San Pablo y las mujeres - Nuria Calduch-Benages - E-Book

San Pablo y las mujeres E-Book

Nuria Calduch-Benages

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Beschreibung

Tercer volumen de una trilogi´a dedicada a las mujeres en la Sagrada Escritura. Despue´s de 'Mujeres de la Biblia' (2018), sobre las figuras ma´s relevantes del Antiguo Testamento, y 'Mujeres de los evangelios' (2019), este tercero indaga sobre aquellas amigas, hermanas y apo´stoles que colaboraron activamente en la misio´n evangelizadora de san Pablo.Adema´s de estas mujeres, la obra tambie´n da espacio a una figura ano´nima que siempre ha recibido escasa atencio´n por parte de los estudiosos: la esclava posei´da y curada por Pablo. Y a tres grupos de mujeres que, aunque no son mencionadas en las cartas paulinas, jugaron un papel importante en la Iglesia primitiva: las profetisas, las diaconisas y las viudas.Este volumen recoge los textos aparecidos en el mensual femenino de L'Osservatore Romano 'Donne Chiesa Mondo', firmados por reconocidas biblistas europeas y estadounidenses, y un u´ltimo capi´tulo a modo de conclusio´n de Romano Penna, una de las ma´ximas autoridades en literatura paulina.El propo´sito no es afrontar cuestiones te´cnicas reservadas a los especialistas, sino abrir una ventana al mundo de Pablo, a fin de conocer mejor a sus colaboradoras, es decir, aquellas mujeres que compartieron con el Apo´stol su celo pastoral.Hay una idea muy difundida de que Pablo era un miso´gino y que contribuyo´ a frenar el impulso revolucionario del Evangelio. Otros autores, al contrario, sostienen que "Pablo de Tarso es el ma´s feminista, incluso ma´s que el propio Jesu´s". Sea cual sea la posicio´n que adoptemos al respecto, es un hecho indiscutible que la relacio´n entre el Apo´stol y las mujeres es una cuestio´n acuciante que continu´a suscitando preguntas y respuestas de todo tipo.

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INTRODUCCIÓN

AUTÉNTICAS MISIONERAS EN LA IGLESIA NACIENTE

NURIA CALDUCH-BENAGES

No hay dos sin tres: he aquí el tercer volumen de una trilogía dedicada a las mujeres en la Sagrada Escritura. El primer volumen, Mujeres de la Biblia (2018), estuvo dedicado a las figuras femeninas más relevantes del Antiguo Testamento; el segundo, Mujeres de los evangelios (2019), hizo un repaso por las mujeres que seguían a Jesús; finalmente, el tercero, San Pablo y las mujeres (2020), indaga sobre aquellas amigas, hermanas y apóstoles que colaboraron activamente en la misión evangelizadora del Apóstol. Además de estas mujeres –de sobra conocidas–, hemos querido dar espacio a una figura femenina anónima que siempre ha recibido escasa atención por parte de los estudiosos: la esclava poseída y curada por Pablo, según cuenta Lucas en Hch 16,16-19. Nuestra atención se ha dirigido también a tres grupos de mujeres que, aunque no son mencionadas en las cartas paulinas, jugaron un papel importante en la Iglesia primitiva: las profetisas (las cuatro hijas núbiles de Felipe, Hch 21,6), las diaconisas (1 Tim 3,11) y las viudas (1 Tim 5,3-16).

Tal como hicimos en las anteriores publicaciones, el volumen recoge los textos aparecidos en el mensual femenino de L’Osservatore Romano «Donne-Chiesa-Mondo» durante el año 2018. Todos, excepto el último, están firmados por reconocidas biblistas procedentes de diversos países de Europa (Austria, España, Francia, Italia, Polonia) y de los Estados Unidos. A Romano Penna, una de las máximas autoridades en literatura paulina, se le encargó el último trabajo, a modo de conclusión. En línea con los volúmenes precedentes, nuestro propósito no es afrontar cuestiones técnicas reservadas a los especialistas, sino abrir una ventana al mundo de Pablo a fin de conocer mejor a sus colaboradoras, es decir, aquellas mujeres que compartieron con el Apóstol su celo pastoral.

«Aún está muy difundida la idea de que entre Pablo y las mujeres no hubo una buena relación. No se pueden negar algunas aperturas, pero en el fondo existe la sospecha de que el Apóstol contribuyó a frenar el impulso revolucionario del Evangelio. ¿Realmente es así? ¿Encuentra fundamento esta sospecha en las cartas del Apóstol?». Con estas reflexiones empieza Elena Bosetti un artículo aparecido en 2009 en la revista Jesus con ocasión del Año paulino 1. Tras las múltiples y contrastadas respuestas que se pueden ofrecer –hay que tener en cuenta que las publicaciones sobre el asunto son numerosas y van en aumento–, he escogido la de Romano Penna, porque considero que es decisivamente provocadora: «No pienso que exagere si me quedo con que, a pesar de todo, entre los autores neotestamentarios, Pablo de Tarso es el más feminista, incluso más que el propio Jesús» 2.

Sea cual sea la posición que adoptemos al respecto, es un hecho indiscutible que la relación entre Pablo y las mujeres es una cuestión acuciante que continúa suscitando muchas preguntas y respuestas de todo tipo. Muchos acusan al Apóstol de ser misógino, y lo hacen sobre la base de algunos textos controvertidos que tratan de la sumisión de la mujer al varón, la cuestión del velo y el silencio de las mujeres en la Iglesia. Sin embargo, la idea de que Pablo tuviese un prejuicio negativo contra las mujeres queda contradicho en sus cartas, donde se mencionan figuras femeninas con responsabilidades en las primeras comunidades cristianas. Para captar bien la cuestión y no dejarse llevar por juicios apresurados e incluso infundados, es bueno distinguir entre las cartas del Pablo histórico (1 Tesalonicenses, 1-2 Corintios, Gálatas, Romanos, Filemón y Filipenses), las de la tradición pospaulina (2 Tesalonicenses, Colosenses y Efesios) y, finalmente, las deuteropaulinas, llamadas también cartas pastorales (1-2 Timoteo y Tito). Estos últimos escritos reflejan una situación eclesial posterior a la época de Pablo, en la cual el proceso de institucionalización y de patriarcalización se encuentra en una fase mucho más avanzada.

En la carta a los Filipenses, Pablo menciona explícitamente a Evodia y Síntique, dos mujeres que «han combatido por el Evangelio» junto a él y otros colaboradores (Flp 4,3). En la carta a los Romanos elogia a María, Trifena, Trifosa y Pérside por su servicio en la difusión del Evangelio, y saluda a Julia y a la hermana de Nereo. En la carta a Filemón manda saludos a la «hermana Apfia», citada tras dos varones y primera de la comunidad. Entre los fieles colaboradores del Apóstol destaca la pareja Prisca y Áquila, citados más veces en las cartas y en los Hechos de los Apóstoles siempre en este orden: ella antes que él, cosa que era contraria a los usos de la época. En la carta a los Romanos se menciona a otra pareja de esposos, Andrónico y Junia, «ilustres apóstoles», compañeros de Pablo en la cárcel. Estos testimonios hablan de la estima que el Apóstol sentía con respecto a sus colaboradoras, así como su vasta red de conocimientos y de relaciones femeninas con propósitos pastorales. Un caso interesante es el de Lidia, la comerciante de púrpura que obliga al Apóstol a aceptar su hospitalidad: «Si consideras que soy fiel al Señor, ven y quédate en mi casa» (Hch 16,15). Junto a Lidia recordamos a Cloe (1 Cor 1,11) y Ninfa (Col 4,15), mujeres independientes, de buena posición y con recursos económicos, que contribuyeron a la expansión misionera.

Pablo muestra un afecto particular por la «querida» Pérside, la madre de Rufo, que «también es mi madre», y sobre todo por Febe, diaconisa en la Iglesia de Céncreas: «Recibidla en el Señor, como conviene a los creyentes, y asistidla en cualquier cosa que tenga necesidad, porque ha protegido a muchos, incluso a mí mismo» (Rom 16,1-2).

Los escritos paulinos (y los Hechos de los Apóstoles) atestiguan el papel activo de las mujeres en las primeras comunidades cristianas. Ellas están «empeñadas en el campo de la caridad, del diaconado, de la catequesis, de la evangelización, de la misión y del apostolado» 3. Apóstoles, diaconisas, misioneras. Las mujeres enseñaron, predicaron y fundaron Iglesias domésticas, difundiendo por todas partes el perfume del Evangelio.

Desafortunadamente, sabemos lo que sucedió después. Así lo cuenta Adriana Valerio: «Este protagonismo femenino, sin embargo, se vio pronto olvidado y ocultado. En las comunidades pospaulinas, de hecho, al alejarse la inminente llegada del fin del mundo, se afirmó cada vez más una organización jerárquica regida por varones, gracias también a un lento proceso de clericalización, del todo ausente en Pablo» 4.

La mujer, por tanto, desaparece de la escena poco a poco, en silencio, sin que nadie note su ausencia. La vocación de la mujer, sin embargo, no es ni el silencio ni la invisibilidad. Está llamada a ser una presencia activa, empeñada y vivificante en una Iglesia que hoy más que nunca necesita del «genio femenino» para poder anunciar el Evangelio con transparencia y coherencia de vida.

FEBE, MUJER DE LUMINOSA CARIDAD

ROSALBAMANES

Pablo concluye la carta a los Romanos, el bestseller que comunica el núcleo teológico de su predicación, dirigiendo sus saludos a diversos componentes de la comunidad de los cristianos de Roma. Estos saludos se presentan como el testimonio de la sorprendente sinergia entre el Apóstol y sus colaboradores y de la presencia, dentro de este multiforme círculo de misioneros, de numerosas figuras femeninas. El capítulo 16 de la carta representa, por tanto, una especie de homenaje que el Apóstol de las gentes da a quienes han contribuido enérgicamente a la irradiación de ese Evangelio que es dynamis theou (Rom 1,16), es decir, poder transformador que revoluciona a quien se abra a la fe en Cristo.

Si el Evangelio corre y se difunde (cf. Sal 19,5), es porque hay alguien que lo proclama con su boca y con su corazón (cf. Rom10,9-10.14-15), haciendo de la propia vida una ofrenda «viva, santa y agradable a Dios» (Rom 12,1). Con su predicación itinerante, Pablo no consigue llegar a todos y alcanzar todo lugar. Por eso echa mano de un recurso que sirve de prolongación de su anuncio: las cartas. El Apóstol, por sí solo, además, no es suficiente para la edificación de la comunidad: esta necesita una sinergia de dones y carismas que está garantizada por la presencia de colaboradores (synergoi). La evangelización no es un hecho privado que interesa solo a la vida de un individuo, sino el dinamismo de una Iglesia en salida, que testimonia, en primer lugar, la calidad de su relación con el Señor resucitado y después también la calidad de las relaciones entre los creyentes, marcados por la proximidad y la fraternidad. Por eso Pablo sueña la Iglesia como una casa de hermanos que evangeliza ya a partir de la belleza y del poder del amor fraterno. La sueña así y, haciéndose padre y madre de la comunidad (cf. 1 Cor 4,15; 1 Tes 2,7), trabaja para que sea realmente así.

Por eso, Rom 16 arroja una interesante luz sobre la vida de la Iglesia de los orígenes, de forma particular sobre la función de los laicos y de las parejas o de las familias en el anuncio misionero. Los saludos que recorren todo el capítulo 16 de la carta a los Romanos empiezan con la precisión de una recomendación. La primera persona que Pablo menciona, y que muestra tener particularmente en el corazón, es precisamente una mujer cuyo nombre es Febe. Antes, por tanto, de concluir la carta, compuesta con el vivo deseo de dedicarse a la evangelización de España y de encontrar en Roma creyentes capaces de apoyarlo en esta obra, el Apóstol pide a la comunidad que dispense a una mujer, Febe, una acogida calurosa con motivo de su esfuerzo total en la causa del Evangelio.

Ya el libro de los Hechos de los Apóstoles, y después distintos pasajes del corpus paulino,atestiguan en varias ocasiones la presencia de mujeres que desarrollan un papel activo en la vida de las comunidades primitivas, colaborando con los apóstoles e invirtiendo sus bienes materiales y sus carismas al servicio de la edificación de los creyentes. La Iglesia de los orígenes, de hecho, no nace en un espacio cultural, sino en la casa, como domus Ecclesia. Esta, de hecho, se consolida y estructura dentro de los muros domésticos, donde vive una familia, una comunidad caracterizada por uniones de sangre, vínculos de afecto y dinámicas de colaboración recíproca, y donde la mujer actúa activamente como garante de la acogida y la hospitalidad.

Pablo, diversamente del prejuicio difundido que lo ha hecho misógino en la imaginación de muchos, se coloca en la misma estela de Jesús, contando para su obra de evangelización con una participación muy nutrida de mujeres. Entre las mujeres de la misión paulina, algunas llegaron a la fe después de haber asistido a la predicación del Apóstol, como Lidia en Filipos (cf. Hch16,14-15), mientras otras se lanzaron al anuncio del Evangelio junto a él o incluso antes que él (cf. el caso de Priscila o Prisca que, con su marido Áquila, lo acoge en Corinto, Hch 18,1-3).

Leyendo Rom 16, sorprende el hecho de que más de un tercio de las personas mencionadas sean mujeres. En la lista de nueve mujeres aparece tres veces el verbo kopiaô, «fatigarse»: María (en Rom 16,6), Trifena, Trifosa y Pérside (en Rom 16,12), son mujeres queridas por Pablo que se fatigan (ekopíasen) en la actividad misionera. El verbo lleva, de hecho, al compromiso en relación con el Evangelio y a un trabajo misionero en el que se invierte sin ahorrar esfuerzos. En 2 Cor 11,22-28, por ejemplo, donde Pablo habla de su esfuerzo por el Evangelio y el «coste» de tal derroche de fuerzas y energía, usa dos veces el sustantivo kopos, «fatiga» (11,23.27).

La primera que aparece en los saludos es una mujer, Febe, cuyo nombre significa «pura», «luminosa», «resplandeciente». Para ella, Pablo compone un «billete de recomendación» que representa un pasaje epistolar por derecho propio y que el Pseudo-Demetrio sitúa en los veintiún géneros epistolares identificados por él, calificándolo como systatikós typos («tipo de recomendación»): «Os recomiendo a Febe, nuestra hermana, diaconisa de la Iglesia de Céncreas. Recibidla en el Señor de una manera digna de los santos, y asistidla en cualquier cosa que necesite de vosotros, pues ella ha sido protectora de muchos, incluso de mí mismo» (Rom 16,1-2). En solo dos versículos, Pablo traza la figura de esta mujer que, seguramente, ocupa un puesto particular en su corazón y al mismo tiempo dentro de la comunidad. Febe proviene de Céncreas, ciudad portuaria en el istmo de Corinto, ubicada a once kilómetros hacia el sureste en el golfo Sarónico, y recibe de Pablo credenciales muy marcadas, expresadas mediante una triple caracterización: Febe es descrita, en primer lugar, como «hermana» (adelfê), después como «diácono» (diákonos) y, finalmente, como «protectora» (prostatis) de muchas personas, entre ellas también Pablo.

Para sintetizar su rol en la Iglesia, Pablo recurre al sustantivo adelfê, que muestra la cualidad de la relación que existe entre todos los creyentes en Cristo, por la fuerza del bautismo. Injertados en Cristo y renacidos en él, los creyentes son hijos de Dios. Y si son hijos de Dios, son hermanos entre sí. En Gál 3,26-28, Pablo muestra claramente que «en Cristo» se cumple la promesa de una nueva creación que inaugura una nueva arquitectura de relaciones: «Pues todos sois hijos de Dios por la fe en Cristo Jesús. En efecto, todos los bautizados en Cristo os habéis revestido de Cristo: ya no hay judío ni griego; ni esclavo ni libre; ni hombre ni mujer, ya que todos vosotros sois uno en Cristo Jesús». «Revestidos de Cristo mediante el bautismo» expresa una transformación que registra la abolición de toda discriminación, un proceso de cristificación que abole toda barrera étnica, religiosa, socio-económica y sexual, que hace «uno». Por el bautismo se experimenta, por tanto, la unidad de los creyentes en la multiplicidad de los dones recibidos del Espíritu. En la comunidad, todo miembro, por tanto, ya sea hombre o mujer, contribuye «por su parte» a la edificación de la Iglesia. En el corazón de la eclesiología paulina está el primado de la dignidad bautismal y de la conformación a Cristo. Por eso, hablando de los carismas, Pablo se detiene más sobre el estilo agápico de su ejercicio (cf. el elogio al amor de 1 Cor 13) que sobre la especificidad del mismo. De este fundamento brota la experiencia de un apostolado y de una misión que contemplan la participación activa del hombre y de la mujer y la colaboración de ambos sexos.

Febe es «hermana», como lo es Apfia en Flm 2, porque, insertada en Cristo, ha entrado de pleno derecho en la familia de Dios. Hecha hija de Dios y viviendo ya «en el Señor», es, por tanto, una hermana de sus hermanos, los «santos» (es decir, santificados en el bautismo). Esta hermandad se convertirá en la Iglesia en una «manifestación específica de la belleza espiritual de la mujer [...] revelación de su intangibilidad» (Juan Pablo II, Carta a los sacerdotes).

En segundo lugar, Febe es «diácono de la Iglesia de Céncreas» o, como se lee en la traducción de la Conferencia Episcopal Italiana (2008), «al servicio de la Iglesia de Céncreas». Diákonos se dice de Jesús, que es «servidor de los circuncisos», en Rom 15,8; se dice de Pablo (cf. 1 Cor 3,5; 2 Cor 3,6; 6,4), mientras en Flm 1 aparece como un estatuto eclesial preciso. Ya en Aristófanes, el vocablo podía tener también valencia femenina, pero la palabra diakonissa en el contexto eclesial es tardía: aparece por primera vez en el canon 19 del Concilio de Nicea (325) para designar, en el Panarion de Epifanio, a quien asiste al sacerdote en el bautismo de las mujeres.