El niño que no se rindió - MARS - E-Book

El niño que no se rindió E-Book

MARS

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Beschreibung

"NO IMPORTA DE DÓNDE VENGAS, IMPORTA HASTA DÓNDE DECIDES LLEGAR". De un rincón olvidado del campo, donde el hambre y la escasez eran parte del día a día, surge una historia que rompe todas las estadísticas. Un joven relata su vida marcada por la pobreza, el trabajo infantil y la violencia familiar. Desde su nacimiento en una humilde casa de ladrillos moldeados a mano hasta sus años como trabajador precoz, su camino fue una travesía de sacrificio, dolor y valentía. Entre túneles oscuros, zapatos rotos y madrugadas de pesca, la vida parecía empujar siempre hacia abajo. Sin embargo, en medio de cada golpe y carencia, comenzó a encenderse una luz: la fuerza inquebrantable del deseo de superarse. Esa llama, alimentada por la fe y la determinación, lo llevó a desafiar el destino que parecía escrito para él. Este libro es una carta de amor a la dignidad, al esfuerzo silencioso y a la capacidad de soñar cuando todo alrededor parece invitar a rendirse. Es la prueba de que, incluso en los escenarios más adversos, se puede construir un futuro distinto. Una historia real que conmueve y también desafía, ya que después de leerla, entenderás que la pregunta no es si es posible, sino si estás dispuesto a pagar el precio para lograrlo.

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Seitenzahl: 142

Veröffentlichungsjahr: 2025

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MARS

El niño que no se rindió

Del río y la pobreza, hasta alcanzar su sueño

Ramos Soliz, Miguel Angel El niño que no se rindió : del río y la pobreza, hasta alcanzar su sueño / Miguel Angel Ramos Soliz. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2025.

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: descarga y online

ISBN 978-987-87-6865-6

1. Autoayuda. I. Título. CDD 158.1

EDITORIAL AUTORES DE [email protected]

Índice

Capítulo 1 - Donde todo comenzó

Capítulo 2 - El valor de lo simple

Capítulo 3 - El sendero de barro

Capítulo 4 - Cuando el miedo se volvió orgullo

Capítulo 5 - Cuando el dolor nos separó y el abrazo nos unió

Capítulo 6 - No volver a la escuela, pero nunca dejar de aprender

Capítulo 7 - Zapatos rotos, corazón entero

Capítulo 8 - La bicicleta soñada

Capítulo 9 - El túnel del miedo

Capítulo 10 - Los golpes que no pude detener

Capítulo 11 - A través de la tormenta: cuando no hay camino, se lo inventa

Capítulo 12 - Maíz tostado

Capítulo 13 - El fuego que no se apaga

Capítulo 14 - De uniforme de seguridad a mi primer emprendimiento

Capítulo 15 - Cuando no tenía todo, pero tenía lo que necesitaba

Capítulo 16 - El ejército que no me doblegó

Capítulo 17 - De un cuarto vacío a un título en las manos

Capítulo 18 - La mochila cargada de dudas, el corazón lleno de razones

Capítulo 19 - La residencia que me puso de rodillas, pero no me venció

Capítulo 20 - Cuando todo el esfuerzo comenzó a valer la pena

Capítulo 21 - El encuentro que cambió mi destino

Capítulo 22 - El golpe inesperado

Capítulo final - El año que cambió todo

A Dios, porque sin Su guía no habría camino ni fuerza para seguir adelante; en cada batalla y en cada logro reconozco que es Su mano la que me sostiene.

A mi madre y a mi hermana, que desde el cielo me acompañan con un amor que nunca se apaga, siendo la voz de la ternura y la memoria que me impulsa a no rendirme.

A mi familia, que en la tierra es mi refugio y mi raíz, la prueba de que incluso en medio de la dificultad siempre hay un motivo para sonreír y continuar.

Y a todos aquellos que, como los niños que sueñan con un mañana mejor, luchan cada día contra la adversidad con la esperanza como único escudo, porque en ellos está el verdadero ejemplo de que la vida, aunque dura, siempre merece ser vivida. recordándoles que sus sueños son semillas capaces de florecer incluso en la tierra más árida.

Capítulo 1

Donde todo comenzó

Cuando pienso en el día en que llegué a este mundo, lo primero que me viene a la mente no son imágenes claras ni sonidos grabados, porque no hubo cámaras ni relojes marcando la hora exacta. Lo que tengo son las palabras de mi madre, repetidas a lo largo de mi infancia como un mantra suave, cargado de amor y de lucha. Nací un domingo 24 de enero de 1988, en el corazón de Naranjo Dulce, un pequeño rincón perdido entre los verdes surcos del campo, a orillas del río Bermejo.

No fue en un hospital ni rodeado de doctores. Llegué al mundo en una casa hecha con el esfuerzo de mi familia. Las puertas hechizas, las paredes de ladrillo moldeados a mano, y madera, levantadas con más esperanza que planos, y el techo de calamina que crujía con el viento eran el escenario de mi primer día. Las ventanas eran cubiertos con tela, por donde se colaba el aire fresco y el olor a tierra mojada, esa mezcla de barro y vegetación que impregna todo en el campo. Mi madre me contaba que esa madrugada el cielo estaba despejado, como si el universo entero se hubiera detenido para observar.

Fue un parto difícil, de esos que ponen a prueba el alma y el cuerpo. Ella siempre lo decía con la voz entrecortada, dejando escapar un suspiro antes de continuar: “Me costó traerte al mundo, hijo. Pesabas casi cinco kilos. Y eras un gordito lleno de rollos, cuatro en las piernas”, parecía que ya traía una reserva de fuerza para lo que me esperaba. Mientras escuchaba, me imaginaba su rostro cubierto de sudor, sus manos aferradas a lo que tuviera cerca, quizás una manta vieja o el borde de una mesa, con el eco del río como única música de fondo. No había suero ni camilla, solo el amor y el coraje de una madre dispuesta a darlo todo, con alguna vecina quizás asistiéndola, manos temblorosas pero firmes, el murmullo de oraciones mezclado con los sonidos de la madrugada.

Mi piel, decía ella, venía cubierta por una sustancia blanca, una grasita que los doctores llaman vérnix caseosa. Pero allí no había doctores para explicarlo. Para mi madre, era simplemente una señal de que el cielo me había bendecido, que el río y la tierra me estaban cuidando desde el principio. Esa capa blanquecina, pegada a mi piel, parecía un recordatorio de que había venido protegido, como si la naturaleza misma hubiera querido ponerme un escudo para mis primeros minutos.

No hubo fotografías. No hubo papeles que dijeran cuánto medía o cuál fue mi primer llanto. Lo único que quedó fue el relato de mi madre, contándome una y otra vez cómo me sostuvo envuelto en un pedazo de tela cualquiera, quizás una manta con años de uso, con los bordes deshilachados pero suficientemente fuerte para cubrir a un recién nacido. Mientras el viento movía las hojas de los árboles y el río seguía su curso, indiferente y eterno, ella me miraba como si todo el sacrificio hubiera valido la pena.

En ese preciso momento, entendí que mi historia había empezado de una manera diferente. No entre paredes blancas ni luces artificiales, sino entre el barro, la madera, el canto de los pájaros al amanecer, y el sonido suave y constante del Rio Bermejo. Desde ese instante, supe que no necesitaba lujos ni testigos. Había nacido con la fuerza del campo en la sangre y el amor de una madre que me había dado la vida con sus propias manos. Y esa fue la primera lección que la vida me dejó, incluso antes de abrir los ojos: la verdadera riqueza está en el origen, en las raíces, en la historia que cada uno lleva grabada en el alma desde su primer respiro.

No se necesita nacer entre lujos para soñar en grande. A veces, lo que parece un inicio humilde, perdido entre paredes de barro, techos de calamina y manteles viejos, es en realidad el punto de partida para alcanzar lo extraordinario. Porque no importa dónde empieza la historia, sino con qué fuerza se camina desde ese punto.

Nunca subestimes lo que puede florecer en medio de la escasez. A veces, los sueños más altos brotan desde los rincones más olvidados del mundo.

Capítulo 2

El valor de lo simple

A cualquiera que pasara por la carretera de tierra, mi casa podría haberle parecido solo un montón de ladrillos viejos, techos de calamina y paredes sin pintar. Algunos, incluso, habrían pensado que estaba abandonada. Pero detrás de esa apariencia sencilla, escondido entre los árboles, se encontraba el centro de nuestro mundo.

Mi casa fue construida por mi papá con sus propias manos, mucho antes de que yo naciera. No fue hecha por arquitectos, ni tenía planos ni cimientos técnicos. Fue levantada con ladrillos moldeados uno por uno, con esfuerzo, sudor y determinación. También él mismo hizo las puertas y la ventana. Todo tenía esa marca inconfundible del trabajo hecho a mano, sin recursos, pero con una dignidad que el cemento más fino no podría reemplazar.

Esa casa tenía solo dos cuartos. Uno era el dormitorio, donde dormíamos todos. En diferentes momentos, llegamos a vivir allí mi hermano con su esposa, mis hermanas, mis padres y yo. A pesar del poco espacio, el cariño nos cobijaba. Dormíamos apretados, pero juntos, como quien sabe que la unión es el único techo verdadero.

El otro cuarto era el comedor. Allí estaban las pocas pertenencias que teníamos, y en una mesa modesta hacíamos nuestras tareas de la escuela. Esa mesa era nuestro escritorio, nuestro comedor, y también testigo de muchas risas y silencios compartidos.

No teníamos baño. Cuando necesitábamos hacer nuestras necesidades, nos íbamos al bosque, entre los árboles. Aquella experiencia que podría parecer inhumana para muchos, para nosotros era simplemente parte de la vida. Tampoco teníamos agua corriente. Íbamos a buscarla al río, que quedaba a unos 300 metros de casa, bajando y subiendo entre sendas de tierra. Nos turnábamos entre los hermanos para ir a llenar los bidones. Algunos días el calor agobiaba, otros la lluvia lo complicaba todo, pero el agua debía traerse igual.

La cocina estaba detrás de la casa, separada del resto. Se cocinaba a leña, como se hacía en las casas de antaño. También para eso nos organizábamos en turnos: nos tocaba reunir y traer la leña que dejaba el río, como un regalo que entendíamos con gratitud, no como una incomodidad. A veces había que caminar bastante para encontrar buena leña, otras veces el río nos sorprendía dejándola cerca, como si también nos conociera.

Por las noches, nos alumbraba una lámpara a gas. Cuando el gas se terminaba, encendíamos un mechero a querosén. Y si ya no había querosén, improvisábamos uno con un trapo empapado en aceite de cocina sucio, dentro de un pequeño recipiente. La llama era tenue, pero suficiente para que nuestros ojos se acostumbren y la noche se llene de sombras familiares. Así eran todas las noches. Se dormía generalmente entre las 21:00 y las 22:00 hrs, cuando el cuerpo decía basta y el silencio del campo nos abrazaba como una canción de cuna.

Esa casa no era solo un techo. Era un refugio de esfuerzo, un símbolo de lo que se construye sin nada y, sin embargo, lo tiene todo. Era nuestra escuela silenciosa, nuestro primer maestro: nos enseñaba lo que era vivir con lo justo y, aun así, seguir adelante sin quejas, sin lujos, pero con sueños.

Capítulo 3

El sendero de barro

La niñez es una etapa borrosa en muchos aspectos, como si los recuerdos fueran fotografías sueltas, guardadas en una caja vieja que solo se abre de vez en cuando. No tengo una memoria lineal de aquellos años, sino momentos esporádicos, retazos que se quedaron grabados por alguna razón: el aroma del monte después de la lluvia, el sonido del río, el eco de nuestras risas mezclado con el canto de los pájaros.

Lo que sí recuerdo claramente es que empecé el ciclo primario en la escuela de Flor de Oro. Ahí no existía el kínder, o al menos no en esa época, así que entré directamente a primero básico. El inicio de clases no tuvo ceremonia especial, ni mochila nueva, ni uniforme prolijo. Fue simplemente empezar. Ir a la escuela era parte del día, parte del deber, como ir a buscar agua o juntar leña. Todos los días caminábamos unos cinco kilómetros desde casa hasta la escuela. Lo hacíamos junto con mis hermanas Griselda y Roxana, y nuestra prima Alejandra. La carretera era de tierra, rodeada de monte y silencio. Algunas veces íbamos hablando entre nosotros, otras veces en silencio, cada uno con su sueño a cuestas, mirando el horizonte como si esperáramos que el camino nos revelara algo.

Los días de lluvia, sobre todo durante los primeros meses del año, el trayecto era una verdadera odisea. El barro nos cubría los pies y los zapatos se hundían en la tierra mojada. Avanzar era como arrastrar el cuerpo con esfuerzo, mientras la ropa se pegaba al cuerpo mojado y el frío nos mordía los huesos. Aun así, íbamos. Había algo que nos impulsaba a seguir, incluso cuando no entendíamos muy bien el porqué. El cielo gris, las gotas golpeando las hojas, el olor a tierra mojada: todo se mezclaba con nuestras ganas de llegar, aunque el barro pesara más que nuestras propias mochilas.

Algunas mañanas, si teníamos suerte, pasaba un micro que nos levantaba cerca de casa, entre las 6 y las 7 de la mañana. Pero para eso había que levantarse aún más temprano. Nos lavábamos la cara con el agua fría que teníamos, porque no existía el lujo del agua caliente. En invierno, el frío era tan intenso que apenas mojábamos el rostro. Era una lavada simbólica, más por costumbre que por higiene real. El vapor de nuestra respiración se mezclaba con el aire helado, y aun así, con el rostro entumecido, seguíamos adelante.

A veces llevábamos una merienda modesta, y otras veces, llevábamos trozos de leña. Esa leña servía para que cocine la mamá de turno, porque las mamás de los alumnos se turnaban para cocinar en la escuela. Mi mamá, por la distancia, no podía asistir, y eso significaba que algunas veces no nos tocaba comida. Ahora lo entiendo mejor: no era por falta de voluntad, sino por la imposibilidad de recorrer ese camino largo todos los días con tantas responsabilidades encima.

Ese primer año no me fue bien. Como se decía en ese tiempo, me “aplacé”, es decir, perdí el año. Más adelante entendí por qué. Mucho tiempo después, ya de grande, acomodando cosas en mi casa, encontré mi vieja libreta de calificaciones. Me puse a revisar y descubrí que tenía muchas faltas. Era como si cada mes faltara más de la mitad de los días. Recordé entonces que en esa época mi papá se dedicaba a la pesca, y mi mamá se iba a vender los peces a la ciudad de Bermejo. Imagino que por eso no me mandaban todos los días a la escuela. Yo tendría apenas cinco o seis años.

Recuerdo la rutina de los lunes en la escuela: izábamos la bandera en la cancha, formábamos filas según nuestro grado, cantábamos el himno nacional con solemnidad. Después empezaban las clases. Había solo dos aulas y en cada una entraban varios grados. Los docentes hacían lo que podían para atendernos a todos, esforzándose con el mismo espíritu con el que nosotros caminábamos hasta allí: con lo que había, con lo que se podía.

A media mañana sonaba el recreo. Un alumno salía a tocar la campana, que en realidad era un caño viejo y oxidado. Se le golpeaba con una piedra. Al sonar, todos salíamos corriendo a jugar: bolillas, trompo, o latinchas, que era un juego con tapas de botella aplastadas. Las niñas jugaban otras cosas que nunca llegué a observar con atención. El polvo se levantaba a nuestro alrededor, y por un rato el mundo se convertía solo en risas y juegos.

Después hacíamos fila para recibir la comida. Comíamos donde se pudiera: en la vereda, sobre una piedra o sobre algún tronco caído. No existía un comedor. Era así de simple, así de real. Las veces que no nos daban comida porque mi mamá no podía ir a cocinar, llevábamos nuestra propia merienda. Y si no teníamos nada, simplemente esperábamos que alguien dejara algo en su plato y le pedíamos si nos podía invitar la sobra. Esa era la realidad, sin filtros ni vergüenza. Era un gesto natural, aprendido sin palabras, como el compartir un poco de agua en medio de una larga caminata.

En ese escenario aprendí a leer, a escribir, a soñar. No había tecnología, ni libros nuevos, ni pupitres cómodos. Pero sí había algo que no puede comprarse: voluntad. Y con eso, muchos como yo empezamos a construir lo que más adelante sería nuestra historia. Con barro en los pies, con frío en las manos, pero con el corazón lleno de algo que no se enseña en los libros: el deseo de ser alguien, de algún día mirar hacia atrás y decir que valió la pena.

Capítulo 4

Cuando el miedo se volvió orgullo

Cuando llegó el momento de dejar atrás la escuela de Flor de Oro, no imaginaba que un cambio pudiera removerme tanto por dentro. Mis padres decidieron inscribirme en una nueva escuela: la Aulio Aráoz, en la ciudad de Bermejo. Esta vez no caminaría entre monte y barro, sino que entraría en un entorno totalmente nuevo: calles de tierra más transitadas, más ruido, más gente. Era un salto grande, y lo sentía en el estómago como un nudo que no se aflojaba.