El lenguaje del cambio - Paul Watzlawick - E-Book

El lenguaje del cambio E-Book

Paul Watzlawick

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Beschreibung

Las características esenciales del lenguaje de la comunicación terapéutica, ya conocidas por los presocráticos, han sido objeto, a lo largo de las últimas décadas, de penetrantes investigaciones en diversos aspectos de la vida y de la experiencia humanas. Lo que aflora a la superficie, procedente de aquellos ámbitos que por su singular y extraño carácter se consideran zonas profundas de nuestra mente, se traduce posteriormente en la conversación terapéutica al lenguaje de la razón y de la conciencia. Según Watzlawick, es este oscuro y, a menudo, extravagante lenguaje el que ofrece la llave hacia aquellas zonas en las que verdaderamente puede producirse el cambio terapéutico. El autor, una de las figuras clave en el desarrollo de la Teoría de la comunicación humana y referente imprescindible en el campo de la terapia familiar y sistémica, ofrece al lector una gramática introductora que permite captar la esencia de este lenguaje del cambio y aplicarlo posteriormente a aquellos pacientes que sufren bajo el peso de su concepción del mundo.

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Título original: Die Möglichkeit des Andersseins

Traducción: Marciano Villanueva

Diseño de la cubierta: Gabriel Nunes

© 1977, Verlag Hans Huber, Berna

© 1980, 2002, Herder Editorial, S.L., Barcelona

© 2012, de la presente edición, Herder Editorial, S.L.

ISBN: 978-84-254-2929-3

La reproducción total o parcial de esta obra sin el consentimiento expreso de los titulares del Copyright está prohibida al amparo de la legislación vigente.

Realización ePub: produccioneditorial.com

www.herdereditorial.com

PORTADA

CRÉDITOS

ÍNDICE

PRÓLOGO

1. A TÍTULO DE INTRODUCCIÓN

2. NUESTROS DOS LENGUAJES

3. NUESTROS DOS CEREBROS

4. COMPROBACIONES EXPERIMENTALES

5. CONCEPCIONES DEL MUNDO

6. FORMAS LINGÜÍSTICAS DEL HEMISFERIOCEREBRAL DERECHO

Los subgángsteres de Occidente

Formas del lenguaje figurado

Pars pro toto

Aforismos

7. El BLOQUEO DEL HEMISFERIO CEREBRAL IZQUIERDO

Il est interdit d’interdire

Prescripciones de síntomas

Desplazamientos de síntomas

La ilusión de alternativas

Reestructuraciones

8. PRESCRIPCIONES DE COMPORTAMIENTO

9. TODO MENOS ESTO

Utilización del «lenguaje» del paciente

Utilización de la resistencia

Anticipaciones

10. RITUALES

11. OBSERVACIONES FINALES

NOTAS

BIBLIOGRAFÍA

MÁS INFORMACIÓN

PRÓLOGO

Similia similibus curantur

La tesis de este libro es muy sencilla. Pero ya no lo es tanto su aplicación práctica.

En la comedia de Molière El burgués gentilhombre, Monsieur Jourdain quiere escribir a su adorada un billet doux y solicita para ello la ayuda de su preceptor. Éste comienza por inquirir si la misiva se ha de redactar en verso o en prosa. Al principio, Monsieur Jourdain rechaza las dos cosas; tras explicársele prolijamente que no existe una tercera posibilidad, no sale de su asombro al enterarse de que, sin saberlo, hacía ya cuarenta años que venía hablando en prosa.

Este libro quiere demostrar que algo similar ocurre con el lenguaje de la comunicación psicoterapéutica. No es sólo que las características esenciales de este lenguaje fueran ya conocidas por los antiguos retóricos sino que, además, muchas de sus peculiaridades vienen siendo, desde hace ya mucho tiempo, objeto de penetrantes investigaciones en los más diversos ámbitos de la vida y de la experiencia humana, en la infancia, la poesía, el humor, el sueño, el éxtasis, el delirio y la locura. Lo que aflora a la superficie, procedente de aquellos ámbitos que, por su singular y extraño carácter, se atribuyen a zonas profundas, a la noche o a la demencia, se traduce luego en la conversión terapéutica, con la máxima celeridad posible, al lenguaje —tenido por terapéutico— de la razón y de la conciencia. Hasta ahora, se ha sacado pocas veces la conclusión, que tras un atento análisis parece evidente, de que es cabalmente este oscuro y a menudo extravagante lenguaje el que ofrece la llave natural hacia aquella zona sólo en la cual puede producirse el cambio terapéutico. Y, como Monsieur Jourdain, nos quedamos sorprendidos cuando al final descubrimos que ya conocíamos de tiempo atrás este lenguaje, aunque sin saber que lo sabíamos.

Hasta aquí la tesis.

La aplicación práctica, clínica, de este lenguaje es difícil y a ella tiende este libro. Pretende ser una especie de introducción gramatical, un cursillo de lingüística que permita al lector comprender la esencia de este lenguaje para aplicarlo después en provecho de aquellos de sus pacientes que sufren bajo el peso de su concepción del mundo. Pero es más fácil decirlo que hacerlo y, en este sentido, el libro sólo puede ser un hilo conductor, no un manual de instrucciones al uso. Es bien sabido que la simple lectura de una gramática no confiere ya, sin más, el dominio de una lengua.

El lector que conozca mi obra ¿Es real la realidad? [109] podrá comprobar que las reflexiones que allí se hicieron bajo una forma simple y sencilla, a menudo anecdótica e intencionadamente amena, en orden a la comprensión de la realidad, se analizan ahora desde el punto de vista del lenguaje y de la técnica de la psicoterapia. Por consiguiente, los dos libros se complementan. El presente trabajo se fundamenta además en el planteamiento psicoterapéutico detalladamente descrito en Cambio [108], basado en la comunicación interhumana.

Los autores y colegas cuyos trabajos han contribuido a la redacción de este libro son tan numerosos que resulta tarea imposible mencionarlos aquí uno por uno. He intentado cumplir el deber que tengo contraído con ellos indicando con exactitud las fuentes de que me he servido. Pero, por supuesto, soy el único responsable de la forma de mi exposición y de mis conclusiones, así como de todos los errores que pueda haber cometido.

Palo Alto, primavera de 1977.

1

A TÍTULO DE INTRODUCCIÓN

Se puede quitar a un niño las verrugas, mediante el recurso de «comprárselas». Para ello, se le da una moneda por su verruga y luego se declara que ya es de la persona que la ha comprado. Generalmente, el niño pregunta, divertido o extrañado, cómo se le puede quitar la verruga y entonces se le responde simplemente que no tiene que preocuparse, que la verruga misma se irá pronto, y por sí misma, al nuevo propietario.

Aunque es bien conocida, desde tiempos remotos, la eficacia de toda clase de tratamientos mágico-supersticiosos de las verrugas, no existe —y en concreto para el mencionado ejemplo— una explicación científica. Retengamos esto: sobre la base de una interacción simbólica absolutamente absurda, se produce un resultado totalmente concreto. Se contraen los vasos sanguíneos que irrigan esta excrecencia de origen viral y en definitiva se reseca el tejido, como consecuencia de una insuficiencia de oxígeno. Es decir, la aplicación de una comunicación interpersonal específica lleva aquí no a un cambio de opinión, de intenciones o sentimientos del compañero de diálogo, tal como puede observarse y conseguirse miles de veces en la vida cotidiana, sino a un cambio corpóreo que «normalmente» no puede producirse de forma voluntaria.

Y a la inversa, es bien sabido que los fenómenos psíquicos nos causan enfermedades físicas, que pueden, por así decirlo, inducirnos la enfermedad por hipnosis propia sin saber —al igual que nuestro Monsieur Jourdain— que dominamos y hablamos esta «prosa» patológica en la comunicación con nosotros mismos. Lo cual equivale también a decir que —fieles al principio similia similibus curantur— tiene que ser posible poner este mismo lenguaje al servicio de la curación.

O, para expresar esta reflexión con palabras algo diferentes: existen innumerables ejemplos que muestran la eficacia — determinante, amenazadora o salvadora— que pueden tener las emociones, concepciones, esperanzas y, sobre todo, las influencias de otros hombres. No es preciso aducir aquí los casos excepcionales y exóticos, tales como las consecuencias concretas de maldiciones dramáticas que se dan, por poner un ejemplo, en el fenómeno de la muerte vudú, o los resultados, muchas veces increíbles, conseguidos por los curanderos, para comprender que tiene que existir un «lenguaje» que causa estos efectos. Es, por consiguiente, razonable admitir que este lenguaje puede investigarse y aprenderse, al menos dentro de unos ciertos límites1.

En consecuencia, este aprendizaje y su aplicación pasa a convertirse en objetivo evidente y urgente de una terapia que concede importancia al poder concreto, casi diríamos manual, y que saluda con escepticismo los entusiasmos esotéricos de algunas modernas doctrinas psicoterapéuticas. Y, yendo todavía más lejos, me atrevería incluso a afirmar que, a la hora de aplicar este lenguaje, es secundario que el terapeuta se adscriba a esta o aquella teoría terapéutica, y más aún, que probablemente la mayoría de los asombrosos e inesperados resultados del tratamiento, para los que las correspondientes teorías no ofrecen explicación suficiente y que, en cierto modo no «deberían» propiamente haberse producido, deben atribuirse al empleo impremeditado y casual de este tipo de comunicación.

Se sabe desde hace mucho tiempo que la comunicación es conditio sine qua non de la existencia humana. Así por ejemplo, el padre Salimbene de Parma, cronista de Federico II, nos informa de un experimento, llevado a cabo por orden personal del emperador, con la intención de hallar una respuesta a la pregunta de cuál sería el lenguaje primitivo y natural de los hombres. Con este fin, ordenó que se pusiera un cierto número de recién nacidos bajo los cuidados de nodrizas a las que se dio la orden estricta de atender con esmero a los niños, de modo que nada les faltara, pero cuidando mucho de no dirigirles nunca la palabra ni hablar con otros en su presencia. Mediante la creación de este vacío lingüístico esperaba Federico poder comprobar si los niños comenzaban a hablar espontáneamente griego, latín o hebreo. Lamentablemente, el experimento no llevó a ninguna conclusión. En palabras de Salimbene, «fue un esfuerzo inútil, porque todos los niños murieron» [87]. Como es sabido, siete siglos más tarde René Spitz aportó, gracias a sus estudios sobre marasmo y hospitalismo [99] la explicación moderna del catastrófico final de aquel excurso imperial en la psicolingüística2.

Por lo demás, ya quince siglos antes de Federico II se sabía que el lenguaje puede influir en estados de ánimo, opiniones, comportamientos y, sobre todo, en las decisiones. Basta recordar la alta estima que los presocráticos sentían por la retórica y por los recursos sofísticos que empleaba. Tiene aquí particular interés el hecho de que la retórica, en cuanto sistema conceptual cerrado3, fuera una notable precursora de la moderna investigación de la comunicación, en cuanto que no se refería a un tema, un contenido o una doctrina determinados, sino que formaba una disciplina por sí misma; del mismo modo que el estudio de la pragmática de la comunicación [107] no se concibe como supeditada al contenido y el significado de un intercambio de información, sino como referida al fenómeno de la comunicación en sí 4. Pero justamente esta aparente falta de contenido es considerada —entonces, y a veces también en nuestros días— como elemento perturbador. La imposibilidad de subordinar la retórica a una disciplina concreta superior y las afirmaciones de sus representantes de que el hombre versado en retórica puede entablar una controversia con cualquier especialista de una materia determinada y salir victorioso de ella, tenían, por fuerza, que suscitar profunda desconfianza. Aquí podría encontrarse una de las razones principales de por qué un Sócrates por ejemplo se pronunció radicalmente en contra de los retóricos y los sofistas. Aristóteles, en cambio, mostró alta estima por la retórica y la consideraba —como diríamos hoy día— una forma de comunicación entre un hombre de prestigio, de elevada posición y alta credibilidad y el destinatario de sus manifestaciones, cuyo espíritu queda transformado por ellas. Esta forma de influir, tan libre de todo reproche ético, es la que expone prácticamente Aristóteles, con notable amplitud, en su Retórica a Alejandro, en la que se encuentran pasajes de sorprendente impertinencia y de maquiavélico cinismo.

Pero de entre todos los pensadores de aquella época, el que más se acercó al moderno concepto de comunicación terapéutica fue tal vez Antifonte de Atenas (480-411). Cierto que es muy poco lo que se sabe sobre su vida y su persona. Ni siquiera consta con certeza que Antifonte el sofista y Antifonte el terapeuta fueran la misma o distintas personas. En cualquier caso, han llegado hasta nosotros fragmentos según los cuales Antifonte fue el inventor de un «arte consolatorio» y consideró posible la elaboración de un sistema conceptual cerrado para influir, mediante el lenguaje, en los hombres. Fue, pues, el precursor de nuestra moderna pragmática, en cuanto que, al parecer, su objetivo principal consistía en conseguir la comprensión conceptual y la aplicación terapéutica de las reglas de la interacción lingüística. Con esta finalidad, dejaba primero que los enfermos hablaran de sus padecimientos y luego les ayudaba con una forma de retórica que utilizaba tanto la forma como el contenido de las manifestaciones del enfermo, de tal modo que en un sentido absolutamente moderno, las ponía al servicio de la reestructuración de lo que el enfermo tenía por «real» o «verdadero», es decir, al servicio de una modificación de aquella concepción del mundo que le hacía sufrir. Sobre él nos informa Plutarco:

Mientras se hallaba ocupado en el estudio de la poética, descubrió un arte para liberar de los dolores, del mismo modo que existe un tratamiento médico para los enfermos. Se le asignó una casa en Corinto, junto al ágora, en la que puso un anuncio, según el cual podía curar a los enfermos por medio de palabras [79].

De parecida forma. Platón en su conocido diálogo nos presenta a Gorgias, que se gloría:

Muchas veces visité con mi hermano y otros médicos a un enfermo que no deseaba tomar alguna pócima, o que no quería que los médicos le sajaran o cauterizaran, y aunque el médico no lograba convencerle, conseguía yo persuadirle, sin otra ayuda que la de la retórica [76].

A Platón mismo se le considera el padre de la catarsis, es decir, de la purificación y convicción del alma mediante el lenguaje. Es indudable que ya Platón y los médicos hipocráticos explotaban aquí básicamente el efecto de la descarga producida por la reacción de los sentimientos. En el siglo III a.C. los estoicos especialmente aceptaron este principio y lo situaron en el centro de la teoría según la cual todas las perturbaciones del alma y los oscurecimientos de la luz eterna de la razón, inherentes a ellas, deben atribuirse al efecto —opuesto a la razón— de los sentimientos.

En el siglo I d.C. aporta Quintiliano, en sus Instituciones oratorias una importante —y también aquí muy moderna— contribución mediante la introducción del concepto de retórica somática, es decir, de oratoria corpórea. Se refiere con esta expresión a los «recursos estilísticos», tanto ópticos como acústicos, del orador, cuyo exacto conocimiento aumenta su capacidad de persuasión y que han vuelto a ser, por así decirlo, redescubiertos en la ciencia del comportamiento humano de las últimas décadas bajo diversos conceptos, tales como kinesiterapia, lenguaje corpóreo, fenómenos paralingüísticos; todo ello inserto, en general, en el ámbito de la comunicación averbal. También para Quintiliano, como en general para todo retórico, tiene una importancia decisiva la capacidad de convencer a las personas a quienes se habla. Para conseguirlo, el lenguaje corporal convincente debe estar acompañado de las palabras adecuadas, de la pronuntiatio (es decir, la declamación):

Si la influencia de la declamación puede ser tan grande, incluso en asuntos de los que sabemos que son inventados y no reales, que puede provocar en nosotros cólera, lágrimas o temor, ¿cuánto mayor no ha de ser este efecto, cuando creemos que lo que oímos es real? [83].

Se comprende muy bien que junto a la primera acusación, ya antes mencionada, de «vacío» que se le hace a la retórica, se añada la otra, mucho más grave, a saber, de que quien domina este arte puede ponerlo al servicio tanto de lo justo como de lo injusto, de lo verdadero como de lo falso. También a esto alude Platón en el Gorgias:

Ahora bien, mi querido Sócrates, hay que servirse de la retórica como de cualquier otro medio destinado a la lucha. Tampoco las otras artes pugilísticas pueden utilizarse contra todas las personas por la simple razón de que se ha aprendido el boxeo o la lucha libre o el pancracio de tal modo que se es superior a amigos y enemigos. No por eso se puede golpear, herir o matar a los amigos; ni tampoco se puede —por Zeus— odiar a los maestros y profesores del pancracio y expulsarlos del Estado porque alguien de vigoroso cuerpo, que aprendió el boxeo en la escuela de lucha, luego golpeó a su padre o a su madre, o alguno de sus parientes o amigos. Se les enseñó para que lo emplearan adecuadamente para defenderse, no para atacar. Pero estos tales lo utilizan para las dos cosas y no se sirven de su fuerza y de su arte como es debido. No debe, pues, vituperarse a los maestros ni es culpable y vituperable el arte, sino —esto es lo que pienso— aquellos que no lo utilizan como deben. Y lo mismo ocurre con la oratoria [76].

2500 años no han aportado modificaciones a esta problemática. Lo que se acaba de decir es válido también, en todos sus extremos, para la moderna investigación de la comunicación, y, por ende, también para este libro. Todo medio terapéutico puede ser mal empleado, del mismo modo que, a la inversa, también de un veneno puede hacerse triaca. Pero precisamente en nuestros días casi todas las formas de influencia, y en concreto la llamada manipulación, son atacadas y condenadas como carentes de ética. La acusación no se refiere tan sólo al abuso de la manipulación, posible, por desgracia, en todo momento, sino ante todo y sobre todo a la manipulación en cuanto tal. Tras esta opinión se esconde la utopía, ciegamente aceptada, de que o bien es posible una convivencia humana en la que no existe ninguna influencia mutua o, al menos se da el caso, aparentemente tan ideal, de la absurda forma de oración de Fritz Perls: «You do your thing, and I do my thing... etc.» A partir de esta premisa se derivan luego fácilmente formas terapéuticas empapadas de falsa sinceridad cuyo denominador común es la afirmación de estar libres de toda manipulación5. Ya hemos expuesto con detalle en otras obras [108, págs. 71-85; 109, págs. 33-36] las consecuencias prácticas de una tal utopía. Pero como al parecer nunca se insistirá bastante, afirmaremos también aquí, una vez más, que no se puede no influir. Por eso es absurda la pregunta de cómo poder evitar el influjo y la manipulación. Lo único que queda es la decisión —de la que nunca se nos dispensa— de cómo utilizar responsablemente, y de la manera más humanitaria, ética y eficaz, esta ley fundamental de la comunicación humana.

Quien se sienta repelido por estos hechos y los salude con hostilidad o desilusión, podría recordar el título de un libro de Heinz Burger que no es sólo un título, sino también un aforismo: Dasein heisst, eine Rolle spielen (Existir es desempeñar un papel [16]). Incluso un hombre como Enzensberger, que rechaza tan radicalmente la moderna «industria de la conciencia» (excelente denominación, con la que se describe la tupida red de múltiples influencias y el encauzamiento de la opinión de los ciudadanos a través de los medios de comunicación colectiva, de los políticos, de la ciencia, de la propaganda, etc.), acentúa que con la simple repulsa no se consigue nada; se trata más bien de «distinguir entre integridad y derrotismo. No se trata de rechazar impotentemente la industria de la conciencia, sino de entrar en su peligroso juego. Para esto se requieren nuevos conocimientos...» ([22], el subrayado es mío ).

Para poner bien en claro la posición de este libro, debemos mencionar una segunda utopía: desde los tiempos de los antiguos retóricos hasta nuestros días se viene arrastrando la convicción de que la razón es la suprema cualidad humana y de que, con su ayuda, puede el hombre llegar a comprender la verdad eterna. Volveremos más adelante sobre este extremo, para comprobar hasta qué punto esta utopía se ha conservado también en la moderna psiquiatría y ha determinado la teoría y la técnica terapéutica. Como se ha explicado en otro lugar [109], prevalece en este punto la opinión de que puede concebirse la realidad objetivamente y que, por consiguiente, el grado de adaptación a la realidad de una persona es también al mismo tiempo la medida del grado de su normalidad.

Pero pondremos en claro que esta opinión es insostenible, y que sólo podemos hablar de imágenes de la realidad, pero no de la realidad.

2

NUESTROS DOS LENGUAJES

Les mots et leur syntaxe, leur signification, leur forme externe et interne ne sont pas des indices indifférents de la realité, mais possèdent leur propre poids et leur propre valeur.

Roman Jakobson

Si repasamos lo que hemos venido diciendo hasta ahora, advertiremos que su contenido responde en cierto modo a lo que se espera de una obra especializada: una introducción, una síntesis, la obligada indicación de las fuentes históricas, la posición personal adoptada por el autor y cosas semejantes. Visto desde el modo como estas páginas intentan entrar en comunicación con el lector, es decir, desde el punto de vista de la exposición lingüística, el libro se acomoda desde luego a la norma: su lenguaje es esclarecedor, transmite información (sobre cuyo valor objetivo pueden existir, evidentemente, diversas opiniones), es cerebral, intelectual y —prescindiendo de opiniones personales— objetivo.

Pero supongamos que el lector se encuentra con los siguientes versos de Pablo Neruda, extraídos de 20 Poemas de amor (n.° 11):

Casi fuera del cielo ancla entre dos montañas la mitad de la luna. Girante, errante noche, la cavadora de ojos. A ver cuántas estrellas trizadas en la charca. Nace una cruz de luto entre mis cejas, huye. Fragua de metales azules, noche de calladas luchas, mi corazón da vueltas como un volante loco.

Es de todo punto evidente que en esta cita nos hallamos ante un lenguaje radicalmente diferente, que se dirige a otras esferas del lector.

En igual sentido todavía un nuevo ejemplo, también de un soberano dominador del lenguaje, tomado de la narración de Kafka Un mensaje imperial. En ella, el emperador envía desde su lecho de muerte, precisamente a ti, a ti en concreto, el súbdito miserable, un mensaje. Y el mensajero está ya en camino:

... Un hombre vigoroso, incansable; adelantando ya este brazo, ya el otro, se abre camino entre la multitud; si encuentra resistencia, señala su pecho, donde está el signo del sol; avanza tan fácilmente como ningún otro. Pero la muchedumbre es grande; sus casas no tienen fin. Si tuviera ante sí campo libre volaría, y muy pronto oirías la gloriosa llamada de sus puños ante tu puerta. Pero en vez de ello, cuán inútilmente se fatiga; sigue avanzando por los aposentos de lo más recóndito del palacio. Nunca acabará de cruzarlos. Y, aunque lo consiguiera, nada habría ganado; tendría que enfrentarse con las escaleras. Y aunque lo consiguiera, nada habría ganado: tendría que cruzar los patios. Y después de los patios, el segundo palacio que rodea al primero. Y luego más escaleras y patios. Y luego otro palacio; y así, por miles de años. Y si alcanzara por fin la última puerta —pero nadie, nadie lo ha conseguido— tendría ante si la ciudad residencial, el centro del mundo, pero todo sólo meros sedimentos. Nadie puede cruzar por aquí, y menos aún con el mensajero de un muerto. Pero tú estás sentado ante tu ventana y te llenas de quimeras cuando la noche cae.

Querer explicar cómo y por qué estas palabras no afectan, cómo ocurre que a veces sea uno mismo el que está sentado a la ventana, cómo la visión de pesadilla de la vastedad del palacio imperial —pero también la suave calma de la noche— se convierte de pronto en íntima realidad, sería inútil intento. No puede traducirse este lenguaje a otro que todo lo más puede diseccionar, analizar, pero no evocar1.

Nos enfrentamos, pues, con dos lenguajes. Uno de ellos —en el que hemos expresado, por ejemplo, esta misma frase— es objetivo, definidor, cerebral, lógico, analítico; es el lenguaje de la razón, de la ciencia, de la interpretación y la explicación y, por consiguiente, el lenguaje de la mayoría de las terapias. El otro, del que se han servido los tres ejemplos arriba citados, es mucho más difícil de definir, cabalmente porque no es el lenguaje de la definición. Podría designársele tal vez como el lenguaje de la imagen, de la metáfora, del pars pro toto, acaso del símbolo y, en cualquier caso, el lenguaje de la totalidad (no de la descomposición analítica).

Es sabido que la psicología del pensamiento hace una distinción similar entre el llamado pensamiento dirigido y el no dirigido. El primero sigue las leyes de la lógica del lenguaje, es decir, de su gramática, su sintaxis y su semántica. El lenguaje no dirigido se funda, por el contrario, en los sueños y fantasías, en las vivencias del mundo interior y en cosas similares. Pero sólo es no dirigido comparado con el dirigido, porque tiene sus propias reglas y normas «alógicas», que se expresan, entre otras cosas, en los chistes, juegos de palabras, retruécanos, en las alusiones y condensaciones.

También en la lingüística y en la investigación de la comunicación existe una división casi idéntica, a saber, la modalidad digital y la análoga. Para expresar un determinado sentido, una significación, existe la posibilidad de exponerla mediante una designación que sólo tiene con lo designado una mera relación arbitraria (aunque necesariamente conocida por todos los que se sirven de dicho signo). Un sencillo ejemplo es una palabra cualquiera de esta página del libro: entre ella y su significado no existe ninguna conexión inmediata y directamente comprensible, sino tan sólo el convenio tácito de que esta secuencia de signos abstractos (o, en el caso de una palabra hablada, de sonidos) tienen en español este significado. Para designar esta forma de exposición se emplea la expresión técnica, tomada de las matemáticas, de digital. Pero existe también la posibilidad de emplear signos que tienen una relación sensible e inmediata con lo significado, en cuanto que presentan una analogía, una cierta similitud. Ejemplos de ello son los signos de que se sirven los mapas para señalar las características de un país o región (a excepción, claro está, de las designaciones marcadas mediante letras impresas), las imágenes y signos gráficos de todo tipo (aunque, como se ve en el caso de la escritura china por ejemplo, los signos puramente gráficos pueden convertirse, a lo largo de un proceso estereotipizador, en digitalizados), los símbolos auténticos (no sólo, pues, las representaciones alegóricas), como los que surgen espontáneamente en el sueño, las palabras onomatopéyicas (como crujir, chapotear, crepitar, y otras innumerables), las representaciones pars pro toto (en las que una parte representa por así decirlo a la totalidad) y otras semejantes.

El hecho de que existan estos dos «lenguajes» sugiere la hipótesis de que a cada uno de ellos deben corresponderle unas concepciones del mundo totalmente diferentes, porque es bien sabido que un lenguaje más que reflejar la realidad lo que hace es crear una realidad2. Y así, vemos que a lo largo de siglos de la historia del espíritu, a través de la filosofía, la psicología, las artes figurativas, la religión e incluso las ciencias naturales, cuya objetividad se da por supuesta, se va arrastrando esta división, muchas más veces como cisma que como sintonía armónica. Piénsese, por ejemplo, en la teoría de los tipos de Jung [60], en la que se enfrentan diametralmente los pares contrapuestos pensamiento-sentimiento o respectivamente percepción-intuición. En esta teoría se expresan dos formas de concebir la realidad, a saber, un proceso que avanza paso a paso, con método y lógica, pero al que, en determinadas circunstancias, los árboles no le dejan ver el bosque y, del otro lado, una comprensión global y holística de las totalidades, de las configuraciones, que se enfrenta desvalidamente con lo singular y particular, es decir, que no ve los árboles cuando se encuentra en medio del bosque. Parece reservada a los genios la capacidad de integrar estos dos modos antagónicos de percepción. «Ya tenía la solución» —se dice que afirmó en cierta ocasión Gauss— «ahora sólo tenía que descubrir los caminos por los que llegué hasta ella». En esta afirmación se encierran dos circunstancias importantes: primero, el hecho, casi increíble para quienes somos legos en este campo, de que no raras veces los matemáticos geniales ven ya de «algún modo» con absoluta o inmediata claridad la solución de los más complicados problemas y que el problema se reduce a buscar la demostración metódica de la exactitud del resultado ya alcanzado a priori3. Y, segundo, que —como cualquiera puede imaginarse fácilmente— a lo largo de la filosofía y la epistemología de las matemáticas se abre un cisma entre las corrientes analíticas y las intuitivas. Una fosa no menos profunda separa en las altas religiones a la ortodoxia de la mística: de un lado se encuentra aquí la fe, de suerte que la palabra de Dios llega al individuo concreto sólo a través de los sacerdotes o de los libros sagrados; del otro se halla la postura, desligada de todo compromiso, de los enfants terribles de la ortodoxia, es decir, de los místicos, que pasan por encima de la liturgia y de una revelación obligatoria fijada de una vez por siempre, para contemplar a Dios cara a cara.

Todo esto era ya sobradamente conocido desde mucho tiempo atrás, al menos en el terreno empírico. Pero en los últimos decenios estos hechos experimentales han logrado una inesperada fundamentación científica gracias a los resultados de la moderna investigación cerebral. Nos hallamos aquí con uno de aquellos raros casos en los que las ciencias exactas no sólo nos transmiten el conocimiento objetivo de funciones psicológicas aisladas (como la percepción, la memoria, etc.). sino también de aquellos fenómenos complementarios arriba descritos, que se extienden a través de casi todos los ámbitos de la experiencia y de la actividad humanas. En mi opinión, tenemos aquí por vez primera una clave para llegar a la comprensión objetiva de aquellos mecanismos y perturbaciones psíquicas funcionales (como represión, despersonalización, alucinaciones, etc.), para las que hasta ahora sólo disponíamos de hipótesis especulativas innegablemente vagas y nebulosas. Y, a la inversa, se arroja ahora nueva luz sobre aquellos fenómenos que los científicos experimentan como iluminación súbita y plástica, después de haber contenido en vano durante largo tiempo con el análisis intelectual de un problema. Baste aquí recordar cómo un Kekulé llegó a concebir el anillo de benzol mientras dormía, y otros numerosos ejemplos, que Koestler ha coleccionado en su Der göttliche Funke (El destello divino) [64] y que también Kuhn [66] describe como uno de los elementos esenciales del descubrimiento científico.

3

NUESTROS DOS CEREBROS

En tomo a los mellizos, sobre todo los univitelinos, existe a menudo un mito familiar: el uno es intelectual y el otro artista.

No tiene, en cambio nada de mítico el hecho de que todos nosotros llevamos en nuestras cabezas un par de mellizos de esta especie, a saber, nuestros dos hemisferios cerebrales, que no representan en modo alguno un duplicado al parecer innecesario sino que —tal como ahora sabemos— son, en el más estricto sentido, dos cerebros, con funciones distintas.

Con palabras más concretas de lo que ya Goethe sospechaba, el médico y anatomista inglés Wigan comprobó, en 1844, que si no en nuestro pecho, sí en nuestra cabeza, habitan dos «almas»:

Creo poder demostrar primero, que cada hemisferio constituye por sí un órgano mental total y unitario y, segundo, que en los dos hemisferios pueden darse simultáneamente procesos mentales y reflexiones separados y de distinto género [113, pág. 26].

Wigan se apoyaba para sus afirmaciones en los resultados de las autopsias, una de las cuales nos describe con las siguientes palabras:

Uno de los hemisferios había desaparecido del todo —así lo veía yo claramente con mis propios sentidos; y sin embargo, el paciente, un hombre de unos 50 años, había conversado con toda normalidad y hasta había compuesto versos hasta pocos días antes de su muerte» ([113, pág. 40].

Y en otro lugar escribe:

El doctor Conolly menciona el caso de un hombre cuya enfermedad había sido tan grave que a través de la cuenca ocular había penetrado hasta el cerebro y había destruido poco a poco su vida [...], La inspección demostró que uno de los hemisferios había sido totalmente destruido — desaparecido, aniquilado — y que en su lugar (en el estilo empático del informador) «se abría un vacío». Con todo, hasta pocas horas antes de su muerte, aquel hombre tuvo pleno dominio de sus sentidos y su mente se mantuvo clara y sin perturbaciones [113, pág. 41].