Erhalten Sie Zugang zu diesem und mehr als 300000 Büchern ab EUR 5,99 monatlich.
«El pago de las deudas» es una novela de Alberto Blest Gana. Luisa es una viuda joven y rica que se ve acosada por los avances de Luciano, un galante joven con fama de mujeriego caprichoso, sin embargo, la prevención de Luisa no consigue evitar que se enamore de él irremediablemente.
Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:
Seitenzahl: 204
Veröffentlichungsjahr: 2021
Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:
Alberto Blest Gana
NOVELA ORIGINAL
Saga
El pago de las deudas
Copyright © 1861, 2021 SAGA Egmont
All rights reserved
ISBN: 9788726624496
1st ebook edition
Format: EPUB 3.0
No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.
This work is republished as a historical document. It contains contemporary use of language.
www.sagaegmont.com
Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com
Mi apreciado Amigo:
Conozco, al dedicarle este trabajo, que no presento al público una obra digna de Vd.; pero me asiste la confianza de llamar en él la atencion sobre un rasgo de nuestra vida social que merece estudiarse por la importancia que encierra. Es mui jeneral idea entre los padres de familia la de que, legando a sus hijos un cuantioso caudal, no tienen que cuidarse de acostumbrarlos a los hábitos saludables de una vida laboriosa, sin pensar que no basta una llave de oro para abrir las puertas de la felicidad. Algunas de las fatales consecuencias que orijina la práctica de semejante idea es lo que he querido pintar en la presente novela. Sirvarme, pues, este propósito para disculpar los defectos que contenga, i recíbala Vd. como una muestra de la sincera amistad que le profesa su afectísimo
Alberto Blest Gana.
Santiago, noviembre 24 de 1860.
En un hermoso salon de una casa de Santiago de las que aun resisten a las innovaciones de la moderna arquitectura, veíanse en una noche de diciembre, varios grupos de personas que conversaban con la alegre confianza que la tirania de la etiqueta no ha conseguido aun desterrar enteramente de nuestra sociedad. Uno de esos grupos lo formaban tres mujeres jóvenes que, aislándose de los demas, acababan de sentarse en un sofá colocado a la opuesta estremidad del salon en que las otras personas conversaban. No bien habian principiado una de esas interminables charlas confidenciales, que solo las mujeres parecen tener la facultad de prolongar con indefinida animacion, cuando un joven apareció en la pieza vecina i entró al salon después de dejar su sombrero sobre una silla. Las tres mujeres dejaron de hablar i fijaron al mismo tiempo sus ojos en el que entraba i se dirijia hácia ellas. El jóven se sentó en una poltrona junto al sofá, despues de saludarlas; pasó con descuidada elegancia una de sus manos sobre la cabeza, dejando sus cabellos negros en el mas artístico desarreglo i acariciándose con indecible fatuidad los bigotes; miró a las tres señoras que se habian quedado silenciosas.
— ¿Mui interesante era la conversacion que he venido a interrumpir? dijo con el aplomo del hombre buen mozo, que cree que su presencia nunca es importuna.
— Talvez, contestó una de ellas.
— ¿De qué se trataba? dijo el jóven.
— En primer lugar, observó otra de las señoras, la conversacion era secreta.
— Entonces la dejarán para despues, replicó el jóven riéndose, a ménos que me quieran tomar por confidente.
— ¿I por qué no nos deja Vd. libre el terreno? replicó la que habia hablado primero.
— I a dónde quiere Vd. que me vaya, por Dios.
— A conversar con los de allá, contestó la que habia hablado la segunda, mostrando a las personas reunidas en la otra estremidad de la espaciosa pieza.
— ¿Allá? dijo el jóven; vamos, Vds. son sin piedad i solo responderé con una obstinacion equivalente ala de Vds: me quedo.
Entre tanto una de las tres no tomaba parte ninguna en aquella discusion i sus ojos parecian perseguir alguna idea por entre los anchos pliegues de las rojas cortinas de brocatel que pendían delante de las ventanas.
— De modo, Luisa, dijo el jóven dirijiéndose a ella, que Vd. es la única que me autoriza para quedarme.
— ¡Yo! ¿y por qué? contestó ella saliendo de repente de su distraccion i poniéndose lijeramente encarnada.
— Porque Vd. ha callado, replicó el jóven, i como Vd. sabe, quien calla otorga.
— O niega, añadió ella con viveza.
— Por consiguiente, me quedo por unanimidad de sufrajios.
En este momento se presentó un criado anunciando que el té estaba pronto. Las dos señoras que habian hablado primero se retiraron a la pieza vecina, donde el té se hallaba servido i el jóven aproximó un poco su silla al sofá en que Luisa habia quedado sola.
— ¿Siempre es el viaje mañana? preguntó el jóven.
— Siempre.
— ¿A qué hora?
— A las seis.
— ¿Me permite Vd. acompañarla a salir də Santiago?
— ¿Para qué?
— Para tener el gusto de verla mas tiempo.
— Gracias, sé que Vd. es galante.
— ¿Gracias sí, o gracias nó?
— Gracias no.
— Dios mio, que ingraciable está Vd. esta noche.
— Porque quiero ahorrarle una incomodidad.
— No, porque Vd. me priva de un placer tan fácil de concederse.
— Dejemos las galanterías, Luciano, dijo la jóven con un imperceptible acento de tristeza.
— Tambien la diré yo: dejemoslas incredulidades, replicó él.
— ¿Qué es lo que yo me niego a creer? preguntó Luisa.
— Cuanto yo la digo con sinceridad.
— ¿Por ejemplo?
— Mi amor, primeramente.
— Esa es una verdad que Vd. confiesa a todas las mujeres con quienes habla.
— No, a todas no: solo a las bonitas.
— En fin, en algo siquiera conviene Vd. conmigo.
— Lo que prueba que andando el tiempo, podemos entendernos del todo.
— Eso depende del modo como Vd. lo considere.
— Siempre por el mejor lado, por supuesto.
— ¿Cuál?
— El del corazon.
— ¿Aun le queda a Vd. algo? dijo Luisa sonriéndose.
— Mucho i renovado por un poderosísimo ajente.
— A ver, nómbreme ese ajente de tan maravilloso efecto.
— Un amor verdadero.
— Ya cae Vd. en su refran perpetuo.
— En las grandes arias, Luisa, el refran es lo que mas agrada.
— Sí, cuando es sentido i verdadero.
— Basta que el que lo oye tenga en el alma la necesaria sensibilidad para comprenderlo, i yo creo que Vd. se encuentra en ese caso.
Luisa se quedó pensativa; sus ojos pardos, de una languidez enfermiza, volvieron a perseguir una idea entre los pliegues de las cortinas, mientras que Luciano jugaba con la punta de sus bigotes, con el ademan de un hombre que vive mui satisfecho de sí mismo.
— ¿Piensa Vd. en el viaje o en la vuelta? preguntó Luciano, sacando a la jóven de su meditacion.
— En uno i otro, dijo ella.
— ¿Qué diría Vd. si yo fuese a sorprenderla en su retiro?
— Que Vd. me aprecia verdaderamente.
— ¿Tan poco? Todos los dias me encuentro con personas a quienes aprecio i ni tan solo me detengo para hablar con ellas.
— Será mas que aprecio entonces: falta ver si Vd. lo hace, dijo Luisa con la voz lijeramente turbada.
Esta conversacion la interrumpió una de las señoras que habian ido a servir el té i que vino trayendo una taza que presentó a Luisa.
______________
A las cinco de la mañana del siguiente dia, Luisa se hallaba vestida de viaje, en compañía de una de las señoras con que la vimos en la noche que acababa de pasar. Luisa sostenia su frente en una mano, i miraba con distraccion las tazas que habia sobre la mesa en que apoyaba sus brazos. En esta actitud, que cuadraba perfectamente con la tristeza habitual de su rostro, sus facciones regulares i suaves tenian una espresion de dulzura plácida i serena, realzada por la languidez casi triste de sus ojos. Dos gruesas trenzas de pelo castaño caian sobre sus espaldas i descendian mucho mas abajo de su elegante cintura, ceñida por una preciosa bata de cachemira, que dibujaba con modestia las artísticas curvas de su cuerpo esbelto i delicado. Sus manos estaban aprisionadas en guantes de un color oscuro, pero que en nada perjudicaba a sus breves dimensiones i las anchas manguillas que servian de forro a las abiertas mangas de la bata, dejaban ver unos brazos de una blancura mate, en los que las blandas sinuosidades de los contornos rivalizaban en perfeccion i belleza.
La puerta del cuarto en que se hallaban estas dos personas, dió paso a una criada jóven, de ojos vivos i rosadas mejillas, que entró trayendo un gran chalon francés i un sombrero de viaje del que pendia un velo negro.
— Ya está el coche, señorita, dijo la criada pasando a Luisa el chalon i el sombrero.
— Abrígate bien, porque la mañana está fria, la dijo la señora que estaba con ella.
Luisa se puso el sombrero i dejó caer el velo sobre su rostro.
Hecho esto dió un abrazo a la que la acompañaba i saliendo a la puerta de calle seguida por la criada, subieron ambas en un elegante coche de viaje, que partió al galope, haciendo temblar las vidrieras de las casas.
Las dos personas que viajaban de ese modo a las seis de la mañana en uno de nuestros mas hermosos dias de diciembre, de apariencia i condiciones tan diversas, iban sin embargo preocupadas al mismo tiempo de un sentimiento idéntico, que tanto ajita a los corazones delicados de esas flores cultivadas por la civilizacion que llamamos señoras, como el corazon inculto de las que nacen en los últimos escalones de la jerarquía social: ambas amaban.
Luisa era viuda, jóven i rica.
María, su criada, era jóven tambien, i si no rica, aspiraba a serlo con toda la vehemencia de que es capaz un corazon femenino. Esto parece suficiente para decir que su aspiracion a la riqueza era inmensa, pues creemos que el cielo ha dado a la mujer en voluntad, es decir, en fuerza moral, cuanto ha prodigado al hombre en fuerza física; i aquella sin duda acabará por esclavizar a la segunda, cuyo imperio no salva los límites de un circulo mui reducido.
Luisa era rica al tiempo de casarse i mas rica seis años después, cuando se halló viuda a la bellísima edad de veinticinco años. En esta florida estacion de la vida femenil, ha desaparecido ya el ánjel de los rosados ensueños, la hada mecida por vaporosas ilusiones, a quien un vago presentimiento de una dicha futura turba el alma, i aparece en su lugar la mujer, tal como la sueñan i desean los que viven en el mundo; es decir, con ilusiones i corazon para saberlos realizar; con aspiracion franca hácia la dicha, i con alma capaz de comprenderla en sus multiformes peculiaridades: la mujer, en fin, la realidad que embalsama los sueños, que dá forma i color a las informes aspiraciones de todo lo que respira juventud i vida, i no la modesta esperanza que solo se atreve a confiar su perfume a las misteriosas revelaciones de tímidos deseos. Luisa no era sin embargo, una belleza acabada, i los que van corriendo por el mundo con un tipo de perfeccion ideal grabado en la mente, como la efijiede una moneda, habrian hallado que su nariz no recordaba ni la rijidez de la línea griega, ni la delicadeza mas suave que Rafael i Murillo hallaron en alguna pobre i oscura plebeya que les sirviera de modelo para sus obras maestras. Pero, como dijimos, Luisa amaba, i el amor presta a la mujer un encanto que burla los venerables principios del arte i que se esparce irresistible en torno de ese corazon que ha llegado al apojeo de su belleza moral. Luisa habia conocido a Luciano en una tertulia, cuando el prestijio de la moda le presentaba resplandeciente i admirado ante sus ojos. Las melodiosas armonias que Dios ha puesto en el alma de la mujer, para templar el rudo prosaismo de nuestras pasiones, resonaron con ese golpe eléctrico, que conmovió las adormecidas fibras de su corazon. Luciano i su gracia hicieron lo demás. Luisa le revistió con la poesia de su imajinacion, pues la mujer ve a ciertos hombres con el color poético que irradia de ella misma, asi como un enfermo de ictericia lo ve todo amarillento i opaco: el color de la ictericia amorosa es rosado, el mismo color de la aurora, i la aurora es el himno cuotidiano de la creacion hácia Dios, así como el amor es el himno de las almas hácia la dicha perfecta. El mundo físico i el moral se hallan unidos por la misma lei que hace depender al suelo de las variaciones atmosféricas. Mas, Luisa no pudo entregarse a ese amor con entera confianza, pues la sociedad hablaba de las inconstancias de Luciano, pintándole como un hombre disipado para el cual el amor era un capricho pasajero. Replegóse con este temor a la fria indiferencia de que una mujer se sirve, como un miope de un lente, para examinar mejor lo que pudiera escapársela. Ella olvidaba que en este juego el corazon deja mui atras a la voluntad, formando dos personas distintas de un solo ser enamorado. Luciano hablaba con pasion, i el alma de una mujer predispuesta al amor, se coloca en la misma clase de ese sentimiento, con la docilidad del piano bajo las diestras manos de un hábil afinador. Antes de poder juzgarlo le amaba ya. Este es un fenómeno que en la humanidad viene repitiéndose desde Adan. Ciertos sentimientos espontáneos, tenaces como son a todo jénero de raciocinio, se nos figuran en el órden moral, tener la propiedad de los líquidos en el físico, que siempre tienden a abrirse paso al traves de las vallas que quieren desviarlos de su curso natural: son sin duda sentimientos líquidos, asi como nadie vacilaria en llamar al orgullo, por ejemplo, un sentimiento gaseoso.
Luisa luchó por conservar su aparente indiferen cia, con el heroismo propio de la mujer, que instintivamente conoce esa lei esclusiva del amor que podrá llamarse el gana-pierde del corazon, pues a medida que el hombre cree ganar en el ánimo de una mujer, va perdiendo insensiblemente su propia voluntad. Pero en esa lucha la jóven viuda no supo dominarse hasta el punto de ocultar sus verdaderos sentimientos a los esperimentados ojos de Luciano, de manera que cada una de sus conversaciones terminaba como la que hemos visto al principio; Luisa, mas bien por su turbacion que por sus palabras, revelaba el secreto de su amor. Al mismo tiempo continuos esfuerzos morales, que produjeron en ella un estado febril, por la incesante ajitacion de su sistema nervioso, la habian abatido i debilitado en términos de alarmar a su familia. Los médicos que se consultaron entónces prescribieron baños de mar, i Luisa decidió el viaje a un pequeño puertecito de nuestras costas. Esta era la razon del viaje que le vemos emprender.
Maria, la criada, se habia sentado enfrente de su señora i aprovechándose de las continuas distracciones de ésta, dirijia con notable frecuencia su mirada al pescante del coche, donde el objeto de sus desvelos se hallaba bajo la forma de un cochero moceton i ordinario, que con su rotro tostado i bruscos ademanes, representaba para María, el tipo de la belleza masculina. El cochero i la criada se hallaban ligados por una pasion dominante en ambos: la de adquirir dinero i poner una esquina. Esta pasion era el lazo que mas intimamente ataba sus corazones; i con frecuencia, en sus amorosos coloquios, figuraban los inventarios de los artículos que mas espendío tendrían en la deseada esquina, jurándose mutumente, a la par de un eterno amor, el no perdonar los medios de esplotar honradamente a la ama a quien servian.
Tales eran los sentimientos que ajitaban a los viajeros, que nosotros abandonaremos para volver a Santiago.
_____________
Tres jóvenes se hallaban reunidos delante de una mesa en uno de los mejores cuartos del hotel de Francia, en la calle del Estado. Eran las cinco de la tarde i sobre la mesa se veian simétricamente arregladas varias fuentes i numerosas botellas de formas i colores variados. Los tres jóvenes desplegaron sus servilletas i atacaron la sopa con juvenil apetito, saboreando con igual ardor los primeros platos que un criado les servia. Durante este tiempo la conversacion era mui poco animada,.rodando sobre jeneralidades sin ningun interés; pero poco a poco hiciéronlos mas espansivos las frecuentes libaciones a que mutuamente se convidaban, hasta que uno de los jóvenes despidió al criado i cerró tras él la puerta de la pieza.
— Luciano nos está negando el verdadero motivo de su viaje, dijo volviendo a ocupar su asiento.
— ¿I tú conoces ese motivo? preguntó Luciano.
— Como no, i Diego tambien debe conocerlo.
Luciano pareció repetir con la vista, al que el otro habia llamado Diego, la pregunta que acababa de hacer.
— A lo ménos lo sospecho, dijo éste, i no creo que necesitando tomar baños de mar, como dices, dieses la preferencia a un miserable puertocillo, sobre el de Valparaiso, que abunda en comodidades i distracciones.
— I tú, Pedro, ¿piensas lo mismo? dijo Luciano sonriéndose, al otro jóven.
— Yo pienso, dijo Pedro, que vas a seguir tu conquista de la viuda i añado que tienes un gusto digno de elojio.
— Entónces, replicó Luciano, bebamos una copa a su salud.
— I a tus amores, dijo Diego, llenando las tres copas, que se alzaron un instante i volvieron vacias sobre la mesa.
— Ahora, dijo Pedro, es preciso que Lucíano nos cuente esos amores para poder concluir estas botellas.
— Son como todos i no tienen nada de particular, respondió Luciano: yo la amo, ella me ama.....
— Vosotros os casais, terminó Diego.
— i Ah! ah! esclamó Pedro, ¿se trata de matrimonio?
— Ni mas ni ménos, dijo Luciano.
— ¿I ella tiene? preguntó Pedro.
— Cien mil i pico de pesos, contestó Diego.
— ¿De cuanto es el pico?
— Cincuenta o sesenta mil, dijo Luciano.
— Ven acá, que te demos un abrazo, esclamaron a un tiempo los dos jóvenes estrechando a Luciano.
— Amigos, dijo Luciano sacando su reloj, siento en el alma tener que abandonarles, pero debo ir a tomar órdenes a casa de la hermana de Luisa i hacer otras visitas despues.
— Antes de irte nos harás una promesa, dijo Pedro.
— Con mucho gusto.
— Nos escribirás informándonos del estado de aquel lugar para ir a acompañarte.
— Así, lo haré.
Despidióse de sus dos amigos i se dirijió a la casa en que dimos principio a nuestra narracion.
— Sabes, dijo Pedro, cuando se dejó de oir el ruido de pasos de Luciano, que es para él una fortuna loca la de casarse con esa viudita. Figúrate que ha derrochado ya lo poco que le dejó su padre, que no trabaja ni trabajará nunca i que además se está endeudando para satisfacer las necesidades del lujo que ha contraido. Luciano ha intentado rehacerse jugando; pero carece de esa destreza que sirve para improvisar una fortuna en una noche i solo ha conseguido hacer pasar a los bolsillos de otros mas maestros que él, los pocos reales que le restahan de su herencia, de manera que no le queda mas recurso que buscar una mujer con plata i la ha encontrado.
Al mismo tiempo Luciano llegaba a casa de la hermana de Luisa i era recibido por la señora que vimos en compañía de ésta en la mañana del viaje.
— Mañana temprano me marcho, i vengo a pedir órdenes de Vd., dijo Luciano, ocupando la silla que la señora le presentó.
— Gracias, contestó ésta, nada tengo que encargarle sino mis recuerdos. Luisa debe hallarse perfectamente instalada: ocupa la mitad de una casa perteneciente a un español, uno de los hombres mas notables del puerto, i Luisa me ha escrito que la familia de este caballero la cuida i atiende con un cariño que no halla como pagar.
Algunos instantes despues, Luciano se despidió de la hermana de Luisa i fué a continuar sus visitas de despedida.
Dos dias despues llegaba al puerto donde Luisa habia ido a pasar la estacion de verano. El jóven tuvo cuidado de buscar primero un alojamiento, lo que con gran dificultad consiguió por fin, i despues de vestirse se presentó a la bella viuda en un traje elegantísimo de campo.
Luisa, al verle entrar, no pudo reprimir un movimiento de alegría que no se ocultó a los ojos del que lo causaba. Sus mejillas, habitualmente pálidas, se cubrieron de un tinte rosado que aumentaba el brillo de sus ojos i la mal reprimida felicidad que se dibujó en su rostro. Luciano la saludó lleno de gracia i se sentó a su lado, doblando entre sus manos, cubiertas por guantes recien estrenados, une finísima caña de la India.
— Ya ve Vd que sé cumplir mis promesas, dijo lanzando sobre Luisa una mirada de la mas amable fatuidad.
— Gracias, contestó ella conmovida, veo que Vd. sabe cumplir sus promesas.
— Figúrese Vd. lo que sería tradándose de un juramento.
— ¿Seria Vd. tan puntual?
— Es decir que lo cumpliria aun con riesgo de mi vida.
— ¿En tan poco la estima Vd.?
— Segun la carta sobre que la juegue.
— Es que Vd. habrá hecho ya tantos juramentos, dijo Luisa volviendo a la idea que desde su partida la atormentaba.
— En todo caso ese no seria un mal, replicó Luciano, pues tendria la garantia de la práctica en mi favor.
— Cabalmente es uno de los casos en que la práctica no es una garantia.
— ¿De qué casos habla Vd. entónces? dijo Luciano.
— De….. en fin, de los que Vd. quiera.
— Vamos, a todo esto me hace Vd. aplazar el próposito que traigo formado desde mi salida.
— ¿Cuál?
— El de cobrar a mi vez la promesa que Vd. me hizo.
— ¡Yo una promesa! No la recuerdo.
— ¡Tiene Vd. el corazon tan olvidadizo como la memoria?
— ¿En punto a promesas?
— Sí, i a impresiones tambien.
— Le confieso que no creo haber hecho promesa ninguna, dijo Luisa sin querer entrar directamente en el terreno a que Luciano queria llevar la conversacion, sin embargo que lo deseaba con vehemencia.
— Yo la ayudaré entónces a recordar: Vd. me prometió que si venia a verla, miraria mi viaje como una prueba de amor.
— ¡No, yo no he dicho tal cosa! esclamó ella.
— ¿Se arrepiente Vd. de haberlo pensado? dijo Luciano.
Luisa sintió su sangre agolparse en oleadas ardientes a sus mejillas.
— ¿Vd. se precia de adivino? contestó fijando en el joven sus ojos llenos de amor.
— Los enamorados tienen segunda vista, dijo Luciano retorciendo graciosamente su baston.
— Los enamorados puede ser; pero Vd …..
— Acabo de andar cuarenta leguas solo por verla a Vd.
— ¿I cómo ha pasado Vd. todos estos dias en Santiago?
— Mejor que aquí, porque me crcia feliz.
— I su desgracia, ¿en que consiste ahora?
— En que van huyendo de mí las esperanzas.
— Vd. sabe que ellas requieren obstinacion para perseguirlas.
— En eso me creo de una porfia ejemplar.
— No lo demuestra Vd. ahora, porque desmaya tan pronto.
— Si Vd. no me tiende la mano, me faltará ciertamente el valor.
— Luisa se paró sin contestar i pasando a Luciano una de sus manos, que el jóven besó con pasion, fué a pararse a una de las ventanas de la pieza que daba sobre un huerto. El que se hubiera hallado junto a ella en ese momento habria oido distintamente los latidos de su corazon.
En ese mismo instante una persona entró en la pieza donde tenia lugar aquella escena i pareció turbada i sorprendida al ver a Luciano, haciendo inmediatamente ademan de retírarse.
— Adelina, dijo Luisa, déjeme presentarla a un amigo de Santiago, el señor D. Luciano Aguilar.
La persona a quien se dirijieron estas palabras saludó al jóven bajando la vista i se sentó depues al lado de Luisa, que habia vuelto al sofá.
— Es preciso que le diga, añadió Luisa dirijiéndose al jóven i tomando la mano de Adelina, que esta señorita tiene por mí las atenciones i cariños de una hermana.
— En esto no hago mas que dejarme llevar de mis simpatías, dijo Adelina mirándola cariñosamente.
— La conservacion duró solo algunos instantes, al cabo de los cuales Adelina se retiró.
— La tarde está lindísma, dijo Luisa, ¿quiere Vd. que vayamos a dar un paseo?
Luciano la ofreció el brazo, i salieron de la casa con direccion a la playa.
_____________