El perfume del Evangelio - Nuria Calduch-benages - E-Book

El perfume del Evangelio E-Book

Nuria Calduch-Benages

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Beschreibung

El perfume del Evangelio presenta algunos encuentros entre Jesús y las mujeres en los evangelios. Varios pasajes se caracterizan por la presencia del perfume, un elemento cargado de connotaciones y rico en contenido simbólico, que se abre a múltiples interpretaciones.Las protagonistas de esta obra son las mujeres. Jesús se pone abiertamente a favor de ellas y se solidariza con su dolor físico o espiritual. De este modo, invierte la escala de valores propuesta por la sociedad y supera las discriminaciones vigentes con su relación solidaria e igualitaria con las personas.El libro concluye con un encuentro inaudito, porque no tiene lugar entre Jesús y una mujer, sino entre Jesús y la Sabiduría.

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Nuria Calduch-Benages

El perfume del Evangelio

Jesús se encuentra con las mujeres

A mi madre, Nuria, mujer fuerte y sabia, 

que ha regresado recientemente 

a la casa del Padre.

Prefacio

Hace veinte años, cuando yo era todavía estudiante en el Pontificio Instituto Bíblico, me vi en una gran dificultad para elegir el tema de la tesina para la licenciatura en Sagrada Escritura. Tras haber seguido con vivo interés una gran cantidad de cursos tanto sobre el Antiguo (o Primer) Testamento como sobre el Nuevo, me encontré en una situación embarazosa, porque no sabía qué camino tomar. Me gustaban mucho los libros sapienciales, especialmente los pasajes sobre la misteriosa figura de «Doña Sabiduría», pero, al mismo tiempo, me fascinaba el evangelio de Juan con su rica simbología. Pensándolo bien, me parece que fueron las inolvidables lecciones del padre Ignace de La Potterie en la atestada aula magna del Instituto las que orientaron mi decisión hacia el cuarto evangelio. Tras haber decidido, pues, el campo en el que iba a trabajar, lo único que me faltaba era elegir el tema de la tesina, y esto me llevó algún tiempo. Después de haber leído y releído el evangelio de Juan una infinidad de veces, quedé impactada por la fragancia del perfume que inundaba la casa de Betania tras la unción de María, la hermana de Marta y de Lázaro (Jn 12,3). Gracias a Dios, ese perfume no me ha abandonado nunca. Han pasado los años, dedicados constantemente al estudio y a la enseñanza de la palabra de Dios, y heme aquí, ahora, escribiendo este libro titulado El perfume del Evangelio.

Puede ser que el lector o la lectora de hoy, al ver la palabra perfume en la cubierta del libro, haya pensado espontáneamente en un libro que ha obtenido un gran éxito editorial. Me refiero a la novela de Patrick Süskind, El perfume, traducida a más de 45 idiomas y que ha vendido más de 15 millones de ejemplares; por no hablar de la versión cinematográfica, La pasión invisible, realizada por Tom Tykwer con el famoso actor Dustin Hoffman. Nuestro perfume, sin embargo, no tiene nada que ver con esta intrigante novela de aventuras. Nuestro libro, El perfume del Evangelio, desea presentar algunos encuentros entre Jesús y las mujeres a partir de una selección de pasajes tomados de los sinópticos y del evangelio de Juan. Algunos de estos pasajes se caracterizan, tal como sugiere el título, por la presencia del perfume, un elemento cargado de connotaciones y rico en contenido simbólico, que se abre a múltiples interpretaciones en función de los contenidos. 

Los dos primeros encuentros se narran en el evangelio de Marcos, un evangelio en el que abundan los relatos de curación. Entre las personas curadas por Jesús se encuentran también cuatro mujeres afligidas por diversas enfermedades: la suegra de Pedro (Mc 1,29-33), la hija de Jairo (Mc 5,21-24; 35-43); la hemorroísa (Mc 5,25-34) y la hija de la sirofenicia (Mc 7,24-30). 

A nosotros nos interesan especialmente las dos últimas: «la hemorroísa», una mujer que se acerca a Jesús con ademán temeroso y avergonzado, tras doce años de padecer una enfermedad que la aísla y la separa de todos los demás por ser culturalmente impura; y «la hija de la sirofenicia», una niña presa de una posesión demoníaca, que no sólo la atormenta a ella, sino también a su madre, una mujer desesperada, aunque, al mismo tiempo, decidida y sensata, que no duda en salir al encuentro de Jesús para pedirle la curación de su hija. En ambos casos, la curación llevada a cabo por Jesús rompe las barreras (límites o tabúes) características de la sociedad de la época. 

El evangelio de Lucas es el que narra más historias de mujeres. Es el único que nos cuenta las historias de Isabel, de María, de Ana, de la viuda de Naín, de la mujer del perfume, de María Magdalena, de Juana, de Susana y de otras mujeres de Galilea, de Marta y María, de la mujer encorvada, de la mujer que busca la moneda perdida, de la viuda que importunaba al juez inicuo y de las mujeres que lloran a Jesús en su camino hacia el Calvario. Todas estas narraciones son exclusivas de Lucas, aunque en su evangelio encontramos otras historias de mujeres que tienen sus paralelos en los evangelios de Marcos y de Mateo. Entre todas las mujeres que acabamos de citar, «la mujer del perfume» se convertirá en la protagonista de nuestro tercer encuentro (Lc 7,36-50). Ella es la única mujer que recibe el perdón de Jesús; es la única mujer que, sin pedirlo, queda libre de una enfermedad, no del cuerpo, sino del espíritu. Junto a esta pecadora sin nombre, que, paradójicamente, se convierte en un ejemplo para imitar, recorreremos las huellas de las mujeres que seguían a Jesús en las primeras fases de su predicación en Galilea, deteniéndonos en un texto muy discutido (Lc 8,1-3). Se trata, en efecto, de un sumario de sólo tres versículos, que atestigua la presencia y el ministerio desarrollado por las mujeres en los desplazamientos de Jesús. A algunas de las discípulas se las cita por su nombre, como a María de Magdala, Juana y Susana, mientras que otras muchas se han quedado en el anonimato, sepultadas en el silencio de la historia no contada. Éste es el cuarto encuentro. 

La presencia de las mujeres en el evangelio de Juan presenta unas características muy especiales. Aparecen siempre como protagonistas y su actitud está descrita de manera positiva. La importancia concedida a las mujeres se deja entrever por el sitio que ocupan en sus narraciones –en general muy extensas– en el interior del libro, por los temas teológicos desarrollados en sus pasajes y, finalmente, por el profundo simbolismo que emerge de los textos. Por otra parte, las tradiciones del Antiguo Testamento, a las que el autor hace referencia a menudo, sobre todo en los episodios protagonizados por mujeres, son siempre tradiciones favorables a la mujer. El estudio de la unción de Betania (Jn 12,1-11) nos permitirá presentar el encuentro entre Jesús y María, la hermana de Marta y de Lázaro, en toda su amplitud y ahondar en su riqueza teológica. Además de esto, mediante un análisis detallado de Jn 12,3 –«La casa se llenó de la fragancia del perfume», frase que, ya desde los primeros tiempos fue considerada como un misterio por desvelar–, demostraremos que el perfume de la unción no anuncia sólo la muerte de Jesús, sino también su resurrección. Dicho con otras palabras, la fragancia del perfume de Betania es símbolo de la victoria de Cristo sobre la muerte. 

Todos los encuentros de Jesús nacen de su amor gratuito. Y la gratuidad se manifiesta en la preferencia que siente Jesús por los pobres, por los pequeños y los marginados por diversos motivos (extranjeros, enfermos, minusválidos, pecadores, publicanos, prostitutas). Todas nuestras protagonistas pertenecen, en cierto modo, a esta categoría de víctimas de la sociedad, ya sea por su sexo, ya sea por su enfermedad, su oficio, su religión o su nacionalidad. Jesús se encuentra con una israelita impura a causa de su enfermedad, con una cananea de cultura griega, con una pecadora pública y con sus muchas discípulas, que con tal de seguir al Maestro en su misión no tuvieron miedo de infringir el sistema androcéntrico que dominaba la sociedad israelita del siglo i. Jesús se pone abiertamente a favor de todas estas mujeres y, solidarizándose con su dolor, físico o espiritual, engendra una nueva corriente de humanidad desde su interior. Procediendo de este modo, Jesús invierte la escala de valores propuesta por la sociedad y supera las discriminaciones vigentes con su actitud gratuita y su relación solidaria e igualitaria con las personas. 

El libro concluye con un encuentro inaudito, que, a buen seguro, nadie se habría esperado. Se trata, ciertamente, de un encuentro muy especial, porque no tiene lugar entre Jesús y una mujer, sino entre Jesús y la Sophia. La Sophia, o «Doña Sabiduría», como se la suele llamar, es la personificación bíblica más potente. Aparece en las páginas de los libros de los Proverbios, de Job, del Sirácida, de Baruc y de la Sabiduría, con los rostros más diversos: es niña, hermana, muchacha, hospitalaria anfitriona, madre y maestra, guía y compañera de viaje, novia cortejada y esposa acogedora. Unos rostros ciertamente diversos, pero siempre femeninos. Ahora bien, en el Nuevo Testamento, Pablo, Mateo, Lucas y Juan, cada uno a su manera, presentan a Jesús como la Sabiduría de Dios. Adaptan los textos de la antigua alianza de Israel de manera que puedan ser aplicados a la persona de Jesús. Por eso atribuyen a Jesús los rasgos, las funciones y las expresiones propias de la sabiduría personificada. 

Espero que, a través de las lecturas de estos encuentros, los lectores y lectoras se dejarán envolver por el perfume del evangelio, que no es otra cosa que el perfume de Cristo resucitado, vencedor del pecado y de la muerte, que se difunde por el mundo entero comunicando vida y salvación. 

Doy las gracias a Guillermo Santamaría por haber aceptado publicar este libro mío en la editorial que dirige, así como por su constante apoyo en la tarea de difundir la palabra de Dios.

Nuria Calduch-Benages Roma, 8 de septiembre de 2007, fiesta de la Natividad de María

Abreviaturas

ABD David Noel Freedman (ed.), The Anchor Bible Dictionary, vol. I, Doubleday, Nueva York 1992 

ABE Asociación Bíblica Española 

AnBib Analecta Biblica 

BETL Bibliotheca Ephemeridum Theologicarum Lovaniensium 

BIS Biblical Interpretation Series 

BTB Biblical Theology Bulletin

BZAW Beihefte zur Zeitschrift für die Alttestamentliche Wissenschaft 

CBQ Catholic Biblical Quarterly

CChr Corpus Christianorum 

CSCO Corpus Scriptorum Christianorum Orientalium 

DB Dictionnaire de la Bible 

DBS Dictionnaire de la Bible. Supplément 

EstBíb Estudios Bíblicos 

ETL Ephemerides Theologicae Lovanienses 

ExpTim Expository Times 

GLNT G. Kittel – G. Friedrich (eds.), Grande Lessico del Nuovo Testamento, Paideia, Brescia 1965-1992 

Greg Gregorianum 

HeyJ Heythrop Journal 

JBL Journal of Biblical Literature

JSNT.SS Journal for the Study of the New Testament. Supplement Series 

JSOT.SS Journal for the Study of the Old Testament. Supplement Series 

LD Lectio Divina 

NTS New Testament Studies

PG J.-P. Migne, Patrologia Graeca (París 1857-1866) 

PL J.-P. Migne, Patrologia Latina (París 1844-1855) 

RevThom Revue Thomiste 

RivB Rivista Biblica 

RTL Revue Théologique de Louvain 

SBFLA Studii Biblici Franciscani. Liber Annuus 

SC Sources Chrétiennes 

VT Vetus Testamentum 

VT.S Vetus Testamentum. Supplements 

Primer encuentro

Jesús y la hemorroísa (Mc 5,25-34)

Entonces, una mujer que padecía flujo de sangre desde hacía doce años, y que había sufrido mucho con muchos médicos y había gastado todos sus bienes sin provecho alguno, antes bien, yendo a peor, habiendo oído lo que se decía de Jesús, se acercó por detrás entre la gente y tocó su manto. Pues decía: «Si logro tocar aunque sólo sea sus vestidos, me salvaré». Inmediatamente se le secó la fuente de sangre y sintió en su cuerpo que quedaba sana del mal. Al instante Jesús, dándose cuenta de la fuerza que había salido de él, se volvió entre la gente y decía: «¿Quién me ha tocado los vestidos?». Sus discípulos le contestaron: «Estás viendo que la gente te oprime y preguntas: “¿Quién me ha tocado?”». Pero él miraba a su alrededor para descubrir a la que lo había hecho. Entonces, la mujer, viendo lo que le había sucedido, se acercó atemorizada y temblorosa, se postró ante él y le contó toda la verdad. Él le dijo: «Hija, tu fe te ha salvado; vete en paz y queda curada de tu enfermedad».

Jesús sanador[1]

La actividad terapéutica de Jesús es una de las características más significativas del evangelio de Marcos[2]. Las personas curadas por Jesús en este evangelio son personalidades colectivas o «diádicas»; es decir, individuos que dependen fuertemente de la opinión y de la valoración de los otros [3]. De ahí que sus enfermedades tengan un significado eminentemente social y cultural. Jesús cura a hombres y niños afligidos por diferentes enfermedades: un endemoniado (Mc 1,21-28), un leproso (1,40-45), un paralítico (2,1-12), el hombre con la mano paralizada (3,1-12), el endemoniado de Gerasa (5,1-20), un sordomudo (7,31-37), el ciego de Betsaida (8,22-26), un niño epiléptico (9,14-29) y el ciego Bartimeo (10,46-52). Entre los curados hay también mujeres: la suegra de Pedro, que estaba en la cama con fiebre (Mc 1,29-33), la hija de Jairo (5,21-24; 35-43); la hemorroísa (Mc 5,25-34) y la hija de la sirofenicia (7,24-30). Además de estos textos, hay también cinco episodios de tipo sumario, donde el narrador alude a las curaciones y a los exorcismos de Jesús de una manera genérica (Mc 1,32-34.39; 3,10-12; 6,5.53-56)[4]. 

De las cuatro mujeres curadas por Jesús, nos interesa especialmente la hemorroísa: una mujer que se acerca a Jesús con ademán temeroso y avergonzado, tras doce años de padecer una enfermedad que la aísla y la separa de todos los demás por ser culturalmente impura. Debemos señalar que Mc 5,25-34 (cf. Mt 9,20-22 y Lc 8,43-48) es el único relato de los evangelios que se ocupa específicamente de una enfermedad ginecológica, que, según John P. Meier, podría tratarse de una hemorragia uterina crónica[5]. Esta mujer que padece hemorragias siente escapar la vida lentamente, como un continuo vaciamiento de sí que preanuncia un final inminente, y, desesperada, decide ir al encuentro de Jesús. Será, como veremos, un encuentro fugaz, pero decisivo en su vida. Podemos leer e interpretar este encuentro de muchas maneras y con diferentes objetivos. Yo propongo leerlo como un diálogo corporal terapéutico entre la mujer y Jesús, un diálogo entre el cuerpo enfermo y la energía del amor que cura. 

Antes de presentar esta interpretación, vamos a tomar en consideración el texto de Marcos en su contexto, y después recurriremos a la antropología cultural y médica en lo que se refiere a la preocupación por la salud y al concepto de pureza en el mundo mediterráneo del siglo i.

1. La curación de la hemorroísa en su contexto

Las mujeres curadas por Jesús

¿Quiénes son las cuatro mujeres curadas por Jesús? [6]Desconocemos sus nombres. Tres de ellas pueden ser identificadas por los lazos de parentesco que afirman su pertenencia al grupo familiar: «suegra» e «hija» (la suegra de Pedro, la hija de Jairo, la hija de la sirofenicia). Esta identificación sugiere que su enfermedad ha afectado a sus relaciones y sus funciones en el interior de la familia. La referencia a los hombres (padre, marido) refleja la estructura patriarcal, característica de la sociedad israelita. Ellos son quienes dictan las reglas de comportamiento de las mujeres, incluso cuando están enfermas. Por eso va Jairo al encuentro de Jesús. Su hijita de doce años se encuentra bajo su patria potestad. Lo único que sabemos de su mujer es que estaba presente en la escena (cf. Mc 5,40b: «Jesús toma consigo al padre de la niña, a la madre y a los suyos»). 

Ni las dos hijas ni la suegra pronuncian una sola palabra, mientras que la hemorroísa (una mujer israelita observante) y la sirofenicia (una mujer griega y pagana) hablan con Jesús. Cada una a su modo le pide la curación: la hemorroísa se la pide para sí misma y la sirofenicia para su hija, poseída por un espíritu inmundo. Jesús escucha sus peticiones del mismo modo que escucha la de sus discípulos (en el caso de la suegra de Pedro) y la de Jairo. A Jesús no le importa ni el día, ni la posición social, ni la religión o la nacionalidad del solicitante, ni el tipo de enfermedad, ya sea o no contagiosa. Jesús cura a la suegra de Pedro en sábado, a la hija del jefe de la sinagoga[7], a la de la mujer sirofenicia y a la mujer que padecía una enfermedad impura, sin preocuparse de los límites socioculturales y religiosos impuestos por el sistema.

La hemorroísa y la hija de Jairo

Siguiendo la técnica de la construcción por ensambladura (conocida asimismo con el nombre de «interposición», «intercalación» o, más coloquialmente, de sándwich), bastante frecuente en el evangelio de Marcos (3,20-35; 11,12-25; 14,53-72), el narrador entrelaza el relato de la hemorroísa con el de la hija de Jairo[8]. La relación entre ambas escenas no es, con todo, simplemente narrativa: existe una conexión temática más profunda. Se trata de dos mujeres que están en peligro: una, mujer adulta, afligida desde hace doce años por una enfermedad impura, y la otra, una niña que va a morir a los doce años (edad en la que en el antiguo Israel la mujer se volvía adulta, casadera). Ambas reciben el apelativo de «hijas», una de parte de Jesús y la otra de parte de su padre, quien curiosamente dice «mi hija», no «nuestra hija»; en ambos casos se produce la curación a través de un contacto físico, con la mano. Se trata de una historia de mujeres: una niña que no puede llegar a la vida adulta y una mujer adulta vencida por su sangre impura. En este caso, no hay espíritus inmundos para conjurar ni disputas verbales entre Jesús y sus adversarios (cf., por oposición, Mc 5,1-20 y 2,23–3,6). Todo parece acontecer en un clima pacífico, casi en silencio, pero del relato emerge un profundo dinamismo de liberación humana en perspectiva femenina[9]. 

Ambas curaciones revelan el poder de Jesús –un poder que descompone los tabúes sociales y los preceptos de la ley– y exaltan el poder de la fe: una fe sencilla, pero fuerte, madurada en la prueba, que contrasta con la perplejidad de los discípulos en el fragmento de la tempestad calmada (Mc 4,35-41). Según el comentario de Franco Lambiasi, «el centro temático de los dos fragmentos es la maduración de la fe: se va desde una confianza en el poder de Jesús como curador hacia una fe plena en su identidad de Mesías que da la salvación» [10].

2. La preocupación por la salud en el Mediterráneo del siglo i

Salud, enfermedad y curación

En nuestro mundo contemporáneo, concebimos la enfermedad como una disfunción del organismo que se puede curar con una terapia biomédica adecuada, admitiendo que se consiga formular un diagnóstico exacto y se disponga de los medios idóneos. Por lo general, lo que nos interesa a nosotros es que la persona pueda volver a la normalidad lo antes posible, tal como estaba antes de ponerse enferma, pero esto ni es (ni ha sido) así en todas las sociedades. Por ejemplo, en la antigua cultura mediterránea se apreciaba mucho más a la persona como tal que su capacidad de actuar o trabajar. En esta línea actuaban también los sanadores de aquel tiempo. Éstos se interesaban mucho más por el ambiente social de los enfermos que por la disfunción orgánica en sentido biomédico. John J. Pilch define así el concepto de salud en la sociedad del Mediterráneo del siglo i: «La salud es un estado de bienestar completo y no simplemente la ausencia de dolencia o enfermedad» [11]. Resulta evidente que, en esta definición, el acento recae en el «estar bien», y no en la recuperación de la actividad que ha sido interrumpida entre tanto. 

No es casual que los antropólogos distingan entre disease e illness. El término disease se refiere a una manifestación clínica de anormalidad del funcionamiento físico o infección por un elemento patógeno en un individuo o huésped. Incluye anormalidades orgánicas y patológicas observables en órganos y sistemas, sean o no culturalmente reconocibles. Por su parte, illness sería la experiencia de un cambio desfavorable en el funcionamiento social o en referencia a un estado de bienestar anterior, es decir, un estado de connotación principalmente social que incluye la enfermedad, pero que no está limitado a ella. Este segundo término, como se ve, no es tanto una cuestión biomédica como una cuestión social atribuida a causas sociales y no físicas. Recordemos además que en la sociedad israelita (y también en otras) el pecado supone una ruptura en las relaciones interpersonales; por eso, pecado y enfermedad suelen ir juntos, como bien lo muestra la pregunta que los discípulos plantearon a Jesús en Jn 9,2: «Rabbí, ¿quién pecó, él o sus padres, para que haya nacido ciego?», y la atinada respuesta del Maestro: «Ni él pecó ni sus padres» (Jn 9,3). El israelita de tiempos de Jesús entendía la enfermedad como una desviación de las normas y de los valores de su propia cultura. 

Pongamos un ejemplo. En nuestra sociedad, un leproso es una persona que padece una enfermedad. A causa de ella están disminuidas sus capacidades físicas y no puede desarrollar sus actividades normales. En la Palestina del tiempo de Jesús, un leproso no era sólo una persona afligida por una enfermedad, sino también una persona considerada impura y, en consecuencia, estaba excluida automáticamente de la comunidad. Los leprosos eran intocables. Se les expulsaba de la ciudad y estaban condenados a vivir completamente aislados, separados de su familia, de sus amigos, del mundo del trabajo y hasta del culto. En el Levítico se mencionan otras exclusiones similares: «Ningún hombre que tenga defecto corporal se acercará [a ofrecer el pan de su Dios]: ni ciego, ni cojo, ni deforme, ni monstruoso, ni lisiado, ni manco; ni jorobado, ni raquítico, ni con defecto en un ojo, ni sarnoso o tiñoso, ni eunuco» (Lv 21,18-20). Todos estos defectos corporales eran en realidad enfermedades, condiciones humanas anormales desde el punto de vista social y cultural, porque separaban a la persona enferma del grupo social y, en este caso concreto, le impedían el acceso al ejercicio del sacerdocio[12].

Médicos y sanadores populares

En el mundo mediterráneo del siglo i, los médicos o, mejor, los sanadores profesionales ofrecían sus servicios a las familias acomodadas. En el Nuevo Testamento, sin embargo, se habla rara vez de ellos[13]. En efecto, la palabra «médico» (iatros) aparece sólo en siete ocasiones. Podemos citar Col 4,14: «Os saluda Lucas, el médico querido, y Demas» (no está del todo claro que este Lucas sea el evangelista). El mismo término aparece en dos proverbios populares citados por Jesús: «No necesitan médico los que están sanos, sino los que están mal» (Mc 2,17; Mt 9,12; Lc 5,31) y «Médico, cúrate a ti mismo» (Lc 4,23a)[14]. Aunque estos proverbios se refieran por analogía a la actividad de Jesús, Jesús no se presenta nunca como médico de profesión. Por último, los médicos reciben, en el episodio de la hemorroísa, un trato en modo alguno benévolo por parte del evangelista: «La mujer había sufrido mucho con muchos médicos y había gastado todos sus bienes sin provecho alguno, antes bien, yendo a peor» (Mc 5,26). Si Marcos subraya en particular la incompetencia de la clase médica, Lucas no vacila en afirmar que aquella mujer «no había podido ser curada por nadie [incluidos los médicos]» (Lc 8,43). 

Los sanadores populares, a diferencia de los médicos profesionales, desarrollaban su oficio entre los estratos más pobres de la sociedad. Mediante el tacto, uno de los medios terapéuticos más usados en el Mediterráneo antiguo, estos sanadores curaban todo tipo de enfermedades[15]. Los enfermos recuperaban la salud a través del contacto físico directo. Jesús pertenecía a este tipo de sanadores. Jesús era un terapeuta que curaba por medio del tacto-contacto (cf. la hija de Jairo, la hemorroísa y otros relatos). Son muchos los textos en que aparecen los verbos que significan ‘tocar’ (hapt¯o), ‘coger con fuerza’ (krate¯o) o ‘poner encima’ (epitith¯emi). El tacto simboliza un espacio compartido entre el terapeuta y la persona enferma, un espacio simbólico de solidaridad. Jesús ofrece su fuerza curadora y el enfermo la recibe en su cuerpo y en su ser. Entre ambas personas se establece una relación vital, una comunicación solidaria que se convierte en fuente de vida. Jesús cura a los enfermos de manera que puedan volver a la vida diaria, de la que les había apartado la enfermedad. Ya no son enfermos, dejan de ser marginados, y pueden reincorporarse a todos los efectos en el sistema social que antes les había rechazado.

3. La idea de «pureza» en el judaísmo

Según la antropóloga Mary Douglas[16], la idea de pureza hace referencia a las estructuras sistemáticas, a las clasificaciones y a las valoraciones que configuran los grupos sociales. «Un sitio para cada cosa y cada cosa en su sitio» es un antiguo proverbio que se puede aplicar a las personas, a los lugares, a los tiempos, a las cosas. Lo que se encuentra en su sitio adecuado está limpio (puro), mientras que lo que está fuera de su sitio, es decir, lo que supone una transgresión a las leyes del sistema al que pertenece, se ensucia (se vuelve impuro o contaminado). El término pureza se refiere, por consiguiente, al sistema cultural y al principio organizativo de una sociedad. Sin embargo, a este primer significado podemos añadirle otro que está relacionado con él: el término en cuestión puede indicar asimismo las reglas y normas de pureza peculiares de un determinado grupo social. Los antiguos judíos, por ejemplo, tenían reglas específicas para clasificar los alimentos, los objetos, los animales, las personas, según su grado de pureza/impureza. Basta con recordar la detallada legislación del Levítico, especialmente en todo lo relacionado con el culto. 

Según Jerome H. Neyrey, «la pureza es un mapa de un sistema social que coordina y clasifica las cosas según su sitio apropiado» [17]. En el judaísmo del tiempo de Jesús circulaban muchos «catálogos» de este tipo: había catálogos de cosas, de lugares, de personas y de tiempos clasificados según el sistema de pureza. Tomemos, por ejemplo, el catálogo de personas que nos ofrece la Misná y la Toseftá en el T. Megillá 2.7. Ésta es la clasificación de personas que se nos propone: 1) sacerdotes, 2) levitas, 3) israelitas, 4) convertidos, 5) esclavos liberados, 6) sacerdotes descalificados, 7) esclavos del templo, 8) bastardos, 9) eunucos, 10) hombres con los testículos aplastados, 11) hombres sin pene. Esta lista no excluía otras clasificaciones. Por ejemplo, los israelitas se dividían entre observantes y no observantes. Entre los nos observantes figuraban los pecadores públicos, como los recaudadores de impuestos o las prostitutas; las personas físicamente impuras, como los leprosos, las mujeres durante la menstruación, los ciegos y los cojos. También había diversas categorías entre los observantes, definidas sobre la base de los cánones de impureza: la impureza de un hombre queda superada por cualquiera de las impurezas de una mujer. Y ésta por la de un leproso, que, a su vez, queda superada por la impureza de un cadáver. 

Si el concepto de pureza va estrechamente unido, como hemos visto, a un sistema de catálogos clasificatorios, a nadie sorprenderá la importancia que la sociedad judía atribuía a la composición y a las fronteras de estos catálogos. Dicho con palabras de Jerome H. Neyrey: «La actividad principal de un grupo que tenga un sistema riguroso de pureza será fijar y mantener estables estas líneas y fronteras» [18]. Los límites externos que distinguen a los judíos del tiempo de Jesús de los otros se pueden señalar fácilmente: la observancia del sábado, la insistencia en el alimento y la circuncisión. Los judíos tenían una gran preocupación por los elementos situados al margen de su sistema: las personas con deformaciones físicas (leprosos, cojos, ciegos, eunucos) estaban marginadas, no podían ser israelitas completos o santos. También ciertos animales y determinados alimentos estaban marginados y, por consiguiente, prohibidos, por el hecho de ser considerados impuros[19]. Un animal híbrido, un alimento mezclado, en suma, una cosa ambigua será siempre peligrosa, siempre contaminará. Este miedo a los límites, a las fronteras, se aplica también al cuerpo humano. Todas las sustancias que sale del cuerpo de manera voluntaria o involuntaria (orina, semen, sangre) son sustancias impuras, porque atraviesan las fronteras corporales. Rebasar los márgenes significa, por tanto, contaminarse. 

Por lo que se refiere a las personas, el Nuevo Testamento nos presenta asimismo su catálogo de pureza[20]:

21 Cf. J. H. Neyrey, «The Idea of Purity in Mark’s Gospel», Semeia 35 (1986) 101.

Mirando este catálogo cada uno puede encontrar su propio sitio en el sistema, ya sea en el interior del mismo, ya sea en los márgenes. El israelita observante se preocupaba de defender el sistema, de respetar los límites, de no rebasar las fronteras, evitando el contacto con todo lo que fuera demasiado santo, demasiado marginal o demasiado impuro. Según la religión y la cultura judías, se esperaba que Jesús respetara el sistema de pureza vigente y evitara el contacto con las cosas o las personas impuras. Sin embargo, no fue así. Jesús no respetó ni el catálogo de los tiempos (cura varias veces en sábado: Mc 3,1-6), ni el de los lugares (Jesús expulsa a los profanadores del templo: Mt 21,12), ni tampoco el de personas (Jesús toca a los leprosos, a mujeres con la menstruación y los cadáveres: cf. Mt 8,3; Mc 5,25-34; Lc 8,54). Por otra parte, Jesús descuida las abluciones (Lc 11,37-38), come con recaudadores de impuestos y con los pecadores (Mt 9,11; Mc 2,15) y hasta aconseja a sus discípulos que no observen las reglas relacionadas con el alimento (Lc 10,7-8). En conclusión, en los evangelios y de manera especial en el de Marcos, Jesús se opone abiertamente al sistema de pureza dominante y ofrece a todas las personas que quieran seguirle una alternativa mejor.

La pureza respecto a las mujeres

Las reglas de pureza limitaban la actividad de la mujer en el culto, en la sociedad y en la familia. Según el Levítico, la mujer permanecerá impura (akathartos) durante siete días en el período de la menstruación[22]. Si su ciclo es irregular y padece hemorragias, quedará impura hasta su curación. Todo lo que toque esa mujer quedará impuro, del mismo modo que quedará impura toda persona que tenga contacto con ella. Del mismo modo, quedará impura toda persona que toque un objeto que esa mujer haya tocado previamente. Si la mujer mantiene relaciones sexuales con su marido, éste quedará impuro durante siete días (Lv 15,19-30). Por otra parte, la mujer quedará impura inmediatamente después del parto durante siete días, si da a luz un varón; y el doble, si da a luz una niña. En el primer caso, deberá purificarse de su sangre durante treinta y tres días, en el segundo caso se doblará el tiempo de purificación (Lv 12,1-8) [23]. 

Los hechos descritos más arriba están estrechamente ligados a la identidad de toda mujer. Pertenecen a su cuerpo, a su sexualidad, a sus ciclos vitales de fecundidad y de transmisión de la vida. Forman parte de su experiencia cotidiana con su cuerpo, con su persona. A pesar de ello, la ley establece que todo esto es impuro y contamina. Esta legislación trae consigo consecuencias sociales, religiosas, económicas y también psicológicas[24], que agravan la situación de opresión y de marginación de las mujeres en la sociedad judía. Voy a señalar sólo algunas: la mujer estaba prácticamente excluida de la convivencia social, porque era impura y causa de impureza desde la adolescencia hasta la menopausia; la mujer debía pagar al templo por su purificación después del parto o en caso de flujo irregular; la mujer no podía acceder al Dios de la alianza a causa de la fecundidad y vitalidad de su cuerpo. 

La marginación de la mujer a causa de su flujo menstrual no es un hecho exclusivo del judaísmo, sino frecuente en las religiones primitivas. Según Bernard J. Bamberger, «el hombre antiguo reaccionó al fenómeno de la menstruación con horror, algo que a nosotros nos parece grotesco e histérico» [25]. La legislación levítica sobre la mujer con flujo menstrual influyó sobremanera en los escritos judíos posteriores y en la literatura rabínica. Según Flavio Josefo, las antiguas leyes de pureza se seguían con fidelidad en el siglo i d. C. Afirma en La guerra de los judíos: «El templo estaba cerrado a las mujeres durante la menstruación, e incluso cuando se habían purificado de su impureza, no les estaba permitido rebasar los límites que he mencionado más arriba» (5.5.6 §227). Debemos señalar que la Misná y los Talmud (siglos II-V d. C.) incluyen muchos capítulos sobre el tema de la niddâ (la mujer con la menstruación)[26]. 

Dirijamos ahora nuestra mirada hacia el evangelio de Marcos. El episodio de la curación de la hemorroísa (Mc 5,25-34) trastorna el antiguo sistema de pureza legal y las discriminaciones sociales derivadas del mismo. Podemos considerarlo como una reacción a Lv 15,19-20[27]. En efecto, Marcos utiliza las expresiones en rysei haimatos, ‘flujo de sangre’ (5,25; cf. Lv 15,19-33; 20,18) y h¯e p¯eg¯e touhaimatos, ‘la fuente de la sangre’ (5,29; cf. Lv 12,7; 20,18) de una manera eufemística, para designar las condiciones ginecológicas normales e irregulares asociadas al ciclo menstrual. A continuación, veremos cómo la actitud de Jesús con la hemorroísa supera la ley antigua y revaloriza el cuerpo de las mujeres.

4. Un diálogo corporal terapéutico (Mc 5,25-34)

El cuerpo de la mujer

El escenario de la curación es un lugar público: en la otra orilla del mar de Galilea. Tras una primera nota relativa al cuerpo de Jesús, «le seguía un gran gentío que le oprimía» (Mc 5,24; cf. 5,31), aparece la mujer hemorroísa (literalmente, «una mujer»). Marcos cuenta la enfermedad de la mujer con todo tipo de detalles: padecía hemorragias desde hacía doce años, había sufrido mucho con muchos médicos y había gastado todos sus bienes sin provecho alguno, antes bien, yendo a peor. Este cuadro clínico expresa de un modo particularmente claro lo que siente la mujer en su interior. Se siente herida en lo más hondo; siente que se hunde su identidad femenina. Su sufrimiento es terrible: por una parte, desea incesantemente estar con su familia, con sus amigas, con los vecinos y, por otra, sabe que no puede acercarse a ellos, porque el contacto con ella podría contagiarlos. Ha intentado salir de este círculo con la ayuda de la medicina tradicional, pero los médicos no han conseguido encontrar una terapia adecuada. Se encuentra cada vez más pobre, cada vez más vacía, cada vez más sola. La sociedad a la que pertenece la ha condenado a ser una muerta en vida.