Erhalten Sie Zugang zu diesem und mehr als 300000 Büchern ab EUR 5,99 monatlich.
En términos flosófcos, un planteamiento sin crítica es un planteamiento estéril. Peor aún, superfuo. Lo más relevante de la contribución de Pieper se desgrana en este texto, por su capacidad comunicativa y su búsqueda de la verdad. Pieper hace fácil lo difícil, trata de descifrar el misterio con simplicidad, y en eso recuerda a Tomás de Aquino. Por eso su atractivo no deja de crecer. El descubrimiento de la realidad es un estudio sobre el fundamento de la ética. Incluye dos ensayos: "La realidad y el bien" y "La verdad de las cosas". El término "descubrir" alude a algo que merece ser visto tal cual es. Y el horizonte de la actividad humana es "la realidad", el ser. Por eso Tomás de Aquino fundamenta la moral en la aceptación de la verdad de las cosas. El bien, dice Pieper, "es lo conforme con la realidad", y tiene por ese motivo una profunda fuerza de irradiación.
Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:
Seitenzahl: 271
Veröffentlichungsjahr: 2024
Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:
JOSEF PIEPER
EL DESCUBRIMIENTO DE LA REALIDAD
Edición crítica y traducción deJosé María Carabante
EDICIONES RIALP
MADRID
Título original: Die Wirklichkeit und das Gute. Wahreheit der Dinge. Eine Untersuchung Zur Anthropologie des Hochmittelatters
© 1956, 1951 by Kösel Verlag, una división de Penguin Random House Verlagsgruppe GmbH
© 2024 de la edición crítica y traducción de José María Carabante
by EDICIONES RIALP, S.A.,
Manuel Uribe 13-15, 28033 Madrid
(www.rialp.com)
Preimpresión: produccioneditorial.com
ISBN (edición impresa): 978-84-321-6850-5
ISBN (edición digital): 978-84-321-6851-2
ISBN (edición bajo demanda): 978-84-321-6858-1
ISNI: 0000 0001 0725 313X
No está permitida la reproducción total o parcial de este libro, ni su tratamiento informático, ni la transmisión de ninguna forma o por cualquier medio, ya sea electrónico, mecánico, por fotocopia, por registro u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita reproducir, fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.
Nota previa
Prólogo
PRIMERA PARTE LA REALIDAD Y EL BIEN
Introducción
1. La tesis
2. Teoría realista del conocimiento y ética intelectualista
Capítulo primero
1. La realidad como medida del conocer
2. La identidad de espíritu y realidad
3. Conocimiento y verdad
4. La “objetividad” como actitud cognoscitiva
Capítulo segundo
1. La unidad de la razón teórica y la razón práctica
2. La estructura de la acción moral
3. El dictamen de la sindéresis
4. La prudencia
5. Observaciones
6. “Objetividad” como actitud ética
Conclusión
1. Resumen
2. Conclusión
SEGUNDA PARTE LA VERDAD DE LAS COSAS
Nota introductoria
Capítulo primero
1. El principio de la verdad de las cosas
2. De Platón a Francis Bacon
3. Hobbes, Descartes, Spinoza, Leibniz y Kant sobre la verdad de las cosas
4. El concepto de la verdad de las cosas tal como aparecía a los ojos de Kant
5. La pérdida del concepto originario a través de Wolff y baumgarten
6. El “carácter distintivo” del concepto de verdad en Wolff
7. Wolff y la Escolástica
Capítulo segundo
1. Santo Tomás de Aquino: todo ente es verdadero
2. Los “trascendentales” de la antigua metafísica
3. La verdad como ordenación a un entendimiento
4. Sobre la esencia del conocimiento
5. Conocimiento reproductor y creador
6. El conocimiento creador es la relación más perfecta entre espíritu y ser
7. La verdad como relación al entendimiento creador
8. Principio de verdad de todas las cosas
9. El fundamento teológico de la metafísica de la verdad de las cosas
10. La idea deísta del dios “extramundano”
Capítulo tercero
1. Lo real se halla situado entre el conocimiento divino y el humano
2. La verdad de las cosas como su cognoscibilidad para los hombres
3. De la oscuridad e inagotabilidad de las cosas
4. El conocimiento como “fruto de la verdad”
Capítulo cuarto
1. El concepto de la verdad de las cosas en la tradición: Agustín, Avicena, Averroes, Anselmo de Canterbury, Alejandro de Hales, Alberto Magno
2. Duns Scoto, Francisco suárez, Gabriel Vázquez, la metafísica alemana del siglo
xvii
Capítulo quinto
1. La verdad de las cosas y la relación del entendimiento a la totalidad
2. Intimidad y facultad incorporativa
3. «El alma es, en cierto sentido, todas las cosas»
4. De la «apertura del mundo» en el hombre
5. Universalidad de las formas sustanciales y universalidad del mundo del hombre
Conclusión
1. La insaciabilidad del hombre
2. La interconexión del medio y del mundo en la existencia humana
3. El hombre inmerso en la realidad total
Cubierta
Portada
Créditos
Índice
Comenzar a leer
Notas
Las citas de la Suma Teológica de Tomás de Aquino se indican en las notas de la forma siguiente: por ejemplo, “II, II, 47, 2 ad 3”, quiere decir, segunda parte de la segunda parte principal, quaestio 47, articulus 2, respuesta a la objeción 3.ª. Lo mismo se aplica a las citas de su Comentario al Libro de las Sentencias de Pedro Lombardo; por ejemplo, “I, d. 19, 5, 1”, quiere decir, libro primero, distinctio 19, quaestio 5, articulus 1.
Los títulos de las restantes obras de Tomás de Aquino incluidas en este ensayo se abrevian del siguiente modo:
C. G. – Summa contra Gentes.
Ver. – Quaestiones disputatae de veritate.
An. – Quaestiones disputatae de anima.
Virt. comm. – Quaestio disputata de virtutibus in communi.
Virt. card. – Quaestio disputata de virtutibus cardinalibus.
Pot. – Quaestiones disputatae de potentia Dei.
Nat. verb. int. – De natura verbi intellectus.
Quol. – Quaestiones quodlibetales.
In Met. – Comentario a la Metafísica de Aristóteles.
In Periherm. - Comentario al Perihermeneias de Aristóteles.
In Trin. – Comentario al De Trinitate de Boecio.
In de Causis. – Comentario al Liber de Causis.
Symb. Apost. – Comentario al Credo de los Apóstoles.
In Joh. – Comentario al Evangelio de San Juan.
Rom. – Comentario a la Epístola de San Pablo a los Romanos.
Col. – Comentario a la Epístola de San Pablo a los Colosenses.
Mal. – Quaestiones disputatae de malo.
A Josef Pieper no le tocó bregar con la filosofía posmoderna, pero sí con movimientos que apuntaban hacia ella. Y es que las crisis nunca aparecen de repente, sino que se fraguan durante décadas y décadas, de un modo a veces solapado, al igual que las semillas, que a menudo tardan en romper. A decir verdad, tampoco se puede decir que la filosofía haya recorrido la historia pacíficamente, pues verse envuelta en polémicas y luchas —mucho más apasionadas de lo que un neófito podría pensar— es algo connatural al esfuerzo de confrontarse con lo real. En términos rigurosamente filosóficos, un planteamiento sin impugnación o crítica es un planteamiento estéril. Peor aún, superfluo.
De este modo, aunque sería difícil resaltar la principal contribución de Pieper, nuestro Aquinate contemporáneo, sí que hay que indicar que lo más relevante de su obra se desgrana en el texto que el lector tiene entre manos. Y eso por varios motivos. En primer lugar, el alemán fue capaz de escribir con un estilo límpido, terso, adelgazado de aditamentos y florituras, mostrando con ello no únicamente que la filosofía auténtica se esfuerza por desplegar siempre su potencia comunicativa, sino que en el lenguaje comparece, como en un estuche prístino —o diáfano—, el tesoro de la verdad. Se puede comprobar, como decimos, en las páginas que siguen, y de forma paradigmática: quien se adentre en ellas se dará cuenta de que adquiere una familiaridad entrañable con la más sublime tradición filosófica. Pieper hace lo difícil, fácil y en eso recuerda al autor de la Suma teológica, encargado de descifrar el misterio con bella simplicidad y una modestia sin parangón.
Llamar la atención sobre ese estilo no es baladí hoy, cuando andamos maltrechos y aquejados por una enfermiza hiperespecialización. Pieper revela que nadie es ajeno al pensar y que la sabiduría, según creían los clásicos, se rinde ante quien se obstina en amarla, tenga o no títulos, doctorados honoris causa o cualesquiera otros galones académicos.
Además, en él no hay imposturas, como tampoco las hubo en Aristóteles o santo Tomás, lo cual explica que su atractivo no haya dejado de crecer. A ello se añade —y este constituye el segundo motivo por el cual la reedición de esta obra es importante— la recuperación de la venerable entraña de la reflexión filosófica. Según comentó en una entrevista, Pieper, melómano empedernido, se inspiró en una pieza musical —la suite— para componer sus ensayos, pero estos se antojan, en realidad, más como tapices o fornidas urdimbres de unidad insoslayable. Así, aunque El descubrimiento de la realidad es un estudio sobre el fundamento de la ética, rebasa el admirable campo de la acción humana para entrometerse en regiones más abstrusas, como la epistemológica o la ontológica. ¿Acaso se puede saber a qué aspira el ser humano sin recapacitar sobre su lugar en el cosmos? ¿Es posible desarrollarse como persona de espaldas a lo real, o soslayando a la luz que irradia?
En cuanto a la verdad, es impresionante el esfuerzo que realiza el pensador alemán para reconectar aquellas esferas que la modernidad porfió en separar. El subjetivismo ha tenido un éxito considerable, hasta el punto de que sus diversos corolarios —el relativismo, entre ellos— se han enredado en la plaza pública haciéndola irrespirable. No es que aboguemos por los consensos —recuérdese: filosofar es combatir—, pero la crítica o las impugnaciones han dejado de buscar el terreno común para horadar y multiplicar las trincheras. Como resultado, hoy muchos confunden la verdad y la noble aspiración a escudriñarla con la afiliación política. Y eso, a ambos lados del espectro ideológico. No es momento de entrar en el problema de la polarización, pero indudablemente es una plaga que se esfumaría si nos empeñáramos en apreciar la realidad sin anteojeras.
Pieper, con todo, nos alecciona sobre los vínculos secretos entre pensamiento, lenguaje y realidad y sus homologías estructurales. Por decirlo de otro modo: el alemán echa la vista atrás y recoge el guante de Parménides, a fin de salir de un atolladero que empieza a ser angustioso. Cierto es que el problema de la verdad dista de estar resuelto —¿qué interrogante filosófico lo está?—, pero precisamente por ello su estrategia resulta mucho más ilusionante: es más sabio —y prudente— replegarse para examinar atentamente lo que dijeron quienes nos precedieron que lanzarse a excomulgarlos por desinterés o desidia.
La verdad es la radiación del ser en el pensamiento, explica Pieper en la larga exégesis que propone de los textos escolásticos. No es el ser humano la medida de las cosas, sino que estas últimas son las que deben hablarnos para ensanchar el espíritu. El hilo que une verdad y trascendencia es tan esencial que el ateísmo es consecuencia de la desaparición de lo verdadero. Que sea el lector que saque las consecuencias y reflexione las puertas que puede abrir esta reivindicación realista de la verdad.
¿Y qué decir de la ética? Para Pieper, arraiga en el mismo suelo nutricio, en lo real. Kant hizo dos cosas que su coterráneo desea desarticular: desvinculó la moral del bien, dejándola en manos del deber —siempre tan doloroso y desalmado— y separó la razón teórica de la práctica. Para volver a unirlas, este trabajo explica la prodigiosa transición en la que ya la verdad se convierte en exigencia, haciéndose bien. Hay en el ser humano una tensión: abierto al fututo, está llamado a ser; la ética, pues, es el camino de la plenitud, la senda que ha de emprender para ser él mismo. Para ser verdaderamente.
Se avista, de ese modo, una táctica prometedora para curar nuestro endiosamiento. Paradójicamente, cuando el sujeto soltó amarras y se erigió en el sumo y autónomo sacerdote no alcanzó la dicha. Olvidamos lo que mitologías y epopeyas enseñan y es que el intento de conquistar los cielos siempre ha repercutido negativamente sobre la existencia, anegando el planeta de sangre y pesadillas. Tántalo o Prometeo son los ejemplos más señeros, pero no los únicos, de ello. Pieper, en cambio, enseña que para ser felices no son tan relevantes los proyectos o fantasías personales, como la capacidad de acoger lo que somos y armarnos de valor para ser lo que debemos.
En este sentido, El descubrimiento de la realidad tiene un efecto terapéutico, de reconciliación. Puede que este mundo, pace Leibniz, no sea el mejor de los posibles, pero cuando la mirada filosófica lo desempolva nos percatamos de que hay costuras prodigiosas y huellas divinas. Es aquí donde se halla la médula de la metafísica, que desvela la condición de todo.
Junto con otros —especialmente, con El ocio y la vida intelectual1—, este ensayo recuerda esa admirable sinfonía compuesta allá, casi en el alba del mundo, por unos sabios de Jonia, que pensaron con esperanza. Solo en continuidad con aquella tradición —para la que palabras como verdad, belleza o bien eran como talismanes— se puede aguardar el futuro y el misterio con optimismo.
«Sabio es aquel a quien todas las cosas saben como realmente son».
Bernardo de Claraval (Sermones de diversis, 18, 1; PL. 183, 587)
«En el hacer y en el obrar se trata precisamente de que los objetos sean comprendidos en puridad
y tratados según su naturaleza».
Goethe (Máximas y reflexiones, n.º 530)
Todo deber ser se funda en el ser. La realidad, por tanto, es el fundamento de lo ético. El bien es aquello que es conforme a lo real.
Esta es la razón por la que quien desee conocer y hacer el bien no tiene más remedio que dirigir su mirada al mundo objetivo del ser. No a sus “sentimientos”, ni a su “conciencia”, ni a sus “valores”; tampoco a sus “ideales” o a ciertos “modelos de conducta” elegidos arbitraria o subjetivamente. No; debe prescindir de esa forma de proceder, de sus propios actos y, en lugar de todo ello, mirar la realidad
“Realidad” significa dos cosas. En la lengua latina se diferencia ese doble sentido empleando distintas palabras: realis y actualis. La primera palabra proviene de res, cosa; la segunda, de actus, que significa realización.
Res es todo aquello que se “ofrece” o se presenta al conocimiento, tanto sensible como intelectual, es decir, lo que posee ser independientemente del pensar. “Real” es, pues, “lo que se encuentra o está en frente”, lo que revela y justifica, al mismo tiempo, el sentido originario de otra palabra: objeto, ob-iectum. Irreal, por el contrario, es lo meramente pensado (aunque, ciertamente, del ser pensado, cabe afirmar que es ya algo real). La filosofía escolástica denomina a lo que es solo pensado ente de razón (ens rationis). La realidad, por tanto, en el sentido de realis, es el contenido esencial de ser independiente del pensamiento. Cuando santo Tomás de Aquino se refiere a la “realidad” —no a su contenido pleno, sino a la objetividad que se patentiza en todo conocer— emplea “res” (un término que, a juicio de Theodor Haecker, constituye uno de los vocablos más relevantes «que Roma ha legado al universo»).
El segundo sentido de “realidad” no se refiere a lo opuesto a lo pensado, sino a la mera posibilidad, que también es a su vez “real”. El ente en acto (ens in actu) no se opone al ente de razón, sino al ente en potencia (ens in potentia). Desde este punto de vista, lo real es la realización del poder ser.
Cuando se afirma que la realidad es el fundamento del bien se alude, como es evidente, a los dos significados que posee el término “real” que se acaban de explicar. En las páginas que siguen, sin embargo, nos referiremos sobre todo y principalmente al primero de ellos.
Si tuviéramos en cuenta el segundo significado —que no es menos importante que el primero, en efecto—, el principio que se debería enunciar es que ser bueno implica tendencia a la realización, inclinación que se ha de entender, ante todo, como la voluntad hacia la propia realización. «Una cosa es perfecta en cuanto está en acto, ya que la potencia sin el acto es imperfecta»1. La tendencia a la realización implica la existencia de una inclinación común, de una direccionalidad intrínseca en la potencialidad de las cosas; la afirmación, pues, de todo ser creado; el “amor” a todo lo que es o, desde otro enfoque, aceptar, permitir y desear para todo ente su propia forma de realización2. (Todo lo que se acaba de afirmar hay que entenderlo como es, tal cual, sin ningún tipo de sentimentalismo filantrópico ni autocomplaciente). Pero este tender afirmativo a la realización de cada cosa comprende, final y primariamente, la tendencia hacia Dios de todo lo creado, pues Dios es el Ens actualissimum, el ser total y completamente actualizado desde el principio, en el cual todo poder ser es, de hecho, realidad absoluta e íntegramente actualizada. La afirmación humana de esta realidad suprema contiene en sí, como compendio y origen al tiempo, todas las formas de tendencia a la propia realización, así como las posibilidades de afirmación de lo que es3. En cualquier caso, del significado y sentido de esta última tesis solo hablaremos ocasionalmente en las páginas que siguen.
La realidad es el fundamento del bien, lo que, según lo que se ha indicado acerca del sentido de “real”, quiere decir lo siguiente: ser-bueno es estar de acuerdo con el ser objetivo. Es bueno lo que se corresponde con la “cosa”. El bien se define como adecuación a la realidad objetiva.
Goethe dijo: «Todas las leyes y normas morales se pueden reducir a una: la verdad»4. Ahora bien, la verdad es el desvelarse de la realidad, la “manifestación del ser”, como señaló san Hilario5. Del mismo modo, san Agustín afirmó que «la verdad es aquello en lo que se manifiesta lo que es»6. Quien decide reconducir la moral a la verdad y, siguiendo esa pista, ahonda profundamente más allá de la “verdad” o, mejor dicho, a través de ella, alcanza necesariamente el ser. Todas las leyes y normas morales se pueden reducir a la realidad.
Es cierto que el bien depende de la justa relación que mantenga el obrar con la razón, encargada de conocer lo verdadero, lo cual hace posible entender el mal como una especie de contradicción “lógica”. La razón no es más que la entrada o puerta que permite el acceso a lo real. A quien intente abarcar con un simple vistazo y expresar con una mera exclamación el flujo o movimiento que existe entre realidad-conocer-obrar, se le mostrará el mal, al fin y a la postre, como una contradicción “óntica”, una contradicción en el ser, algo que repugna a lo real y que no guarda correspondencia con la “cosa”.
Esto muestra con toda claridad hasta qué punto es importante si la fundamentación de la ética descansa en una teoría realista del conocimiento o en una que, como indicó el propio Goethe acerca de la propuesta por Kant, «no llega al objeto»7.
El enraizamiento del bien en el ser objetivo se plasma en un tipo humano concreto e impide determinados modos de comportamiento.
Así, hace imposible dirigir la mirada solo hacia uno mismo o interesarse únicamente por el acto de conocimiento de la conciencia y su presentación como normativo. Partiendo de su propio juicio moral, el ser humano se siente impulsado a mirar y atender a la fuente normativa previa, constituida por la realidad objetiva del ser. Cuando uno intenta abrirse paso ¿no se dirige tanto su ojo como su mirada a interpretar las cosas mismas como señales y obstáculos? ¿No busca que ellas le proporcionen la información que precisa? De igual manera, cuando se propone realizar el bien, ha de tener en cuenta y dirigirse a la verdad de las cosas reales, no a su propio acto.
Por todo lo dicho, si “objetividad” significa “imparcialidad en el ser”, hay que concluir que constituye el modo de ser propio del hombre.
A ello hay que añadir, por último, que el hombre mismo forma parte también, en tanto objeto, de la “realidad objetiva del ser”.
Los párrafos precedentes han servido para formular a grandes rasgos la tesis que desarrollaremos y fundamentaremos a continuación. Nos basaremos en la obra de santo Tomás de Aquino. No es necesario indicar que nuestra voluntad de apoyarnos, tanto a efectos interpretativos como informativos, en este gran doctor de la Iglesia no se debe únicamente a simples razones históricas.
La justificación de nuestra tesis se basa en dos presupuestos.
De acuerdo con el primero de ellos, nuestro conocimiento tiene capacidad para alcanzar la verdad de las cosas reales, es decir, “se hace con el objeto”. “El entendimiento penetra hasta la esencia de las cosas”8.
En segundo lugar, nos basamos en un hecho: que el querer y obrar humanos están determinados por el conocimiento. “La voluntad no tiene la razón de primera regla (…) pues es dirigida por la razón y el entendimiento, no solo en nosotros, sino también en Dios”9. Antes, y por encima del querer de la voluntad, se encuentra la actitud cognoscitiva hacia lo real. El bien depende esencialmente del conocimiento y queda conformado íntimamente por este. Esta afirmación es válida siempre y para todo, también en relación con acciones —por así decirlo— puramente “voluntaristas”, incluso en relación con el querer objetivamente malo. Del mismo modo, quien niega la determinación cognoscitiva del querer y el obrar humanos lo hace por lo que cree saber; por eso, todo mal se basa, de algún modo, en un error de un pretendido conocimiento10. Bueno es “quien obra la verdad” (san Juan 3, 21). “El bien presupone lo verdadero”11. “El bien pertenece antes a la razón en cuanto verdadero que a la voluntad en cuanto deseable”12. La virtud «no es otra cosa que el sello impreso en la voluntad por el entendimiento»13, que «constituye la raíz de todas las virtudes»14. En resumen, «el bien del hombre consiste en ser “conforme a la razón”; el mal, en ser contrario a ella»15.
La posibilidad de interpretar erróneamente este “intelectualismo ético”, algo muy propio de nuestra época, exige realizar una serie de precisiones.
Se ha de tener en cuenta, en primer lugar, que “razón”, tal y como aquí la empleamos, no solo comprende la relación esencial con la realidad, sino que alude a esa misma relación. No es más que la facultad humana de acoger dentro de sí la verdad de las cosas reales. En alemán, el sentido originario de la palabra Ver-nehmen (conocer, percibir, saber) refuerza esta idea. Por eso, Vernunft (razón) se refiere tanto a Vernhemen (conocer) como a lo Vernommene (lo conocido).
Por otra parte, ni el “intelectualismo” de santo Tomás —ni el de ninguno de los filósofos cristianos— quiere decir que todo el ámbito del actuar esté iluminado o fuera iluminable por la luz del propio conocimiento humano. Una iluminación absoluta no es un objetivo a la altura del ser humano, puesto que supera la capacidad de los espíritus creados. El hombre no puede comprenderse a sí mismo completamente porque no se funda a sí mismo. «El primer acto de la voluntad no nace de una ordenación de la razón, sino del instinto de la naturaleza o del de una causa superior»16. La raíz y el origen del querer humano no están en la luminosa esfera del propio conocimiento, sino en la oscura región donde anidan los impulsos naturales o una fuerza superior17. A nadie se le escapa que esa oscuridad es impenetrable únicamente para el hombre; en cambio, para el conocer divino, la fuente ”irracional” resulta transparente. La luz de aquel “es inaccesible para toda criatura” (1 Tim 6, 16). No obstante, en lo que respecta al obrar libre y responsable del hombre, sigue siendo verdad que su bien consiste en conformarse a la razón18.
El engarce entre la teoría realista del conocimiento y la ética intelectualista constituye la base de toda la argumentación que revela la conformidad del bien con la realidad. Asimismo, es la estructura en la que se sustenta la fundamentación de dicha tesis. En el primer capítulo abordaremos “cómo es” la relación cognoscitiva con la realidad objetiva del ser; en el segundo, la forma en que se configura el querer gracias al conocimiento de la realidad.
Un principio de toda teoría realista del conocimiento reza así: «Las cosas son la medida de nuestro conocer»1.
“Medida”, en este contexto, no tiene que ver con nada cuantitativo, ni con la forma en que hablamos de “medir” en nuestro habla cotidiana; no alude tampoco al sentido ético que posee la palabra “mesura” o templanza. Se trata de un concepto ontológico y, por tanto, adquiere un significado cualitativo, relacionado con la forma sustancial. Además, encierra una especie de causalidad2 como se desprende claramente del vocablo alemán Massgebend, referido a lo normativo o determinante.
El concepto de medida se aplica preferentemente a tres ámbitos de la realidad o, dicho con mayor precisión, a tres relaciones reales: la relación que existe entre Dios y la criatura; la que se da entre el artífice y su obra y, en último lugar, la que vincula el mundo objetivo del ser y la esfera del conocimiento humano.
La forma sustancial inmanente de una cosa real es aquello por lo que la cosa es lo que es. Pero todo lo creado es algo no solo por su forma sustancial inmanente, sino que también las cosas, precisamente por ser creadas, están de algún modo referidas a su Creador o Formador, por el cual son lo que son. Siendo más rigurosos, cabría afirmar que toda cosa real creada es lo que es, además de por su forma sustancial y previamente a ella, por su relación con un conocimiento creador, con un espíritu que conoce creativamente3. La cosa real es debida a la voluntad creadora y por ese conocimiento creativo es lo “que” es4. (Los conceptos “que”, “esencia”, “verdadero” se refieren y aplican al conocimiento, mientras que “existencia” o “bueno” se refieren a la voluntad). El entendimiento creador, ya sea el divino o el humano propio del artífice, constituye en sí mismo una forma previa de la cosa real que va a ser creada; es decir, “prefigura” en sí la forma sustancial de la cosa real. Y es en virtud de ese conocimiento pre-figurador y creador por lo que el entendimiento, —o mejor dicho— la forma previa, se convierte en forma inmanente, en ”medida” de la cosa real.
Para entender la noción de medida se ha de tener en cuenta, por tanto. lo que significa la forma sustancial. La medida de una cosa real es su forma sustancial “externa” o, como dice Maestro Eckhart5, la “imagen previa”. En sentido totalmente propio y exacto, la medida constituye el “modelo” (Vor-Bild), el arquetipo de la cosa real. Según indica la formulación escolástica, la forma sustancial inmanente de una cosa real es “su causa formal interna”, mientras que su medida conforma “su causa formal externa” por la que, al igual que por su causa formal interna, aunque con anterioridad a esta última, es lo que es.
El principio formulado por santo Tomás, según el cual «Dios es la medida de todos entes»6, quiere decir justamente lo siguiente: por el conocimiento creador de Dios, todas las cosas reales son precisamente lo que son7. El conocimiento divino es la causa formal externa de los entes. En este sentido, todas las cosas creadas tienen su forma previa, su modelo, en el intelecto divino. Y las formas sustanciales internas de las cosas reales se hallan en Dios en tanto que “ideas” o “modelos precedentes”.
La afirmación de que el artífice es la medida de su obra8 no indica nada salvo que la obra está conformada por un previo conocimiento de carácter creador; está, pues, inserta en ese conocimiento y dicho conocimiento es su modelo. La idea hecha forma en el conocimiento creador del artífice es la forma sustancial “externa” de la obra y esta es lo que es por ella.
También entre el ser objetivo y el entendimiento humano se da esa “relación de causalidad formal externa”. Pero en este último caso, el conocimiento —referido como está a la percepción de la realidad— no es creador, sino receptivo. La actualización del entendimiento o, dicho de otro modo, el “que” del conocer, es posible por una capacidad espontánea del sujeto y no debemos minusvalorar “objetivamente” el rango ontológico de la misma, ya que es superior al de toda criatura no espiritual. Pero el “que” procede del objeto y solo de él. La realidad, la cosa, el objeto, son las formas sustanciales externas del entendimiento, por las que este es lo “que” es9.
«Las cosas naturales, de las cuales nuestro entendimiento recibe la ciencia, miden nuestro entendimiento. Pero ellas son medidas por el entendimiento divino, en el cual están todas las cosas creadas, como todas las obras artificiales se encuentran en el entendimiento del artífice. Así, pues, el entendimiento divino mide y no es medido; las cosas naturales, por su parte, miden y son medidas. Finalmente, nuestro entendimiento es medido y no mide a las cosas naturales y solo es medida de las artificiales»10.
El principio de que la realidad objetiva es la medida de nuestro conocer indica que las formas reales son las formas previas, los modelos de los que parte nuestro entendimiento para configurarse en el acto de conocimiento, para constituirse como entendimiento. El mundo del conocimiento, por tanto, está “preformado” en el mundo objetivo del ser, que es el modelo, mientras el primero es la réplica. El entendimiento “en acto” se conforma esencialmente en un momento posterior, puesto que implica una relación esencial con algo anterior a él según la naturaleza. Lo que precede no es otra cosa que la realidad. De ahí que el entendimiento no sea por sí: es algo segundo y, por esta misma razón, dependiente. «El entendimiento humano es medido por las cosas de tal suerte que el concepto que tiene el hombre no es verdadero en sí mismo; se dice verdadero en cuanto se ajusta a las mismas cosas»11.
A simple vista quizá se considere exagerado afirmar que las cosas constituyen el “modelo” determinante de nuestro conocimiento, de la misma manera que el conocimiento creador de Dios conforma su “que”. Resulta necesario advertir que, evidentemente, las comparaciones que hacemos a modo de ejemplo no deben obligarnos a soslayar el abismo implícito en la analogia entis, aunque esta sea, como el mar, abismo y puente al tiempo12. Sea como fuere, santo Tomás que ha sido uno de los pensadores que con mayor profundidad ha reflexionado y escrito sobre la supereminencia divina y la superioridad de Dios sobre toda potencia creada, no muestra ningún reparo a la hora de afirmar que «Dios es la medida de todos los entes. Él se comporta con respecto a los demás entes como lo cognoscible con respecto a nuestra ciencia, siendo su medida»13.
Hay que tener en cuenta, en cualquier caso, que lo que mide (mensura) y lo que es medido (mensuratum) son idénticos e iguales en su “que”.
En este sentido, no existe diferencia alguna entre la forma sustancial interna de la criatura, en cuanto es realmente ella misma, y la idea “externa” propia del conocimiento creador de Dios. Porque en tanto que la obra de arte “sale a la luz” y se convierte en realidad visible, es idéntica esencialmente a la forma originaria que se halla en el espíritu del artífice. De acuerdo con lo explicado, el “que” de nuestro conocimiento, en cuanto verdadero, es asimismo idéntico con el “que” modélico y originario de las cosas reales, que constituyen la medida del conocimiento. La precisión indicada —en cuanto verdadero— no es, como cabe imaginarse, superflua.
Lo que mide (mensura) y lo medido (mensuratum) se diferencian únicamente por el diverso lugar que ocupan en la jerarquía y serie de las actualizaciones. Lo que mide es modelo y forma originaria lo medido. Y esto último, en cuanto réplica y forma posterior, es, a su vez lo que mide.
Cabe concluir, por tanto, que nuestro conocimiento es, como réplica y forma posterior, la realidad misma.
Hay un segundo principio de la teoría realista del conocimiento que expresa ideas parecidas a las anteriores, si bien su carácter es más estático. Este segundo principio se enuncia del siguiente modo: «En el conocimiento, el entendimiento y la cosa real conocida se hacen uno»14.El entendimiento es totalmente —es decir, de modo perfecto—“la cosa conocida”15. «El alma —dice en otro lugar santo Tomás— se transforma, por así decir, en la cosa»16. Es, pues, por medio del propio acto de conocimiento como surge la identidad entre entendimiento y realidad17.