¿Es real la realidad? - Paul Watzlawick - E-Book

¿Es real la realidad? E-Book

Paul Watzlawick

0,0

Beschreibung

Los autores, miembros del equipo que trabajó diez años en Palo Alto (California) con Gregory Bateson, estudian aquí la pragmática de la comunicación interpersonal. La comunicación es considerada como una relación cualitativamente diferente de las propiedades de los individuos que participan en ella. Después de definir ciertos conceptos generales, los autores presentan las características básicas de la comunicación humana e ilustran sus manifestaciones y sus posibles perturbaciones. Los distintos aspectos de la teoría son ejemplificados mediante un análisis de la pieza ¿Quién teme a Virginia Woolf?, de Edward Albee. Se analiza la importancia especial de la paradoja y la contradicción en la comunicación humana, tanto desde el punto de vista de la patología como de la terapia. La conducta perturbada es vista como una reacción comunicacional ante una situación que tiene determinadas propiedades, y no como una enfermedad localizada en la mente del individuo. Se discute también la famosa teoría del doble vínculo sobre la esquizofrenia, y se ejemplifica la situación contradictoria que caracteriza al doble vínculo en unas variadas situaciones interpersonales, incluida la psicoterapia. En el último capítulo se establece una comparación entre la teoría de la comunicación y el punto de vista existencial. Dentro de la nueva literatura sobre los fenómenos de la comunicación humana, este libro está ya en camino de convertirse en un clásico.

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern
Kindle™-E-Readern
(für ausgewählte Pakete)

Seitenzahl: 459

Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:

Android
iOS
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



Título original: Wie wirklich istdie Wirklichkeit?

Traducción: Marciano Villanueva

Diseño de la cubierta: Gabriel Nunes

© 1979, Herder Editorial, S. L., Barcelona

ISBN: 978-84-254-2776-3

La reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio sin el consentimiento expresode los titulares del Copyright está prohibida al amparo de la legislación vigente.

Realización ePub: produccioneditorial.com

www.herdereditorial.com

ÍNDICE

Prólogo

Parte primera: Confusión

Traduttore, traditore

Paradojas

Las ventajas de la confusión

El inteligente Hans

El trauma del inteligente Hans

Influencias sutiles

Percepciones extrasensoriales

Parte segunda: Desinformación

La no contingencia, o el origen de las concepciones de la realidad

El caballo neurótico

La rata supersticiosa

Cuanto más complicado, tanto mejor

La máquina tragaperras de múltiples brazos

Del azar y del orden

Poderes psíquicos

Puntuación, o la rata y el experimentador

Puntuación semántica

Donde todo es verdad, también lo contrario

El experimentador metafísico

Los parabrisas picados

El rumor de Orleans

Desinformación artificialmente provocada

El poder del grupo

La canción del señor Slossenn Boschen

Candid Camera

Formación de reglas

Interdependencia

El dilema de los presos

Lo que yo pienso que él piensa que yo pienso

Amenazas

La credibilidad de una amenaza

La amenaza que no puede alcanzar su objetivo

La amenaza de imposible ejecución

La desinformación de los servicios secretos

Operación Mincemeat

Operación Neptuno

Las dos realidades

Parte tercera: Comunicación

El chimpancé

El lenguaje de los signos

Proyecto Sarah

El delfín

Comunicación extraterrestre

¿Cómo puede establecerse la comunicación extraterrestre?

Anticriptografía, o el «qué» de la comunicación espacial

Proyecto Ozma

Sugerencias para un código cósmico

Radioglíficos y Lincos

¿Un mensaje del año 11 000 antes de J.C.?

Pioneer 10

Realidades inimaginables

Comunicación imaginaria

Paradoja de Newcomb

Planolandia

Viaje en el tiempo

El presente eterno

Notas

Bibliografía

Índice alfabético

PRÓLOGO

Este libro analiza el hecho de que lo que llamamos realidad es resultado de la comunicación. A primera vista, se diría que se trata de una tesis paradójica, que pone el carro delante de la yunta, dado que la realidad es, de toda evidencia, lo que la cosa es realmente, mientras que la comunicación es sólo el modo y manera de describirla y de informar sobre ella.

Demostraremos que no es así; que el desvencijado andamiaje de nuestras cotidianas percepciones de la realidad es, propiamente hablando, ilusorio, y que no hacemos sino repararlo y apuntalarlo de continuo, incluso al alto precio de tener que distorsionar los hechos para que no contradigan a nuestro concepto de la realidad, en vez de hacer lo contrario, es decir, en vez de acomodar nuestra concepción del mundo a los hechos incontrovertibles.

Demostraremos también que la más peligrosa manera de engañarse a sí mismo es creer que sólo existe una realidad; que se dan, de hecho, innumerables versiones de la realidad, que pueden ser muy opuestas entre sí, y que todas ellas son el resultado de la comunicación, y no el reflejo de verdades eternas y objetivas.

Hasta época muy reciente no se ha comenzado a investigar a fondo el problema de la estrecha interdependencia entre realidad y comunicación. Por consiguiente, hace treinta años hubiera sido imposible escribir este libro. Y, sin embargo, no hay nada en él que no se hubiera podido pensar, investigar y aplicar hace ya mucho tiempo. O dicho de otra forma; las afirmaciones que aquí se hacen estaban al alcance de nuestro pensamiento no sólo hace ya algunos decenios sino, por lo que respecta a las premisas en que se apoyan, desde la edad antigua. Pero faltaba la disposición, o acaso sólo la ocasión, de enfrentarse con la naturaleza y los efectos de la comunicación como fenómeno independiente. Cierto que los físicos y los técnicos de la telecomunicación habían resuelto ya en gran parte los problemas de la transmisión de información, que la lingüística había instalado sobre sólidas bases científicas nuestro conocimiento del origen y estructura del lenguaje y que la semántica había iniciado desde hacía mucho tiempo la investigación del significado de los signos y de los símbolos. En cambio, el estudio de la llamada pragmática de la comunicación humana, es decir, del modo cómo los hombres se influyen mutuamente mediante la comunicación, de cómo a lo largo y en virtud del proceso de comunicación pueden surgir «realidades», ideas y concepciones ilusorias totalmente diferentes, este estudio constituye una rama relativamente joven de la investigación.

La pregunta a que este libro intenta dar respuesta es la siguiente: ¿hasta qué punto es real lo que ingenuamente y sin el menor reparo solemos llamar la realidad?

Es propósito firme y declarado de este escrito atenerse a un estilo ameno y coloquial y presentar al lector, en forma anecdótica, algunos ejemplos, elegidos al azar, de la investigación de la comunicación, que son sin duda insólitos, curiosos y hasta increíbles, a pesar de que (o acaso precisamente porque) tienen una participación inmediata en el origen y formación de las distintas versiones de la realidad.

A una persona meticulosa podrá antojársele esta forma expositiva superficial y acientífica. Pero esta persona no debería olvidar que existen dos maneras —completamente distintas— de exposición científica. La primera comienza por formular una teoría y aporta luego las pruebas experimentales que confirman su validez [1]. El segundo método consiste en presentar un gran número de ejemplos, tomados de los más distintos campos, para intentar luego descubrir, de esta manera práctica, la estructura común de todos estos ejemplos aparentemente tan dispares y las conclusiones que pueden extraerse. El recurso a los ejemplos tiene, pues, muy diversos significados en cada uno de estos métodos. En el primero, los ejemplos aducidos deben poseer por sí mismos fuerza demostrativa, es decir, deben ser auténticas pruebas. En el segundo tienen una función similar a la de las analogías, metáforas e ilustraciones: su misión es describir, exponer o traducir una cosa a un lenguaje fácilmente comprensible, pero no necesariamente demostrar. Este procedimiento permite recurrir a ejemplificaciones que no tienen por qué ser científicas en el sentido estricto de la palabra. Puede tratarse, por ejemplo, del empleo de citas tomadas de novelas o poesías, de anécdotas y chistes o incluso, en fin, de esquemas mentales meramente imaginarios. Un procedimiento al que Maxwell confirió respetabilidad hace ya muchos años, al postular su «demonio».

Este librose apoya en el segundo método y espero ofrecer así al lector la posibilidad de acercarse, como quien dice, por la puerta trasera, a los complejos problemas de la concepción de la realidad y acomodación a la misma.

La exposición que sigue no exige un previo conocimiento de fórmulas o de teorías abstractas. Todo lo contrario; el libro quiere narrar, contar algo, quiere ilustrar narrando. El lector puede abrirlo por la página que le plazca y, según el humor del momento, empezar la lectura por ese pasaje o bien seguir hojeando en busca de otro lugar. Si algo despierta su interés y desea más amplia información sobre el tema, las referencias bibliográficas le darán acceso a las fuentes. De similar manera, el estudioso de las ciencias sociales o de las ciencias del comportamiento podrá acaso hallar en estas páginas ideas o estímulos para sus propios proyectos de investigación o para sus disertaciones.

Espero, además, que el libro pueda desempeñar una segunda función. Como ya se ha insinuado, creer que la propia visión de la realidad es la realidad misma, es una peligrosa ilusión. Pero se hace aún más peligrosa si se la vincula a la misión mesiánica de sentirse en la obligación de explicar y organizar el mundo de acuerdo con ella, sin que importe que el mundo lo quiera o no. La negativa a plegarse a una determinada visión de la realidad (a una ideología por ejemplo), la «osadía» de pretender atenerse a la propia visión del mundo y de querer ser feliz a su propia manera, es tachada de think-crime, de «crimen del pensamiento», en el sentido de Orwell. Tal vez este libro pueda aportar una modesta contribución para agudizar la mirada sobre ciertas formas de violencia psicológica y para dificultar la tarea de los modernos cultivadores del lavado de cerebro y sedicentes salvadores del mundo.

El material acumulado en esta obra procede en parte de mis primeros estudios de lingüística y filosofía, y en parte de los veinticinco años de mi actividad profesional como psicoterapeuta, los quince últimos dedicados a tareas de investigación en el Mental Research Institute de Palo Alto, en el campo específico de los aspectos clínicos de la comunicación humana. Otras secciones del libro se apoyan en mi experiencia docente como profesor agregado de psiquiatría de la Universidad de Stanford y como consejero y profesor de cursillos en varias universidades e instituciones de investigación y formación psiquiátrica de los Estados Unidos, Europa e Iberoamérica. Mi contacto con algunos de los temas e investigaciones mencionados no pasa de ser superficial y mis conocimientos sobre ciertos puntos son sólo teóricos e indirectos. Pero ya se entiende que me declaro responsable único de la forma de mi argumentación y de todos sus errores y deficiencias.

Tal como el subtítulo indica, el libro consta de tres partes. La primera trata de la confusión, es decir, de las perturbaciones de la comunicación y de las deformaciones de la vivencia de la realidad que de aquí se derivan. En la segunda parte se analiza el concepto, un tanto exótico, de desinformación, en el que se pretenden englobar aquellas complicaciones y alteraciones de la realidad interhumana que pueden surgir en la búsqueda activa de información o en el ocultamiento y retención voluntaria de dicha información. La tercera parte está dedicada a los fascinantes problemas del establecimiento de comunicación donde todavía ésta no existe, es decir, a los problemas que se refieren a la creación de una realidad accesible a otros comunicantes, ya sean animales, habitantes de otros planetas o seres puramente imaginarios.

PARTE PRIMERA

CONFUSIÓN

¡Ea! Bajemos y confundamos allí su habla, de modo que unos no comprendan el lenguaje de los otros (Génesis 11: 7).

Una situación o un estado de confusión puede definirse como la contraimagen de la comunicación. Con esta definición, sumamente genérica, quiere decirse simplemente lo siguiente: así como un proceso de comunicación bien logrado consiste en la correcta transmisión de información y ejerce sobre el receptor el efecto apetecido, la confusión es, por el contrario, la consecuencia de una comunicación defectuosa, que deja sumido al receptor en un estado de incertidumbre o de falsa comprensión. Esta perturbación de la adecuación a la realidad puede oscilar desde estados de leve perplejidad o desconcierto hasta los de angustia aguda, porque los seres humanos, como el resto de los seres vivientes, dependemos, para bien y para mal, de nuestro medio ambiente y esta dependencia no se limita a las necesidades de nutrición, sino que se extiende también a las de suficiente intercambio de información. Esto es válido sobre todo respecto de nuestras relaciones interhumanas, en las que para una convivencia soportable resulta particularmente importante un grado máximo de comprensión y un nivel mínimo de confusión. Repitiendo el aforismo, muchas veces citado, de Hora; «Para conocerse a sí mismo, hay que ser conocido por otro. Y para ser conocido por otro, hay que conocer al otro» [73][1].

Aunque (o acaso precisamente porque) la confusión constituye un fenómeno cotidiano, apenas si había sido hasta ahora objeto de un serio y detenido análisis, y sobre todo no en el campo de la investigación de la comunicación. Es indeseada y, por tanto, debe ser evitada. Pero justamente porque es la contraimagen de una «buena» comunicación, puede proporcionarnos algunas lecciones sobre esta temática. En las páginas que siguen analizaremos sus características más destacadas y podremos comprobar que no deja de producir también algunos efectos beneficiosos.

TRADUTTORE, TRADITORE

Existe peligro de confusión dondequiera es preciso traducir el sentido y la significación de una cosa de un lenguaje a otro (entendiendo el lenguaje en el amplio sentido de la palabra). No nos referimos aquí a los errores de traducción o a las traducciones de baja calidad. Alguna mayor importancia tienen los tipos de confusión lingüística causados por el diferente significado de palabras fonéticamente iguales o parecidas. Así por ejemplo, burro significa en italiano «mantequilla». Y esta identidad fonética ha sido campo abonado para buen número de chistes hispanoitalianos. Chiàvari, con acento en la primera a, es una bella estación balnearia de la Riviera italiana; chiavàre, con acento en la segunda a, es un verbo no muy recomendable en buena sociedad, con el que se expresa la actividad sexual. La confusión de estas palabras ofrece un buen punto de apoyo para gastar bromas de no excesivo buen gusto a los extranjeros cuyos conocimientos de italiano dejan algo que desear.

Menos excusas tiene la defectuosa traducción —extraordinariamente frecuente— del adjetivo inglés actual por el español actual (o el alemán aktuell, el italiano attuale o el francés actuel). La palabra inglesa significa «real, efectivo, de hecho», mientras que en las otras lenguas actual significa «de ahora, de este momento», o bien, a veces, «cosa puesta al día». Lo mismo cabe decir de la traducción de eventually, que no quiere decir eventualmente (alemán eventuell, francés eventuellement), sino «finalmente, al cabo del tiempo».

Pero mucho más importantes aún son los errores en que incurren incluso algunos traductores experimentados con palabras tales como billion, que en los Estados Unidos y Francia significa mil millones (109), mientras que en Gran Bretaña y en la mayoría de los países europeos, entre ellos España, equivale a un millón de millones (1012). La traducción correcta de la palabra norteamericana o respectivamente de la francesa es el alemán Milliarde o el italiano miliardo. En español no existe un vocablo propio para esta cifra. Huelga advertir que mientras la confusión entre burro y mantequilla no tiene graves consecuencias, confundir 109 con 1012 puede ser catastrófico si se desliza, por ejemplo, en un tratado de física nuclear.

Todos estos ejemplos no tienen más finalidad que la de servir de introducción al hecho menos conocido de que —a diferencia del libro del Génesis— la confusión de lenguas babilónicas no se limita a la comunicación humana. Las pioneras investigaciones del Premio Nobel Karl von Frisch han demostrado que las abejas emplean un lenguaje corpóreo sumamente complejo para comunicar a sus congéneres no sólo el descubrimiento de nuevos centros de alimentación, sino también su situación y la calidad del alimento. En términos generales disponen para comunicar esta información de tres «danzas» diferentes:

1. Si el néctar descubierto se halla muy cerca de la colmena, la abeja ejecuta la llamada «danza circular», que consiste en moverse en círculo alternativamente a derecha e izquierda.

2. Si el alimento se halla a una distancia media, se ejecuta la «danza de la hoz» que, vista desde arriba, parece un ocho falciforme, curvo y plano. La abertura de la hoz señala la dirección en que se encuentra la fuente alimenticia y, como en las restantes danzas, el ritmo más o menos vivo indica la calidad del néctar.

3. Si el alimento está a mayor distancia, la abeja ejecuta la «danza del vientre», que consiste en avanzar unos centímetros en dirección al lugar descubierto, volver luego al punto de partida, siguiendo una trayectoria semicircular a derecha o izquierda, y repetir de nuevo el movimiento de avance. Al tiempo que avanza, agita el vientre de una manera llamativa (véase la figura 1, pág. 16).

néctar

danza circular

danza de la hoz

danza del vientre

Figura 1

Hace algunos años hizo von Frisch un nuevo descubrimiento: las especies de abejas austríaca e italiana (Apis mellifera cárnica y Apis mellifera ligustica) pueden cruzarse, convivir y colaborar pacíficamente. Pero hablan distintos dialectos, es decir, que las antes mencionadas indicaciones de distancia tienen para estas dos especies distintos significados [46]. La abeja italiana utiliza la «danza del vientre» para referirse a distancias de unos 40 metros, mientras que para la austríaca esta misma señal indica una distancia de al menos 90 metros. Una abeja austríaca que, fiándose de la información proporcionada por su colega italiana, emprendiera el vuelo hacia el néctar, se fatigaría en vano, porque el alimento se encuentra mucho más cerca de la colmena. Y, a la inversa, una abeja italiana no volará lo suficiente si se guía por la información de una abeja austríaca.

El lenguaje de las abejas es innato. Von Frisch logró cruces de las dos citadas especies. Pero el comportamiento de los híbridos en punto a comunicación provocó confusiones auténticamente babilónicas: von Frisch descubrió que 16 de sus híbridos tenían las características físicas de su progenitor italiano, pero 65 veces sobre 66 utilizaban la «danza de la hoz» para indicar distancias medias. 15 de estos híbridos poseían características físicas austríacas, pero hablaban «italiano», ya que 47 veces sobre 49 recurrían a la «danza circular» para referirse a la misma distancia.

La lección evidente que podemos extraer de este ejemplo es que adscribir una determinada significación a una señal concreta provoca necesariamente confusión si esta adscripción no es reconocida por cuantos utilizan la señal, a no ser que puedan traducirse con toda exactitud los diferentes significados de una lengua a otra (entendiendo siempre la palabra «lengua» en su más amplio sentido).

Menos evidente es el hecho de que también nosotros, los seres humanos, podemos enfrentarnos con problemas similares a los de las abejas de nuestro ejemplo, dado que para comunicarnos empleamos no sólo palabras, sino también movimientos corporales. Las formas de expresión averbal del lenguaje corpóreo, que hemos heredado de nuestros antepasados del reino animal y desarrollado hasta niveles típicamente humanos, son mucho más arcaicas y, por consiguiente, están mucho más alejadas del campo consciente que nuestro lenguaje verbal. Son infinitos los modos de comportamiento empleados por todos los miembros de una misma cultura como medio de comunicación averbal. Estos tipos de conducta son consecuencia del hecho de haber crecido, haberse formado y socializado dentro de una concreta forma cultural, de una determinada tradición familiar, etc., y, por así decirlo, están «programados» en nuestro interior. Los etnólogos saben muy bien que en las diferentes culturas hay literalmente cientos de formas peculiares de saludo, de expresiones de dolor y alegría, de modos de sentarse y estar de pie, de caminar y reír, etc., etc. Si tenemos en cuenta que todo comportamiento en presencia de otro tiene carácter de comunicación, de transmisión de información, comprenderemos fácilmente el amplio espacio que se abre a la confusión y el conflicto ya sólo en el ámbito del lenguaje corpóreo, para no mencionar el lenguaje hablado. Veamos dos ejemplos:

En toda cultura hay una regla que establece la distancia «correcta» que debe guardarse frente a un extraño. En Europa occidental y Norteamérica esta distancia es la proverbial de la longitud del brazo. En la orilla mediterránea y en América Latina la separación es básicamente distinta: cuando dos personas se abordan, se mantienen mucho más próximas entre sí. Al igual que otros cientos de reglas similares sobre el comportamiento «adecuado» en unas determinadas circunstancias, también estas distancias están fuera del campo de la conciencia. Mientras todos los que toman parte en el proceso de comunicación las sigan, no surgirán conflictos. Pero si se encuentran un norteamericano y un sudamericano, se producirá inevitablemente un comportamiento típico: el sudamericano se situará a la distancia que considera correcta; en esta situación, el norteamericano experimentará un difuso sentimiento de incomodidad e intentará restablecer la distancia justa, retrocediendo un poco. Le toca entonces el turno al sudamericano de sentir la vaga impresión de que algo no marcha bien y dará un paso adelante. Y así sucesivamente, hasta que el norteamericano se encuentre de espaldas a la pared (y acaso acometido de un pánico de homosexualidad). En cualquier caso, los dos tendrán la oscura sensación de que el otro no se comporta como es debido y ambos intentarán corregir la situación. Dan entonces lugar a un conflicto típicamente humano, consistente en que cada uno de ellos considera que el comportamiento correctivo del otro es justamente el comportamiento que necesita corrección [183]. Y como, según todas las probabilidades, no acudirá en su ayuda un etnólogo que les explique sus diferentes lenguajes corporales y las diferentes normas culturales que se expresan en ellos, su situación será aún más desdichada que la de las abejas que buscan inútilmente el néctar, porque cada uno de ellos descargará sobre el otro la responsabilidad del conflicto.

El segundo ejemplo está tomado del libro Interpersonal Perception [81] de Laing y sus colaboradores.

Al cabo de ocho años de matrimonio, una pareja sometida a terapia matrimonial contó que ya al segundo día de su luna de miel estalló su primer conflicto. Estando los dos sentados en el bar de un hotel, la esposa entabló conversación cor un matrimonio desconocido de la mesa contingua. Pero entonces su marido se negó a tomar parte en el diálogo y adoptó una actitud distante y abiertamente hostil, por lo que ella se sintió desilusionada e irritada ante aquella embarazosa situación. De vuelta a su habitación, se acusaron ásperamente el uno al otro de falta de tacto y consideración.

Ahora, ocho años más tarde, salió a relucir que cada uno de ellos daba una interpretación completamente diferente al fin y significado de la «luna de miel» (costumbre que, para bien de la humanidad, debería ser prohibida por decreto). Para la mujer, la luna de miel era su primera oportunidad de desempeñar su nuevo rol social; hasta entonces, explicó, nunca había tenido una conversación como mujer casada con otra mujer casada: sólo había sido hija, hermana, amiga o novia.

Para el marido, en cambio, la luna de miel era un período de encuentro exclusivo, una oportunidad única para volver la espalda al resto del mundo y estar íntimamente unidos los dos. En su opinión, pues, la conversación de su mujer con el otro matrimonio significaba que a ella no le bastaba su compañía, y que él era incapaz de satisfacer sus anhelos. Tampoco en esta ocasión tenían a mano, por supuesto, un traductor capaz de descubrir y explicar el «error de traducción» de los consortes [2].

Pero, retornando de estas situaciones casi del todo inconscientes a uso ampliamente consciente del lenguaje hablado, comencemos por constatar que también un traductor —en el sentido propio de la palabra— debe saber mucho más que las lenguas que traduce. Traducir es un arte, lo que implica que incluso un mal traductor es siempre mejor que una máquina traductora. Por otro lado, hasta la mejor traducción comporta una pérdida, tal vez no de información objetiva, pero sí de aquellas calidades tan difíciles de definir que constituyen la esencia de una lengua: su belleza y su mundo imaginativo, su ritmo, su tradición y otras muchas peculiaridades que escapan a las posibilidades de una traducción directa e inmediata [3].

Los italianos tienen un proverbio: traduttore, traditore. Lo que hace verdaderamente interesante esta expresión es que mientras que por un lado indica la dificultad de conseguir una traducción fiel al original, por el otro ofrece en sí misma un excelente ejemplo de esta dificultad. Como observó el filólogo Roman Jacobson, la traducción (idiomáticamente correcta) «el traductor es un traidor», pone al descubierto el valor paronomástico de la frase[4]. Es decir, la traducción sería correcta, pero estaría a mil leguas de la significación original.

Una adicional importancia adquiere en el contexto de nuestras disquisiciones el hecho de que una lengua no sólo transmite información, sino que además es vehículo de expresión de una determinada visión de la realidad. Como ya había advertido Wilhelm von Humboldt, los diferentes idiomas no son algo así como distintas denominaciones de una cosa: son distintas versiones o percepciones de esa misma cosa. Esta peculiaridad, inherente a todas las lenguas, adquiere un peso singular en las conferencias internacionales, en las que se producen choques y enfrentamientos de ideologías. El traductor o el intérprete que sólo conoce las lenguas que traduce, pero no el lenguaje de las ideologías, navega a la deriva, irremisiblemente perdido. Es bien sabido que una «democracia popular» no es lo mismo que una democracia; la palabra «distensión» tiene en los diccionarios soviéticos una significación que difiere de la de la OTAN; un mismo suceso es calificado por un bando de «liberación» y por el otro de «opresión». En definitiva, estamos a menos de un decenio de distancia de 1984...

La posición clave del traductor (y más aún del intérprete) [5] puede hacer que un error al parecer insignificante degenere con rapidez en confusiones de vastas consecuencias, particularmente graves cuando se producen en conferencias internacionales cuyas decisiones pueden sellar la suerte de millones de personas. A esto se añade que estas confusiones no son a veces debidas a crasos errores de traducción o a negligencia del intérprete, sino al bien intencionado propósito de añadir, por propia iniciativa, alguna explicación o algún inciso, en beneficio de la claridad. El profesor Ekvall, especialista en lenguas orientales, que participó durante varios años, en calidad de intérprete, en las más importantes conferencias del lejano Oriente, nos informa de un incidente de este tipo que tuvo singular resonancia:

En la sesión de clausura de la conferencia de Ginebra sobre Corea, en el verano de 1954, Paúl Henri Spaak, portavoz de las Naciones Unidas, atacó la intransigencia de Corea del Norte, de la República Popular de China (representada por Chu En Lai) y de la Unión Soviética. Opinaba Spaak que

la amplitud y claridad de la propuesta de las Naciones Unidas hacía superfluo examinar ninguna otra propuesta, y concluía con la afirmación; «Cette déclaration est contenue dans notre texte.» La traducción simultánea inglesa que yo escuchaba con la otra oreja decía: «Esta declaración está contenida en el texto del acuerdo sobre el armisticio.» Como más tarde pudo saberse, el intérprete había entendido «dans l’autre texte» en vez de «dans notre texte», y pensando que la frase «l’autre» era demasiado vaga y que necesitaba alguna mayor precisión, añadió de su propia cosecha la explicación «del acuerdo sobre el armisticio».

A partir de este momento los acontecimientos se precipitaron. Chu no dejó pasar tan excelente ocasión y acusó a Spaak de haber hecho una afirmación falsa. Insistió en que, contrariamente a lo que Spaak había dicho, precisamente la propuesta de la República Popular de China no había sido admitida en el tratado de armisticio.

Paul Henri Spaak miraba a Chu En Lai con la dosis justa de interés amable pero no excesivo y estaba evidentemente asombrado por la agitación de que Chu daba muestras. Pensando acaso que las estridentes sílabas chinas eran una curiosa respuesta a la refinada elegancia de su francés y deseoso de saber qué significaban aquellos extraños fonemas, se colocó con gesto condescendiente los auriculares. Pero cuando le llegó en francés, a través del rodeo de una traducción inglesa intermedia, el sentido del chino, le tocó a él el turno de la ira y reclamó con gestos y palabras el derecho de réplica.

Como muchos de los participantes en la conferencia habían escuchado las palabras de Spaak directamente en francés, encontraban inusitada la reacción de Chu, mientras que por su parte los que las habían oído en la traducción «ampliada» (Chu, su delegación y los norcoreanos), consideraban injustificada la cólera de Spaak.

El siguiente eslabón en esta cadena de confusiones lo proporcionó un nuevo error de traducción. Al fin consiguió Spaak poner en claro que él nunca había pronunciado el fatal inciso «del acuerdo sobre el armisticio». Y, como ocurre con frecuencia tras estos penosos incidentes, tanto él como su hasta hacía unos minutos hostil colega Chu, se hicieron cálidas protestas de mutua comprensión y testificaron su más sincera voluntad de olvidar el asunto. Acto seguido, planteó Chu la siguiente pregunta:

Dado que la declaración de 16 Estados de la ONU y la última propuesta de la delegación de la República Popular de China se apoyan, a pesar de ciertas diferencias, en un común deseo y no en la postura unilateral de los 16, ¿no sería posible que los 19 Estados participantes en esta conferencia de Ginebra expresaran en un acuerdo común este común deseo?

El punto conflictivo de estas palabras estaba, naturalmente, en la cláusula «a pesar de ciertas diferencias», expresada como de pasada y con la evidente intención de restarle importancia, pero que ponía claros límites a la aparentemente conciliadora propuesta de Chu En Lai. Pero ocurrió que el intérprete de Chu, nervioso por el desdichado y molesto desliz de su colega, cometió a su vez el error de omitir esta cláusula. Ekvall describe lo que sucedió a continuación con estas palabras:

Lo que Spaak escuchaba en definitiva era una urgente petición para llegar a un mutuo entendimiento basado en el deseo común. Acaso incluso aquello sonaba en sus oídos como una aceptación china, aunque algo retrasada, del punto de vista que él tan elocuentemente había defendido. Tal vez llegó a creer que había conseguido al fin hacer entrar en razón a Chu En Lai. En el calor del anterior enfrentamiento le había abandonado su fría y clara inteligencia. Deseoso, pues, de demostrar que tampoco él era intransigente, declaró sin reservas: «En ce qui me concerne et pour éviter tout doute, je suis prêt á affirmer que j’accepte la proposition du délégué de la république chinoise» [6].

El efecto de estas palabras fue sensacional. En la sala estalló una tempestad, cuyo furor se prolongó durante tres cuartos de hora. Spaak, universalmente considerado como el más destacado portavoz de las potencias occidentales, había engañado, al parecer, a sus propios aliados y —para decirlo una vez más con palabras de Ekvall—

había destruido la unanimidad y unidad tan trabajosamente labradas con anterioridad a la sesión de clausura y se había pasado al enemigo. El primer ministro de Australia, Casey, el vicepresidente de Filipinas García y los jefes de otras delegaciones competían entre sí por hacer uso de la palabra. El general Bedell Smith, jefe de la delegación estadounidense, estaba intentando dos cosas a la vez: hacerse oír y detener, utilizando incluso la fuerza física, a la delegación surcoreana que le miraba como a un traidor y empezaba a abandonar la sala. En el caos del torbellino de acontecimientos, sir Anthony Eden no sabía qué pensar: si Spaak se había pasado a los chinos, o bien si había obtenido de éstos alguna concesión inesperada. Tampoco veía claro a quién, entre tantos solicitantes, debería conceder en primer lugar el uso de la palabra, de modo que también él parecía ser víctima de la general confusión [38].

Hay algo aquí que Ekvall sólo insinúa, pero que es de capital importancia para nuestro tema: dado que él conocía todas las lenguas utilizadas en la conferencia, era probablemente el único miembro de aquella importantísima asamblea general de la conferencia de Ginebra sobre Corea que tenía pleno conocimiento del origen de la confusión y de su tempestuosa escalada. Los restantes asistentes tenían sólo una parte de la información, mientras que Ekvall disponía de la totalidad. Fue cabalmente esta información parcial la que desencadenó el comportamiento típico de mutuas acusaciones de traición y falsedad. Pero la misión del intérprete se reduce forzosamente a ser un eco fiel (como Ekvall define con patente modestia su función). No puede intervenir activamente en el curso de los hechos. Por lo que hace al contenido en cuanto tal de las negociaciones, esta limitación es, por supuesto, absolutamente necesaria. El flujo de comunicaciones debería ser, en términos ideales, tan fiel a la verdad y tan libre de errores como si los negociadores hablaran la misma lengua. Y ésta es precisamente la circunstancia que confiere al intérprete su posición de poder, que desborda incluso la del presidente de la conferencia. Como todo intermediario, tiene una secreta pero decisiva superioridad [7]. Las dos partes contratantes dependen de él, porque es su única posibilidad de entendimiento y, de otro lado, ninguna de ellas puede controlarlo. No hace falta decir que, en estas condiciones, es a veces muy fuerte la tentación de abandonar el papel de eco fiel y utilizar en beneficio propio esta ventajosa situación. Sobre esta temática versa una vieja historia, que se remonta a los días de la monarquía austro-húngara (y que probablemente fue ya narrada por Roda Roda, uno de los más famosos cronistas de aquella época):

El comandante de un destacamento austríaco había recibido la orden de tomar represalias contra un pueblo albanés en el caso de que sus habitantes se negaran a cumplir al pie de la letra una serie de exigencias austríacas. Afortunadamente, ninguno de los soldados sabía albanés y tampoco los habitantes del poblado conocían ninguna de las numerosas lenguas que se hablaban en aquella gran mezcla de pueblos que era el imperial y real ejército austríaco. Por fin se pudo dar con un intérprete, un hombre dotado de aquel rico conocimiento de la naturaleza humana que distingue a los habitantes de los legendarios y lejanos países situados al sur y el este de Viena (la Magrebinia de Gregorio de Rezzori). Este hombre no tradujo correctamente casi ni una sola frase de las largas negociaciones. Contaba a cada parte sólo lo que quería oír o estaba dispuesta a aceptar; deslizaba aquí una leve amenaza, insinuaba más adelante una promesa, hasta que, finalmente, cada uno de los bandos consideró que el otro era tan razonable y atento que el oficial austríaco estimó fuera de lugar toda acción punitiva, mientras que los albaneses, por su parte, no le permitieron partir sin que antes aceptara algunos presentes que, para el austríaco, eran reparaciones voluntarias, mientras que para los albaneses eran regalos de despedida.

En la época en que se supone haber acontecido esta historia no se había inventado aún el concepto de psicoterapia, pero la intervención del intérprete del caso admite plenamente el calificativo de terapéutica. Puede ocurrir muy bien que semejante afirmación no esté del todo acorde con las ideas del lector sobre este concepto. ¿Qué tiene que ver, en efecto, todo esto con la exploración del subconsciente, con la comprensión y madurez humana? Lo que nuestra historia ofrece no es más que una sarta de embustes, de manipulaciones y de confusiones deliberadamente provocadas. Pero la pregunta crucial es: ¿cuándo era más confusa y patológica la situación, antes o después de intervenir el intérprete? La respuesta depende del precio que estemos dispuestos a pagar por la honradez, cuando ésta se pone al servicio de la inhumanidad.

Sería precipitado intentar dar ahora una respuesta. Tendremos que volver sobre este asunto y sobre sus vidriosas respuestas cuando nos ocupemos de los extraños contextos de comunicación «en los que todo es verdad, incluso su contrario» (pág. 79ss). De momento, nos limitaremos a constatar lo siguiente: al profundizar nuestro conocimiento de la comunicación, aparecen los problemas humanos bajo nueva luz, lo cual nos obliga a analizar con sentido crítico las soluciones que se han venido dando hasta nuestros días.

PARADOJAS

Cuando pienso

que ya no pienso en ti

sigo pensando en ti.

Quiero intentar ahora

no pensar

que ya no pienso en ti

(Sentencia zen).

Lo dicho no basta para perfilar totalmente los límites del amplio campo de la confusión. Hemos visto que esta confusión puede surgir dondequiera es preciso traducir algo de una lengua (entendida en el más amplio sentido de la palabra), a otra, y que por diversas razones una información (también en su más amplio sentido) puede tener muy diversas significaciones para el remitente y el destinatario. Nuestro paso siguiente será analizar más de cerca algunas situaciones típicas en las que la confusión no es el resultado de un defectuoso proceso de transmisión, sino que se halla ya inserta en la estructura misma del mensaje transmitido. Comenzaremos por explicar nuestra idea con algunos ejemplos:

1. Según una antigua historia, cuya conclusión lógica ha hecho cavilar por igual a filósofos y teólogos, el diablo sometió un día a prueba la omnipotencia de Dios, al pedirle que creara una roca tan ciclópea que ni siquiera Dios pudiera moverla. ¿Cómo conciliar esta petición con la omnipotencia divina? Si Dios podía mover la roca, es que no había podido crearla lo bastante grande; pero si no podía moverla, entonces, por eso mismo, ya no era omnipotente.

2.Se le preguntó a un niño de ocho años por qué Mona Lisa sonreía. He aquí su respuesta: «Una tarde, cuando el señor Lisa regresó a casa después del trabajo, preguntó a su mujer: “¿Qué tal has pasado el día?” Y Mona Lisa sonrió y dijo: “Figúrate, ha venido Leonardo y me ha pintado un retrato”.»

Figura 2

«No haga caso de esta señal»

3. ¿Cómo obedecer la indicación que un bromista ha puesto en la carretera: «No haga caso de esta señal»? [8] (véase fig. 2).

4. «¡Qué contento estoy de que no me gusten las espinacas! Porque si me gustaran, tendría que comerlas, y las odio.» (Anónimo).

5. El filósofo Karl Popper se propuso enviar una vez a un colega la siguiente tarjeta postal [134]:

Querido M.G.:

Remíteme, por favor, esta misma tarjeta, después de marcar con un «sí», o cualquier otra señal que te parezca, el rectángulo vacío que hay a la izquierda de mi firma si, por la razón que sea, crees que al recibir yo la tarjeta, este espacio estará todavía en blanco.

Tu amigo

K.R. Popper

Si al llegar a este punto siente el lector que su mente comienza a paralizarse, es que ha establecido ya su primer contacto directo con un nuevo género de confusión. En el conocido libro infantil Mary Poppins de Pamela Travers hay un excelente ejemplo sobre esta materia. Mary Poppins es una niñera inglesa que tiene a su cargo a Jane y Michael. Un día, va con ellos a la pastelería de la señora Corry, vieja pequeña y contrahecha, con aspecto de bruja. La señora Corry tiene dos hijas, enormes y tristes, llamadas Fannie y Annie. Mientras sus hijas atienden a los clientes, la señora Corry suele pasarse las horas muertas en un pequeño cuarto de la trastienda. Cuando oye a Mary Poppins y a los niños, sale fuera:

«Supongo, querida» —dice a Mary Poppins, a quien parece conocer de antiguo—, «que ha venido a buscar bizcocho».

«Lo ha adivinado usted, señora Corry», respondió Mary Poppins con suma cortesía.

«Muy bien. ¿No se lo han dado aún Fannie y Annie?», y al decir esto miraba a Jane y Michael.

Jane movió la cabeza. Dos tímidas voces se dejaron oír detrás del mostrador.

«No, mamá», dijo miss Fannie confusa.

«Se lo íbamos a dar ahora», murmuró miss Annie en un temeroso susurro.

La señora Corry se irguió en toda su estatura y contempló llena de cólera a sus dos gigantescas hijas. En voz baja, pero henchida de ira y desprecio, dijo:

«¿Ibais a dárselo? ¿De veras? Muy interesante. Y, puedo preguntar, Annie, ¿quién te ha dado permiso para despachar mi bizcocho?»

«Nadie, mamá. Y no lo he despachado. Sólo pensaba...»

«¡Sólo pensabas! Eres muy amable. Pero te quedaría muy agradecida si no pensaras. Me basto yo para pensar lo que hay que hacer aquí», declaró la señora Corry con voz baja y espantosa. Y estalló luego en una carcajada estridente y cloqueante.

«¡Mírenlas! ¡Miren a las mariquitas lloronas!», chirrió apuntando con su huesudo dedo a sus dos hijas.

Jane y Michael se volvieron y vieron cómo una gran lágrima se deslizaba por el triste rostro de Annie, pero no se atrevieron a decir nada, porque aunque la señora Corry era muy pequeña, se sentían ante ella apocados y despavoridos [172].

En menos de treinta segundos, la señora Corry había conseguido bloquear a la pobre Annie en los tres campos de la vida y de la actividad humana, a saber: la acción, el pensamiento y el sentimiento. Por su manera de plantear la primera pregunta, la señora Corry daba a entender que consideraba como la cosa más natural del mundo dar los dulces a los niños. Pero apenas sus hijas intentan excusarse por no haberlo hecho, les niega de pronto el derecho a actuar por propia decisión. Annie procura entonces defenderse aduciendo que no lo han hecho, sino que sólo habían pensado hacerlo, partiendo evidentemente de la razonable suposición de que su madre le permitiría al menos pensar por su propia cuenta. Pero tampoco en este campo obtiene la aprobación materna, porque la señora Corry le hace saber con toda claridad que no tiene ningún derecho a pensar esto o lo otro, y aun ni siquiera simplemente a pensar. Y lo dice de tal modo que queda bien en claro que para ella el asunto no era tan baladí, sino que le daba mucha importancia y que esperaba de sus hijas un arrepentimiento proporcionado a la falta. En el siguiente movimiento, apenas Annie rompe en lágrimas, la madre se burla de los sentimientos de sus hijas.

No sabemos por qué la señora Corry se portaba así con sus hijas. Pero no podemos permitirnos el lujo de rechazar esta historia como pura invención. El esquema de comunicación que nos describe se repite con excesiva frecuencia en familias con perturbaciones clínicas y existe una amplia bibliografía sobre el tema [por ejemplo, 13, 80, 82, 166, 167, 168, 174, 180, 185]. El fenómeno es conocido bajo el nombre de «doble vínculo». Este concepto y los ejemplos antes aducidos tienen una estructura común, que es la propia de las paradojas (o antinomias) de la lógica formal. Mientras que las antinomias de la lógica son, a lo sumo, para los no especializados, divertidos recuerdos de los años escolares, su presencia en el ámbito de la comunicación reviste una crucial importancia. Al igual que en el caso de las hijas de la señora Corry, pueden distinguirse tres variantes del tema básico:

1. Cuando alguien ve que sus percepciones de la realidad, o el modo que tiene de considerarse a si mismo, le acarrean la reprensión de otras personas de vital importancia para él (por ejemplo un niño respecto de sus padres), se sentirá al final inclinado a desconfiar de sus propios sentidos. La inseguridad que dimana de esta actitud dará ocasión a que los demás le inciten a poner más interés en ver las cosas «correctamente». Más pronto o más tarde, se deslizará la acusación implícita de que debe de estar loco para tener unas ideas tan raras. Y como siempre se le está insinuando que no tiene razón, le será cada vez más difícil encontrar su puesto exacto en el mundo y, sobre todo, en las situaciones interhumanas. En su confusión, se sentirá tentado a buscar, de forma cada vez más desviada y excéntrica, aquellos significados y aquel orden de la realidad que para los demás son, al parecer, tan evidentes, pero que él no acaba de descubrir. Esta conducta, examinada en abstracto y fuera del contexto de la interacción con las personas de su medio ambiente que acabamos de describir, responde al cuadro clínico de la esquizofrenia.

2. Aquel a quien otras personas vitalmente importantes para él le echan en cara no tener los sentimientos que debería tener, acabará por sentirse culpable de su incapacidad de albergar los sentimientos debidos, los sentimientos «verdaderos». Este sentimiento de culpabilidad puede añadirse a la lista de los sentimientos que no debería tener. Este dilema aparece con gran frecuencia cuando los padres parten del supuesto de que un niño bien educado debe ser un niño alegre y juguetón y consideran los más insignificantes y pasajeros momentos de tristeza de su hijo como una muda acusación de fracaso de su labor educativa. En gran número de casos los padres se defienden contraatacando, es decir, esbozando acusaciones que niegan al niño el derecho a los llamados sentimientos negativos. Por ejemplo: «Después de todo lo que hacemos por ti, deberías sentirte feliz y contento.» Y así, la más pequeña y pasajera tristeza del niño es tachada de ingratitud y malicia, con lo que se crea el campo abonado para una conciencia atormentada. Considerada una vez más en abstracto, es decir, sin hacer referencia a su contexto interhumano, la conducta que en consecuencia adopta el niño responde al cuadro clínico de la depresión.

3. Quien recibe de otras personas vitalmente importantes para él normas de comportamiento que exigen y al mismo tiempo imposibilitan unas determinadas acciones, se encuentra en una situación paradójica, en la que sólo puede obedecer desobedeciendo. He aquí la fórmula básica de dicha paradoja: «Haz lo que te digo, no lo que me gustaría que hicieras.» Es por ejemplo el caso de los padres que esperan que su muchacho respete la ley y el orden y que, al mismo tiempo, sea emprendedor y osado. O el de aquellos otros que dan enorme importancia al dinero y cualquier medio les parece bueno para conseguirlo, a la vez que exhortan a su hijo a ser honrado y leal en todo momento. O el de la madre que empieza a inculcar a su hija, desde fechas muy tempranas, la idea de la suciedad y los peligros del sexo, pero al mismo tiempo le da a entender con toda claridad que una mujer debe dejarse cortejar y hacerse desear por los hombres. La conducta resultante de esta contradicción responde con mucha frecuencia a la definición social de desamparo moral [180].

Pero hay todavía una cuarta variante de este tema fundamental que es en realidad la más frecuente, ya por el simple hecho de que su presencia no se limita a situaciones de comunicación clínicamente perturbada. Se trata de la curiosa e irritante situación forzada que se produce cuando alguien pide a otro una conducta espontánea, que deja de ser espontánea desde el momento mismo en que ha sido pedida. Según sea la fuerza de la necesidad subyacente a esta petición, estas que podríamos llamar paradojas de «espontaneidad impuesta» pueden abarcar desde roces insignificantes a traumas trágicos. Uno de los muchos aspectos notables de la comunicación humana es la imposibilidad de incitar a otra persona al cumplimiento espontáneo de un deseo o una necesidad. La espontaneidad exigida conduce inevitablemente a una situación paradójica en la que el mero hecho de plantear la exigencia hace imposible el cumplimiento espontáneo de la misma. Un ejemplo típico de esta comunicación es el caso de la mujer que sugiere a su marido que le traiga flores de vez en cuando. Como muy probablemente viene anhelando desde tiempo atrás esta pequeña muestra de afecto, su deseo es muy humano y perfectamente comprensible. Lo que ya no es tan evidente es el hecho de que, al expresar este deseo, ha eliminado para siempre la posibilidad de verlo cumplido: si su marido lo ignora, se sentirá aún menos amada, y si lo satisface, no por ello estará más contenta, porque no le trae las flores por su propia iniciativa, espontáneamente, sino sólo porque ella se las ha pedido.

La situación es idéntica en el caso de unos padres que consideran que su hijo es demasiado apático y pasivo, e intentan inculcarle lo que no es sino una variación del mismo tema: «¡No seas tan apagado!» También aquí sólo hay dos soluciones posibles y las dos son por igual inaceptables: o bien el muchacho mantiene su anterior pasividad (y entonces los padres se sentirán descontentos, porque no cumple sus deseos ni siquiera tras habérselo pedido) o bien modifica su comportamiento, de acuerdo con los deseos paternos, pero éstos seguirán estando insatisfechos, porque ahora se comporta bien, pero por un motivo falso (es decir, porque al obedecerlos no ha hecho sino dar una muestra más de pasividad).

En estos dilemas interhumanos, todos los implicados se hallan encadenados a una misma situación, aunque, como reza la experiencia, cada uno de ellos descargará sobre los otros la responsabilidad del conflicto.

La figura 3 ofrece una variante especial de la paradoja de «espontaneidad impuesta» o, para hablar con más exactitud, de su imagen refleja. La camarera lleva prendida de la blusa una placa con la cursi y casi intraducible inscripción We’re glad you’re here (algo así como «nos alegramos de su visita»). Ahora bien, el sentido de esta inscripción está en desacuerdo con el modo de comunicarla. Una cordial bienvenida del género de la que anuncia la placa sólo tiene auténtico sentido cuando se ofrece de forma espontánea y a título individual. Pero estas características se contradicen no sólo con la aburrida expresión de la camarera que sirve el café, sino también, y sobre todo, con la circunstancia de que la bienvenida está grabada en placas que se fabrican y venden en cantidades industriales y que seguramente llevan todos y cada uno de los empleados del hotel, como parte integrante de su uniforme. Por tanto, muy difícilmente puede despertar en el huésped la impresión de una bienvenida de tipo personal. El elemento paradójico del ejemplo citado no está, pues, en una petición de comportamiento espontáneo, sino a la inversa, en el ofrecimiento en blanco e indiscriminado de una cordialidad pseudoespontánea.

Figura 3

«Nos alegramos de su visita»

Las paradojas surgen por doquier, actúan en todos los campos imaginables de las relaciones humanas y existen buenas razones para creer que ejercen una considerable y permanente influencia en nuestra percepción de la realidad. Conceptos tales como espontaneidad, confianza, coherencia lógica, demostrabilidad, justicia, normalidad, poder y otros muchos muestran, sometidos a más atento análisis, una fatal tendencia a desembocar en paradojas. Detengámonos en el concepto citado en último lugar: el poder. Tal como se refleja transparentemente en una cita del estudio de Peter Schmid sobre las relaciones entre Estados Unidos y Japón, a mediados de los años sesenta, el poder engendra paradojas y vínculos dobles. Para Schmid, el Japón, que en aquellos años vivía bajo la sombra protectora de América, era una especie de Hamlet titubeante e indeciso entre dos ideales que se excluían mutuamente: seguridad y renuncia al poder:

El poder, como reza el argumento, es malo; por tanto, renuncio al poder, no del todo, pero sí hasta donde me es posible. Un amigo me protege. Es poderoso... y por tanto es malo... Por eso le desprecio, le odio... y, sin embargo, tengo que tenderle la mano. Soy débil, porque quiero ser bueno... por eso mi amigo malo tiene poder sobre mí. Condeno lo que él hace como poderoso, pero tiemblo ante la posibilidad de que se derrumbe. Porque si se derrumba mi protector, como sería justo, porque es malo, caeré yo también, que soy bueno... [159].

El poder tiende a corromper, comienza diciendo el famoso aforismo de Lord Acton[9], y no hay que esforzarse mucho para comprender esta verdad. Algo menos claras son, sin embargo, las notables consecuencias paradójicas que se derivan de una conclusión, al parecer evidente, de esta idea, a saber: que el poder, por ser malo, debe ser evitado. Precisamente en nuestros días vuelve a cobrar pujanza la vieja utopía del estadio primitivo de una forma social totalmente libre del poder y de la violencia y se ha destacado con singular relieve la sutil e impresionante inhumanidad de las patologías del poder. Se ha vuelto a sacar del apolillado desván filosófico la tesis de Rousseau del hombre naturalmente bueno, corrompido por la sociedad, para ofrecerla al mundo como virginal y nunca hasta ahora imaginada sabiduría. Poco importa que, como en los días de Rousseau, tampoco ahora se explique por qué el conjunto total de los hombres naturalmente buenos a nivel individual, pudo degenerar en un poder oscuro y malvado, responsable de la opresión, las enfermedades psíquicas, el suicidio, los divorcios, el alcoholismo y la delincuencia.

Frente a esta tesis, Karl Popper, en su libro The Open Society and Its Enemies, hacía ya en 1945 la observación, que hoy nos parece casi profética, de que el paraíso de la sociedad primitiva feliz (que, dicho sea de pasada, no ha existido nunca), se ha perdido para todos cuantos han comido del árbol de la ciencia. «Cuanto más intentamos retornar a la edad heroica de la sociedad tribal, con tanta mayor seguridad desembarcaremos en la inquisición, la policía secreta y el gangsterismo teñido de colores románticos» [135].

Analicemos esta misma paradoja en un ámbito más concreto. En la praxis de las modernas instituciones psiquiátricas se están haciendo notables esfuerzos por evitar hasta donde sea posible incluso la más leve sombra de poder en las relaciones entre médicos, enfermeros y pacientes. Pero aunque la iniciativa es auténticamente valiosa y de alta calidad humana, un celo excesivo puede conducir a curiosos resultados. La meta de todo tratamiento psiquiátrico es restablecer de la mejor manera posible la normalidad del paciente, una meta que, evidentemente, el enfermo no puede conseguir por sí sólo, pues en caso contrario no estaría en una clínica psiquiátrica. Dejando aquí de lado el problema de la definición médica, psicológica o filosófica del concepto de normalidad psíquica, es claro que, desde un punto de vista meramente práctico, este concepto se refiere al grado de adaptación del paciente a la realidad. Bajo este concepto aparentemente tan claro (en definitiva, todo el mundo sabe lo que es real...), se entiende casi siempre un comportamiento que se halla en armonía con unas normas básicas muy concretas. La más importante de dichas normas es que hay que cumplirlas espontáneamente y no, por ejemplo, porque al paciente no le quede ninguna otra opción. Y esto significa, ni más ni menos, que debe portarse espontáneamente. Mientras no lo haga así, sigue estando enfermo y necesitado de la ayuda de los demás. Pero como estas ayudas no se le deben imponer a la fuerza, sigue abierta la puerta a todo tipo de situaciones paradójicas. Así por ejemplo, es básicamente correcto el principio de que a nadie se le puede obligar a participar en sesiones de terapia de grupo. Pero negarse a participar «demuestra» que el paciente aún no es capaz de comprender por sí mismo lo que le conviene y de adoptar, en consecuencia, una decisión apropiada (participar en la terapia de grupos). Es preciso, pues, hallar una solución al caso, que en la práctica suele consistir casi siempre en que alguien lo toma aparte amistosamente y le asegura una y otra vez que no existe obligación alguna de participar en las sesiones de grupo; y a continuación le pregunta por qué no asiste voluntariamente.

El lema de la igualdad entre todos (médicos, enfermeros y pacientes) —absurdo ya por el simple hecho de que toda ayuda crea una estructura de poder entre el ayudado y el ayudante— llevó no hace mucho a la siguiente divertida consecuencia: con ocasión de un picnic colectivo, estaba un paciente enfrascado en la tarea de asar chuletas a la brasa. Se le acercó uno de los médicos y entablaron una animada conversación, mientras que bajo su atenta mirada las chuletas se iban carbonizando lentamente. El post mortem psicológico del caso estableció que el paciente partía de la idea de que si era cierto que todos eran iguales, el médico tenía tanta obligación como él de ocuparse de las chuletas. El médico, por el contrario, opinaba que no era incumbencia suya impedir el desastre, porque esto hubiera dado a entender que no consideraba al paciente capaz de desempeñar aquella tarea. He aquí una variante moderna del Fiat justitia, pereat mundus.

En los llamados blow-out centers se ha emprendido un ambicioso esfuerzo por crear un ambiente totalmente libre de coacción y de estructuras. Se trata de pequeñas unidades residenciales, en las que se ofrece a los perturbados psíquicos profundos la posibilidad de realizar la nocturna travesía de su psicosis en un ambiente en teoría totalmente permisivo, en compañía de un personal auxiliar idealista y autosacrificado. Estas residencias estarían, pues, al menos en teoría, muy cerca de la sociedad totalmente buena y libre de opresión que se supone reinaba en la isla de Utopía. La verdad es que, en la práctica, los miembros de esta sociedad están sujetos a ciertas reglas, a veces incluso muy rígidas, como por ejemplo la prohibición de violencias físicas, de actividades sexuales no privadas, del abuso de drogas y, naturalmente, de los intentos de suicidio. No habría nada que oponer a todo ello, si no fuera porque todo el conjunto se desarrolla en una ficticia ausencia de poder y coerción, a la que se concede primacía absoluta. Porque precisamente esta tesis de ausencia de poder, que debe mantenerse bajo cualquier circunstancia, exige negar de la manera más absurda, casi diríamos esquizofrénica, ciertos aspectos de la realidad, de modo que la terapia puede llegar a convertirse en una patología de un tipo ciertamente muy singular.

A todo esto se añade que puede darse por ejemplo el caso de un paciente que, siguiendo un impulso espontáneo, tenga la costumbre de romper todos los cristales de las ventanas en las frías noches de invierno, hasta que, finalmente, no quede más remedio que obligarle a abandonar la residencia y devolverle a las influencias de una sociedad que se supone ser la única responsable del estado del enfermo. Tal vez Remy de Gourmont estaba pensado en una paradoja de este tipo cuando escribió: «Quand la morale triomphe, il se passe de choses très vilaines.»

Por desgracia, también en el caso de las paradojas del poder, el diagnóstico es más sencillo que la terapia, sobre todo cuando hay que esperar de ésta que sea lógica y razonable. La investigación científica de los efectos de las paradojas en el comportamiento (rama relativamente reciente de la investigación de la conducta humana) sugiere, de todas formas, que el mejor remedio para expulsar al demonio de la paradoja es invocar al Beelzebub de la contraparadoja. Podríamos aducir toda una pléyade de ejemplos históricos en apoyo de esta afirmación, pero todos ellos se resienten del odioso elemento de lo «irracional», «casual» o «acientífico» y, por tanto, figuran en los manuales de historia, de diplomacia y (recientemente) de investigación de los conflictos a lo sumo bajo el epígrafe de «curiosidades». Y, sin embargo, con mucha frecuencia son estos aparentes absurdos los que permiten no sólo salir de situaciones teóricamente razonables, pero prácticamente insostenibles, sino incluso obtener los mejores resultados.