Elogio de la abyección - Carlos Clavería Laguarda - E-Book

Elogio de la abyección E-Book

Carlos Clavería Laguarda

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A la mayor parte de nuestros personajes favoritos de ficción no los hemos elegido por sus virtudes, sino más bien por la fascinación y la inquietud que nos suscita su vileza. Como la manzana prohibida en el Edén, brilla también en el jardín de la literatura la representación de las bajezas y el desorden del espíritu humano, cuya belleza, a veces, ejerce sobre el lector una atracción irrenunciable. Estas páginas proponen un recorrido a través de quince obras protagonizadas por abyectos de papel, nombres ilustres que conquistaron en su momento a los lectores y ayudaron a dar forma a la novela moderna. Por muchas barrabasadas que hagan o terribles penas que sufran, personajes como los de Austen, Stendhal, Flaubert, Kafka o Berto despiertan en nosotros la más delicada admiración y mantienen viva la llama de la literatura, que arde, con frecuencia, en el mismo corazón del infierno.

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Seitenzahl: 268

Veröffentlichungsjahr: 2023

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El resultado es que el novelista expone principalmente los aspectos más siniestros de la naturaleza humana: la envidia, la malignidad, el egoísmo, la mezquindad; en una palabra, su naturaleza más abyecta en vez de la mejor; y eso tiene visos de ser verdad, pues a menos que seamos unos perfectos imbéciles todos sabemos cuánto de odioso hay en nosotros.

 

W. SOMERSET MAUGHAM

 

 

Puesto que los contenidos de la ficción eran homólogos a los de la experiencia, no se hacía demasiado cuesta arriba aceptar que también lo era el camino hacia unos y otros. Y los lectores burgueses cayeron fácilmente en la trampa: hubo de halagarles ese designio de enmendar la plana a la tradición literaria sirviéndose de instrumentos a primera vista no literarios.

 

FRANCISCO RICO

Un mundo de abyectos de papel

 

 

 

El hombre admirable

 

Rocco Schiavone es un jefazo de la policía, pero fuma marihuana, sabe forzar puertas, ha ajusticiado al asesino de su mujer y se mueve con soltura en prácticas poco edificantes, como la de repartirse el botín con sus compinches. El «pero» anterior, como conjunción adversativa, quiere acotar el sentido de la frase «cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia». La admiración que provoca la habilidad delictiva de un policía en nada modélico, pero efectivo, acota la otra sentencia famosísima que afirma «la realidad supera la ficción», pues al final parece que nos fascine más la realidad contada con tintes de ficción que la realidad por sí sola: Schiavone es el personaje protagonista de una serie de novelas escritas por Antonio Manzini, no un jefazo de carne y hueso. ¿Por qué nos atrae un personaje de novela cuya forma de actuar y cuyas frases detestaríamos en cualquier vecino o no le toleraríamos a ninguna cuñada? Como personaje de novela, le aceptamos a Schiavone actos y dichos que solo le aplaudiríamos en la vida real si estuviéramos seguros de que no nos oye ningún juez y que ningún juez, a su vez y en puridad, le permitiría al comisario Schiavone. Este tipo de personajes admirablemente inmorales permiten certificar aquella otra expresión, la que afirma: «Cualquier parecido con la realidad es mérito del autor». Un personaje, uno que pertenece a la serie de brillantes derrotados, como es el Virgilio de Hermann Broch [véase más abajo, el capítulo XIII], afirma que «el arte y la vida son realidades especulares, como la vida y la muerte, como la gloria y el olvido», casi como si dijera que el protagonista y el lector son realidades especulares que intentan concebirse y mostrarse de manera diferente a como son en realidad [Girard].

 

Autor

 

Se podrá objetar que es lo más normal del mundo que el lector prefiera personajes que le den sustancia y entretenimiento a la novela, porque es lo que suele ir a buscar allí. Y es una buena objeción. Por el contrario, no parece normal que gente tan preparada, tan consciente, tan evangélica y tan capaz como los escritores echen mano en masa de personajes abyectos para apoyar las intenciones —ideológicas, artísticas, pictóricas, jocosas, sociales, judiciales u otras cualesquiera— que los empujan a escribir novelas. Sin embargo, se refugian en balleneros desconcertados, en lectores desquiciados, en cándidos de zarzuela, en mademoiselles caprichosas, en donjuanes más caprichosos aún y además fofos, en saltabancos y canónigos magistrales de erección fácil, en forajidos y políticos, en comerciantes engreídos y en otras gentes de evitable compañía. Se dirá también que la presencia del abyecto es una exigencia del género, como en las películas del oeste, donde el petimetre de Chicago no tiene ni la mitad de gancho que el pistolero que mastica tabaco y no conoce barbero. Y aquí es donde quiero llegar: ¿es una exigencia del género dar el papel de protagonista a tipos así? Es sabido que la novela se basa en un personaje conflictivo, pero —en el reino de la paradoja— es necesario preguntarse si se basa solo en eso, si sirve para algo un tipo conflictivo que no tiene una contraparte enfrente, en forma de bueno o en forma de lector cómplice.

¿Era Fielding sincero cuando decía que prefería dar el protagonismo de su novela a un personaje bribón y no al buenísimo de Allworthy, un noble de bajo rango con título de squire? No es del todo complicado reconocer que, al crítico literario y al lector, atrae más aquel personaje —por pícaro, seductor y desagradecido— de lo que atrae la figura de su mentor, del rico squire, alguien a quien un crítico del siglo XIX definió como «uno de los personajes más logrados que la imaginación del hombre haya podido crear pero que no era sino un insignificante trozo de estofa, una nadería».

 

 

Género

 

Un famoso crítico literario italiano afirma que la novela ha pasado de ser solo un género literario a convertirse —sobre todo— en un género editorial, el género editorial por excelencia [Berardinelli 2011]. Acuciado por una gran demanda de historias noveladas, el juez de la vida real cambia a su vez de estatus y, cuando lee fechorías, pasa a juzgarlas como lector, como hombre, y no como juez. La gran oferta de ficción ha hecho que el género editorial haya creado un nuevo tipo de lector, el que no se indigna ante la abyección sino que, en distintos grados (desde la aceptación pasiva hasta la admiración más efusiva), se complace con las barrabasadas de los personajes e incluso las penas que sufren. ¿Es la fascinación que provoca el malo de la película una consecuencia del triunfo de la novela-género-editorial? ¿Existía esa fascinación cuando la novela era solo un género literario basado fundamentalmente en «la construcción de un personaje literario» en íntima relación con su presente, a decir de Bajtín, y el lector se entregaba al brío y a la calidad del autor y no a las intenciones y normas del género? Umberto Eco [2010] da una respuesta diabólicamente humana a reflexiones semejantes: «Estoy obligado a considerar a Anna Karénina como un objeto que depende de la mente humana, como una creación de la cognición».

Cuando la novela era solo un devenir de acontecimientos expresados con voluntad de estilo literario, los personajes se debían al —y por tanto dependían del— devenir interno de un género que tenía en la causalidad el motor del párrafo siguiente. Cuando la novela dejó de ser solo un género literario y pasó a ser, según algunos críticos, el altavoz de un tipo de sociedad y de actividad económica, el personaje empezó a moverse y a mutar educado por la vida, por el contexto, por la reacción que se esperaba que provocara en el lector y, en primera instancia, en el editor. Es decir, la novela se convirtió en un drama clásico, en el que el contexto (y también el coro de las bacantes) hacía las funciones de un metrónomo verbal, de un controlador de lo escrito, de la medida del éxito: la segunda parte del Quijote puede servir de ejemplo.

Giuseppe Berto fue un escritor que nunca encontró acomodo entre la clase literaria italiana que salió de la Segunda Guerra Mundial. Ironizaba siempre que tenía ocasión sobre el ninguneo al que le sometían sus colegas y sobre los gustos literarios y personales de sus enemigos. Hacia 1960, Berto comenzó la redacción de lo que iba a ser tanto un éxito literario como editorial y, a la sazón, su libro más logrado. El mal oscuro apareció en abril de 1964, y en diciembre de ese año se imprimió la decimosexta edición, algo que solo le perdonaron los lectores y tres o cuatro críticos literarios ajenos a lo que Berto llamaba «la mafia de Moravia».

De este libro se tratará más abajo, pero viene ahora a cuento porque, en El mal oscuro, el personaje habla repetidamente de la obra maestra que acabará apenas salga de la profunda crisis de creatividad, y del caos mental, que sufre. La obra maestra que estaba en trance de escribir el personaje Berto ha quedado interrumpida en el tercer capítulo, pero el narrador Berto no pierde ocasión para recordarnos en qué consiste y en que consistirá: será una novela sin acción, una novela en la que no pasará nada, en la que solo habrá sentimientos, las reflexiones de dos enamorados lo llenarán todo; nada de diálogos, nada de paseos, muertes, venganzas, nada de cópulas a diestro y siniestro, solo reflexiones. La ironía de Berto es descomunal y ataca por varios flancos: primero afirma que algo de acción, claro, tendrá que haber, pues para enamorarse suele ser conveniente mirarse primero, y en el hecho de mirarse va implícito el parpadeo, y esto es ya una acción, que no irá a mayores. Otros dos ataques harán más mella en las defensas enemigas: por un lado, Berto quiere derrumbar la teoría de la novela llamada existencialista (encarnada en Italia por su archienemigo Moravia); por el otro, atacar la base central del género novela, negar el axioma en el que se basaban algunos críticos para definirla como género literario, y que resumo en una frase pedestre: «Para que un libro sea una novela han de pasar cosas». Borges lo expresó de manera no pedestre, y relacionó acción y pensamiento con gran profundidad. Como la acción no es una entelequia, sino que necesita de un actor, los autores inventan personajes que estén a cargo de lo sucedido, por eso la acción suele conllevar un hecho moral. El autor tiene la facultad de modificar el paisaje moral de la novela, de acercarlo y de alejarlo. Esta facultad la desconoce el personaje, pero el lector moderno y entrenado ya tiene capacidad para descubrir la lente de aumento de la que se sirve el escritor. Sin embargo, el hecho de que el protagonista o narrador organice el relato sin conocer la voluntad de su creador es lo que, en palabras de McCarthy [1985:82], «constituye una de las delicias de la novela. Comprendemos que podemos fiarnos de la veracidad de lo que narra, pero no siempre de su juicio». En este momento, autor y lector se alían contra la primera persona del personaje.

Los personajes pueden ser protagonistas, secundarios o simples comparsas, pero todos ellos tienen estrecha relación con el mecanismo fundamental que mueve la novela, y que para Borges era la «causalidad», o desarrollo de la acción a partir de una peripecia. Bajtín dijo lo mismo de manera más complicada: «La novela es una forma puramente compositiva de organización de las masas verbales» [1989:25]. Este crítico basó el hecho literario en la masa verbal, y llegó a arrinconar en el cajón de lo irrelevante todo lo que no fuera la voluntad del autor, bien se tratara del personaje, bien se tratara de la acción; y lo hizo porque del autor depende —y solo de él— el hecho literario. Del autor depende que la narración pase a ser arte literario, porque el autor decide quién merece ser recordado, y de su selección depende lo que debe ser recordado por los lectores; algo así hace Dickens con Copperfield, que es el rasero con el que se afina la sociedad victoriana antes de dejarla maquillada para la posteridad. En definitiva, la voluntad de ser recordado conecta la novela con el porvenir, y la hace dialéctica, transformable, gracias a muchos componentes: la causalidad interna y la causalidad externa, que se condensan en las actividades de los personajes y en lo que el autor quiera representar de la realidad gracias a ellos.

A decir de muchos, un libro sin acción no es una novela, porque la novela —desde la que dicen que es la primera entre las modernas, el Quijote— cuenta cosas que pasan, aunque sean difíciles de creer. Así lo afirman los críticos literarios y los autores de ellas, desde el primero que aquí se tratará, Henry Fielding, hasta el último, Miguel Espinosa. Pondré un ejemplo a partir de un crítico de ultramar [Scholes], para quien narrativa es una obra literaria que cuenta con dos características fundamentales: una historia y un narrador —nótese que el protagonista no parece esencial—. No estaba muy lejos de lo prescrito por Lukács cuando sostenía que el problema central de la novela es la creación de una acción épica y que Forster, con su habitual sencillez, resumió: «Estamos de acuerdo en que el aspecto fundamental de una novela es que cuenta una historia». Las obras de Jenofonte o de Tucídides (incluso un capítulo de El príncipe de Maquiavelo) cuentan historias que pueden llegar a ser entretenidas, pero es sabido que la crítica moderna no las incluye entre las novelas. Quizá porque el grado de curiosidad que despiertan es bajo, porque la causalidad de los hechos no depende del autor y porque —Berardinelli contra Forster— para hacer novelas modernas es preferible no quedarse «en meras encarnaciones de fábulas y mitos primordiales» reflejados en personajes arquetípicos que nada tienen que ver con los personajes angustiados y conflictivos enfrentados a todo el mundo y a ellos mismos. En la prosa menos novelesca, en los relatos que parten de las novellae antiguas (las del boceto, el carácter, el suceso curioso, la pulla) está más presente el héroe anecdótico que el héroe problemático, que el gran personaje moderno. Dos ejemplos de aquellos actores anecdóticos acercan la novela octava de la cuarta jornada del Decamerón («Girolamo ama a Salvestra; empujado por los ruegos de su madre va a París, vuelve y la encuentra casada; entra a escondidas en su casa y se queda muerto a su lado, y llevado a una iglesia, Salvestra muere junto a él») a «La noche de mantequilla», el cuento de Cortázar [1985:104] en el que el final abrupto es solo el inicio de un mar de suposiciones:

 

—Está bien, me iré lo antes que pueda —dijo Estévez.

—Ahora mismo —dijo Peralta sacando la pistola.

 

 

Identificación

 

Madame Bovary es lánguida, tontuela, aburrida, aburguesada, pusilánime y abriga apasionadamente necesidades adúlteras; sin embargo, enamoró a Mario Vargas Llosa. El Tom Jones de Henry Fielding, un pícaro insertado en la upper class que puebla la campiña inglesa, recibe cincuenta esterlinas de una dama en pago por servicios nocturnos, lo que lo hace el ser más abyecto de la hipócrita y puritana sociedad masculina de su tierra. Por el contrario, en otro párrafo (o escena), el dicho Jones prefiere ser de los que mantienen la palabra dada antes que delatar a un amigo, y eso lo convierte en un ser despreciable a ojos de un íntegro pedagogo que opina estar la verdad por encima de la palabra dada y del honor. El Rocco Schiavone que mantiene la palabra dada, que no soporta la mentira que practican sus jefes políticos para encubrir la verdad y a los «facinerosos» de cuello blanco, que frecuenta con desenvoltura las prostitutas de Aosta, ¿es símbolo de nuestros tiempos? ¿Es la señora Bovary ejemplo de los suyos? ¿Sobrepasan ambos personajes la frontera que encierran sus mundos, literarios o no que sean?

La identificación entre lector y personaje es tan antigua como la crítica literaria. Se llamara simpatía emocional (Platón), filantropía (Aristóteles), arrebato ante ideales compartidos, ha llegado a nuestros días y ha atraído la atención de estudiosos insuperables. Jauss [1986: 241-283] le dedicó un capítulo memorable que pone en guardia desde el principio, pues «la seducción para comunicar al lector modelos de conducta» se suele producir «a través de lo ejemplar de la acción o del sufrimiento humanos». Pero esta premisa no aclara mis dudas: cuando uno se identifica con un adúltero o una ladrona ¿es porque aprecia en ellos acciones ejemplares? En el caso de Emma Bovary uno puede entender el sufrimiento humano que transpira, pero ¿puede entender en la liberación de los galeotes una acción ejemplar por parte de don Quijote, o debe entender un rasero particular a la hora de medir el sufrimiento humano? En una palabra, no queda claro dónde acaba la cuestión emocional (Platón, República, 605 d) y dónde empieza la cuestión literaria que nos acerca a la acción moral o social (Aristóteles, Política 1340a11 y 1342a7). La cuestión moral no tendría contrapuntos si los hechos de los personajes fueran siempre ejemplares: como el lector no tendría noticias de lo no-ejemplar, tampoco tendría motivos para aliarse con Antígona en sus desafíos a las leyes por una cuestión familiar; bueno, no solo familiar. Sucede que afiliarse al modo de comportarse de un personaje no es solo un hecho estético, literario, es un hecho que tiene que ver con la vida en sociedad del personaje, que desde el Lazarillo quiere demostrar «cuánta virtud sea saber los hombres subir, siendo bajos; y dejarse bajar, siendo altos, cuánto vicio» [Rico 1976:46].

Uno puede sentir simpatía por Antígona aunque no conozca al dedillo las leyes funerarias y el código de su tierra. Parafraseando a Adorno, no son los comportamientos viles o desafiantes en sí los que nos atraen, sino quizá el hecho de verlos y de sentirlos tan cerca en personajes que tenemos al alcance de la mano y del entendimiento, de personajes que se presentan al lector —según la feliz expresión de Debenedetti [2017:35]— de este modo: ¡cuidado!, «soy alguien que tiene que ver contigo». Kundera [2006:49] dice que «el personaje no es un simulacro de ser viviente, es un ser imaginario». Con los pareceres de ambos críticos, se podría aventurar que el personaje es un simulacro de ser viviente al que el lector le vierte toda la imaginación que le sobra, y con la que construye un simulacro de sí mismo.

Foster insistió vehementemente en que la novela no puede eludir el «carácter intenso y sofocantemente humano», pues es un género que «chorrea humanidad». Así establecido por el influyente crítico, hacer una novela con un personaje solo ejemplar e intachable podría interpretarse como dispararse en un pie: prueba de impericia. Con la guía de aquel eminente crítico, me atrevo a afirmar —convencido de que puedo caer perfectamente en el error— que es posible que no sea solo el lector quien prefiere personajes sinuosos, sino que el novelista se ha especializado, por tradición y por obligación del género, en que no haya novela sin personaje retorcido. Es posible, entonces, que este amor por lo abyecto haya permeado en la clase social conocida como lectora gracias a la voluntad desestabilizadora de los autores. Al socaire de Jauss, Marchese y Forradellas [2000:203-204] definen la identificación con el personaje literario apoyados en palabras inquietantes y solo de nuestro tiempo: «proceso psicológico», «imaginarse ser uno de los personajes», «ideología dominante en la que se inscribe el texto». Es sabido que no todos los lectores entienden o soportan la clave psicológica, que sentir simpatía por Monipodio no significa querer ser Monipodio, que Flaubert se cuidó muy mucho de aclarar cuál era la ideología dominante con la que hemos de leer el hastío infinito de Emma. Un ejemplo moderno: Azarías, el dulce personaje de Los santos inocentes, no tiene conciencia de ser alguien continuamente humillado por razones de clase, condición o educación. Cuando hacia el final de la novela ha de acompañar al señorito a cazar y este, de vuelta y «quemado» porque no ha cazado nada, dispara a la «milana bonita» de Azarías, despierta la conciencia de su siervo, que acaba por ahorcar al señorito. En ese momento, la condición de Azarías cambia, y pasa de humillado a vil, pero no cambia la idea que de él tiene el lector (en los cines, esta escena se aplaudía). La acción del bueno de Azarías no deja de ser un asesinato, pero el lector buscará todos los subterfugios necesarios para no perder la simpatía que le profesa, y tampoco lo hará el autor, que le buscará una salida no estrictamente judicial.

 

 

Abyección

 

La elección del término «abyecto» para definir a un tipo de personaje fascinante no ha sido aleatoria. El término, que parte del concepto latino abiicere (rebajar, envilecer), dio en principio en «humillado, herido en el orgullo», pero hoy aparece como sinónimo de «despreciable, vil en extremo», como alguien que falla en la correspondencia de los afectos.1 Se sabe también que el ser vil «executa acciones infames, e indignas u feas», tal y como aclara el diccionario llamado ‹de Autoridades› en 1739. En ocasiones, ese parece ser el recorrido vital de algunos personajes de las novelas que ahora me interesan, pues pasan de ser humillados y ofendidos a convertirse en despreciables, y viles en extremo, cuando quieren vengar alguna fechoría causada por la vida, o por sus contemporáneos. Solo los santos no se afanan a la hora de vengar una humillación, una herida en el orgullo. Es como si el mecanismo que ha modernizado a los personajes de la novela hubiera evolucionado paralelo al que se sigue cuando se transita del envilecimiento pasivo a la vileza activa. Fascina el héroe humillado porque el lector puede llegar a creer que para salir de su problemática realidad y para llegar a la cima a la que desea llegar deberá usar (o se estará sirviendo de) los mismos resortes que utiliza el común de los mortales para alcanzar lo que quiere alcanzar. Sucede que el personaje literario que debe o quiere cambiar de estado no sufre realmente, pero enseña a quien se mueve en la realidad cuánto se puede llegar a sufrir.

Sobre este punto, el ejemplo del primer personaje modernamente abyecto, Lázaro Gónzalez Pérez, alias de Tormes, es concluyente: el egoísmo es la palanca que mantiene vivo al personaje en un mundo destinado a demostrar que no se puede confiar en nadie, ni siquiera en las posibilidades de uno mismo, porque al final no dependen solo de uno mismo. Quizá el personaje listillo no nos resulte siempre alguien agradable, pero el reto que tiene delante no es muy diferente al que muchos debemos enfrentarnos: salir de la nada para llegar a la nada sin que nos apaleen demasiado. Las reflexiones de Bodei, en Immaginare gli altri, sobre cómo utilizamos la imagen de otros y la imitación de personalidades relevantes con la intención de justificar las críticas ayudan a entender el comportamiento de algunos personajes de novela y cómo se proyecta en nuestros afectos o en nuestros desafectos.

Este elogio de la abyección debe mucho a un libro de William Somerset Maugham, al reconocido e influyente Diez grandes novelas y sus autores. Tengo en tan alta estima el libro que en las páginas que siguen no me atrevo a hablar con profundidad de autores o de novelas, sino de personajes, pero sin olvidar una de las reflexiones allí omnipresentes y es que, de Fielding a Tolstói, el escritor usa el personaje como si este fuera una extensión de sus ansias y de sus voluntades. Los tiempos modernos han acrecentado los términos de esa prolongación no solo en los autores, que se han convertido en protagonistas de sus ansias, sino también en los lectores, que navegan como en aguas propias cuando atraviesan el proceloso mar de las taras ajenas. El escritor Jorge Carrión certifica ese paso del tú del autor al yo del protagonista, y también el paso del tú del protagonista al yo del lector, con una reflexión que habla de criterios triunfantes en la literatura: «Se ha impuesto en la literatura española lo que podría llamarse un giro personal: hasta que no escribes un libro autobiográfico que gire alrededor de un trauma, no te consagran el público y la crítica».

Javier Cercas dedicó un volumen titulado El punto ciego a desvelar uno de los misterios del género novela; esto es —si no me equivoco—, a la capacidad de dejar irresuelto un problema creado por el escritor, cuya principal tarea es encontrar y crear un conflicto donde antes no lo había: «Escribir una novela consiste en plantearse una pregunta compleja para formularla de la manera más compleja posible, no para contestarla, o no para contestarla de manera clara e inequívoca; consiste en sumergirse en un enigma para volverlo irresoluble» [2016:18].

Esta ambigüedad, esta irresolución, esta riqueza del final no concluyente, el punto ciego en definitiva, aboga por el redescubrimiento de la paradoja en sentido etimológico, es decir, por ir más allá de lo habitual, de lo conocido, y —como consecuencia— sentirse a gusto con las contradicciones. La ambigüedad invita a refugiarse en cualquiera de ellas a partir de la afirmación de José María Valverde, quien aseguraba que se puede crear un héroe y un personaje nacional con la figura de un «desgraciado en la victoria». Dicho de otro modo, la novela bien puede crear un personaje afín al lector con la figura de un «afortunado en la derrota», porque el «fracaso de las ilusiones» es el motor de toda la novela clásica de inspiración burguesa. La identificación en el fracaso es el primer paso a la hora de concebir un plan para escapar de él, y el primer boceto del plano se dibuja con la sustitución de unos ideales y con la formación de otros nuevos. Véase a lo que ha llevado la vida de folletín: «Los elementos constitutivos de la novela rosa [son] sustitutos en el mundo de lo novelado de posibilidades irrealizables en el mundo real» [Díez Borque 1972:16].

 

 

Personaje

 

Enrico Testa ha hecho un resumen, breve pero suficiente, de la atención que han prestado algunos críticos al personaje de novela en los últimos años, y del peso que tiene su figura en la evolución del género. En las obras más recientes, el personaje fuerte identifica al lector más con el libro que con el autor del texto, o visto desde perspectivas estructurales, más con el narrador que con el inventor de la historia, que no son siempre idénticos.

Este Elogio de la abyección quiere entretenerse con los personajes de algunas novelas publicadas entre 1749 y 1990. No pretendo hacer una monografía sobre el carácter del personaje literario o novelesco, sobre esquemas o morfologías del relato o de la escritura, solo quiero acercarme a qué tipo de personas representaban esos personajes en las épocas en que fueron creados.

Los críticos de formación y convicción marxistas le daban vueltas a la cuestión del protagonista de la novela ya hacia 1920. Lukács y los comentaristas del famoso discurso que proclamó en la Academia soviética sostenían sin fisuras que la novela moderna es la epopeya de un hombre en lucha contra la sociedad, pero en ella inserto. Del mismo modo, si se tiene voluntad de darle la vuelta a las afirmaciones, algunas novelas pueden ser leídas adjudicando el protagonismo a la sociedad que está, o desea estar, en lucha con el individuo. Son novelas que podrían ejercer como hipótesis y ejercicio del sentimiento de culpa, como muestra de sociedades que tienen un conflicto con un tipo de personajes y que se abalanzan sobre él con todas sus contradicciones para provocar más contradicciones, que suelen promover el desconcierto; ejemplos podrían encontrarse en La Regenta, El proceso o El castillo, La ciudad y los perros, Anatomía de un instante o Las correcciones.

Así, la novela burguesa se distinguía de la literatura antigua porque el ethos moderno insiste en representar el desacuerdo del individuo con su mundo, mientras que en el pathos clásico la tragedia era la representación de la lucha de una sociedad contra otra. Para la escuela crítica marxista, la novela que reflejaba la sociedad burguesa no era sino una regresión en el proceso histórico, un dejar de lado el nuevo progreso, representado por un presente que no debía tolerar el individualismo. La novela era un género literario abocado al fracaso por cuanto dependía de la regresión de la sociedad burguesa a la que daba voz literaria. Al no revelar sentimientos de unión y alcance universal (como había hecho Gorki en La madre) y, por el contrario, obstinarse en describir sentimientos basados en el interés individual y en el rechazo individual a una sociedad decadente, la novela con un protagonista errático estaba abocada a la muerte, al famoso fin de la novela. Para los marxistas y algunos formalistas, era imposible que una sociedad que carece del sentido del heroísmo, como es la sociedad burguesa, generase personajes heroicos. En una paráfrasis del famoso aforismo de Karl Kraus podría decirse que si la novela no existiese «al burgués no le quedaría sino su propia vida interior, es decir, nada que lo pueda tener entretenido». Por paradoja, si la identificación es un proceso psicológico (interclasista), una sociedad que genere antihéroes (Emma Bovary) también generará lectores capaces de identificarse con ellos.

En el otro extremo, si el autor se obstina en crear solo héroes individuales, parece conveniente mantenerse alerta y reconocer que es muy posible que el lector eleve al rango de mito a héroes que lo son solo de barrio, que sea incapaz de llegar a la admiración y se quede en la compasión ante el héroe cotidiano [Jauss 1986:250]. Bernardinelli lanza esta advertencia porque en una sociedad moderna que confunde persona, personaje, autor y espectáculo (no estrictamente literario) «el exhibicionismo transforma la tragedia en farsa». Si seguimos en el otro extremo, parece que la novela muere solo cuando se detiene, por lo que una sociedad llena de contradicciones y de individuos proclives al exhibicionismo del «yo» es garantía de material capaz de dar energía suficiente a la novela, que tiene su razón de ser cuando «pone al descubierto una nueva parcela de la existencia», no cuando se dedica a recopiar lo sabido, a recopiarlo por imperativo político o de género, en opinión de Kundera [2006:24].

Con todos estos tipos de sociedad rondando por los adentros de la novela, las semillas de las nuevas formas de relato ya estaban sembradas, e iban a dar en la identificación forzada del pathos del lector con el pathos del personaje.

Si un narrador se obstina en crear personajes fuertes en una sociedad débil —afirma Bajtín— es imposible que pueda ofrecer algo que no sea sino un arquetipo, y un arquetipo es algo inmóvil, imposible de casar con un género que debe esforzarse por explicar el devenir, la gran epopeya del hombre que progresa. El personaje como arquetipo literario y social era propio de la literatura clásica, y en ella la historia no era creación sino explicación o recreación de un conflicto. En este aspecto, críticos muy alejados de la escuela soviética ponen el ejemplo del Ulises homérico, que no es un personaje de novela moderna porque su intención es volver a casa tras muchas peripecias, sí, pero para encontrar allí todo igual tras veinte años de ausencia y tras tener una relación pasiva con el propio destino.

Por el contrario, otro personaje abandonado a su destino, el príncipe de Salina que llena todo El gatopardo, cabe en los esquemas de la novela moderna, según Berardinelli, porque está siempre a disgusto: consigo mismo, entre los de su clase, entre los de su familia. Es decir, el aristócrata que pertenece a una clase en teoría inmóvil es un personaje moderno porque cumple un desafío, el de no creer en el futuro sabiendo que el pasado ya no sirve de anclaje. Chesterton lo vio con gran sagacidad al definir la aristocracia no como la clase social que vivía de su pasado sino como aquella que quiere controlar el futuro porque en él está el porvenir de sus vástagos y, con ellos, de sus ideas y prerrogativas (véase infra, en el capítulo IX). Esta es la peripecia que no acepta el príncipe de Salina y que lo hace personaje novelesco de gran altura: el estar a disgusto incluso con los cargos burgueses y banales que la nueva sociedad tiene preparados para él y para los suyos; esto es, de nuevo la tragedia de un hombre frente al drama al que le empuja la clase social a la que pertenece y que ha perdido su rango en la sociedad.

Como creación, activa o pasiva, de una sociedad, el personaje tendrá una personalidad más fuerte cuanto más luche contra la banalidad que él cree descubrir en la banalidad que los otros no saben ver. Don Quijote quiere restaurar una edad de oro, Sorel quiere conseguir su propia edad de oro e insertarla en una que considera de hierro, el Idiota de Dostoyevski es un inadaptado porque no entiende la evolución de unos sentimientos que llevan a la sociedad a la deshumanización, a banalizar el mal. Por lo general, y no como regla general, el narrador buscaba que el personaje nos indicara el camino que el autor había emprendido en la búsqueda de sí mismo. Un personaje aislado de la voluntad escatológica del autor nos muestra, a su vez, el camino que lleva a la comprensión, o al rechazo, de la sociedad.

En resumen, críticos de las escuelas citadas suelen argumentar la existencia de dos tipos de protagonistas novelescos, ambos con valor paradigmático: a) el protagonista es uno y lucha solo contra un mundo exterior, con lo que para la historia de la humanidad tendrá el valor de una nota al pie de página, y escrita con desgana; se suele poner como ejemplo de este tipo el Sorel de Stendhal, un gran personaje, una persona olvidable. Por otro lado, b) el protagonista lucha contra un mundo interior en el que se muestra atormentado por sí mismo, por el reflejo de lo que no puede ser (Emma Bovary y, modernamente, Berto). Ambos son casos de egotismo, uno en primera persona y otro en tercera, pero ambos van contra el concierto universal y, para Bajtín, están abocados, por decadentes, a desaparecer cuando la sociedad burguesa decaiga ante el empuje del materialismo histórico —aunque el materialismo parece que ha ido por otros caminos.

El epos