El infinito no cabe en un junco - Carlos Clavería Laguarda - E-Book

El infinito no cabe en un junco E-Book

Carlos Clavería Laguarda

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Beschreibung

¿Fundar una biblioteca exculpa al tirano de su tiranía? ¿Dotar la Biblioteca Nacional de España con un presupuesto paralizante exculpa de hipocresía al demócrata? Lo que se propone este panfleto es muy sencillo: reflexionar sobre si el hombre, además de ser el creador del libro como concepto y objeto, es también su principal causa de destrucción. Dicho de otra forma, el mundo que gira alrededor de los hombres que dicen amar los libros —contrariamente a cuanto se suele sostener— no es siempre el edén de la generosidad, de la virtud, del altruismo, de la liberalidad, del respeto al vencido o al texto, ni al lector o al autor disidentes.

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Seitenzahl: 82

Veröffentlichungsjahr: 2022

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cover

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

No hay creación humana

que no pueda ser lustrada y

deslustrada al mismo tiempo

 

ERASMO DE ROTTERDAM

al obispo de Augsburgo,

Brujas, 1528

 

I. El infinito despropósito humano y los libros

 

 

 

En el brillantísimo ejercicio literario que es El infinito en un junco, la primera historia que nos presenta Irene Vallejo es la de unos rastreadores incruentos, concienzudos y sabedores de la altísima misión cultural que les ha sido encomendada y que los ha llevado a recorrer tierras lejanas e ignotas en busca de «presas silenciosas, astutas, que no dejan rastro ni huella». Un rey generoso ha llenado de oro ganado con la guerra las bolsas de este pelotón de eruditos —es de suponer bien preparados en los asuntos de la lectura y la escritura— y lo ha mandado a recorrer Grecia con el objetivo de reunir «todas las obras de todos los autores desde el principio de los tiempos». El mandatario espera con «impaciencia y dolorosa sed de posesión» la vuelta de los emisarios. El pasaje es de una belleza conmovedora y de una precisión literaria envidiable, siempre que uno se deje llevar por las palabras, se preste a quedar rendido ante ellas y sumiso tras la lectura.

El libro de Vallejo tiene el enorme mérito de dejarse leer desde mil frentes y con infinidad de posibilidades para el disfrute y el aprendizaje. Como creación para el disfrute, provoca sensaciones que solo los grandes escritores son capaces de convocar en los lectores. Desde otro punto de vista, si un lector abre el libro no solo con la voluntad de encontrar deleite en él sino sabedor de que tiene entre las manos o ante los ojos un ensayo (por añadidura premiado como ensayo), es posible que la inquietud le anime a enfrentarse al aprendizaje con ojos, o manos, críticos e inconformistas tal y como es exigencia del género «ensayo». Desde este frente, el libro de Vallejo no es menos interesante, ante todo porque permite ser leído en clave muy diferente a como está escrito. Le debo al libro de Vallejo que me haya obligado a enfrentarme con ojos críticos, no sumisos o rendidos, a algunas de las cuestiones que trata. Así, en deuda, escribo este panfleto contra el infinito amor a los libros con la convicción de que el ser humano es el causante de gran parte de las enfermedades del libro y que merece gran castigo cuando lo maltrata. Si le doy la vuelta al enunciado, sé por experiencia que el libro es un agente patógeno de primera categoría. Entre las enfermedades que produce, la bibliofilia es de las más temibles. Uno de los principios activos de la bibliofilia es el fetichismo, que necesita del exhibicionismo como excipiente para llegar a donde quiera llegar el sedicente bibliófilo o enfermo de libros.

Pondré un ejemplo de lectura y de amor disidentes a partir de la primera historia que relata Vallejo, la del rey culto, generoso, altruista y ansioso de hacerse con todos los libros. Nadie duda que Ptolomeo I, fundador de la loable Biblioteca de Alejandría, fuera todo eso. Si leo la historia con aire contrario y la adscribo a otra manera de ver la cuestión, me animo a decir: se trata de un rey que gobierna un territorio conquistado tras una guerra invasiva y cruenta y en el que manda como tirano heredero del conquistador (Alejandro Magno); de un rey que quiere que todo el saber se condense en y traduzca a la lengua de la élite (griega) que gobierna un territorio de «campesinos egipcios analfabetos» que nada le importan; de un rey que ordena saquear los barcos que atracan en el puerto, confiscarles los libros y, en el mejor de los casos, copiarlos y quedarse con el original antes de devolver copias a los saqueados; de un rey que pide en préstamo unos libros y que, como le interesan sobremanera, prefiere quedárselos y perder la caución pagada con dineros hijos de la conquista; de un rey que se tomará tan a pecho la naturaleza peculiar de cuanto le han procurado sus secuaces que, de muchos de aquellos objetos que «no dejan rastro ni huella» no quedará, en efecto, rastro ni huella cuando los imponderables —algunos de ellos ponderables— los lleven a la destrucción; de un rey que tiene a sueldo al estudioso y al bibliotecario para que perpetúen su poder en forma de hagiografía o de maestro educador del heredero; de un rey que organiza una biblioteca llamada pública pero que la recluye entre los muros de su propio palacio; de un rey especial que creó una cosa singular y especial, tan especial que si se le han de conceder las glorias de lo creado se le han de achacar, en la medida de lo necesario, las miserias de lo destruido.

Dicen los editores modernos del texto de uno de los intelectuales —el conocido como Manetón— a sueldo de aquel rey mirífico, que el interés principal de la obra encargada y pagada por el faraón era el de conseguir «resultados [que] pueden considerarse totalmente propagandísticos» y homogeneizar e imponer la cultura de la élite griega sobre la población indígena, además de favorecer al «clero local» y atraerlo a su causa. Algunas fases de la historia enseñan lo reductivo que acaba por ser homogeneizar e imponer culturas sea en zonas invadidas sea en zonas en las que al mandamás conviene que solo haya una idea preponderante. Isidoro de Sevilla quizá sirva de apunte peculiar si leemos que llama a actitudes como la que crearon la Biblioteca de Alejandría, entre otras, simple deseo: «A ciudades y reyes les nació el deseo de adquirir volúmenes de otras gentes y hacérselos traducir al griego» (Etimologías, 6.3.4), que dicho en moderno algunos estudiosos traducen al ‘las grandes bibliotecas eran antes que nada un museo, accesible solo a una élite y podían ser depósitos para botines de guerra o para dar salida a la vanidad de grandes riquezas’; esta es la aguerrida opinión de Finkelstein & McCleery..

Del mismo modo, en la cuenta negativa de nuestro rey «impaciente» y sediento de «posesión», ponen algunos estudiosos un detalle también importante de nuestra civilización: el peligro que conlleva la conservación «sepulcral» de documentos destinados a ser guardados para dar legitimidad cuando deberían servir para enseñar; es decir, la no circulación de «objetos silenciosos» lleva dentro el germen de su propia destrucción, lleva a que una aleatoriedad —por lo general causada por el hombre— no deje de ellos ni rastro ni «huella». Está demostrado que «lo que no circula no se reproduce, no se transmite: está destinado a desaparecer» [Cavallo 1988:XII]. No sabemos qué parte de la Biblioteca de Alejandría desapareció con ella porque a nadie interesó que circulara por entre bibliotecas o eruditos satélites y libres. Sí se conoce la literatura griega «desconocida», es decir, la perdida y fragmentaria, por citas o referencias. Se conserva sobre todo la literatura clásica, la del canon hecho por los alejandrinos, y se perdió casi toda la alejandrina, helenística, por ser no clásica, sino de imitación, posclásica y sin interés para la escuela y la tradición; es decir, la conservación no depende solo de la capacidad de almacenamiento. Hay quien ha calculado que la proporción entre la literatura griega conocida y la perdida es de 1:40; es decir, han llegado hasta nosotros dos obras y media de cien, más o menos, de la producida en la Antigüedad y presumiblemente reunida en la Biblioteca de Alejandría.

En una palabra: lo que puesto al servicio de una élite se guarda solo para servir a un interés particular perece y no permea, sirve para mucho menos de para lo que fue creado. La conservación a cal y canto es otra de las desgracias del libro, y si tras muchos siglos de biblioteca —de cualquier biblioteca— la voluntad de esparcir el conocimiento hubiera sido en verdad sincera y generosa, la pérdida de la matriz no habría sido tan dolorosa porque habría dado frutos que se podrían recolectar en otras bibliotecas o latitudes o formatos. Por el contrario y en ocasiones, aquella «huella» silenciosa que deja el libro responde a una horma no del todo altruista porque, al estar hecha a medida, lo está a modo de orden restrictiva y espuria. Lo digo porque dejar consultar los libros solo a los iniciados no es lo mismo que procurar que todos los súbditos (todos) tengan la posibilidad de convertirse en lectores aptos para entrar en la biblioteca: el sintagma «biblioteca abierta a todos» es cierto solo desde hace unos pocos decenios; titular como biblioteca «pública», tal y como entendemos hoy el concepto público, una fundada en el siglo XV es poco más que un chascarrillo. La historia rebosa de lugares vacíos y exclusivos, llamados bibliotecas, en los que no podían entrar los menos letrados, los contrarios, los disidentes, las mujeres, los pobres, los críticos y los mal vestidos, que se vieron obligados a resignarse a su suerte ya en tiempos de los Ptolomeo. Sucede que el género humano es especialista en devorar, también, sus mejores creaciones y el libro y las bibliotecas —está admitido— lo son. Nada, pues, de lo que alegrarse en exceso y sin contrapartidas, nada ante lo que quedar rendido o sumiso, y mucho menos boquiabierto, sin hacerse siquiera una pregunta impertinente.

II. Cura en salud