El ocio y la vida intelectual - Josef Pieper - E-Book

El ocio y la vida intelectual E-Book

Josef Pieper

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Beschreibung

El trabajo por el trabajo. Todo tiene que ser rentable, eficaz, productivo, útil. La visión utilitarista del trabajo por el trabajo ha conquistado y dominado casi todo el ámbito de la existencia del hombre occidental. Frente a estas tendencias, Pieper defiende el ocio como uno de los fundamentos de nuestra cultura. El ocio tiene su origen en la fiesta. Y es su carácter festivo lo que hace que el ocio no sea solo carencia de esfuerzo, sino lo contrario al esfuerzo. Y el ocio adquiere su legitimación de la misma fuente que legitima la celebración: del culto.

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EL OCIO Y LA VIDA INTELECTUAL

Josef Pieper

EL OCIO Y LA VIDA INTELECTUAL

EDICIONES RIALP, S.A.

MADRID

Títulos originales: Musse und Kult.— Was heisst Philosphieren. Was heisst Akademisch.— Glück und Kontemplation.

© KÖSEL VERLAG

© 2017 de la presente edición, by

EDICIONES RIALP, S. A., Colombia, 63.

28016 Madrid

(www.rialp.com)

Traducciones de: Alberto Pérez Masegosa, Manuel Salcedo, Lucio García Ortega y Ramón Cercós

No está permitida la reproducción total o parcial de este libro, ni su tratamiento informático, ni la transmisión de ninguna forma o por cualquier medio, ya sea electrónico, mecánico, por fotocopias, por registro u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito de los titulares del Copyright. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita reproducir, fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

ISBN: 978-84-321-4906-1

ePub producido por Anzos, S. L.

OCIO Y CULTO

«Pero los dioses, compadeciéndose del género humano nacido para el trabajo, han establecido para los hombres festivales divinos periódicos para alivio de sus fatigas, y les han dado como compañeros en esas fiestas a las Musas y a Apolo, que las preside, y a Dionisos para que, nutriéndose del trato festivo con los dioses, mantenga la rectitud y sean equitativos».

(PLATÓN).

«Aquietaos y reconoced que yo soy Dios».

(Ps. XLV, 11).

ABREVIATURAS

Las citas de la Summa Theologica, de santo Tomás, vienen señaladas solamente con cifras. (Ejemplo: «II, II, 150, 1, ad. 2», significa: «Parte II de la II parte principal, quaestio 150, artículo 1, respuesta a la segunda objeción»). Lo mismo hay que decir de las citas del Comentario al Libro de las Sentencias, de Pedro Lombardo. (Ejemplo: «2, d. 24, 3, 5», quiere decir: «Libro 2.°, distinctio 24, quaestio 3, artículo 5»). Los títulos de las restantes obras de santo Tomás citadas en el texto están abreviadas de la forma siguiente:

C. G.

Summa contra Gentes.

Ver.

Quaestiones disputatae de veritate.

Pot.

Quaestiones disputatae de potentia Dei.

Mal.

Quaestiones disputatae de malo.

Car.

Quaestio disputata de caritate.

Virt. comm.

Quaestio disputata de virtutibus in communi.

Virt. card.

Quaestio disputata de virtutibus cardinalibus.

Quol.

Quaestiones quodlibetales.

Comp. theol.

Compendium theologiae.

In Joh.

Comentario al Evangelio de san Juan.

In Met.

Comentario a la Metafísica de Aristóteles.

In Eth.

Comentario a la Ética a Nicómaco de Aristóteles.

In De causis

Comentario al Liber de causis.

In Hebdom.

Comentario a la obra de Boecio sobre los axiomas (De hebdomadibus).

In Sent.

Comentario al libro de las Sentencias.

I

COMO LOS MAESTROS de la Escolástica, que acostumbraban iniciar sus articuli con el Videtur quod non, empezaremos con una objeción. Y es la siguiente: no parece que sea esta la ocasión de hablar del ocio. Nos encontramos en el trance de construir una casa; estamos muy ocupados. Y hasta que se termine la casa, ¿no es acaso el empleo, hasta el extremo de todas nuestras fuerzas, lo único que importa?

Esta objeción no es de poca monta. Sin embargo, si con la imagen de la construcción se alude a una nueva ordenación de nuestro haber espiritual, más allá de una simple protección vital y de la satisfacción de las necesidades mínimas, se ha de responder ante todo y previamente a toda argumentación detallada, que justamente esos comienzos, precisamente esa nueva fundamentación, es lo que hace necesario una defensa del ocio.

Pues el ocio es uno de los fundamentos de la cultura occidental (y suponemos, quizá demasiado audazmente, que ese nuevo edificio se planea con espíritu occidental; suposición esta tan sujeta a objeciones que se puede decir abiertamente que esto y no otra cosa es lo que precisamente hoy se ventila). Ya se echa de ver en la lectura de la Metafísica de Aristóteles, en su primer capítulo. Y la etimología nos orienta en el mismo sentido: ocio se dice en griego σχολή; en latín, schola; en castellano, escuela. Así, pues, el nombre con que denominamos los lugares en que se lleva a cabo la educación, e incluso la educación superior, significa ocio. Escuela no quiere decir escuela, sino ocio.

Ciertamente que este sentido original del ocio ha pasado completamente inadvertido en la negación del ocio que el mundo totalitario del trabajo tiene como programa, y para librar de obstáculos nuestra visión de la esencia del ocio hemos de vencer una resistencia, nuestra propia resistencia, que se deriva de una revaloración del mundo del trabajo.

«No se trabaja solamente por el hecho de vivir, sino que se vive para trabajar»[1]. Esta frase la entienden todos inmediatamente; en ella queda expresada la opinión vulgar y corriente. Y nos cuesta trabajo observar que en ese caso el orden de la realidad está invertido.

Pero ¿cómo contestaremos a la otra frase «trabajamos para tener ocio»? ¿Vacilaremos en decir que este caso representa en realidad el «mundo al revés», y que en él precisamente se invierte el orden natural? ¿No ha de parecerle esta frase al hombre del mundo totalitario del trabajo algo inmoral, que va contra la ley fundamental de la sociedad humana?

Ahora bien: no hemos fabricado un paradigma abstracto con fines ilustrativos, sino que aquella frase se formuló realmente en una ocasión, y concretamente la formuló Aristóteles. Y el hecho de que se expresara así este realista de tanto sentido común, a quien se supone tan entregado a la faena cotidiana, da a la frase una gravedad especial.

La frase, traducida literalmente, es la siguiente: «Estamos no ociosos para tener ocio»[2]. «Estar no ocioso» es precisamente la palabra que tenían los griegos para la actividad laboral cotidiana, no solo para su falta de descanso, sino para la labor cotidiana misma. La lengua griega tiene para ello únicamente un nombre negativo, «no ociosos».

Y lo mismo ocurre con el latín (neg-otium).

Y el contexto en el que se encuentra la frase aristotélica acerca del ocio, así como el de aquella (¡de la Política de Aristóteles!) que dice que el ocio es el punto cardinal alrededor del cual gira todo[3], parece dar a entender que lo que se expresa es algo casi evidente, de suerte que se puede suponer que los griegos no podrían comprender en absoluto nuestra máxima del trabajo por el trabajo mismo.

¿No está ya bien claro, por otra parte, que no tenemos ninguna forma de acceso inmediato a la noción original del ocio?

Hay que esperar ahora otra objeción: ¿Qué nos importa hoy en día, realmente y en serio, Aristóteles? Podemos admirar si queremos el mundo de los antiguos, pero ¿hasta qué punto nos puede obligar?

Se podría hacer una contraobjeción, que consiste en decir que la doctrina cristiano-occidental de la vita contemplativa está vinculada a los pensamientos aristotélicos acerca del ocio, y que la distinción entre artes liberales y artes serviles tiene ahí su origen. Una nueva objeción: y esta distinción, ¿no tiene en realidad un valor meramente histórico? Habría que replicar que un término de la distinción nos sale aún hoy día al paso cuando se habla de «trabajos serviles» incompatibles con el santo ocio de un día de fiesta.

¿Quién piensa en verdad que esa expresión pertenece a una comparación bimembre y que se tiene ante sí uno de los términos de la misma, el cual por sí solo es incomprensible? No se puede definir con un poco de precisión lo que es propiamente el «trabajo servil» si no es mediante la contraposición con las «artes libres». Pero ¿qué quiere decir «artes libres»? De ello habrá que hablar aún.

Se podría alegar esto, según queda dicho, para poner de manifiesto que Aristóteles no es simplemente Aristóteles. En todo caso no se puede deducir ciertamente obligación alguna de tales alusiones históricas.

Lo que se intentaba, ante todo, era observar claramente cuánto se diferencia nuestra valoración del trabajo y del ocio de aquella que al hombre antiguo y al medieval le resultaba tan evidente, y es tanta la diferencia que no podemos concebir en absoluto en forma inmediata a qué aludían los antiguos cuando decían: «Trabajamos con vistas al ocio».

Esta diferencia, este hecho de que no dispongamos de un acceso inmediato al concepto original del ocio, se nos hace más patente cuando nos damos cuenta de hasta qué punto la noción opuesta, la idea y el carácter ejemplar del trabajo, han conquistado y dominado casi todo el ámbito de la actividad humana y hasta de la misma existencia humana y de cuánta es la propensión que tenemos a justificar las exigencias derivadas de la figura del «trabajador».

La palabra «trabajador» no se emplea aquí como si se tratara de una caracterización profesional en el sentido que puede dársele en estadística social; no se alude a un determinado estrato social, al «proletariado», aunque no sea casual ese denominador común. La denominación «trabajador» tiene un sentido antropológico; se refiere a un modelo humano universal. En ese sentido Ernst Niekisch ha hablado del «trabajador» como de un «tipo imperial»[4], y Ernst Jünger, bajo el mismo título de «trabajador»[5], ha esbozado las circunstancias concretas que han empezado a modelar al hombre de mañana.

Lo que se pone de manifiesto en el nuevo concepto del trabajo y del trabajador es una auténtica variación en la concepción del ser del hombre en general y en la interpretación de la existencia humana en general, aunque por lo demás sea difícil abarcar el proceso histórico de estos cambios de valoración y resulte apenas visible en detalle. Es necesario, por tanto, si es que se quiere llegar a afirmaciones de cierto peso, que no nos dediquemos a ilustraciones históricas, sino más bien a calar en el fundamento radical de una teoría filosófico-teológica del hombre.

1 Max Weber ha citado esta frase (del conde Zinzendorf) en su famosa obra acerca del espíritu del capitalismo y la ética protestante (Tubinga, 1934, p. 171).

2Ética a Nicómaco, 10, 7 (1177 b).

3Política, 8, 3 (1337 b).

4 Ernst Niekisch: Die dritte imperiale Figur. Berlín, 1935.

5 Ernst Jünger : Der Arbeiter. Herrschaft und Gestalt. Hamburgo, 1932.

II

CON LOS LEMAS «Trabajo del espíritu» y «Trabajador del espíritu» se pueden caracterizar las últimas fases del proceso histórico por el que el moderno ideal del trabajo ha encontrado su actual formulación extrema.

El ámbito de la actividad espiritual podría aparecer hasta ahora, especialmente si se le mira desde la posición del trabajador manual, como un coto privilegiado donde no hay que trabajar. Y ocupando un lugar central estarían, ante todo, los dominios de la educación filosófica, que parecen sustraerse en grado máximo al mundo del trabajo.

La fase más reciente de ese proceso triunfal del «tipo imperial» del «trabajador» está constituida por el hecho de que el trabajo, con su carácter ejemplar, haya conquistado todo el territorio del quehacer espiritual, sin excluir los dominios de la educación filosófica, y que todo este ámbito esté sometido a las exigencias exclusivas del mundo del trabajo. Y ese triunfo se manifiesta en los conceptos «trabajo espiritual» y «trabajador del espíritu», así como en el auge y expansión que van adquiriendo y que son inherentes a los mismos.

En este último estadio del proceso se abarca el sentido de toda la evolución histórica como en una fórmula de la máxima precisión y concisión. Por tanto, llegamos a percibir la auténtica intención normativa del mundo totalitario del trabajo cuando intentamos darnos cuenta de la estructura interna del concepto «trabajo espiritual».

El concepto «trabajo del espíritu» tiene diversos orígenes históricos que lo ilustran y aclaran.

En primer lugar, una de las bases de dicho concepto la constituye una cierta idea que se tiene acerca de la forma de realizarse el conocimiento espiritual.

¿Qué ocurre cuando nuestros ojos ven una rosa? ¿Qué hacemos en esa ocasión? Al percatarnos de ella y observar su color y su forma, nuestra alma se comporta receptivamente, tomamos, percibimos. Es cierto que somos activos y estamos mirando algo. Pero es un mirar sin tensión, si es que se trata realmente de un intuir auténtico y no de una observación, que consiste ya en medir y calcular, pues la observación es una actividad tensa que ha inspirado a Ernst Jünger[6] la afirmación de que ver es un «acto agresivo». La intuición, intuir, contemplar, es, en cambio, la apertura de los ojos a un mirar receptivo de las cosas que se le ofrecen, que nos penetran sin necesidad de un esfuerzo de captación del observador.

Apenas hay discusión en el hecho de que la percepción sensible se realice de esa forma o de un modo muy análogo.

¿Y qué ocurre con el conocimiento espiritual? Cuando el hombre se percata de objetividades no visibles, no sensibles, ¿hay algo así como un puro ver receptivo? En términos técnicos, ¿hay una «intuición intelectual»?

Los antiguos contestaron afirmativamente a esta pregunta, mientras que la filosofía moderna suele responder negativamente.

Para Kant, por ejemplo, el conocimiento espiritual del hombre es exclusivamente «discursivo»; es decir, no intuitivo. Se ha caracterizado esta tesis en breves palabras como uno de los «presupuestos dogmáticos de más graves consecuencias de la teoría kantiana del conocimiento»[7]. En opinión de Kant, el conocimiento humano se lleva a cabo principalmente en los actos de análisis, cópula, comparación, distinción, abstracción, deducción, demostración, simples formas y modos del esfuerzo activo del pensamiento. El conocer (el conocer espiritual del hombre), según la tesis kantiana, es exclusivamente una actividad, nada más que actividad.

Partiendo de esa base, no es de extrañar que Kant llegara a entender el conocimiento y el filosofar (el filosofar precisamente, pues es lo más alejado de la percepción sensible) como trabajo.

Y lo dijo expresamente: por ejemplo, en un estudio aparecido en 1796 dirigido contra la filosofía romántica de la intuición y del presentimiento de Jacobi, Schlosser y Stolberg[8]. En la filosofía —dice— rige «la ley de la razón; es decir, la de la conquista de un patrimonio mediante el trabajo». Y porque no es trabajo, por eso no es la filosofía de los románticos una auténtica filosofía, reproche que hay que hacer incluso al mismo Platón, «padre de todos los lirismos a que da lugar la filosofía», y advierte, en cambio, con aprobación y elogio: «La filosofía de Aristóteles, por el contrario, es trabajo». De esta opinión de que en la filosofía está uno dispensado de trabajar, procede también la «voz altiva y aristocrática que se alza de nuevo en la filosofía»: una falsa filosofía, «en la que no hace falta trabajar, sino únicamente oír y paladear en sí mismo el oráculo, para conquistar radicalmente toda la sabiduría que la filosofía se propone»; esta seudofilosofía cree poder mirar altivamente por encima del hombro el esfuerzo y el trabajo del verdadero filósofo.

La filosofía antigua ha pensado sobre este asunto de modo distinto, aunque evidentemente estaba lejos de justificar a aquel que se comportase ligeramente, aunque en forma «genial». Tanto los griegos, y Aristóteles no menos que Platón, como los grandes pensadores medievales, creían que había no solo en la percepción sensible, sino también en el conocimiento espiritual del hombre, un elemento de pura contemplación receptiva, o, como dice Heráclito, de «oído atento al ser de las cosas»[9].

La Edad Media distingue la razón como vatio de la razón como intellectus. La ratio es la facultad del pensar discursivo, del buscar e investigar, del abstraer, del precisar y concluir. El intellectus, en cambio, es el nombre de la razón en cuanto que es la facultad del simplex intuitus, de la «simple visión», a la cual se ofrece lo verdadero como al ojo el paisaje. Ahora bien: la facultad cognoscitiva espiritual del hombre, y así lo entendieron los antiguos, es ambas cosas: ratio e intellectus; y el conocer es una actuación conjunta de ambas. El camino del pensar discursivo está acompañado y entretejido por la visión comprobadora y sin esfuerzo del intellectus, el cual es una facultad del alma no activa, sino pasiva, o mejor dicho, receptiva; una facultad cuya actividad consiste en recibir.

Una cosa hay que añadir, sin embargo: también los antiguos han visto en el esfuerzo activo del pensar discursivo lo propiamente humano del conocer del hombre; lo que distingue al hombre es la ratio; el intellectus está más allá de lo que corresponde propiamente al hombre. A este, sin embargo, le es inherente ese algo «suprahumano»: lo «propiamente humano» solo es capaz de llenar y satisfacer la facultad cognoscitiva de la naturaleza humana; le es esencial al hombre trascender los límites de lo humano y aspirar al reino de los ángeles, de los espíritus puros. «Aunque el conocimiento del alma humana tiene lugar del modo más propio por la vía de la ratio, hay, sin embargo, en él una especie de participación de aquel conocimiento simple, que se encuentra en los seres superiores, de los cuales se dice por esto que tienen la facultad de la intuición espiritual»; así se expresa santo Tomás de Aquino en las Quaestiones disputatae de veritate[10]. Esta frase quiere decir lo siguiente: en el conocimiento humano encontramos una participación en la facultad intuitiva no discursiva de los ángeles, a los cuales les está dado percibir lo espiritual lo mismo que nuestro ojo percibe la luz y nuestro oído el sonido. Hay en el conocimiento humano el elemento de la visión no activa, puramente receptiva, lo cual ciertamente no se debe a lo propiamente humano, sino a una superación de lo humano, que, sin embargo, da plenitud precisamente a la más alta posibilidad del hombre y es, por tanto, de nuevo lo «propiamente humano» (lo mismo que, según las palabras de santo Tomás, la vita contemplativa, aunque es la forma más excelsa de la existencia humana, es non proprie humana sed superhumana, «no propiamente humana, sino suprahumana»)[11].

También la filosofía antigua, por tanto, encontró en el carácter laboral que tiene el conocimiento lo humano precisamente, y así lo llamó. Pues la actuación de la vatio, el pensar discursivo, es trabajo, actividad esforzada.

La simple visión del intellectus, la intuición, sin embargo, no es trabajo. Y el que entienda, lo mismo que los antiguos, que el conocimiento espiritual del hombre es una actuación mutua de la vatio e intellectus y pueda percibir en el pensar discursivo el ingrediente de «intuición intelectual» y descubra, sobre todo, en el conocimiento filosófico, que tiene como objeto el ser en general, el ingrediente de contemplación, tendrá que encontrar que la caracterización del conocer y del filosofar como trabajo no solo no es exhaustiva, sino que no llega al núcleo del asunto, pues se deja algo esencial. Es verdad que el conocer en general, y el conocer filosófico en especial, no es posible sin la actividad esforzada del pensar discursivo, sin la labor improbus del «trabajo del espíritu». Pero hay algo, y algo especial, que no es trabajo.

La afirmación de que el conocer es trabajo, porque el conocer es actividad, nada más que actividad, tiene dos aspectos, representa dos pretensiones o exigencias: una, planteada al hombre, y otra, que procede de este.

Si quieres conocer algo tienes que trabajar; en la filosofía rige «la ley de la razón de que hay que conquistarse, con el trabajo, un patrimonio»[12]; esta es la exigencia planteada al hombre. Y el otro aspecto, más oculto, no visible tan claramente a primera vista, lo constituye la pretensión del hombre contenida en aquella afirmación; si el conocer es trabajo, exclusivamente trabajo, lo que consigue en el conocimiento el sujeto cognoscente es el fruto de su propia y subjetiva actividad y nada más; en el conocimiento no hay, por tanto, nada que no se deba al esfuerzo propiamente humano; no hay nada recibido.

En resumen, esta opinión acerca de la esencia del conocer humano, a saber: que consiste exclusivamente en una actuación activo-discursiva de la vatio, tenía que producir como consecuencia natural que se concediera una importancia muy especial al concepto del «trabajo del espíritu».

Y si observamos el rostro del «trabajador» vemos que es el rasgo del esfuerzo y de la tensión lo que se agudiza en el concepto del «trabajo del espíritu», obteniendo una confirmación como si dijéramos definitiva. Es el rasgo de la «actividad incondicionada» (de la cual dice Goethe que «al final hace bancarrota»)[13]; es el gesto duro de no poder recibir, de no ser capaz de recibir; es el endurecimiento del corazón, que no quiere que le afecte nada y que en forma extrema y radical se expresa en una frase tremenda: «Cualquier acción tiene sentido, incluso el crimen; cualquier pasividad..., por el contrario, no tiene sentido»[14].

Pero no es que «pensar discursivo» e «intuición intelectual» estén exclusivamente en la relación de actividad y receptividad, tensión activa y contemplar receptivo. También se comportan entre sí como si fueran, por una parte, dificultad y fatiga, y, por otra, facilidad y posesión tranquila y pacífica.

Con esta contraposición de fatiga y facilidad se ha mencionado ya un segundo origen del matiz especial que se ha dado al concepto de «trabajo del espíritu».

Habrá que hablar aquí de una determinada concepción acerca del criterio del valor o no valor de la acción humana en general.

Cuando Kant dice que el filosofar es un «trabajo hercúleo»[15], no hace simplemente calificar, sino que ve en el carácter laboral una legitimación; el filosofar se revela como auténtico en el hecho de que es un «trabajo hercúleo». Lo que ante todo hace para Kant tan sospechosa la «intuición intelectual» es el hecho de que, como dice él desdeñosamente, «no cuesta nada». No espera de la «intuición intelectual» ningún provecho real desde el punto de vista del conocimiento, porque a la naturaleza del intuir le es inherente la facilidad.

Pero con esto, ¿no se desliza por lo menos la opinión de que en el esfuerzo del conocimiento es donde se encuentra la garantía de la verdad del mismo?

Esta creencia no distará mucho de aquella ética que ve un falseamiento de la verdadera moralidad en todo aquello que hace el hombre por inclinación natural; es decir, sin fatiga. Según Kant, es inherente a la noción de la ley moral que esté en contraposición con el impulso natural. Por tanto, es propio de la misma naturaleza que el bien sea algo difícil y que el voluntario esfuerzo del dominio de si mismo se convierta en la medida del bien moral; lo más difícil es bien en mayor medida. El irónico dístico de Schiller da certeramente en el punto débil de esta posición: «Sirvo con gusto al amigo, pero lo hago, desgraciadamente, porque me siento inclinado a ello —y me lamento con frecuencia de no ser virtuoso»[16].

El bien sería entonces la fatiga. Ya formuló este pensamiento el antiguo cínico Antístenes[17], un compañero de Platón, perteneciente como él al círculo socrático. Es Antístenes, dicho sea de paso, una personalidad sorprendentemente moderna; en él se encuentra la primera formulación del modelo normativo del «trabajador», o, mejor dicho, él mismo lo representa. No solo procede de él la frase mencionada, de que la fatiga es el bien. El es también el que ha creado el modelo del Hércules, el realizador de trabajos sobrehumanos[18], modelo que, según parece, tiene hasta la época contemporánea aún (o de nuevo) un cierto influjo imperativo; pasando por Erasmo de Rotterdam[19], llegamos a Kant, el cual adjudica al trabajo del filosofar el heroico calificativo de hercúleo, y asimismo en Carlyle, el profeta de la religión del trabajo: «Tienes que esforzarte como Hércules...»[20]. Antístenes el cínico no tiene, como moralista autárquico que es, ningún sentido de lo cultual, de lo cual más bien se burla al estilo de un hombre de la Ilustración[21]; se desinteresa de las artes bellas (la poesía le interesa solo en la medida que expone doctrinas morales)[22]; le falta la capacidad de reacción ante el Eros («Con mucho gusto daría yo muerte a Afrodita»)[23]; como realista grosero que es, no piensa nada acerca de la inmortalidad (solo importa que «vivamos rectamente» en la tierra)[24]. ¿No parece como si se hubiesen compuesto cuidadosamente los rasgos característicos de este cuadro con el fin de crear un modelo abstracto del tipo puro del «trabajador»?

«La fatiga es el bien»: frente a esta opinión, santo Tomás de Aquino, en la Suma Teológica, establece la tesis siguiente: «La esencia de la virtud reside más en el bien que en la dificultad»[25]; «por tanto, no todo lo que es más difícil es más meritorio, sino que si es más difícil ha de serlo de tal forma que sea al mismo tiempo mayor bien»[26].

La Edad Media dijo de la virtud algo que a nosotros, paisanos de Kant, nos cuesta penetrar: ¿Nos pone la virtud en estado de ser dueños de nuestras inclinaciones naturales? No, diría Kant; y todos nosotros estamos familiarizados con ese pensamiento. No; santo Tomás dice que la virtud perfecciona, hasta el punto de seguir rectamente nuestras inclinaciones naturales[27]. Las supremas realizaciones del bien moral se caracterizan por el hecho de que se consiguen fácilmente, pues es inherente a su esencia que procedan de la caridad. Pero el significado mismo de la caridad lleva implícita una relevancia operativa del esfuerzo y la dificultad. ¿Por qué el cristiano corriente cree que el amor al enemigo es una forma tan grande del amor? Pues, ante todo, porque en ese amor la inclinación natural queda dominada hasta un grado heroico: su grandeza la constituye su inusitada dificultad, su casi imposibilidad. Sin embargo, santo Tomás dice: «No es la dificultad que hay en amar al enemigo lo que cuenta para lo meritorio si no es en la medida en que se manifiesta en ella la perfección del amor, que triunfa de dicha dificultad. Así, pues, si la caridad fuera tan completa que suprimiese en absoluto la dificultad, sería entonces más meritoria»[28].

Hay que tener en cuenta también que lo propio del conocimiento no es el esfuerzo mental, sino la aprehensión de las cosas, que son el descubrimiento de la realidad.

Y del mismo modo que tratándose del bien la virtud más grande no sabe de dificultades, así también se le concede al hombre la forma suprema del conocimiento —la repentina ocurrencia genial, la auténtica contemplación— como si fuera un regalo; fácilmente y sin fatiga. Santo Tomás cita simultáneamente la contemplación y el juego; y la Sagrada Escritura, hablando de la divina Sabiduría, dice: «Por el ocio de la contemplación está siempre solazándose, recreándose en el orbe de la tierra» (Prov., 8, 30)[29].

Ciertamente que puede preceder a esa suprema realización del conocimiento un gran esfuerzo mental; quizá tiene que preceder (a no ser que el conocimiento en cuestión sea gracia en sentido estricto); pero en todo caso el esfuerzo no es causa, sino condición. También la santa facilidad del obrar, producto de la caridad, puede tener como presupuesto el heroico esfuerzo moral de la voluntad.

Lo decisivo es que virtud quiere decir realización del bien; puede presuponer un esfuerzo moral, pero no se agota en ser esfuerzo moral. Y conocer significa alcanzar la realidad de las cosas que son, y el conocimiento no se agota en ser labor mental, «trabajo del espíritu».

Este aspecto del concepto del «trabajo del espíritu», la revaloración de la dificultad en cuanto tal, representa la confirmación y agudización de un determinado rasgo del rostro del «trabajador»: el hieratismo del que está dispuesto incondicionalmente a soportar el dolor. Esta incondicionalidad para soportar el dolor es lo decisivo y distintivo; esta resolución ante el dolor, que es el sentido último de toda «disciplina»[30], se distingue radicalmente por el hecho de que no pregunta por el «para qué» de la oblación entendida cristianamente, la cual no quiere el dolor en cuanto tal, la fatiga en cuanto tal, ni la dificultad en cuanto tal, sino la integridad más alta, la santidad, la plenitud del ser y, por tanto, en último término, la plenitud de la felicidad. «Fin y norma de la templanza es la felicidad»[31].

Pero la creencia más íntima que sostiene esa revaloración del esfuerzo parece ser la de que el hombre desconfía de todo lo que es fácil, que únicamente quiere tener, en conciencia, como propiedad lo que él mismo se ha conseguido con doloroso esfuerzo y rehúsa admitir regalos.

Reflexionemos un momento en la importancia que para una comprensión cristiana de la vida tiene el hecho de que haya «gracia»; recordemos que al Espíritu Santo se le denomina, con un sentido concreto, «don»[32]; que los grandes doctores de la cristiandad afirman que la justicia divina presupone su amor[33] y que todo lo logrado, todo aquello que se puede exigir presupone algo donado, no debido y no meritorio, no logrado, que lo primero es siempre algo recibido; si tenemos presente por un momento todo esto, nos daremos cuenta entonces del abismo que hay entre aquella actitud y las creencias del occidente cristiano.

Nos hemos preguntado por la procedencia del concepto del trabajo espiritual y hemos encontrado que este concepto tiene su origen, ante todo, en dos tesis; en primer lugar, la creencia de que el conocimiento humano se lleva a cabo exclusivamente por la vía de la actividad discursiva y, en segundo lugar, la afirmación de que el esfuerzo del conocimiento es un criterio de verdad. Sin embargo, hay que hablar aún de un tercer elemento que tiene las apariencias de ser más decisivo todavía que los dos primeros y los implica. Ese elemento es el aspecto social que encontramos en el concepto de «trabajo del espíritu» y naturalmente tanto más en el de «trabajador del espíritu».

El trabajo así entendido quiere decir tanto como servicio social. Y el «trabajo del espíritu» será una actividad espiritual en cuanto que es un servicio social y representa una contribución al bien común. Pero no es esto solo a lo que aluden las ideas de «trabajo del espíritu» y «trabajador del espíritu». El significado actual de esa expresión idiomática hace referencia también a una «clase de trabajadores».

Con ello se da a entender también aproximadamente lo siguiente: no solo el trabajador a sueldo, no solo el artesano, no solo el proletario, sino también el intelectual, el estudiante es trabajador, concretamente «trabajador del espíritu»; queda inserto también en el sistema social de distribución del trabajo, vinculado a su función; es un funcionario en el mundo totalitario del trabajo, aunque reciba el nombre de «especialista»; es en todo caso un funcionario. Ahora es cuando nuestra cuestión entra en la fase aguda de su problemática. Y todos saben en qué medida esta problemática ha empezado a cobrar una significación que trasciende resueltamente de la simple teoría.

Y, sin embargo, lo «social», entendiendo por ello la mutua relación de capas y grupos sociales, no es más que el primer aspecto de la cuestión, y de ello hablaremos más adelante.

La cuestión auténtica es de carácter metafísico. Es la antigua cuestión acerca de la justificación y sentido de las artes liberales, de las «artes libres». Pero ¿qué son las «artes libres»? En su comentario a la Metafísica aristotélica, santo Tomás de Aquino da una definición: «Únicamente se llaman libres aquellas artes que están ordenadas al saber; aquellas, en cambio, que están ordenadas, mediante el ejercicio de una actividad, al logro de un bien útil, se llaman... «artes serviles»[34]. Y seis siglos más tarde John Henry Newman dirá: «Bien sé que el saber puede hacerse fructífero con la práctica; pero puede también volver al entendimiento de donde procedió, y hacerse filosofía. En un caso recibe el nombre de saber útil y en el otro el de saber libre»[35].

Así, pues, las «artes libres» son aquellos modos de actuación humana que tienen su sentido en sí mismos, y las «artes serviles» los que tienen, por el contrario, su fin fuera de sí mismos, fin que consiste concretamente en un efecto útil realizable mediante una práctica. La «libertad», por tanto, de las «artes libres» está en que no están dispuestas para fin alguno, no necesitan legitimarse por su función social, ni por el hecho de que sean trabajo.

Muchos pensarán que la pregunta acerca de la justificación y sentido de las «artes libres» es algo completamente resuelto y concluido. Traducida al lenguaje de nuestro tiempo, se puede expresar en la forma siguiente: ¿Hay algún dominio de la actividad humana, mejor dicho, de la existencia humana, que no se legitime por el hecho de quedar incluido en la mecánica finalista de un plan quinquenal? ¿Lo hay o no lo hay?

La intrínseca orientación de los conceptos «trabajo del espíritu» y «trabajador del espíritu» apunta a una respuesta negativa; el hombre es, esencialmente y en toda su existencia, funcionario, incluso en las formas más elevadas de su actividad.

Orientamos la cuestión hacia la filosofía y la educación filosófica. La filosofía se puede contar como la más libre de las artes libres. «El saber es verdaderamente libre en la medida en que es saber filosófico», dice Newman[36]. La filosofía, en cierto sentido, ha impuesto también su nombre; la «Facultad de Artes» de la Edad Media, así llamada por cultivarse en ella las «artes liberales», se llama en la actualidad Facultad de Filosofía.

La filosofía y su vigencia constituyen, por tanto, para nuestra cuestión un indicador de un carácter muy especial.

Pues no hay que discutir mucho acerca de si las ciencias naturales, la ciencia médica, la ciencia del derecho y las ciencias económicas tienen un lugar circunscrito en el sistema de funciones y de distribución del trabajo del moderno cuerpo social, y en qué medida ocurre eso, y si, por tanto, hay que incluirlas en el concepto de trabajo en este sentido social. Es inherente a la naturaleza de las ciencias particulares el que hagan referencia a fines que son exteriores a ellas. Hay también, sin embargo, la ciencia particular, que se cultiva en forma filosófica, y para ella sirve nuestra pregunta en el mismo sentido que para la filosofía misma. «La ciencia particular cultivada en forma filosófica» quiere decir, en verdad, la ciencia cultivada en una forma «académica», en el sentido original que tiene esta palabra (pues «académicamente» quiere decir «filosóficamente» o no quiere decir nada).

Cuando se habla del lugar y de la justificación de la filosofía se trata nada más y nada menos que del lugar y de la justificación de la Universidad, de la formación académica, mejor dicho, de la formación en general en sentido auténtico; es decir, en el sentido en que se distingue primariamente de cualquier mera instrucción profesional y la supera también primariamente.

El funcionario es una persona instruida. La instrucción se caracteriza por el hecho de que se dirige a una parte especial del hombre y a un sector del mundo. La formación tiene como fin la totalidad. Persona formada es aquella que sabe lo que pasa en el mundo tomado en su totalidad.

La formación concierne a todo el hombre en cuanto que es capax Universi, en cuanto que puede abarcar el conjunto total de las cosas que son.

Esto no quiere decir nada contra la instrucción ni contra el funcionario. Evidentemente, el ejercicio de la función profesional especializada es la forma normal de la actuación humana; lo normal es el «trabajo», lo cotidiano es el día laborable. El problema es si el mundo del hombre se agota con ser un «mundo del trabajo», si el hombre consiste simplemente en ser funcionario, «trabajador», si la existencia humana adquiere su plenitud siendo exclusivamente existencia que trabaja cotidianamente. Formulando la cuestión en otra forma, retraduciéndola, ¿hay artes libres? Los que propugnan el mundo totalitario del trabajo tienen que contestar negativamente. En el mundo del «trabajador» es válida, como dice Ernest Jünger, «la negación de la investigación libre»[37]. En el Estado laboral construido con consecuencia lógica no puede haber ni auténtica filosofía, pues es inherente a la esencia de esta no estar dispuesta a servir para fines, y ser en este sentido «libre», ni puede haber ciencias particulares cultivadas en forma filosófica; es decir, formación académica en su sentido original.

Esta imposibilidad queda expresada y confirmada, como en una fórmula abreviada, ante todo en la frase acuñada «trabajador del espíritu».

Por eso es tan angustiosamente sintomático que el lenguaje, y concretamente el académico, haya adoptado en general estas expresiones de «trabajador del espíritu» y «trabajador intelectual».

Los antiguos afirmaban que hay formas humanas de actuación no útiles y justificadas, que hay artes libres. No solo hay el mero saber funcional, sino también «el saber del gentleman» (con esta feliz fórmula intentó J. H. Newman traducir, en sus discursos universitarios[38], el antiguo término de artes liberales).

No hace falta explicar que no todo lo que no se puede incluir en el concepto de útil es inútil. Y por eso en modo alguno es irrelevante para un pueblo y para la realización de su bien común que se conceda o no un lugar y un puesto destacado a esa actuación que no es «trabajo útil», en el sentido que se da a la utilidad y al empleo. El ministro de Estado Goethe decía, el 20 de octubre de 1830, a Federico Soret: «Nunca me he preguntado... ¿cómo serviré a la totalidad?, sino que siempre he procurado... expresar lo que yo he reconocido como bueno y válido. Esto, ciertamente..., en gran medida... ha sido útil; pero este no era el fin, sino una consecuencia absolutamente necesaria»[39].

No solo existe la utilidad, sino también la bendición.

Y en ese sentido se entiende la tesis medieval de que es «necesario para la perfección de la comunidad humana que haya hombres que se consagren a la vida no útil de la contemplación»[40]; bien entendido: que esto es necesario para la perfección, no de los individuos que se dedican a la vita contemplativa, sino de la comunidad humana. Nadie que piense con la categoría de «trabajador del espíritu» podría decir algo parecido.

6Blütter und Steine. Hamburgo, 1934, p. 202.

7 Bernhard Jansen: Die Geschichte der Erkenntnislehre in der neueren Philosophie bis Kant Paderborn, 1940, p. 235.

8 «Acerca de la tónica de la dignidad que se ha alzado nuevamente en la filosofía» (Akademie-Ausgabe VIII, pp. 387-406).

9 Fragmento, 112 (Diels).

10 Ver., 15, 1.

11 Virt. card., I.

12 Kant: Op. cit., p. 393.

13Maximen und Reflexionen, n.º 1.415. Edición de Günther Müller, Stuttgart, 1943.

14 Hermann Rauschning: Gesprüche mit Hitler. Zürich-Nueva York, 1940, citado de los extractos publicados en la revista Die Wandlung (I, años 1945-46, pp. 684 y ss.).

15Op. cit., p. 390.

16 Schiller: Die Philosophen (escrúpulo de conciencia).

17 Diógenes Laercio nos ha transmitido esa frase en su obra Vidas y opiniones de filósofos ilustres. Libro VI, 1, cap. 2.

18 Véase la obra citada; un escrito de Antístenes lleva el título Hércules el Magno o De la fuerza.

19 Antón Gail me ha hecho notar que en un retrato por Hans Holbein, que se encuentra en Longford Castle, Erasmo posa las manos sobre un libro en el que se lee en griego: «Trabajos de Hércules», de Erasmo de Rotterdam.

20 Esta frase de Carlyle, cuyas obras en su texto original no me fue posible consultar, está tomada de un escrito que publicó durante la primera guerra mundial Roberto Langewiesche (Königstein, sin fecha) titulado «Carlyle, Arbeiten und nicht verzweifeln. Auszüge aus seinen Werken», p. 28.

21 Guillermo Nestle: Griechische Geistesgeschichte von Homer bis Lukiam. Stuttgart, 1944, p. 313 y ss.

22Op. cit., p. 314.

23 Según Clemente de Alejandría, Tapices. Libro II, 107, 2. Allí mismo se lee también que «llamó al deseo erótico mal de la naturaleza».

24 Véase Diógenes Laercio, VI, 1, 5.

25 II, II, 123, 12, ad. 2.

26 II, II, 27, 8, ad. 3.

27 II, II, 108, 2.

28 Car., 8, ad, 7.

29 In Sent. 1, d. 2 (exposición del texto).

30 Ernst Jünger: Blätter und Steine, p. 179.

31 II, II, 141, 6, ad. 1.

32 C. G., 4, 23. «Es propio del Espíritu Santo ser una donación; I, 38, 2, ad. 1: «El Espíritu Santo, que procede del Padre como amor, recibe en sentido propio el nombre de «don».

33 I, 21, 4.

34 In Met, 1, 3.

35 Newman: Ausgewählte Werke, vol. IV. Maguncia, 1927, p. 128.

36Ibidem, p. 127.

37Blätter und Steine, p. 176.

38Ausgewahlte Werke, vol. IV, p. 127.

39 Palabras recogidas en la adaptación de Eckermann de las Conversaciones con Eckermann, de Goethe.

40 In Sent., 4, d. 26, 1, 2.

III

POR EL BOSQUEJO que se ha hecho de la figura del trabajador vemos que dicha figura está caracterizada, ante todo, por estos tres rasgos: la más extrema tensión de las fuerzas activas, absoluta y abstracta disposición para el padecer, inserción total en el sistema racional de planificación de la organización utilitaria social; desde este punto de vista, repetimos, el ocio solo puede aparecer como algo completamente imprevisto, extraño, incongruente, incluso absurdo, y moralmente hablando como algo impropio, sinónimo de holgazanería y pereza.

En contraposición a esto, la doctrina vital de la Alta Edad Media dice precisamente lo contrario: la falta de ocio, la incapacidad para el ocio, está en relación estrecha con la pereza; de la pereza es de donde procede el desasosiego y la actividad incansable del trabajar por el trabajo mismo. Constituye una relación curiosa el hecho de que la actividad desasosegada de un fanatismo suicida por el trabajo proceda de una deficiencia en voluntad de realización; un pensamiento sorprendente que solo podemos descifrar con esfuerzo. Pero merece la pena que nos detengamos en ello un momento. ¿A qué alude propiamente la antigua doctrina de vida al hablar de la pereza, de la acedía?[41]

En primer lugar, se refiere a algo distinto de lo que solemos querer decir cuando hablamos «de la madre de todos los vicios». Para la antigua doctrina de vida, la pereza significa, ante todo, que el hombre renuncia al rango que se le fija en virtud de su propia dignidad; que no quiere ser lo que Dios quiere que sea, lo cual quiere decir que no quiere ser lo que realmente y en última instancia es. La acedía es la «desesperación de la debilidad», de la que dijo Kierkegaard que consiste en que uno «desesperadamente no quiere ser él mismo»[42]. El concepto teológico-metafisico de la pereza significa, por tanto, que el hombre no asienta en última instancia a su auténtico ser; que después de toda su enérgica actividad, no se encuentra consigo mismo; que, como decía la Edad Media, se apodera de él la tristeza, por lo que se refiere al bien divino que habita en él mismo (esa tristeza es la tristia saeculi de la Sagrada Escritura)[43].

Ahora bien: ¿será la actividad industriosa y la laboriosidad, en el sentido que tiene en la vida económica burguesa, el concepto contrario correlativo de este concepto teológico-metafísico de la pereza?