo que ustedes están esperando. Una buena herida de arma de fuego o una estrangulación. Pero tendrás que esperar hasta el invierno. Primero te tocan los feos, para ver si los puedes manejar.

—¿Así es como funcionan las cosas aquí? —preguntó Livia.

—Todos los años.

Livia levantó el mentón.

—Gracias, Kent. Te informaré qué sucede con este.

—No es necesario.

Los investigadores empujaron la camilla fuera de la morgue, sonriendo y echando miradas de soslayo al atroz espectáculo que habían dejado sobre la mesa de autopsias, algo que, sin duda, haría vomitar a la mayoría de las personas y resultaría difícil de soportar aun para un médico forense experimentado. Sabían que a la doctora Cutty le llevaría un buen tiempo la autopsia. Mucho trabajo y esfuerzo (algunas arcadas también, seguramente) para garabatear sobre un certificado de defunción que la causa de la muerte había sido por lesiones internas o una disección aórtica; forma de muerte, suicidio.

La puerta trasera de la morgue se cerró y Livia quedó a solas con el suicida, de cuyo cadáver todavía chorreaba agua. Durante las mañanas, los patólogos uniformados solían arremolinarse alrededor de las mesas, realizando diferentes exámenes. Otros especialistas también las recorrían para ofrecer su experiencia. La morgue no era un ambiente estéril y lo único que se necesitaba para poder entrar era una identificación de la JEMEFO o de la policía. Los detectives, muchas veces, miraban por encima del hombro de un patólogo, a la espera de alguna información valiosa que les diera motivos para investigar o para dejar de hacerlo.

Los técnicos se llevaban los cadáveres a la sala de radiología o se dedicaban a obtener muestras para los laboratorios de patología neurológica, dermatológica o dental. Otros técnicos completaban el proceso suturando las grandes incisiones realizadas por los patólogos. Los investigadores de la escena del crimen iban y venían, trayendo a veces nuevos cadáveres a las mesas vacías. El doctor Colt supervisaba todo, recorriendo la sala con las manos detrás de la espalda y las gafas en la punta de la nariz. Las mañanas eran un caos organizado.

Pero hoy era la primera autopsia doble de Livia, la primera vez que estaba en la sala durante las horas de la tarde. Por lo general, dedicaba las tardes a completar el papeleo, hacer anotaciones y prepararse para la ronda de las tres. A solas con el cadáver en la morgue silenciosa, pudo sentir el aura de misterio del lugar. Todos los sonidos se amplificaban; los instrumentos golpeaban contra la mesa de metal y el ruido reverberaba en los rincones; el agua chorreaba del cuerpo como de un grifo defectuoso. La mayoría de las veces, el ruido de las sierras óseas o la conversación de sus colegas ahogaban estos sonidos. Pero hoy sus movimientos le resultaban magnificados, obvios, y le pareció desagradable manipular el cuerpo y oír los ruidos de tejidos y líquidos. Le llevó un rato acostumbrarse a la soledad, pero cuando se sumió en el examen externo, la cavernosidad de la morgue desapareció y solo quedó el escepticismo que sentía.

Los suicidas que se arrojan al vacío, por lo general, presentan hemorragias internas. El impacto de la caída, dependiendo de la altura, provoca la muerte de diversas maneras: con frecuencia, una costilla rota perfora un pulmón o el corazón y la causa de muerte es entonces exanguinación: desangrarse hasta morir. El impacto puede dislocar la aorta del corazón o cortar otro vaso sanguíneo vital y causar la hemorragia. En estos casos, Livia abría la cavidad abdominal y encontraba sangre acumulada en algún compartimento alrededor del órgano que había sufrido el daño. En otras ocasiones, el cuerpo no se veía muy dañado, ya que los órganos habían sido protegidos por el esqueleto. Entonces, Livia examinaba el cráneo y el cerebro, que seguramente mostraban fracturas y hemorragia subaracnoidea.

Al mirar el cadáver que tenía delante, presentado como un flotante a la deriva en Emerson Bay, Livia se dio cuenta de que no era así. En primer lugar, para haber llegado a ese grado de descomposición —casi no había piel y la que había estaba rancia y negra— tenía que haber estado en el agua durante varios meses. En ese caso, no habría flotado, y Livia estaba segura de que este cadáver no lo había hecho. Los gases intestinales que hacen flotar un cuerpo deben estar dentro de la cavidad abdominal y este cadáver no tenía cavidad. Lo que quedaba de ella era una pared de músculo y tendón que mantenía los órganos en su lugar pero de ningún modo podía haber contenido los gases. En segundo lugar, la fractura en la pierna que habían documentado los investigadores no era característica de un suicida que cae con los pies hacia abajo. Esos cadáveres muestran lesiones de impacto y compresión ósea hacia la parte superior; en ocasiones, la tibia se eleva por encima de la rodilla, hasta el muslo, y el fémur se desplaza hacia la pelvis. El cadáver delante de Livia mostraba una fractura horizontal de fémur que sugería trauma localizado, no del impacto causado por una caída de lado al agua, y mucho menos en posición vertical.

Livia tomó notas en su tablilla sujetapapeles y luego comenzó el examen interno, que no mostraba lesiones en ningún órgano. La caja torácica estaba en perfectas condiciones. El corazón se veía sano, con la aorta y la vena cava inferior bien posicionadas. Hígado, bazo y riñones no presentaban lesiones. Los pulmones no contenían agua. Documentó todo minuciosamente y pesó cada uno de los órganos con cuidado. Una hora después de haber comenzado la autopsia, tenía la frente perlada de transpiración. Sintió el uniforme pegado contra los brazos y la espalda al mirar el reloj: las dos de la tarde pasadas.

Pasó a la cabeza y revisó en busca de fracturas faciales, prestando especial atención a la boca y los dientes. La forma de identificar este cuerpo iba tener que ser la dentadura, ya que este NN no poseía piel ni huellas digitales. Debido a la ausencia de dermis, no iban a poder reconocerse tatuajes ni marcas que ayudaran en la identificación.

Fue al revisar la cabeza cuando Livia notó los orificios circulares en el lado izquierdo del cráneo. Contó doce, distribuidos de manera aleatoria sobre el hueso, y se devanó los sesos buscando una potencial etiología. No se le ocurría una respuesta, más allá de una infección bacteriana atípica que hubiera llegado hasta el hueso. Pero, si esta hubiera sido la causa, existirían lesiones periféricas adyacentes en el cráneo y pérdida o erosión de masa. Sin embargo, el cráneo se veía perfectamente sano salvo por los orificios, que Livia decidió de inmediato que no podían provenir de balas ni esquirlas, aunque sí tal vez de perdigones de una escopeta.

Regresó a su tablilla y realizó más anotaciones. Luego, con la ayuda de una sierra, comenzó la craneotomía y quitó la tapa superior del cráneo como lo haría con una calabaza para Halloween. El cerebro se veía blando y viscoso, sin vida desde hacía bastante tiempo. Las autopsias sobre cadáveres en estado avanzado de descomposición eran más difíciles que las tradicionales. Lo único más fácil era retirar el cerebro. Si estaba intacto, por lo general se desprendía del cráneo sin demasiado esfuerzo, ya que la duramadre ya no lo contenía. Livia cortó la médula espinal y colocó el cerebro sobre un carro metálico junto a la mesa de autopsias. El órgano, por lo general surcado por una complicada red de vasos, generalmente era una masa sanguinolenta que chorreaba al ser puesto en la balanza. Este era distinto. Los vasos que lo alimentaban se habían desangrado hacía tiempo y ahora el tejido estaba fofo y mojado solamente por el agua en la que había estado sumergido.

Livia localizó las lesiones correspondientes a los orificios que presentaba el cráneo. Después de escarbar profundo en el lóbulo parietal izquierdo durante diez minutos, se convenció de que no había presencia de perdigones de escopeta. Se secó la frente con el antebrazo y volvió a mirar el reloj. Tenía que estar en la jaula dentro de diez minutos y no había posibilidad alguna de terminar la autopsia para ese momento, mucho menos de estar preparada para el ataque del doctor Colt y sus supervisores.

Delante de ella tenía un cadáver extraído de la bahía, que no tenía lesiones internas más allá de una fractura atípica para un suicida y doce orificios en el cráneo. A pesar del pánico que la invadía, sintió deseos de llamar a Kent Chapple, el investigador de la escena, para decirle que se había equivocado. No solo respecto del cuerpo: no se trataba de un suicida. También se había equivocado en cuanto a las tradiciones del doctor Colt: le habían dejado un homicidio sobre la mesa aunque, técnicamente, todavía no había terminado el verano.

CAPÍTULO 3

ERAN CERCA DE LAS CUATRO de la tarde cuando Livia terminó la autopsia. Las rondas en la jaula habían empezado hacía una hora. Estaba retrasada y mal preparada, y había visto las consecuencias de presentarse así en la jaula. Una ausencia injustificada estaba mejor vista que un mal desempeño, por lo que, en lugar de ir a las rondas, Livia dejó las muestras para análisis en los laboratorios de patología dental y dermatológica, luego recogió las radiografías que había solicitado y subió. Se escurrió junto a la jaula, donde las luces habían sido atenuadas para la presentación que Jen Tilly estaba llevando a cabo. El doctor Colt y los otros médicos presentes estaban de espaldas a la entrada, con la atención fija en la pantalla, lo que le permitió a Livia huir sigilosamente. Subió por las escaleras al segundo piso, donde estaba el laboratorio de patología neurológica y encontró a Maggie Larson detrás de su escritorio, ocupada con el papeleo.

La doctora Larson estaba a cargo de todo lo relacionado con el cerebro. Tenía un solo becario asignado, que seguramente se encontraba en la jaula escuchando a Jen Tilly.

—¿Doctora Larson? —dijo Livia desde la puerta.

—Livia —respondió la doctora, entornando los ojos—. ¿No tienes rondas esta tarde?

—Se están desarrollando ahora, pero me asignaron un caso y necesito ayuda antes de presentarme en el matadero allí abajo.

La doctora Larson irguió el mentón al notar el contenedor transportable que Livia llevaba colgando al costado del cuerpo como un balde de agua.

—¿Qué tienes allí?

La mujer tenía un sexto sentido en lo relativo a tejido cerebral. Livia y los otros becarios sabían que no se podía conversar con la doctora Larson si había tejido cerebral sin analizar en los alrededores. Era como tratar de hablar con un perro sosteniendo un bizcocho con forma de hueso en la mano.

—Tengo dudas con respecto a algo que descubrí durante la autopsia y quería pedirle su opinión.

La doctora Larson se puso de pie y señaló la mesa de examen. Era una mujer de baja estatura, cuyo cabello hacía tiempo que había comenzado a encanecer en las raíces y ahora se veía marmolado, con mechones oscuros que no se daban por vencidos todavía. Margaret Larson ostentaba un doctorado PhD además de su título médico, lo que le decía a Livia que había pasado años inmersa en papeleo y laboratorios. Livia colocó el contenedor sobre la mesa mientras la doctora encendía la luz superior.

—Veamos qué hay aquí.

Colocándose guantes de látex, ambas rodearon la mesa; la doctora Larson se subió a una butaca para lograr más altura desde la cual examinar la muestra.

—Los investigadores trajeron un supuesto flotante hallado por unos pescadores esta mañana. El examen externo me dice que el cuerpo no estaba flotando. —Livia extrajo el cerebro, del que chorreaba la solución de formol con su olor punzante, y lo colocó sobre la mesa—. Al examinar el cráneo, me encontré con esto. —Livia le alcanzó las fotografías de los orificios en el cráneo.

Sin vacilar, la doctora Larson las alineó junto al cerebro e introdujo el dedo meñique, protegido por el guante, dentro de uno de los orificios en el tejido cerebral.

—Pensé que podrían ser perdigones de una escopeta, pero no encontré cuerpos extraños.

En silencio, la doctora Larson tomó su escalpelo, que se asemejaba mucho a un cuchillo largo y dentado para cortar pan, y comenzó a cortar el cerebro en secciones sagitales de dos centímetros de espesor. Lo seccionó de punta a punta, como un chef experto en un programa televisivo de cocina. Livia observó cómo caían las rebanadas hacia el costado, fofas, mojadas y vetustas.

La doctora Larson inspeccionó cada una de las secciones.

—No hay restos de perdigones. Y el patrón no se corresponde con un disparo de escopeta. Se vería más desorden y el ángulo de los perdigones vendría desde una misma dirección. —Señaló la fotografía de la autopsia—. ¿Ves esto? Este grupo de orificios está situado en la zona temporal por encima de la oreja. Este otro grupo está ubicado en una zona más posterior. Los perdigones de una escopeta solo pueden entrar en línea recta, no pueden trazar una curva.

La doctora miró a Livia para asegurarse de que comprendía. Livia asintió.

—¿Placas radiográficas? —solicitó la doctora Larson. Livia extrajo las radiografías de un sobre y la doctora las levantó hacia la luz—. No hay cuerpos extraños en el cerebro, así que abandonemos la teoría de la escopeta. ¿Qué más tienes?

—Mi otra teoría apuntaba a una infección —respondió Livia, sabiendo que estaba errada, pero buscando confirmación con la doctora Larson, sabiendo que ella lo esperaría.

—No hay pérdida ósea periférica ni colateral —confirmó, examinando las radiografías—. ¿Qué más?

—¿Un problema congénito? —arriesgó Livia.

La doctora Larson negó con la cabeza.

—No tengo más teorías.

—Me parece munición escasa para presentarte en la jaula.

—Concuerdo —dijo Livia—. ¿Tiene alguna sugerencia?

—Con este material, no. Voy a tener que examinar el cráneo con mis propias manos. Pero una cosa te puedo decir: no murió recientemente. El cerebro está blando y la descomposición no se debe solamente al contacto con el agua.

—La dermis estaba erosionada en un noventa por ciento —dijo Livia—. ¿Cuánto tiempo piensa que pudo haber pasado?

—¿Masa muscular?

—Completa, sin demasiada erosión. Con presencia de ligamentos y cartílagos en todas partes.

La doctora Larson levantó una de las secciones sagitales del cerebro y la colocó plana sobre la superficie de su palma enguantada.

—Diría que un año. Tal vez más.

Livia ladeó la cabeza.

—¿En serio? ¿El cuerpo puede durar tanto debajo del agua?

—¿En las condiciones en que describes? De ninguna manera.

La doctora Larson aguardó a que Livia procesara la idea. Por fin, Livia levantó los ojos y la miró.

—Alguien lo sumergió tiempo después de que murió.

—Es posible. ¿Estaba vestido?

—Vaqueros y sudadera. Los guardé como pruebas.

—Muy bien. Iré a examinar el cráneo, para ver qué puedo descubrir. Sería una buena idea contárselo al doctor Colt.

Livia asintió.

—Bajo ahora mismo y se lo informo.

Veinte minutos más tarde, cuando Livia entró en la sala de autopsias con el doctor Colt, la doctora Larson ya tenía el cadáver fuera de la cámara frigorífica y estaba revisando los orificios del cráneo.

—Maggie —saludó el doctor Colt—. Entiendo que tenemos un caso complicado.

—Intrigante, por cierto —concordó Maggie Larson desde detrás del barbijo, inclinada por encima del cuerpo. Llevaba puestas lupas que magnificaban el área del cráneo en la que estaba interesada. El doctor Colt se colocó guantes de látex, un barbijo y fue directamente a la pierna quebrada.

—Esta no es una fractura característica de un salto desde un puente.

—No, doctor —concordó Livia.

—¿Mediste la altura?

—Fractura de eje femoral, a 69 centímetros del talón —respondió Livia.

—No olvides incluir esa medida en tu informe sobre la autopsia. Los de Homicidios querrán compararla con la altura de diversos paragolpes de coches, ya que estoy casi seguro de que esta fractura la causó el impacto contra un vehículo.

Livia tomó nota mental de varias cosas. En primer lugar, incluir la altura de la fractura en este informe y todos los demás. En segundo lugar, las fracturas femorales horizontales pueden ser el resultado de que un vehículo impacte contra una persona detenida; una conclusión impresionante, si solo se le hubiera ocurrido a ella. Y por último, investigar otros traumas relacionados con impactos contra vehículos, para que nunca más se le volviera a pasar por alto una cosa así en un informe de autopsia.

—Por supuesto —respondió.

El doctor Colt pasó a revisar el abdomen.

—¿Costillas rotas?

—Ninguna. Y la descomposición del cuerpo era tan avanzada que no hay forma de que haya estado flotando. La cavidad abdominal no está en condiciones de contener gases.

—¿Qué decía el informe de los investigadores?

—Que era un flotante, pero pienso que se basaron en la declaración de uno de los pescadores que encontró el cuerpo. Probablemente enganchó el cuerpo en el fondo, lo arrastró a la superficie y llamó a la policía cuando vio lo que había pescado. Los investigadores tomaron las declaraciones de los policías y pescadores en cuanto a que estaba flotando. Además, notaron la pierna fracturada y concluyeron que había saltado de un puente.

—¿Entonces piensas que se ahogó?

Livia negó con la cabeza.

—No hay agua en los pulmones.

—Qué extraño —comentó Maggie Larson desde un extremo de la mesa. Con el cráneo en una mano y las lupas ante los ojos, hurgó en los orificios con un instrumento que Livia nunca había visto en la sala de autopsias.

El doctor Colt se acercó al extremo de la mesa y se ubicó junto a la doctora Larson.

—¿Qué tenemos?

—Doce orificios ubicados al azar en el cráneo.

La doctora Larson extrajo el instrumento que había estado usando para hurgar y lo dejó a un lado. Livia le echó una mirada y le pareció que era una brocheta como las que podía haber en la cocina. En sus dos meses como becaria, había descubierto que los médicos forenses tenían la costumbre de traer herramientas personales a la morgue, cualquier cosa que sirviera para trabajar con comodidad.

—Demasiado al azar como para ser perdigones de escopetas, y en diferentes planos. Además, no se encontraron cuerpos extraños.

—¿Orificios de taladro? —preguntó el doctor Colt.

Maggie Larson frunció los labios.

—Morboso, pero podría ser posible.

La doctora Larson se distanció del cráneo y permitió a Colt tomar su lugar. Él extrajo unos lentes quirúrgicos del bolsillo superior de su chaqueta y se las puso. Permaneció en silencio varios segundos antes de emitir su característico “Hmmm”. Se quitó los lentes y los volvió a guardar en el bolsillo. Después, arrojó los guantes a un cesto de residuos al otro lado de la habitación.

—Heridas penetrantes de etiología desconocida en el cráneo, la duramadre y el cerebro. Por cómo está el resto del cuerpo y teniendo en cuenta los descubrimientos de Livia durante la autopsia, se desangró a causa de estas heridas. El revestimiento interno del cráneo tiene manchas de sangre del lado izquierdo, lo que indica que la víctima nunca abandonó la posición supina después de sufrir estas heridas. Incluya también esas conclusiones en su informe, doctora Cutty. Asegúrese de que sea detallado. Se mantiene la causa de muerte como exanguinación. Forma de muerte: no determinada.

—¿No determinada? —exclamó Livia—. Pensé que estábamos de acuerdo en que se trataba de un homicidio. —Sintió que se alejaban las posibilidades de jactarse ante sus compañeros; todas las mañanas discutían para ver quién había tenido los casos más interesantes. Un homicidio era por lejos lo mejor que cualquiera de ellos hubiera visto en los primeros dos meses—. Alguien atropelló a este sujeto con un coche y luego… —Livia miró a la doctora Larson—. Luego le perforó la cabeza, o algo así. Y cuando terminó con él, lo arrojó a la bahía.

—Nosotros nos ocupamos de suministrar los hechos, doctora Cutty. Los detectives los ordenan. “O algo así” no es parte de nuestro examen ni de nuestro vocabulario. Lleve la ropa a Balística para que la analicen.

Livia asintió.

—Has hecho un buen trabajo, Livia —la alentó el doctor Colt—. En ocasiones, los resultados apuntan con firmeza a lo que sucedió. Otras veces, solo nos dicen lo que no sucedió. Este sujeto no saltó de un puente; eso es lo que sabemos con seguridad. El resto está fuera de nuestras manos.

CAPÍTULO 4

EN LOS DÍAS SUBSIGUIENTES, CON ayuda del departamento de Antropología, Livia descubrió que el sujeto que no había saltado del puente tenía aproximadamente veinticinco años. El cuerpo había estado sin vida por al menos un año, y en el agua, solamente tres días antes de que los pescadores lo extrajeran del fondo. La policía dragó los bajos de Emerson Bay, un banco de arena popular entre pescadores, donde se obtenían lubinas rayadas por el repentino cambio de profundidades, y encontró cerca del sitio donde había sido hallado el NN una lona verde atada con cuerdas a cuatro bloques de piedra. Las fibras de la cuerda concordaban con muestras que Livia había recolectado de la ropa del hombre. El doctor Colt también había detectado lesiones póstumas: excoriaciones en los músculos de los tobillos y las pantorrillas, que Livia no había notado al realizar la autopsia. Eran las marcas, explicó, de las ataduras hechas para sumergir el cuerpo.

Con la ayuda del laboratorio de Balística, que analizó la ropa, se determinó que el cuerpo originalmente había estado enterrado. El análisis de muestras de tierra determinó que era un lugar con alto contenido de arcilla y grava. Abonando la teoría de que el cuerpo había estado sepultado, Livia incluyó en el informe dos “contusiones de pala” —término acuñado por el doctor Colt, quien sugería patentarlo— en la parte superior del brazo izquierdo. Según el análisis del doctor Colt, el excavador había cavado con demasiada agresividad y hundido la punta de la pala en el cuerpo en lugar de en la tierra.

Sin huellas digitales debido al estado avanzado de descomposición, Livia dependía de la patología dental para lograr una identificación formal. No fue hasta mediados de octubre, tres semanas después del ingreso del cadáver en la morgue, que recibió algo de información al respecto. Livia se encontraba en la oficina, trabajando en el papeleo de su caso matutino y preparándose para las rondas de la tarde, cuando Dennis Steers, de patología dental, asomó la cabeza por la puerta.

—Identificamos a tu NN del mes pasado —anunció.

Livia levantó la cabeza.

—¿En serio?

—Los de Homicidios estuvieron trabajando con Personas Desaparecidas y revisaron mes por mes. Tu amigo desapareció el año pasado. Lo informó su casero.

—¿El casero? ¿Nadie de la familia?

—Parece que era medio vagabundo. Los detectives de Personas Desaparecidas dicen que la madre vive en Georgia y no había hablado con él en años. No tenía idea de que había desaparecido hasta que la llamaron.

—¡Qué triste!

Dennis dejó una carpeta delgada sobre el escritorio de Livia.

—Acá está todo lo que sabemos de él. Un solo arresto, pero se hizo arreglos dentales detallados hace un tiempo y eso nos permitió identificarlo.

—Gracias, Dennis. Me alegro de poder quitarme esto de encima.

Una vez que Dennis se fue, Livia tomó la carpeta y la abrió. Vio en el extremo superior izquierdo la foto pequeña, cuadrada, de un hombre joven y apuesto. Leyó el contenido de la carpeta y vio que se había informado de su desaparición en noviembre de 2016.

Buscó el certificado de defunción para terminar de completarlo, imprimirlo y enviarlo a la madre del difunto en Georgia. Su primer homicidio había sido un caso interesante, un desafío que le había enseñado mucho. El doctor Colt se había disculpado con ella media docena de veces en el último mes, cada vez que la había visto dedicándole tiempo al caso, ya fuera hablando con los detectives de Homicidios, preparando informes para Personas Desaparecidas o colaborando con el laboratorio de Balística en el análisis de suelo, ropa y fibras. Era su primer abrojo: un caso que, por más que lo intentara, no podía quitarse de encima.

—Una vida puede terminar —le dijo el doctor Colt— pero, en ocasiones, el caso vive para siempre.