El príncipe más oscuro - Gena Showalter - E-Book

El príncipe más oscuro E-Book

Gena Showalter

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Beschreibung

Un príncipe despiadado y temido por todos Una bruja vengativa había maldecido a William el Oscuro y, si alguna vez se enamoraba, moriría a manos de la mujer amada… Hasta que conoció a la única mujer capaz de liberarlo. Una criatura única, mitológica y poderosa. Una de las últimas cambiaformas unicornio que aún quedaba con vida, Sunday Lane, Sunny, trabajaba en secreto de criptoanalista hasta que el seductor William la raptó y la confinó en el infierno. A medida que se acercaban el uno al otro, empezó a sentir anhelo por sus caricias… y, a la vez, un deseo místico, cada vez más fuerte, de asesinarlo. ¿Estaban eternamente condenados a la tragedia? William debía resistir la tentación de caer en manos de la irreverente belleza que amenazaba su futuro, por mucho que Sunny lo tentara cada día y por muy fuerte que fuera el deseo que sentía por ella. "¡Showalter consigue que el romanticismo despida chispas en todas las páginas!" Jill Shalvis, autora superventas de New York Times

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2020 Gena Showalter

© 2020 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

El príncipe más oscuro , n.º 213 - abril 2020

Título original: The darkest king

Publicada originalmente por HQN™ Books

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, HQN y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1348-138-8

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Prólogo

Prólogo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Capítulo 26

Capítulo 27

Capítulo 28

Capítulo 29

Capítulo 30

Capítulo 31

Capítulo 32

Capítulo 33

Capítulo 34

Capítulo 35

Capítulo 36

Capítulo 37

Capítulo 38

Capítulo 39

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

 

 

 

 

 

Para mi William personal, Max. Siempre alegras mis días. Me nutres, quieres a mis perros y gatos y haces que me sienta la mujer más bella del mundo, incluso cuando estoy como el culo. Bueno, la única vez que he estado como el culo, esa vez que pensé que estaba como el culo, pero no era cierto, porque es imposible. Espera. ¿Estoy diciendo «culo» demasiadas veces? (La cuestión es que nunca se dice suficientes veces la palabra «culo». ¡Naomi, de French’n’Bookish, no me llama la magnífica Buttwalter por nada!). ¡Te quiero, mi amor!

 

Hablando de Naomi, es la mejor responsable de redes sociales del mundo. ¡El libro de William es para ti! Eres una mujer increíble y es una bendición conocerte.

 

¡Y para mi esposa laboral, la guapísima y talentosa Jill Monroe, una de las personas más estupendas del planeta! Me ayudas a levantarme cuando me he caído. Te has pasado innumerables horas pensando argumentos, haciendo críticas y ayudándome a torturar o salvar a mis personajes (dependiendo del día). ¡Conviertes mi mundo en un sitio mejor!

Prólogo

 

 

 

 

 

PRIMERA PARTE

EL REINO DE LLEH

HACE MUCHOS MILENIOS

 

Un puñetazo brutal le rompió la mandíbula al chico. Se cayó al suelo cubierto de hollín, escupiendo sangre y dientes. El dolor fue tan intenso que se le escapó todo el aire de los pulmones. Vio las estrellas y el estómago se le llenó de ácido. Se curaba con más rapidez que el resto, sus huesos se regeneraban rápidamente, pero el dolor continuaba expandiéndose en ondas.

Garra, el encargado de su tortura en aquel momento, le dio una patada en las costillas.

–Cuando te demos comida, te la comes.

Patada, patada. Aquella enorme bestia tenía cuernos, colmillos y músculo sobre músculo. Como todos los demás habitantes de aquel reino, llevaba un manchado taparrabos para tener «acceso fácil», protecciones en las espinillas y botas hechas de piedra.

–¿Entendido?

Entre jadeos de dolor, el chico respondió con odio:

–Oh, sí, lo entiendo.

Aunque le cayera sangre de los oídos y la boca, seguía consciente de lo que le rodeaba. Un erial sin vegetación, lleno de caníbales inmortales, violadores y asesinos que habían sido expulsados de su tierra natal. Había anochecido y las hogueras iluminaban el campamento… Hogueras en las que estaban asando prisioneros colocados en espetas.

El viento ácido, le quemaba las heridas, y le recordaba a Garra.

–Por comida te refieres al muslo de otro prisionero. Puedes tomar tu comida y…

Patada.

–Hace unos meses, caíste del cielo y te recibimos con los brazos abiertos. No tenías nombre, así que te dimos uno. No tenías hogar, así que te acogimos. Tu mente estaba en blanco, así que te dimos recuerdos. ¿Y así nos pagas nuestra amabilidad?

¿Amabilidad? Se le escapó una risa llena de amargura y se ahogó con la hemorragia que, seguramente, le había causado algún pedazo de costilla rota perforándole un pulmón.

–Me llamasteis Escoria y, en cuanto a tu precioso refugio, no era más que una chabola de barro llena de cautivos encadenados.

En cuanto a los recuerdos, se estremeció al pensarlo. Los actos terribles que aquellos espantosos seres cometían contra los demás, y contra él… En parte, haría cualquier cosa por borrarse aquellos recuerdos de la cabeza. Pero, por otra parte, prefería aquellos horrores a quedarse en blanco de nuevo. Era muy triste, pero quería conocer su propia verdad.

«¿Quién soy? ¿Cómo he llegado hasta aquí? ¿Por qué estoy aquí? ¿Tengo una familia que está desesperada por salvarme?».

Escoria sintió una punzada de anhelo.

«Aquí hay muchísima gente y, sin embargo, me siento solo. Siempre estoy solo».

–¿Te atreves a quejarte? –le preguntó Garra, y le dio una patada en la parte posterior de la cabeza.

A Escoria se le llenaron los ojos de lágrimas, y el pánico se apoderó de él. En cuanto se revelaba una debilidad, se mostraba al enemigo cómo vencer, así que pestañeó para que aquellas lágrimas desaparecieran. Si alguien veía una gota brillante…

–¿Lágrimas? –preguntó Garra, riéndose. Los que se habían acercado a mirar se echaron a reír, y Escoria bajó la cabeza con vergüenza.

Con la esperanza de distraer a Garra, Escoria dijo:

–Te equivocas. No había perdido la memoria.

Cada vez que cerraba los ojos, veía un solo momento que se repetía. Un eco de su vida anterior.

–Dime que te acuerdas de tu madre, y te la traeré.

Escoria recibió otro golpe brutal en la cabeza, y Garra volvió a reír.

Con la visión borrosa a causa del dolor, Escoria rezó pidiendo que alguien lo ayudara. Estiró una mano, pero alguien se la pisó y le rompió los huesos. Después, recibió otra tanda de puñetazos. Cerró los ojos y dejó que el recuerdo reviviera en su mente.

«Estoy al lado de un niño a quien no conozco. No sé por qué estamos juntos, ni cómo hemos acabado entre las nubes. Solo sé que su presencia me reconforta.

Hay una mujer muy bella, de pelo rizado y negro, de piel negra, que desciende desde una neblina. Lleva un vestido vaporoso, de color marfil, y tiene unas alas blancas y doradas que aletean suavemente. Yo me siento maravillado al verla. ¿Es un ángel o una enviada? ¿Una arpía o una cambia–formas? Hay infinitas posibilidades, porque todos los mitos y las leyendas tienen sus raíces en la verdad.

Siento una conexión con ella. ¿Y si es… mi madre?

Se me acelera el corazón al pensarlo, pero no estoy seguro de si es de alegría o de miedo. Ella aterriza. Tiene los ojos, de color azul claro, llenos de lágrimas. Entonces, no es una arpía, ni una cambia–formas. Por algún motivo, sé que esas especies piensan lo mismo que yo: que las lágrimas son una muestra de debilidad, y que la debilidad tiene que ser eliminada.

Ella se arrodilla ante nosotros. El otro niño tiene la piel de bronce, el pelo negro y los mismos ojos azules. También tiene alas blancas y doradas. ¿Son de la misma familia? ¿Estamos todos emparentados? ¿Cómo soy yo?

–Os quiero muchísimo a los dos –dice–. Esto no debía pasar. Se suponía que nos ibais a salvar, no… –se le escapa un sollozo, y continúa–: Si hubiera otro modo, nosotros… No deberíamos haberos traído al mundo. Él lo averiguó, y ahora quiere que muráis.

A mí se me revuelve el estómago. ¿Cómo puede decir que nos quiere y, al mismo tiempo, desear que no hubiéramos nacido? ¿Y quién es ese ser que quiere que muramos?

Temblando, pone una mano sudorosa sobre mí y la otra sobre el niño con alas.

–Haré todo lo posible por manteneros a salvo, pero…

De repente, aparece un hombre envuelto en sombras a su espalda. Es muy alto, un gigante, y tiene los músculos más grandes que he visto en mi vida. Ella jadea de agonía cuando él la atraviesa con una lanza de ónice que entra por su espalda y sale por su pecho. La sangre brota de la herida y le empapa la túnica. Sus mejillas pierden todo el color.

Yo sé que debería estar asustado, o furioso, o ambas cosas a la vez, pero no siento nada. Miro de nuevo más allá de la mujer, y siento curiosidad por el hombre que la ha atravesado con la lanza. Su cara está cubierta de sombras que ocultan su identidad.

El otro chico me toma de la mano y tira de mí hacia atrás, hacia una pared llena de puertas que dan a otros mundos, reinos y dimensiones. Tiene el rostro distorsionado por el miedo. Abre la boca para hablar y…».

Aquel recuerdo terminó como siempre: bruscamente, sin final.

A Escoria se le formó un nudo en la garganta, y no pudo gritar. ¿Por qué no recordaba nada más sobre el otro niño, sobre la mujer y sobre el ser que la había asesinado? ¡Tenía que averiguarlo! ¿Por qué nunca debería haber nacido?

Con los siguientes puñetazos y patadas de Garra, vomitó sangre mientras escuchaba los vítores de la multitud.

«No grites. Ignora el dolor».

Garra siguió dándole patadas, y gritó:

–La carne está más tierna cuando se la golpea, ¿no?

Escoria intentó respirar.

«Respira. Solo necesitas respirar. No, no. Tienes que ponerte de pie. ¡Tienes que matar!».

Aquel impulso se apoderó de él. Se sintió como si hubiera nacido para matar a aquellos tipos, como si su vida no tuviera otro sentido.

«Voy a cortarle a Garra las manos y los pies, para que no pueda luchar ni correr. Después, le voy a sacar los dientes uno por uno, le voy a arrancar la polla y se la voy a meter por la garganta. Y, después… los voy a matar a todos. Lentamente».

Sonrió. El odio le quemó las venas. La amargura le heló el pensamiento. Solo sintió el deseo de vengarse.

Garra frunció el ceño.

–¿Esto te parece divertido?

–Sí.

Garra gruñó y le dio una patada entre las piernas.

La multitud enloqueció mientras Escoria vomitaba más sangre. Aunque tenía la visión oscurecida, se rio forzadamente.

–¿Eso es lo mejor que puedes hacer?

Garra abrió mucho los ojos. Aquella pulla inesperada fue un golpe para su orgullo. Se agachó, le sujetó a Escoria los hombros con las rodillas y siguió dándole puñetazos.

A Escoria se le paró el corazón de dolor. No podía…

–Pide clemencia, Escoria, y esto terminará.

¡Jamás! Prefería morir a desmoronarse, y se negaba a morir. Iba a…

Debió de perder el conocimiento, porque, al abrir los ojos, se encontró a Garra a sus pies, con los brazos llenos de sangre y alzados, caminando a su alrededor. La muchedumbre lo vitoreaba.

Él perdió todo el impulso asesino. Perdió toda esperanza. Trató de escapar arrastrándose, de perderse entre el gentío, pero alguien lo agarró de las pantorrillas y lo detuvo. Gritó. No había forma de parar aquello.

La multitud rugió y apretó el círculo a su alrededor.

Alguien le tocó la cabeza con una picana eléctrica, y él notó una descarga por todo el cuerpo. Se le tensaron la piel y los músculos y le hirvió la sangre. Lo único que pudo hacer fue jadear, sudar y pestañear, y tratar de sobrevivir.

«No puedes matar a tus enemigos si has muerto. Aguanta, aguanta».

Aquella tortura acabaría pronto. Sabía que era demasiado valioso como para que lo mataran. A pesar de su juventud, ya se le regeneraban los miembros y los órganos, y eso significaba que era una fuente de alimento inagotable.

Garra ordenó a la muchedumbre que retrocediera. Después, le puso unos grilletes en las muñecas a Escoria.

–Esta noche, vas a ser el postre.

Se oyeron gritos de júbilo, y él tuvo que morderse la lengua para no gritar. Se le llenaron los ojos de lágrimas, y se le escapó un gemido. ¿Lo habían conseguido? ¿Habían conseguido someterlo?

De repente, Garra se irguió y frunció el ceño.

–¡Callaos! Se acerca algo extraño.

Todo el mundo obedeció, y se hizo el silencio. El ambiente era hostil y agresivo.

Escoria también comenzó a oír los sonidos. Un zumbido. Un silbido. Una risa ronca. Se irguió con dificultad y se sentó. Se acercaba un torbellino de humo negro al campamento. El instinto le gritó que huyera, que corriera, pero lo máximo que consiguió fue ponerse a gatas. El cuerpo no le respondió, y se quedó inmóvil.

Los guerreros prepararon las armas. Espadas, ballestas y machetes. Demasiado poco, demasiado tarde. El tornado aumentó de velocidad y se tragó a uno, dos… tres de aquellas bestias.

Al continuar su avance, escupió los cuerpos, decapitados.

El tornado siguió tragando hombres y escupiendo cadáveres sin cabeza. Escoria empezó a sentir entusiasmo a medida que había más y más muertos. Sonrió. Si todos aquellos brutos morían, su sufrimiento terminaría.

La multitud trataba de huir, gritando, pero el torbellino prosiguió su avance implacablemente, decapitando a todo aquel que engullía. Escoria respiró profundamente, lleno de satisfacción. Al final, solo él quedó con vida; el torbellino no lo tocó. Giró a su alrededor y el humo fue desvaneciéndose hasta que apareció un hombre musculoso. Tenía una guadaña y parecía la Muerte. Su piel era oscura, y tenía los ojos y pelo negros. Llevaba unos pantalones de cuero negro, sin camisa, y tenía todo el pecho lleno de tatuajes y piercings. Tenía la cara y el torso llenos de salpicaduras de sangre, como la guadaña.

A su lado había un adolescente de piel dorada y pelo rubio muy claro, de ojos azules. ¿Era su hijo?

La Muerte alzó la guadaña, preparándose para asestarle el golpe mortal. Sí. ¡Sí! Quería morir. Sin embargo, Muerte lo miró fijamente y en su rostro se reflejaron muchas emociones distintas: determinación, furia, consternación, arrepentimiento, incluso culpabilidad.

–Tienes sus ojos –dijo Muerte, con una voz que retumbaba.

–¿Sus ojos? ¿Tú conoces a mi padre?

–Sí… y no.

–¿Qué significa eso?

–Lo que he dicho. Nadie conoce de verdad a tu padre –dijo Muerte. Siguió alzando la guadaña… pero no golpeó.

¿Cómo? No, no, no.

–Adelante, ¡hazlo!

–¿Te atreves a darme órdenes?

–Sí. ¡Mátame ya!

La Muerte entrecerró los ojos. Eran oscuros como dos abismos.

–¿Sabes quién soy, hijo?

–Eres la Muerte. Eres tan malo como los que acabas de matar.

–No. Yo soy peor –dijo Muerte, y se inclinó hacia delante–. Sin embargo, sí, Muerte es uno de mis nombres. Puedes llamarme Hades. Soy el rey del inframundo, y te he buscado por todos los mundos.

Escoria se dio un golpe en el pecho magullado. Las cadenas de sus grilletes rechinaron.

–¿A mí? ¿Por qué?

¿Acaso se conocían? ¿Qué sabía él sobre Hades?

Para su espanto, los detalles comenzaron a abrirse paso en su memoria. Uno de los doce reyes del inframundo, conocido por su crueldad y su frialdad. Mataba sin remordimientos, sin vacilación y sin misericordia a todo aquel que le desobedecía. No tenía escrúpulos ni ética.

–Mis razones son mías, y siempre pueden cambiar. Este es mi hijo adoptado, el príncipe Lucifer –respondió el rey, y le dio unas palmaditas en la cabeza al adolescente. La luz del fuego hizo brillar los muchos anillos que llevaba–. ¿Sabes quién eres tú?

Al chico no le gustaron aquellas palmaditas. Empezó a entrecerrar los ojos con una expresión de mal humor, pero, al instante, su cara quedó en blanco.

–Yo… no –admitió Escoria, mirando al padre y al hijo. Sintió celos. Oh, cómo sería tener una familia. Alguien que lo quisiera incondicionalmente, que lo adorara y lo protegiera.

–Te llamas William. Eso significa «protector determinado» –dijo Hades, con fruición–. He decidido convertirte en mi hijo, como Lucifer. Serás mi protector. Mi mano vengadora.

William… un nombre verdadero y un objetivo. Aquellas dos cosas reverberaron en su mente y le hicieron reaccionar. ¿Qué era eso? ¿Su primer contacto con la felicidad?

El rey añadió:

–Aprenderás los secretos y complejidades de la magia y, también, cómo has de luchar para vencer por mucho que tengas en contra. Yo me voy a asegurar de que te conviertas en tu propio protector.

Sí, sí. Quería esas cosas. Pero…

–¿Y por qué deseas que sea tu hijo? Los hijos son muy valiosos –le preguntó a Hades. Según Garra, él no tenía ningún valor, salvo su poder de regeneración.

Hades se agachó a poca distancia de él. Olía a rosas dulces.

–¿Sabes lo que eres, William?

Él negó con la cabeza.

–Solo sé que no soy humano –dijo.

Algunas veces, cuando la rabia de apoderaba de él, emanaba de su espalda un humo con olor a ambrosía y bajo su piel aparecían fogonazos de rayos.

Humo… A William se le aceleró el corazón. ¿Sería Hades su verdadero padre?

–Tienes razón –dijo Hades–. No eres un ser humano. Eres mucho mejor, mucho más fuerte. Y, algún día, todos los mundos temblarán ante ti.

Prólogo

 

 

 

 

 

SEGUNDA PARTE

REINO DE MARADELLE

DIECISÉIS AÑOS DESPUÉS

 

Los destellos de luz dorada de la hoguera iluminaban las sombras nocturnas. Volutas de humo con olor a sándalo ascendían por el aire mientras las brujas, que iban ataviadas con velos transparentes, danzaban alrededor del fuego, seduciendo al público. Los brujos tocaban los tambores a un ritmo sensual.

Todo el pueblo consideraba dioses del inframundo a los hijos de Hades. Y estaban en lo cierto. Aunque, para William, los títulos más acertados serían «asesino de dioses» y «seductor de diosas».

La mayoría de sus blancos eran los Wrathlings, una horda de especies diferentes que se habían aliado para librar al mundo de los demonios, los cambia–formas dragón, los vampiros y las brujas. Las que, supuestamente, eran razas malvadas.

–¿Cuál quieres? ¿Esa, esa o esa? –le preguntó Lucifer, dándole un empujón con el hombro. Estaban sentados con los esposos de las bailarinas, en círculo, alrededor de la hoguera–. ¿O quieres acostarte con todas, una por una, haciendo fila?

Aquella era la forma en que les gustaba matar a sus enemigos.

William frunció los labios. Cada vez que iban de visita, podían elegir a cualquier mujer que les gustara, casada o soltera.

–Tú te quedas con la mitad, y yo, con la otra mitad –añadió Lucifer.

–Tss, tsss… ¿no deberías practicar la castidad?

Al día siguiente, Lucifer iba a casarse con la princesa de aquel pueblo, Evelina Maradelle. Era la hija única de una emperadora de los cambia–formas dragón y del señor de los hechiceros que gobernaba en aquel reino.

Evelina había estado apartada de todo, guardada bajo llave, desde su nacimiento. Ni siquiera Lucifer había podido verla; solo sus padres tenían ese honor. Y, por supuesto, era Hades quien había arreglado el matrimonio. Según él, la muchacha tenía una belleza incomparable y era bondadosa, a pesar de su violento carácter y su inconmensurable poder.

Lucifer trató de fruncir el ceño, pero, al final, no pudo evitar echarse a reír. William también se rio. El matrimonio no iba a cambiar nada. ¿Por qué iba a cambiarlo? La mayoría de la gente consideraba que sus votos no eran más que una sugerencia de comportamiento. Él nunca había conocido a nadie que cumpliera esos votos.

–Mi boda con la princesa no va a afectar a mi vida –dijo Lucifer–. No hay nada que vaya a afectar a mi vida. Nada debería.

–Estoy de acuerdo. ¿Para qué vas a fastidiar la perfección?

Y la vida de un príncipe inmortal de veintitantos años era perfecta.

William tenía un padre al que quería con todas sus fuerzas, y un hermano a quien apreciaba. Todas las mañanas, Hades los entrenaba a ambos para sobrevivir en cualquier circunstancia. Perfeccionaba sus habilidades en el combate y les enseñaba cómo superar las peores situaciones. Por las noches, él se entregaba a los placeres de la carne.

Bueno, sí, su familia no lo había querido. Pensaban que el mundo estaría mejor sin él. ¿Y qué? Ignoró aquella presión en el pecho. Su nueva familia disfrutaba de su compañía y sus amantes se volvían locas por él. Le llenaban de afecto y de sentimiento de aceptación. Los verdaderos regalos de la vida.

Tenía riqueza, belleza y un montón de recuerdos que nadie podría arrebatarle nunca. Conocía una magia más poderosa que la de cualquier hechicero de los que estaban allí presentes, y poseía poderes sobrenaturales que le permitían teletransportarse a cualquier mundo, controlar a los demonios e inspirar miedo y odio por igual a enemigos y aliados. Cuando se enfurecía, le brotaban unas alas de humo. Muy pronto iba a gobernar su propio reino dentro de los territorios de Hades, como Lucifer. ¿Qué más necesitaba? ¿Qué podía ser mejor?

«Entonces, ¿por qué no soy feliz?». ¿Por qué no podía desprenderse de un pasado que no recordaba, u olvidar un pasado que despreciaba?

Solo le había preguntado dos veces a Hades por aquel chico de sus primeros recuerdos. Y, en ambas ocasiones, había recibido la misma respuesta: «Hazme caso. Es mejor que no lo sepas».

Aunque anhelaba aquellas respuestas tanto como anhelaban los hombres el aire que respiraban, no podía presionar más a su padre adoptivo para que le contestara, después de todo lo que Hades había hecho por él.

Lucifer le pasó una petaca de whisky y ambrosía y le dijo:

–La rubia no te quita los ojos de encima, hermano.

–No tengo que preguntarte de qué rubia hablas –respondió William, y dio un trago a la petaca–. Me imagino que es la que está meciendo las caderas mientras va acercándose.

Ella alzó los brazos por encima de la cabeza para mostrar mejor sus pechos. Tenía los pezones endurecidos.

Ummm… Los pezones eran su diana preferida.

–¿No vas a aceptar su ofrecimiento? –le preguntó Lucifer.

–Yo… No.

Era Lilith de Lleh, la hermanastra de Evelina y esposa del comandante del ejército. Era una bruja, además de pitonisa. Era baja de estatura y curvilínea, y tenía la piel como la nieve, los ojos, como esmeraldas y los labios, como rubíes. A William nunca le habían importado el color ni la talla. La belleza tenía muchos envoltorios diferentes, y él los valoraba todos. Solo le importaba que fueran suaves y cálidas, y que la aventura fuese pasajera. Si, por casualidad, la fémina en cuestión tenía un corazón de santa y en la cama era como un torbellino, mejor que mejor.

Aunque la bruja cumplía dos de las tres condiciones, era suave y cálida, no podía cumplir la tercera: que la aventura fuese pasajera. Se habían acostado hacía unas semanas, y ella se había quedado colgada de él.

William se estremeció. Aunque fuera la mujer destinada a completarlo, la rechazaría. Las mujeres como Lilith esperaban la monogamia sin reciprocidad, y tenían violentos ataques de celos. No, gracias. Él prefería la variedad, la sal de la vida.

Él solo experimentaba la verdadera satisfacción cuando conquistaba a una nueva amante. Y solo duraba un momento, un instante que lo dejaba desesperado y ansioso por volver a experimentar la misma sensación. Aun así, no cambiaría aquellos instantes por nada; eran prueba de que él, el niño a quien nadie había querido, era deseado e, incluso, admirado.

–Te la voy a quitar de encima –dijo Lucifer–. Haré que piense que se está acostando contigo.

–¡No! –gritó William, atrayendo varias miradas. Se le aceleró la respiración y comenzó a sudar. Lucifer era conocido como el Gran Embustero por un motivo: podía adoptar la forma de cualquiera a voluntad, y lo hacía a menudo–. No –repitió, con más calma–. Eso sería una violación.

Había pocos límites que él se negara a traspasar, pero la violación estaba en el primer puesto.

–No, te equivocas. Sería lo contrario a una violación. Yo le estaría dando exactamente lo que ella quiere. Pero –añadió Lucifer, con una sonrisa forzada, alzando las palmas de las manos con una expresión de inocencia– tú eres mi querido hermano. Respetaré tus deseos.

Otro de los motivos por los que Lucifer se había ganado su apelativo era que mentía constantemente.

«¿Acabo de escuchar una verdad u otra mentira?», se preguntó William, y se mordió la lengua hasta que notó el sabor de la sangre. Quería amar a Lucifer. Quería que le cayera bien su hermano adoptivo. Pero… en secreto, luchaba por conseguir ambas cosas. Eran una familia, lo más preciado. No podía abandonar a Lucifer.

Lilith sonrió seductoramente y le hizo un gesto con el dedo para que se acercara.

–Ven conmigo, William. Seré todo lo que quieras, haré lo que desees.

Él respondió con toda la delicadeza que pudo.

–Lo siento, pero deseo a otra…

–Yo puedo hacer que cambies de opinión –respondió ella. Se puso de rodillas y se acercó con un brillo extraño e hipnótico en los ojos–. Lo he visto.

No. En un tono mucho más duro, le dijo:

–La respuesta sigue siendo no.

Ella, con una expresión de ira, posó las palmas de las manos en sus muslos y se atravesó los pantalones de cuero con unas uñas afiladas como dagas.

–Por favor, William. Te deseo más de lo que nunca haya deseado a nadie.

–Aah. Desesperación –dijo Lucifer, con su acostumbrada sonrisa de desdén–. El mayor afrodisíaco.

La bruja le lanzó un siseo de rabia.

De acuerdo. Así pues, ser directo le había servido de tan poco como ser suave. Así pues, sería cruel.

–Pasa la noche con tu esposo. Él te desea. Yo, no.

Ella se estremeció.

–Te quiero, y sé que podríamos ser felices juntos. Para siempre.

–El amor es un mito, y la monogamia no es factible. Yo nunca voy a desear una relación a largo plazo.

De nuevo, ella se estremeció.

–Seré buena contigo, William. Dame una oportunidad. Escápate conmigo.

–Ni siquiera me conoces, princesa.

–Estás equivocado. He aprendido muchas cosas sobre ti. Hace unas semanas me elegiste. Después, soñé contigo, con nosotros, con nuestro futuro. Me di cuenta de que, siendo tan retorcido como eres, necesitas a alguien como yo para experimentar la verdadera satisfacción.

–Si lo que te gusta es un corazón negro y un errado sentido del bien y el mal, te lo pasarás mejor con mi hermano –dijo él, y señaló a Lucifer con el dedo pulgar–. Incluso se ofreció voluntario para adoptar mi físico, si te apetece.

–Pero te lo advierto, mi vida –dijo Lucifer, arrastrando las palabras y balanceándose un poco a causa del alcohol–. Si pasas una noche conmigo, ningún otro hombre tendrá comparación.

La bruja lo ignoró y siguió mirando a William.

–He visto tu corazón, y sé que deseas desesperadamente tener una familia propia.

Él se quedó paralizado, sin respiración. ¿Y si era cierto que había podido ver lo que ocurría en su corazón, o que había podido ver un pasado que él no recordaba?

–¿Qué más sabes, hechicera? ¡Dímelo!

Ella sonrió, triunfante, pensando que ya lo había conquistado.

–Llévame a mi cabaña y te lo cuento.

–Dímelo aquí, y te juro que después te llevaré a mi cabaña.

O no. Por supuesto que no.

Ella lo miró a los ojos durante un largo instante, en silencio. Por fin, dijo:

–Sé que no tienes recuerdos de tu infancia. Que alguien te echó un sortilegio para enterrar tus recuerdos. Que Lucifer y tú vais a luchar, y que solo sobrevivirá uno de los dos. Que llegarás a despreciar a tu padre, durante un tiempo, y que amarás a tu hermano.

Él lo escuchó todo con un nudo en el estómago. ¿Despreciar a Hades? ¡Jamás! ¿Matar al hijo de Hades? No, imposible. Sin embargo, lo que había dicho la bruja sobre el sortilegio para enterrar sus recuerdos… eso sí tenía sentido.

–Te contradices, hechicera. ¿Cómo voy a luchar contra Lucifer, sobrevivir y, después, amar a Lucifer, que ya ha muerto?

A no ser que…

¿Se refería al niño con alas?

William se parecía más a él que a aquella mujer que podía ser su madre, o no. Los dos tenían la piel bronceada, el pelo negro y los ojos azules.

¿Qué le habría ocurrido a aquel niño? ¿Dónde estaría?

Sintió una opresión en el pecho, tan fuerte, que se quedó sin aliento.

–¿Y por qué voy a ser yo el que muera? –le preguntó Lucifer a la bruja. De repente, se comportó como si estuviera completamente sobrio. Dejó de balancearse, apartó el whisky y sacó una daga–. No, no importa. Mientes sobre esa futura guerra porque quieres crear discordia entre nosotros. Por suerte, a mí me encanta matar a los embusteros. Después de haberme divertido un poco, claro.

William frunció los labios y le dio una palmadita en la mano para que guardara la daga.

–No perdamos el tiempo con ella. Que se vaya a encontrar a otro a quien amar. Eso sí que será un castigo.

Lilith los miró a los dos con los ojos entrecerrados.

–¿Es que piensas que el amor es un castigo? Muy bien. Pues yo te voy a enseñar su valor.

La hechicera abrió los brazos, y se creó una violenta ráfaga de viento que los envolvió. Sus rizos rubios danzaban alrededor de su rostro mientras gritaba:

–¡Yo te maldigo, William de la Oscuridad! Te condeno a una vida llena de tristeza, en guerra con aquellos a quienes aman. Una vida privada de verdadero compañerismo. Y, si alguna vez te enamoras, si alguna vez el objeto de tu afecto corresponde a tu amor… la maldigo a ella también, a que pierda la cordura junto al corazón. Te atacará una y otra vez, y no se detendrá hasta que estés muerto.

William dio un resoplido.

–¿Quieres decir que nunca voy a sentar la cabeza y a acostarme una y otra vez con la misma mujer mientras criamos a una caterva de niños llorones? Oh, no. Eso, no. Cualquier cosa menos eso –dijo él, poniendo los ojos en blanco.

Lilith se le acercó y siguió hablando en un tono aún más duro:

–Permíteme que demuestre mi poder. Te maldigo, William de la Oscuridad, a que pierdas las dos manos antes de que amanezca.

Él volvió a poner los ojos en blanco.

–Se me regenerarán en cuestión de días.

–Sí, pero durante esos días oscuros, te consumirás por mí, y no podrás tocar a ninguna amante.

Él gruñó, y ella se echó a reír.

–Pero, como no soy un monstruo –dijo la bruja–, también te ofrezco una bendición. Te ofrezco la oportunidad de salvarte de la mujer de tu vida.

Hizo un gesto con la mano y se materializó un libro en su regazo. Era un tomo grueso con tapas de cuero, que tenía un enorme zafiro engastado en la portada.

–En este libro hay un código mágico. Si encuentras a alguien que descifre el código, podrás romper la maldición.

Él se sintió intranquilo. Se había hartado de ella y de sus amenazas, y se puso de pie. El libro se cayó al suelo y resonó. Él se dio la vuelta con intención de volver al inframundo.

–Si lo deseas, deja aquí abandonada tu única oportunidad de redención –le gritó ella, con petulancia–. Que tus enemigos puedan utilizarlo contra ti.

William se detuvo y la miró. Después, dijo, con ironía:

–Y yo que dudaba de tu amor. Qué tonto soy.

Sin embargo, la bruja tenía razón. Él alzó un brazo y el libro fue directamente a su mano. Después, William le lanzó un beso soplado a la bruja y se marchó.

Lucifer lo alcanzó y le pasó un brazo por los hombros.

–Yo nunca me voy a enfrentar a ti, hermano.

–Eso ya lo sé –dijo William. Aunque tuvieran sus diferencias, nunca faltarían el respeto a Hades de esa manera.

–Deja que te lo demuestre. Voy a proteger el libro en tu nombre. Mi ejército es el doble de grande que el tuyo, y mi magia, más fuerte. Me voy a cerciorar de que nadie pueda usar el código contra ti.

William volvió a sentir inquietud.

–Te agradezco la oferta, pero creo que me lo voy a quedar yo. Me vendría bien reírme un rato.

Con la magia se podían hacer muchas cosas asombrosas, pero conseguir el amor verdadero no era una de ellas. Y no había forma de que él perdiera las manos antes del amanecer. Para eso, alguien tendría que ser tan hábil como para poder acercarse sigilosamente a él y dejarlo sin conocimiento de un golpe.

Buena suerte.

Lucifer atravesó un portal que lo llevaba directamente a su territorio del infierno, y él entró a su principado. Se encerró en su dormitorio y activó las trampas por si alguien era tan idiota como para intentar entrar.

Trató de permanecer despierto, pero, a medida que las horas pasaron, el sueño lo venció.

Se despertó con un dolor indescriptible, ensangrentado. Había sangre en las sábanas, en su cuerpo… y toda ella brotaba de sus muñecas.

Le faltaban las manos, pero nadie había caído en las trampas de seguridad.

Además de aquel dolor tan insoportable, William sintió una enorme angustia. La segunda parte de la maldición de Lilith se había cumplido. ¿Por qué no había de cumplirse la primera?

Mierda. ¡Mierda! ¿Qué iba a hacer?

Capítulo 1

 

 

 

 

 

«Olvídate de la capa de la invisibilidad. Prefiero llevar una capa que me haga estar tan bueno como el demonio».

William, el Eterno Lujurioso

 

TERCER NIVEL DE LOS CIELOS.

THE DOWNFALL, UNA DISCOTECA PARA INMORTALES.

PRESENTE.

 

William se abrió paso entre la gente que abarrotaba la discoteca. Había vampiros, cambia–formas y hadas, y los fue apartando a todos de su camino. Cuando se tropezaban unos con otros y chocaban entre sí, protestaban, pero, al ver su expresión de rabia homicida, se quedaban callados.

–Que alguien se atreva a atacarme –rugió–. Os desafío.

El noventa por ciento de los inmortales salieron corriendo del edificio.

Durante aquellos siglos, tanto amigos como enemigos habían comparado a William con una granada sin seguro. Podía explotar en cualquier momento e incendiar todo el mundo.

Dos mujeres se quedaron en la barra, mirándolo con interés.

–Me he enterado de que ha vuelto al infierno para luchar contra Lucifer –le susurró una a la otra.

Él, que tenía un oído muy fino, lo oyó todo.

–Pues pobre Lucifer –respondió la otra–. He oído decir que el Eterno Lujurioso es incluso más poderoso en el infierno que fuera.

Aquellas dos bellezas estaban en lo cierto. Él estaba en guerra con Lucifer, tal y como había vaticinado Lilith, y en el infierno su poder se ampliaba y sus habilidades sobrenaturales se volvían siniestras.

La primera mujer le sonrió y le lanzó un beso, y le preguntó a la otra:

–Me pregunto qué está haciendo aquí.

–Pregúntaselo a él –le sugirió su amiga–. Vamos, Helen, ¡pregúntaselo!

–Ni hablar, Wendy. Tú ya has oído su voz, ¿no? Es como una sirena, tiene el poder de seducir con una sola palabra. Por desgracia para él, yo he decidido reservarme para Strider. Él se cansará de Kaia algún día. Tal vez. Probablemente.

William suspiró. Estaba allí para liberarse de la maldición de Lilith. ¡Por fin!

El día anterior, una poderosa vidente le había dado una noticia increíble: que iba a encontrar muy pronto a la única persona del mundo capaz de descifrar el código mágico del libro. Ella, o él, se había inscrito para asistir a un congreso de criptoanalistas en Manhattan.

¿Sería ese criptoanalista mortal o inmortal? ¿Joven o viejo? ¿Frágil o fuerte?

«No importa. Voy a encontrar a quien estoy buscando, o moriré en el intento».

Una vampiresa se interpuso en su camino. Era una morena muy bella con un top escotado y una minifalda; aquel era el uniforme de la discoteca. Sonrió dulcemente. Con demasiada dulzura, en realidad.

–Estás ahuyentando a todos los clientes antes de que nos den las propinas –le dijo. Y, con sensualidad y coquetería, le pasó un dedo por encima de los pectorales–. Estoy a punto de pedirles a los de seguridad que te echen.

Podrían intentarlo, sí, pero siempre que a alguien se le ocurría ponerle las manos encima, moría de una forma horrible. Aquello era necesario. Si no castigaba a aquellos que osaban hacerle daño, los demás pensarían que también podían enfrentarse a él.

Miró a su alrededor y distinguió con facilidad a los encargados de seguridad del local: eran Berserkers y guerreros Fénix. Volvió a suspirar. Disfrutaría mucho obligándoles a suplicar una piedad que él no tenía, pero no podía perder el tiempo.

–Te pago el doble de lo que ganes en una semana –le dijo a la vampiresa. Sus riquezas eran incalculables–, si echas a los rezagados.

–Ahora mismo –dijo ella y alzó el puño–. ¡Vamos, todo el mundo fuera! ¡Ahora mismo! Rápido, rápido, rápido, antes de que empiece a cortar apéndices –amenazó. Después, sonrió con malicia–. O puede que le diga a Bjorn que me habéis hecho llorar.

Entonces, todo el mundo se levantó de sus sillas rápidamente para salir. Ah, bien hecho. Bjorn era uno de los tres dueños de The Downfall; era medio enviado, un asesino de demonios con más poder que los ángeles, y medio temido. Una de las especies más violentas que existían. Tenía un carácter tan oscuro y legendario como el suyo, pero solo estallaba cuando alguien hacía llorar al sexo débil.

Claro. Los años cincuenta habían vuelto, con su misoginia incorporada. ¿Las mujeres, el sexo débil? A William se le escapó un resoplido. Su pasado y su presente habían sufrido un tremendo impacto por parte de tres mujeres, y su futuro iba a verse afectado por otra. Una le había dicho que no debería haber nacido, y él siempre había cargado con aquel estigma. Otra lo había maldecido y había afectado a todas las relaciones que había tenido en su vida. La tercera le había ofrecido esperanza en una situación desesperada, algo que ni siquiera había hecho Hades, su ídolo. Y la última intentaría matarlo si se enamoraba de ella.

William respiró profundamente, movió la cabeza para aclarársela y siguió adelante. Olía a cera de las velas, a hormonas, a perfume y a sudor. En cuanto vio a la última de las clientas, el motivo por el que había ido a la discoteca, su ira se mitigó y se convirtió en fastidio.

Keeleycael, conocida también como la Reina Roja, tenía un poder inimaginable y era muy molesta. Era tan vieja como el tiempo y podía ver el futuro hasta tal punto, que los recuerdos se le mezclaban en la mente. Algunas veces tenía que esforzarse para separar el presente, el pasado y el futuro. Casi siempre estaba confusa y le costaba hacer cosas sencillas, como vestirse. Aquel día, por ejemplo, llevaba la ropa del revés y le colgaba un calcetín de los pantalones vaqueros. Llevaba un collar hecho de caramelos.

–¡William! ¡Willy! ¡Will! –exclamó, saludándolo con una mano.

Era bellísima. Tenía el pelo rosa claro, la piel dorada y los ojos verdes. Estaba sentada en una de las mesas del fondo del local.

–Sé que te vi ayer, pero te he echado mucho de menos. O a lo mejor te vi hace diez o veinte años… ¿O quince?

Maravilloso. Ya había empezado a volverse loca. Hacía tiempo, aquella mujer había sido la prometida de Hades y había estado a punto de convertirse en su madrastra. Aunque la pareja se había separado, él había seguido queriéndola mucho. Hacía poco tiempo, Keeleycael se había casado con Torin, un señor del inframundo poseído por un demonio, y uno de sus mejores amigos.

En cuanto llegó a su mesa, se sentó a su lado.

–Hola, Keeley.

Ella sonrió con dulzura, y él sintió una punzada de afecto.

–Qué agradable es que hayas venido a esta reunión inesperada conmigo.

Cuidado. Aquella conversación era la más importante de su vida, y necesitaba que ella estuviera lúcida. Si le hacía una pregunta equivocada, podía provocar su completo descentramiento.

–¿Sabes cómo se llama la persona que puede descifrar el código?

–¿Por qué? ¿Porque todo lo que te prometió Lilith se ha cumplido? Una guerra con Lucifer, un pasado y presente llenos de tristeza, sin relaciones románticas verdaderas, y un futuro poco prometedor…

–Sí –dijo él, con los dientes apretados.

Con aquella maldición sobre los hombros, él no se arriesgaba a pasar más de una o dos noches seguidas con la misma mujer, y quería que eso cambiara.

No porque esperara sentar la cabeza, no. Después de todo lo que había sufrido, se merecía tener un final feliz con tantas mujeres como quisiera.

¿Acaso había cambiado su opinión sobre la monogamia? Sí, pero para los demás. Sus amigos tenían compañeras estables, y eran perfectos ejemplos de amor y lealtad. Sin embargo, él seguía prefiriendo la variedad. Una sola amante nunca podría satisfacer sus necesidades.

Para él, las mujeres eran como especias. Algunos días, deseabas especias dulces, y otros, especias picantes. O saladas. No había ningún motivo para tener que conformarse siempre con el mismo sabor.

–Bueno –dijo él–, ¿sabes cómo se llama?

–Sí –dijo ella–. Si no, ¿para qué iba a invitarte a esta fiesta de revelación?

Él se pellizcó el puente de la nariz.

–¡Sorpresa! –exclamó ella–. La persona que puede descifrar el código del libro es una mujer, y es la mujer de tu vida.

¿Cómo? William sintió terror. Vio formarse ante sí miles de problemas que solo tenían una solución.

–Sé que hace poco pensaste que habías conocido a la mujer de tu vida, pero te equivocaste –le dijo Keeleycael.

Él sintió una opresión en el pecho. Había conocido a una muchacha humana, Gillian Shaw, que había tenido una infancia aún más trágica que la suya. Como no quería que se cumpliera la maldición, había luchado implacablemente contra todo lo que sentía por ella, jugando al juego del «Y si…» consigo mismo.

¿Y si se comprometía con ella y Gillian terminaba matándolo?

¿Y si él la mataba a ella, sin querer? ¿Podría perdonárselo algún día?

Al final, ella se había enamorado de otro, de alguien que la necesitaba. Un idiota, porque necesitar a los demás siempre acababa en sufrimiento.

–No voy a poner a disposición de mi futura asesina el objeto de mi salvación –le dijo a Keeleycael–. Prefiero matarla directamente e impedir que la maldición se cumpla.

Pero… ¿podía de veras matar a la única mujer de su vida, solo porque, algún día, ella trataría de matarlo a él?

Keeley se quedó mirándolo boquiabierta.

–¿Estarías dispuesto a renunciar a la única oportunidad de conocer la felicidad eterna?

–Sí –respondió él, con una gran tensión en los hombros. ¿Cómo iba a echar de menos algo que no había tenido nunca?

–¿Y si no puedes vencer a Lucifer sin ella? –le preguntó Keeley.

Él se quedó paralizado.

–¿Es que no puedo?

–¿Te acuerdas cuando te dije que el hijo de Scarlet y de Gideon te ayudaría a romper la maldición?

–Sí –respondió él con cautela. Scarlet y Gideon formaban parte de su selecto grupo de amigos. Eran hombres y mujeres poseídos por demonios, conocidos como los Señores del Inframundo, y sus amantes. Del mismo grupo que Torin y Keeley.

–Por mucho que los quiera, dudo que su bebé tenga el poder necesario para ayudar a un príncipe del inframundo.

–Está bien, tienes razón. Lo he expresado mal. Su bebé no te va a ayudar a ti. Va a ayudar a tus hijas. Hijas que no tendrías sin la mujer de tu vida.

¿Cómo? ¿Hijas? ¿Niñas que crecerían y se convertirían en bellas mujeres y se enamorarían de idiotas a quienes él tendría que asesinar? ¡No!

–Otro motivo más para matar a la encargada de descifrar el código. No voy a tener hijos.

–Claro que vas a tenerlos. Tantos como para organizar un equipo deportivo –replicó ella, y se inclinó hacia él como si no acabara de soltar aquella bomba–. No creo que puedas enamorarte de esa mujer en solo dos semanas, ¿no? Así que déjala vivir catorce días para que pueda trabajar en el código. Promételo o no te doy la lista de nombres.

–Está bien –dijo él. No tenía que preocuparse. Cuando uno era inmortal, dos semanas no eran nada. Pero… ¿qué quería decir con eso de «la lista de nombres»? Solo podía haber una, ¿no?–. Si se porta bien, te prometo que no le haré daño durante catorce días.

Él nunca hacía una promesa sin algún resquicio.

–¡Excelente! Ahora, antes de que te revele los diecinueve nombres de mi lista…

–¿Diecinueve? –rugió él.

–Sí. Tendrás que decirme por qué aumenta tu poder cuando estás en el infierno. Y no me digas que no. En nuestro mundo, tienes que dar para recibir.

Así que ella también había oído lo que decían las chicas de la barra. William suspiró.

–No sé cuál es el motivo. Solo sé que, aquí, me salen alas de humo y que, allí, ese humo está mezclado con sopor, una toxina que provoca dolor. Aquí, me salen garras. Allí, de esas garras gotean poena, un veneno mortal. Aquí no tengo colmillos. Allí, si quiero, puedo hacer que me crezcan unos colmillos enormes.

–¿Por eso empezaste a vivir en el reino de los mortales en cuanto tu padre y yo rompimos?

Él asintió. Temía que, si se quedaba, tal vez se convirtiera en alguien tan malo como Lucifer.

–Qué interesante. Creo que debes llevarte a tu descifradora al infierno –dijo Keeley. Estiró el brazo y mostró una fila de manchas de tinta que comenzaba en el interior del codo y terminaba en la palma de su mano–. ¡Tachán! Los nombres, tal y como había prometido.

Él memorizó todas las palabras con una sola mirada. Después, enarcó una ceja.

–¿Uno de los descifradores se llama Espagueti y otro Albóndiga?

–Oh, no. Perdón, eso era mi cena.

–Tu nombre también figura en la lista.

Entonces, ella sonrió.

–Era la cena de Torin.

«Oh, Dios, espero no estar nunca tan enamorado como mis amigos».

–¿Cuál es el nombre de mi descifradora?

Apareció la camarera, le dio una botella de champán a Keeley y murmuró:

–Cortesía de la casa. ¡No me mates! –exclamó, y salió corriendo.

La Reina Roja se puso a beber directamente de la botella. Él esperó.

–Keeley –dijo por fin–. Te he preguntado una cosa.

–Ah, sí, sí. Ya me acuerdo. Querías saber dónde podías encontrar una corona del infierno.

Él se quedó inmóvil. Hacía mucho, mucho tiempo, el Más Alto, el líder de los enviados, había hecho once coronas. Cada persona que poseyera una de aquellas coronas se convertiría en un rey muy poderoso, fuese quien fuese. Si alguien perdía aquella corona, lo perdía todo.

El joven Lucifer, después de fallar en su intento de usurpar al Más Alto, consiguió robar diez de aquellas once coronas, y se las entregó a Hades. Hades eligió a quienes iban a gobernar a su lado y reservó la décima corona para Lucifer. Sin embargo, Hades hizo que los otros reyes la robaran después de la coronación de Lucifer.

Ahora, Hades decía que aquella décima corona se había perdido. William tenía pensado encontrarla y convertirse en el décimo rey del infierno para, así, debilitar y humillar a su antiguo hermano.

Aunque tenía los nervios a flor de piel, luchó por mantener la compostura.

–¿Sabes dónde está la décima corona?

–No. ¿Por qué iba a saberlo?

«No voy a matarla. No, no lo voy a hacer».

–Bueno, ¿recuerdas entonces el nombre de mi compañera?

–No, pero sí me acuerdo de cómo era –dijo Keeley, y sonrió con dulzura–. Tu mayor sueño se va a hacer realidad, pero, también, tu peor pesadilla… ¡Que lo disfrutes! Y buena suerte.

 

 

 

 

Capítulo 2

 

 

 

 

 

«¿Quieres un pedacito mío? Claramente, tu novia sí».

 

Sunday, Sunny Lane, estaba tomando agua azucarada en una copa de vino mientras paseaba por el bar de un hotel lleno de descifradores de código, hackers y aficionados. La mayoría eran seres humanos que habían ido temprano a Nueva York aquella mañana, para socializar y divertirse antes de asistir a la inauguración del congreso mundial de criptoanalistas que comenzaría al día siguiente. Su amiga de toda la vida o… más bien, su conocida, Sable, estaba a su lado. Aquella mujer bella, de piel negra y un metro ochenta centímetros de altura, provenía del mismo reino que ella.

Habían ido a poner trampas para cualquier inmortal que se dedicara a cazar a los de su especie.

Se les acercó un camarero con una botella de vino blanco.

–¿Me permite que le llene la copa, señorita?

–No, gracias –dijo ella–. Como autoproclamada superheroína y orgullosa vigilante que soy, prefiero mantenerme sobria para poder detectar a los cerdos.

Áster.

Sunny había nacido con una magia innata que le impedía decir palabrotas, y cambiaba las palabras malsonantes por flores. Margarita sustituía a «mierda». ¡Aay! Era horrible. Eléboro sustituía frecuentemente a «demonios». Salvia podía reemplazar a «caca». Jacinto sustituía a «hijo de puta». Áster sustituía a «culo» y fresia sustituía a «joder».

El camarero sonrió con inseguridad y se alejó rápidamente.

–Espero que la dualidad nos sirva esta noche –dijo Sable, e hizo un brindis con su copa de agua azucarada.

Ah, sí. La dualidad. De su naturaleza, la mitad se dedicaba a cazar y a matar a los malos, fueran inmortales o seres humanos. Esa parte de ella, Sunny la Horrorosa, trabajaba de asesina. La otra mitad les exigía que difundieran el amor, la alegría y la paz, y esa parte, Sunny Rosas y Arcoíris, trabajaba de descifradora de código.

Aquellas dos facetas siempre estaban inmersas en un tira y afloja brutal.

–He publicado un post para comunicarle al mundo que iba a estar aquí –dijo Sunny, mientras se acariciaba con un dedo el medallón que llevaba en el cuello. Era su más preciada posesión, y servía para realizar hazañas que poca gente imaginaría.

Como eran criaturas míticas extremadamente raras, tenían que ir siempre armadas. Los cazadores furtivos trataban de cazarlas por diversión, y los coleccionistas, por placer. No era raro que Sunny no confiara en nadie, ni siquiera en Sable, y nunca permaneciera en el mismo lugar más de dos semanas. Siempre estaba mirando hacia atrás por encima del hombro, y apenas dormía.

–Si alguien ataca… –dijo Sable.

–Morirá gritando.

Sable apuró el agua y dejó la copa.

–Cuando hayamos eliminado a los furtivos y a los coleccionistas, no tendremos que estar siempre preocupadas por si nos tienden una emboscada. Podríamos concentrarnos en la realeza del inframundo.

–Los nueve reyes, y hasta el último de los príncipes de la oscuridad…

En concreto, había dos de aquellos príncipes que figuraban en los primeros lugares de su lista: Lucifer el Destructor y William el Eterno Lujurioso. Solo con pensar en sus nombres, ya sentía rabia. Lucifer había cometido atrocidades contra su pueblo, gritando: «¡Por William!».

Aunque ahora los dos estuvieran en guerra, en aquellos momentos eran inseparables.

«Concéntrate. Estás aquí con un propósito».

Miró las caras que la rodeaban. Algunos de los asistentes iban de grupo en grupo. Otros permanecían en su sitio, hablando, riéndose y bloqueando el paso por los pasillos. Otros estaban en sus mesas, bebiendo. La mayoría estaban relajados, contentos. Ay, cómo sería sentirse tan despreocupado y ajeno al mal del mundo y a los peligros. Sunny no recordaba haberse sentido segura nunca.

En algún punto de la barra hubo un sonido de cristales rotos. Sunny y Sable se sobresaltaron.

«Respira hondo, vamos. Sí, así está bien».

–Estoy deseando dejar de vivir con miedo –murmuró.

Cuando lo consiguiera, se compraría una casa y haría un jardín. Adoptaría un perro y un gato. Y llevaba muchos años sin tener una cita, seguramente, siglos… Tenía que encontrar al tipo adecuado. Alguien que quisiera hacer el trabajo necesario para ganarse su confianza. De ese modo, ya no tendría que volver a pasar sola la época de celo, aquella temporada llena de un deseo sexual incontrolable y mordiente.

La próxima época de celo llegaría dentro de dos semanas.

–Yo, también –dijo Sable–. Estoy deseando poder dejar de encadenarme en una habitación cerrada para no abalanzarme sobre ningún hombre.

–¡Exacto!

–Algún día voy a atar a Lucifer con esas cadenas antes de cargármelo.

–Me gusta esa forma de pensar.

Cuanto más se adentraban en el bar, más olía a diferentes perfumes. Había seres humanos, vampiros, brujas, seres humanos, hombres lobo… De repente, a Sunny le llamó la atención una risa ronca de hombre.

Se estremeció y frunció el ceño. Qué reacción tan extraña. Cierto, su voz era sexy, pero ella había oído voces mucho más sexis. ¡Seguro!

Miró hacia la barra del bar y lo vio. Tenía el pelo negro y espeso, los hombros anchos y un aura única. Un aura que ella no era capaz de leer.

Él se rio y echó la cabeza hacia atrás, y ella sintió de nuevo un escalofrío.

–Margarita –murmuró.

La mujer que estaba a la izquierda del hombre le susurró algo al oído. La mujer que estaba a su derecha le pasó una mano por la espalda.

Era la carne del sándwich.

Por fin, se movió, y, al ver su perfil, Sunny tomó aire bruscamente.

Una mujer nunca olvidaba una cara como aquella.

«Hola, William el Eterno Lujurioso, hermano de Lucifer». El muy jacinto.

Tenía la piel bronceada, impecable, y el pelo negro. Los ojos eran azules como zafiros. Las mejillas, altas, y las mandíbulas, fuertes y cubiertas de barba incipiente. Nariz y labios perfectos, todo perfecto. Para todo el mundo, menos para ella.

–¿Qué te pasa? –le preguntó Sable, llevándose la mano a la daga que llevaba oculta bajo la chaqueta.

–Mira –le dijo ella, y señaló a William.

¿Sabría él que ellas tenían intención de vengarse de su familia, y había ido allí para impedírselo? ¿Por qué otro motivo iba a estar allí? ¿Y por qué no había tratado de acercarse a ellas?

–Vaya, el demonio en persona –dijo Sable.

Sunny había investigado. Sabía que William era un mercenario y un mujeriego que despreciaba el matrimonio. Hacía pocos años había ayudado a asesinar a un rey dios.

–Si los rumores son ciertos –dijo–, se acuesta con una mujer nueva cada noche, tiene un temperamento infernal, algunas veces hace daño a sus amigos solo por divertirse y disfruta matando a sus enemigos del modo más doloroso posible.

Mucho que admirar. Mucho que despreciar.

–En ese caso, deberíamos reorganizar nuestra lista de objetivos y cargarnos a este miembro de la realeza ahora, mientras tenemos la oportunidad.

–Cierto. De un modo u otro, William el Eterno Lujurioso morirá hoy –dijo Sunny. «¡La venganza será mía!»–. El problema es que no puedo leer su aura. ¿Y tú?

–No… tampoco –dijo Sable, y frunció el ceño.

¡Margarita!

–A pesar de que he investigado mucho, no he conseguido averiguar de qué especie es, ni cuál es su origen, así que no sé cuáles son sus puntos fuertes y débiles.

–Bueno, no importa. Lo sabremos. Es guapo, ¿eh? –preguntó Sable, mordiéndose el labio.

–Sí.

Era más guapo de lo que nadie pudiera imaginar. Y tener que admitirlo le producía indignación. Sunny trató de ignorar el revoloteo que sintió en el estómago. Era un hombre arrogante y sensual a la vez, el ejemplo perfecto del atractivo sexual. Musculoso y perfecto. Llevaba una camisa negra, unos pantalones de cuero negros y unas botas de combate.

Cuando se movió un poco más, ella vio lo que llevaba escrito en la camisa: Mira el código que llevo en los calzoncillos. Les pasó el brazo por los hombros a ambas mujeres, y Sunny pudo ver también que llevaba unas puñetas de metal y unos anillos con pinchos. O, más bien, que llevaba armas. ¿Y qué? Ella también llevaba un anillo–arma. Un anillo que tenía agujeros para bala y que podía dispararse.

Él se echó a reír por tercera vez, y Sunny hirvió de rabia.

–Después de las cosas espantosas que su hermano y él le hicieron a nuestro pueblo, a gente inocente, se merece sufrir.

–Totalmente de acuerdo.

Sunny se fijó en las chicas que estaban con él. Eran tres, y estaban absortas en lo que decía. Reconoció a dos. Sus alias eran Jaybird y Cash, y eran criptoanalistas, como ella.

Jaybird se tocó los labios para atraer la mirada de William, y Cash se inclinó hacia delante para mostrar aún más su escote.

Ella dejó el vaso en una mesa y se llevó a Sable a un rincón, detrás de una planta, para que pudieran planear su ataque.

–… sí, tío, es cierto –les estaba diciendo el hombre que había a su lado a sus amigos–. Era una salvia, pero… –una pausa–. Salvia –repitió, y frunció el ceño–. ¿Por qué no puedo decir «salvia»?

Sus compañeros se echaron a reír a carcajadas, como si les estuviera contando un chiste. Sin embargo, los filtros mágicos de Sunny y Sable impedían decir palabrotas en su presencia a cualquier persona. Además, su magia también impedía a la gente decir mentiras.

Eso era una ventaja.

–¿Cómo vamos a hacer esto? –preguntó Sunny en voz baja.

–Creo que deberíamos tenderle una emboscada. No lo verá venir, porque no sabe quiénes somos, ni lo que somos. Si lo supiera, Hades también habría venido, porque me enteré de que quería reclutar a gente como nosotras para utilizar nuestra magia contra Lucifer.

–Es cierto. Además, ¿cómo iba a saber que estamos empeñadas en cargárnoslo? Matamos a todo aquel a quien interrogamos acerca de las familias reales del inframundo para asegurarnos de que no se sepa.

Sable se mordió el labio.

–Ahora solo tengo una pregunta: ¿Cómo vamos a tenderle la emboscada?

¿Esperaban a que se les acercara William? ¿Y si no se acercaba? ¿No deberían atraerlo con algunas sonrisas? Tal vez él no estuviera interesado. Las mujeres con las que estaba llevaban vestidos muy modernos, arreglados; Sable y ella llevaban camiseta y vaqueros, porque era un atuendo perfecto para pasar inadvertidas entre la gente.

¿No debería alguna de ellas dar un paso? Intentar ligar con él, engañarlo para poder llevarlo a su habitación de hotel…

Sí. Eso sería lo mejor.

Mientras le explicaba su idea a Sable, se le aceleró el corazón.

–Perfecto. Vamos a echarlo a suertes –dijo Sable–. A la que le toque la pajita más corta tiene que acercarse a él. La otra espera en la habitación y le pega un tiro en cuanto entre.

Sunny dio un resoplido.

–No te preocupes, no tenemos que echarlo a suertes. Yo hago el trabajo sucio. Pero no te lo cargues justo al entrar en la habitación. Antes tenemos que interrogarlo. Por fin vamos a poder descubrir cuáles son las coordenadas del territorio de Lucifer.

–¡De acuerdo! Pero, antes de acercarte a ese tío, tienes que arreglarte un poco –dijo Sable. Le deshizo la trenza a Sunny y peinó su melena ondulada con los dedos.

Lo que daría ella por un buen corte de pelo. Sin embargo, aunque se afeitara la cabeza, volvería a crecerle el cabello espeso y negro en cuestión de horas.

Sable asintió con satisfacción.

–Ya está. Irresistible. Pero acuérdate de que tu punto débil es la expresividad de tu rostro. No se te da bien disimular tus sentimientos.

–No te preocupes –dijo Sunny. Alzó la barbilla y se cuadró de hombros. Echó a caminar, sigilosamente, como todos los de su raza. Sus pasos eran inaudibles. Al salir de las sombras, la gente se quedó mirándola, y ella se puso nerviosa. Notó que le sudaban las palmas de las manos. ¿Y si no lo conseguía?

–… como un ordenador –estaba diciendo un hombre, en una de las mesas–. Lo digo en serio. Es capaz de descifrar un código solo con verlo. Cualquier código. Es algo impresionante. Es… ¡Vaya! ¡Pero si está aquí mismo! –exclamó, y la señaló–. ¡Sunny! Sunny Lane. Hola. Soy Harry, Harry Shorts. ¿Puedo invitarte a una copa?

Más personas la miraron, incluido William. Sus miradas se cruzaron y, de repente, ella sintió un impacto. Se quedó sin aliento.