Hay quienes eligen la oscuridad (versión latinoamericana) - Charlie Donlea - E-Book

Hay quienes eligen la oscuridad (versión latinoamericana) E-Book

Charlie Donlea

0,0

Beschreibung

POR EL AUTOR BEST SELLER DE LA CHICA QUE SE LLEVARON En 1979 cinco mujeres desaparecieron en Chicago. Sus cuerpos nunca fueron encontrados. El único sospechoso era un depredador, al que llamaron El Ladrón. Ha pasado 40 años entre rejas. Saldrá en libertad este verano. Nadie lo podrá detener.  La investigadora forense Rory Moore está de permiso después de la muerte de su padre. Mientras ordena su despacho, encuentra un archivo de hace cuarenta años sobre el caso de   El Ladrón.   Durante el verano de 1979, cinco mujeres desaparecieron en Chicago y el depredador, apodado   El Ladrón  , no dejó ni los cuerpos ni ningún otro rastro. La investigación no tenía cómo avanzar, hasta el momento en que la policía recibió un paquete de una misteriosa mujer obsesionada con el caso, Ángela Mitchell. Estaba siguiendo por su cuenta la pista del posible asesino, pero un día ella misma desapareció. Y por su secuestro   El Ladrón   fue condenado. Han pasado cuarenta años, él ha cumplido su condena y está a punto de salir en libertad.   Mientras tanto, el archivo que Rory ha encontrado revela que el caso nunca se resolvió, y siente que es ella quien debe hacerlo. Empieza a investigar y hace un sorprendente descubrimiento tras otro, pero no logra descifrar qué pudo suceder con Angela Mitchell. Quizás sea mejor que nunca lo sepa. 

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern

Seitenzahl: 403

Veröffentlichungsjahr: 2022

Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:

Android
iOS
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



HAY QUIENES ELIGEN LA OSCURIDAD

Charlie Donlea

Traducción: Constanza Fantin Bellocq

“Donlea mezcla con sutileza pistas falsas y auténticas. Los lectores que disfrutan de un buen puzzle serán sobradamente recompensados”.

—Publisher’s Weekly.

.“En las hábiles manos de Donlea, esta historia de obsesión, asesinato y búsqueda de la verdad se convierte tanto un emocionante análisis de personajes como un escalofriante thriller”.

—Kirkus Reviews.

“El estilo cinematográfico de Donlea consigue meter al lector de lleno en cada escena, y su dominio de la escritura eleva su novela a un nivel superior”.

—NewYork Journal of Books.

“Este libro me trajo a la cabeza la serie Mindhunter, porque además de los elementos de thriller que te mantienen en vilo hasta la última página, presenta una tesis sobre el comportamiento de los asesinos: hay quienes eligen la oscuridad, otros son elegidos por ella”.

—Julieta Vazquez, editora.

Donlea, Charlie

Hay quienes eligen la oscuridad / Charlie Donlea. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Trini Vergara Ediciones, 2022.

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: descarga y online

Traducción de: Constanza Fantin Bellocq.

ISBN 978-987-8474-13-7

1. Narrativa Estadounidense. 2. Crímenes. 3. Delitos. I. Fantin Bellocq, Constanza, trad. II. Título.

CDD 813

Título original: Some Choose Darkness

Edición original: Kensington Publishing Corp.

Derechos de traducción gestionados por Sandra Bruna Agencia Literaria, S.L.

© 2019 Charlie Donlea

© 2022 Trini Vergara Ediciones

www.trinivergaraediciones.com

© 2022 Motus Thriller

www.motus-thriller.com

España · México · Argentina

ISBN: 978-987-8474-13-7

Índice de contenido
Portadilla
Citas elogiosas
Legales
Hay quienes eligen la oscuridad
Personajes enHay quienes eligen la oscuridad
La Euforia
Las consecuencias
El dulce perfume de las rosas
Parte I - El ladrón
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Parte II - La reconstrucción
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Parte III - La casa de campo
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Parte IV - La decisión
Capítulo 30
Capítulo 31
Capítulo 32
Capítulo 33
Capítulo 34
Capítulo 35
Capítulo 36
Capítulo 37
Capítulo 38
Capítulo 39
Capítulo 40
Capítulo 41
Capítulo 42
Capítulo 43
Capítulo 44
Capítulo 45
Capítulo 46
Agradecimientos
Si te ha gustado esta novela...
Charlie Donlea
Sinopsis
Motus

Para Cecilia A. Donat.Tía abuela, anciana, amiga.

Temo estar escribiendo un réquiem para mí mismo.

W. A. Mozart

Personajes enHay quienes eligen la oscuridad

Rory Moore, policía investigadora forense, hija de Frank Moore

Lane Philips, novio de Rory, autor de la tesis Hay quienes eligen la oscuridad.

Ron Davinson, Jefe de policía, quien convoca a Rory

Frank Moore, abogado de un importante estudio y padre de Rory.

El ladrón, asesino en serie, encarcelado y a punto de salir en libertad.

Angela Mitchell, ama de casa recientemente casada, obsesionada con los crímenes de El ladrón.

Thomas Mitchell, esposo de Angela.

Catherine Blackwell, ama de casa y mejor amiga de Angela.

Bill Blackwell, esposo de Catherine.

LA EUFORIA

Chicago, 9 de agosto de 1979

EL NUDO CORREDIZO SE LE ajustó alrededor del cuello y la falta de oxígeno lo sumió en una mezcla vertiginosa de excitación y pánico. Se dejó caer de la banqueta y permitió que la cuerda de nylon cargara con todo el peso de su cuerpo. Los que no entendían el shock de adrenalina que eso brindaba considerarían que el sistema de poleas era salvaje, pero él conocía el poder que tenía. La Euforia era una sensación más formidable que cualquier narcótico. No existía otro vector de la vida que brindara una experiencia semejante. En pocas palabras, vivía solo para experimentarla.

Cuando se alejó de la banqueta, la cuerda a la que estaba atado el nudo corredizo crujió con el peso de su cuerpo y se deslizó por la polea a medida que él se acercaba al suelo. La cuerda se curvaba por sobre el eje, bajaba a una segunda polea, luego volvía a subir y girar alrededor de la palanca final, formando una M.

Atado al otro extremo de la cuerda había otro lazo de nylon que rodeaba el cuello de la víctima. Cada vez que él se despegaba de la banqueta, el lazo que rodeaba su cuello cargaba el peso de ella y la hacía levitar a un metro y medio del suelo.

Ya no había pánico en ella, ni se le agitaban las piernas y los brazos. Cuando se elevó esta vez, fue como en sueños. La Euforia le saturó el alma y la imagen de ella en el aire le cautivó la mente. Cargó con el peso de ella todo lo que pudo, hasta quedar casi inconsciente y al borde del éxtasis absoluto. Cerró los ojos por un instante. La tentación de seguir en busca del máximo de placer era intensa, pero conocía los peligros de adentrarse demasiado por ese sendero espeluznante. Si se excedía, no podría regresar. Aun así, no pudo resistirse.

Con la cuerda ajustada alrededor de la garganta, enfocó los ojos entrecerrados en la víctima que tenía enfrente. La cuerda se ajustó aún más, oprimiéndole la carótida y enturbiándole la visión. Cerró los ojos y se dejó ir momentáneamente hacia la oscuridad. Solo un instante más. Un segundo más.

LAS CONSECUENCIAS

Chicago, 9 de agosto de 1979

VOLVIÓ AL PRESENTE, BOQUEANDO, PERO el aire no entraba en sus pulmones. Presa de pánico, buscó con el pie el borde de la banqueta hasta que pudo apoyar los dedos sobre la superficie plana de madera. Se afirmó sobre ella, alivió la presión alrededor de su cuello y aspiró grandes bocanadas de aire mientras su víctima caía frente a él. Las piernas ya no la sostenían. Se desmoronó en el suelo y el peso de su cuerpo jaló del extremo de la cuerda del lado de él, hasta que el grueso nudo de seguridad se atascó en la polea de ese lado, manteniendo el lazo flojo alrededor de su cuello.

Se quitó el lazo y esperó unos minutos a que el enrojecimiento de la piel se aplacara. Se dio cuenta de que había ido demasiado lejos esta vez. A pesar del protector de goma espuma que llevaba puesto alrededor del cuello, tendría que buscar la forma de ocultar las marcas violáceas que se le habían hecho. Debía ser más cuidadoso que nunca. El público había comenzado a entender la situación. Habían aparecido artículos en los periódicos. Las autoridades habían emitido advertencias y el miedo comenzaba a permear el aire de verano. Desde que la gente había comenzado a tomar conciencia de los hechos, él se había mostrado cuidadoso en la persecución y meticuloso en los planes; era preciso cubrirse y no dejar rastros. Había encontrado el lugar ideal para ocultar los cuerpos. Pero controlar La Euforia era más difícil y temía ser incapaz de disimular la adrenalina que lo embargaba en los días subsiguientes a las sesiones. Lo más inteligente sería suspender todo, mantener un perfil bajo y aguardar a que se calmaran las aguas. Pero le resultaba imposible suprimir la necesidad de esa Euforia: era el centro de su existencia.

Sentado en la banqueta, de espaldas a su víctima, se tomó un momento para recuperar el control de las emociones. Cuando estuvo listo, giró hacia el cuerpo de la mujer para comenzar con la limpieza y prepararlo para el transporte del día siguiente. Una vez que terminó todo, cerró con llave y subió al vehículo. El trayecto hasta su casa no logró aplacar los efectos residuales de La Euforia. Al estacionar frente a la entrada, vio que la casa estaba a oscuras, lo que le produjo alivio. Seguía temblando, y no hubiera podido desarrollar una conversación normal. Una vez dentro, dejó la ropa en la lavadora, se dio una rápida ducha y se acostó.

Ella se movió al sentir que él se cubría con la sábana.

—¿Qué hora es? —preguntó con los ojos cerrados y la cabeza hundida contra la almohada.

—Tarde. —La besó en la mejilla—. Sigue durmiendo.

Ella deslizó una pierna por encima del cuerpo de él y un brazo por sobre su pecho. Él permaneció de espaldas, contemplando el techo. Por lo general, cuando volvía a su casa, le tomaba horas tranquilizarse. Cerró los ojos y trató de controlar la adrenalina que le corría por las venas. Revivió las últimas horas en su mente. Nunca lograba recordar todo con claridad enseguida. En las semanas siguientes, los detalles irían volviendo a él. Pero hoy, detrás de los párpados cerrados, sus ojos se movían de un lado a otro agitados por los fogonazos que le enviaba el centro de la memoria. El rostro de su víctima. El terror en sus ojos. El lazo ajustado alrededor de su cuello.

Las imágenes y los sonidos se le arremolinaron en la mente; se dejó llevar por la fantasía y sintió que ella se despertaba, se movía y se le acercaba. Con La Euforia zumbándole en las venas y las endorfinas corriéndole por los vasos sanguíneos dilatados y atronando en sus oídos, permitió que ella le besara el cuello, luego el hombro. Dejó que le deslizara la mano por la cintura de los pantalones cortos. Presa de excitación, rodó sobre ella. Mantuvo los ojos cerrados y bloqueó de sus oídos los suaves gemidos de su esposa.

Pensó en su lugar de trabajo. En la oscuridad. En cómo podía ser él mismo cuando estaba allí. Se acomodó en un ritmo sexual cómodo y se concentró en la mujer a la que había llevado allí más temprano esa noche. La que había levitado como un fantasma frente a él.

EL DULCE PERFUME DE LAS ROSAS

LA MUJER INCLINÓ EL CUERPO, COLOCÓ las tijeras contra la base del tallo de la rosa y lo cortó. Repitió el proceso hasta tener seis rosas de tallo largo en la mano. Subió los escalones hasta la galería trasera, dejó las rosas sobre la mesa y se sentó en la mecedora a mirar el campo. Vio que la niña se acercaba y subía hacia ella.

Tenía una voz aguda e inocente, como todos los niños.

—¿Por qué siempre cortas rosas del jardín? —preguntó la niña.

—Porque son hermosas. Y si las dejas en la planta trepadora, con el tiempo se marchitan y se secan. Si las corto, puedo darles un mejor uso.

—¿Quieres que las ate? —preguntó la niña.

Tenía diez años y era lo más dulce que le había sucedido en la vida. Extrajo del delantal un alambre fino recubierto de plástico, se lo dio y observó cómo tomaba cuidadosamente las rosas. Evitando las espinas, la niña envolvió los tallos y retorció el alambre hasta tener un ramillete apretado.

—¿Qué haces con las flores? —quiso saber la niña.

La mujer tomó el ramo perfecto de manos de ella.

—Ve adentro y aséate para la cena.

—Te veo recogerlas todos los días y luego las ato. Pero después no las vuelvo a ver.

La mujer sonrió.

—Tenemos trabajo para después de cenar. Esta noche te permitiré pintar, si piensas que tu pulso será suficientemente firme. —La mujer esperaba que el señuelo sirviera para cambiar el rumbo de la conversación.

La niña sonrió.

—¿Me dejarás pintar a mí sola?

—Sí. Ya es hora de que aprendas.

—¡Lo haré bien, te lo prometo! —le aseguró antes de entrar corriendo en la casa.

La mujer aguardó un instante, hasta que oyó tintinear los platos cuando la niña tendió la mesa. Entonces se puso de pie, ordenó prolijamente el ramillete de rosas, bajó los escalones y cruzó la pradera detrás de la casa. El sol se ponía y los abedules arrojaban sombras que se cruzaban en su camino.

Mientras caminaba, se llevó las flores a la nariz e inhaló el dulce perfume de las rosas.

PARTE IEL LADRÓN

CAPÍTULO 1

Chicago, 30 de septiembre de 2019

LOS DOLORES EN EL PECHO habían comenzado el año anterior. En ningún momento hubo dudas sobre el origen: los provocaba el estrés, y los médicos le aseguraron que no le causarían la muerte. Pero el episodio de esta noche era particularmente angustiante; se había despertado bañado en sudor nocturno. Cuanto más se esforzaba por inhalar, más se sofocaba. Se sentó en la cama y luchó contra la sensación de ahogo. Por experiencia, sabía que el episodio pasaría. Buscó el envase de aspirinas que tenía en la gaveta de la mesa de noche y se colocó una debajo de la lengua, junto con una tableta de nitroglicerina. Diez minutos más tarde, los músculos del tórax se le relajaron y los pulmones pudieron expandirse.

No era casualidad que este último episodio de angina de pecho coincidiera con la llegada de la carta de la junta de libertad condicional que estaba sobre la mesa de noche. Había leído la carta antes de dormirse. Junto a la misiva, había una citación del juez para una reunión. Se levantó de la cama, tomó el documento y, con la camiseta empapada de sudor frío pegada contra la piel, bajó la escalera y se dirigió a su despacho. Giró la cerradura con combinación de la caja fuerte que estaba debajo del escritorio y abrió la puerta. Dentro había un montón de cartas antiguas de la junta de libertad condicional, a la que agregó la nueva.

La primera carta le había llegado hacía una década. Dos veces al año, la junta se reunía con su cliente, le denegaba la libertad y explicaba su decisión en un ensayo cuidadosamente redactado, a prueba de apelaciones y reclamos. Pero el año pasado había llegado un documento diferente. Era una carta larga del presidente de la junta, que describía en gran detalle lo impactados que estaban por el progreso de su cliente a lo largo de los años y por cómo su cliente era la definición misma de la palabra “rehabilitación”. Los dolores de pecho comenzaron después de leer la oración final de la carta, donde la junta manifestaba entusiasmo por la próxima reunión y daba a entender que a su cliente le aguardaban buenas noticias.

Esta última misiva marcaba para él la llegada de un tren pesado y lento, cargado con dolor y sufrimiento, secretos y mentiras. Ese tren siempre había sido un punto en el horizonte que nunca avanzaba. Pero ahora se agrandaba día a día y no había forma de detener su avance, a pesar de sus muchos intentos. Sentado detrás del escritorio, contempló el estante del medio de la caja fuerte. Había una carpeta llena con páginas de investigación: una exploración en la que, en momentos de angustia y dolor como los de esta noche, deseaba no haberse embarcado nunca. Sin embargo, las ramificaciones de sus descubrimientos eran tan profundas y le habían cambiado la vida de tal forma, que si no hubiese encarado esa investigación, hoy se sentiría vacío. Y la idea de que sus propias mentiras y engaños pronto podrían emerger de las sombras bajo las que habían estado escondidas durante años era suficiente para estrujarle —literalmente— el corazón.

Se secó el sudor de la frente y se concentró en llenar los pulmones de aire. Su peor temor era que su cliente quedara en libertad para continuar la búsqueda. La investigación, que no había dado resultados, se reactivaría una vez que su cliente saliera de prisión. Eso no podía suceder: tenía que hacer todo lo que estaba en su poder para impedirlo.

Solo en el despacho, sintió un nuevo escalofrío y la camiseta empapada se le pegó a los hombros. Cerró la caja fuerte y giró el dial. El dolor de pecho volvió, sintió que le oprimía los pulmones, y se echó hacia atrás en la silla para luchar contra el pánico provocado por la sensación de ahogo. Ya pasaría. Siempre pasaba.

CAPÍTULO 2

Chicago, 1 de octubre de 2019

RORY MOORE SE COLOCÓ LOS lentes de contacto, revoleó los ojos y parpadeó para enfocar la vista. Detestaba la visión que le brindaban las gafas comunes, gruesas como fondos de botella: un mundo curvo y distorsionado. Los lentes de contacto le daban una afilada claridad, pero no la sensación de protección que experimentaba detrás del grueso marco, por lo que había optado por un término medio. Cuando sintió que los lentes de contacto se le habían acomodado en los ojos, se colocó un par de gafas sin aumento y se ocultó detrás del plástico como un guerrero tras un escudo. Para Rory, cada día era una batalla.

Habían quedado en encontrarse en la biblioteca Harold Washington sobre la calle State; media hora después de enfundarse en su armadura protectora —gafas, gorro de lana bien calzado, abrigo abotonado hasta la barbilla con el cuello levantado—, Rory descendió del coche y entró en la biblioteca. Las reuniones iniciales con clientes siempre se llevaban a cabo en sitios públicos. Desde luego, la mayoría de los coleccionistas tenía inconvenientes con este arreglo porque les significaba sacar sus preciados trofeos a la luz. Pero si buscaban a Rory Moore y su talento para la restauración, tenían que seguir sus reglas.

La reunión de hoy requería más atención de lo normal, ya que era un favor que le hacía al detective Ron Davidson, que no solo era un buen amigo, sino también su jefe. Como este era un trabajo adicional que hacía, o como a muchos les gustaba decir (para fastidio de ella) un “pasatiempo”, de algún modo la hacía sentirse honrada que Davidson se lo hubiera pedido. No todos comprendían la personalidad complicada de Rory Moore, pero con el paso de los años, Ron Davidson había penetrado la armadura y se había ganado su admiración. Si él le pedía un favor, Rory no lo pensaba dos veces.

Al atravesar las puertas de entrada, reconoció de inmediato la muñeca Kestner de porcelana que estaba dentro de una caja alargada en brazos del hombre que aguardaba en el vestíbulo. En un abrir y cerrar de ojos, la mente de Rory evaluó al caballero con la velocidad de un rayo: cincuenta y tantos años, rico, profesional (empresario, médico o abogado), bien afeitado, zapatos lustrados, chaqueta deportiva sin corbata. Descartó la opción de médico o abogado. Era un empresario pequeño. Seguros, o algo similar.

Respiró hondo, se acomodó las gafas sobre el rostro y se le acercó.

—¿Señor Byrd?

—Sí —respondió el hombre—. ¿Rory?

Desde su estatura de más de un metro ochenta, contempló el metro cincuenta y ocho de Rory, aguardando una confirmación. Ella no se la dio.

—Veamos qué es lo que tiene —dijo señalando la caja con la muñeca de porcelana antes de dirigirse al sector central de la biblioteca.

El señor Byrd la siguió hasta una mesa en un rincón. Había poca gente en la biblioteca a esa hora de la tarde. Rory palmeó la mesa y el señor Byrd apoyó la caja sobre la superficie.

—¿Cuál es el problema? —quiso saber Rory.

—Esta muñeca es de mi hija. Fue un regalo cuando cumplió cinco años y siempre estuvo impecable.

Rory se inclinó sobre la mesa para poder ver mejor la muñeca a través del plástico transparente de la parte superior de la caja. La cara de porcelana estaba rajada en el medio; la rajadura comenzaba a la altura del cabello, cruzaba el ojo izquierdo y bajaba por la mejilla.

—Se me cayó —se lamentó el señor Byrd—. No puedo creer que se me haya roto.

Rory asintió.

—¿Me permite verla?

Él empujó la caja hacia ella. Rory levantó la tapa. Inspeccionó la muñeca dañada como un cirujano examina al paciente anestesiado que tiene sobre la mesa del quirófano.

—¿Se rajó o se rompió? —preguntó.

El señor Byrd buscó en el bolsillo y extrajo una bolsita plástica que contenía pequeños trozos de porcelana. Rory notó que tragaba con esfuerzo para controlar sus emociones.

—Aquí está todo lo que encontré. El suelo era de madera, así que creo que recuperé todos los trocitos.

Rory tomó la bolsa y analizó las esquirlas. Volvió a la muñeca y pasó los dedos suavemente sobre la porcelana fracturada. La rajadura era pareja y sencilla de unir. La restauración de la mejilla y la frente podía quedar impecable. No así el hueco del ojo. Restaurarlo requeriría de todo su talento y era probable que necesitara ayuda de la única persona que era mejor que ella en restauración de muñecas. La parte quebrada seguramente estaría en la parte trasera de la cabeza. Esa reparación también sería difícil debido al cabello y el tamaño diminuto de las esquirlas que estaban en la bolsita plástica. Decidió no extraer la muñeca de la caja hasta estar en su taller, por temor a que se desprendieran más trozos de porcelana de la parte quebrada.

Asintió lentamente, con la mirada fija en la muñeca.

—La puedo reparar.

—¡Qué maravilla! —exclamó el señor Byrd, aliviado.

—Dos semanas. Un mes, quizá.

—El tiempo que necesite.

—Le informaré el costo una vez que empiece el trabajo.

—No me importa lo que cueste si la puede reparar.

Rory volvió a asentir. Colocó la bolsita plástica dentro de la caja, cerró la tapa y volvió a poner la traba.

—Voy a necesitar un teléfono donde ubicarlo —dijo.

El señor Byrd extrajo una tarjeta y se la entregó. Rory le dirigió una mirada antes de guardarla en el bolsillo: GRUPO ASEGURADOR BYRD. WALTER BYRD, PROPIETARIO.

Cuando Rory se disponía a levantar la caja para irse, el señor Byrd apoyó una mano sobre la de ella. Rory nunca había tolerado bien el contacto físico con desconocidos y estuvo a punto de dar un respingo.

—La muñeca pertenecía a mi hija —dijo él en voz baja.

El uso del tiempo pasado llamó la atención de Rory, que levantó la vista de la mano de él hacia sus ojos.

—Falleció el año pasado —reveló el señor Byrd.

Rory se sentó lentamente. Una respuesta normal podría haber sido Lo siento mucho. O, Ahora comprendo por qué la muñeca significa tanto para usted. Pero Rory Moore era cualquier cosa menos normal.

—¿Qué sucedió? —preguntó.

—La asesinaron —respondió el señor Byrd, retirando la mano y sentándose frente a ella—. Creen que fue estrangulada. Dejaron su cuerpo en Grant Park en enero pasado y cuando la encontraron estaba casi congelada.

Rory contempló la muñeca Kestner recostada en la caja, con el ojo derecho cerrado pacíficamente y el izquierdo abierto, con una profunda fisura en la órbita. Comprendió de pronto por qué estaba allí y por qué el detective Davidson había insistido tanto en que aceptara esta reunión. Era un anzuelo al que sabía que Rory no podría resistirse.

—¿Nunca encontraron al asesino? —preguntó.

El señor Byrd negó con la cabeza y bajó la mirada hacia la muñeca.

—Nunca tuvieron ni una pista para seguir. Los detectives ya no me devuelven los llamados. En cierto modo, abandonaron el caso.

La presencia de Rory en la biblioteca demostraba lo erróneo del razonamiento del señor Byrd, ya que Ron Davidson había sido el que la había convencido para que viniera.

El señor Byrd la miró.

—Mire, esto no es algo armado. El otro día tomé la muñeca de Camille porque extrañaba tremendamente a mi hija y sentí la necesidad de sujetar algo que me hiciera recordarla. Se me cayó y se rompió. No me atreví a contárselo a mi esposa porque me siento culpable y sé que a ella la deprimiría mucho. Esta muñeca fue la preferida de mi hija durante toda su infancia. Así que, por favor, créame que quiero que la restaure. Pero el detective Davidson me habló de lo reconocida que es usted en esta ciudad y en otras por su trabajo de reconstrucción forense. Estoy dispuesto a pagarle lo que sea necesario para que reconstruya el crimen y encuentre al asesino que le quitó la vida a mi hija.

La mirada del señor Byrd penetró la armadura protectora de Rory, lo que fue demasiado para ella. Se puso de pie, tomó la caja de la muñeca y se la colocó debajo del brazo.

—La muñeca me tomará un mes. Lo de su hija, mucho más tiempo. Haré unas llamadas y luego me pondré en contacto con usted.

Abandonó la biblioteca y salió a la tarde otoñal. En cuanto el padre de Camille Byrd utilizó el pasado para describir a su hija, Rory sintió ese cosquilleo tenue en la mente. Ese imperceptible pero siempre presente susurro en los oídos. Un murmullo que su jefe sabía perfectamente bien que no podría pasar por alto.

—Eres un verdadero hijo de puta, Ron —murmuró en la calle. Se había tomado un descanso de su trabajo como reconstructora forense, unas vacaciones programadas que se obligaba a tomarse de vez en cuando para evitar el agotamiento y la depresión. Esta última licencia había sido más larga que las demás y comenzaba a fastidiar a su jefe.

Mientras caminaba por la calle State en dirección al coche, con la muñeca rota de Camille Byrd bajo el brazo, comprendió que se le habían terminado las vacaciones.

CAPÍTULO 3

Chicago, 2 de octubre de 2019

EL TELÉFONO VIBRÓ POR QUINTA vez esa mañana, pero volvió a ignorarlo. Rory se miró en el espejo mientras se echaba el pelo castaño hacia atrás y se lo ataba. No era una persona matinal y, por regla general, no respondía el teléfono antes del mediodía. Su jefe lo sabía, por lo cual Rory no se sintió mal por no responder.

—¿Quién es la persona que no para de llamarte? —preguntó una voz masculina desde el dormitorio.

—Tengo reunión con Davidson.

—No sabía que habías decidido volver a trabajar —comentó él.

Rory salió del baño y se colocó el reloj en la muñeca.

—¿Te veo esta noche? —preguntó.

—De acuerdo, no hablaremos de ese tema.

Rory se acercó y lo besó en la boca. Lane Philips era su... ¿qué? Rory no era lo suficientemente tradicional como para rotularlo “novio”, y con más de treinta años le parecía adolescente describirlo así. En ningún momento había pensado en casarse con él, a pesar de que dormían juntos desde hacía casi una década. Pero era mucho más que su amante. Era el único hombre del planeta —además de su padre— que la comprendía. Lane era... era suyo. Esa era la mejor forma que encontraba su mente para describirlo y ambos estaban cómodos con esa etiqueta.

—Te lo contaré cuando tenga algo para contar. Ahora mismo no tengo idea de en qué me estoy metiendo.

—Me parece bien —respondió Lane, sentándose en la cama—. Me han pedido que aparezca como testigo experto en un juicio por homicidio. Voy a declarar en un par de semanas, así que hoy me reúno con el fiscal de distrito. Después tengo que dar clase hasta las nueve de la noche.

Cuando Rory intentó apartarse, la tomó de las caderas.

—¿Seguro que no quieres darme ninguna pista sobre cómo Davidson te convenció para que vuelvas?

—Si vienes hoy después de tu clase te pondré al día.

Rory le dio un último beso, apartó de su cuerpo las manos exploradoras de él con un movimiento juguetón y salió de la habitación. Instantes después, la puerta principal se abrió y se cerró.

El teléfono sonó dos veces más mientras conducía por el tránsito matutino de la autopista Kennedy. Tomó la salida de la calle Ohio y zigzagueó por la cuadrícula de las calles de Chicago. Al llegar a Grant Park, recorrió la zona durante quince minutos hasta que encontró un sitio para aparcar que parecía demasiado pequeño hasta para su Honda diminuto. Con dificultad, logró aparcar en paralelo aunque temió no poder volver a salir más tarde sin chocar los paragolpes ajenos.

Caminó por el túnel que cortaba debajo de Lake Shore Drive y tomó el sendero pintoresco que llevaba al centro del magnífico parque que separa los rascacielos de la costa del lago. El parque estaba siempre colmado de turistas y esa mañana no era ninguna excepción. Rory se abrió camino entre la gente hasta que divisó a Ron Davidson sentado en una banca cerca de la fuente Buckingham.

A pesar de que llevaba el abrigo abotonado hasta arriba, se lo ajustó, se levantó el cuello hasta la barbilla y se acomodó los lentes sobre el puente de la nariz. Era una mañana templada de octubre y había gente a su alrededor con pantalones cortos y sudaderas, disfrutando de la brisa y el sol. Rory estaba vestida como para un día frío de otoño: abrigo gris abotonado, cuello levantado, jeans grises y los borceguíes que usaba siempre, aun en verano. Al aproximarse al detective, se bajó la gorra de lana hasta que el borde tocó el marco de los lentes y se sintió protegida.

Sin introducción alguna, se sentó junto a él.

—¡Alabado sea el Señor, pero si es la mismísima dama de gris! —dijo Davidson.

Habían trabajado juntos en tantos casos, que Davidson ya conocía todas las mañas de Rory: no estrechaba la mano de nadie, cosa que él había aprendido después de varios intentos en que su propia mano había quedado flotando en el aire mientras Rory desviaba la mirada. Detestaba encontrarse con personal del Departamento, con excepción de Ron, y no tenía nada de tolerancia a la burocracia. Jamás aceptaba trabajos con límites de tiempo y siempre trabajaba sola. Devolvía los llamados cuando tenía ganas o directamente no lo hacía. Aborrecía la política y si algún funcionario público trataba de poner la atención sobre ella, desaparecía durante semanas. La única razón por la que Ron Davidson toleraba los dolores de cabeza que Rory le provocaba era que su capacidad como reconstructora forense era absolutamente extraordinaria.

—Has estado fuera del radar, Gris.

Rory sonrió apenas, con la mirada fija en la fuente Buckingham. Nadie excepto Davidson la llamaba “Gris” y, con el correr de los años, Rory se había encariñado con el apodo: una mezcla del color de sus atuendos con su personalidad distante.

—Estuve ocupada con la vida.

—¿Cómo está Lane?

—Bien.

—¿Es mejor jefe que yo?

—No es mi jefe.

—Sin embargo te lo pasas trabajando para él.

—Trabajando con él.

Ron Davidson hizo una pausa.

—Hace seis meses que no me devuelves un solo llamado.

—Te dije que estaba en pausa.

—Hubo varios casos en los que me hubiera venido bien tu ayuda.

—Estaba al borde del agotamiento. Necesitaba un corte. ¿Por qué crees que la mayoría de los detectives que trabajan para ti no sirven para una mierda?

—Ah, cómo echaba de menos tu sinceridad, Gris.

Permanecieron en amigable silencio durante unos minutos, observando a los turistas que paseaban por el parque.

—¿Vas a ayudarme? —preguntó Davidson por fin.

—Eres un cretino por haberme tendido una trampa así.

—No me devolviste un solo llamado en seis meses. Estabas completamente inmersa en Lane Phillips y su Proyecto de Responsabilidad de Asesinatos. Así que tuve que ponerme creativo. Pensé que lo apreciarías.

Silencio.

—¿Y bien? —volvió a preguntar Davidson después de unos minutos.

—Vine hasta aquí, ¿no? —Rory mantuvo la mirada en la fuente—. Cuéntame acerca de esta chica.

—Camille Byrd. Veintidós años, estrangulada. Arrojaron el cuerpo aquí, en el parque.

—¿Cuándo?

—El año pasado, en enero. Hace veintiún meses —respondió Davidson.

—¿Y tu gente no tiene nada?

—Hice algunas amenazas y bastante ruido, pero te aseguro que mis muchachos están atascados, Rory.

—Necesitaré todas las carpetas del caso —dijo ella. Sin apartar la mirada de la fuente, notó que el jefe de Homicidios de Chicago erguía levemente la barbilla y exhalaba con alivio.

—Gracias —dijo Ron.

—¿Quién es Walter Byrd?

—Empresario pudiente, amigo personal del alcalde, por lo que nos han puesto presión encima para resolver este caso.

—¿Porque es rico y tiene conexiones? —replicó Rory—. La presión debería ser la misma respecto de cualquier padre al que le matan la hija. ¿Dónde encontraron el cuerpo?

Davidson señaló con el brazo.

—En el sector este del parque. Te muestro.

Rory se puso de pie y siguió a Davidson hasta llegar a un montículo recubierto de césped junto a la senda peatonal. Una hilera de abedules flanqueaba la zona; de inmediato, Rory calculó mentalmente las formas en que alguien podría transportar un cadáver hasta allí.

—La encontraron aquí —dijo Davidson desde el césped.

—¿Estrangulada?

Davidson asintió.

—¿Violada, también?

—No.

Rory se adentró hasta el sitio donde habían encontrado el cadáver de Camille Byrd y giró lentamente en círculo, observando la costa del lago y los barcos que descansaban en el agua. Siguió girando y vio los rascacielos de Chicago. Unas nubes redondeadas y blancas flotaban como grandes globos en el cielo azul. Imaginó el cuerpo sin vida de la joven hallado en medio del invierno, hinchado y congelado. Imaginó los árboles invernales desnudos, sin hojas.

—¿Por qué dejarla aquí? —dijo—. Sin la protección de los árboles, es muy riesgoso. El que lo hizo quería que la encontraran.

—A menos que la haya matado aquí mismo. Una discusión acalorada. La mata y huye.

—Pero eso es una pelea de amantes —replicó Rory—. ¿Supongo que tu gente investigó ese ángulo y hablaron con novios presentes y pasados, compañeros de trabajo, antiguos amantes?

Davidson asintió.

—Cubrimos a todos y estaban limpios.

—Entonces no fue alguien que conocía. La mataron en otra parte y la trajeron aquí. ¿Por qué?

—Mis hombres no lo pudieron descubrir.

—Voy a necesitar todo, Ron. Carpetas, la autopsia, entrevistas. Todo.

—Te lo puedo conseguir, pero para eso tengo que volver a ponerte en la planilla de personal del Departamento, oficializar el hecho de que has vuelto a trabajar. Después puedo conseguirte todo lo que necesites.

Rory quedó en silencio de nuevo mientras analizaba la escena. En su cabeza se encendían chispazos de todo tipo, pero se conocía lo suficientemente bien como para no intentar ordenar el caudal de información. Ni siquiera tenía plena conciencia de todo lo que estaba registrando. Sabía solamente que debía absorber todo y que luego, en los días y semanas siguientes, su mente ordenaría lo que había registrado y realizaría un inventario de las imágenes capturadas. Lentamente, Rory iría organizando todo. Estudiaría la carpeta del caso para llegar a conocer a Camille Byrd. Le pondría un nombre y una historia a esa pobre chica estrangulada. Vería las cosas que los detectives habían pasado por alto. La mente asombrosa y singular de Rory armaría las piezas de un rompecabezas que a todos les parecía imposible de resolver y terminaría por reconstruir el crimen por completo.

El teléfono sonó y trajo a Rory de regreso de las profundidades de su mente. Era su padre. Pensó en dejar que la llamada fuera a la casilla de mensajes, pero decidió responder.

—Papá, estoy ocupada, ¿te puedo llamar en un rato?

—¿Rory?

No reconoció la voz del otro lado; era una mujer que parecía presa de pánico.

—¿Sí? —Se alejó unos pasos de Davidson.

—Rory, soy Celia Banner, la asistente de tu padre.

—¿Qué sucede? Mi teléfono tomó la llamada como proveniente de la casa de mi padre.

—Estoy llamando desde su casa, Rory. Tuvo un infarto.

—¿Qué?

—Teníamos que encontrarnos para almorzar, pero no apareció. La situación es grave.

—¿Cuán grave?

El silencio produjo un vacío que succionó las palabras de su boca.

—¡Celia! ¿Cuán grave?

—Falleció, Rory.

CAPÍTULO 4

Chicago, 14 de octubre de 2019

NO FUE HASTA UNA SEMANA después del funeral que Rory encontró el tiempo y las fuerzas para entrar en el despacho de su padre. Técnicamente, también era el suyo, pero como hacía más de diez años que Rory no se involucraba formalmente en un caso, su participación en el Grupo Legal Moore no resultaba evidente. Su nombre figuraba en el membrete y llenaba el formulario anual de impuestos por el trabajo limitado que hacía para su padre —por lo general investigación y preparación para el juicio—, pero como su papel en el Departamento de Policía de Chicago y el Proyecto de Responsabilidad de Asesinatos de Lane le demandaban mucha más atención, su trabajo en la firma se había vuelto menos obvio.

Además del trabajo ocasional de Rory, el Grupo Legal Moore era una empresa unipersonal con dos empleados: un procurador legal y una asistente. Con tan poco personal y una cartera de clientes muy manejable, Rory supuso que disolver el bufete de su padre iba a requerir de un poco de tiempo y esfuerzo, pero que en última instancia, sería una cuestión de dos semanas. El título de abogada, que había obtenido hacía más de diez años pero nunca había utilizado realmente, la convertía en la única y perfecta candidata para ocuparse de los asuntos de su padre. Su madre había muerto hacía años y Rory era hija única.

Entró en el edificio de la calle North Clark y subió en el elevador hasta el tercer piso. Abrió la puerta con la llave y entró. La zona de recepción consistía en un escritorio delante de gabinetes de archivo de metal de los años setenta, flanqueado por dos despachos. El de la izquierda pertenecía a su padre; el otro, al procurador.

Dejó caer la pila de correspondencia de toda la semana sobre el escritorio y se dirigió a la oficina de su padre. Lo primero que haría sería traspasar los casos activos a otros bufetes de abogados. Luego, pagaría las cuentas y los sueldos de los dos empleados con los fondos que hubiera. Por último, terminaría con el contrato de alquiler y cerraría todo.

Celia, la asistente que había descubierto a su padre muerto en la casa, había accedido a encontrarse con Rory a mediodía para revisar los archivos y ayudar en la reasignación de casos. Rory dejó el bolso en el suelo, abrió una lata de Coca Diet y comenzó. El mediodía la encontró sentada en el escritorio de su padre, rodeada por una montaña de papeles. Había vaciado los archivos de la recepción y el contenido ya estaba organizado en tres pilas: pendientes, activos y cerrados.

Oyó que se abría la puerta principal. Celia, a la que había visto unas pocas veces en los últimos años, apareció en la puerta del despacho de su padre. Rory se puso de pie.

—Ay, Rory —exclamó Celia, y pasó corriendo junto a las pilas de carpetas para abrazarla con fuerza.

Rory mantuvo los brazos a los lados del cuerpo y parpadeó varias veces detrás de los gruesos lentes mientras la mujer invadía su espacio personal de una forma que nadie que conocía bien a Rory hubiera hecho.

—Siento tanto lo de tu padre —susurró.

Por supuesto, Celia había dicho exactamente lo mismo unos días antes en el funeral. Rory se había mantenido igual de impávida en la sala funeraria tenuemente iluminada, de pie junto al féretro que contenía esa escultura de cera que era su padre. Al sentir el aliento de Celia en la oreja e intuir que sus lágrimas le correrían por el cuello, Rory le apoyó las manos sobre los hombros y se separó de ella. Inspiró hondo y soltó el aire y la ansiedad que le subía por el esternón.

—Revisé los archivos —dijo por fin.

Confundida, Celia paseó la vista por la habitación y vio todo lo que había hecho. Se sacudió la parte delantera de la chaqueta para componerse y se secó las lágrimas.

—Pensé que... ¿Estuviste trabajando en esto toda la semana?

—No, solo esta mañana. Llegué hace un par de horas.

Hacía tiempo que Rory había dejado de explicar su habilidad para realizar trabajos como este en una fracción del tiempo que les tomaba a los demás. Uno de los motivos por los que nunca había ejercido como abogada era que se aburría a muerte. Recordaba cómo sus compañeros de clase pasaban horas estudiando de libros que ella memorizaba luego de una sola lectura. Y cómo otros tomaban cursos de repaso de un mes como preparación para el examen de habilitación para ejercer la abogacía. Ella había aprobado en el primer intento, sin abrir un solo libro de repaso. Otra razón por la que no ejercía como abogada era que la gente le provocaba una profunda aversión. La idea de discutir con otro abogado por la sentencia de un delincuente de poca monta le erizaba la piel, e imaginarse de pie ante un juez presentando su caso le daba cerrazón de pecho por la angustia. Trabajaba mucho mejor por su cuenta reconstruyendo escenas de crímenes y presentando informes escritos que terminaban sobre el escritorio de un detective.

El mundo de Rory Moore era un santuario protegido que casi nadie comprendía y al que muy pocos tenían acceso, por lo cual los descubrimientos de esa mañana le habían resultado especialmente perturbadores. Se había enterado de que su padre tenía varios casos activos encaminados a juicios en los próximos meses, que necesitarían atención inmediata. Rory ya había pensado en la posibilidad de verse obligada a desempolvar su diploma, tragar bilis y aparecerse en el tribunal a explicarle al juez que el abogado principal había fallecido, por lo cual los juicios necesitarían prórroga en el mejor de los casos y declaración de nulidad en el peor. También se imaginaba pidiéndole a Su Señoría que la aconsejara un poco y le dijera qué diablos hacer.

—¿Un par de horas? —preguntó Celia, sacando a Rory de sus pensamientos—. ¿Cómo puede ser? Parecería que aquí están todos los casos que hemos tenido desde que comenzamos.

—Así es. Traje todo lo que encontré en los archivos. No pude revisar las computadoras.

Esto último no era cierto. Rory no había tenido problema alguno para entrar en la base de datos de su padre. Estaba protegida por una débil contraseña que pudo traspasar rápidamente para luego dedicarse a cruzar los casos de las carpetas con los que estaban en el disco duro. A pesar de que tenía todo el derecho de acceder a los archivos de la computadora, su poca presencia en el día a día de la firma la hacía sentir que estaba invadiendo.

—Si está en el archivo, está en la computadora —dijo Celia.

—Bien, entonces aquí está todo —respondió Rory, señalando la primera pila de carpetas—. Estos son los casos pendientes. No debería ser complicado llamar a los clientes y explicarles la situación. Nuestra firma dejará de representarlos y deberán buscarse otro bufete. Creo que sería profesional de nuestra parte hacer una lista de bufetes que puedan tomarlos, para que los clientes tengan un punto de partida.

—Desde luego —concordó Celia—. Tu padre hubiera querido que lo hiciéramos.

—La segunda pila son los casos cerrados. Debería alcanzar con enviar una carta para informar que Frank Moore falleció. ¿Te puedes encargar de estas dos pilas?

—No hay problema —dijo Celia—. Lo haré. ¿Qué me dices de estos?

Rory miró el tercer montón de documentos que había ordenado sobre el escritorio de su padre. El solo hecho de verlos la hacía hiperventilar. Sintió que las paredes de su existencia amurallada vibraban bajo la presión de invasores indeseados que acechaban del otro lado.

—Estos son todos los casos abiertos. Los separé en tres categorías. —Rory apoyó la mano sobre el primer grupo—. Peticiones que están actualmente en negociación: doce. —Comenzó a sudar al tocar la segunda pila de carpetas—. Estos son los que aguardan presentación en el tribunal: dieciséis. —Una gota le corrió por la espalda y le humedeció la cintura—. Y estos tres están en preparación para juicio —dijo, pasando la mano al último grupo. Se le cerró la garganta cuando dijo la palabra “tres” y tuvo que toser para ocultar su pavor. Esos tres casos requerirían participación inmediata.

Celia, preocupada, vio empalidecer a Rory y se preguntó si la enfermedad cardíaca que se había llevado al padre sería hereditaria y golpearía dos veces en el mismo mes.

—¿Te encuentras bien?

Rory volvió a toser y recuperó la compostura.

—Sí. Encontraré la forma de ocuparme de los casos activos si tú te encargas del resto.

Celia asintió y tomó la pila de carpetas de casos pendientes.

—Comenzaré a contactarme con estos clientes de inmediato. —Las llevó a su escritorio y se puso a trabajar.

Rory cerró la puerta del despacho de su padre, se dejó caer en su sillón y contempló las carpetas y las cuatro latas de Coca Diet que le habían servido de combustible esa mañana. Encendió la computadora y se puso a buscar abogados penalistas de Chicago que pudieran tomar los casos.

CAPÍTULO 5

Centro Correccional de Stateville15 de octubre de 2019

DOSIETE ERA SU ALIAS. LLEVABA respondiendo al apodo tantos años que ya no sabía si se daría por aludido cuando lo llamaran por su nombre real. El sobrenombre se originaba en el número que le asignaron la noche en que llegó y le estamparon en grandes números negros en la espalda de su overol: 12276592-7

Los guardias de la prisión, antes de conocer el nombre de un convicto o el delito por el cual había sido encarcelado, aprendían su número. Este había sido abreviado a los dos números finales “dos-siete” y mutado con los años a lo que la mayoría de los presos y algunos guardias uniformados creían que era su apellido: Dosiete.

Entró en la biblioteca de la prisión y encendió las luces. Este era su hogar dentro de la penitenciaría, y lo comandaba desde hacía décadas. Nunca le había interesado levantar pesas e inflar los músculos como globos, ni tampoco juntarse con las bestias en el patio de la prisión para colonizarse en bandas y sectas. En cambio, se refugió en la biblioteca, entabló amistad con el anciano condenado a cadena perpetua que la manejaba y aguardó su momento. Durante el verano de 1989 el anciano comenzó a respirar con dificultad y no llegó a terminar la última década del siglo veinte. Un guardia golpeó en los barrotes de la celda de Dosiete a la mañana siguiente para informarle que el anciano había partido en libertad condicional hacia los cielos. La biblioteca quedaba al mando de Dosiete. No hagas cagadas. No las haría.

Hacía ya treinta años que regenteaba la biblioteca. En total, había cumplido cuatro décadas en prisión sin un solo incidente. Su trayectoria estelar lo había vuelto casi invisible, como los superhéroes de los libros de historietas que leía todos los meses. Despreciaba las historietas y las novelas gráficas, pero las leía igual. Lo hacían parecer más humano y ayudaban a disimular los deseos que lo seguían acechando.

Antes de la cárcel, su vida había girado alrededor de La Euforia: la sensación que lo invadía después de pasar tiempo con sus víctimas. La Euforia le había controlado la mente y había dado forma a su existencia. Era algo de lo que no podía escapar. Cuando lo atraparon, sin embargo, no tuvo más remedio que acostumbrarse a la vida en prisión. El síndrome de abstinencia fue una agonía. Deseaba intensamente esa sensación de poder y dominio que le daba La Euforia, la plenitud de la que disfrutaba cuando se colocaba el lazo alrededor del cuello y se entregaba al placer que solamente las víctimas podían brindarle.

Cuando la angustiante abstinencia se aplacó y él se resignó a la larga sentencia que lo aguardaba, buscó algo con que llenar el vacío. Pronto se le tornó evidente qué sería. El secreto que le había destruido la vida estaba sepultado en alguna parte fuera de las paredes de la prisión, y decidió pasar el capítulo final de su vida desenterrándolo.

Se sentó ante su escritorio en la biblioteca. Solamente en los Estados Unidos un hombre que había cometido tantos asesinatos podía gozar de esa libertad: un escritorio y una biblioteca entera para comandar. Pero después de décadas en este sitio, solamente unos pocos conocían su historia. Y a casi nadie le importaba. El anonimato era otro de los motivos por los cuales nunca corregía a nadie cuando lo llamaban Dosiete. Contribuía a su fachada. El mundo le había apagado la luz hacía años y solo ahora la lámpara halógena del pasado había comenzado a cobrar vida de nuevo. A solas en la biblioteca, desdobló el periódico Chicago Tribune y buscó los titulares en la página dos: A CUARENTA AÑOS DEL VERANO DE 1979, LIBERARÁN A “EL LADRÓN”.