El Hornero Alemán - Juan Martín Alice - E-Book

El Hornero Alemán E-Book

Juan Martín Alice

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Beschreibung

Cuando bajó de su avión, la nube de polvo que había levantado llenaba el aire caliente del desierto egipcio con el olor del humo y aceite. Su mecánico ya tenía en las manos el pincel y la pintura para agregar dos nuevas marcas de victoria a su avión, el "Hornero 14". Después de volar, el piloto estaba empapado en sudor, intentando controlar sus manos temblorosas igual que en las pistas heladas de Noruega y el tranquilo valle en las afueras de Sofía donde festejó su quinto derribo durante la invasión de Yugoslavia. Esta es la primera parte de la historia del argentino Johannes Büchersen, piloto de caza de la Luftwaffe. El lector acompañará al protagonista en el horror de estar dentro de una minúscula cabina desde la que peleó contra todo, a lo largo de Europa y el Norte de África. En este libro conocerá de primera mano lo que fue sobrevivir en campamentos miserables, pelear una guerra contra hombres y otra contra la naturaleza, mientras se intenta sobrevivir en el infierno que es la guerra.

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JUAN MARTÍN ALICE

El Hornero Alemán

Buenos Aires, Europa y el Afrika Korps

Alice, Juan MartínEl hornero alemán : Buenos Aires, Europa y el Afrika Korps / Juan Martín Alice. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2023.

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: descarga y online

ISBN 978-987-87-4707-1

1. Novelas. I. Título.CDD A863

EDITORIAL AUTORES DE [email protected]

Tabla de contenidos

Agradecimientos y dedicatoria

Prólogo

Capítulo 1 - El desencuentro

Capítulo 2 - Mi infancia y un deseo

Capítulo 3 - Juventud y primeros pasos hacia el cielo

Capítulo 4 - El llamado de la Patria

Capítulo 5 - Llegada a Alemania

Capítulo 6 - El camino de las armas

Capítulo 7 - Cuerpo a tierra, salto arriba

Capítulo 8 - 20 de abril

Capítulo 9 - Mi primer derribo y el JG–77

Capítulo 10 - Operación Weserübung y la ocupaciónde Dinamarca

Capítulo 11 - Guerra en Noruega

Capítulo 12 - Ascenso fugaz y batalla de Narvik

Capítulo 13 - Traslado al JG 27

Capítulo 14 - Primer duelo en Yugoslavia

Capítulo 15 - Unser Rommel: llegada al Afrika Korps

Capítulo 16 - Sobrevivir en el desierto

Capítulo 17 - Regreso a Europa

Capítulo 18 - Operación Crusader, primera retirada

Capítulo 19 - Atacamos de vuelta, Batalla de Gazala

Capítulo 20 - Prisionero en Bir Hakeim

Capítulo 21 - Convoy en el desierto

Capítulo 22 - El Alamein, principio del fin

Anexo

Agradecimientos y dedicatoria

Este libro se lo dedico especialmente a mi abuelo Nené y a mi tío abuelo Alito con quienes compartí charlas interminables sobre estos temas, gran parte de la inspiración e ideas de este libro han surgido de su recuerdo. Dedico también este libro a la memoria de todos los voluntarios argentinos en la Segunda Guerra Mundial que pelearon contra la tiranía y el terror. Si puedo lograr que dimensionemos el sacrificio y la entrega de estos hombres comprendiendo a lo que se enfrentaron, considero que mi tarea está más que cumplida.

Gracias a mi padre José por sus consejos invaluables, quien fue el primer lector del libro y el que más me apoyó para terminar este proyecto en cada momento que me detenía. A mi madre Eugenia por alentarme con el mayor amor al igual que mi hermana Mercedes, sin ustedes este libro hubiera sido imposible. Agradezco al Buenos Aires Scottish Guard por difundir y recordar la memoria de todos los caídos en combate, sin importar bando o creencia, y por sobre todo por haberme hecho parte e incluido en cada una de sus actividades. No quiero olvidarme de nadie, pero debo mencionar a mi amigo Alejandro con quien compartí este proyecto por primera vez; a toda la promoción CXLIX de la Escuela Naval Militar quienes dieron vida a muchos personajes de esta historia; también a Sebastián, Pablito, Franco y los chicos de la canchita. A cada uno de mis amigos que aportaron ideas para lograr este proyecto personal, gracias.

Prólogo

Antes que el lector se encuentre con el primer capítulo me gustaría invitarlo a escuchar una canción que me acompañó en cada tarde y noche cuando escribí esta primera parte de la historia que tiene en sus manos. Esta canción se llama “Rumba azul” y no pude desligar mis pensamientos de ella cada vez que me imaginaba a Johannes Büchersen, El hornero alemán, abriendo fuego contra un avión enemigo en medio del inmenso desierto.

La primera vez que la escuché fue en un video tributo en la página de internet YouTube, hecha con una versión que creo refleja perfectamente el carácter y carisma de la persona a quién rinde homenaje, el piloto alemán Hans–Joachim Marseille.

Cada vez que escribía las líneas de nuestro piloto Johannes imaginaba los disparos dejando líneas de humo blanco hasta estallar contra el fuselaje de un desdichado Hawker Hurricane o P–40 e inevitablemente escuchaba sonar esta canción en mi cabeza. Se convirtió en el sinónimo de la guerra en el desierto cuando terminé por adentrarme en la fascinante historia de Marseille, La estrella de África pero el libro nunca tuvo la intención de hablar de la vida de los grandes ases de la guerra. Por el contrario, cuando imaginé a este piloto en mi mente supe que no iba a ser uno de esos ases como los que salían en Der Adler, la revista de la Luftwaffe, o en las cintas del “Die Deutsche Wochenschau” donde se relataban increíbles combates, pilotos galardonados con los máximos reconocimientos del Reich o historias impresionantes como las de Franz von Werra o el multi famoso Erich Hartmann.

Me di cuenta de que quería terminar de escribir y leer la historia de un piloto alemán que contara cada aspecto de su vida, dentro y fuera de la primera línea. Una guerra detallada no solo en el combate sino en los aspectos mundanos y comunes que atraviesa todo militar durante los momentos más angustiosos de la existencia y los de mayor alegría. La principal razón por la que investigué a los pilotos alemanes es porque quería comprender las condiciones en las que surgieron los míticos nombres que hoy conocemos, cada aspecto de su lucha, particularmente en el frente occidental, y como vivieron esta desgracia hasta ver su país arrasado mientras peleaban por sus familias y camaradas, no por sus gobernantes quienes también los odiaban y echaban la culpa de la derrota. Quienes quieran profundizar sobre la enemistad entre los pilotos de caza y el partido Nacional Socialista deben leer de forma obligada The final hours: the Luftwaffe plot against Göring escrito por Johannes Steinhoff.

A lo largo de todo el libro el personaje se encuentra con diferentes hombres, muchos de ellos argentinos descendientes de británicos pero que existieron en la vida real. La historia de Büchersen no es muy distinta a la de cientos de pilotos, marineros y soldados que vivieron historias extraordinarias pero que por una causa u otra terminaron en el anonimato. La guerra tiene tantas versiones como las de cada soldado que la pelea y es por lo que este relato podría ser tan real como cualquier otro.

Johannes derribará muchos más aviones que los mejores pilotos británicos nacidos en Argentina, como Kenneth Langley Charney o Dudley Sandry Garton Honor, pero hay una diferencia que es en gran parte la esencia de esta historia.

Los alemanes tenían más y mejores aviones que el enemigo con los pilotos necesarios para sacar provecho al principio de la guerra, estos adquirieron experiencia y la guerra continuó haciendo que pelearan en todos los teatros posibles sin freno. Cuando la guerra avanzó y Alemania se vio rodeada por la URSS, Estados Unidos, Inglaterra y el resto del mundo no había aviones ni pilotos suficientes. Ante esta situación se produjeron tres necesidades vitales para el aspecto aéreo: debían formarse más pilotos, producirse más aviones e inventar nuevos cazas que fueran mejores que los del enemigo. Cada uno de estos tres puntos serán vistos durante el segundo y tercer libro en los ojos de nuestro personaje a medida que llegaban los nuevos aviones junto a camadas de pilotos novatos cada vez menos entrenados que la anterior.

Al final de la guerra cuando un alemán despegaba siempre encontraba aviones aliados y por el contrario, para los aliados cada vez era más difícil pelear contra aviones alemanes debido a que eran menos. Algunos pilotos de escolta norteamericanos recuerdan no haber visto aviones alemanes salvo en excepciones contadas, lo que explica la baja tasa de derribos por piloto aliado, especialmente al final.

Quiero que sepa el lector que todo lo expresado podrá entenderse desde el punto de vista de un piloto, relatado de la misma manera que lo transmitieron los cientos de veteranos alemanes que dejaron sus testimonios de diversas formas. Para quienes desean conocer de primera mano sus experiencias recomiendo mucho a algunos pilotos como el famoso Heinz Knoke, el desconocido Norbert Hanning, el piloto nocturno Wilhelm Johnen o los excelentes libros de Johannes Steinhoff, quienes tienen los relatos más nutridos. Sin ellos hubiera sido imposible intentar crear este inmenso reflejo de sus vidas, que no deja de ser un atrevimiento de la imaginación de un aficionado escritor de cuarentena.

Este libro a pesar de tener su base histórica no deja de ser un relato ficcional. Buscaba escribir el libro que yo deseaba leer, con todo lo que quería saber y más de ser posible. Los hechos a pesar de ser basados en la realidad no deben ser considerados verídicos. Espero que cada persona que se meta en estas páginas pueda llevarse las mismas sensaciones que tuve al escribirlo y sobre todo al leerlo terminado.

Como último deseo quiero que el lector tome un pequeño desafío personal, encontrar a los argentinos escondidos en esta historia. Sus nombres no serán mencionados, pero espero que sirva para despertar el interés por cada una de las historias de estos verdaderos y reales héroes que vivieron en los mismos lugares, tanto en la historia como quizá en el mismo barrio donde el lector está en este momento. Si puede unir los cabos correctos logrará encontrarse con experiencias únicas y asombrosas, las verdaderas inspiradoras de estas líneas que desean que su recuerdo jamás sea olvidado junto a su sacrificio.

Capítulo 1

El desencuentro

El silencio dominó la estrecha cabina, el motor zumbaba incesante al mismo tiempo que mi respiración dentro de la máscara era todo lo que podía escuchar. Sentía los hilos de sudor que brotaban por fuera de mi casco mientras giraba el cuello desesperado, solo pensaba en encontrarlo, no podía verlo por ninguna parte. Detrás del vidrio blindado y la hélice, estaba la extensión infértil del amarillento desierto hasta donde se convertía en el celeste púrpura.

El infinito se interrumpió de golpe, apareció frente a mi nariz dejando un fino hilo de humo blanco que salía de sus agujeros en el fuselaje. Las alas en punta dejaban trazos de vapor mientras iba hacia arriba, noté que estábamos a escasos metros de chocar, sentí mi corazón detenerse y solo pude empujar ambas manos con fuerza para evitar el inevitable golpe mientras cerraba los ojos presa del pánico.

Al instante mi cuerpo húmedo y frío se aplastó cuando empujé la palanca de mando hacia mi estómago con mi mano derecha, al mismo tiempo el motor era llevado a su máxima potencia por la otra mano que sostenía el control de velocidad. El asiento blindado moldeó mi espalda, aplastada por las fuerzas de gravedad en la subida, miré de reojo el Spitfire intentando escapar hacia la izquierda. No había tiempo para nivelar y perseguirlo, mi avión siguió el giró hacia atrás con rapidez, el horizonte desapareció y regresó invertido, quedando mi cabeza hacia el suelo. Mis correas me apretaron con firmeza, como un búho fijé mi vista en el caza enemigo que seguía girando y el peso de la gravedad que me aplastaba cambió para estrujarme contra las ataduras del asiento ni bien inicié el descenso.

Un golpe con la palanca de mando hacia la derecha y las alas giraron hasta que la tierra rotó detrás del vidrio blindado. Otra vez con los pies hacia la tierra, mis ojos solo veían el caza pintado con franjas color chocolate y amarillo caqui que intentaba escapar a más de 500 kilómetros por hora. Sin más quité el seguro con mi dedo, el círculo naranja reflejado en mi retícula de cristal se acercaba a la figura que intentaba escapar. Todas mis extremidades peleaban, empujaban y traían para hacer que la mole de dos toneladas se moviera hacia donde quería.

Solté el acelerador de mi mano derecha y pasé el selector de fuego a solo ametralladoras, mi mano izquierda seguía pegada a mis piernas intentando acercarme todavía más. De un momento a otro el caza británico quedó envuelto en el círculo reflejado en el cristal, ya sentía mis pulmones que pedían oxígeno y el pulso de mis venas en las sienes, tras segundos eternos la figura quedó tapada detrás de mi tablero.

Apreté el disparador. Solo escuché el tatata metálico que hacía vibrar mi asiento, las ametralladoras delante de mi cara dejaban hilos blancos que desaparecían debajo del motor tras cada disparo y dos segundos pasaron cuando solté el botón quedando otra vez en silencio. Otro golpe de palanca hacia la derecha, mi caza giró haciendo aparecer el desierto egipcio en mi costado. Tras moverse el ala salió el Spitfire que había interrumpido el giro dejando ahora una cortina de humo más gruesa. La figura era tan clara que veía las dos escarapelas azul y rojo, la pequeña cabina circular y los tubos de ambos cañones con los restos negros de sus disparos. Otra vez el super compresor empezó a rugir y enseguida estaba de nuevo en su cola.

El selector que indicaba ametralladoras quedó hacia arriba, marcando también el cañón principal. La figura delgada y fina volaba paralela al horizonte vacío como una locomotora a toda velocidad, otra vez apreté el disparador con el dedo pulgar y mi caza se sacudió mientras desprendía hilos blancos que volaban en dirección a la masa de metal, encerrada en el círculo naranja. Uno tras otro se sucedían los disparos, algunos finos y otros más gruesos rozando el Spitfire herido. De repente un impacto estalló en su ala derecha, al instante brotó el humo negro y pedazos retorcidos de metal cayeron al vacío mientras una serpiente de explosiones se dibujaba con los disparos que pasaban al caza y terminaban en el desierto estallando en una fila. Otro impacto más en el ala izquierda, podía oler la pólvora quemada en mi cabina, estaba tan tenso que solo podía intentar acercar los hilos de humo viajantes al centro de la figura cuando otro impacto hizo estallar su cola desprendiendo una llamarada seguida de un penacho negro de humo más grueso.

Igual que un cazador cuando sabe que acertó su disparo sentí mi cuerpo detenerse, mis cañones callaron, mis hombros se relajaron y los pedazos cayendo a tierra desaparecieron. Solo me quedé viendo a través del cristal cuadrado al avión herido que curvaba su viaje directo al suelo.

De costado observé al caza británico abriendo su tren de aterrizaje, escuchaba el motor de mi avión mientras lo observaba en su carrera hacia abajo. Como si saliera de un hipnotismo noté el ruido excesivo de mi motor, absorto en el caza que tenía adelante no me di cuenta que el indicador marcaba al rojo la temperatura, algo normal en el nuevo modelo que volaba. Tras reducir la potencia sin éxito supe que también debía aterrizar si no quería sentir el ruido de mi motor ahogándose en el aire, estábamos detrás de líneas británicas así que no había mucho tiempo.

En el aterrizaje todo mi asiento se sacudió durante los segundos que duro el carreteo hasta detenerse de repente. Después de girar en un amplio círculo para esperar que bajara el tren de aterrizaje carretié hasta quedar detenido a unos cientos de metros de la fogata en que se había convertido mi contrincante. Abrí la carlinga sobre mi cabeza, el viento caliente me invadió cuando la estructura de vidrio cayó de golpe hacia el costado, podía escuchar el motor y el refrigerante. La hélice continuaba girando, si detenía el motor nada me garantizaba que volviera a encenderse. El olor de los gases que desprendía era empujado por la hélice dejando una brisa mentirosa, ocultaba el verdadero fuego que se sentía bajo el sol directo del desierto africano.

Parado en el ala izquierda miré el avión que había aterrizado de panza mientras que su piloto estaba a unos metros observándome. Al saltar del ala mis sandalias quedaron cubiertas de polvo, el calor abrazador era tan fuerte que me quité la campera de inmediato y tras dejarla sobre el metal frío escuché el ruido metálico de mi Cruz de Hierro al golpear la chapa.

El lugar estaba ausente de todo, el horizonte era una superficie lisa y enorme divida por el comienzo del cielo celeste. Era tan amplio como un mar de tierra color claro, interrumpido solo por otras tres fogatas lejanas y la silueta del Spitfire con su cabina en llamas además del piloto que me apuntaba con su revolver.

El sonido del fuego y el motor enfriándose no pudieron tapar el clic del martillo siendo colocado en posición para disparar. Se había acercado en mi descenso, el pelo rojizo le caía en el rostro pecoso mientras me apuntaba con el brazo extendido. Ambos vestíamos pantalones cortos de color arena, estábamos tan cerca que podía leer en el hombro de su camisa de igual color, una franja de tela que decía “Canada”. Mirándome en silencio sus fosas nasales se hinchaban mientras respiraba, el ceño fruncido dejaba ver que estaba más que molesto, temí por un momento que tomara la decisión incorrecta mientras miraba el paracaídas tirado unos metros atrás. Solo nos miramos, el enojo comenzó a convertirse en una expresión seria, levantó la vista al mismo tiempo que dejaba de tensionar el brazo hasta relajarse y devolvió el arma otra vez a la funda de su cinturón.

Me miró con indiferencia antes de voltearse, su espalda marcada por el sudor quedó entre él y el caza. La cabina y el motor desprendían llamaradas, detrás del asiento estaban dos letras grandes pintadas de blanco, “AN”. Sabía que indicaban su escuadrón, pero la que faltaba había desaparecido por un gran impacto de mi cañón de 20mm. El fuego se extendió rápido mientras lo mirábamos, todo el aparato cobro fuego en segundos quemando su pintura al mismo tiempo que se veía la estructura metálica de entre el humo que salía a borbotones.

El muchacho no debía tener más de veinte años, se notaba que estaba mejor alimentado, podía ver sus labios carnosos, la piel limpia y no se le notaban tanto las venas como en mis brazos. Yo podía relamer las grietas de mis labios resecos, sentir mi ropa rasposa debido a la sal del mar con la que debíamos lavarla y no tenía tanto músculo como aquel muchacho.

Al notar su mano muy lastimada busqué el paquete de vendas que tenía en un bolsillo de mi campera. El muchacho volvía a llevar su mano al arma igual que un vaquero, listo para desenfundar hasta que saqué el paquete y se lo di. Agradeció en un inglés extraño mientras miraba el bollo de tela envuelto y atado con hilo, con cuidado lo desenvolvió para empezar a vendarse la mano lastimada. En segundos toda la herida terminó oculta detrás de la gasa blanca.

Sacó un paquete de cigarrillos que me extendió pero negué con la cabeza, de repente un estallido seguido de varios más nos hizo saber que el fuego había llegado a las armas de las alas, nos alejamos de los fuegos artificiales y el muchacho miró la hélice de mi caza que seguía dando vueltas.

—¿“Friederich”? –preguntó imitando acento alemán.

—Nein… –dije moviendo la cabeza–“Gustav”…

Estaba sorprendido, no sabía que usaban nuestra propia terminología para referirse a la versión de nuestros Bf 109. El hombre caminó frente a la hélice por un momento, miré sus zapatos marrones y las medias altas hasta la rodilla mientras iba rodeando la hélice que giraba como un ente aparte. Cuando llegó al otro lado se detuvo y miró en el horizonte los restos de los otros tres aviones que habían quedado en llamas.

—Sorry –dije en un pésimo inglés.

—Me too, Hans…

Aquello me dio risa. Todos los británicos que había conocido me llamaban Hans.

Uno de esos humeantes restos era el avión de un novato, Vincent Koggel. Media hora antes era un muchacho normal, con apenas una docena de vuelos sobre la línea del frente, detenida en El Alamein desde hacía casi dos meses. Aún no había sido víctima de ninguna enfermedad local, había llegado con el resto de los novatos y estaba ansioso por pintar una marca más en el timón de su cola.

El canadiense continuó caminando y llegó al timón de mi avión. Con el dedo comenzó a contar en silencio, suspiró sorprendido luego de ver las quince barras blancas que indicaban los aviones que tenía en mi cuenta hasta el momento. Miró su avión y señaló el penacho de humo más grande de todos, resignado levantó dos dedos en señal de que ahora debía agregar los que me faltaban.

Koggel había derribado a su compañero, yo terminé por derribar el bombardero Boston que estaba escapando cuando pasó por nuestras líneas en vuelo bajo. La Flak lo había alcanzado y deduje que había pedido apoyo porque los dos cazas que llegaron aparecieron en cuestión de segundos tras pasar la línea de trincheras y alambre de púa que se extendía en los dos lados del desierto.

El colorado piloto terminó de dar vuelta a mi avión, respiró resignado cuando miró otra vez al caza en llamas. Yo había vuelto a la cabina para acelerar el motor del avión y evitar que se detuviera, la aguja marcaba otra vez la temperatura normal. Salí de la cabina, esta vez tenía en mis manos una cámara de fotos, le dije al hombre que me disculpara en el mal inglés y al ver que iba a fotografiar el Spitfire se pusó frente al avión para también aparecer en la foto. Reí durante un momento. Por lo que dijo supe que me preguntaba, para qué la sacaba e intenté decir “evidencia” en inglés. De su gorro se quitó las antiparras, las sacudió sobre el salvavidas inflable amarillo y me las regaló.

Dos hombres que momentos antes estaban intentando matarse ahora se intercambiaban recuerdos del encuentro casi mortífero. Si cualquier sargento me hubiera visto podría haberme seguido un paredón de fusilamiento. Podía sentir todavía la tensión, los músculos temblando en mis manos y el corazón acelerado que comenzaba a calmarse.

Sabiendo que era momento de marcharme busqué mi campera y le hice señas que subiera conmigo ya que era mejor ser prisionero que morir de sed, pero negó con la cabeza. Simuló un volante, supuse que querría caminar hacia la ruta que habíamos pasado durante el combate y con mi mano hice una brújula imaginaria para que entendiera hacia donde estaba el norte. Por último, abrí el compartimiento detrás de mi nuca, tomé de mi equipo de supervivencia una cantimplora y se la arrojé.

En silencio agradeció antes de beber un poco. Me metí otra vez en la estrecha cabina antes de sentir cómo el ruido del ambiente se apagaba al cerrar otra vez el cristal blindado. El canadiense me miró a través del cristal y saludó con su mano mientras empujaba el acelerador sintiendo el tren de aterrizaje chocando con rocas y piedras, la velocidad aumentó de manera violenta cuando el motor estuvo a plena potencia hasta que la vibración se detuvo dejando lugar al vacío propio del desierto y la cabina. Volé en un círculo sobre la posición del muchacho mientras anotaba en el mapa de mi pierna donde habían sido los derribos y moviendo las alas en saludo me despedí del muchacho.

“Caza Messerschmitt BF 109 versión “Gustav” perteneciente al 1er gruppen del JG 27 estacionado mientras su piloto almuerza”

“Cazas Spitfire de la RCAF pertenecientes al 417 Squadron volando sobre Túnez”

Capítulo 2

Mi infancia y un deseo

Mi padre se había criado durante su juventud en Alemania y al igual que él, mi madre guardaba un gran hermetismo sobre su familia, limitada a la existencia de algunos abuelos y tíos que jamás conocí.

Yo había sido criado en valores católicos conjugados con todo el amor que una madre y un padre pueden dar. La crianza estaba acompañada de los servicios que en aquellos años podían encontrarse en Buenos Aires, mi ciudad natal, y sus grupos de la iglesia. Éramos pacifistas, después de los horrores de la Gran Guerra mi familia estaba decidida a alejarme de todo lo militar. Mi madre obstinada y amorosa buscaba separarme de cualquier cosa que se acercara a la sola idea de servir bajo bandera, pero mi niñez fue igual que cualquier otra.

Mi padre había venido de Alemania en el 1907 para trabajar en una empresa encargada de tender servicios de comunicación. Era alto y tenía pelo oscuro, peinado siempre hacia atrás de manera perfecta dejando el rostro anguloso con una barbilla marcada, sus fotos daban siempre el aspecto porteño de la época y completaban su figura los bigotes finos mientras vestía el saco oscuro a rayas. Soltero y con un buen pasar encontró fin a sus aventuras cuando se casó con mi madre, una mujer hermosa de rulos castaños y boca pequeña que escondían una gran energía. Yo nací un 27 de septiembre de 1915 cuando llevaban cinco años casados, decidieron llamarme Johannes Büchersen.

Estallado el conflicto mundial mi padre debió pensar repetidas veces si respondería o no al llamado de la patria. Sabía que dejar el hogar para partir al frente era algo que podría causar la perdida de lo que con duro esfuerzo se había conseguido y sobre todo, la única fuente de ingresos. Por parte de mi madre la posibilidad de cualquier ayuda familiar estaba descartada por lo que las necesidades del hogar superaron las que imponía el corazón. En aquellos años la poca información que llegaba de la familia no servía más que para aumentar las preocupaciones y acentuar la decisión de mi padre. Antes de romperse el vínculo con Alemania solo tuvimos amargas noticias, el sobrino de mi padre había muerto con la flota del Almirante Spee en las Malvinas y mis tíos estaban en algún lugar perdido de Flandes combatiendo a los ingleses.

Con el tiempo terminó la guerra y con ella llegué a mis primeros años de vida. Los siguientes fueron tiempos que recuerdo con total alegría. A la educación católica que era rara entre inmigrantes alemanes mis padres decidieron enviarme a un colegio donde también se hablaba en italiano. La mañana se encontraba dominada por el español en los pupitres del colegio, tenía algunas clases de italiano que me servían en casa y el alemán en las tareas domésticas cuando regresaba con mi padre. Un verdadero dolor de cabeza pero que nunca imaginé a donde me llevaría años después.

Conseguir libros no era algo difícil, a temprana edad leer se convirtió en una obsesión que nunca me dejaría. Entre mis problemas para expresarme correctamente y mi timidez excesiva, los pocos amigos que tuve no se encontraban en las casas vecinas sino entre líneas y páginas. A mis primeras lecturas siguieron aflorando más y más hojas con los que descubría mundos que después recreaba en los juegos. Las tardes del verano ocioso se mezclaban con luchas de seres mitológicos y fugaces salidas al campo que mi padre realizaba con algunos compañeros de la empresa y sus hijos. La biblioteca de la escuela se convirtió en mi refugio, un antro del saber donde conseguir una aventura, no solo sería un mundo de fantasía lo que traería, daría apertura al futuro.

Cuando era chico pensaba que mi única amiga era la bibliotecaria, en escuela de varones ver una musa menor a cuarenta años revestía grandes dificultades. La señora Inés, de ojos saltones y aspecto de búho se escondía detrás de los lentes redondos mientras seleccionaba libros que desafiaran mis gustos. Yo ya tenía quince años, había llegado uno de los últimos días del año escolar donde no debíamos preocuparnos por los exámenes pasados y la amable señora nos dejaba estar en la biblioteca sin mucho problema. Ese día había encontrado un libro diferente, a pesar de saber que estaba terminando el año y todos los libros debían ser devueltos escuché en el recreo la voz de la señora que me llamaba.

Me acerqué al largo escritorio y alcé mis ojos hacia ella esperando algún suave reproche por libros atrasados. Sabiendo que mi apellido no era muy criollo inquirió por mis padres y su origen, ante una obvia respuesta preguntó si sabía alemán y con una sonrisa más que grande respondí que sabía tanto leer como escribir en el idioma de los teutones.

Una pequeña mueca de satisfacción fue dibujándose en su rostro antes de extender el brazo hacia una repisa. Entre la polvareda que cubría los volúmenes y registros había encontrado un libro con un rojo casi desteñido. Me expresó sus disculpas por no saber de qué se trataba, pero estaba segura que yo era el único al que le interesaría el libro y con alegría supe que podía quedármelo en las vacaciones. Contento por sus palabras extendí el brazo para tomarlo, al tenerlo en mis manos me dispuse a averiguar que podía esperar del desvencijado libro cuando la campana clamó por el regreso a clase.

Saludando a mi benefactora me dispuse a cerrar con cuidado la puerta mientras salía corriendo para evitar la reprimenda. Ese día tras el colegio pensaba que cara ponerles a mis padres por la nota debido a las continuas llegadas tardes. El libro había quedado en el fondo de mi bolso y sabiendo lo que me había provocado tal regalo no tenía demasiadas ganas de leerlo.

Para mi pesar y el de mis amigos, los 16 años decretaban la hora de dejar los juegos para empezar a pensar en la vida de un adulto. Mi padre estaba seguro de que era el momento para que aportara algo a la casa y comencé a ir junto a él durante los primeros días de verano a las oficinas de su nuevo trabajo. Me sentía algo raro, no nervioso, pero sí con intriga de conocer ese famoso mundo del que se hablaba en la cena. Conociendo mi desorganización, mi padre me regaló una pequeña libreta donde escribir mis tareas, me advirtió que sería de gran utilidad y así comencé a engendrar el hábito de preparar el día siguiente antes de caer rendido en la cama los próximos años.

Sabiendo que era una necesidad encontrar qué hacer con mi adultez, no pude evitar pensar que sería una buena oportunidad para buscar una profesión. Hasta el momento no tenía en claro que quería, pero era bueno saber que tendría algo de dinero por mi cuenta. Siempre había escuchado todo lo que mi padre hacía y como disfrutaba su trabajo. La empresa en la que trabajaba había sido tomada por los empleados cuando terminó la guerra, todos hablaban alemán y ésta se había disuelto ya que nadie en Europa había pagado las cuentas por los servicios de comunicación que fabricaron para el ejército alemán.

Mis sensaciones no fueron compartidas cuando mi padre comenzó a incentivar que buscara estudiar ingeniería o medicina. Todavía dudaba que rumbo elegir por lo que asignado a tareas de cadetería pasaba gran parte de mi tiempo llevando planos de un lugar a otro en una bicicleta vieja. Con el tiempo los días comenzaron a ser más rutinarios, las semanas se volvieron meses, y los meses en años paseando por las calles adoquinadas de Buenos Aires desde el centro porteño hasta los diferentes Ministerios.

Entre los estudios y el trabajo de mensajero volador, llegaba rendido a casa por lo cual viejas costumbres como los amigos, las largas tardes jugando y las lecturas nocturnas fueron quedando olvidadas. Jamás había tenido tan poco tiempo y eso lo reflejaba el cansancio que tenía, las charlas en el colegio para mí eran ruidos ausentes, quedaban vacantes mis comentarios en las conversaciones ya que solía dormirme apenas apoyaba la cabeza en el banco. Esto se debía a que comenzaba a tener dinero, salía con las hermanas de mis amigos y noviaba de un lado a otro.

El último año de escuela había llegado. Sabiendo que a partir de aquel momento mi resignación a trabajar con mi padre era total, estaba ofuscado pensando cómo escalar la pequeña pirámide jerárquica para alejarme de la bicicleta.

Siempre había sido un entusiasta del ejercicio aunque ya no quería saber nada de pedalear. Yo quería las barras, el potro y las anillas, practicaba en el Club Italiano y disfrutaba los sábados en el gimnasio siempre que podía. Los domingos, en cambio, prefería ir al cine o salir con amigos al rosedal a buscar grupos de chicas. Vivía la vida y disfrutaba todo lo que se podía.

Ese pensamiento duró hasta finales de junio de 1934. Aquel era un día helado. Uno de aquellos días en los que el frío penetraba por todos los orificios de la ropa. Iba abrigado hasta la nariz, con guantes y medias gruesas en los zapatos mientras llevaba dos pañuelos por el resfrío. Aquella sensación recorría desde mis manos hasta los pies y como tantas otras jornadas regresaba de dejar unos papeles en el banco mientras variaba el trayecto de vuelta a la oficina para no aburrirme mientras intentaba salir del abarrotado centro porteño.

Concentrado en matar el hambre decidí detenerme y comprar algo para almorzar. La calle estaba llena de gente, hombres vestidos con abrigos gruesos y sombreros caminaban con portafolios en una mano. Las mujeres iban en grupos de tres o cuatro, caminaban en tacos dejando ver sus tobillos congelados bajo las medias de seda y se detenían para mirar las vidrieras. Entre medio de esa gente me puse a hacer fila en un puestito de sanguches de chorizo cercano al Congreso. Muy de a poco fui notando como la gente de las calles se iba alejando apurada en dirección hacia el Congreso. No le di importancia, pagué y de repente noté que todo el mundo miraba en dirección opuesta.

Sin pensarlo giré en dirección a donde todos observaban y quedé sorprendido, una mole avanzaba surcando los cielos, era una inmensa forma ovalada en color metal que flotaba en el aire. Parecía un estuche de anteojos, o un inmenso cigarro plateado que volaba. No podía creerlo, un escalofrío me recorría al mismo tiempo que abrazaba mi ignorancia. Me giré y consulté al puestero que era lo que se movía entre los tejados y sin dejar de mirar el globo gigante respondió:

—¡El Graff Zeppelin! ¿Dónde vive, usted? –dijo y otro hombre a su lado acotó que había llegado desde Alemania.

Sin dejar de mirar al globo metálico metí el sanguche de chorizo en mi bolsillo y salí disparado a montar mis dos ruedas hacia él. Entre los asombrados peatones fui buscando estar lo más cerca posible del dirigible, muchos autos se detenían para observarlo, los Chevrolet y los Ford habían colapsado la calle frenando donde sea para poder observarlo mejor. Sentía que la distancia se hacía más y más larga mientras pedaleaba entre los choferes de taxi que se bajaban de improvisto en un intento de asesinato improvisado.

Al llegar a la plaza era imposible continuar, cientos de autos se habían agolpado tratando de seguirlo. Las calles eran un mar de sombreros y sacos tratando de seguir la pista del gigante. Ya cansado por la pedaleada y hecho una sopa de sudor fui observando el Zeppelin acercarse y comenzar a girar para continuar hacia el norte. La gente hablaba de Campo de Mayo, comprendí que debía dirigirse hacia allí para pasar la noche.

Cuando quise moverme estaba atrapado en el mar de gente. Seguir el paso del dirigible era difícil y este comenzó a desaparecer detrás de los techos del centro. La gente se había subido a cualquier cosa, en los faroles, las estatuas e incluso los puestos de revistas. Al desaparecer la bestia la muchedumbre se fue a dispersando, comenzaron a bajarse y recordé que quien debía comenzar a cambiar de lugar era yo si quería llegar con mi padre antes que me sacaran de la oficina.

Apenas pude abrirme camino, apreté los pedales esquivando a los asombrados transeúntes. Seguía fascinado con aquel dirigible, recordaba como ese globo se movía sin interrupciones entre los edificios y las calles. Solo podía pensar en eso, en volar sobre los cielos y despegarme de la tierra pensando en cómo debía sentirse volar en aquel enorme aparato.

En casa dejé la bicicleta, entrando con cuidado no pude evitar a mi padre que estaba sentado en la mesa esperando mi aparición por el marco de la puerta. No era difícil verlo disgustado, cara seria y dos dedos apoyados en su barbilla afeitada.

Antes que dijera algo conté lo que había ocurrido. Esa vez tenía la excusa perfecta y sentándome junto a él relaté lo que había sucedido con todos los detalles. Creo que él podía ver en mis ojos al gigante que ese día había volado por la ciudad. Con una sonrisa noté que había entendido mi excitación y por cómo le describía con palabras lo que mi ser no alcanzaba a explicar supo lo que había pasado y me interrumpió para que pudiera respirar. Mi madre me escuchaba fascinada, intrigada por el suceso y preguntando muy interesada charlamos hasta poner la mesa para la cena. Al terminar de comer mi padre, se encaminó a su pieza y yo fui directo a mi cuarto a pensar aún más en el gigante. No pude dejar de hablar de eso durante todo el día siguiente.

Quise saber más sobre el zeppelin, siempre necesitaba conocer un poco más de todo y busqué en mi biblioteca los pocos libros que tenía sobre la Gran Guerra hasta que encontré un libro tapado de polvo. Por la tierra en su lomo parecía más maltratado de lo que estaba. Tomé un trapo y fui sacando la mugre hasta que recordé que era aquel libro que sin muchas ganas había dejado para leer en algún momento de aburrimiento hacía unos años. Me dispuse a leer su título, en doradas letras dejaba traslucir “Jagdstaffel 11” lo que me resultó extraño.

Mi desconocimiento sobre la guerra del 14 era mucha, pero algunos nombres famosos como el del conde Richthoffen no eran desconocidos para mí. Comencé la fugaz lectura con entusiasmo, encontraba en él diversas ilustraciones que daban mayor aliento a mi imaginación y con la experiencia vivida durante el día estaba entusiasmado leyendo aquellas páginas. Aquel mugriento libro hablaba sobre las hazañas del mismo escuadrón que hacía más de dos décadas había surcado los cielos obteniendo los mayores derribos de la guerra.

Al leerlas se volvían un disfrute absoluto. Estaba boca abierta con cada novedad cosa que aprendía sobre la guerra aérea, fue como dar rienda suelta a una incipiente pasión que comenzó a despertarse en aquella noche. Con gran asombro veía observaba en algunas páginas dirigibles en combates contra pequeños aviones, no podía creer lo que tenía en mis manos.

El pasar de los días había hecho que la febril experiencia se convirtiera también en una obsesión entre mis compañeros. Como todos supieron de la noticia, las charlas sobre hazañas de la época en materia de aviación mantuvieron nuestras bocas ocupadas muy pronto. Para mí, el mundo militar era completamente nuevo.

A la semana ya estábamos en julio y mis amigos me dijeron que irían al desfile por el día de la Independencia sobre la Avenida del Liberador. Nunca había visto uno y creo que jamás tuve tanta suerte de como ver aquello. Recuerdo estar emocionado entre la gente desde temprano, agolpada a todo lo largo de la gran avenida. Habíamos ido en grupo y estábamos parados cerca del palco cuando vimos llegar al presidente Justo en el carruaje presidencial, acompañado por la escolta de Granaderos a Caballo.

Estábamos tan cerca que podía ver los lentes del general brillando mientras le pedía permiso el comandante general del Ejército para empezar el desfile. En pocos minutos cientos de cadetes pasaron frente a nosotros. Escuela Naval, Colegio Militar y Escuela de Aviación iban desfilando con sus fusiles al hombro cortando el aire con las bayonetas en la punta. Tripulaciones de acorazados, cientos de caballos que hacían resonar sus herraduras en los adoquines, muchos camiones en perfecta formación y soldados con cascos parecidos a los de la Primera Guerra iban marchando con total prusianidad. A pesar de semejante espectáculo yo quería ver otra cosa. Los pasos de ganso iban continuamente por la calle bajo los aplausos frente al palco hasta que un sonido comenzó a encender nuestro entusiasmo.

Miré hacia el cielo maravillado, a lo lejos aparecieron formaciones de biplanos sobre la avenida, pequeños puntos en la distancia fueron volando a baja altura hasta rugir sobre los cientos de sombreros que observaban y vitoreaban. Diferentes modelos que desconocía por completo volaban tan bajo que podía ver los timones pintados de celeste y blanco, algunos monoplazas de ala alta les siguieron, pero un rugido estridente comenzó a aumentar ni bien aparecieron los grandes bombarderos sobre nuestras cabezas.

Después de aquel día quedé encandilado por la idea de volar y ser piloto. Pensaba en aviones, soñaba con aviones y hablaba de aviones. No paré de buscar todo lo que estaba a mi alcance sobre ese mundo tan fascinante. Aprendí mucho en poco tiempo y quedé muy sorprendido cuando encontré que muchos argentinos habían peleado en la Gran Guerra e incluso supe décadas después que eran vecinos de mi barrio en Belgrano.

Esta nueva pasión no pasó desapercibida para mi familia y comenzó a darse una cierta preocupación sobre que iba a estudiar al año siguiente cuando terminara el bachiller.

Una noche, sabiendo mi padre las pocas ganas que yo tenía de seguir sus pasos puso fin a los vaivenes:

—Esto lleva mucho tiempo y todavía no eres capaz de decir que vas hacer de tu vida –me dijo en alemán mientras mi madre levantaba los platos para evitarme cualquier motivo de fuga.

—No encuentro algo que me guste dentro de lo que usted quiere padre –dije dejando una pausa para verle la cara y esperar alguna respuesta.

—¿Entonces? –Amenazó de forma sutil levantando el ceño.

—Quiero ser piloto –De inmediato mi madre se quedó quieta y mi padre en silencio terminó de tomar el fondo del vaso –Es lo que me gusta y lo que realmente me apasiona...

—Escuchame mocoso –dijo en un cambio de voz radical para que también lo escuchara mi madre– Vos jamás volaste en tu vida ¿Cómo vas a poder vivir de eso? Y te recuerdo que gracias a Dios todo lo que ves en los libros y diarios son cosa del pasado, no hace falta que te diga lo que pensamos de la milicia…

—Voy a volar, de una forma u otra lo voy a hacer –me limité a responderle.

Decreté mi destino y me quedé esperando algún comentario más. Éste felizmente no llegó y levantándose de la mesa mi padre dejó de hablar sobre el tema durante un tiempo.

La idea del estudio de las ciencias exactas me disgustaba por completo, me imaginaba como un rutinario empleado que vivía para realizar cálculos mientras los días me pasaban lentamente con cada boleto que troquelaba al entrar en el subte. Tiempo más tarde el tema volvió varias veces y yo jamás cambié mi postura. Con el correr de las semanas, comenzaba a menguar la cruzada de mi padre a medida que el destino tejía sus telas sin que lo supiera.

“Graff Zeppelin sobrevolando la ciudad de Buenos Aires el 30 de junio de 1934”

Capítulo 3

Juventud y primeros pasos hacia el cielo

El año 1934 había terminado y con él mi escolaridad, dejando como recuerdo las aventuras en la biblioteca y las amistades que muy al final se habían formado. Cada uno tomó un camino distinto. Seguía muy de cerca los avances en materia de aviación durante los descansos del trabajo, aprovechaba para ir y leer en un café ubicado frente a las oficinas mientras sus dueños gritaban con un fuerte acento español que acababa mi descanso ya que varias veces había pasado la hora sin que lo notara.

En aquellos meses fui ascendido en un intento de mi padre por mantenerme ocupado. Entre descanso y descanso, un día a principios de febrero mi padre me hizo notar un anuncio particular que había llevado a la oficina. Intrigado miré la página en la que se encontraba un hidroavión anunciando la nueva Corporación Sudamericana de Servicios Aéreos. Aún más extrañado, me hizo notar que la posibilidad de una búsqueda laboral podría abrirse dentro de las recientes compañías aéreas que se fundaban, estábamos saliendo por fin de la crisis del 29 por lo que a partir de ese momento fui ojeando con mayor vivacidad los avisos del diario.

Sin darse cuenta mi padre había clavado en mí la idea de buscar una escuela de aviación desencadenando una notable actividad en mis horas libres para encontrarlas. Mis pequeños ahorros habían permitido que fuera independiente del bolsillo de mis padres durante buen tiempo, pude ir al teatro, visitar lugares y algún viaje ocasional con mis amigos.

Un día la búsqueda dio sus frutos y me puse en contacto con el aviso que indicaba escribir al Palomar, quienes se encontraban preparando un curso para estas nuevas compañías. Excitado y con grandes ilusiones llené cada papel que me enviaron, pronto fue el momento de esperar los resultados y para mi sorpresa leí que, debido al éxito de la convocatoria, se estaban preparando exámenes más reñidos que en otros cursos.

El día de partir llegó y me dirigí al Palomar contento, mis padres no estaban demasiado felices, pero al menos me apoyaban en la aventura. Había llegado a las cercanías del lugar el viernes por la mañana en tren, sinceramente no ostentaba demasiados lujos la zona. No fue difícil notar varios jóvenes caminando que seguramente buscaban la misma suerte que yo. Como mis escasos ahorros debían durar quién sabe cuánto tiempo, me alojé en el parador más económico y al preguntar me ofrecieron una habitación compartida la cual acepté sin mayores problemas.

Tomé lo poco que llevaba y me dispuse a entrar por el pasillo hacia la habitación, por la puerta noté las cuatro paredes que encerraban dos camas separadas por un escritorio y me alegró ver varios libros que allí descansaban. Al entrar encontré un saco de pana bastante arreglado, arriba de la cama junto a una bufanda de trama escocesa. Estando ocupada la primera cama tomé la vecina y detrás de mí apareció un joven pelirrojo bastante pecoso quién me extendió la mano sin decir muchas palabras. Luego del primer encuentro casi silencioso comencé a sacar mis libros de donde se desprendieron algunas hojas. Mi compañero, al ver mi desastre se agachó ayudando a recogerlas y empezamos a charlar sobre la obvia causa de nuestra llegada a la pequeña pensión.

Se llamaba Enrique MacKay y tenía los mismos gustos por la aviación que yo. Seguidas las presentaciones y charlando de cuánto pensábamos que duraría todo el proceso, el almuerzo comenzó a hacer su reclamo por lo que nos dirigimos hacia la recepción preguntando donde podríamos encontrar un lugar para comer.

Continuamos nuestro camino mientras íbamos dando mayores detalles de nuestras vidas, su familia había llegado al país hacía varias generaciones y su abuelo tenía una estancia en la Patagonia. Al estallar la guerra su padre había regresado para pelear y acabó en las filas del regimiento Argyll & Sutherland durante el resto de la guerra. Su madre, al igual que la mía, había tomado las riendas de su educación rompiendo la tradición anglicana y bautizándolo en el catolicismo.

Llegamos a un bar cerca de la estación de tren, pedimos un par de empanadas y las charlas prosiguieron derivando en los nervios que ambos teníamos para obtener el anhelado ingreso. Los dos concluimos en que la posibilidad de ingresar en la Escuela de Aviación sin un pariente cercano era casi prohibitiva, por lo que brindamos a la salud del cadetaje bien vinculado mientras tomábamos un vino para relajarnos.

Tras pagar la comida regresamos, estábamos cansados y el tiempo que quedaba lo dedicamos para revisar que todo estuviera listo antes de la presentación en el aeródromo. La citación estaba fechada para el viernes a las cuatro y por precaución, tres y media nos encontrábamos parados frente al edificio que funcionaba de escuela. Para muchos se notaba que era la primera experiencia fuera de casa, veíamos algunos que incluso estaban acompañados por sus padres.

Enrique se encontró con unos compañeros por lo que me abstuve de interrumpirle y seguí esperando detrás de donde estaban. La convocatoria no era escasa, parecía faltar espacio fuera del edificio donde se realizarían los exámenes y puntualmente las puertas se abrieron para que ingresáramos hacia donde era encaminada la muchedumbre.

La verdadera razón de la extensiva convocatoria no era solo la escuela de vuelo y las escasas plazas, sino la financiación del curso por parte del Estado, buscando así generar suficientes pilotos para las aerolíneas locales evitando continuar con la importación de pilotos que desconocían hasta el idioma.

El calor comenzó a acrecentarse dentro del pequeño lugar, se hizo sentir a medida que los aspirantes buscábamos un sitio ya de por sí apretado y ante nosotros se paró un oficial de la Fuerza Aérea con alas relucientes en su pecho. No fue difícil suponer que estaría a cargo de la incorporación, la cosa se tornó más seria de lo que ya era y comenzó por darnos una bienvenida corta. Desde aquel momento quedábamos dispuestos al proceso, cualquier error podía dejarnos fuera debido a la gran cantidad de candidatos y todos podíamos considerarnos descartables, muy simpático.

Nos informó de la existencia de 40 vacantes mientras que en el pequeño lugar no bajábamos de los 500 interesados. Nos dijeron que debíamos regresar al día siguiente para comenzar el proceso de evaluación, antes se debía entregar la documentación que acreditara nuestra identidad, la aptitud médica certificada por un doctor y algunas cosas más.

Se formaron largas filas frente a cada escritorio donde comenzarían a grabarse nuestros legajos y una a una fueron llenándose pilas de hojas con nuestros datos. Enrique estaba en la fila de al lado mirándome preocupado, se frotaba las manos y no paraba de mirar hacia adelante. Pregunté qué pasaba y me dijo que había perdido la certificación médica mientras estaba hablando con sus amigos, sus nervios no estaban carentes de fundamentos.

De un momento a otro me paré frente al escritorio desvencijado frente al suboficial que terminaba de separar los archivos usados para comenzar mi legajo:

—¿Nombre? –preguntó con evidentes signos de cansancio.

—Johannes Büchersen, señor –respondí tratando de poner voz seria.

—Su nombre cristiano… –objetó casi molesto mientras alzaba la vista– y le aviso que el señor está en el cielo, caballero.

—Juan Büchersen… –repliqué algo nervioso.

—¿Apellido?

—Büchersen… –respondí dejando que se apagara la palabra en mi boca.

Respirando hondo y evitando mirarme tomó una hoja y volvió a escribir de cero el legajo. “Qué hermosa forma de empezar tu carrera” pensaba para mis adentros viendo como el suboficial extendía su mano por los papeles que corroborarían mi identidad.

Después de una revisada rápida había quedado todo en regla y al parecer estaba listo. Agradecí al hombre mientras me retiraba buscando entre las cabezas al pelirrojo que tenía por compañero de cuarto y al verlo me dijo que lo había puesto dentro del pequeño maletín que llevaba.

Entre medio aprovechamos para acercar nuestras vistas hacia algunos aviones que estaban estacionados en las afueras del aeródromo a través de la larga distancia que nos separaba. Vimos algunos transportes Junkers 43 estacionados. Para muchos, esos 200 metros de distancia significaban lo más cerca que habían estado de un avión verdadero.

Luego de un largo rato de espera el jefe de incorporación nos llamó para comunicarnos que al día siguiente darían la lista de aquellos que cumplían con los requisitos de la primera etapa.

El caluroso primer día estaba terminado, nos encaminamos con Enrique hacia donde habíamos almorzado e hicimos un nuevo brindis por esta primera etapa que nos acercaba cada vez más hacia las alas tan deseadas. Terminada la cena regresamos al hospedaje donde mi compañero cayó rendido entre las sábanas luego de estudiar un poco más. Yo opté por continuar el desvelo leyendo y repasando los ejercicios necesarios para la mañana siguiente, no podía dormir de los nervios que tenía.

Para alcanzar los niveles requeridos por el curso se nos empezaría por evaluar nuestro desempeño académico. Matemáticas y trigonometría serían la primera fase mientras que física y química completarían el cuadro académico. Sabiendo que las cuatro no eran mi fuerte había hecho grandes esfuerzos para apuntalar mis conocimientos y llegar así al nivel buscado mediante clases particulares complementarias. Mi bachillerato especializado en humanísticas era poco comparable con los conocimientos de aquellos técnicos, pero la confianza que tenía era notable ya que no albergaba dudas que podría aproximarme a los resultados esperados.

Para aquellos suertudos que quedaran dentro del listado comenzaría la tercera etapa, en ésta se filtraba por los mejores promedios para buscar luego aquellos problemas que pudieran representar un impedimento físico para el correcto desempeño en los mandos de un avión. Visión de halcón sería lo mínimo para finalizar con éxito la etapa, mientras que la capacidad muscular debía ser perfecta, a tal efecto y teniendo en cuenta mi pequeña ventaja producto de los últimos dos años de un estado físico excelente y de pedalear por toda la ciudad de Buenos Aires, tenía una plena confianza en mi aptitud para esta prueba.

A la mañana siguiente fuimos despertados por el encargado de nuestra momentánea residencia. El desayuno estaba servido y nos vestimos con rapidez listos para engullir todo lo que se encontrara en nuestros platos. Bajando las escaleras habíamos encontrado bastante alboroto, varios aspirantes ya se habían adelantado a nosotros por lo que al sentarnos decidimos no demorar demasiado en tragar el café y los panes con manteca. Llena la panza apuramos el paso, nos pusimos nuestros sacos, y bolso en mano salimos hacia la base para poder tener un lugar.

Si no hubiera sido por los hangares que se veían detrás hubiera sido una postal escolar con alumnos bastante avanzados en años. Les puedo asegurar que los nervios en ese lugar eran suficientes para encenderse con una mínima chispa. Llegamos con todos los aspirantes al mismo sitio del día anterior, el oficial estaba parado mientras una pipa colgaba de su boca. Intrigados por las constantes vistas hacia los costados consultamos a otro chico y nos respondió que las listas y el orden de exámenes estaban en camino, aumentó al instante nuestra ansiedad.

De repente comenzaron a llegar unos soldados llenos de papeles y los superiores de la fila fueron entregados a nuestro expositor. Al ver su sonrisa nos imaginamos que todo estaba encaminado por lo que asumimos que no faltaría demasiado.

—Buen día caballeros –el silencio fue instantáneo– a continuación vamos a nombrar los grupos para los exámenes académicos. Se colocarán en 4 columnas y serán conducidos al lugar donde realizarán las evaluaciones. Les deseo lo mejor a todos.

Procedieron los suboficiales a llamar los listados, el grupo de Enrique fue el primero mientras veía con ansiedad que el segundo se formaba. Al fin me llamaron al tercero donde me encaminé y aguardé el comienzo de la procesión. En mi interior pensaba si existían sillas suficientes en la zona para tantos de nosotros, todo al mismo tiempo que me sentía culpable por no acordarme alguna que otra fórmula en ese momento.

Al finalizar el llamado observé que menos de diez personas habían quedado sin grupo y mientras tanteaba cuales podrían ser las razones de su exclusión la fila comenzó a avanzar ligeramente. Se me erizó la piel en el momento que pasé por las puertas, caminando en fila india fuimos atravesando un largo pasillo hasta acercarnos a lo que parecía ser un playón inundado de sillas escolares. Era claro que estaba todo bien preparado. Al llegar se nos ordenó ir tomando asiento mientras que el último en sentarse dio pie para iniciar las explicaciones.

Nos fuimos repartiendo los exámenes en un pasamanos interminable, al llegar a la última fila se dio el inicio de la primera prueba. Me había tocado el grupo que primero rendiría matemáticas, comencé a notar que los cálculos no distaban demasiado de lo aprendido durante mis escapadas del trabajo. Leyendo toda la hoja la dificultad claramente aumentaba con el avance de la numeración y terminada una lectura rápida de todo el examen comencé desde cero.

Sin darme cuenta finalizó cuando me faltaban dos ejercicios que había dejado para el final. El grupo revivió el anterior pasamanos en sentido inverso llevando hacia adelante el fruto de nuestros esfuerzos. Nos pusimos de pie nuevamente y fuimos encaminados al siguiente reto. Le siguió física que estuvo mucho más fácil, trigonometría fue algo más complicada hasta que por fin me había sacado de encima química.

La etapa académica podía considerarse acabada, para muchos el poner un pie para volar iba a darse por hecho. Al salir del último examen encontré a Enrique sentando, fumando con sus compañeros de antes y al verme me llamó para que me sumara. Estaba agotado, sentía un dolor en las sienes bastante fuerte y todos estábamos de acuerdo en que hacer dos exámenes de cuatro horas juntos había sido extenuante.

Me presentó a los muchachos con quienes había estado jugando al rugby hasta abandonar por una lesión en la pierna. Kenneth y Harold, también de familia británica, los cuatro llegamos a la conclusión que todos teníamos hambre.

Ya eran casi las seis de la tarde, estábamos más tranquilos, los correctos trajes que teníamos en el momento de rendir terminaron con las corbatas en nuestros bolsillos y las camisas arremangadas. Cuando ya eran las cuatro, debíamos estar cerca para las novedades y a paso rápido fuimos al lugar donde debíamos estar reunidos. Por afuera de la muchedumbre llegó el oficial con las manos vacías.

—Genial, no pasó nadie –dijo Harold mientras tratábamos de esconder las sonrisas.

—Señores –exclamó el oficial haciendo su hechizo otra vez– la próxima semana van a estar los resultados. Se les va a enviar a todos la correspondiente notificación por correo, aquellos afortunados deberán presentarse en el tiempo indicado si quieren comenzar el curso. En caso de ausencia se llamará al siguiente en orden de puntaje y deberán comenzar todo de cero en caso de no presentarse a tiempo. Gracias a todos y la mejor de las suertes.

Tratando de escapar de la multitud, el oficial fue sorprendido por varios aspirantes que quisieron interrogarlo. Por nuestra parte nos volvimos para sellar nuestra salida en el hospedaje y tomar cada uno su transporte a casa. La charla comenzó a ir y volver en torno a los resultados, en mayor o menor medida mis respuestas coincidían con las de mis compañeros por cuanto el regreso a casa fue mucho más tranquilo.

En la puerta del hospedaje saludamos a nuestros fugaces compañeros, debían volver a Santa Fe y se encontraban más apretados de tiempo que nosotros para llegar a Retiro. Juntamos nuestras pertenencias como quien termina unas largas vacaciones y toma el desorden propio para volcarlo en la valija regresando a la rutina. Contentos por la experiencia, ambos nos despedimos luego de intercambiar nuestras direcciones para escribirnos y decirnos los resultados, teníamos la esperanza puesta en ser compañeros de vuelo.

En el barrio sentía que regresaba triunfante de una expedición, casi pecando de soberbia a pesar de no tener ni los resultados o mucho menos el pase directo a sentarme en un avión. Mi madre se encontraba en la cocina cuando me escuchó entrar, me miró dejando las cosas que tenía en las manos y me abrazó como si me hubiera ido una eternidad. Me dijo que mi padre debía regresar pronto y me encaminé a mi cuarto a dejar las cosas. Sobre mi cama había una cajita de madera tallada en la tapa, claramente era un regalo, y la abrí encontrando una pequeña cruz de plata con una cadena. La guardé en la mesa de noche y coloqué la servilleta con la dirección de mi compañero de cuarto dentro de la caja.

Con las pocas cosas que había llevado afuera de la valija saqué el libro desteñido del “Jagstaffel 11” para releerlo nuevamente, un placer especial me recorría ese día mientras miraba los dibujos de los aviones en llamas. Como era habitual mi lectura fue interrumpida por los ruidos de la cocina, adivinando sin mucho error la llegada de mi padre. Al salir del cuarto vi que estaba mirándome con las manos en las caderas y una sonrisa se dibujaba en su bigotudo rostro. Me extendió la mano e inquirió si ya podía llamarme piloto a lo que respondí que faltaba bastante todavía. Ese día estaba feliz como nunca.