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No está siendo una buena época para Myron Bolitar: su padre ha sufrido un infarto y su agencia deportiva, MB SportsReps, no está atravesando su mejor momento. Por si eso no bastara, ha recibido la visita imprevista de Emily Downing, una antigua novia, que acude a él desesperada. Su hijo Jeremy, de trece años, se está muriendo y necesita urgentemente un transplante de médula ósea. El único donante compatible ha desaparecido sin dejar ningún rastro. Pero eso no es todo: el chico es hijo del propio Myron, concebido la víspera de la boda de Emily con otro hombre.
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Seitenzahl: 430
Veröffentlichungsjahr: 2013
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Título original: Darkest Fear
© Harlan Coben, 2000
© Traducción de Mar Vidal Aparicio, 2010
© de esta edición digital: RBA Libros, S.A., 2013.
Avda. Diagonal, 189 - 08018 Barcelona.
www.rbalibros.com
OEBO094
ISBN: 978-84-9867-932-8
Conversión a libro electrónico: Víctor Igual, S. L.
Queda rigurosamente prohibida sin autorización por escrito del editor cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra, que será sometida a las sanciones establecidas por la ley. Todos los derechos reservados.
Portada
Créditos
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Agradecimientos
Notas
Otros títulos
«Cuando un padre da al hijo, ambos ríen.Cuando un hijo da al padre, ambos lloran.»
Proverbio yiddish
Éste va por tu padre. Y por el mío.
«—¿Cuál es tu peor pesadilla? —susurra la voz—. Cierra los ojos y visualízala. ¿Puedes verla? ¿La tienes ya? ¿La peor de las agonías que puedas imaginar?
Después de una larga pausa, respondo:
—Sí.
—Bien. Ahora imagina algo peor, algo mucho, mucho peor...»
La mente del terror, de Stan Gibbs
columna del New York Herald, 16 de enero
Una hora antes de que su mundo estallara como un tomate maduro aplastado por un tacón de aguja, Myron probó un pastelillo recién hecho que sabía sospechosamente a pastilla de urinario.
—¿Y bien? —le inquirió su madre.
Myron luchó con su garganta, superó la difícil batalla y tragó.
—No está mal.
Su madre meneó la cabeza, decepcionada.
—¿Qué?...
—Soy abogada —replicó la madre—. Se supone que debería haber sido capaz de haber hecho de ti un buen mentiroso.
—Has hecho lo que has podido —dijo Myron.
Ella se encogió de hombros e hizo un gesto con la mano hacia, digamos, el pastelillo.
—Es la primera vez que hago pastelitos, cariño; puedes decirme la verdad.
—Es como morder una pastilla de urinario.
—¿Una qué?
—En los lavabos de hombres, en los urinarios. Las ponen para que absorban el olor, o algo así.
—¿Y tú te las comes?
—No...
—¿Por eso tu padre se pasa tanto tiempo ahí dentro...? ¿Porque se toma un poco del sabroso pastelillo? Y yo que pensaba que era por la próstata.
—Era broma, mamá.
Ella sonrió con sus ojos azules teñidos de un rojo que ni el Vispring era ya capaz de eliminar, esa tonalidad que sólo se adquiere a base de lágrimas lentas y regulares. Normalmente su madre tenía tendencia al histrionismo. Las lágrimas lentas y regulares no eran su estilo.
—Lo mío también era broma, señor listillo, ¿o te crees que eres el único de la familia con sentido del humor?
Myron no dijo nada. Volvió a mirar aquella cosa, el pastelillo, temiendo, o tal vez con la esperanza de que se marchara él solo a rastras. En los más de treinta años que su madre llevaba viviendo en aquella casa, jamás había horneado nada; ni con receta, ni sin receta, ni siquiera con uno de esos tubos Pillsbury de masa de cruasán que sólo tienes que meter en el horno. Apenas era capaz de hervir agua sin unas instrucciones detalladas, jamás cocinaba, aunque sí era capaz de meter una horrible pizza congelada en el microondas, con sus dedos ágiles danzando por el teclado numérico a la manera de Nureyev en el Lincoln Center. No, en el hogar de los Bolitar la cocina era más bien un lugar de reunión —una sala de estar light, podría decirse—, para nada relacionado ni tan siquiera con la más básica de las artes culinarias. Encima de la mesa redonda había revistas y catálogos y cajitas blancas de comida china para llevar. La cocina experimentaba menos acción que una película de James Ivory; el horno era puro atrezo, estrictamente decorativo, como la Biblia sobre la que juran los políticos.
Ese día había algo que claramente no encajaba.
Estaban sentados en el salón sobre el sofá blanco modular de piel falsa, ante una alfombra cuya textura peluda a Myron le recordaba las fundas del asiento de los retretes. Como un Greg Brady[1] adulto. Myron desviaba de vez en cuando la mirada a través de la ventana, hacia el cartel de «Se vende» en el jardín delantero, como si fuera una nave espacial que acababa de aterrizar y anunciara la inminente aparición de algo siniestro.
—¿Dónde está papá?
Su madre señaló la puerta con gesto cansado.
—En el sótano.
—¿En mi habitación?
—Tu antigua habitación, sí. Te mudaste, ¿recuerdas?
Se acordaba. A la tierna edad de treinta y cuatro años, ni más ni menos. Si se enteraran de su caso, a los expertos en educación infantil se les haría la boca agua y harían gestos de desaprobación: el hijo pródigo que opta por quedarse en su nido de dos niveles mucho más allá de lo que se considera la fecha apropiada para que la mariposa levante el vuelo. Pero Myron podría afirmar todo lo contrario. Podría alegar el hecho de que, durante muchas generaciones y en la mayoría de culturas, los hijos permanecían en el hogar familiar hasta la edad madura, que adoptar esta filosofía podría representar de hecho una revolución social, ayudando a la gente a permanecer arraigada a algo tangible en esta era de desintegración del núcleo familiar. O, si esta argumentación no lograba convencer, Myron podía ofrecer otra. Tenía miles.
Pero la verdad del tema era mucho más sencilla: le gustaba pasear por los suburbios con su madre y su padre... incluso si confesar esta predilección fuera tan poco moderno como un elepé de Air Supply.
—¿Qué ocurre? —preguntó.
—Tu padre todavía no sabe que estás aquí —respondió ella—. Cree que llegas dentro de una hora.
Myron asintió con la cabeza, confuso.
—¿Qué hace en el sótano?
—Se ha comprado un ordenador. Está jugando con él, ahí abajo.
—¿Papá?
—Eso digo yo. El hombre no es capaz de cambiar una bombilla sin un manual de instrucciones y, de pronto, ahora resulta que es Bill Gates. Siempre metido en la nest.
—Net —la corrigió Myron.
—¿Cómo?
—Se llama Net, mamá.
—Creí que era nest. Como el nido de los pájaros, o algo así.
—No, no, es Net.
—¿Estás seguro? Me suena que hay un pájaro por ahí.
—Tal vez te refieres a la Web —probó Myron—. Como la spider web, la telaraña.
Ella chascó los dedos:
—Eso. El caso es que tu padre se pasa el día ahí abajo, tejiendo la telaraña o la web o lo que sea. Chatea con gente, Myron. Eso es lo que dice. Chatea con gente a la que no conoce de nada; como hacía con la radio de onda corta, ¿te acuerdas?
Myron se acordó. Era hacia 1976. Los padres judíos de los suburbios detectando «polis» de camino a la charcutería. Una impresionante caravana de Cadillacs Seville. Mensaje recibido, cambio y corto.
—Y la cosa no acaba ahí —prosiguió—. Está escribiendo sus memorias. Él, que ni siquiera es capaz de garabatear una lista de la compra sin consultar el libro de estilo, ahora se cree que es un ex presidente.
Iban a vender la casa. Myron todavía no daba crédito. Paseó la vista por aquel entorno tan familiar y su mirada se quedó pegada a las fotos que decoraban las escaleras de forma ascendente. Observó madurar a su familia a través de la moda: las faldas y las patillas más largas o más cortas; los flecos, el cuero y los teñidos casi hippies; los trajes disco de los años setenta con los pantalones acampanados; los esmóquines con chorreras que hoy serían cutres hasta para entrar en un casino de Las Vegas... Los años desfilaban ante él, imagen a imagen, como en uno de aquellos anuncios tan deprimentes de seguros de vida. Se fijó en las posturas de sus tiempos de jugador de baloncesto —un tiro libre de la liga suburbana en sexto de primaria, una carrera hacia la canasta en octavo y un slam dunk en el instituto—, y en las fotos de portada del Sports Illustrated que culminaban la serie, dos de su época en Duke y otra con la pierna escayolada y una gran inscripción que decía «¿Está acabado?» y que adornaba su propia imagen en el yeso hasta la rodilla (con un «Sí» por respuesta en forma de pensamiento dibujado en la cabeza, con la tipografía igual de grande).
—Bueno, ¿qué problema hay? —preguntó.
—Yo no he dicho que hubiera ningún problema.
Myron movió la cabeza, decepcionado:
—Y resulta que eres abogada.
—¿Estoy dando mal ejemplo?
—No me extraña que jamás me presentara a unas elecciones.
La mujer juntó las manos sobre el regazo:
—Tenemos que hablar.
A Myron no le gustó el tono.
—Pero aquí no —añadió—. Vamos a dar una vuelta a la manzana.
Myron asintió con la cabeza y se levantaron. Cuando todavía no habían alcanzado la puerta, le sonó el móvil. Myron lo sacó con una rapidez que habría hecho retroceder al mismísimo Wyatt Earp, se llevó el teléfono al oído y se aclaró la garganta.
—MB SportsReps —dijo, con voz suave y tono profesional—. Myron Bolitar al habla.
—Bonita voz telefónica —dijo Esperanza—. Suenas igual que Billy Dee pidiendo un par de revólveres Colt 45.
Esperanza Diaz era su ayudante desde hacía mucho tiempo y ahora su socia en MB SportsReps (M de Myron, B de Bolitar, para aquellos que lo quieren saber todo).
—Esperaba que fueras Lamar —dijo.
—¿Todavía no ha llamado?
—No.
Casi era capaz de ver a Esperanza frunciendo el ceño:
—Estamos hasta el cuello —dijo.
—No estamos hasta el cuello. Sólo vamos con la lengua fuera, eso es todo.
—Con la lengua fuera, sí —repitió Esperanza—. Como Pavarotti corriendo la maratón de Boston.
—Muy bueno —dijo Myron.
—Gracias.
Lamar Richardson era un potente lanzador de los Golden Glove que acababa de quedar disponible (digamos que «disponible» era una etiqueta que los agentes susurran a la manera que un muftí podría susurrar «alabado sea Alá»). Lamar buscaba nuevos representantes y había reducido su selección final a tres agencias: dos conglomerados enormes con espacio de oficinas suficiente para albergar un hipermercado, y la antes mencionada MB SportsRep, una agencia con el culo lleno de granos pero que ofrecía un servicio muy personal. ¡Aúpa, culo de granos!
Myron miró a su madre, que lo esperaba junto a la puerta. Se cambió el teléfono de lado y dijo:
—¿Algo más?
—No adivinarías nunca quién te ha llamado —dijo Esperanza.
—¿Elle y Claudia exigiendo otro ménage à trois?
—Uuuuuy, casi.
Era incapaz de decirle las cosas sin rodeos. Con sus amigos, todo era como en los concursos de televisión.
—¿Y si me das una pista? —dijo él.
—Una de tus ex amantes.
Él se sobresaltó:
—Jessica.
Esperanza imitó el sonido del indicador de respuesta errónea en los concursos.
—Lo siento, te equivocas de perra.
Myron estaba confuso. En su vida sólo había tenido dos relaciones largas: Jessica a períodos intermitentes durante los últimos trece años (ahora más bien ausente). Y antes de ella, bueno, habría que remontarse a...
—¿Emily Downing?
Esperanza imitó una campanilla.
Una imagen repentina se le clavó en el corazón como una daga afilada. Vio a Emily sentada en aquel sofá de lona del sótano de la residencia de estudiantes, dedicándole su especial sonrisa, sentada sobre las piernas dobladas, con su cazadora del equipo del instituto que le iba varias tallas grande, y gesticulando con las manos que se deslizaban y desaparecían dentro de las mangas.
Se le secó la boca:
—¿Qué quería?
—No sé. Pero dijo que tenía que hablar contigo. Hablaba muy entrecortado, ya sabes. Como si todo lo que decía tuviera un doble sentido.
Con Emily, todo lo tenía.
—¿Es buena en el catre? —preguntó Esperanza.
Esperanza, una bisexual muy atractiva, consideraba a todo el mundo como un polvo potencial. Myron se preguntó cómo debía de ser, tener y, por tanto, sopesar, tantas opciones, y luego decidió no indagar más en el asunto. Era un sabio.
—¿Qué dijo exactamente? —respondió Myron.
—Nada concreto. Se limitó a emitir unos cuantos gemidos tentadores entre palabras como: urgente, vida o muerte, asunto grave, etcétera.
—No quiero hablar con ella.
—Eso imaginé. Si vuelve a llamar, ¿quieres que me la quite de encima?
—Por favor.
—Hasta luego, entonces.
Colgó mientras una segunda imagen le golpeaba como una ola inesperada en una playa. El último año en Duke. Emily, muy digna, mientras le lanzaba la cazadora del instituto sobre la cama y se marchaba. No mucho después, se casaba con el hombre que arruinaría la vida de Myron.
Respira hondo, se dijo. Inhala, exhala. Así.
—¿Todo bien? —preguntó su madre.
—Sí.
La madre volvió a menear la cabeza, decepcionada.
—No miento —dijo.
—Vale, está bien. Claro, es muy normal que respires como en una llamada obscena. Mira, si no se lo quieres contar a tu madre...
—No se lo quiero contar a mi madre.
—Que te educó y...
Myron dejó de prestarle atención, como solía hacer siempre. Volvía a divagar, suponiéndole una vida pasada, o algo así. Era algo que hacía muy a menudo. A veces actuaba como una madre absolutamente moderna, una de esas primeras feministas que se manifestaron junto a Gloria Steinem y supieron demostrar que «El lugar de la mujer es la casa... pero la Casa Blanca y el Senado», como decía su vieja camiseta; pero, ante la visión de su hijo, su actitud progresista se desvanecía y revelaba la típica cotilla con su pañuelo de campesina oculta detrás de la fachada feminista. Eso le proporcionó a Myron una infancia interesante.
Se dispusieron a salir por la puerta principal. Myron mantenía la vista clavada en el cartel de «Se vende» como si de pronto pudiera desenfundar un revólver. En su mente irrumpió la imagen de algo que en realidad no había visto nunca: el día soleado en el que mamá y papá habían llegado a casa por primera vez, cogidos de la mano, con el vientre de ella abultado por el bebé que llevaba dentro, ambos asustados y alborozados, conscientes de que esa vivienda construida en serie, de tres habitaciones y dos niveles, sería su nave para toda la vida, su sueño americano. Ahora, les gustara o no, su periplo llegaba al final. Olvidemos toda esa mierda de «cuando una puerta se cierra, otra se abre». Ese cartel de «Se vende» marcaba el final: el final de la juventud, el final de la edad adulta, el final de una familia, del universo de dos personas que habían empezado ahí, luchado, criado a sus hijos, y trabajado y llevado a los niños al cole y vivido sus vidas ahí.
Anduvieron calle arriba. A lo largo del bordillo había hojas apiladas, la imagen más evidente del otoño suburbano, mientras las máquinas de limpiar hojarasca interrumpían la quietud del aire como los helicópteros en Saigón. Myron eligió andar por el sendero de la acera para poder rozar los lados de las pilas. El crujir de las hojas secas bajo sus zapatillas deportivas le resultaba placentero. No sabía muy bien por qué.
—Tu padre habló contigo —dijo la madre, medio en tono interrogativo—, sobre lo que le pasó.
Myron sintió que se le tensaba el estómago. Se adentró un poco más en las hojas, al tiempo que levantaba las piernas y las hacía crujir más fuerte.
—Sí.
—¿Qué fue lo que te dijo, exactamente? —preguntó la madre.
—Que cuando estaba en el Caribe había tenido dolores en el pecho.
La casa de los Kaufman siempre había sido amarilla, pero la nueva familia de inquilinos la había hecho pintar de blanco. El nuevo color parecía erróneo, fuera de lugar. Había casas en las que habían elegido los revestimientos de aluminio, mientras que en otras se habían añadido anexos, modificando cocinas y dormitorios principales. La joven familia que se había mudado a la casa de los Miller se había deshecho de las características macetas rebosantes de flores tan propias de los Miller. Los nuevos propietarios de la casa Davis habían arrancado aquellos maravillosos arbustos que Bob Davis cuidaba los fines de semana. Todo aquello le hacía pensar a Myron en el típico ejército invasor que arranca las banderas de los invadidos.
—No quería contártelo —dijo la madre—. Ya conoces a tu padre. Sigue teniendo la sensación de que debe protegerte.
Myron asintió con la cabeza y siguió andando sobre las hojas.
Luego ella añadió:
—Fue algo más grave que unos dolores de pecho.
Myron se detuvo.
—Fue un infarto a todos los efectos —prosiguió, sin mirarlo a los ojos—. Estuvo tres días en cuidados intensivos. —Ahora empezó a parpadear—. Tenía la arteria casi totalmente obstruida.
Myron sintió que se le cerraba la garganta.
—Eso le ha cambiado. Sé cuánto le quieres, pero tienes que aceptarlo.
—¿Aceptar qué?
La voz de ella era firme y delicada:
—Que tu padre se está haciendo mayor. Que yo me estoy haciendo mayor.
Myron lo pensó:
—Lo intento —dijo.
—¿Pero?
—Pero veo este cartel de «Se vende»...
—Son maderas, clavos y ladrillos, Myron.
—¿Qué?
Ella cruzó a través de las hojas y lo tomó del codo:
—Escúchame bien. Te lamentas como si estuviéramos de duelo, pero esa casa no es tu infancia. No forma parte de tu familia; no respira, ni piensa, ni ama. Es tan sólo un montón de madera, clavos y ladrillos.
—Habéis vivido aquí casi treinta y cinco años.
—¿Y?
Él se volvió, siguió andando.
—Tu padre quiere ser franco contigo —prosiguió—, pero no se lo estás poniendo nada fácil.
—¿Por qué? ¿Qué he hecho?
Ella movió la cabeza, miró al cielo, como deseando recibir inspiración divina, y siguió andando. Myron permaneció a su lado. Su madre lo cogió del brazo más abajo del codo y se apoyó en él.
—Siempre has sido un atleta magnífico —le dijo—, no como tu padre. Para ser sinceros, tu padre siempre ha sido un torpón.
—Eso ya lo sé —dijo Myron.
—Claro, y lo sabes porque tu padre no ha pretendido nunca ser lo que no era. Ha dejado que lo vieras como un ser humano, incluso vulnerable. Y eso te ha causado un efecto extraño: le adorabas mucho más. Le convertiste en alguien casi mítico.
Myron pensó en ello, no la contradijo. Se encogió de hombros y afirmó:
—Le quiero.
—Lo sé, cariño. Pero sólo es un hombre; un hombre bueno. Y ahora se está haciendo mayor y está asustado. Tu padre siempre ha querido que lo vieras como alguien humano, pero no quiere que lo veas asustado.
Myron seguía cabizbajo. Hay ciertas cosas que no puedes imaginarte a tus padres haciendo... El ejemplo típico es el sexo. La mayoría de la gente tampoco es capaz de imaginarse a sus padres —y probablemente no deberían ni intentarlo— cometiendo un delito flagrante. Pero ahora mismo, Myron intentaba conjurar otra imagen tabú, la de su padre solo y sentado a oscuras, con la mano en el pecho, asustado, y esa imagen, aunque posible, se le antojaba dolorosa e insoportable. Cuando volvió a hablar sentía la voz densa:
—¿Y qué tengo que hacer?
—Aceptar los cambios. Tu padre está a punto de jubilarse. Ha trabajado toda su vida y, como la mayoría de machos tontos de su generación, su propia valía está asociada a su trabajo. Lo está pasando mal. Ya no es el mismo. Ni tú tampoco eres el mismo. Vuestra relación está cambiando y a ninguno de los dos os gusta el cambio.
Myron permaneció en silencio, esperando más.
—Acércate un poco a él —le dijo su madre—. Él se ha ocupado de ti toda tu vida. No te lo pedirá, pero ahora le toca a él que lo cuiden.
Cuando doblaron la última esquina, Myron vio el Mercedes aparcado delante del cartel de «Se vende». Por un momento se preguntó si era un agente inmobiliario que venía a enseñar la casa. Su padre estaba en el jardín de delante conversando con una mujer. Papá gesticulaba mucho y sonreía. Al mirar su rostro —la tez áspera que siempre parecía necesitar un buen afeitado, la nariz prominente que papá usaba para darle «golpes narizotas» cuando luchaban a hacerse cosquillas, los párpados caídos a lo Victor Mature y Dean Martin, el pelo ralo y gris que conservaba tozudamente sustituyendo su espesa cabellera negra—, Myron sintió una mano que lo tocaba por dentro y le pellizcaba el corazón.
Papá advirtió su presencia y lo saludó con la mano:
—¡Mira quién ha venido! —exclamó.
Emily Downing se volvió hacia él y le dedicó una sonrisa tensa. Myron le devolvió la mirada y no dijo nada. Habían pasado cincuenta minutos. Quedaban diez para que el tacón aplastara definitivamente el tomate.
Demasiada historia.
Sus padres se marcharon discretamente. A pesar de su casi legendaria tendencia a entrometerse, ambos poseían la rara cualidad de saber entrar a saco en la Isla de los Fisgones sin hacer explotar ninguna mina de esas que indican que has ido demasiado lejos.
Emily intentó sonreír, pero sencillamente, no pudo.
—Bueno, bueno —dijo, cuando se quedaron solos—. ¿No es éste el hombre de mi vida al que dejé escapar?
—Esta frase ya la usaste la última vez que nos vimos.
—Ah, ¿sí?
Se conocieron en la biblioteca el primer año en Duke. Entonces Emily era más grande, un poco más regordeta, pero en el sentido saludable, y con los años, claramente se había adelgazado y tonificado, también en el buen sentido. Pero el hachazo visual seguía allí. Emily no era guapa sino, para usar las palabras de Super Fly,[2] zorrona. Caliente. Ardiente, más bien. Cuando joven —era compañera suya de clase—, llevaba una melena larga y maliciosa y el despeinado de los que siempre acaban de hacer alguna fechoría, una sonrisa retorcida capaz de convertir cualquier película en no apta para menores, y un cuerpo inconscientemente voluptuoso que rezumaba la palabra sexo continuamente, como un viejo proyector de cine. No importaba que no fuera guapa. La belleza tenía poco que ver con ella, de hecho. Se trataba de algo innato. Emily no era capaz de desprenderse de ello ni poniéndose chilaba y un perro muerto encima de la cabeza.
Lo raro era que, cuando se conocieron en la universidad, ambos eran vírgenes, tal vez habiendo dejado escapar la sobrevalorada revolución sexual de los años setenta y principios de los ochenta. Myron siempre creyó que esa revolución había sido en buena parte de boquilla o, como mínimo, que no había llegado a cruzar las fachadas de ladrillo de los institutos suburbanos. Pero también es cierto que era bastante bueno racionalizando las cosas. Probablemente era culpa suya, si es que el hecho de no ser promiscuo puede considerarse una falta. Siempre se había sentido atraído por las «chicas buenas», incluso en el instituto. Los líos esporádicos no le interesaban. Evaluaba a todas las chicas que conocía como posible pareja para toda la vida, como alma gemela, como amor sin fin, como si su relación tuviera que ser una canción de los Carpenter.
Pero con Emily fue todo exploración y descubrimiento sexual. Aprendieron el uno del otro a pasos entrecortados, aunque dolorosamente placenteros. Incluso ahora, por mucho que odiara todo su ser, todavía podía recordar cómo cantaban y se le hinchaban las terminaciones nerviosas cuando compartían la cama. O el asiento trasero de un coche. O un cine, o una biblioteca, o incluso una vez, una conferencia de ciencias políticas sobre el Leviatán de Hobbes. Aunque tal vez hubiera anhelado ser el protagonista de una canción de los Carpenter, su primera relación larga acabó siendo más bien algo sacado del Bat Out of Hell de Meat Loaf: algo tórrido, duro, sudoroso, rápido, como toda la canción «Paradise by the Dashboard Life».[3]
De todos modos, debió de haber algo más. Habían durado tres años, la había amado, y ella fue la primera mujer que le rompió el corazón.
—¿Hay algún café por aquí cerca? —preguntó ella.
—Un Starbucks —dijo Myron.
—Conduciré yo.
—No quiero ir contigo, Emily.
Ella le dedicó su sonrisa especial:
—¿He perdido mis encantos o qué?
—Dejaron de causarme efecto hace muchos años.
Una mentira a medias.
Ella movió las caderas. Myron la observó, pensando en lo que había dicho Esperanza. No era tan sólo su voz, o sus palabras...; hasta sus movimientos acababan teniendo un doble sentido.
—Es importante, Myron.
—Para mí no.
—Ni siquiera sabes...
—Me da igual, Emily. Formas parte del pasado, y tu marido también.
—Mi ex marido. Me divorcié de él, ¿recuerdas? Y nunca he sabido lo que te hizo.
—Claro —dijo Myron—. Tú sólo fuiste la causa.
Ella lo miró:
—No es tan sencillo. Ya lo sabes.
Myron asintió con la cabeza. Ella tenía razón, por supuesto.
—Yo siempre supe por qué lo había hecho —dijo Myron—. Estaba siendo un gilipollas competitivo que quería vengarme de Greg. Pero, ¿y tú?
Emily movió la cabeza. Su melena de antes hubiera volado de un lado a otro y habría acabado cubriéndole medio rostro. Su nuevo peinado era más corto y estilizado, pero mentalmente, él seguía viendo aquel movimiento perverso.
—Ahora ya no importa —dijo ella.
—Supongo que no —le dio la razón—, pero siempre he tenido curiosidad.
—Los dos habíamos bebido demasiado.
—¿Así de sencillo?
—Sí.
Myron hizo una mueca:
—Poco convincente —dijo.
—Tal vez sólo fue sexo —añadió ella.
—¿Un acto puramente físico?
—Quizá.
—¿La noche antes de casarte con otro?
Ella lo miró:
—Fue una estupidez, ¿vale?
—Eso lo dices tú.
—Y quizá tenía miedo —dijo.
—¿De casarte?
—De casarme con el hombre equivocado.
Myron sacudió la cabeza:
—Dios mío, no tienes vergüenza.
Emily estaba a punto de decir algo más, pero se detuvo como si sus últimas reservas acabaran de agotarse. Él deseaba que se marchara, pero con los antiguos amores hay también una tristeza que nos atrae. Ahí, delante de ti, está el verdadero camino que no elegiste, lo que tu vida hubiera podido ser, la personificación de una vida totalmente alternativa si las cosas hubieran sido distintas. Ya no tenía absolutamente ningún interés en ella y, sin embargo, sus palabras todavía le hacían aflorar su antiguo yo, con heridas y todo.
—Ocurrió hace catorce años —dijo ella con voz suave—, ¿no crees que ya es hora de que lo superemos?
Pensó en lo que le había costado aquella noche de relación «puramente física». Tal vez todo. Su sueño de toda una vida, desde luego.
—Tienes razón —le dijo, mientras daba media vuelta—. Vete, por favor.
—Necesito tu ayuda.
Él negó con la cabeza:
—Como tú misma has dicho, ya es hora de que lo superemos.
—Sólo te pido que te tomes un café conmigo. Con una vieja amiga.
Quería decirle que no, pero el pasado ejercía una presión demasiado intensa. Asintió, temiendo hablar. Condujeron en silencio hasta el Starbucks y pidieron sus complicados cafés a un camarero con pretensiones de artista, con más carácter que el tipo que trabaja en la tienda de discos local. Se pusieron los condimentos pertinentes en la pequeña barra, liándose un poco con los brazos al buscar la leche descremada y la sacarina. Se sentaron en unas sillas metálicas de respaldo demasiado bajo. De fondo sonaba música reggae, un CD titulado Jamaican Me Crazy.
Emily cruzó las piernas y dio un sorbo.
—¿Has oído hablar alguna vez de la anemia de Fanconi?
Curiosa táctica para iniciar una conversación.
—No.
—Es un tipo de anemia hereditaria que provoca el colapso de la médula espinal. Te debilita los cromosomas.
Myron esperó.
—¿Has oído hablar de los transplantes de médula ósea?
Le parecía una extraña línea de interrogatorio, pero decidió seguir el juego.
—Un poco. Tengo un amigo que tuvo leucemia y necesitó un transplante. En el templo organizaron una campaña para encontrar donantes. Fuimos todos a hacernos un análisis.
—Cuando dices «todos»...
—Mi madre, mi padre, toda mi familia. Creo que hasta vino Win.
Ella inclinó la cabeza:
—¿Cómo está Win?
—Sigue igual.
—Lástima —dijo ella—. Cuando estábamos en Duke, acostumbraba a escucharnos mientras hacíamos el amor, ¿no?
—Sólo cuando bajábamos la cortina para que no pudiera mirar.
Ella se rió:
—Nunca le gusté.
—Eras su favorita.
—¿De veras?
—Pero eso no es decir mucho —añadió Myron.
—Odia a las mujeres, ¿verdad?
Myron meditó su respuesta.
—Como objetos sexuales, le parecen bien. Pero si hablamos de relaciones...
—Siempre fue un tipo raro.
Debe ser la única persona que lo sabe.
Emily tomó un sorbo.
—Me estoy desviando del tema —dijo.
—Ya me lo había parecido.
—¿Qué le ocurrió a tu amigo con leucemia?
—Murió.
Palideció.
—Lo siento. ¿Qué edad tenía?
—Treinta y cuatro.
Emily tomó otro sorbo, sujetando la taza entre las dos manos.
—Así que, ¿estás en el registro nacional de donantes de médula?
—Creo que sí. Doné sangre y me dieron una tarjeta de donante.
Ella cerró los ojos.
—¿Qué pasa? —preguntó él.
—La anemia de Fanconi es letal. Se puede tratar durante un tiempo con transfusiones de sangre y hormonas, pero la única cura es un transplante de médula ósea.
—No te entiendo, Emily. ¿Tienes esa enfermedad?
—No, no afecta a los adultos. —Dejó la taza sobre la mesa y levantó los ojos. Él no era muy hábil leyendo miradas, pero la suya era más que obvia—. La padecen los niños.
Como si lo presintiera, la banda sonora del Starbucks cambió a algo instrumental y sombrío. Myron aguardó. Ella no tardó demasiado.
—Mi hijo está enfermo.
Myron recordaba haber visitado la casa de Franklin Lakes cuando Greg desapareció. El chico estaba jugando en el jardín trasero con su hermana. Debió de ser tal vez dos o tres años atrás. Tenía unos diez años y su hermana quizás ocho. Greg y Emily estaban en medio de una batalla sangrienta por la custodia, los niños en medio del fuego cruzado, el tipo de guerras de las que nadie sale sin una herida grave.
—Lo siento mucho —dijo.
—Necesitamos encontrar un donante de médula compatible.
—Creía que los hermanos eran compatibles casi de manera automática.
Los ojos de ella se pasearon rápidamente por el local.
—En un caso de cada cuatro —dijo, deteniéndose abruptamente.
—Oh.
—El registro nacional ha encontrado sólo tres donantes potenciales. Por potenciales quiero decir que el test HLA inicial los identifica como posibilidades. El A y el B coinciden, pero luego hay que hacer un estudio completo del tejido y de la sangre para ver... —Volvió a detenerse—. Me estoy poniendo muy técnica, no era mi intención. Pero cuando tu hijo está así de enfermo es como si vivieras dentro de una burbuja de jerga médica.
—Lo comprendo.
—En cualquier caso, superar estas primeras pruebas es como ganar un premio de lotería secundario. La posibilidad de encontrar uno que coincida sigue siendo remota. El centro de hematología convoca a los donantes potenciales y lleva a cabo una batería de pruebas, pero las posibilidades de que se ajusten lo suficiente para efectuar el transplante son más bien bajas, en especial si sólo hay tres donantes potenciales.
Myron asintió con la cabeza, todavía sin tener ni idea de por qué le estaba contando todo aquello.
—Tuvimos suerte, y uno de los tres coincidía con Jeremy.
—Estupendo.
—Hay un problema —aclaró. Otra vez aquella sonrisa retorcida—. El donante ha desaparecido.
—¿Qué quieres decir con «desaparecido»?
—No conozco los pormenores. El registro es confidencial. Nadie quiere decirme qué está pasando. Parecíamos estar bien encaminados y entonces, de pronto, el donante sencillamente se retiró. Mi médico no nos puede decir nada...; como ya te he dicho, es una información confidencial.
—Tal vez el donante haya cambiado de opinión.
—Pues entonces será mejor que se la volvamos a cambiar —dijo ella—, o Jeremy morirá.
La afirmación era lo bastante clara.
—¿Y qué crees que ha ocurrido? —le preguntó Myron—. ¿Crees que está desaparecido, o algo así?
—O desaparecida —aclaró Emily—. Sí.
—¿Es él o ella?
—No sé nada del donante: ni edad, ni sexo, ni localidad, nada. Pero Jeremy no está precisamente mejorando y la verdad es que las probabilidades de encontrar a otro donante a tiempo son casi inexistentes. —Mantenía la expresión impertérrita, pero Myron pudo ver cómo su ánimo empezaba a resquebrajarse un poco—. Tenemos que encontrar a ese donante.
—¿Has venido a verme por eso? ¿Para que lo encuentre?
—Tú y Win encontrasteis a Greg cuando nadie más podía hacerlo. Cuando desapareció, Clip fue a verte a ti el primero; ¿por qué?
—Es una larga historia.
—No tan larga, Myron. Tú y Win tenéis formación en este tipo de asuntos. Sois buenos.
—No en un caso como éste —dijo Myron—. Greg es un deportista de élite. Puede ponerse ante los micros, ofrecer recompensas. Puede pagar a detectives privados.
—Eso ya lo estamos haciendo. Greg ha convocado una rueda de prensa para mañana.
—¿Y?
—Pues que no servirá de nada. Le dije al médico de Jeremy que pagaríamos lo que hiciera falta al donante, aunque sea ilegal. Pero hay algún problema más. Me temo que toda esta publicidad podría acabar perjudicándonos, que podría provocar que el donante se esconda todavía más, o algo así, yo qué sé.
—¿Qué dice Greg de todo esto?
—Él y yo no hablamos mucho, Myron. Y cuando lo hacemos, normalmente no es para decirnos cosas agradables.
—¿Sabe Greg que has venido a verme?
Ella lo miró:
—Te odia tanto como tú a él. Tal vez más y todo.
Myron dedujo que eso significaba que no. Emily lo seguía mirando, escrutando su rostro como si en él pudiera encontrar una respuesta.
—No puedo ayudarte, Emily.
Ella puso una expresión como si acabaran de abofetearla.
—Me sabe muy mal —prosiguió—, pero justo estoy empezando a superar algunos problemas importantes.
—¿Me estás diciendo que no tienes tiempo?
—No es eso. Creo que un detective privado tendría más posibilidades...
—Greg ya ha contratado a cuatro. Ni siquiera son capaces de descubrir el nombre del donante.
—Dudo que yo pueda hacer nada más.
—Te estoy hablando de la vida de mi hijo, Myron.
—Lo entiendo, Emily.
—¿No puedes dejar de lado tu animosidad hacia mí y hacia Greg?
No estaba seguro de poder.
—Ése no es el problema: soy representante deportivo, no detective.
—Antes no parecía importarte.
—Y mira como acabó todo. Cada vez que me entrometo provoco un desastre.
—Mi hijo tiene trece años, Myron.
—Lo siento...
—No quiero tu compasión, maldita sea. —Ahora sus ojos parecían más pequeños, negros. La mujer se inclinó hacia él hasta que sus rostros quedaron a pocos centímetros—. Quiero que hagas cálculos.
Él puso cara de extrañeza:
—¿De qué?
—Eres representante; sabes mucho de números, ¿no? Pues haz un pequeño cálculo.
Myron se inclinó hacia atrás, poniendo un poco de distancia.
—¿De qué coño estás hablando?
—El cumpleaños de Jeremy es el dieciocho de julio —aclaró—. Haz cuentas.
—¿Qué cuentas?
—Te lo diré otra vez: tiene trece años. Nació el dieciocho de julio. Yo me casé el diez de octubre.
Nada. Durante unos segundos Myron oyó a las madres que charlaban, a un bebé que lloraba, a un camarero que le pasaba un pedido a otro, y entonces ocurrió. Una ráfaga de aire gélido le punzó el corazón. Bandas de acero le oprimieron el pecho y casi le impedían respirar. Abrió la boca pero no fue capaz de articular palabra. Era como si alguien le acabara de golpear el plexo solar con un bate de béisbol. Emily lo observó y asintió:
—Correcto —dijo—. Es tu hijo.
—No puedes estar tan segura —dijo Myron.
Emily rezumaba agotamiento por todos los poros.
—Lo estoy.
—También te acostabas con Greg, ¿no?
—Sí.
—Y aquella temporada tú y yo sólo lo hicimos una vez. En cambio, con Greg debiste de hacerlo un montón de veces.
—Cierto.
—Pues entonces, ¿cómo puedes saber...?
—Negación —lo interrumpió ella, con su suspiro—. Siempre es la reacción inicial.
Él la señaló con un dedo:
—No me vengas con esa mierda de psicóloga recién licenciada, Emily.
—Que evoluciona rápidamente hacia la rabia —insistió.
—No puedes saber...
—Siempre lo he sabido —le cortó.
Myron se apoyó en el respaldo de su taburete. Conservó la compostura pero, por dentro, estaba a punto de sentir cómo se le abría una brecha, cómo su base se empezaba a tambalear.
—Cuando me quedé embarazada, pensé, igual que tú: me había acostado más a menudo con Greg, de modo que probablemente era de él. Al menos, eso es lo que me dije. —Cerró los ojos. Myron estaba muy quieto mientras sentía cómo el nudo en su estómago se iba tensando—. Y cuando nació Jeremy, él estuvo a mi lado en todo momento, así que, ¿por qué iba a decir nada? Pero, y sé que eso va a sonar increíblemente estúpido, las madres lo sabemos. No sabría decirte cómo, pero lo sabía. Yo también intenté negarlo. Me dije que tal vez sólo me sentía culpable por lo que habíamos hecho, y que ésta era la manera que tenía Dios de castigarme.
—Muy del Viejo Testamento por tu parte —ironizó Myron.
—El sarcasmo —dijo ella, casi con una sonrisa—, tu defensa favorita.
—Tu intuición maternal no tiene demasiado valor como prueba, Emily.
—Antes me has preguntado por Sara.
—¿Sara?
—La hermana de Jeremy. Te preguntabas si era válida como donante. No lo es.
—De acuerdo, pero me has dicho que entre hermanos sólo hay una posibilidad entre cuatro.
—Para hermanos del todo, sí. Pero en este caso no coincidían ni de lejos, porque ella y Jeremy son sólo medio hermanos.
—¿Te lo dijo el médico?
—Sí.
Myron sintió cómo el suelo debajo de sus pies empezaba a tambalearse.
—Entonces... ¿lo sabe Greg?
Emily negó con la cabeza.
—Me citó aparte. A raíz del divorcio, yo tengo la custodia principal de Jeremy. Greg tiene también la custodia, pero los niños viven conmigo, y yo soy responsable de las decisiones médicas.
—De modo que Greg sigue pensando...
—Que Jeremy es su hijo, sí.
Myron sentía que se hundía en aguas profundas y sin tierra a la vista.
—Pero me has dicho que tú siempre lo has sabido.
—Sí.
—¿Por qué no me lo dijiste?
—¿Estás de broma? Estaba casada con Greg. Le quería. Empezábamos una vida juntos.
—De todos modos, me lo tendrías que haber dicho.
—¿Cuándo, Myron? ¿Cuándo querías que te lo dijera?
—Nada más nacer el bebé.
—¿No me estás escuchando? Te acabo de decir que no estaba segura.
—Las madres lo sabéis, has dicho.
—Vamos, Myron. Estaba enamorada de Greg, no de ti. Tú, con tu sentido de la moral tan cursi, habrías insistido en que me divorciara de Greg y me casara contigo y nos fuéramos a vivir una especie de cuento de hadas suburbano.
—Y entonces, ¿decidiste vivir una mentira?
—Era la decisión acertada teniendo en cuenta lo que sabía entonces. Si echo la vista atrás —hizo una pausa, tomó un sorbo largo—, probablemente ahora habría hecho muchas cosas de manera distinta.
Myron trató de dejar que la información se fuera asentando, pero le resultaba imposible. Un nuevo grupo de mamás de esas que llevan los niños a hacer deporte después del cole entró en el café, empujando sillitas. Se sentaron a la mesa del rincón y se pusieron a cotillear sobre los pequeños Brittany, Kyle y Morgan.
—¿Cuánto tiempo hace que te separaste de Greg?
La voz de Myron sonó más aguda de lo que tenía intención, o tal vez no.
—Hace cuatro años.
—Y ya no estabas enamorada de él, ¿no?
—No.
—Incluso antes —prosiguió—. Quiero decir que probablemente ya llevabas una buena temporada sin estar enamorada de él, ¿no es cierto?
Ella parecía perpleja.
—Cierto.
—Pues me lo podrías haber dicho entonces; al menos, hace cuatro años. ¿Por qué no lo hiciste?
—Deja ya de interrogarme.
—Eres tú quien ha dejado caer la bomba —dijo él—. ¿Cómo esperabas que reaccionara?
—Como un hombre.
—¿Y eso qué demonios quiere decir?
—Necesito tu ayuda; Jeremy necesita tu ayuda. Ahora deberíamos concentrarnos en eso.
—Primero quiero unas cuantas respuestas. Al menos tengo derecho a eso.
Ella vaciló, puso cara como de querer discutir y luego asintió cansinamente:
—Si te va a ayudar a superarlo...
—¿A superarlo? ¡Hablas como si se tratara de una piedra en el riñón, o algo así!
—Estoy demasiado cansada para discutir contigo —dijo—. Adelante, pregunta lo que quieras.
—¿Por qué no me lo dijiste antes?
La mirada de ella se desvió más allá de Myron, por encima de su hombro.
—Una vez estuve a punto de hacerlo.
—¿Cuándo?
—¿Te acuerdas de aquella vez que viniste a casa, la primera vez que Greg se esfumó?
Asintió con la cabeza. Justo acababa de pensar en aquel día.
—Le mirabas por la ventana. Jeremy estaba en el jardín con su hermana.
—Lo recuerdo —dijo Myron.
—Greg y yo estábamos en medio de una horrible batalla por la custodia.
—Le acusaste de maltratar a los niños.
—Era mentira, tú te diste cuenta enseguida. No era más que una treta legal.
—Menuda treta —dijo Myron—. La próxima vez, acúsalo directamente de crímenes de guerra.
—¿Quién eres tú para juzgarme?
—De hecho —respondió Myron—, creo que soy justamente la persona indicada.
Emily le clavó la mirada:
—Las batallas por la custodia son una guerra sin los acuerdos de Ginebra —le dijo—. Greg se puso desagradable, y yo se lo devolví. Para ganar una guerra así haces lo que haga falta.
—¿Y eso no incluye revelar que Greg no era el padre de Jeremy?
—No.
—¿Por qué no?
—Porque obtuve la custodia sin necesidad de hacerlo.
—Eso no es una respuesta. Odiabas a Greg.
—Sí.
—¿Todavía le odias? —preguntó.
—Sí —dijo, sin vacilar.
—Pues, entonces, ¿por qué no se lo dijiste?
—Porque con todo lo que le odio, pesa más mi amor por Jeremy. Podría joder a Greg, y probablemente disfrutaría haciéndolo, pero no le podía hacer eso a mi hijo..., quitarle a su padre de esa manera.
—Pensaba que estabas dispuesta a hacer cualquier cosa para ganar.
—A Greg le haría cualquier cosa —aclaró—, pero no a Jeremy.
Tenía su lógica, pensó Myron, pero sospechaba que le ocultaba algo:
—Así que lo has mantenido en secreto trece años.
—Sí.
—¿Lo saben tus padres?
—No.
—¿Nunca se lo has contado a nadie?
—Nunca.
—¿Y por qué me lo cuentas ahora?
Emily movió la cabeza.
—¿Eres tan lento aposta, Myron?
Él puso las manos sobre la mesa. No le temblaban. De alguna manera, comprendía que estas preguntas procedían de algo más que de la mera curiosidad. Formaban parte del mecanismo de defensa, eran como una valla y un foso de seguridad que se estaba construyendo cuidadosamente para evitar verse afectado por la revelación de Emily. Sabía que lo que le estaba diciendo era capaz de alterarle la vida de una manera que nada de lo que había oído hasta entonces era capaz de hacer. Las palabras «mi hijo» asomaban por su subconsciente, pero de momento eran tan sólo palabras. En algún momento lo tocarían, supuso, pero ahora mismo la valla y el foso todavía lo protegían.
—¿Crees que quería decírtelo? Prácticamente te he suplicado que me ayudes, pero no has querido escucharme. Y estoy desesperada.
—¿Lo bastante desesperada como para mentir?
—Sí —dijo, de nuevo sin vacilar—. Pero no miento, Myron. Tienes que creerme.
Él se encogió de hombros:
—A lo mejor el padre de Jeremy es otro.
—¿Perdona?
—Un tercero —dijo—. Te acostaste conmigo la noche antes de casarte, y dudo que fuera el único. Podría haber otra docena de tíos.
Ella lo miró:
—¿Ya no puedes soltar a tu presa, verdad Myron? Pues adelante, puedo soportarlo. Pero tú no eres así.
—Me conoces muy bien, ¿no?
—Incluso cuando te enfadabas, hasta cuando tenías todo el derecho del mundo a odiarme, nunca fuiste cruel. No va contigo.
—Ahora nos movemos en territorio desconocido, Emily.
—Da igual.
Sintió que le crecía como una piedra en el estómago, algo que le dificultaba respirar. Se aferró a la taza, la miró como si pudiera descubrir la respuesta en el fondo y la volvió a dejar. No era capaz de mirar a Emily.
—¿Cómo puedes hacerme esto?
Emily se inclinó hacia él y le puso una mano en el antebrazo.
—Lo siento —le dijo.
Él se separó.
—No sé qué más decir. Antes me has preguntado por qué no te lo había dicho nunca. Mi primera preocupación ha sido siempre el bienestar de Jeremy, pero tú también eras alguien a tener en cuenta.
—Tonterías.
—Te conozco, Myron. Sé que no podrías dejar este asunto de lado. Pero, de momento, tienes que hacerlo. Tienes que encontrar al donante y salvarle la vida a Jeremy. Luego ya nos preocuparemos de todo lo demás.
—¿Cuánto tiempo hace que —estuvo a punto de decir «mi hijo»— Jeremy está enfermo?
—Nos enteramos hace seis meses. Jugaba a baloncesto y empezaron a salirle moratones demasiado a menudo. Luego se quedaba sin aliento sin motivo. Empezó a caerse... —La voz se le quebró.
—¿Está ingresado?
—No. Está en casa, va al colegio y tiene un aspecto normal, sólo está un poco pálido. Pero no puede hacer ningún deporte competitivo ni cosas así. Parece estar bien, pero... es cuestión de tiempo. Tiene tanta anemia y tiene las células medulares tan frágiles que cualquier cosa lo puede afectar. Puede ser que contraiga una infección que ponga en peligro su vida o, si logra superarla, que con el tiempo desarrolle algo maligno. Lo tratamos con hormonas, y eso ayuda, pero es un tratamiento temporal, no una cura.
—¿Y el transplante de médula ósea sería una cura?
—Sí. —El rostro se le iluminó con un fervor casi religioso—. Si el transplante saliera bien, podría curarse del todo. Lo he visto en otros niños.
Myron asintió con la cabeza, se reclinó, cruzó las piernas, las volvió a separar.
—¿Puedo conocerle?
Ella bajó la vista. El sonido de la batidora, probablemente elaborando un frapuccino, explotó mientras la cafetera del espresso rugía su conocida llamada de apareamiento con los distintos preparados de leche. Emily esperó a que el ruido remitiera.
—No puedo impedírtelo, pero espero que hagas lo correcto.
—¿Es decir?
—Tener trece años y padecer una enfermedad casi terminal ya es bastante difícil. ¿Realmente tienes algún interés en arrebatarle a su padre?
Myron no dijo nada.
—Sé que ahora mismo estás en estado de shock, y sé que debes de tener miles de preguntas más, pero ahora deberías olvidarte. Tienes que sobreponerte a la confusión, a la rabia, a todo. La vida de un chico de trece años, nuestro hijo, corre peligro. Concéntrate en eso, Myron. Encuentra al donante, ¿vale?
Él volvió la vista hacia las mamás que llevan niños a hacer deporte, que seguían murmurando sobre sus críos. Al escucharlas sintió una punzada insoportable.
—¿Dónde puedo encontrar al médico de Jeremy? —preguntó.
Cuando se abrieron las puertas del ascensor a la planta de recepción de MB SportsReps, Big Cyndi se acercó a Myron abriendo los enormes brazos, de aproximadamente el mismo diámetro que las columnas de mármol de la Acrópolis. Myron estuvo a punto de apartarse de un salto —por el instinto de supervivencia y todo eso—, pero permaneció inmóvil y cerró los ojos. Big Cyndi lo abrazó, lo cual provocaba la misma sensación que ser envuelto por una capa de material aislante para desvanes, y lo levantó en el aire.
—¡Oh, señor Bolitar! —exclamó.
Él hizo una mueca y aguantó. Finalmente, la mujer lo volvió a dejar en el suelo como si fuera una muñeca de porcelana que volvía a colocar en los estantes. Big Cyndi medía más de dos metros y pesaba unos ciento cuarenta kilos, y era la antigua campeona de lucha libre por parejas con Esperanza, también conocida como Gran Mamá Jefe, madre de la Pequeña Pocahontas, es decir, Esperanza. Tenía la cabeza en forma de cubo, coronada por un pelo en forma de púas, como una Estatua de la Libertad de tripi de mal rollo. Llevaba más maquillaje que todos los miembros del reparto de Cats juntos, una ropa apretujada que le daba aspecto de salchicha, y tenía el ceño fruncido como los luchadores de sumo.
—Eeeh... ¿todo bien? —osó preguntar Myron.
—¡Oh, señor Bolitar!
Pareció como si Big Cyndi tuviera la intención de volver a abrazarlo, pero hubo algo que la detuvo, tal vez el terror puro que reflejaban los ojos de Myron. Entonces cogió una maleta que en su manaza tipo pata parecía un comediscos de los años setenta. Ella era así de grande, la especie de gigante que hace que el mundo que lo rodea parezca un plató de película de monstruos de serie B, como si anduviera por un Tokio en miniatura, derribando postes de alta tensión y aplastando los cazabombarderos que pasan zumbando.
Esperanza asomó por la puerta de su despacho. Cruzó los brazos y se apoyó en el marco de la puerta. Incluso después de la experiencia traumática que acababa de vivir, seguía siendo bellísima, con los tirabuzones negros y brillantes que le caían lo justo por la frente, el cutis de tono oliváceo oscuro todavía radiante, toda su imagen como una fantasía gitana con blusa campesina. Pero detectó algunas líneas de expresión nuevas alrededor de los ojos y un leve encogimiento en su postura siempre perfecta. Quiso que se tomara un tiempo de descanso después de su liberación, pero supo que ella no querría. Esperanza adoraba MB SportsReps y deseaba salvar la agencia.
—¿Qué está ocurriendo? —preguntó Myron.
—Está todo en la carta, señor Bolitar —respondió Cyndi.
—¿Qué carta?
—¡Oh, señor Bolitar!
—¿Qué?
Pero no le respondió, se tapó la cara con las manos y se metió en el ascensor como si entrara en un tipi indio. Las puertas del ascensor se cerraron y Cyndi desapareció.
Myron esperó un instante y luego se volvió hacia Esperanza.
—¿Me puedes explicar lo que ocurre?
—Ha pedido la baja —dijo Esperanza.
—¿Por qué?
—Big Cyndi no es tonta, Myron.
—Yo no he dicho nunca que lo fuera.
—Se da cuenta de lo que ocurre.
—Es sólo temporal —dijo Myron—. Nos recuperaremos en nada.
—Y cuando lo hagamos, volverá. Mientras, tiene una buena oferta de trabajo.
—¿En Leather-N-Lust? —Por las noches Big Cyndi trabajaba de guardia de seguridad en un local de sadomasoquismo llamado Leather-N-Lust. Lema: haz daño a los que amas. A veces, o eso había oído, participaba en algún número en el escenario. Myron no tenía ni idea de su papel, pero tampoco había reunido el coraje necesario para preguntárselo..., otro tabú abismal que su mente hacía todo lo posible por sortear.
—No —aclaró Esperanza—. Vuelve a FLOW.
Para los no iniciados en la lucha, FLOW es el acrónimo de las Fabulous Ladies of Wrestling.
—¿Vuelve al cuadrilátero?
Esperanza asintió con la cabeza:
—En el circuito sénior.
—¿Cómo dices?
—El FLOW quería ampliar su oferta. Estuvieron investigando un poco, se dieron cuenta de lo bien que funcionan los torneos sénior en la Asociación de Golfistas Profesionales y... —Se encogió de hombros.
—¿Un torneo femenino de lucha sénior?
—Más que sénior, jubiladas —dijo Esperanza—. Quiero decir que Big Cyndi sólo tiene treinta y ocho años, pero están haciendo volver a muchas de las favoritas de los viejos tiempos: la Reina Qaddafi, Connie Guerra Fría, Baby Brezhnev, Celia la Penitenciaria, la Viuda Negra...
—A la Viuda Negra no la recuerdo.
—Es de antes de nuestra época. ¡Qué demonios, de antes de la época de nuestros padres! Debe de tener setenta años...
Myron trató de no hacer ninguna mueca.
—¿Y la gente pagará por ver luchar a una mujer de setenta años?
—No hay que discriminar por motivo de edad.
—Cierto, lo siento. —Myron se frotó los ojos.
—Y ahora mismo, la lucha femenina profesional está haciendo un esfuerzo por recuperar notoriedad, como en la competición entre Jerry Springer y Ricky Lake. Tienen la necesidad de hacer algo especial.
—¿Y la respuesta es forcejear con viejas?
—Creo que su objetivo es más bien la nostalgia.
—¿Una oportunidad de animar a la luchadora de tu juventud?