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«La venganza» es una novela de Alberto Blest Gana, publicada por entregas en «La Voz de Chile» a lo largo de 1862. La novela se inicia en el contexto histórico de 1763, en Lima, durante la procesión de Corpus y tiene como protagonista al marqués don Álvaro Fernández, quien cae perdidamente enamorado de Juana Mendoza, una misteriosa y bella mujer a la que acusan de bruja.
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Seitenzahl: 68
Veröffentlichungsjahr: 2021
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Alberto Blest Gana
Saga
La venganza
Copyright © 1861, 2021 SAGA Egmont
All rights reserved
ISBN: 9788726620412
1st ebook edition
Format: EPUB 3.0
No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.
This work is republished as a historical document. It contains contemporary use of language.
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Muy estimado amigo:
Aun cuando la amistad sincera que le profeso no me sirviese de suficiente título para dedicarle este corto trabajo, la circunstancia de haberlo escrito sobre un argumento que Ud. me comunicó, me obligaría a poner el nombre de Ud. en su primera página.
Acepte, pues, ésta, que con más propiedad debe llamarse restitución que dedicatoria, como una muestra pequeña de mi afecto y como un recuerdo de las agradables conversaciones que nunca olvidará haber tenido con Ud. si amigo afectísimo.
Alberto Blest Gana.
Noviembre de 1861.
Celebrábase en Lima la procesión de Corpus en el año de 1763. La plaza mayor de la ciudad de los reyes presentaba el aspecto grave y risueño a un tiempo que da a esta parte de la ciudad, principalmente, el colorido peculiar de las poblaciones españolas de la Edad Media.
Los balcones tapizados con ricas y vistosas colgaduras; las damas que desde esos balcones ostentaban la gracia de sus atavíos; la solemne marcha de las comunidades religiosas en pos de las andas de cada santo; la apiñada muchedumbre de tapadas y caballeros, de cholos y de mulatas que cubría el recinto de la plaza, y el bullicioso tocar de las campanas de los templos, daban gran animación al conjunto de aquel cuadro, que, por otra parte, los detalles, llenos de movimiento y de vida, engalanaban con tintes característicos, hijos del único pueblo de la América española que ha conservado hasta el día costumbres originales.
Primoroso contraste formaba, con efecto, la devota fisonomía de los monjes y penitentes de todos colores, que con cirio encendido y edificante unción entonaban cánticos sagrados, con el pintoresco aspecto de las cholas, vestidas con faldas cubiertas de flores, con los hombros y los brazos desnudos, ocupadas de dirigir sobre la concurrencia picarescas miradas, que, lejos de llamar al místico recogimiento, despertaban más bien ideas de mundanales placeres.
No lo formaban menor tampoco las misteriosas tapadas, que robaban a los santos la atención de los circunstantes y confundían, con la nasal entonación de los salmos, sus argentinas voces, sus ruidosas carcajadas, sus picantes y saladas respuestas a los irreverentes requiebros de algún osado galán.
Agréguense a estos tonos bien acentuados de aquel cuadro, repartidos con profusión en diversos puntos, el aspecto del día; las nubes de incienso mezcladas al perfume de las flores y al de las aguas de olor de que son ávidos los pueblos tropicales; los vistosos y variados colores de las sayas y mantos, de las casacas y de las sotanas, y se tendrá una idea de la animación y variedad del golpe de vista que presentaba la plaza mayor de Lima el día de la procesión de Corpus era el año 1763.
Habría llamado la atención de un observador, como la llamaba de gran parte de los concurrentes, un grupo de jóvenes vestidos con pretencioso elegancia, en medio del cual se distinguía uno de veintiocho a treinta años, que a no ser por el traje de la época, habría podido servir de modelo para representar un guerrero de los heroicos tiempos del Gran Capitán.
La majestuosa arrogancia de aquellos nobles españoles que al frente de sus tercios eran el terror de infieles y de franceses, brillaba en la fisonomía de aquel joven.
Coronaban su frente pequeña y de admirable blancura, crespos cabellos negros que caían hasta cerca de los hombros. Sus ojos pardos despedían miradas de singular altanería, que perfectamente se hermanaban con la desdeñosa expresión de sus labios delgados y con la marcial riqueza de un bigote negro de puntas desmesuradas. Su tez era finísima y animada en la parte superior de las mejillas de un encarnado ligero, que daba mayor realce a las largas pestañas que hermoseaban sus párpados casi trasparentes y a la sombra de grandes ojeras que parecían aumentar el tamaño de sus ojos.
Esta magnífica cabeza reposaba sobre un cuello torneado como el de una mujer, y formaba con el apuesto y elegante cuerpo una estatura de seis pies.
El traje de aquel joven llevaba un sello de peculiar elegancia que lo distinguía a primera vista de entre los otros, y señalaba perfectamente la época en que la moda española había sucedido en la península a la moda de su vecina y rival la rancia. La casaca color castaña, bordada con parsimonioso criterio, estaba muy lejos de darle ese aire de roué o de frívolo, que parece inherente condición de los llamados trajes a lo Luis XV: la chupa y el calzón eran color perla, blancas las medías con bordados de oro en forma de pirámides sobre el tobillo y el zapato con grande y luciente hebilla de diamantes.
Por orgullo y acaso por comodidad, aquel joven ostentaba, como dijimos, su propia cabellera, en lugar de la peluca o polvos de usanza, y ponía el sombrero bajo el brazo izquierdo con una majestad que acusaba al gran señor de una corte más elegante que la de Lima.
No lejos del grupo de jóvenes en cuyo centro se hallaba el que acabamos de describir, se veía un hombre joven también, que por su traje y talante parecía pertenecer a la clase de sirvientes en que Calderón ha buscado gran parte de sus graciosos.
Su traje tenía mucha semejanza con el del joven que nos ha ocupado, bien que la calidad de los géneros era sumamente inferior.
Este hombre sólo apartaba su vista de las tapadas que junto a él pasaban, para dirigirla de cuando en cuando al joven del centro del cercano grupo, con una expresión de respetuosa solicitud.
En el grupo, la conversación era animada y casi todos dirigían la palabra al joven del centro.
—Aquí viene, marqués —le decía uno—, nuestro muy querido virrey: gran desgracia es para Lima que la fecha de su nacimiento sea tan remota.
—Don Antonio Amat, —contestó el joven a quien el otro había dado el título de marqués— tiene un corazón de joven que hace olvidar el número de sus años.
—Así es —exclamó otro—, y bien lo prueba su loco amor a la Mariquita Villegas, ¿La conoce Ud., marqués?
—¿A la que Uds. llaman la Perricholi? Si a fe y por San Pelayo que don Antonio tiene buen gusto: la Perricholi es una bellísima criatura. En esta tierra de lindos ojos, unos sólo he visto que aventajen en hermosura a los ojos de Mariquita.
—¿Cuáles?
—Dos grandes ojos verdes, de crespa pestaña, que paseaba por esas calles de Dios una dama joven, seguida de un par de cerberos negros como el azabache —dijo el marqués, retorciéndose el bigote.
—¡La Juana! ¡La Juana Mendoza! —exclamaron varias voces en torno del marqués.
—¿Y quién es ella? —preguntó éste.
—Una mujer rodeada de un profundo misterio —dijo uno.
—Que nadie se atreve a visitar —añadió otro.
—Vive Dios, señores —exclamó él marques—, que me place cuanto estoy escuchando. ¿Y por qué tal misterio? ¿Y por qué no se atreve nadie a visitarla?
—Corren extrañas voces sobre Juana —contestó un joven, a quien el marqués había dirigido su vista mientras hacía las preguntas anteriores.
—¿Y qué dicen esas voces?
Los jóvenes se acercaron al centro que ocupaba el marqués, y uno de ellos le dirigió la palabra; pero no como antes en voz alta, sino en tono confidencial y misterioso.
—En Lima no ha habido más que dos hombres —dijo— que hayan manifestado públicamente su pasión a Juana y en el espacio de pocos meses los dos han desaparecido.
—¡Bah, será bruja! —exclamó riéndose el marqués.
—Bruja o no —repuso el otro muy serio—, lo cierto es que esos dos jóvenes, que perseguían con amores a Juana, han desaparecido de Lima, y todas las pesquisas de sus familias para descubrirles han sido inútiles hasta hoy.