Una teoría de la fiesta - Josef Pieper - E-Book

Una teoría de la fiesta E-Book

Josef Pieper

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Beschreibung

Solo un trabajo lleno de sentido puede servir de fundamento para que prospere la fiesta. Por trabajo lleno de sentido entiende el autor el que es, a la vez, felicidad y fatiga, alegría y consumo de energía vital. Porque trabajar y celebrar una fiesta viven de la misma raíz, de manera que, si la una se apaga, la otra se seca. En este breve y lúcido ensayo Pieper reflexiona sobre la complementariedad y no contraposición entre trabajo y fiesta, subrayando la necesidad de conocer y aceptar la realidad, y recrearse en ella.

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JOSEF PIEPER

UNA TEORÍA DE LA FIESTA

Tercera edición

EDICIONES RIALP

MADRID

Título original: Zustimmung zur Welt. Eine Theorie des Festes

© 1963 by Josef Pieper Kösel-Verlag. Munich.

© 2023 de la versión española, realizada por Juan José Gil Cremades,

para todos los países de habla castellana,

by EDICIONES RIALP, S. A.,

Manuel Uribe, 13-15, 28033 Madrid

www.rialp.com

Preimpresión: produccioneditorial.com

ISBN (versión impresa): 978-84-321-6536-8

ISBN (versión digital): 978-84-321-6537-5

ISBN (versión bajo demanda): 978-84-321-6538-2

No está permitida la reproducción total o parcial de este libro, ni su tratamiento informático, ni la transmisión de ninguna forma o por cualquier medio, ya sea electrónico, mecánico, por fotocopia, por registro u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita reproducir, fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

ÍNDICE

I.

II.

III.

IV.

V.

VI.

VII.

VIII.

IX.

Navegación estructural

Cubierta

Portada

Créditos

Índice

Epígrafe

Comenzar a leer

Notas

Ubi caritas gaudet

ibi est festivitas.

San Juan Crisóstomo

I.

Hay cosas que no pueden tratarse suficientemente si no se habla al mismo tiempo de la totalidad del mundo y la existencia humana. Quien no estuviera dispuesto a ello habría renunciado de antemano a decir algo importante. «Muerte» y «amor» son temas de ese porte. Pero también el tema «fiesta» es uno de ellos. Ya el simple intento de ir más allá de una descripción de los hechos lo delata.

Quien, por ejemplo, al partir de lo más obvio, considere la diferencia con el día de trabajo, descubrirá que el modo habitual de hablar que contrapone el trabajo a la fiesta alude a una antinomia muy distinta a la que, diríamos, se da entre izquierda y derecha o el día y la noche. Pues no solo se alude a que el día de trabajo excluye al día de fiesta, sino también a que el trabajo es lo cotidiano, mientras que la fiesta, algo no de diario, especial, no común, una interrupción del paso gris del tiempo. «Todos los días, fiesta» o tan solo «una fiesta cada dos días» parecen ser imaginaciones irrealizables, que quizá no llegan a contradecir el concepto de fiesta1, pero que son con toda seguridad inefectivas en el vivir aquí y ahora del hombre histórico. Lo festivo del día de fiesta solo es posible en cuanto excepcional. No hay fiesta, salvo la natalicia, que presente la estructura habitual de un día de trabajo.

Una capa social ociosa y dada al lujo no es capaz, ni bien ni mal, de divertirse y, mucho menos, de celebrar una fiesta; la «buena vida» es algo desesperantemente poco festivo. Todo da a entender que esto puede decirse incluso de las fiestas palaciegas del Barroco, que algún historiógrafo ignorante ha descrito como acontecimientos específicamente festivos. Más verosímil resulta que su origen no fuera la alegría de vivir, sino el horrorvacui, la angustia, ya que el verdadero presupuesto de la fiesta permanecía alejado de estos palacios: en ellos no había «ni cotidianeidad ni trabajo, y solo tiempo vacío y ratos dilatados»2.

Por lo demás, no solo hay seudofiestas, sino también seudotrabajo. No todo hacer, no todo consumo de energías y ganancia de dinero merece el nombre, que solo corresponde a la procura, activa y las más de las veces esforzada, de aquello útil en verdad para la vida. Y es de suponer que solo un trabajo llenode sentido puede ser suelo sobre el que prospere la fiesta. Quizá ambas cosas, trabajar y celebrar una fiesta, viven de la misma raíz, de manera que si una se apaga, la otra se seca.

«Trabajo lleno de sentido» significa, naturalmente, algo más que el hecho desnudo del esfuerzo y el hacer diarios. Se alude con ello a que el hombre entiende y «asume» el trabajo como es en realidad: como «el cultivo del campo», que es a la vez felicidad y fatiga, satisfacción y sudor de la frente, alegría y consumo de energía vital. Si se omite una de estas cosas y se falsea así la realidad del trabajo, se hace imposible al mismo tiempo la fiesta.

Aquí, sin embargo, se exige concretar. El que en un Estado totalitario de trabajadores no pueda haber fiesta y se haga románticamente propaganda del alza de las cifras de producción, como si el trabajo fuera la fiesta misma, ambas cosas se condicionan. Mas profundamente se destruye la posibilidad de la fiesta mediante otra falsificación afirmadora de que la existencia cotidiana del hombre no es sino castigo, ajetreo absurdo, tormento letal; en una palabra, un absurdo que el intrépido, que no quiere despreciar su dignidad y su claridad de visión, no acepta con roma pasividad, sino que lo acepta expresamente y lo «elige» precisamente por ser un absurdo. «Debemos imaginarnos a Sísifo dichoso», dice Albert Camus3. Esa forzada felicidad, que celebra la «victoria del absurdo», no parece menos digna de crédito que el famoso tractorista «radiante de alegría» por cumplir el plan quinquenal. Ni bajo el signo de «Stajanov» ni bajo el de Sísifo puede abrirse paso la libre corriente de la existencia, sin la que es imposible la culminación festiva de la vida. Para ello es necesario, como se ha dicho, aceptar plenamente la realidad y sobre todo que las cosas «sepan cómo son en realidad»4: lo amargo como amargo y lo dulce como dulce.

Pero que en lo amargo pueda hallarse el remedio y en lo malo precisamente lo bueno —bonum in malo5—, ese extraño modo de pensar solo se encuentra realizado, al parecer, en un solo hecho. No me atrevo a llamarlo por su nombre, porque con ello se despertará inevitablemente un cúmulo de equívocos, si no es algo peor. Aludo al hecho del justo castigo: quien ha sido castigado justamente nada puede hacer más lógico, más sano y más curativo que «aceptar» la pena como lo que le corresponde, sin falsearla como si fuese algo agradable ni tampoco «elegirla», en la esperanza de que al tomar lo amargo, el malum, pueda rehacer su propia existencia en el «bien» y lograr su justedad, que de otro modo sería imposible de alcanzar. Los libros sagrados del cristianismo designan de hecho, como todo el mundo sabe, al trabajo, e igualmente a la muerte, como castigo. Este es un tema en el que, por supuesto, no vamos ahora a detenernos. Sin embargo, habría que responder a la pregunta: ¿por qué y por quién se impone el castigo? Con lo que se estaría de lleno en la Teología. No obstante, es bueno recordar que tal tipo de preguntas puede formularse razonablemente y que también hay una respuesta para ellas. Y a nadie puede perjudicar inquietarse alguna que otra vez con el pensamiento de que cabría darse una posibilidad, hace tiempo abierta y situada más allá de lo planificable y arbitrario, de superar y diluir la convulsión patética de un modo de proceder en el trabajo, igualmente inhumano en lo positivo y en lo negativo.

Lo peculiar de la fiesta no se pone naturalmente de manifiesto, sin embargo, por la mera contraposición al día de trabajo. Una fiesta no es tan solo un día en el que no se trabaja. De hecho se ha intentado alguna vez captar la esencia de la fiesta a partir de esa «diversidad»6. Ha de tomarse al pie de la letra el modo habitual de hablar de la gente, que de una fiesta afortunada apenas sabe decir sino que «fue algo distinto», «se sentía uno transportado a otro mundo». Con lo que se pondría de manifiesto precisamente «lo que hace fiesta a una fiesta»: el que «en ella se accede a algo diverso de lo cotidiano». Sin embargo, añade el autor —un teólogo—, nadie debe engañarse creyendo que «una fiesta aldeana de cazadores o un auto sacramental son realmente “otro mundo”, por lo que el fenómeno de la celebración7, propiamente dicha, solo puede darse en los actos religiosos, en los que únicamente la criatura puede captar el mundo verdaderamente «“distinto” y absolutamente “nuevo” de la majestad de Dios». Esta coletilla evidencia que la categoría puramente formal de la «diversidad» no es suficiente. De un golpe ha de poder decirse en virtud de qué se constituye tal diversidad.

Quien lo intente ha de rebasar, como ocurre aquí, la frontera del ámbito teológico, que en cualquier caso nunca está lejana. Pero vale la pena, antes, fijar la atención más todavía en la relación de la fiesta con el día de trabajo. Aun así, es posible hacer ver una determinación interna de la fiesta, que esta es más que la pausa, que interrumpe el paso del tiempo dedicado al trabajo. Por supuesto que es eso también, y es el mismo Platón quien llama a la fiesta un respiro, anápula8. Es propio de la fiesta necesariamente el ser un día libre de la preocupación de procurarse las necesidades de la vida, es decir, libre del trabajo servil.

En este adjetivo «servil», que comprensiva y no casualmente nos ha causado algún disgusto, se encierra una intuición imprescindible sobre la esencia de la fiesta. Sin parar mientes en que el mencionado concepto de artes liberales no tenía originariamente un sentido peyorativo, sino que su significado exacto era el de actividad que sirve a un fin, por lo que su sentido reside fuera de ella misma (así, con bastante precisión, se suele denominar actividad «útil»), prescindiendo de esto, decía, «trabajo servil» es por naturaleza un concepto dependiente, solidario, perteneciente a un sistema mental que lo absorbe, por lo que exige pensar conjuntamente en el otro miembro lógico al que está ordenado9. Ese concepto contrapuesto, a tener ahora en cuenta, no es la inactividad, la ausencia de trabajo, sino la «actividad libre», ars liberalis, el trabajo no referido a un fin situado fuera de sí mismo, sino el trabajo que tiene sentido en sí y, por ello, ni es «útil» en sentido estricto ni se pone al «servicio» de otra cosa.

Con ello se ha alcanzado un ápice de aquella oculta intuición. No en el contexto de que una actividad llena de sentido propio se identifique sin más con la fiesta, pero sí al menos en el de que se ha abordado un elemento decisivo de la fiesta. Celebrar una fiesta significa, por supuesto, hacer algo liberado de toda relación imaginable con un fin ajeno y de todo «por» y «para». En ningún otro terreno distinto del de la actividad con sentido propio puede instalarse la verdadera fiesta. Por tanto, quien no supiera responder absolutamente nada a la pregunta: ¿qué es una actividad llena de sentido?, tampoco se encontraría en condiciones de captar en plenitud el concepto de fiesta. Y caso de que se tratara de una incapacidad no solo mental, sino existencial, faltaría también el presupuesto para la realización de la misma fiesta. En el mismo instante en que resulta impensable la idea de una actividad humana con sentido propio, desaparece también toda posibilidad de resistencia a un régimen totalitario de trabajo, del tipo que sea, ya que también es capaz de imponerse fuera de las dictaduras políticas. Ni tampoco se puede lograr, afirmar y preservar un ámbito existencial que no esté ocupado por el trabajo. Solo hay una justificación suficientemente grave, que incluso resiste a la propia conciencia, para no trabajar: que tenga lugar en el tiempo libre algo lleno en sí sentido. Trabajar no es solo «socialmente más importante», sino incluso humanamente más noble que matar el tiempo, y frente a una civilización de la diversión está mil veces más legitimado el régimen de trabajo de los planes totalitarios de aprovechamiento.

Por lo demás, se ha hecho ya posiblemente problemático el condicionamiento externo de la fiesta: la liberación del trabajo. Y se ha dicho recientemente con toda gravedad que la satisfacción del deseo ancestral de una vida liberada de la fatiga del trabajo encuentra hoy de modo inquietante, como ocurre alguna vez incluso en las fábulas, «un estado de cosas en el que la ansiada bendición se torna maldición», porque la «sociedad del trabajo» «apenas conoce de oídas actividades más elevadas y plenas», «por las que valdría la pena la liberación»10.

¿Cómo cabría, por tanto, imaginarse una actividad concreta, no puesta al «servicio» de nada y en sí misma, por naturaleza, llena de sentido?

Es casi inevitable que salte a la memoria un concepto al que la bibliografía de los últimos decenios ha dedicado en medida considerable su energía de análisis y, por supuesto, también ha traído mucha especulación no vinculante. Me refiero al concepto de juego. ¿No se encuentra, podría preguntarse, realizada en el juego esa autofinalidad? ¿No es el juego una actividad llena en sí misma de sentido, sin necesidad de legitimarse por la utilidad? Y ¿no sería quizá consecuente explicar la misma fiesta ante todo como juego? Estas son, como se ve, cuestiones complicadas, que no se dejan resolver de pasada. No obstante, mucho habla a favor de que el dato «juego» no basta para denominar acertadamente lo diferencial de la actividad «libre» o incluso de la fiesta. Cierto es que Platón, al alabar «el encanto del juego y la fiesta»11, aproxima íntimamente ambos conceptos. Y cuando, como dice Hegel, la «seriedad» consiste en «la relación entre el trabajo y la necesidad»12, se está muy cerca de equiparar igualmente el juego a la fiesta. Apenas se podría imaginar, en efecto, una fiesta en la que no se introdujera el ingrediente del juego, e incluso, aunque de esto ya no estoy tan seguro, de lo juguetón, de lo caprichoso. Con todo eso, sin embargo, no está respondida la pregunta decisiva de si su carácter de juego es lo que da plenitud de sentido, en sí misma, a una actividad. El quehacer humano encuentra primariamente su sentido en su contenido, en su objeto, no en el cómo, sino en el qué. Sin embargo, el juego parece ante todo ser un moaus de actividad, una determinada especie y modo, una determinación en todo caso formal. Así no hay nada de extraño en la experiencia de degenerar en lo insustancial e irreal todo el que tome como juego, y solo como juego, actividades humanas, que de modo obvio no son simplemente trabajo: el hacer del artista, del poeta, del músico, del pintor o incluso del ministro del culto. Inconscientemente, se le escurrirá de las manos, como absurdo jugueteo, lo que «en sí está lleno de sentido». No por casualidad se ha replicado con buenos argumentos al libro de Huizinga sobre el homo ludens, que, entre otras cosas, considera puro juego los actos de culto de los pueblos primitivos13, que tal explicación equivaldría a privar de sentido todas las actividades sacras. Por lo demás, tal protesta no procede de un teólogo, sino de la Etnología, que se resiste a la falsificación de los fenómenos14.

Sigue, por tanto, sin responderse a la pregunta: ¿en virtud de qué posee un quehacer humano la cualidad íntima de estar dotado en sí mismo de sentido?