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NADIE PUEDE ESCAPAR DEL PASADO. La tranquila vida de Matt Hunter cambió en un instante. Durante una pelea de universitarios, la mala suerte quiso que matara accidentalmente a otro chico. Después de cumplir condena y dejar la pesadilla atrás, Matt lo tiene todo para volver a ser feliz: una mujer maravillosa, un hijo en camino y un nuevo hogar. Un mensaje en el móvil, sin embargo, amenaza con arruinar su segunda oportunidad.
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Seitenzahl: 515
Veröffentlichungsjahr: 2013
Título original: The Innocent
© Harlan Coben, 2005
© Traducción de Esther Roig, 2006
© de esta edición digital: RBA Libros, S.A., 2013.
Avda. Diagonal, 189 - 08018 Barcelona.
www.rbalibros.com
REF.: OEBO303
ISBN: 978-84-9006-776-5
Conversión a libro electrónico: Víctor Igual, S. L.
Queda rigurosamente prohibida sin autorización por escrito del editor cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra, que será sometida a las sanciones establecidas por la ley. Todos los derechos reservados.
Portada
Créditos
Dedicatoria
PRÓLOGO
NUEVE AÑOS DESPUÉS
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En recuerdo de Steven Z. Miller
A los que tuvimos la suerte de tenerlo como amigo. Intentamos estar agradecidos por el tiempo que tuvimos, pero es muy difícil.
Nunca quisiste matarlo.
Te llamas Matt Hunter. Tienes veinte años. Creciste en un barrio de clase media alta de las afueras, en el norte de Nueva Jersey, no lejos de Manhattan. Vives en la parte más pobre de la ciudad, pero es una ciudad muy rica. Tus padres trabajan mucho y te aman de forma incondicional. Eres el hijo de en medio. Tienes un hermano mayor al que adoras y una hermana menor que toleras.
Como todos los chicos de tu ciudad, creces preocupado por tu futuro y por la universidad que te admitirá. Estudias mucho y sacas unas notas buenas, aunque no espectaculares. Tu nota media es un «excelente bajo». No llegas al diez pero casi. Realizas actividades extraescolares bastante provechosas, incluido un trabajo de tesorero en la escuela. Eres atleta de élite en los equipos de fútbol y baloncesto, y lo bastante bueno para jugar en la División III, pero no para obtener una beca económica. Eres un listillo y tienes mucho encanto. En cuestión de popularidad, estás apenas por debajo del escalón superior. Cuando haces el examen de aptitud escolar, tu puntuación sorprende a tu tutor.
Apuntas a las universidades más prestigiosas, pero están fuera de tu alcance. Harvard y Yale te rechazan de entrada. Penn y Columbia te ponen en la lista de espera. Acabas yendo a Bowdoin, una pequeña universidad de élite de Brunswick, Maine. Te encanta. Las aulas son pequeñas. Haces amigos. No tienes novia formal, pero tampoco te apetece tenerla. En tu segundo año, entras en el equipo de fútbol de la universidad como defensa. Juegas en el equipo de baloncesto junior por tu cuenta, y ahora que el escolta senior se ha graduado, tienes muchas posibilidades de jugar valiosos minutos.
Es entonces, al volver al campus entre el primer y el segundo trimestres de tu penúltimo año, cuando matas a alguien.
Pasas unas maravillosas y frenéticas vacaciones con la familia, pero la práctica del baloncesto te atrae demasiado. Das un beso de despedida a tus padres y vuelves al campus en coche con tu mejor amigo y compañero de cuarto, Duff. Duff es de Westchester, Nueva York. Es bajo y de piernas gruesas. Juega de right tackle en el equipo de fútbol y está en el banquillo del de baloncesto. Es el mayor bebedor del campus: Duff nunca pierde un concurso de tragar cervezas.
Conduces.
Duff quiere parar de camino, en la Universidad de Massachusetts en Amherst, Massachusetts. Un compañero del instituto es miembro de una fraternidad muy salvaje que celebra una fiesta a lo grande.
No te entusiasma la idea, pero no eres un aguafiestas. Te sientes más cómodo en reuniones íntimas donde conoces a casi todos. Bowdoin tiene unos 1.600 estudiantes. La Universidad de Massachusetts tiene casi 40.000. Estamos a principios de enero y hace un frío glacial. Hay nieve en las calles. Te ves el aliento mientras entras en la fraternidad.
Duff y tú tiráis los abrigos al montón. Pensarás a menudo en eso a lo largo de los años, en esa forma despreocupada de lanzar los abrigos. De habértelo dejado puesto, de haberlo dejado en el coche, de haberlo dejado en otro sitio...
Pero nada de eso pasó.
La fiesta no está mal. Es una salvajada, sí, pero para ti es una salvajada más bien forzada. El amigo de Duff quiere que os quedéis a pasar la noche en su habitación. Aceptáis. Bebes mucho —se trata de una fiesta universitaria, al fin y al cabo— aunque ni de lejos tanto como Duff. La fiesta decae. En cierto momento los dos vais a recoger los abrigos. Duff tiene una cerveza en la mano. Recoge su abrigo y se lo echa al hombro.
Entonces vierte algo de cerveza.
No mucha. Sólo una salpicadura. Pero es suficiente.
La cerveza cae sobre una cazadora roja. Ésa es una de las cosas que recuerdas. Fuera hacía un frío glacial, veinte bajo cero, pero alguien sólo llevaba encima una mísera cazadora. Lo otro que nunca te quitarás de la cabeza es que la cazadora era impermeable. La cerveza salpicada, que era poquísima, no habría estropeado la cazadora. No la habría manchado. Se podía enjuagar con facilidad.
Pero alguien grita:
—¡Eh!
Él, el dueño de la cazadora roja, es un chico grande, pero no enorme. Duff se encoge de hombros. No se disculpa. El chico, el señor Cazadora Roja, se enfrenta a Duff cara a cara. Es un error. Sabes que Duff es un gran luchador con una mecha muy corta. Todas las facultades tienen un Duff, el tipo que nunca te imaginas que pueda perder una pelea.
Ése es el problema, por supuesto. Todas las facultades tienen un Duff. Y de vez en cuando tu Duff tropieza con su Duff.
Intentas ponerle fin, reírte de ello, pero tienes a dos chiflados atiborrados de cerveza con las caras rojas y los puños cerrados. Se ha lanzado un desafío. No recuerdas quién lo ha lanzado. Salís todos fuera, a la gélida noche, y te das cuenta de que os habéis metido en un lío.
El chicarrón de la cazadora roja va acompañado de amigos.
Ocho o nueve amigos. Duff y tú estáis solos. Buscas al amigo del instituto de Duff —Mark o Mike no sé qué— pero no se le ve por ninguna parte.
La pelea empieza enseguida.
Duff baja la cabeza como un toro y carga contra Cazadora Roja. Cazadora Roja se aparta y atrapa a Duff en una llave de judo. Le pega un puñetazo en la nariz. Con una llave sigue agarrando a Duff por la cabeza y vuelve a pegarle un puñetazo. Y otro. Y otro.
Duff tiene la cabeza baja y se retuerce como un loco, pero sin ningún efecto. Hacia el séptimo u octavo puñetazo Duff deja de retorcerse. Los amigos de Cazadora Roja lo vitorean. Los brazos de Duff caen a los lados.
Quieres detenerlos, pero no sabes cómo. Cazadora Roja hace su trabajo metódicamente, sin apresurarse en los puñetazos, tomando impulso. Sus colegas le aclaman. Exclaman «oh» y «ah» con cada plaf.
Estás aterrado.
Tu amigo está recibiendo una paliza, pero tú estás básicamente preocupado por ti mismo. Eso te avergüenza. Quieres hacer algo, pero estás asustado, espantosamente asustado. No puedes moverte. Sientes las piernas como si fueran de goma. Sientes un hormigueo en los brazos. Y te odias por eso.
Cazadora Roja suelta otro puñetazo a Duff en la cara. Afloja la llave. Duff cae al suelo como una bolsa de ropa sucia. Cazadora Roja le da una patada en las costillas.
Eres el peor de los amigos. Tienes demasiado miedo para ayudar.
Nunca olvidarás esa sensación. Cobardía. Es peor que una paliza, piensas. Tu silencio. Esa horrible sensación de deshonra.
Otra patada. Duff gime y rueda sobre su espalda. Tiene la cara manchada de rojo carmesí. Después sabrás que sus heridas eran menores. Ojos morados y numerosas laceraciones. Eso será todo. Pero entonces parece estar malherido. Sabes que él nunca se habría quedado quieto permitiendo que te dieran una paliza como ésa.
No puedes aguantar más.
Te apartas del público.
Todas las cabezas se vuelven hacia ti. Por un momento nadie se mueve. Nadie habla. Cazadora Roja respira con dificultad. Con el frío le ves el aliento. Estás temblando. Quieres parecer racional. «Eh —dices—, ya ha recibido bastante.» Gesticulas apaciguadoramente. Pruebas tu sonrisa encantadora. «Ha perdido la pelea. Ya está. Has ganado», le dices a Cazadora Roja.
Alguien salta detrás de ti. Unos brazos te rodean como una serpiente, ciñéndote en un abrazo de oso.
Estás atrapado.
Ahora Cazadora Roja viene a por ti. El corazón te late contra el pecho como un pajarito en una jaula demasiado pequeña. Echas la cabeza hacia atrás. Chocas con la cabeza contra la nariz de alguien. Cazadora Roja está más cerca. Le esquivas. Alguien más sale del corro. Tiene el pelo rubio y una tez rubicunda. Te imaginas que es otro colega de Cazadora Roja.
Se llama Stephen McGrath.
Va a pegarte. Le esquivas como un pez en el anzuelo. Vienen más a por ti. Te entra el pánico. Stephen McGrath te pone las manos en los hombros. Intentas soltarte. Te retuerces frenéticamente.
Entonces te sueltas y le agarras el cuello.
¿Te lanzaste sobre él? ¿Tiró él de ti o tú le empujaste? No lo sabes. ¿Uno de los dos perdió pie en la acera? ¿Fue culpa del hielo? Rememorarás ese momento infinidad de veces, pero la respuesta nunca será clara.
De un modo u otro, os caéis.
Tus dos manos siguen en su cuello. En su garganta. No lo sueltas.
Al caer se oye un ruido sordo. Stephen McGrath golpea con la parte trasera de la cabeza contra el borde de la acera. Se oye un sonido horripilante, infernal, un crac, algo húmedo y superficial y que no se parece a nada que hayas oído antes.
El sonido señala el final de la vida que conocías.
Siempre lo recordarás. Ese horrible sonido. Nunca te abandonará.
Todo se detiene. Miras abajo. Los ojos de Stephen McGrath están abiertos e inmóviles. Pero tú ya lo sabes. Lo sabes por la forma inerte que de repente ha adoptado el cuerpo. Lo sabes por ese crac horripilante e infernal.
La gente se dispersa. Tú no te mueves. No te mueves durante un largo rato.
Todo sucede muy rápido entonces. Llegan guardias de seguridad del campus. Después la policía. Les cuentas lo que ha pasado. Tus padres contratan a una magnífica abogada de Nueva York. Te dice que alegues defensa propia. Lo haces.
Y sigues oyendo ese horrible sonido.
El fiscal se burla. «Señoras y señores del jurado —dice—, ¿el acusado resbaló con las manos agarradas al cuello de Stephen McGrath? ¿Espera que nos lo creamos?»
El juicio no va bien.
A ti te da todo igual. Antes te importaban las notas y los minutos que jugabas. Qué lastimoso. Amigos, chicas, jerarquía social, salir adelante, todas esas cosas. Se han evaporado. Los ha sustituido el horrible sonido de ese cráneo golpeando contra el asfalto.
En el juicio, oyes llorar a tus padres, sí, pero son las caras de Sonya y Clark McGrath, los padres de la víctima, las que te obsesionan. Sonya McGrath te mira fijamente durante todo el juicio.
Te desafía a mirarla.
No puedes.
Intentas escuchar al jurado cuando anuncia el veredicto, pero esos otros sonidos interfieren. Los sonidos no cesan nunca, nunca te dejan, ni siquiera cuando el juez te mira severamente y te condena. La prensa está observando. No te mandarán a una prisión blanda para chicos blancos, tipo club de campo. Ahora no. En año de elecciones, no.
Tu madre se desmaya. Tu padre intenta aguantar el tipo. Tu hermana sale corriendo de la sala. Tu hermano, Bernie, se queda paralizado.
Te ponen las esposas y te llevan fuera de la sala. Tu educación no te ha preparado mucho para lo que te espera. Has visto la tele y has oído muchas historias sobre violaciones en prisión. Eso no te sucede —no hay agresiones sexuales—, pero te dan una paliza con los puños en tu primera semana. Cometes el error de identificar al que te lo ha hecho. Te dan dos palizas más y pasas tres semanas en la enfermería. Años más tarde, seguirás encontrando sangre en la orina de vez en cuando, un recuerdo de un puñetazo en el riñón.
Vives con un miedo constante. Cuando vuelven a dejarte con los demás internos, aprendes que la única forma de sobrevivir es unirte a una absurda pandilla de vástagos de la Nación Aria. No tienen elaboradas ideas ni una visión grandiosa de lo que debería ser Estados Unidos. Básicamente les gusta odiar.
Seis meses después de tu condena, tu padre muere de un infarto. Sabes que es culpa tuya. Quieres llorar, pero no puedes.
Pasas cuatro años en la cárcel. Cuatro años, el mismo período que la mayoría de estudiantes pasan en la universidad. Estás a punto de cumplir veinticinco años. Te dicen que has cambiado, pero no estás muy seguro de que sea verdad.
Cuando sales, tu paso es incierto. Como si el suelo debiera ceder bajo tus pies. Como si la tierra pudiera tragarte en cualquier momento.
En cierto modo siempre caminarás así.
Bernie, tu hermano, está en la puerta esperándote. Bernie acaba de casarse. Su esposa, Marsha, está embarazada de su primer hijo. Te abraza. Casi sientes como si los últimos cuatro años se esfumaran. Tu hermano hace una broma. Te ríes, ríes de verdad, por primera vez en mucho tiempo.
Te equivocabas, tu vida no acabó aquella noche fría en Amherst. Tu hermano te ayudará a encontrar la normalidad. Incluso llegarás a conocer a una hermosa mujer. Se llama Olivia. Te hará inmensamente feliz.
Te casarás con ella.
Un día —nueve años después de cruzar aquella puerta— te enterarás de que tu hermosa mujer está embarazada. Decidís comprar móviles con cámara para estar en contacto constante. Mientras estás trabajando, suena ese móvil.
Tu nombre es Matt Hunter. El teléfono suena por segunda vez. Y tú lo contestas...
RENO, NEVADA
18 de abril
El timbre de la puerta sacó a Kimmy Dale de su pacífico sueño.
Se agitó en la cama, gimió y miró el reloj digital de la mesita.
Las 11:47 de la mañana.
A pesar de que fuera de día, la caravana seguía a oscuras. Así era como le gustaba a Kimmy. Trabajaba de noche y tenía el sueño ligero. En su época de cabeza de cartel en Las Vegas se había pasado años probando persianas, cortinas, estores, antifaces, hasta que encontró una combinación que impedía que el implacable sol de Nevada se inmiscuyera en su sueño. Los rayos de Reno eran un poco más clementes, pero seguían buscando y explotando la más mínima rendija.
Kimmy se sentó en su inmensa cama. El televisor, un modelo sin marca que había comprado de segunda mano a un motel local que se había decidido por fin a hacer reformas, seguía encendido con el volumen apagado. Las imágenes flotaban fantasmagóricamente en un mundo distante. Ahora mismo dormía sola, pero ésa era una condición en flujo constante. Había una época en la que cualquier visita, cualquier pareja en potencia, traía consigo esperanza a su cama, aportaba un optimismo —éste podría ser él—, que, en el fondo, Kimmy reconocía como ilusorio.
Ya no había esperanza.
Se levantó despacio. El pecho hinchado por la última cirugía estética le dolió con el movimiento. Era su tercera operación en aquella zona, y ya no era una niña. Ella no quería hacerlo, pero Chally, que creía tener ojo para esas cosas, había insistido. Sus propinas estaban bajando. Su popularidad se desvanecía. Así que aceptó. Pero la piel de la zona estaba demasiado tensa por los últimos abusos quirúrgicos. Cuando Kimmy se echaba boca arriba, esas malditas cosas caían hacia los lados y parecían ojos de pez.
El timbre de la puerta volvió a sonar.
Kimmy se miró las piernas de ébano. Treinta y cinco años, no había tenido hijos, pero las venas varicosas crecían como gusanos. Demasiados años de pie. Chally querría que se las operara también. Seguía estando en forma, todavía tenía un tipazo y un trasero espectacular, pero vaya, treinta y cinco años no son dieciocho. Tenía algo de celulitis. Y esas venas. Como un maldito mapa en relieve.
Se metió un cigarrillo en la boca. La caja de cerillas era de su actual lugar de empleo, un local de estriptís llamado Eager Beaver. En una época había sido cabeza de cartel en Las Vegas, con el nombre artístico de Black Magic. No echaba de menos esos días. En realidad, no echaba de menos ningún día.
Kimmy Dale se echó encima una bata y abrió la puerta del dormitorio. La sala no tenía protección contra el sol. El resplandor la agredió. Se tapó los ojos y parpadeó. Kimmy no tenía muchas visitas —nunca llevaba clientes a casa— y se imaginó que sería un testigo de Jehová. A diferencia de casi todo el resto del mundo libre, a Kimmy no le importaban sus intrusiones periódicas. Ella siempre invitaba a pasar a los enardecidos religiosos y les escuchaba con atención, envidiosa de que hubieran encontrado algo, deseando poder creer en sus tonterías. Como con los hombres de su vida, esperaba que éste fuera diferente, que éste la convenciera y ella fuera capaz de creer.
Abrió la puerta sin preguntar quién llamaba.
—¿Es usted Kimmy Dale?
La chica que esperaba en la puerta era joven. Dieciocho, veinte años, algo así. Y no, no era testigo de Jehová. No tenía su sonrisa de cabeza hueca. Por un momento, Kimmy se preguntó si sería uno de los fichajes de Chally, pero no podía ser. La chica no era fea ni mucho menos, pero no era para Chally. A Chally le gustaban llamativas y rutilantes.
—¿Quién eres tú? —preguntó Kimmy.
—Eso no importa.
—¿Cómo dices?
La chica bajó los ojos y se mordió el labio inferior. Kimmy vio algo vagamente familiar en ese gesto y sintió una punzada en el pecho.
—Conocía a mi madre —dijo la chica.
Kimmy jugó con el cigarrillo.
—Conozco a muchas madres.
—Mi madre —dijo la chica— era Candace Potter.
Kimmy pestañeó al oírlo. Hacía más de treinta grados fuera, pero de repente se apretó la bata.
—¿Puedo pasar?
¿Dijo Kimmy que sí? No sabría decirlo. Se apartó y la chica se metió en la caravana.
—No comprendo —dijo Kimmy.
—Candace Potter era mi madre. Me dio en adopción el día en que nací.
Kimmy intentó mantener el tipo. Cerró la puerta de la caravana.
—¿Quieres beber algo?
—No, gracias.
Las dos mujeres se miraron. Kimmy cruzó los brazos.
—No estoy segura de lo que quieres —dijo.
La chica habló como si lo llevara ensayado.
—Hace dos años me enteré de que era adoptada. Quiero mucho a mi familia adoptiva, o sea que no quiero que se imagine algo equivocado. Tengo dos hermanas y unos padres maravillosos. Han sido muy buenos conmigo. No se trata de ellos. Es sólo que... cuando te enteras de algo así, necesitas saber.
Kimmy asintió, sin saber muy bien por qué.
—Así que empecé a buscar información. No fue fácil. Pero hay grupos que ayudan a los hijos adoptados a encontrar a sus padres biológicos.
Kimmy se sacó el cigarrillo de la boca. Le temblaba la mano.
—Pero sabrás que Candi... Me refiero a tu madre... Candace.
—... está muerta. Sí, lo sé. La asesinaron. Me enteré la semana pasada.
Kimmy empezaba a sentir las piernas como si fueran de goma. Se sentó. Los recuerdos se agolpaban y dolía. Candace Potter. Conocida como «Candi Cane» en los clubes.
—¿Qué quieres de mí? —preguntó Kimmy.
—He hablado con el detective que investigó su asesinato. Se llama Max Darrow. ¿Se acuerda de él?
Oh, sí, se acordaba del viejo Max. Ya lo conocía antes del asesinato. Al principio, el detective Max Darrow apenas se había molestado en investigar. Lo consideraba un caso de baja prioridad. Una stripper muerta, sin familia. Otro cactus moribundo en el paisaje, eso era lo que Candi era para Darrow. Kimmy se había involucrado, intercambiando favores por favores. Así funciona el mundo.
—Sí —dijo Kimmy—, le recuerdo.
—Ahora está retirado. Me refiero a Max Darrow. Dice que saben quién la mató, pero que no saben dónde está. Kimmy sintió que se le saltaban las lágrimas.
—Fue hace mucho tiempo.
—¿Mi madre y usted eran amigas?
Kimmy logró asentir con la cabeza. Todavía lo recordaba todo, por supuesto. Candi había sido más que una amiga para ella. En esta vida no se encuentran tantas personas con las que puedas contar de verdad. Candi había sido una, tal vez la única desde que había muerto su madre cuando Kimmy tenía doce años. Habían sido inseparables, Kimmy y esa chica blanca, y a veces se habían hecho llamar, profesionalmente al menos, Pic y Sayers, por la vieja película La canción de Brian, y entonces, como en la película, la amiga blanca murió.[1]
—¿Era prostituta? —preguntó la chica.
Kimmy meneó la cabeza y dijo una mentira que sonaba a verdad.
—Nunca.
—Pero hacía estriptís.
Kimmy no dijo nada.
—No la estoy juzgando.
—¿Qué quieres, pues?
—Quiero saber cosas de mi madre.
—Ahora ya no importa.
—A mí me importa.
Kimmy recordó cuando se enteró de lo que había pasado. Estaba actuando, cerca de Tahoe, haciendo un número para el público de mediodía, el mayor grupo de fracasados de la historia de la humanidad, hombres con polvo en las botas y agujeros en los corazones que la visión de mujeres desnudas no hacía más que ensanchar. Hacía tres días que no veía a Candi, pero era normal porque Kimmy estaba de viaje. En aquel escenario fue donde empezó a oír los rumores. Se dio cuenta de que había pasado algo malo. Rezó para que no tuviera que ver con Candi.
Pero sí tenía que ver con ella.
—Tu madre tuvo una vida muy dura —dijo Kimmy.
La chica se sentó, extasiada.
—Candi creía que encontraríamos la forma de salir de esto, ¿sabes?
Al principio creía que sería con algún tipo del club. Nos vería y nos llevaría lejos, pero eso es una estupidez. Algunas de las chicas lo intentan. Pero nunca funciona. El hombre quiere una fantasía, no a ti. Tu madre lo aprendió muy deprisa. Era una soñadora, pero con un objetivo.
Kimmy se calló, abrumada.
—¿Y? —apremió la chica.
—Y entonces ese cabrón la aplastó como si fuera una cucaracha.
La chica se agitó en la silla.
—El detective Darrow me dijo que se llamaba Clyde Rangor.
Kimmy asintió.
—También mencionó a una mujer llamada Emma Lemay. ¿Era su compañera?
—En algunas cosas, sí. Pero no conozco los detalles.
Kimmy no lloró al enterarse de la noticia. Estaba por encima de eso. Pero había dado la cara. Se había arriesgado, contando al maldito Darrow lo que sabía.
La verdad es que en esta vida no hay muchas ocasiones de defender tus principios. Pero Kimmy no traicionaría a Candi, ni siquiera entonces, cuando era demasiado tarde para ayudarla. Porque cuando Candi murió, también murió lo mejor de Kimmy.
Por eso habló con la policía, sobre todo con Max Darrow. El asesino —y sí, ella estaba segura de que habían sido Clyde y Emma— podía matarla también a ella, pero no se echaría atrás.
Sin embargo, Clyde y Emma no la habían agredido. Habían huido.
De eso hacía diez años.
—¿Sabía que yo existía? —preguntó la chica.
Kimmy asintió lentamente.
—Me lo dijo tu madre, pero sólo una vez. Le dolía demasiado hablar de ello. Tienes que comprenderlo. Candi era demasiado joven cuando ocurrió. Quince o dieciséis años. Te separaron de ella en el momento en que naciste. Ella ni siquiera supo si habías sido niño o niña.
El silencio se hizo pesado. Kimmy deseó que la chica se marchara.
—¿Qué cree que ha sido de él? Me refiero a Clyde Rangor.
—Estará muerto —dijo Kimmy.
Pero no lo creía. Las cucarachas como Clyde no mueren. Salen de la madriguera y siguen haciendo daño.
—Quiero localizarlo —dijo la chica.
Kimmy la miró.
—Quiero encontrar al asesino de mi madre y entregarlo a la justicia. No soy rica, pero tengo algo de dinero.
Las dos se quedaron calladas un momento. El ambiente era pesado y pegajoso. Kimmy no sabía cómo decirlo.
—¿Puedo decirte algo? —empezó.
—Por supuesto.
—Tu madre se mantuvo firme hasta el final.
—¿Firme en qué?
Kimmy siguió:
—Casi todas las chicas se rinden. Pero tu madre nunca lo hizo. No se la podía doblegar. Ella tenía sueños. Pero no podía ganar.
—No lo entiendo.
—¿Eres feliz, niña?
—Sí.
—¿Sigues estudiando?
—Acabo de empezar la universidad.
—La universidad —dijo Kimmy con una voz soñadora—: Tú.
—¿Qué pasa conmigo?
—Eso, tú eres el logro de tu madre.
La chica no dijo nada.
—Candi, tu madre, no querría verte mezclada en esto. ¿No lo comprendes?
—Creo que sí.
—Espera un momento.
Kimmy abrió un cajón. Ahí estaba, como siempre. Ya no la tenía a la vista, pero la fotografía estaba encima de todo. Candi y ella sonriendo al mundo. Pic y Sayers. Kimmy miró su propia imagen y se dio cuenta de que la jovencita que llamaban Black Magic era una desconocida, que Clyde Rangor también podría haberla hecho desaparecer a ella a puñetazos.
—Toma —dijo.
La chica cogió la fotografía como si fuera porcelana.
—Era preciosa —dijo la chica.
—Mucho.
—Parece feliz.
—No lo era. Pero hoy lo sería.
La chica levantó la barbilla.
—No sé si puedo mantenerme alejada de esto.
«Pues entonces —pensó Kimmy— tal vez seas más parecida a tu madre de lo que crees.»
Se abrazaron y prometieron estar en contacto. Cuando la chica se marchó, Kimmy se vistió. Fue al florista y pidió una docena de tulipanes. Los tulipanes eran las flores preferidas de Candi. Condujo cuatro horas hasta el cementerio y se arrodilló frente a la tumba de su amiga.
No había nadie más. Kimmy limpió el polvo de la diminuta lápida. Ella misma había pagado la parcela y la lápida. Candi no descansaría en un cementerio para pobres.
—Hoy ha venido tu hija —dijo en voz alta.
Soplaba una ligera brisa. Kimmy cerró los ojos y escuchó. Le pareció oír la voz de Candi, tanto tiempo silenciada, suplicándole que cuidara de su hija.
Y allí, con el ardiente sol de Nevada quemándole la piel, Kimmy prometió que lo haría.
IRVINGTON, NUEVA JERSEY
20 de junio
—Un móvil con cámara —murmuró Matt Hunter meneando la cabeza.
Miró al cielo en busca de guía divina, pero lo único que vio fue una enorme botella de cerveza.
La botella era una visión familiar, lo que veía Matt cada vez que salía de su desvencijada casa de dos pisos con la pintura descolorida. Con la parte superior a seis metros de altura, la famosa botella dominaba el perfil de la ciudad. Pabst Blue Ribbon había tenido una destilería allí, pero la había abandonado en 1985. Hacía años, la botella había sido una magnífica torre de agua con placas de acero bañadas en cobre, esmalte reluciente y una tapa dorada. De noche los reflectores iluminaban la botella para que los habitantes de Jersey la vieran desde muy lejos.
Pero ya no. Ahora el color era de un marrón de botella de cerveza por el óxido. La etiqueta de la botella había desaparecido hacía tiempo. Siguiendo su ejemplo, el antiguamente sólido vecindario que la circundaba no sólo se había disgregado sino que prácticamente se había esfumado. Hacía veinte años que nadie trabajaba en la fábrica de cerveza. Pero, a juzgar por su estado ruinoso, se podría pensar que hacía mucho más.
Matt se paró en el último escalón del porche. Olivia, el amor de su vida, siguió andando. Agitaba las llaves del coche en la mano.
—Creo que no deberíamos —dijo.
Olivia no se detuvo.
—Vamos. Será divertido.
—Un teléfono debería ser un teléfono —dijo Matt—. Una cámara debería ser una cámara.
—Vaya, qué profundo.
—Un chisme que es ambas cosas... es una perversión.
—Tu especialidad —dijo Olivia.
—Ja ja. ¿No ves el peligro?
—Pues no.
—Una cámara y un teléfono en uno —Matt se calló, pensando en lo que iba a decir— es..., no sé, es mezclar dos especies, si lo piensas bien, como en uno de esos experimentos de las películas de serie B que escapan al control y destruyen todo lo que encuentran.
Olivia lo miró.
—Eres más raro...
—No estoy seguro de que debamos comprarnos móviles con cámara, nada más.
Ella apretó el mando a distancia y los seguros de las puertas del coche se liberaron. Fue a abrir la puerta. Matt dudó.
Olivia volvió a mirarlo.
—¿Qué? —preguntó él.
—Si los dos tenemos móviles con cámara —dijo Olivia—, podría mandarte porno mientras estás trabajando.
Matt abrió la puerta.
—¿Verizon o Sprint?
Olivia le sonrió de una manera que le aceleró el corazón.
—Te quiero, ya lo sabes.
—Yo también te quiero.
Los dos estaban dentro del coche. Ella se volvió a mirarlo. Él detectó su inquietud y estuvo a punto de volverse.
—Todo irá bien —dijo Olivia—. Lo sabes, ¿no?
Él asintió y simuló una sonrisa. Olivia no se lo tragaría, pero el esfuerzo contaría para algo.
—Olivia —dijo.
—¿Sí?
—Continúa con el porno.
Ella le dio un puñetazo en el brazo.
Pero la inquietud de Matt volvió en cuanto entraron en la tienda de Sprint y empezaron a oír hablar del compromiso para dos años. La sonrisa del dependiente tenía algo de satánico, como el diablo de una de esas películas en que un tipo ingenuo vende su alma. Cuando el dependiente sacó un mapa de Estados Unidos —«las zonas que no eran turísticas», les informó, estaban en rojo brillante— Matt empezó a desconectar.
En cuanto a Olivia, no podía reprimir su emoción, pero es que la esposa de Matt tenía un don natural para el entusiasmo. Era una de esas escasas personas que encuentran alegría tanto en lo grande como en lo pequeño, uno de esos rasgos que demuestran que, sin duda en su caso, los opuestos se atraen.
El dependiente no dejaba de parlotear. Matt no le escuchaba, pero Olivia le dedicaba toda su atención. Le hizo un par de preguntas, por pura formalidad, pero el dependiente ya sabía que ese cliente había mordido el anzuelo, y estaba no sólo pescado y bien pescado, sino ya frito y casi engullido.
—Permítanme que prepare el papeleo —dijo el dependiente, apartándose.
Olivia cogió a Matt del brazo, con la cara radiante.
—A que es divertido.
Matt hizo una mueca.
—¿Qué?
—¿Le has hablado del porno?
Ella rió y apoyó la cabeza en su hombro.
Por supuesto, el atolondramiento de Olivia y su sonrisa inalterable se debían a algo más que a un cambio de móviles. Comprar los móviles con cámara era sólo un señuelo, un indicador de que algo iba a ocurrir.
Un bebé.
Hacía dos días, Olivia se había hecho una prueba de embarazo en casa y, de una forma que a Matt le había parecido cargada de significado religioso, había aparecido una cruz roja en la tira blanca. Se quedó en silencio, asombrado. Llevaban un año intentando tener un hijo, casi desde que se habían casado. La tensión del fracaso constante había convertido lo que antes era una experiencia espontánea y casi mágica en una serie de obligaciones bien orquestadas de toma de temperatura, señales en el calendario, abstinencia prolongada y ardor concentrado.
Ahora lo habían dejado atrás. Era pronto, le había avisado ella. «No nos entusiasmemos demasiado.» Pero Olivia estaba resplandeciente, no se podía negar. Su positivo estado de ánimo era una fuerza, una tormenta, una marea. Matt no tenía nada que decir en contra.
Por eso estaban allí.
Los móviles con cámara, había insistido Olivia, permitirían que la futura familia de tres compartiera su vida de una forma que la generación de sus padres no podía ni imaginar. Gracias al móvil con cámara, ninguno de los dos perdería ningún momento clave, o ni que fueran banales, del niño: el primer paso, las primeras palabras, o el primer día en el parque, todo.
Al menos ése era el plan.
Una hora después, cuando volvieron a su mitad de la casa bifamiliar, Olivia le dio un beso rápido y empezó a subir las escaleras.
—Eh —gritó Matt, levantando el teléfono nuevo y arqueando una ceja—. ¿Quieres probar el vídeo?
—El vídeo sólo dura quince segundos.
—Quince segundos. —Lo pensó, se encogió de hombros, y dijo—: Habrá que alargar los preliminares.
Olivia gimió ostensiblemente.
Vivían en lo que estaba considerado una zona sórdida, a la sombra curiosamente reconfortante de la botella de cerveza gigante de Irvington. Hacía nueve años, cuando acababa de salir de la cárcel, Matt sentía que no se merecía nada mejor (y no era una mala idea porque tampoco se lo podía permitir) y a pesar de las protestas de la familia, se limitó a alquilar un piso. Irvington es una ciudad cansada, con una gran parte de población afroamericana, probablemente más del ochenta por ciento. Se puede llegar a la conclusión de que se sentía culpable por sus años de cárcel. Matt sabía que las cosas nunca son tan sencillas, pero no tenía mejor explicación, aparte de que no se sentía capaz todavía de volver a vivir en una zona residencial. El cambio sería demasiado rápido, el equivalente terrenal a un cambio súbito de presión.
De un modo u otro, aquel barrio —la estación de servicio Shell, la vieja ferretería, la charcutería de la esquina, los borrachos tirados en la acera, los atajos al aeropuerto de Newark, la taberna escondida cerca de la vieja cervecería Pabst— se había convertido en su hogar.
Cuando Olivia llegó de Virginia, Matt se imaginaba que insistiría en que cambiaran a un barrio mejor. Ella estaba acostumbrada a algo, si no mejor, sí diferente, y él lo sabía. Olivia había crecido en un pueblecito de Virginia llamado Northways. Cuando Olivia empezaba a caminar, su madre se había ido. Su padre la crió solo.
Joshua Murray, que era ya un padre mayor —tenía cincuenta y un años cuando Olivia nació—, se esforzó mucho por crear un hogar para él y su hijita. Joshua era el médico del pueblo de Northways, un médico de familia que trataba todo, desde el apéndice de Mary Kate Johnson de seis años hasta la gota del viejo Riteman.
Según Olivia, Joshua era un buen hombre, y un padre cariñoso y maravilloso que amaba con locura a su única hija. Eran ellos dos solos, padre e hija, viviendo en una casa de ladrillo de la calle principal. La consulta de su padre estaba en el lado derecho del paseo de entrada. Casi todos los días, Olivia volvía corriendo de la escuela para echar una mano con los pacientes. Animaba a los niños asustados o parloteaba con Cassie, la enfermera recepcionista de toda la vida. Cassie también era «una especie de niñera». Si su padre estaba ocupado, Cassie preparaba la cena y ayudaba a Olivia con los deberes. En cuanto a Olivia, adoraba a su padre. Su sueño —aunque ahora se daba cuenta de lo ingenuo que era— había sido ser médica y trabajar con su padre.
Pero durante el último año de Olivia en la universidad, todo cambió. Su padre, el único familiar que Olivia había conocido, murió de cáncer de pulmón. La noticia dejó a Olivia destrozada. La vieja ambición de ir a la facultad de medicina —siguiendo los pasos de su padre— murió con él. Olivia rompió su compromiso con el novio de la universidad, un estudiante de medicina llamado Doug, y volvió a la vieja casa de Northways. Pero vivir allí sin su padre era demasiado doloroso. Acabó por vender la casa y se trasladó a un complejo de apartamentos en Charlottesville. Aceptó un empleo en una empresa informática que exigía viajar mucho, y así fue en parte como ella y Matt retomaron su relación.
Irvington, Nueva Jersey, estaba muy lejos de Northways o Charlottesville, Virginia, pero Olivia le sorprendió. Quiso que se quedaran en el piso, por miserable que fuera, para poder ahorrar dinero con vistas a la casa de sus sueños, ahora fuera de su alcance.
Tres días después de comprar los móviles con cámara, cuando Olivia volvió a casa subió directamente a la otra planta. Matt se sirvió un refresco de lima y cogió un puñado de pretzels en forma de cigarro. Cinco minutos después la siguió. Olivia no estaba en el dormitorio. Miró en el pequeño estudio. Estaba frente al ordenador, dándole la espalda.
—Olivia.
Ella se volvió y le sonrió. Matt siempre había despreciado la vieja idea de que una sonrisa podía iluminar una habitación, pero Olivia podía hacerlo, tenía una de esas sonrisas «que hacen girar el mundo». Su sonrisa era contagiosa. Era un catalizador sorprendente, que añadía color y textura a la vida de Matt, alterándolo todo en una habitación.
—¿En qué piensas? —preguntó Olivia.
—En que estás muy buena.
—¿Incluso embarazada?
—Sobre todo embarazada.
Olivia apretó una tecla y la pantalla se apagó. Se puso de pie y le besó suavemente la mejilla.
—Tengo que hacer la maleta.
Olivia se iba a Boston en viaje de trabajo.
—¿A qué hora es tu vuelo? —preguntó.
—Creo que iré en coche.
—¿Por qué?
—Una amiga mía abortó después de un viaje en avión. No quiero arriesgarme. Ah, y pienso ir a ver al doctor Haddon mañana por la mañana, antes de irme. Quiere confirmar la prueba y comprobar que todo va bien.
—¿Quieres que te acompañe?
Ella denegó con la cabeza.
—Tienes que trabajar. Ya vendrás la próxima vez, cuando me hagan una ecografía.
—De acuerdo.
Olivia volvió a besarle, demorándose en sus labios.
—Eh —susurró—. ¿Eres feliz?
Matt iba a soltar una bromita, algo ingenioso. Pero no lo hizo. La miró directamente a los ojos y dijo:
—Mucho.
Olivia se apartó, sin dejar de mirarlo con aquella sonrisa.
—Voy a hacer la maleta.
Matt la vio alejarse. Se quedó un momento en el umbral. Sentía el pecho ligero. Por supuesto que era feliz, y eso le daba un miedo terrible. Lo bueno es frágil. Eso lo aprendes cuando matas a un chico. Lo aprendes cuando te pasas cuatro años en una cárcel de máxima seguridad.
Lo bueno es tan efímero, tan tenue, que puede ser destruido con un suave soplo.
O por el sonido de un teléfono.
Matt estaba trabajando cuando el móvil con cámara vibró.
Miró el identificador de llamadas y vio que era Olivia. Matt seguía trabajando en la vieja mesa de socio de su hermano, esa clase de mesas en las que dos personas se sientan frente a frente, aunque el otro lado estaba vacío desde hacía tres años. Su hermano Bernie había comprado la mesa cuando Matt salió de la cárcel. Antes de lo que la familia denominaba eufemísticamente «el incidente», Bernie tenía grandes planes para los dos, los hermanos Hunter. No quería que nada se interpusiera. Matt dejaría atrás aquellos años. El incidente había sido un bache en el camino, nada más, y ahora los hermanos Hunter volvían a estar en marcha.
Bernie era tan convincente que Matt casi empezó a creerle.
Los hermanos compartieron la mesa durante seis años. Ejercieron la abogacía en aquella misma sala: Bernie atendía el derecho corporativo y lucrativo mientras Matt, que no podía ser un abogado de verdad por sus antecedentes, se ocupaba de lo contrario, lo no lucrativo ni lo corporativo. Los compañeros abogados de Bernie consideraban raro el acuerdo, pero intimidad no era algo que ninguno de los hermanos deseara. Habían compartido habitación toda la infancia, Bernie en la litera de arriba, una voz desde lo alto en la oscuridad. Los dos añoraban aquellos días, o al menos Matt. No estaba cómodo a solas, sino con Bernie en la habitación.
Durante seis años.
Matt apoyó las palmas de las manos en la superficie de caoba. Ya debería haberse librado de la mesa. El lado de Bernie estaba intacto desde hacía tres años, pero a veces Matt aún miraba hacia allí esperando verle.
El móvil con cámara volvió a vibrar.
En aquel instante Bernie lo tenía todo —una esposa estupenda, dos hijos estupendos, una gran casa en las afueras, era socio de un gran bufete de abogados, tenía buena salud, era querido por todos—; al siguiente, su familia echaba tierra sobre su tumba e intentaba entender lo que había pasado. Un aneurisma cerebral, dijo el médico. Lo llevas encima durante años y un día, pam, acaba con tu vida.
El móvil estaba en «vibración-timbre». Dejó de vibrar y el timbre empezó a tocar la vieja canción de Batman de la tele, la de la letra trabada que básicamente consistía en tararear na-na-na un rato y después gritar «¡Batman!».
Matt se quitó el móvil del cinturón.
Su dedo se detuvo sobre la tecla de respuesta. Era un poco raro. Olivia, a pesar de estar en el ramo de la informática, era malísima con los aparatos. Apenas usaba el teléfono, y cuando lo hacía, sabiendo que Matt estaba en el despacho, lo llamaba por la línea fija.
Matt apretó la tecla de respuesta, pero apareció un mensaje diciendo que se transmitía una fotografía. Eso también era curioso. A pesar de su excitación inicial, Olivia aún no había aprendido a usar la prestación de cámara.
Sonó el intercomunicador.
Rolanda —Matt la calificaría de secretaria o ayudante, pero de hacerlo, ella lo mataría— se aclaró la voz.
—Matt.
—Sí.
—Marsha por la línea dos.
Sin dejar de mirar la pantalla, Matt cogió el teléfono, para hablar con su cuñada, la viuda de Bernie.
—Hola —dijo.
—Hola —dijo Marsha—. ¿Olivia sigue en Boston?
—Sí. Precisamente, ahora mismo me está mandando una foto con el móvil nuevo.
—Oh. —Hubo un breve silencio—. ¿Vas a venir hoy?
Como un paso más para la vida en familia, Matt y Olivia estaban mirando una casa cerca de la de Marsha y los niños. Estaba en Livingston, la ciudad donde Bernie y Matt habían crecido.
Matt se había cuestionado sobre la prudencia de volver allí. La gente tenía buena memoria. Por muchos años que pasaran, siempre sería objeto de murmullos e insinuaciones. Por una parte, Matt ya hacía tiempo que estaba por encima de esas necedades. Por otra, le preocupaban Olivia y el hijo que nacería. La maldición del padre que caía sobre el hijo y todo eso.
Pero Olivia comprendía los riesgos. Era lo que ella quería.
Más que eso, el estado de hipertensión de Marsha —Matt no sabía qué eufemismo utilizar— pesaba. Había sufrido una breve crisis un año después de la muerte de Bernie. Marsha había tenido que «descansar» —otro eufemismo— durante dos semanas, y Matt se instaló en su casa y se ocupó de los niños. Marsha ya estaba bien —era lo que todos decían—, pero a Matt le tranquilizaba la idea de estar cerca de ellos.
Hoy, un perito inspeccionaría la casa nueva.
—Pensaba salir dentro de poco. ¿Por qué? ¿Pasa algo?
—¿Podrías pasarte?
—¿Por tu casa?
—Sí.
—Claro.
—Si es un mal momento...
—No, claro que no.
Marsha era una mujer preciosa, cara ovalada que a veces parecía roída por la tristeza, y mirada nerviosa, hacia arriba, como queriendo comprobar que la nube negra está aún en su sitio. Era una reacción física, por supuesto, un reflejo más de su personalidad, como ser bajito o tener cicatrices.
—¿Todo va bien? —preguntó Matt.
—Sí, estoy bien. No es importante. Es que... ¿Podrías encargarte de los niños un par de horas? Tengo un asunto de la escuela y Kyra sale esta noche.
—¿Quieres que me los lleve a cenar?
—Eso sería estupendo. Pero no a un McDonald’s, ¿vale?
—¿Un chino?
—Perfecto —dijo ella.
—Entendido, ya pasaré.
—Gracias.
La imagen empezó a aparecer en la cámara del móvil.
—Hasta luego —dijo.
Ella se despidió y colgó.
Matt volvió la atención al móvil. Miró fijamente la pantalla. Era diminuta. Tal vez tres centímetros, no más de cinco. El sol brillaba ese día. La cortina estaba abierta. La luz hacía difícil la visión. Matt hizo visera con la mano alrededor de la pantallita e inclinó el cuerpo para hacerle sombra. Funcionó bastante bien.
Un hombre apareció en la pantalla.
Seguía siendo difícil distinguir los detalles. Parecía tener treinta y tantos años, la edad de Matt, y tenía el pelo muy oscuro, negro azabache. Llevaba una camisa roja abotonada hasta abajo. Tenía una mano levantada como si saludara. Estaba en una habitación con paredes blancas y una claraboya. El hombre tenía una sonrisa arrogante en la cara, de las que dicen «soy mejor que tú». Matt le miró. Sus ojos se encontraron y Matt habría jurado que había visto un destello burlón en ellos.
Pero Matt no le conocía.
¿Por qué su esposa habría sacado una foto de aquel hombre?
La pantalla se hizo negra. Matt no se movió. El fragor de caracol de mar permanecía en sus oídos. Seguía oyendo otros sonidos —un fax lejano, murmullos, el tráfico rodado— pero como a través de un filtro.
—Matt.
Era Rolanda Garfield, la susodicha ayudante/secretaria. El bufete no había visto con buenos ojos que Matt la contratara. Rolanda era una barriobajera para los camisas almidonadas de Carter Sturgis. Pero él había insistido. Era uno de los primeros clientes de Matt y una de sus pocas victorias penosamente logradas.
Durante su estancia en la cárcel, Matt había conseguido suficientes créditos para licenciarse. Le dieron la licenciatura poco después de salir. Bernie, una figura poderosa en el superbufete de Newark de Carter Sturgis, pensó que podría convencer al colegio para que hicieran una excepción y dejaran entrar a su hermano ex convicto.
Se equivocó.
Pero a Bernie no era fácil desanimarlo. Entonces convenció a sus socios de que aceptaran a Matt como un «paralegal», un término magníficamente amplio que, más o menos, significaba «hacer el trabajo de baja categoría».
Al principio, a los socios de Carter Sturgis no les hizo ninguna gracia. No era de extrañar, claro. ¿Un ex convicto en su inmaculado bufete? No podía ser. Pero Bernie apeló a su supuesta humanidad: Matt sería bueno para las relaciones públicas. Demostraría que el gabinete tenía corazón y creía en las segundas oportunidades, al menos en teoría. Era inteligente. Sería un buen fichaje. Más aún, si se encargaba del gran volumen de casos no lucrativos del gabinete, permitiría a los socios seguir excavando en los bolsillos bien provistos sin distracción de los desfavorecidos.
No había opción: Matt trabajaría barato, ¿qué remedio le quedaba? Y el hermano, Bernie, un auténtico hacedor de dinero, se marcharía si no lo aceptaban.
Los socios consideraron el escenario: ¿hacer el bien y salir beneficiados? Es la lógica en la que se basa toda beneficencia.
Los ojos de Matt permanecieron en la pantalla en blanco del teléfono. Su pulso dio un brinco. «¿Quién es este tipo del pelo negro oscuro?», se preguntó.
Rolanda apoyó las manos en las caderas.
—Tierra llamando a Marte —dijo.
—¿Qué? —se sobresaltó Matt.
—¿Va todo bien?
—¿A mí? Sí, claro.
Rolanda hizo una mueca.
El teléfono volvió a vibrar. Rolanda se quedó con los brazos en jarras. Matt la miró de nuevo. Ella no pilló la indirecta. Casi nunca las pillaba. El teléfono volvió a vibrar y después empezó a sonar la melodía de Batman.
—¿No contestas? —dijo Rolanda.
Matt miró el teléfono. El identificador de llamadas volvió a mostrar el número de su esposa.
—Eh, Batman.
—Enseguida —dijo Matt.
Con el pulgar tocó la tecla verde de envío, rozándola un instante antes de apretarla. La pantalla volvió a iluminarse.
Esta vez apareció un vídeo.
La tecnología iba mejorando, pero el tembloroso vídeo normalmente tenía una calidad dos pasos por debajo de la película de Zapruder.[2] Por un par de segundos, Matt tuvo dificultades en distinguir lo que sucedía. El vídeo no duraría. Matt lo sabía. Diez, quince segundos como mucho.
Era una habitación. Eso lo veía. La cámara enfocaba un televisor sobre una cómoda. Había un cuadro en la pared —Matt no distinguía el tema— pero la impresión general le hizo concluir que se trataba de una habitación de hotel. La cámara se detuvo en la puerta del baño.
Y entonces apareció una mujer.
Su pelo era rubio platino. Llevaba gafas de sol oscuras y un vestido azul provocativo. Matt frunció el ceño.
¿Qué demonios era aquello?
La mujer se quedó quieta un momento. Matt tuvo la impresión de que no sabía que la cámara la enfocaba. La lente se movió hacia ella. Hubo un destello de luz, el sol que entraba por la ventana, y después volvió a enfocarse todo.
La mujer se acercó a la cama y Matt contuvo la respiración.
Reconoció la forma de caminar.
También reconoció la forma de sentarse en la cama, la sonrisa incierta que siguió, la forma de levantar la barbilla y cruzar las piernas.
No se movió.
Al otro lado de la habitación oyó la voz de Rolanda, ahora más suave:
—Matt.
La ignoró. La cámara bajó como si la depositaran sobre algo, probablemente en la cómoda. Seguía apuntando a la cama. Un hombre caminó hacia la rubia platino. Matt sólo podía ver la espalda del sujeto. Llevaba una camisa roja y tenía el pelo negro muy oscuro. Al acercarse bloqueó la vista de la mujer. Y de la cama.
Los ojos de Matt empezaban a ver borroso. Parpadeó para volver a enfocar. La pantalla de LCD de la cámara empezó a oscurecerse. Las imágenes temblaron y desaparecieron y Matt se quedó sentado, mientras Rolanda le miraba con curiosidad, las fotografías en el lado de la mesa de su hermano todavía en su sitio, y estaba seguro —bueno, casi seguro, la pantalla sólo tenía tres o cuatro centímetros, ¿no?— de que la mujer de la habitación del hotel, la mujer de la cama del vestido provocativo, que llevaba una peluca rubia platino y era en realidad castaña, se llamaba Olivia y era su esposa.
NEWARK, NEW JERSEY
22 de junio
Loren Muse, investigadora de homicidios del condado de Essex, estaba sentada en la oficina de su jefe.
—Espera un momento —dijo—. ¿Me estás diciendo que la monja tenía implante de mamas?
Ed Steinberg, el fiscal del condado de Essex, estaba sentado detrás de su mesa frotándose su considerable tripa. Tenía ese tipo de corpulencia que visto desde atrás ni siquiera le hacía parecer gordo, sólo con el trasero plano. Se echó hacia atrás y cruzó las manos en la nuca. La camisa tenía las axilas amarillentas.
—Eso parece, sí.
—Pero murió por causas naturales —dijo Loren.
—Eso creíamos.
—¿Ya no?
—Yo ya no pienso nada —dijo Steinberg.
—Ahora podría hacerte un chiste, jefe.
—Pero no lo harás —suspiró Steinberg y se puso las gafas de leer—. La hermana Mary Rose, una profesora de estudios sociales de décimo curso, fue hallada muerta en su habitación del convento. Sin signos de lucha, ni heridas, tenía sesenta y dos años. A primera vista, una muerte corriente, un infarto, una embolia, algo por el estilo. Nada sospechoso.
—¿Pero? —añadió Loren.
—Pero ha surgido algo.
—Creo que es más exacto decir que «se ha sumado» algo.
—Ya está bien. Para.
Loren levantó las palmas de las manos hacia arriba.
—Sigo sin entender qué hago aquí.
—¿Qué te parece porque eres la mejor investigadora de homicidios de todo el condado?
Loren hizo una mueca.
—Ya, sabía que no tenía gracia. La monja —Steinberg se bajó las gafas de leer— enseñaba en St. Margaret’s High. —La miró.
—¿Y qué?
—Que tú estudiaste allí, ¿no?
—Repito: ¿y qué?
—Que la madre superiora tiene influencias en el cuerpo. Te ha pedido a ti.
—¿La madre Katherine?
Él echó un vistazo al papel.
—La misma.
—¿Te cachondeas o qué?
—No. Pidió un favor. Preguntó por ti.
Loren meneó la cabeza.
—La conoces, supongo.
—¿A la madre Katherine? Sólo porque siempre me mandaban a su despacho.
—Vaya. ¿No eras una niña buena? —Steinberg se llevó una mano al corazón—. Me dejas sin habla.
—Sigo sin entender por qué me quiere a mí.
—A lo mejor cree que serás discreta.
—Odiaba ese colegio.
—¿Por qué?
—Tú no fuiste a una escuela católica, ¿a que no?
Él levantó la placa con su nombre que había sobre la mesa y señaló las letras una por una.
—Steinberg —leyó lentamente—. Fíjate en Stein. Fíjate en Berg. ¿Ves muchos apellidos de éstos en la iglesia?
Loren asintió.
—Ya. Para mí es como enseñar música a un sordo. ¿Con qué fiscal trabajaré?
—Conmigo.
Eso la sorprendió.
—¿Directamente?
—Directa y únicamente. Nadie más se meterá en esto, ¿entendido?
Ella asintió.
—Entendido.
—¿Preparada, pues?
—¿Preparada para qué?
—Para la madre Katherine.
—¿Qué pasa?
Steinberg se levantó y dio la vuelta a la mesa.
—Está en la habitación de al lado. Quiere hablar contigo en privado.
Cuando Loren Muse estudiaba en la St. Margaret’s School para chicas, la madre Katherine medía tres metros y medio y tenía aproximadamente cien años. Los años la habían encogido y retardaban el proceso de envejecimiento, pero no mucho. La madre Katherine llevaba un hábito cuando Loren iba al St. Margaret’s. Ahora vestía indumentaria innegablemente casta, pero mucho más informal. El equivalente religioso a Banana Republic, se imaginó Loren.
—Las dejaré a solas —dijo Steinberg.
La madre Katherine estaba de pie, con las manos unidas en posición de plegaria. La puerta se cerró. Ninguna de las dos dijo nada. Loren conocía la técnica. Ella no hablaría primero.
En su penúltimo año en la Livingston High School, Loren había sido etiquetada de «estudiante problemática» y la habían mandado a St. Margaret’s. Entonces Loren era una niña diminuta, de apenas metro y medio de altura, y no había crecido mucho posteriormente. Los otros investigadores, todos varones y más listos que nadie, la llamaban Tapón.
Investigadores. Si no les paras los pies, te hacen pedazos.
Pero Loren no siempre había sido una niña problemática. Cuando estaba en la escuela elemental, era una muchachota pequeñaja, un azogue que pegaba patadas a la pelota y antes habría muerto que ponerse algo rosa. Su padre trabajaba para empresas de transporte. Era un hombre tranquilo y cariñoso que cometió el error de enamorarse de una mujer demasiado hermosa para él.
El clan Muse vivía en la sección de Coventry de Livingston, Nueva Jersey, una zona de los suburbios muy por encima de sus recursos sociales y económicos. La madre de Loren, la cautivadora y exigente señora Muse, había insistido en ello porque, maldita sea, se lo merecía. Nadie, lo que se dice nadie, miraría a Carmen Muse por encima del hombro.
Agobiaba a su marido, exigiéndole que trabajara más, que pidiera más préstamos, que encontrara la manera de seguir adelante, hasta que —exactamente dos días después de que Loren cumpliera los catorce— él se voló los sesos en su garaje biplaza.
Visto en perspectiva, Loren había llegado a la conclusión de que su padre probablemente era bipolar. Ahora lo veía. Tenía un desequilibrio químico en el cerebro. Un hombre se suicida y no es justo echar la culpa a los demás. Pero Loren lo hacía. Echaba la culpa a su madre. Se preguntaba cómo habría sido la vida de su cariñoso y tranquilo padre si se hubiera casado con alguien menos ambicioso que Carmen Valos de Bayonne.
La joven Loren se tomó la tragedia como era de esperar: se rebeló como una loca. Se dio a beber, a fumar, se juntó con indeseables, se acostó con más de uno. Era injusto que a los chicos con múltiples parejas sexuales se los reverenciara mientras que a una chica se la trata de furcia. Pero por mucho que a Loren le fastidiara admitirlo, por mucho que intentara consolarse racionalizándolo desde un punto de vista feminista, la verdad era que su grado de promiscuidad era adversamente (aunque directamente) proporcional a su grado de amor propio. Es decir que, cuando su autoestima estaba baja, ascendía su tendencia a desmadrarse. Los hombres no parecían sufrir el mismo destino, o, si era así, lo disimulaban bien.
La madre Katherine rompió el silencio.
—Me alegro de verte, Loren.
—Lo mismo digo —dijo Loren con una voz insegura muy poco propia de ella. ¿Es que empezaría a morderse las uñas otra vez?—. El fiscal Steinberg me ha dicho que quería usted verme.
—¿Nos sentamos?
Loren se encogió de hombros. Se sentaron. Loren se cruzó de brazos y se encogió un poco en la silla. Cruzó las piernas. Recordó que tenía un chicle en la boca. La cara de la madre Katherine mostró desaprobación. Para no dejarse intimidar, Loren aceleró la masticación hasta convertirla en un rumiaje bovino.
—¿Quiere contarme qué pasa?
—Ésta es una situación delicada —empezó la madre Katherine—. Exige... —Miró hacia arriba como si pidiera ayuda al Señor.
—¿Delicadeza? —acabó Loren.
—Sí. Delicadeza.
—De acuerdo —dijo Loren, arrastrando la palabra—. Se trata de la monja con tetas nuevas, ¿no?
La madre Katherine cerró los ojos, y los abrió de nuevo.
—Sí. Pero creo que has olvidado lo más importante.
—¿Qué?
—Que ha muerto una profesora estupenda.
—Se refiere a la hermana Mary Rose. —Pensando: «Nuestra Señora del Escote».
—Sí.
—¿Cree que murió por causas naturales? —preguntó Loren.
—Sí.
—¿Pues?
—Es difícil hablar de ello.
—Me gustaría ayudar.
—Eras una buena chica, Loren.
—No, era una pesada.
La madre Katherine disimuló una sonrisa.
—Bueno, sí, eso también.
Loren le devolvió la sonrisa.
—Hay distintas clases de liantas —dijo la madre Katherine—. Eras rebelde, sí, pero siempre tuviste buen corazón. Nunca fuiste cruel con los demás. Para mí, eso ha sido siempre la clave. A menudo te metías en líos para proteger a alguien más débil.
Loren se echó hacia delante y se sorprendió a sí misma: le tomó la mano a la monja. La madre Katherine también reaccionó con sorpresa al gesto. Miró a Loren con sus ojos azules.
—Prométeme que lo que te contaré quedará entre tú y yo —dijo la madre Katherine—. Es muy importante. Sobre todo con este ambiente. Si se huele el escándalo...
—No taparé nada.
—No quiero que lo hagas —dijo ella, dedicándole el tono teológico de ofensa—. Es necesario llegar a conocer toda la verdad. He pensado muy en serio en dejarlo —hizo un gesto con la mano—, en olvidarlo. A la hermana Mary Rose la enterrarían discretamente y se acabó.
Loren sostenía la mano de la monja. La mano de la mujer mayor era oscura, como si estuviera hecha de madera de bálsamo.
—Haré lo que pueda.
—Debes entenderlo. La hermana Mary Rose era una de nuestras mejores profesoras.
—¿Enseñaba estudios sociales?
—Sí.
Loren rebuscó en los archivos de la memoria.
—No me acuerdo de ella.
—Llegó cuando tú ya te habías graduado.
—¿Cuánto tiempo había estado en St. Margaret’s?
—Siete años. Y te diré algo: era una santa. Sé que la palabra parece exagerada, pero no hay otra forma de describirla. La hermana Mary Rose nunca aspiró a la gloria. No tenía ego. Sólo quería hacer lo correcto.
La madre Katherine apartó la mano. Loren se echó hacia atrás y volvió a cruzar las piernas.
—Adelante.
—Cuando nosotras..., me refiero a dos hermanas y a mí misma, cuando la encontramos por la mañana, la hermana Mary Rose iba en camisón. Ella, como nosotras, era una mujer muy modesta.
Loren asintió, con intención de animarla.
—Nos angustiamos, por supuesto. Había dejado de respirar. Intentamos hacerle el boca a boca y compresiones en el tórax. Un policía local nos había visitado hacía poco para enseñar a los niños técnicas de salvamento. Y lo intentamos. Así que le hice las compresiones y... —Se le quebró la voz.
—¿Y entonces se dio cuenta de que la hermana Mary Rose llevaba implantes mamarios?
La madre Katherine asintió.
—¿Lo comentó con las otras hermanas?
—Oh, no. Por supuesto que no.
Loren se encogió de hombros.
—La verdad es que no entiendo el problema —dijo.
—¿No?
—La hermana Mary Rose probablemente tuvo una vida antes de ser monja. Quién sabe cómo era.
—Ése es el problema —dijo la madre Katherine—. No la tenía.
—No sé si la entiendo.
—La hermana Mary Rose llegó desde una parroquia muy conservadora de Oregón. Era huérfana y entró en el convento a los quince años.
Loren se lo pensó.