Mariluán - Alberto Blest Gana - E-Book

Mariluán E-Book

Alberto Blest Gana

0,0

Beschreibung

Fermín Mariluán, hijo del héroe y líder mapuche Francisco Mariluán, fue entregado como rehén al Gobierno de Chile cuando era niño y educado como militar del Ejército chileno. La aculturación y la discriminación social que sufre no consiguen separarlo completamente de sus raíces. Su valentía y su sentido de la justicia lo llevan a defender la causa de su pueblo y a enfrentarse a la gente que lo rodea.

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern
Kindle™-E-Readern
(für ausgewählte Pakete)

Seitenzahl: 195

Veröffentlichungsjahr: 2021

Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:

Android
iOS
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



Alberto Blest Gana

Mariluán

 

Saga

Mariluán

 

Copyright © 1859, 2021 SAGA Egmont

 

All rights reserved

 

ISBN: 9788726620498

 

1st ebook edition

Format: EPUB 3.0

 

No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

This work is republished as a historical document. It contains contemporary use of language.

 

www.sagaegmont.com

Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com

I

La indómita energía de la raza inmortalizada por los cantos de Ercilla brillaba en los ojos de Fermín Mariluán. En un pecho espacioso y levantado, latía su altivo corazón, cuya viril entereza daba a sus negros y pequeños ojos su tranquilo mirar, y a los labios, algo abultados, la fría expresión de orgullo que caracteriza la fisonomía de los araucanos.

Unos de los amigos de Mariluán, condiscípulo suyo en el Liceo de Chile, nos decía recordándole:

—Era enamorado y tenía gran vanidad por su raza valiente y entusiasta de la gloria militar; su cara era simpática y elegantes sus maneras.

Fermín Mariluán obtuvo despacho supremo de alférez de caballería y el cariño con que colocaba su mano pequeña, herencia de su raza, sobre la empuñadura de esa espada, como impaciente de tener ocasión de sacarla con razón, porque estaba seguro de poder después envainarla con honor, para cumplir con el lema puesto a las hojas toledanas en palabras como las que hemos subrayado.

Los azares de carrera le llevaron a distintos campamentos durante algunos años, y las prendas de su alma le conquistaron muchos amigos en a paz y el terror de sus enemigos en los combates. Aquella época de revueltas en que inició su carrera militar, cuadraba muy bien a su índole aventurera y a su temerario arrojo. Muchos soldados recuerdan haberle visto en Lircay adelantarse solo a desafiar al enemigo, con los ojos radiantes de alegría a cada estampido del cañón.

—Para mi teniente Mariluán —decían al referir sus guerreras memorias—,todas las balas eran de estopa, y casi más le gustaba la música de las grandes bocas de fuego que la del arpa o de la vihuela en que solía cantar.

La misma mano que blandía la espada como un rayo exterminador, que pulsaba las cuerdas de la guitarra para acompañar las alegres canciones que Mariluán gustaba entonar, tenía también el don de trazar una letra elegante, que desde temprano usó para ayudar a los amigos en el trabajo de la mayoría. Así, los jefes admiraban su conducta en el combate, su voz y buen humor las bellas en los ocios de guarnición y su buena voluntad los compañeros, a quienes desempeñaban su trabajo. Y por esto, todos le amaban.

Mariluán pertenecía a una de las familias más pudientes de los indígenas de la alta frontera. Su padre era cacique y descendiente de cacique. El cómo este hijo de las selvas vírgenes de Arauco llegó a transformarse en el elegante oficial de granaderos que vamos dando a conocer, helo aquí.

Su padre, Francisco Mariluán, era uno de los más formidables enemigos de los chilenos fronterizos por los años 1820 a1825. Hacia esta época el jefe de la frontera logró llamarle a parlamento y ajustar con el un amistoso convenio de alianza que aseguró al cacique el grado de sargento mayor de ejército y un sueldo mensual como gobernador del Butalmapu de los llanos. En prenda de fidelidad, dio Mariluán en rehenes a su hijo Fermín, que fue educado en el Liceo de Chile y destinado después al servicio militar, como hemos visto.

Pero ni los beneficios de la educación, ni el roce con las gentes civilizadas que le enseñaban hábitos de cultura muy diversos a los contraídos en su niñez, pudieron jamás borrar del alma de Fermín Mariluán ese amor instintivo al suelo patrio, que en la raza araucana ha producido los altos hechos que celebra la epopeya. En medio de la noche, en el silencio del campamento; por la mañana, al despuntar los primeros rayos del sol, que besa con tibio cariño las hojas calladas y misteriosas de la oscuridad, como en el despertar espléndido de la naturaleza saludada por los rosados fulgores de la aurora, Mariluán veía renacer las escenas de la infancia, los poderosos recuerdos de la familia, acompañados de esa abrumadora melancolía que cierne sus alas de ángel doliente sobre el alma de los desterrados del suelo natal.

El ruido de las armas, el son de la trompeta bélica, los alegres cantos del soldado, rechazaban después esos recuerdos al santuario en que todas las almas depositan las memorias queridas, y Mariluán era entonces de los más alegres en la fatiga y de los más laboriosos en las horas de descanso. Sólo sus facciones daban a conocer su origen en esos casos, porque su franqueza y buen humor estaban muy lejos de semejar al meditabundo recogimiento que distingue a los de su raza en las circunstancias ordinarias de la vida.

En medio de su actividad y el escrupuloso cumplimiento de sus deberes, Mariluán encontraba siempre algunas horas para dedicarse a su lectura favorita. El poema de don Alonso de Ercilla despertaba en el alma de este indio, pulido por la civilización, ese orgullo que las razas perseguidas cultivan como una religión salvadora. El caluroso discurso de Lautaro, que hace tornar "los generosos pechos" a los derrotados araucanos y cambiar en irresistible ataque la carrera de los fugitivos, hacía brillar en la vista de Mariluán los destellos que despiden los ojos de un hijo amante a quien refieren los hechos de un padre que la suerte no le permitió conocer. Rugía de coraje su altanero pecho con el atroz suplicio de Caupolicán, y cada fibra de su corazón respondía con rabia palpitante a la rabia desesperada de Fresia. Las alucinaciones del entusiasmo le hacían oír voces proféticas que le llamaban a continuar la gigantesca resistencia de sus antepasados y esas voces decidieron de su destino.

No era extraño, por consiguiente, que tan constante preocupación llegase a hacer trazar a Mariluán un plan que acariciaba en el fondo de su alma. Dar cohesión a las diseminadas tribus que pueblan el territorio araucano; fomentar la fraternidad, que sólo puede hallar su origen en la unión; alentar el espíritu de independencia, y aprovechar el valor indomable de los indígenas, enseñándoles los adelantos guerreros de la civilización, para alcanzar una victoria que pusiese a los araucanos en aptitud de ajustar un tratado ventajoso con el gobierno de Chile: he aquí el sueño de este joven, frívolo al parecer, y en apariencia, también dormido entre los blandos halagos de un amor tiernamente correspondido.

El porvenir de paz y de civilización que divisaba después del éxito de su empresa, el trabajo lento de infundir a los indios el amor a la vida civilizada, cultivando sus nobles instintos desfigurados por el codicioso espíritu de rapiña de que siempre han sido víctimas, los dejaba Mariluán gustoso a manos auxiliares, con tal que nadie le disputase los peligros de la guerra que meditaba emprender.

II

A mediados de 1833, Mariluán habitaba ese séptimo cielo de la humana dicha, al que sólo puede penetrar el corazón asociándose a otro corazón de mujer.

Su querida se llamaba Rosa Tudela.

En ese tiempo contaba Mariluán veinticuatro años y rosa diecisiete. Se conocieron y se amaron. La imperiosa ley de la juventud no ha menester de circunstancias preparatorias para explicar este fenómeno. Viejo para la humanidad, será siempre nuevo para los que experimentan sus efectos.

Mariluán llegó a los Ángeles en abril del año que dejamos citado. Allí vivía doña Andrea Ramillo, madre de Rosa y de un joven llamado Mariano, que, por muerte de su padre, había llegado a ser el jefe de esa reducida familia, una de las más encopetadas del pueblo.

Cuando Mariluán fue llevado por una amigo a casa de doña Andrea, Mariano Tudela se encontraba ausente de los Ángeles.

Rosa y su madre recibieron con cariño al brillante oficial de caballería.

Desde la primera visita, Rosa y Mariluán cambiaron esas miradas profundas con que, entre un joven y una niña, se saludan los corazones, mientras que los labios articulan las palabras frívolas de una primera conversación.

Las aves, antes de emprender por primera vez el vuelo alas regiones del aire, abren las alas, se estremecen y las repliegan temerosas, sondeando con la vista los ilimitados parajes que irresistiblemente las atraen a su centro.

Así sucede a los corazones al lanzarse en la infinita y desconocida región del amor primero que les llama con misteriosa voz: divisan el amor, palpitan con violencia y al decir te amo, se repliegan en la reflexión y en la suda. Esa inmensa pasión, que no retrocede después ante ningún obstáculo, empieza siempre por la timidez.

Mariluán y Rosa dejaron correr un mes, amándose ya, sin atreverse a confesárselo.

La timidez del oficial, inverosímil a primera vista, queda justificada, diciendo que Rosa había causado una profunda sensación en su alma, siendo así que hasta entonces el amor no había sido para Mariluán más que un pasatiempo de guarnición.

Las gracias naturales de Rosa explicaban su victoria en el corazón del guerrero. Era bonita. Rubios cabellos, finísima y blanca tez, lánguidos ojos a los que el amor daba la luz ofuscadora del relámpago, labios en cuya húmeda superficie parecía brillar el alma enamorada, esbelto talle que ignora la majestad de su porte; he aquí lo que a primera vista pareció grabarse en el pecho de Mariluán, cuyo corazón se lanzó al porvenir con la avidez que distingue a la juventud para descontar el tiempo que la separa de la fidelidad.

Ese tiempo no fue largo. El natural donaire con que Mariluán alzaba su frente altiva, la marcial arrogancia de su cuerpo, la concentración ardiente de su mirada, destruyeron muy pronto en Rosa la instintiva timidez del corazón femenil, al soplo de esa brisa perfumada que llamamos ilusión.

Transcurrido el mes de las emociones mudas, Mariluán y rosa aprovecharon el primer pretexto que se ofreció para hablar de los primores que habían visto en su excursión solitaria al país de los idilios del alma.

—Entre todas las ambiciones que se combaten en mi alma —dijo Mariluán, al oír la franca respuesta con que Rosa contestó a su primera declaración de amor —, ninguna juzgué más irrealizable que la de oír lo que Ud. acaba de decirme.

—He oído contar que Ud. no es nada tímido —replicó sonriéndose la niña—; ¿por qué le parecía entonces tan difícil que yo le amase

—¡Lo deseaba tanto! —exclamó el oficial con ingenua emoción.

Y el esforzado descendiente de los Caupolicanes y los Lautaros tembló como en el árbol la hoja, con ese frío súbito que hace estremecerse al corazón, cuando repite el eco de la voz querida que le habla de amor por la primera vez.

Así, Rosa y Mariluán se dieron la mano para entrar a esa Arcadia del amor platónico, constantemente explorada por jóvenes parejas, que siempre creen haber hallado nuevas flores en su poético recinto.

Un incidente muy sencillo hizo entrar a Mariluán de nuevo en el círculo de ideas de que la voz de su amada le acababa de sacar. Su asistente, indio de la misma tribu de Mariluán, llamado Antonio Caleu, le esperaba, en la noche de esta conversación, a la puerta de la casa que habitaba Rosa.

Antonio, arrebatado muy joven por los chilenos de los brazos de su familia, en una de esas frecuentes correrías hechas al territorio araucano por el ejército de la frontera, había servido desde entonces como corneta en el regimiento de Mariluán. Los rigores de la disciplina militar no habían bastado a destruir en el corazón de aquel indio el instinto de independencia transmitido de generación en generación por los que pusieron a raya el valor de los conquistadores españoles. Ese instinto hizo concebir a Antonio Caleu un plan de deserción que puso en práctica tan pronto como surgió de su espíritu. Por desgracia suya, el sargento de la banda tuvo informaciones de su marcha, le persiguió y le trajo custodiado al cuartel. Un consejo de oficiales le condenó a expiar sus instintos de familia con la pena de cincuenta palos.

El bárbaro castigo se estaba ejecutando en el infeliz Antonio, cuando Mariluán entró en el patio del cuartel. El oficial y el corneta cambiaron en aquel instante una mirada en que brilló el fuego de la indignación, por una parte, y el de una estoica paciencia, por la otra.

Mariluán sé dió vuelta, empuñando convulsivamente su sable y Antonio sufrió la horrible pena sin lanzar un solo gemido.

Media hora después entró Mariluán en el calabozo en que Antonio había sido encerrado.

Los dos indios se miraron silenciosos durante algunos momentos. El uno civilizado y elegante, tosco y casi salvaje el otro, parecieron estudiarse antes de interrumpir el silencio.

Rompiólo Mariluán, dirigiendo la palabra al otro en la lengua de sus padres.

—¿Por qué te castigaron? —le preguntó.

—Caleu quería ver su tierra —dijo Antonio, en cuyos ojos brilló un rayo de alegría al oír el idioma natal.

Mariluán miró por a ventana del calabozo, como engolfado en una triste meditación.

—Caleu piensa mucho en sus padres y no sabe si habrán muerto. Iba a verlos y se arrancó porque aquí no dan licencia.

—Irás cuando yo lo permita —le dijo Mariluán—: desde mañana serás mi asistente.

Desde entonces, Antonio Caleu entró al servicio de nuestro héroe. Fuera del respeto que como hijo de sus caciques le imponía, Mariluán inspiró a Caleu en cariño profundo con a dulzura de su trato. En poco tiempo vio Mariluán que aquel hombre podría serle de inmensa utilidad para la consecución de sus proyectos, y buscó algunas ocasiones para someter a prueba su fidelidad. Antonio salió airoso de esas pruebas y se conquistó ala confianza de su oficial, que le envió en comisión a convocar los principales caciques de los llanos para una conferencia en que Mariluán meditaba sondear sus intenciones, informarse de sus recursos y ofrecerles su brazo para realizar la empresa cuyo plan les expondría.

Caleu desempeñó su comisión y llegó de regreso a Los Ángeles en la noche. No encontrando a Mariluán en su casa, se fue a esperarlo a la de Rosa.

Por esto fue que, al verle, dijimos que las ideas de Mariluán, abandonando el campo florido de amorosos devaneos, habían vuelto al proyecto que al lado de Rosa olvidara por un instante.

El oficial y el asistente caminaron silenciosos hasta llegar a la casa que habitaban.

—¿Cómo te ha ido? —preguntó Mariluán cuando estuvieron en una pieza cuya puerta cerró Antonio con cuidado.

—Bien, mi teniente.

—¿Vendrán los caciques?

—Vendrá Cayo y Leviluán, vendrán Canchaleu, Huentecón y Raquio.

—¿Cuándo?

—Para la luna llena.

Mariluán se paseó en silencio algunos instantes.

—Irás a casa de Damián Ramillo —dijo acercándose al asistente— y le dirás que le espero aquí.

Antonio se quedó cuadrado militarmente, sin hacer ademán de salir a dar cumplimiento a la orden que acababa de comunicarle su jefe.

—¿Qué hay? —le preguntó Mariluán viéndole inmóvil.

—Si me permite, mi teniente —contestó Caleu—, le diré que ese caballero no me gusta.

—¿Por qué?

—Porque lo he visto muy amigo con otros que han quitado tierras a los indios, y él mismo...

—Pierde cuidado —dijo interrumpiéndole el oficial.

Antonio Caleu salió después de hacer la venia de ordenanza.

III

La persona acerca de la cual Caleu acababa de manifestar sospechas a Mariluán era un joven de treinta años, alto y vigoroso.

Damián Ramillo, hermano de la madre de Rosa, había contraído relaciones de amistad con Mariluán en casa de su hermana. Pertenecía Damián a una clase de traficantes muy numerosa y antigua en la frontera de Arauco. Los bienes de fortuna que su padre le había legado, y que él trataba de aumentar, provenían de convenios fraudulentos hechos con los indios. Damián Ramillo había heredado de su padre los bienes y el espíritu de expoliación, por medio del cual soñaba son inmensas ganancias que en poco tiempo le harían gran capitalista. De aquí su amistad con Mariluán, a quien con razón suponía algún prestigio entre los araucanos, de cuyas tribus llegaron comisionados a Los Angeles a felicitar al hijo de unos de sus caciques más importantes. Damián Ramillo pertenecía a la escuela muy numerosa en todas partes, de hombres positivos que encaminan todas sus acciones al único fin que consideran serio en la existencia: el de ganar plata. En consecuencia pensaba que la intercesión de Mariluán podría valerle algunas de esas compras de ganado, en las que los chilenos entregan a los indios, como moneda corriente, mil fruslerías que compran a bajo precio y les transmiten como de gran valor.

Mariluán se dejó prender en las redes de este negociante fronterizo. Tomó sus mañosas disertaciones a favor de los indios por la voz del corazón que se rebela contra un tráfico infame, ejercido contra seres susceptibles de gran perfeccionamiento moral. Incapaz de doblez como todo corazón noble. Mariluán confió sus proyectos a Damián. Esta revelación hizo conocer a Ramillo que necesitaba de gran maestría para impedir las entrevistas de Mariluán con unos de los caciques que éste había hecho convocar ya por medio de su asistente; porque ese cacique, expoliado por él en una compra de terrenos, exigía su devolución. Pero lejos de dar ningún indicio de sus intenciones, procuró captarse la más ilimitada confianza de Mariluán, a fin de conocer los pasos de éste y sacar de ellos la mayor ventaja posible.

Tales eran las relaciones que mediaban entre el héroe de esta moderna tradición y la persona a quien iba a llamar Antonio Caleu, en nombre de su teniente.

Debemos agregar, como una explicación de la resistencia que había apuesto Caleu a cumplir la orden de Mariluán, que Caleu, menos civilizado que su jefe, conservaba más intacto el espíritu suspicaz que dirige las acciones de las razas salvajes. Además, el cacique Canchaleu, a quién Damián Ramillo había arrebato, por un engaño, una parte de sus tierras, era de los que debían asistir a la cita dada por Mariluán, y ese cacique había manifestado sus sospechas a Caleu al oírle el nombre de Ramillo. Desde entonces, Caleu se propuso inspirar a su teniente esas mismas sospechas; pero viendo que Mariluán las desechaba con su genial confianza en la lealtad de los otros, determinó espiar de cerca todos los pasos de aquel falso amigo de su jefe.

Socio de Damián Ramillo era su sobrino Mariano Tudela, hermano primogénito de Rosa, que, desde la muerte de su padre, había pasado a ser el jefe de la familia. Mariano se encontraba ausente de Los Angeles pocas horas después que Mariluán había salido de la casa de su madre, a cuya puerta vimos le aguardaba Caleu.

Después de abrazar a doña Andrea, hizo a rosa algunas preguntas acerca de Mariluán. Estas preguntas dejaron grande inquietud en el ánimo de Rosa, que conocía el carácter de su hermano y se había acostumbrado a mirarle siempre con respeto.

A pesar de lo avanzado de la hora, Mariano se dirigió después de esto a casa de Ramillo. Una criada le dijo que acababa de salir con el asistente de Mariluán.

—Le dirás que le espero mañana temprano —dijo Mariano al retirarse.

Damián, entre tanto, había llegado a la pieza en que Mariluán se paseaba, absorto en sus reflexiones desde la salida de Caleu.

—¿Qué noticias tenemos? —le preguntó Damián al entrar.

—Los caciques vendrán a la cita —contestó el oficial.

—¿Cuáles? —dijo Ramillo.

Mariluán nombró los que Caleu había enumerado pocos momentos antes.

Al oír el nombre de Canchaleu, Damián exclamó:

—Ese es un malvado.

—Me han dado de él muy buenos informes, por el contrario —replicó el oficial.

Ramillo encendió un cigarro en la vela y se quedó silencioso.

—Además —añadió Mariluán con el acento de confianza del que tiene firmeza en sus resoluciones—, si Canchaleu nos traiciona, yo no tendré embarazo para atravesarle el corazón con mi espada: los malvados, de cualquier raza que sean, deben tener el premio que les corresponde.

—No es fácil averiguar una traición en un indio —dijo Damián.

—¡Bah! —exclamó Mariluán con soberbio desprecio—, si traiciona, no tiene corazón de araucano.

Ramillo iba a responder, pero se contuvo. Hubiérase dicho que una idea repentina la había hecho juzgar más conveniente el callarse, porque en vez da hablar, hizo como si su cigarro se estuviese apagando.

—Será bueno —dijo Mariluán— que usted vaya reuniendo paco a poco las armas de las milicias.

—Mejor sería —observó Ramillo— comprometer al regimiento de usted en vuestro complot: con sólo una compañía de fuerza veterana, haríamos más que con todas las milicias de la provincia.

—Todo eso está bueno y me parece bien pensado —dijo Mariluán—; más, para efectuarlo, hay un obstáculo insuperable.

—¿Cuál?

—Que yo soy oficial de ese regimiento y no abusaré de mi posición para inducirlo a la revuelta.

—Pero usted se va a sublevar —objetó Ramillo.

—Antes me voy a desertar —repuso Mariluán—, y no induciré a seguirme a uno solo de los soldados de mi cuerpo. Si mi retiro en estas circunstancias no despertase las sospechas del general y del gobierno —añadió después de una ligera pausa—, lo pediría desde ahora.

—Es una delicadeza exagerada —dijo Damián, que parecía tener algún interés particular en insistir sobre este punto—; piense usted que con una compañía del regimiento, tendríamos una base magnífica para organizar una tropa que pudiese hacer frente a la del Gobierno.

—Nuestra causa —replicó Mariluán— no ha menester de la traición para triunfar. Serán sus defensores los que van a pelear por sus hogares violados, por sus hijos arrebatados de los brazos de sus madres, para venir a ser esclavos de los que llaman civilizados y que los regalan a un amigo como quien regala un animal. Tan justa causa no debe ser manchada por el que pretende como yo, ser su jefe. Los hombres de buena voluntad, que comprendan que esos indios son parte de la familia humana y tengan la energía de consagrar sus vidas a redimirlos de su largo infortunio, ésos encontrarán un lugar en nuestras filas.

—Sí, pero ésos serán pocos —dijo Ramillo— y necesitamos soldados, porque los indios no sirven más que para una guerra defensiva.

—Formaremos soldados —repuso Mariluán; para eso necesitamos las armas de los cívicos que usted me ha ofrecido.

—No es tan fácil procurárselas —dijo Damián.

Mariluán se acercó a Ramillo y le dirigió una mirada severa que este trató de recibir con serenidad.

—Usted sabe —le dijo con aire orgulloso— que sólo acepto para mi empresa los servicios que voluntariamente se me ofrecen y que no solicito los de nadie.

—Ya lo sé —contestó Ramillo con voz seca.

—Le hablo del armamento de los cívicos porque usted me indicó que sería fácil obtenerlo; si no se puede, trataremos de suplir su falta y no nos detendremos por eso.

—¡Oh! Yo no digo que no se puede —exclamó Damián—, he dicho que me parece difícil; pero haré todo lo posible para que no nos falte.

Es rostro de Mariluán tornó a su aspecto comunicativo al oí aquellas palabras que Damián pronunció con voz afectuosa.

—Se entiende, y no exijo otra cosa —dijo sentándose al lado de Ramillo.

Después de un ligero silencio, añadió:

—Ahora, hablaremos de otro asunto: tengo algo que preguntarle sobre la familia de su sobrina.

—Pregunte no más.

—Me han dicho que Mariano desea casar a Rosa con don Claudio Retamo.

—No lo positivamente; pero creo que la noticia no es del toso infundada.

—¿Don Claudio es rico?

—Sí, bastante.